miércoles, 15 de mayo de 2024

Un recuerdo. Rosalía de Castro (1837-1885)

¡Ay, cómo el llanto de mis ojos quema!...
¡Cuál mi mejilla abrasa!...
¡Cómo el rudo penar que me envenena
mi corazón traspasa!

Cómo siento el pesar del alma mía
al empuje violento
del dulce y triste recordar de un día
que pasó como el viento.

Cuán presentes están en mi memoria
un nombre y un suspiro...
Página extraña de mi larga historia,
de un bien con que deliro.

Yo escuchaba tina voz llena de encanto,
melodía sin nombre,
que iba risueña a recoger mi llanto...
¡Era la voz de un hombre!

Sombra fugaz que se acercó liviana
vertiendo sus amores,
y que posó sobre mi sien temprana
mil cariñosas flores.

Acarició mi frente que se hundía
entre acerbos pesares;
y lleno de dulzura y de armonía
díjome sus cantares.

Y ¡ay!, eran dulces cual sonora lira,
que vibrando se siente
en lejana enramada, adonde expira
su gemido doliente.

Yo percibí su divinal ternura
penetrar en el alma,
disipando la tétrica amargura
que robara mi calma.

Y la ardiente pasión sustituyendo
a una fría memoria,
sentí con fuerza el corazón latiendo
por una nueva gloria.

Dicha sin fin, que se acercó temprana
con extraños placeres,
como el bello fulgor de una mañana
que sueñan las mujeres.

Rosa que nace al saludar el día,
y a la tarde se muere,
retrato de un placer y una agonía
que al corazón se adhiere.

Imagen fiel de esa esperanza vana
que en nada se convierte;
que dice el hombre en su ilusión mañana,
y mañana es la muerte.

Y así pasó: Mi frente adormecida
volvióse luego roja;
y trocóse el albor de mi alegría,
flor que, seca, se arroja

Calló la voz de melodía tanta
y la dicha durmió;
y al nuevo resplandor que se levanta
lo pasado murió.

Hoy sólo el llanto a mis dolores queda,
sueños de amor de corazón, dormid:
¡Dicha sin fin que a mi existir se niegan
gloria y placer y venturanza huid!...


Una canción de muerte. William Morris (1834-1896)

¿Qué es aquello que viene del oeste arrasando todo?
¿Y quiénes son estos que marchan firmes y extraviados?
Traemos el mensaje que los ricos han enviado
Abatiendo a los condenados a despertar y saber.
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.

Les preguntamos por la vida de arduo trabajo,
Se nos ordenó aguardar el momento por nuestro pan;
Ansiamos expresar nuestros humildes pensamientos,
Regresamos sin palabras, trayendo a nuestros muertos.
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.

Ellos no aprenden; no tienen oídos para escuchar.
Ellos esconden el rostro ante los ojos del destino;
Sus salones brillantes esconden el cielo que oscurece.
¡Pero observa a este hombre muerto golpear las puertas!
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.

Aquí se encuentra la señal que quebrará nuestra prisión;
En medio de la tormenta él ganó el reposo presidiario;
Pero en el amanecer el sol surgió entre las nubes
Trayéndonos un día de trabajo lleno de esperanzas.
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.


Mi duquesa muerta. Robert Browning (1812-1889)

Sobre aquella pared, ved el retrato
de mi Duquesa muerta; se diría
que vive; prodigioso lo afirmo.
Aquí aparece como un día Pandolfo
la pintó con sus manos. Para verla,
¿no queréis sentaros? Dije Pandolfo
que nunca vio un extraño,
como sois vos, en la silueta, el hondo
y apasionado y serio encanto suyo,
sin volverse hacia mi (pues la tela
que la cubre por vos la he quitado,
y nadie la toca sino yo) ansioso
de interrogantes, si osaba, como el raro
prodigio vino aquí; ya en otros
percibí tal curiosidad. Señor, no sólo
de su marido el aspecto en las mejillas
de la Duquesa tonos tan alegres ponía.
Pandolfo bromeaba a menudo diciendo:
La manta de mi Señora cae demasiado
por la fina muñeca; o bien:
El arte pierde toda esperanza, impotente
será para copiar ese desmayo de suavidad
que muere en su garganta.
Galanterías de ese tipo fueron suficientes
para dar a sus mejillas esos alegres tonos.
Era el suyo un corazón -no se cómo decirlo-
propenso a la felicidad y al encanto fácil.
Encontraba placer en todas las cosas,
y sus ojos en todo se posaban. Todo era grato
para ella, señor, mis alabanzas en su pecho;
las luces del poniente, las cerezas que un necio
le traía del huerto, adulador; el burro blanco
sobre el cual cabalgaba en torno a la terraza;
cualquiera, cualquier cosa su rumor
o su elogio merecía. Daba gracias a todos -de alguna
manera, no se cómo- y mi regalo de novecientos
años de nobleza, con el don de cualquiera equiparaba.
¿Quién burlaría tan ligera frivolidad?
Si yo tuviera ingenio -que no tengo-
en hablar, muy claro le hubiera dicho: En esto
sí me disgustáis, o en esto os equivocáis.
Y ella, si al verse corregida no mostraba
agudezas, ni excusas os pedía. Señor, sonreiría,
sin duda al verme tolerar; sin embargo
¿quién toleró una sonrisa libre?
Siguió aquello. Con una orden, todas acabaron
al mismo tiempo sus sonrisas.
Observadla aquí como en vida.
Levantaos para contemplarla,
podemos descender junto a nuestros amigos.
Os repito que la notoria calidez del Conde,
vuestro Señor; es buena garantía
de que todas mis justas peticiones atenderá.
Más os declaro que la sola hermosura de su hija
me arrebata. Señor, bajemos juntos.
Ved aquel Neptuno que va sobre un caballo de mar.
Una pintura no del todo vulgar: obra de Claudio
de Insbruck, en bronce para mí fundida.


Una dama a su espejo. Ella Wheeler Wilcox (1850-1919)

Ha dicho que me ama! Luego llamó a mis cabellos
hilos de seda, donde Cupido tensa su arco;
a mi mejilla, una rosa que cae sobre la nieve fresca;
y juró solemne, que mi cuello era la desesperación
de Psique, la envidia de Venus.

El Tiempo y el cuidado
desvanecerán estas ternuras.
El Dios Alegre, lo sé,
no usa cuerdas en su arco.
Cómo podría hacerlo, cuando yo, decrépita,
suplique por un beso en la mejilla?
La helada nieve de mi piel se derretirá,
La rosa que cae morirá,
y sobre su tumba cetrina yacerán
las huellas profundas de la vida,
y las garras del descarnado cuervo.

Cuando este altivo cuello se desgarre,
cuando su tersura se pierda en infinitos pliegues,
como una fruta madura expulsada del árbol,
o como un cansado y abandonado acordeón,
cuya última melodía ha exhalado...
el Amor... también se volverá helado?


Diablo encarnado. Dylan Thomas (1914-1953)

Diablo encarnado en una serpiente balbuceante,
Las planicies centrales de Asia fueron tu jardín,
En tiempo corpóreo el círculo fue despertado,
Tocando la hirsuta manzana en las formas del pecado,
Y Dios caminando por allí, como un guardián con su lira,
Tocaba su perdón desde las colinas del cielo.

Cuándo éramos extraños por los guiados mares,
Una media luna artesanal, santa, colgada en las nubes,
Los sabios me dicen que aquel jardín de los dioses
Conjuraba el bien y el mal en un árbol oriental;
Que cuando la luna se alzaba en la brisa virginal
Era negro como la bestia y más pálido que la cruz.

En el jardín conocimos a nuestro guardián,
En las aguas sagradas que no se congelan en invierno,
Lo sentimos en las poderosas mañanas del destierro
Vimos el infierno en un cuerno de sulfuro, el mito eterno,
Todo el cielo en la medianoche del sol,
Y una serpiente con su música en las formas del tiempo.


Venus y la muerte. Coventry Patmore (1823-1896)

En áureos grilletes yacían sus pies cautivos,
Dulcemente asoleados;
En aquella palma la amapola, el Sueño;
En ésta la manzana, la Dicha;
Contra el flanco suave de su Esposa y Madre,
Un pequeño Dios prosperó.
Y en ellos una Muerte En Vida asquerosamente respiró
Por un rostro que era una reja de dientes.
Levantaos, oh Ángeles, levantad sus párpados,
¡No sea que él los devore a los dos!


