viernes, 19 de abril de 2024

Algún día nos amamos. (Fragmento) Robert Louis Stevenson (1850-1894)

"Entre la espesura de bayas y las islas de juncos, como a través de un mundo que sólo fuera cielo, oh firmamento invertido, la barca de nuestro amor se deslizaba. Brillantes como el día eran tus ojos, radiante fluía la corriente y era radiante el vasto y eterno cielo.
Cuando murió la gloria en el dorado crepúsculo, resplandeciente ascendió la luna, y llenos de flores al hogar regresamos. Radiantes fueron tus ojos esa noche, habíamos vivido, oh amor...Oh amor mío, habíamos amado.
Ahora el hielo envuelve nuestro río, con su blancura cubre la nieve nuestra isla, y junto a la lumbre invernal Joan y Darby dormitan y sueñan. Sin embargo, en el sueño, fluye el río y la barca del amor aún se desliza...
Escucha el sonido del remo al cortar sus aguas. Y en las tardes de invierno cuando la fantasía sueña en el crepitar de la chimenea, en sus oídos de viejos enamorados el río de su amor canta en los juncos.
Oh amor mío, ama el pasado...
pues algún día fuimos felices...
y algún día nos amamos. "


Amor y muerte. Rosa Mulholland (1841-1921)

En el clima salvaje de otoño, cuando la lluvia flotaba sobre el mar
Y las ramas sollozaban juntas, la Muerte vino y me susurró:
"He venido a llevarme esas gotas rojas que sangran de tu corazón;
Así como la tormenta quiebra la rosa, tu amor será quebrado por mí."
Murmuró la Muerte cerca de aquí.


En el clima salvaje de otoño una espada de horror se deslizó de su vaina;
Mientras las ramas sollozaban juntas, he luchado una lucha con la Muerte,
Y la vencí con la fe, la vencí por el convencimiento
De que el aire de verano es dulce con la fragancia de la rosa.

Entonces me incorporé, desafiante, mientras la lluvia estaba en su éxtasis,
Y dije queda y sin lágrimas: "Cuando mi fosa hayas construido,
Estas gotas rojas de mi corazón serán tuyas;
Pero así como la rosa quiere siempre ser flor,
Mi amor seguirá siendo amor aún en la tumba ".


Requiem. Robert Louis Stevenson (1850-1894)

Bajo el vasto y estrellado cielo,
cavad la tumba y dejadme yacer allí.
Viví con alegría y muero con alegría,
y me he acostado a descansar con ganas.

Sea éste el verso que ustedes graben para mí:
“Aquí yace donde quería yacer;
ha vuelto el marinero, ha vuelto del mar;
y el cazador ha vuelto de la colina”.


Thalaba, el destructor. Robert Southey (1774-1843)

¡Un ocaso de tinieblas y tormenta!
Dentro de la cripta
Thalaba depositó al anciano,
para protegerle de la lluvia.
¡Una noche de tormenta! El viento
azotaba el cielo sin luna,
y gemía entre los sepulcros;
y en las pausas de su azote
oían el caer de la densa lluvia
sobre el monumento.
En silencio, sobre la tumba de Oneiza
su padre y su esposo se hastiaban.
El almacín desde el minarete
cantó la medianoche.
¡Ahora, ahora!, gritó Thalaba;
y sobre la cripta de la tumba
creció un pálido resplandor,
como los reflejos de un fuego áureo;
y en esta espantosa luz
Oneiza se apareció. Era ella,
Las mismas facciones alteradas por la muerte,
lívidas mejillas, labios azulados;
pero en sus ojos aparecía
un brillo más terrible
que todo el espanto de la muerte.
¿Vives aún, infeliz?,
preguntó con trémula voz a Thalaba;
¿y debo abandonar cada noche mi tumba
para decirte, en vano,
que Dios te ha abandonado?
-¡No es ella! -exclamó el anciano-,
¡es un espectro, sólo un espectro!
Y dirigiéndose al joven que empuñaba la lanza:
-¡Arrójasela tú mismo!
-¡Arrójala! -, gritó Thalaba,
y, desprovisto de toda fuerza,
clavó sus ojos en la terrible forma.
-¡Sí, arrójala! -, gritó una voz cuyo tono
inundó su alma con tanto alivio
como la lluvia sobre el desierto
de la muerte.
Pero, obediente a esa voz familiar,
fijó sus ojos en aquello,
cuando Moath, de firme corazón,
efectuó el lanzamiento: a través del cadáver del vampiro
voló la lanza, cayó,
y gimiendo por el dolor de la herida
su diabólico morador huyó.
Una azulada luz cayó sobre ellos,
e inundados de gloria, ante sus ojos
el espíritu de Oneiza descansó.