Canción de la muerte. José de Espronceda (1808-1842)

Débil mortal no te asuste
mi oscuridad ni mi nombre;
en mi seno encuentra el hombre
un término a su pesar.
Yo, compasiva, te ofrezco
lejos del mundo un asilo,
donde a mi sombra tranquilo
para siempre duerma en paz.

Isla yo soy del reposo
en medio el mar de la vida,
y el marinero allí olvida
la tormenta que pasó;
allí convidan al sueño
aguas puras sin murmullo,
allí se duerme al arrullo
de una brisa sin rumor.

Soy melancólico sauce
que su ramaje doliente
inclina sobre la frente
que arrugara el padecer,
y aduerme al hombre, y sus sienes
con fresco jugo rocía
mientras el ala sombría
bate el olvido sobre él.

Soy la virgen misteriosa
de los últimos amores,
y ofrezco un lecho de flores,
sin espina ni dolor,
y amante doy mi cariño
sin vanidad ni falsía;
no doy placer ni alegría,
más es eterno mi amor.

En mi la ciencia enmudece,
en mi concluye la duda
y árida, clara, desnuda,
enseño yo la verdad;
y de la vida y la muerte
al sabio muestro el arcano
cuando al fin abre mi mano
la puerta a la eternidad.

Ven y tu ardiente cabeza
entre mis manos reposa;
tu sueño, madre amorosa;
eterno regalaré;
ven y yace para siempre
en blanca cama mullida,
donde el silencio convida
al reposo y al no ser.

Deja que inquieten al hombre
que loco al mundo se lanza;
mentiras de la esperanza,
recuerdos del bien que huyó;
mentiras son sus amores,
mentiras son sus victorias,
y son mentiras sus glorias,
y mentira su ilusión.

Cierre mi mano piadosa
tus ojos al blanco sueño,
y empape suave beleño
tus lágrimas de dolor.
Yo calmaré tu quebranto
y tus dolientes gemidos,
apagando los latidos
de tu herido corazón.


Vino de las hadas. Percy Shelley (1792-1822)

Me embriagué de aquel vino de miel
del capullo lunar que las hadas
recogen en copas de jacinto:
los lirones, murciélagos y topos
duermen en las grietas o en la hierba,
en el patio desierto y triste del castillo;
cuando el vino derraman en la tierra de estío
o en medio del rocío se elevan sus vapores,
alegres se tornan sus venturosos sueños
y, dormidos, murmuran su alborozo; pues son pocas
las hadas que portan tan nuevos esos cálices.


Canción a la noche. Daniel Deniehy (1828-1865)

Oh, la Noche, la Noche, la Solemne Noche;
La Tierra cede bajo su caricia silenciosa,
y el Cielo, ornado de diamantes, simula un templo amplio,
donde los astros se rinden bajo el trono de la Deidad.
Oh, la Noche, la Noche, la Hechicera Noche;
el reinado grotesco del día ha terminado,
y miríadas de Elfos se acercan en calma,
con sus áureas barcas desde las Costas del Sueño.
Oh, la Noche amada,
Alegre y Desolada,
tu bravo Céfiro galopando sobre el aire,
cuando alta brilla la luna
en el rociado Espacio,
y la Brisa es dulce como el beso de una Dama.

Oh, la Noche, la Noche, la Encantadora Noche.
Desde la fuente a la sombra del mirto,
las primeras notas de la serenata
flotan suavemente en el aire soñoliento;
mientras claros ojos brillan entre las vides,
y blancos brazos se inclinan sobre los balcones,
bañando de suspiros al Caballero que aguarda,
así como la hierba ansía el abrazo de la mañana.
Amor en sus Ojos,
Amor en sus Suspiros,
Amor en cada pecho adornado con Lirios;
en palabras tan sinceras
que el oído más atento no las capta,
y el anhelante Corazón tal vez las Pierda.

Oh, la Silenciosa Noche, donde los sueños de los estudiantes
juntos se lamentan en la Tumba del Sabio;
y los ojos de la Madre sobre la Cuna
derraman lágrimas sobre la mejilla pálida.
Oh, la Pacífica Noche, donde el pobre Vagabundo
es atravesado en el campo de batalla,
mientras llora la trompeta y el sable canta.
Sobre ellos, la Solitaria y Triste luna es testigo de la matanza.
Las Lágrimas fluyen
sobre la mejilla de Hierro
del centinela que yace solo.
Pensamientos que ruedan
por su Alma intrépida;
mutilando su rostro, severo en el Día.

Oh, la Sagrada Noche, donde se acerca la Memoria,
con su rostro Suave y Dulce hacia mí.
Pero sus melodías son Tristes, como las aéreas baladas
que el infante oye sobre las maternales faldas.
A tu alrededor, delicadas formas huyen,
con níveas frentes y dorados cabellos,
con ojos que ciegan como los Cielos de Verano,
y Labios que hablan de perdidos días pasados.
Amplio es tu Vuelo,
Oh, Espíritu de la Noche,
por valles, corrientes y arboledas,
pero mayor es en la Penumbra
del austero cuarto del Poeta.
Allí eliges, esquiva; vagar.


Rosas de la infancia. Raquel Castro.

Una vez, en mi cumpleaños, me regalaron un zombi. Era la cosa más mona: gruñosito, apestosito, asesinito. Lindísimo. No podía esperar a regresar a clases para llevarlo a la escuela (todos los niños llevan sus juguetes luego de Reyes o luego de su cumpleaños, para presumirlo a sus amiguitos. Mis desgracias eran dos: la primera, que mi cumpleaños caía -y sigue cayendo- a mitad de las vacaciones de verano -aunque ahora no tengo vacaciones de verano- y la segunda, que yo no tenía amiguitos).
El primer día de clases lo llevé, escondido, por supuesto. Es muy difícil esconder a un zombi, porque no cabe en la mochila, y porque hay que tener cuidado de que no te muerda a ti, su dueño (a diferencia de los perros, los zombis sí muerden la mano que les da de comer). Pero me las ingenié y lo disfracé de compañerito nuevo. Un poco crecido, un poco oloroso, pero peores cosas se llegaban a ver en mi escuela.

Nadie se dio cuenta de que ese día se comió a Juanito, el niño que siempre me jalaba el cabello, porque senté a Zambi (así se llamaba, en honor, por supuesto, a cierto venadito de moda en ese entonces) en el lugar de junto a mí. La maestra vio todos los asientos ocupados y ni siquiera se fijó en el niño grandote y medio verdoso que devoraba un pedazo de pierna en la fila del fondo.
El segundo día de clases le tocó turno a Lucila, una niña que siempre me hacía gestos. Ella sacaba la lengua y hacía bizco y, de pronto, lo que sacó fue el ojo. O más bien, se lo sacó Zambi, de un mordisco.
Pero como estábamos jugando con plastilina, nadie puso atención. Así era mi escuela.

La maestra supuso que habían cambiado de grupo a Lucila. Eso pasaba mucho en los primeros días de clases. Y como las secretarias se llevaban las cosas con mucha calma, normalmente entregaban las listas de asistencia hasta entrado noviembre. Así que Zambi no tuvo ningún problema.
Luego faltaron el mismo día tres niños más. “Juraría que los vi en el patio en la mañana”, dijo Miss Tere, mi maestra (me gustaba su nombre: sonaba a “misterio”), pero nada más suspiró y siguió leyendo su novela condensada editada por Reader’s Digest. Mientras, Zambi se daba el atracón de su vida (o bueno, de su no-vida) en el tanque de arena del jardín.

Cuando sólo quedaban siete u ocho niños, la maestra se preocupó en serio: ¿habría una nueva epidemia de varicela? O peor todavía, ¿de sarampión? (Miss Tere nunca había tenido sarampión, y le daba mucho miedo). Así que nos preguntó si nos sentíamos bien. Mis compañeritos asintieron con la cabeza, pálidos, nerviosos, aterrados por mi amenaza: el que vaya de chismoso se las ve con Zambi. Yo asentí también, aunque estaba sonrosadita, ojo brillante y sonriente.
Lo malo es que Zambi no asintió. Y la maestra se dio cuenta de su color entre cerúleo y apistachado, de su mirada perdida y, en general, de su apariencia de malestar. Así que la maestra sospechó algo peor que el sarampión: hepatitis. Y valientemente, salió corriendo por la enfermera.

Qué lástima que la señorita Julia, la enfermera, intentara verle la lengua a Zambi. Podría dulcificar la historia diciendo que, simplemente, no pudo volver a escribir con la derecha, pero la verdad es que no sólo perdió la mano, en paz descanse.
Y qué lástima que Miss Tere se puso como loca. Pegaba de alaridos y parecía que se iba a desmayar. Zambi se aburrió del performance y la mordió, pero nomás tantito.

Cuando la directora se dio cuenta de que mi grupo no había salido al recreo, se preocupó (tenía el antecedente de varios padres que habían llamado, angustiados, porque sus hijos no habían regresado a casa; ella les dijo que la juventud, cada vez más rebelde, es así: “Dele tiempo, señora: verá que anda de reventón. Ya sé que tiene cinco años, pero le digo, cada vez empiezan más temprano con el sexo y las drogas”, dicen que dijo). Incluso pensó en desbaratar el grupo y mezclarnos con los otros terceros de kinder, pero, mientras, fue a buscarnos. Se imaginaba que nos encontraría borrachos o durmiendo la mona, qué se yo.
Ella sí se dio cuenta luego de que Zambi no estaba inscrito: llevaba casi un mes de polizón, sin pagar colegiatura. ¡Inconcebible! Quiso regañar a Miss Tere, pero ella respondió arrancándole un poquito de intestino y luego otro cachito más y otro, hasta que se la comió completa. Creo que a Miss Tere no le gusta que la regañen.

El resto del año fue muy tranquilo. Los otros niños del salón me daban sus lonches, y jugaban conmigo a lo que yo quería, tantito por miedo a Zambi y a Miss Tere, pero también porque aprendieron a quererme. Después de todo, ya desde entonces era yo una linda persona, y hasta les dejaba escoger a qué niño o niña de los otros grupos se comerían Zambi y Miss Tere al día siguiente.
Pero todo lo bueno se termina: cierta mañana, ya casi a fin de cursos, mi mamá se dio cuenta de que me llevaba a Miss Tere y a Zambi a la escuela, y se enojó mucho: “qué mala escuela donde dejan que los niños lleven sus juguetes”, dijo. Y me obligó a dejarlos en casa.

Pensé que el primero de primaria iba a ser realmente aburrido, aun cuando podía seguir jugando con Zambi y con Miss Tere después de clases, pero me equivoqué: en mi siguiente cumpleaños me regalaron un poltergeist.


martes, 14 de mayo de 2024

Qué claro que brilla. Emily Brontë (1818-1848)

¡Qué claro Ella brilla! Qué inmóvil
Yacía yo debajo de su guardián de luz;
Mientras el Cielo y la Tierra me susurraban:
Despierta mañana, y sueña esta noche.
¡Ven, mi elegante, mi encantador Amor!
Estos templos palpitantes besan suavemente;
Dobla mi solitario lecho encima,
Y dádme reposo, dádme toda la dicha.

El mundo huye: ¡oscuro mundo, adiós!
Amargo mundo, ocúltate hasta el amanecer,
El corazón que no has podido someter
Aún ha de resistir, mientras vagas ausente.

Tu Amor yo nunca, nunca compartiré.
Tu Odio sólo despierta una sonrisa;
Tus Lamentos podrán herir,
Tus Errores podrán llorar;
¡Pero tus mentiras jamás cautivarán!
Mientras observaba a las estrellas brillando
En ese mar apacible, sobre mí,
Deseé con fe que todas las aflicciones
Del universo sepan, y se celebren en tí.

Este será mi sueño nocturno.
Pienso que el cielo de esferas gloriosas
Recorre su curso luminoso,
Cubierto de eternas dichas
A través de interminables años.
Pienso que no hay otro mundo allí arriba
Más lejano que aquel que contemplan estos ojos,
Donde la Sabiduría nunca se burló del Amor,
Donde la Virtud nunca se sometió a la Infamia.


Otoño. Elizabeth Siddal (1829-1862)

Sobre su nueva y brillante tumba
Las hojas de otoño están cayendo,
Donde la hierba alta se inclina oyendo
El murmullo incesante de las olas.

Anciano otoño, estoy aquí
Con mis espigas en cada mano;
Pronuncia la palabra del olvido,
Sólo el reposo parece bueno para mí.


Brinda por mí sólo con los ojos. Benjamin Jonson (1572-1637)

Brinda por mí sólo con los ojos
Y yo haré un brindis con los míos,
O soltaré un beso en la copa,
Y no pediré más vino.
La sed que nace del alma
Reclama un vino divino,
Y aunque pudiese beber el néctar de Jove,
No lo cambiaría por el tuyo.

Una guirnalda de flores te fue enviada,
No tanto para honrarte
Sino para darle la esperanza
de que no se marchitara;
Más sobre ella apenas respiraste
Y la enviaste de nuevo hacia mí;
Desde entonces crece y huele, lo juro,
no a sí misma, sino a tí.


Balada de un entierro. Rudyard Kipling (1865-1936)

Si justo aquí debo morir,
Solemnemente os debo pedir
Que tomes lo que resta de mí
Hacia las colinas por el bien del viejo bien.
Amortájame en el mismo fondo,
En el mismo hielo usado para apagar,
Aquel mismo que bebí cuando estaba seco.
-Observa esto para el bien del viejo bien-

Corre hacia la estación de trenes,
Hacia Umballa pide sólo un billete de ida,
No me preocupa el retraso o las sacudidas.
Descansaré alégremente del rencor
De los coolies y su clamor;
Así envuelto de mi dignidad
Envíame lejos para el bien del viejo bien.

Luego de la soñolienta Babu despierta,
Reserva para cuatro un camión.
Pocos, creo, desearán viajar
En mi lóbrega compañía,
Como antiguamente hacían.
Necesitaré un descanso especial,
Algo que nunca antes tomé,
Consíguemelo para el bien del viejo bien.

Después de esto, todo debes disponer,
No seré huésped de ningún hotel,
Ni la espina del buey me soportaría,
Dura es la espalda y áspera la soga,
Las cuerdas de Toga son frágiles y delicadas.
Crea un asiento y ubícame allí,
En una cómoda cuerda flexible,
Haz lo posible para el bien del viejo bien.

Después de esto, tu trabajo está hecho.
Recuérdale al sacerdote un lamento
Por la partida del querido muerto,
Sacude el polvo y las cenizas al viento.
No me bajes de inmediato, confío
En una excusa que me brinde tres días.
Luego embriágate por el bien del viejo bien.

No podría soportar los llanos,
¡Piensa en el ardor de Junio y Mayo!
¡Piensa en las lluvias de Septiembre!
¡Todo sobre mi hasta el día del juicio!
Nunca debería descansar en paz,
Debería yacer despierto y sudar.
Bájame, entonces, hacia mi lecho,
A las colinas para el bien del viejo bien.


Augurios de inocencia. William Blake (1757-1827)

Para ver el mundo en un grano de arena,
Y el cielo en una flor silvestre,
Encierra el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.


Antes que tú moriré. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.

Antes que tú me moriré: y mi espíritu,
en su empeño tenaz
se sentará a las puertas de la Muerte,
que llames a esperar.

Con las horas los días, con los días
los años volarán,
y a aquella puerta llamarás al cabo.
¿Quién deja de llamar?

Entonces que tu culpa y tus despojos
la tierra guardará,
lavándote en las ondas de la muerte
como en otro Jordán.

Allí, donde el murmullo de la vida
temblando a morir va,
como la ola que a la playa viene
silenciosa a expirar.

Allí donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad,
todo lo que los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.


Anademas de la belleza. John Barlas (1860-1914)

Una daga incrustada con gemas de fuego:
Una reina ricamente envuelta por las garras del tigre;
El guante de una dama o las patas de terciopelo de un gato;
El susurro de un juez cuando condena;
La feroz sombra de las bayas púrpuras en la noche
Entre las lúcidas rosas y sus brazos escarlata;
La serpiente del arcoiris con sus mandíbulas dentadas:
Así son las anademas de la reina de la Belleza.
Pues ella acaricia con una mano envenenada,
Y el veneno cuelga de sus húmedos labios,
El engaño y el asesinato acechan en sus ojos
Que aman de las mujeres su baile y su encanto,
Apuñalando la carne hasta que el cuerpo se seca,
Es tu cuerpo, mi Dulce Dama, y tu suave suspiro.