Poemas. Robert Herrick (1591-1674)

Los ritos funerarios de la rosa.


La rosa estaba enferma, y sonriendo murió;
y, siendo santificada,
junto al lecho suspiraba
la dulce hermandad floral.
Unas bajaban la cabeza, mientras otras llevaban
agua de la fuente para lavarla.
Unas la extendían, y otras lloraban,
pero todas solemne ayuno guardaban.
Las santas hermanas entre varias
las sagradas elegías y trenos cantaban.
Pero ah, ¡qué dulzuras se olían por doquier,
cual si el cielo hubiera vaciado sus todos los perfumes allí!
Al fin, cuando las oraciones fúnebres
y los ritos fueron completados,
llorando extendieron una tela herbosa
y la cubrieron como en una tumba.





Las Hespérides.


Prólogo.

Yo canto a los arroyos, los capullos,
Los pájaros y las glorietas;
Las flores de Abril, de Mayo, de Junio y Julio.
Canto las romerías, las verbenas y las orgías;
Los novios y las novias, y sus pasteles de boda.
Escribo sobre la juventud y el amor,
Y así rozo la delicada picardía.
Canto los rocíos, las lluvias y los bálsamos,
Ungüentos, especias y ámbar gris.
Canto el tiempo efímero,
Y digo cómo se volvieron rojas las rosas,
Blancos los lirios.
Hablo de arboledas y crepúsculos;
De la corte de Mab y del rey de las hadas.
Hablo del infierno; canto
(Y nunca cesaré de cantarlo)
El Paraíso; y algún día espero ganarlo.




Deleite en el desorden.


Un dulce desorden en el vestido
enciende un capricho en las prendas:
un pañuelo sobre los hombros soltado
en delicada distracción;
un lazo inquieto, que aquí y allí
cautiva el ceñidor carmesí;
un puño negligente, y por él
cintas que fluyen confusamente;
una atractiva ondulación, digna de atención,
en las tempestuosas enaguas;
un cordón descuidado en el zapato, en cuyo lazo
veo una humanidad salvaje:
me cautivan más que cuando el arte
es demasiado preciso en cada parte.




A su amada.


Dices que no te amo
porque ya no juego con tus rizos,
ni me paso el tiempo besándote;
también me reprochas que no invento
un juego para las niñas de tus ojos.
Juro por la religión del amor:
Cuando menos lo digo, más amo.
Solo los dolores leves pueden expresarse,
se sabe que los barriles llenos no hacen ruido.
Las aguas profundas son silenciosas,
las corrientes ruidosas no tienen hondura.
Por eso, cuando el amor es mudo
expresa una profundidad
y esa profundidad es infinita.
Y ya que mi amor es tácito,
comprenderás que hablo poco
porque amo demasiado.





A la música.


Encántame, adorméceme y consúmeme con tus deliciosas armonías;
Déjame arrebatado alejarme en tranquilos sueños.
Alivia mi mente enferma, adorna mi lecho,
Tú, poder que puedes librarme de este dolor;
Hazlo rápidamente, aunque no consumas mi fiebre.

Con dulzura, tu conviertes su fuego voraz en una llama cálida,
Y luego la haces expirar; ayúdame a llorar mis penas,
Y concédeme tal descanso que yo, pobre de mi,
Crea que vivo y muero entre rosas.

Cae sobre mi como un rocío silencioso,
O como esas lluvias virginales que en la aurora
Esparcen su bautismo sobre las flores.
Diluye, derrite mis sufrimientos con tus suaves acordes;
Que yo pueda entre deleites abandonar esta luz,
y alzar mi vuelo hacia el Paraíso.


Poemas. Rosalía de Castro (1837-1885)

Un recuerdo.