La mano. Guy de Maupassant (1850-1893)

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.
El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio:
-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella:
-Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:
-¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:
-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:
«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.
«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.
«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.
«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.
«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.
«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.
«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.
«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.
«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.
«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa.
«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose:
«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.
«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije:
«-Todos esos animales son temibles.
«Sonrió:
«-¡Oh, no! El más malo es el hombre.
«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:
«-He cazado mocho al hombre también.
«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.
«Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:
«-Eso ser un tela japonesa.
«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante. Pregunté:
«-¿Qué es esto?
«El inglés contestó tranquilamente:
«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:
«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.
«El inglés dijo con dulzura:
«-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
«Creí que bromeaba. Dije:
«-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.
«Sir John Rowell prosiguió con tono grave:
«-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.
«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: "¿Estará loco o será un bromista pesado?"
«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.
«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.
«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.
«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.
«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.
«Nunca pudimos encontrar al culpable.
«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.
«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.
«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras:
«-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto.
«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.
«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.
«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.
«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:
«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.
«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.
«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.
«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.
«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.
«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.
«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.»
Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó:
-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.
El magistrado sonrió con severidad:
-¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró:
-No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó:
-Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.


La vida que salves puede ser la tuya. Flannery O’Connor (1925-1964)

La vieja y su hija estaban sentadas en el porche cuando por primera vez apareció el señor Shiftlet por el camino. La anciana se deslizó hacia el borde de la silla e inclinó el cuerpo protegiéndose los ojos del sol hiriente con una mano. La hija no veía cuanto ocurría a lo lejos, de modo que continuaba jugando con los dedos. Aunque la anciana vivía sola en ese lugar desolado con su hija y jamás había visto al señor Shiftlet, supo, aún en la distancia que mediaba, que se trataba de un vagabundo, y que no representaba ningún peligro. El hombre llevaba recogida la manga izquierda del abrigo para mostrar que sólo tenía medio brazo y su escuálida figura se inclinaba levemente hacia un lado como si la brisa lo empujara. Llevaba un traje negro y un sombrero de fieltro marrón levantado sobre la frente y caído en la nuca, y una caja de herramientas de hojalata que sostenía del asa. Caminaba a paso lento por el sendero, con el rostro vuelto hacia el sol, que parecía balancearse en la cima de una pequeña montaña.   
La vieja no cambió de posición hasta que él estuvo casi dentro del patio; entonces se levantó y apoyó una mano cerrada en un puño en la cadera. La hija, una muchacha grandota con un vestido corto de organdí azul lo vio de pronto y dio un respingo; comenzó a patear y a señalar y a emitir sonidos inarticulados y exaltados.
El señor Shiftlet se detuvo justo dentro del patio, dejó la caja en el suelo y se tocó el ala del sombrero con la punta de los dedos para saludar a la joven como si ésta se comportase normalmente; luego se volvió hacia la anciana y se lo quitó. Sus cabellos, morenos, largos y lacios, caían lisos a ambos lados desde una raya al medio hasta la punta de sus orejas. La frente le cubría más de la mitad del rostro que terminaba de pronto, con las facciones apenas proporcionadas, en la trampa de acero que eran sus mandíbulas. Parecía un hombre joven, pero tenía una mirada de serena insatisfacción, como si entendiera de la vida entera.
- Buenas tardes- dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro de la cerca y llevaba un sombrero gris de hombre muy calado.
El vagabundo se quedó mirándola sin decir nada. Giró sobre sus talones y se volvió hacia la puesta de sol. Abrió lentamente ambos brazos, el que tenía entero y el corto, para abarcar entre ellos una extensión del cielo y su figura formó una cruz torcida. La anciana lo observó con los brazos cruzados sobre el pecho como si ella fuese la dueña del sol. La hija contemplaba la escena, con la cabeza echada hacia delante, y sus manos pendían, gordas e inútiles, de las muñecas. Tenía el cabello largo y dorado, y los ojos tan azules como el cuello de un pavo real.
El señor Shiftlet permaneció casi cincuenta segundos en esa posición, luego recogió su caja, se acercó al porche y se dejó caer en el primer escalón.
- Señora- dijo con firme voz nasal-, daría una fortuna por vivir donde pudiera ver al sol hacer esto todas las tardes.
- Lo hace todas las tarde- repuso la vieja, y se volvió a sentar.
            La hija también se sentó y observó al hombre con una mirada furtiva y precavida, como si fuese un pajarraco que se hubiese acercado demasiado. Él se ladeó, hurgó en el bolsillo de su pantalón y en un instante sacó un paquete de chicles y le tendió uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo sin quitarle los ojos de encima. El hombre ofreció otro a la anciana, pero ésta levantó su labio superior para indicar que no tenía dientes.
            La pálida y aguda mirada del señor Shiftlet ya había revisado todo cuanto había en el patio- la bomba cerca de la esquina de la casa y la alta higuera donde tres gallinas se preparaban para dormir- y desplazó la mirada hacia el cobertizo, donde vio la parte trasera y aherrumbrada de un automóvil.
- ¿Conducen ustedes? - preguntó.
-  Ese coche no se ha movido en los últimos quince años- respondió la vieja. El día que murió mi marido, dejó de moverse.
-  Ya nada es como era antes, señora. El mundo está casi podrido.
- Tiene razón- convino ella-. ¿Es usted de por aquí?
- Tom T. Shiftlet- murmuró mirando los neumáticos.
-  Mucho gusto en conocerle- dijo la anciana-. Lucynell Crater, y la hija, Lucynell Crater. ¿Qué hace usted por aquí, señor Shiftlet?
            Él juzgó que el coche debía ser un Ford de 1928 o 1929.
- Señora- dijo, y se volvió hacia ella para dedicarle toda su atención-, permítame decirle algo. Hay un doctor en Atlanta que cogió un cuchillo y sacó el corazón humano, el corazón humano- repitió, inclinándose hacia ella-, del pecho de un hombre y lo sostuvo en la mano- y extendió la mano, con la palma hacia arriba, como si aguantara el leve peso de un corazón humano- y lo estudió como si fuera un polluelo de un día, y, señora- dijo, e hizo una larga pausa dramática durante la cual adelantó la cabeza y sus ojos color de arcilla brillaron-, ese hombre no sabe más que ustedes o que yo acerca de eso.
-  Es verdad- dijo la anciana.
-  Vaya, si cogiera ese cuchillo y cortara todas las puntas del corazón, todavía no sabría más que ustedes o que yo, se lo aseguro. ¿Qué quiere apostar?
-   Nada- respondió la anciana sabiamente-. ¿De dónde viene, señor Shiftlet?
            Él no contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un saquito de tabaco y un estuche de papel de fumar; lió un cigarrillo con destreza, a pesar de hacerlo con una sola mano, y se lo puso bajo el labio superior. Luego sacó una caja de cerillos de madera y prendió uno en la suela de su zapato. La mantuvo encendida como si estudiase el misterio de la llama mientras ésta descendía peligrosamente hacia su piel. La hija empezó a alborotar y a señalar la mano del hombre y a agitar un dedo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se inclinó con la mano ahuecada sobre el fósforo como si fuera a prender fuego su nariz y encendió el cigarrillo.
               Lanzó al aire el cerillo apagado y expulsó una bocanada gris en el atardecer. Su cara adoptó una expresión socarrona.
- Señora- dijo-, en nuestros días la gente hace cualquier cosa. Puedo decirle que me llamo Tom T. Shiftlet y que vengo de Tarwater, Tennessee, pero usted nunca me había visto antes, así que ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? ¿Cómo sabe que no soy Aaron Sparks, de Singleberry, Georgia, o cómo sabe que no soy George Speeds, de Lucy, Alabama, o cómo sabe que no soy Thompson Bright, de Toolafalls, Mississippi?
- No sé nada de usted- musitó la anciana, fastidiada.
- Señora, a la gente no le importa cómo se le miente. Tal vez lo mejor que puedo decirle es que soy un hombre, pero, dígame, señora- añadió, e hizo una pausa y su tono se tornó aún más lúgubre-, ¿qué es un hombre?
La anciana empezó a mordisquear una semilla.
- ¿Qué lleva en esa caja de hojalata, señor Shiftlet?- preguntó.
- Herramientas- respondió echándose acalla atrás-. Soy carpintero.
- Bueno, si viene aquí para trabajar, podré darle comida y un lugar para dormir, pero no puedo pagarle. Se lo advierto antes de que empiece.
No hubo una respuesta inmediata ni ninguna expresión especial en el rostro del hombre. Se apoyó contra el madero que sostenía el tejado del porche.
           -   Señora- dijo con lentitud-, para algunos hombres ciertas cosas significan más que el dinero.
            La anciana se meció en su silla sin hacer comentario alguno y la hija observó el gatillo que subía y bajaba en la garganta del señor Shiftlet. Éste dijo a la anciana que el dinero era lo único que interesaba a la gente, pero que él no sabía para qué estaba hecho el hombre. Le preguntó si el hombre estaba hecho para el dinero o para qué. Le preguntó si sabía para qué estaba hecha ella, pero la anciana no contestó y siguió meciéndose y se preguntó si un hombre con un solo brazo podría colocar un tejado nuevo en la casita del jardín. Él hizo muchas preguntas y ella no contestó. Le explicó que tenía veintiocho años y que había hecho muchas cosas en la vida. Había sido cantor de gospel, capataz en el ferrocarril, ayudante en una casa de pompas fúnebres y había estado tres meses en la radio con Uncle Roy y los Red Creek Wranglers. Contó que había luchado y dado su sangre en las Fuerzas Armadas de su país y visitado todas las tierras extranjeras, y en todas partes había visto gente a quien no le importaba si hacían las cosas así o asá. Dijo que a él no le habían criado de esa manera.
Una luna gorda y amarilla apareció en las ramas de la higuera como si fuera a dormir allí con las gallinas. Dijo que un hombre debía huir al campo para ver el mundo entero y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como ese, donde todas las tardes pudiera ver ponerse el sol como Dios lo había ordenado.
         -  ¿Está casado o soltero?- preguntó la anciana.
Hubo un largo silencio.
         -  Señora- dijo él al final-, ¿dónde se puede encontrar una mujer inocente en estos días? Yo no tomaría nada de esa basura que hay que levantar.
La hija estaba encorvada, con la cabeza casi inclinada sobre las rodillas, observándolo a través de una puerta triangular que había hecho con su cabello; de pronto cayó al suelo y comenzó a lloriquear. El señor Shiftlet la enderezó y la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.
       -  ¿Es su hija?- preguntó.
       - La única que tengo- respondió la anciana-, y es la criatura más dulce de la tierra. No la dejaría por nada del mundo. Y además es lista. Barre, guisa, lava, da de comer a las gallinas y trabaja con el azadón. No la cambiaría ni por un cofre de joyas.
       -  No- dijo él con tono afable-, no deje que ningún hombre se la lleve.
       - El hombre que venga por ella- afirmó la anciana- tendrá que quedarse aquí.
En la oscuridad, los ojos del señor Shiftlet se habían quedado fijos en el paracoche del automóvil que destellaba en la distancia.
      - Señora- dijo alzando el brazo corto como si pudiera señalar con él la casa, el patio y la bomba-, no hay nada roto en esta plantación que no pueda arreglar, hasta con un brazo inútil. Soy un hombre- agregó con adusta dignidad- aun cuando no esté entero. ¡Yo poseo- dijo tabaleando con los nudillos sobre el suelo para subrayar la inmensidad de lo que iba a decir- una inteligencia moral! - Y su rostro atravesó la oscuridad hacia un rayo de luz que escapaba por la puerta y se quedó mirando a la anciana como si a él mismo le sorprendiera esa verdad imposible.
Ella no se dejó impresionar por la frase.
        - Le he dicho que puede quedarse y trabajar a cambio de comida- dijo-, si no le importa dormir en ese coche.
        - Señora- dijo él con una sonrisa de satisfacción-, ¡los antiguos monjes dormían en sus ataúdes!
        - No estaban tan avanzados como nosotros- repuso la anciana.
 A la mañana siguiente empezó a trabajar en el tejado de la casita del jardín, mientras Lucynell, la hija, sentada sobre una piedra, lo observaba. Apenas había transcurrido una semana de su llegada al lugar cuando los cambios que había hecho ya podían apreciarse. Había arreglado las escaleras de la entrada y de la parte de atrás, construido un nuevo corral para los cerdos, reparado una cerca y enseñado a Lucynell, que era por completo sorda y nunca había pronunciado una palabra en su vida, a decir la palabra “pájaro”. La chica grandota de rostro sonrosado lo seguía a todas partes, diciendo “Pppajjjjarrro” y aplaudiendo. La vieja los observaba a cierta distancia, secretamente contenta. Se moría de ganas de tener un yerno.
El señor Shiftlet dormía en el duro y angosto asiento trasero del automóvil, con los pies saliendo por la ventanilla. Tenía su navaja de afeitar y un bote con agua sobre una caja que le servía de mesita de noche, había colocado un pedazo de espejo sobre la luna trasera y colgaba cuidadosamente la chaqueta de una percha que había puesto en una de las ventanillas.
Al caer la tarde se sentaba en las escaleras y hablaba mientras la anciana y Lucynell se mecían vigorosamente en sus sillas, cada una a un lado. Las tres montañas de la anciana se alzaban negras contra el cielo azul oscuro y de vez en cuando recibían la visita de varios planetas y de la luna después de que ésta abandonaba a las gallinas. El señor Shiftlet señaló que había mejorado la plantación porque se había interesado personalmente por ella. Dijo que hasta iba a hacer funcionar el automóvil.
Había levantado el capó y estudiado el mecanismo, dijo que podía afirmar que al coche lo habían fabricado en esa época en que realmente sabían fabricarlos. “Ahora- dijo-, un hombre coloca un tornillo y otro hombre coloca otro tornillo, y entonces tienes un hombre por cada tornillo. Por eso debes pagar tanto por un coche: estás pagando a todos esos hombres. En cambio, si tuvieras que pagar a un solo hombre, podrías conseguir un coche más barato y en el que se ha puesto un interés personal, y sería un coche mejor.” La anciana estuvo de acuerdo con él en que así debería ser.
El señor Shiftlet aseguró que el gran problema del mundo era que a nadie le importaba nada ni se paraba un momento a preocuparse por las cosas. Dijo que nunca hubiera podido enseñar una palabra a Lucynell si no se hubiera preocupado y dedicado el tiempo necesario.
      - Enséñele a decir otra cosa- dijo la anciana.
      -¿Qué quiere que diga?- preguntó el señor Shiftlet.
La sonrisa de la vieja era amplia, desdentada e insinuante.
     - Enséñele a decir “querido”- respondió.
El señor Shiftlet ya sabía lo que ella tenía en la mente.
Al día siguiente empezó a trabajar en el automóvil y al atardecer le dijo que si ella compraba una correa de ventilador lo haría funcionar.
La anciana dijo que le daría el dinero.
            - ¿Ve a esa chica? - le preguntó, señalando a Lucynell, que estaba sentada en el suelo a menos de un metro, mirándolo, los ojos azules aún en la oscuridad-. Si alguna vez un hombre se la quisiera llevar, yo le diría: “¡No hay hombre en la tierra que pueda arrancar de mi lado a esta dulce niña!”, pero si él me dijera: “Señora, no me la quiero llevar, la quiero aquí”, yo le diría: “Señor, no tengo nada que reprocharle. Yo no dejaría pasar la oportunidad de tener un hogar y conseguir a la joven más dulce del mundo. No es usted tonto”. Eso le diría.
            - ¿Qué edad tiene? - preguntó el señor Shiftlet como de pasada.
            - Quince o dieciséis- respondió la vieja. La muchacha rondaba los treinta años, pero debido a su inocencia era imposible adivinarlo.
     -  Sería una buena idea pintarlo también- observó el señor Shiftlet-. No querrá que se cubra de herrumbre.
            - Ya veremos- repuso la anciana.
Al día siguiente se encaminó hacia el pueblo, donde adquirió las piezas que le hacían falta y un bidón de gasolina. Avanzada la tarde, unos ruidos ensordecedores escaparon del cobertizo y la anciana salió corriendo de la casa pensando que Lucynell tenía otro ataque. Lucynell estaba sentada sobre una jaula de pollos, dando golpes con los pies y gritando. “¡Ppppaajjarro! ¡Ppajjarro!”, pero el alboroto que armaba quedaba ahogado por el estruendo del automóvil. Tras una descarga de explosiones, emergió del cobertizo, majestuoso e imponente. El señor Shiftlet estaba sentado al volante, muy tieso. Tenía una expresión de seria modestia, como si hubiera resucitado a un muerto.
Esa noche, meciéndose en el porche, la anciana fue derecho al grano.
            -Quiere usted una mujer inocente, ¿no es así? - preguntó, comprensiva-. No quiere saber nada de la escoria.
            - Así es, señora.
            - Una que no hable- continuó ella-, que no le conteste ni diga palabrotas. Se merece usté esa clase de mujer. Allí está. –Y señaló a Lucynell, que estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla y se cogía los pies con las manos.
            - Así es- admitió él-. No me daría ningún problema.
            - El sábado- dijo la anciana-, usted, ella y yo iremos en coche al pueblo y se casarán.
El señor Shiftlet cambió de posición en la escalera.
            -No me puedo casar en este momento- repuso-. Todo lo que uno quiere hacer requiere dinero y yo estoy sin blanca.
            - ¿Para qué necesita el dinero? - preguntó la vieja.
            - Hace falta dinero- respondió él-. Hoy día hay gente que hace las cosas de cualquier manera, pero, según yo lo veo, nunca me casaría con una mujer a la que no pudiera llevar de viaje como si ella fuese alguien. Quiero decir, llevarla a un hotel y agasajarla. No me casaría con la duquesa de Windsor- añadió con firmeza- a menos que la pudiera llevar a un hotel y darle de comer algo bueno. Me educaron de esa manera y no hay na que yo pueda hacer al respecto. Mi madre me enseñó cómo debía comportarme.
            - Lucynell ni siquiera sabe qu´es un hotel- musitó la anciana-. Escuche, señor Shiftlet- dijo inclinándose hacia delante-, conseguirá usté un hogar y un pozo d´agua profunda y la muchacha más inocente de la tierra. No necesita dinero. Le voy a decir algo: no hay lugar en el mundo pa un hombre vagabundo, pobre, mutilado y sin amigos.
Las desagradables palabras se posaron en la cabeza del señor Shiftlet como una bandada de águilas en la copa de un árbol. No dijo nada de inmediato. Lió un cigarrillo, lo encendió y luego habló con voz serena.
            - Señora, un hombre está dividido en dos partes, cuerpo y espíritu.
La vieja apretó las encías.
            - Un cuerpo y un espíritu- repitió él-. El cuerpo, señora, es como una casa: no va a ningún lado; pero el espíritu, señora, es como un automóvil: siempre está en movimiento, siempre…
            - Escuche, señor Shiftlet- repuso ella-, mi pozo nunca se seca y mi casa está siempre caldeada en invierno y no hay ninguna hipoteca en este lugar. Puede ir al juzgado y comprobarlo. Y allá, en aquel cobertizo, hay un buen coche. – Preparó el cebo con cuidado-. Para el sábado lo puede tener usted pintado. Yo pagaré la pintura.
En la oscuridad, la sonrisa del señor Shiftlet se estiró como una serpiente cansada que se despierta al lado del fuego. Al cabo de un instante, se repuso y dijo:
            - Tan sólo digo que el espíritu de un hombre es más importante para él que cualquier otra cosa. Tendría que llevar de viaje a mi esposa un fin de semana sin reparar en gastos. Debo obedecer lo que me indica mi espíritu.
            - Le daré quince dólares para un viaje de fin de semana- dijo la vieja con tono desabrido-. Es lo único que puedo hacer.
            - Eso apenas servirá para pagar la gasolina y el hotel- repuso él-. No alcanzaría para la comida de ella.
            - Diecisiete cincuenta- dijo la anciana-. Es todo lo que tengo, así que es inútil que trate de exprimirme. Puede llevarse la comida de aquí.
El señor Shiftlet se sintió profundamente herido por la palabra “exprimir”. No albergaba la más mínima duda de que ella tenía más dinero cosido al colchón, pero ya le había dicho que no le interesaba su dinero.
            - Procuraré que eso alcance- repuso, y se retiró zanjando así las negociaciones con la anciana.
El sábado, los tres fueron al pueblo en el automóvil, cuya pintura aún no se había secado, y el señor Shiftlet y Lucynell se casaron en el juzgado con la anciana como testigo. Cuando salieron, el señor Shiftlet comenzó a estirar el cuello. Parecía malhumorado y resentido, como si lo hubiesen insultado mientras alguien lo sujetaba.
            - Esto no me ha gustado- dijo-. No es más que algo que una mujer hace en una oficina, sólo papeleo y análisis de sangre. ¿Qué saben de mi sangre? Si me sacaran el corazón y lo cortaran en pedazos, no sabrían nada de mí. No me ha gustado nada.
            - Sí ha cumplido la ley- dijo la anciana con aspereza.
            - La ley- replicó el señor Shiftlet, y escupió-. Es la ley lo que no me gusta.
Había pintado el coche de verde oscuro con una franja amarilla bajo las ventanillas. Los tres se sentaron en el asiento delantero y la anciana comentó:
            - ¿No está guapa, Lucynell? Parece una muñeca.
Lucynell llevaba un vestido blanco que su madre había desenterrado de un baúl y se tocaba con un sombrero panamá con una ramita de cerezas rojas en el ala. De vez en cuando su expresión plácida cambiaba a causa de algún pensamiento travieso como un brote de verde en el desierto.
            - ¡Se lleva usted una joya! - dijo la anciana
El señor Shiftlet ni siquiera le dirigió la mirada.
Volvieron a la casa para dejar a la anciana y coger la comida de aquel día. Cuando estuvieron listos para partir, ella se quedó al lado de la ventanilla del coche con los dedos cerrados sobre el vidrio. Las lágrimas comenzaron a brotar de las comisuras de sus ojos y a rodar por las sucias arrugas de su rostro.
            - Nunca me he separado de ella dos días- dijo.
El señor Shiftlet puso el motor en marcha.
            - Y no se la daría a ningún hombre, a excepción de usted, porque he visto que actúa como es debido. Adiós, querida- añadió aferrándose a la manga del vestido blanco. Lucynell la miró y no pareció verla. El señor Shiftlet hizo avanzar el coche y la vieja tuvo que sacar la mano.
Era un mediodía claro, cálido, rodeado de un cielo pálido. A pesar de que el automóvil no podía ir a más de cincuenta kilómetros por hora, el señor Shiftlet se imaginó fantásticas subidas y bajadas y curvas cerradas, que sólo estaban en su cabeza, y se olvidó de la amargura de la mañana. Siempre había deseado un coche, pero nunca había podido comprarlo. Conducía muy deprisa porque quería llegar a Mobile al anochecer.
De vez en cuando interrumpía sus pensamientos el tiempo suficiente para mirar a Lucynell sentada a su lado. Se había comido el almuerzo tan pronto como partieron y ahora arrancaba las cerezas del sombrero y las arrojaba una a una por la ventanilla. Él se sintió deprimido a pesar del coche. Había conducido unos ciento sesenta kilómetros cuando decidió que ella debía tener hambre de nuevo y, al llegar a un pueblecito, estacionó frente a un local pintado de color aluminio llamado The hot Spot, la llevó dentro y pidió para ella un plato de jamón y sémola. El viaje la había adormecido y, tan pronto como se sentó en el taburete, descansó la cabeza sobre la barra y cerró los ojos. En The Hot Spot no había nadie más que el señor Shiftlet y el muchacho tras la barra, un joven pálido con un trapo grasiento al hombro. Antes de que le sirviera la comida ella ya estaba roncando suavemente.
            - Dáselo en cuanto despierte- dijo el señor Shiftlet-. Lo pagaré ahora.
El muchacho se inclinó hacia ella, miró el cabello largo de un dorado rojizo y los ojos dormidos entrecerrados. Luego levantó la vista y miró al señor Shiftlet.
            - Parece un ángel de Dios- murmuró.
            - Estaba pidiendo raite- explicó el señor Shiftlet-. No puedo esperar. Tengo que llegar a Tuscaloosa.
El muchacho se inclinó de nuevo y con sumo cuidado tocó con un dedo una hebra de pelo dorado. El señor Shiftlet partió.
Se sentía más deprimido que nunca mientras conducía solo. El atardecer se había vuelto caluroso y sofocante y el campo era ahora llano. En el cielo, a lo lejos, se preparaba una tormenta muy lentamente y sin truenos, como si se dispusiera a drenar todas las gotas de aire de la tierra antes de caer. Había momentos en que el señor Shiftlet prefería no estar solo. Además, pensaba que un hombre con automóvil tenía responsabilidades para con los demás y se mantuvo alerta por si veía a alguien pidiendo raite. De vez en cuando, veía letreros que rezaban: CONDUZCA CON CUIDADO. LA VIDA QUE SALVE PUEDE SER LA SUYA:
La angosta carretera descendía a ambos costados hacia campos secos, y aquí y allá surgían en un claro casuchas y alguna que otra gasolinera. El sol comenzó a ponerse justo delante del coche. Era una bola rojiza que, a través del parabrisas, parecía levemente chata en las partes superior e inferior. Vio a un chico vestido con un mono y un sombrero gris parado en el arcén, aminoró la marcha y se detuvo a su lado. El muchacho no tenía el pulgar levantado, tan sólo estaba plantado allí, pero llevaba una maletita de cartón y el sombrero puesto de una manera que indicaba que se iba para siempre de algún lugar.            
- Hijo- dijo el señor Shiftlet-, veo que quieres viajar.
El muchacho no dijo ni que sí ni que no, pero abrió la portezuela y se sentó, y el señor Shiftlet empezó a conducir. El chico tenía la maleta en el regazo y los brazos cruzados sobre ella. Volvió la cabeza hacia la ventanilla, sin mirar al señor Shiftlet.
Éste se sintió angustiado.                  
- Hijo- dijo al cabo de un minuto-, tengo la mejor madre del mundo, así que supongo que debes tener la segunda mejor.
El muchacho le dirigió una rápida mirada oscura y acto seguido volvió de nuevo el rostro hacia la ventanilla.
- No hay nada más dulce- continuó el señor Shiftlet- que la madre de uno.
Me enseñó las primeras oraciones sobre sus rodillas, me dio amor cuando nadie lo hacía, me dijo lo que estaba bien y lo que no, y veló para que yo hiciera las cosas bien. Hijo- añadió-, ningún día de mi vida he lamentado tanto como aquél en que abandoné a mi madre.
El muchacho se removió en el asiento, pero no miró al señor Shiftlet. Descruzó los brazos y puso una mano sobre la manija de la puerta.
- Mi madre era un ángel de Dios- prosiguió el señor Shiftlet con voz crispada-. Él la trajo del cielo y me la dio y yo la abandoné. - Sus ojos se nublaron al instante con un velo de lágrimas. El automóvil apenas se movía.
El muchacho se volvió con rabia en el asiento.
- ¡Vete a la mierda! - gritó-. ¡Mi vieja es una bola de piojos y la tuya es una zorra apestosa! - Y tras esto abrió la portezuela y saltó con su maleta a la cuneta.                        
El señor Shiftlet quedó tan sorprendido que condujo lentamente unos cincuenta metros con la puerta todavía abierta. Una nube exactamente del mismo color que el sombrero del muchacho y en forma de nabo había descendido sobre el sol, y otra, de aspecto más feo, se agazapó detrás del coche. El señor Shiftlet sintió que toda la podredumbre del mundo iba a tragárselo. Levantó el brazo y lo dejó caer sobre el pecho.
            - ¡Oh, Señor!- rezó-. ¡Aparece y limpia este mundo de las porquerías!

El nabo continuó descendiendo lentamente. Unos minutos más tarde, sonó de atrás, como una risotada, el estruendo de un trueno y unas gotas de lluvia fantásticas, como tapas de latas, se estrellaron contra la parte posterior del coche del señor Shiftlet. Se apresuró a pisar el acelerador y con el muñón fuera de la ventanilla corrió contra la lluvia galopante hasta Mobile.


Los nueve millones de nombres de Dios. Arthur C. Clarke (1917-2008)

-Esta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su... ejem... establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?
-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
-No acabo de comprender...
-Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos; de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo explico.
-Naturalmente.
-En realidad, es sencillísimo. Hemos estado recopilando una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.
-¿Qué quiere decir?
-Tenemos motivos para creer- continuó el lama, imperturbable- que todos esos nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos ideado.
-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?
-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.?
-Oh- exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora comprendo por qué han querido alquilar una de nuestras maquinas. ¿Pero cuál es exactamente la finalidad de este proyecto?
El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.
-Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias.
Los numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, sólo son etiquetas hechas por los hombres. Esto encierra un problema filosófico de cierta dificultad, que no me propongo discutir, pero en algún lugar entre todas las posibles combinaciones de letras que se pueden hacer están los que se podrían llamar verdaderos nombres de Dios. Mediante una permutación sistemática de las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.
-Comprendo. Han empezado con AAAAAAA... y han continuado hasta ZZZZZZZ...
-Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio.
Modificando los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces consecutivas.
-¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.
-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué, aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.
-Estoy seguro de ello- dijo Wagner, apresuradamente- Siga.
-Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará cada letra por turno e imprimirá el resultado. Lo que nos hubiera costado quince mil años se podrá hacer en cien días.
El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan, situadas muy por debajo. Estaba en un mundo diferente, un mundo de montañas naturales, no construidas por el hombre. En las remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia, generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera sus pensamientos. ¿El cliente siempre tenía razón...?
-No hay duda- replicó el doctor- de que podemos modificar el Mark V para que imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.
-Nosotros nos encargaremos de eso. Los componentes son lo bastante pequeños para poder transportarse en avión. Este es uno de los motivos de haber elegido su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el transporte desde allí.
-¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?
-Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.
-No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas idóneas. - El doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa- hay otras dos cuestiones... -Antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó una pequeña hoja de papel.
-Esto es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.
-Gracias. Parece ser... hum... adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que vacilo en mencionarla... pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tiene ustedes?
-Un generador diésel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios.
Fue instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar energía a los altavoces que emiten las plegarias. Desde luego -admitió el doctor Wagner-. Debía haberlo imaginado.
La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos nombres nunca se había preocupado de averiguar.
Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamas. El "Proyecto Shangri-La", como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios. Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel cubiertas de galimatías.
Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir electromaticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado. George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.
George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que le habían hecho tan popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo...
-Escucha, George -dijo Chuck, con urgencia-. He sabido algo que puede significar un disgusto.
-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la maquina? -ésta era la peor contingencia que George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso, y no había nada más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos, representaría un vínculo con su tierra.
-No, no es nada de eso. -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el motivo de todo esto.
-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.
-Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por qué. Es la cosa más loca...
-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.
-...pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o, por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene, si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría saberlo... y entonces me lo explicó.
-Sigue; voy captando.
-El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres, y admiten que hay unos nueve billones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.
-¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?
-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en acción, acaba con todas las cosas y... ¡Listos!
-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del mundo. Chuck dejó escapar una risita nerviosa.
-Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes qué ocurrió? Me miró de un modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo:
"No se trata de nada tan trivial como eso".
George estuvo pensando durante unos momentos.
-Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.
-Sí... pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada y la traca final no estalle -o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea-, nos pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado usando. Esta situación no me gusta ni pizca.
-Comprendo - dijo George, lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de cosas han ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Louisiana, teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se hubiera podido esperar. Simplemente, decidieron que el predicador había cometido un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen todavía.
-Bueno, pero esto no es Louisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio; y sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos, me gustaría estar en otro sitio.
-Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos lejos. Claro que - dijo Chuck, pensativamente - siempre podríamos probar con un ligero sabotaje.
-Y un cuerno podríamos. Eso empeoraría las cosas.
Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo, podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el registro. Para entonces ya no nos podrán atrapar.
-No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedare y aceptare lo que venga.
-Sigue sin gustarme -dijo, siete días más tarde, mientras los pequeños pero resistentes burritos de montaña los llevaban hacia abajo por la serpenteante carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo tontos que han sido. Me pregunto cómo se lo va a tomar Sam.
-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía que nos marchábamos de su lado y que no le importaba porque sabía también que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado. Después de eso... claro que, para él, ya no hay ningún después... George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George. ¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación?
¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?
Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes
principiantes las sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como para subirse por las paredes.
-¡Allí está! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es hermoso?
Ciertamente, lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad. George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba pacientemente pendiente abajo.
La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima. Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: sólo cierta incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George, no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De pronto, George consultó su reloj.
-Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después, pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto si la computadora habrá terminado su trabajo. Estaba calculado para esta hora.

Chuck no contesto, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la cara de Chuck; era un ovalo blanco vuelto hacia el cielo.
-Mira - susurro Chuck; George alzó la vista hacia el espacio.
       Siempre hay una última vez para todo. Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.


lunes, 13 de mayo de 2024

Nunca dijimos adiós. Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907)

Nunca dijimos adiós, ni siquiera
Nos regalamos una última mirada,
No hubo signos en la cadena helada
Cuando fue rota, cuando desatados descendimos.

Y aquí descansamos juntos, eternamente, lado a lado;
Nuestro hogar fijado de por vida sobre el mármol.
Dos islas que los rugientes océanos
Ya no podrán separar.


Nada resta de ti. Carolina Coronado (1820-1911)

Nada resta de ti... te hundió el abismo...
te tragaron los monstruos de los mares.
No quedan en los fúnebres lugares
ni los huesos siquiera de ti mismo.
Fácil de comprender, amante Alberto,
es que perdieras en el mar la vida,
mas no comprende el alma dolorida
cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.
¡Darnos la vida a mí y a ti la muerte;
darnos a ti la paz y a mí la guerra,
dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra
es la maldad más grande de la suerte!


Israfel. Edgar Allan Poe (1809-1849)

En el Cielo mora un espíritu,
cuyas cuerdas del corazón son un laúd;
ninguno canta mejor, ni con tal frenesí
como el ángel Israfel,
y las estrellas vertiginosas,
así lo afirma la leyenda,
deteniendo sus himnos,
escuchan el encantamiento de su voz,
todas en silencio.
Dudando en lo alto de su meridiano,
la luna apasionada se sonroja de amor,
mientras, para oírle, el mismo rayo
(y con él las veloces Pléyades)
se detienen en el cielo.
Y dicen que el fervor de Israfel
se debe al sortilegio de su lira,
al trémulo alambre vivo de sus cuerdas;
donde los pensamientos profundos son un deber,
donde el Amor es un Dios ya anciano,
donde los ojos de las huríes
brillan con la adorada belleza de los astros.
Tienes razón, Israfel,
en despreciar todo canto que no sea apasionado.
¡A ti los laureles, bardo el mejor
y el más sabio!
¡Larga y gozosa vida para ti!
Los altos éxtasis caen con las ardientes notas,
con tu dolor, tu alegría, tu odio, tu amor,
el fervor de tu laúd.
¿Qué hay de extraño en que las estrellas
eternas permanezcan mudas?
Sí, tuyo es el Cielo,
pero este es un mundo de dulce amargura,
nuestras flores son sólo flores,
y la sombra de tu inmensa beatitud
es la luz de nuestro sol.
Si yo pudiese habitar en el reino de Israfel,
y él en donde yo habito,
no podría el ángel cantar una melodía terrenal,
mientras yo, en cambio, podría lanzar al firmamento
un nota más plena que esta triste canción
que brota de mi lira.


Inextinguible. Delmira Agustini (1886-1914)

¡Oh tú que duermes tan hondo que no despiertas!
Milagrosas de vivas, milagrosas de muertas,
Y por muertas y vivas eternamente abiertas,
Alguna noche en duelo yo encuentro tus pupilas
Bajo un trapo de sombra o una blonda de luna.
Bebo en ellas la Calma como en una laguna.
Por hondas, por calladas, por buenas, por tranquilas
Un lecho o una tumba parece cada una.


Hesperia. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

El ocaso invernal, refulgiendo tras las agujas
Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría,
Abre anchas puertas hacia algún año olvidado
De viejos esplendores y deseos divinos.
Futuras maravillas arden en aquellos fuegos
Llenos de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges señala el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras distantes.

Es la tierra donde florece el sentido de la belleza,
Donde todo recuerdo inexplicado tiene su raíz,
Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo
Por el vasto abismo en sueños de horas iluminadas por las estrellas.
Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo
Repite que el pie humano jamás ha hollado sus secretos.


Hermosa Elenor. William Blake (1757-1827)

La campana dio la una estremeciendo la torre silenciosa.
Las tumbas entregan sus muertos: la hermosa Elenor
ha pasado junto al portal del castillo y, deteniéndose,
mira a su alrededor.
Un lamento sordo recorrió las siniestras bóvedas.

Gritó fuerte y rodó por los peldaños.
Sus mejillas pálidas dieron contra la roca yerta.
Nauseabundos olores de muerte
escapan como de un lóbrego sepulcro.
Todo es silencio, salvo el suspiro de las bóvedas.

La helada muerte retira su mano, y la doncella revive.
Asombrada se encuentra de pie,
y como ágil espectro, por estrechos corredores anda,
sintiendo el frío de los muros en sus manos.

Retorna la fantasía y piensa entonces en huesos,
en cráneos que ríen,
y en la muerte corruptora envuelta en su mortaja.
No tarda en imaginar hondos suspiros,
y lívidos fantasmas que por allí se deslizan.

Al fin, no la fantasía, sino la realidad,
atrae su atención. Un ruido de pasos,
de alguien que corre, se acercan. Ellen se detuvo
como una estatua muda, helada de terror.

El condenado se acerca gimiendo: "El mal está hecho;
toma esto y envíalo por quien fuere.
Es mi vida. Envíalo a Elenor.
¡Muerto está, pero clama tras de mí, sediento de sangre!"

¡Toma!, exclamó, arrojando a sus manos
un paño húmedo y envuelto. Luego huyó
gritando. Ella recibió en sus manos
la pálida muerte y le siguió en alas del espanto.

Atravesaron presurosos las rejas exteriores.
El desdichado, sin dejar de ulular, saltó el muro, cayendo al foso
y ahogándose en el cieno. La hermosa Ellen cruzó el puente
y oyó entonces un tétrica voz que preguntaba: ¿Lo has hecho?

Como herida y frágil gacela, Ellen corre
por la llanura sin caminos. Como aérea flecha nocturna
hacia la destrucción, desgarrando la oscuridad,
huye del terror hasta volver al hogar.

Sus doncellas la esperaban. Sobre su lecho cae,
aquel lecho de alegrías donde en otro tiempo su Señor
la abrazara.
¡Ah, espanto de mujer!, exclamó, ¡Ah, maldecido duque!
¡Ah, mi amado Señor! ¡Ah, miserable Elenor!

¡Mi Señor era como una flor sobre las sienes
del lozano mayo! ¡Ah, vida, frágil como la flor!
¡Oh, lívida muerte! ¡Aparta tu mano cruel!
¿Pretendes acaso que florezca para adornar
tus horribles sienes?

Mi Señor era como una estrella en lo alto de los cielos,
arrastrada a la Tierra mediante hechizos y conjuros;
mi Señor era como los ojos del día al abrirse,
cuando la brisa de occidente danza sobre las flores.

Pero se oscureció. Como el mediodía estival,
se nubló; cayó como el majestuoso árbol talado;
moró entre sus hojas el aliento de los cielos.
¡Oh, Elenor, débil mujer abatida por el infortunio!

Tras hablar así levantó la cabeza,
viendo junto a ella el ensangrentado paño
que sus manos trajeron. Entonces, diez veces
más aterrada, vio que sólo se desenvolvía.

Su mirada estaba fija. La sangrante tela se abre
descubriendo a sus ojos la cabeza
de su amado señor; amarillenta y cubierta
de sangre seca, la cual, tras gemir, así habló:

Oh, Elenor, soy lo que queda de tu Señor
que; mientras reposaba sobre las piedras
de la lejana torre,
fue privado de la vida por el miserable duque.
¡Un villano mercenario cambió mi sueño en muerte!

¡Oh, Elenor, cuídate del perverso duque!
No le des tu mano, ahora que muerto yazgo.
Tu amor busca quien, cobarde y al amparo de las sombras
invita rufianes para arrebatarme la vida.

Ella se dejó caer con miembros yertos,
rígida como la piedra.
Tomando la ensangrentada cabeza entre sus manos,
besó los pálidos labios. No tenía lágrimas que derramar.
La llevó en su seno y lanzó su último gemido.


El viento distante. José Emilio Pacheco (1939-2014)

En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador.
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.

El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.