¡Ay, cómo el llanto de mis ojos quema!...
¡Cuál mi mejilla abrasa!...
¡Cómo el rudo penar que me envenena
mi corazón traspasa!

Cómo siento el pesar del alma mía
al empuje violento
del dulce y triste recordar de un día
que pasó como el viento.

Cuán presentes están en mi memoria
un nombre y un suspiro...
Página extraña de mi larga historia,
de un bien con que deliro.

Yo escuchaba tina voz llena de encanto,
melodía sin nombre,
que iba risueña a recoger mi llanto...
¡Era la voz de un hombre!

Sombra fugaz que se acercó liviana
vertiendo sus amores,
y que posó sobre mi sien temprana
mil cariñosas flores.

Acarició mi frente que se hundía
entre acerbos pesares;
y lleno de dulzura y de armonía
díjome sus cantares.

Y ¡ay!, eran dulces cual sonora lira,
que vibrando se siente
en lejana enramada, adonde expira
su gemido doliente.

Yo percibí su divinal ternura
penetrar en el alma,
disipando la tétrica amargura
que robara mi calma.

Y la ardiente pasión sustituyendo
a una fría memoria,
sentí con fuerza el corazón latiendo
por una nueva gloria.

Dicha sin fin, que se acercó temprana
con extraños placeres,
como el bello fulgor de una mañana
que sueñan las mujeres.

Rosa que nace al saludar el día,
y a la tarde se muere,
retrato de un placer y una agonía
que al corazón se adhiere.

Imagen fiel de esa esperanza vana
que en nada se convierte;
que dice el hombre en su ilusión mañana,
y mañana es la muerte.

Y así pasó: Mi frente adormecida
volvióse luego roja;
y trocóse el albor de mi alegría,
flor que, seca, se arroja

Calló la voz de melodía tanta
y la dicha durmió;
y al nuevo resplandor que se levanta
lo pasado murió.

Hoy sólo el llanto a mis dolores queda,
sueños de amor de corazón, dormid:
¡Dicha sin fin que a mi existir se niegan
gloria y placer y venturanza huid!...




Los tristes.

I.

De la torpe ignorancia que confunde
lo mezquino y lo inmenso;
de la dura injusticia del más alto,
de la saña mortal de los pequeños,
¡no es posible que huyáis! cuando os conocen
y os buscan, como busca el zorro hambriento
a la indefensa tórtola en los campos;
y al querer esconderos
de sus cobardes iras, ya en el monte,
en la ciudad o en el retiro estrecho,
¡ahí va!, exclaman, ¡ahí va!, y allí os insultan
y señalan con íntimo contento
cual la mano implacable y vengativa
señala al triste y fugitivo reo.


II.

Cayó por fin en la espumosa y turbia
recia corriente, y descendió al abismo
para no subir más a la serena
y tersa superficie. En lo más íntimo
del noble corazón ya lastimado,
resonó el golpe doloroso y frío
que ahogando la esperanza
hace abatir los ánimos altivos,
y plegando las alas torvo y mudo,
en densa niebla se envolvió su espíritu.


III.

Vosotros, que lograsteis vuestros sueños,
¿qué entendéis de sus ansias malogradas?
Vosotros, que gozasteis y sufristeis,
¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas?
Y vosotros, en fin, cuyos recuerdos
son como niebla que disipa el alba,
¡qué sabéis del que lleva de los suyos
la eterna pesadumbre sobre el alma!


IV.

Cuando en la planta con afán cuidada
la fresca yema de un capullo asoma,
lentamente arrastrándose entre el césped,
le asalta el caracol y la devora.

Cuando de un alma atea,
en la profunda oscuridad medrosa
brilla un rayo de fe, viene la duda
y sobre él tiende su gigante sombra.


V.

En cada fresco brote, en cada rosa erguida,
cien gotas de rocío brillan al sol que nace;
mas él ve que son lágrimas que derraman los tristes
al fecundar la tierra con su preciosa sangre.

Henchido está el ambiente de agradables aromas,
las aguas y los vientos cadenciosos murmuran;
mas él siente que rugen con sordo clamoreo
de sofocados gritos y de amenazas mudas.

¡No hay duda! De cien astros nuevos, la luz radiante
hasta las más recónditas profundidades llega;
mas sus hermosos rayos
jamás en torno suyo rompen la bruma espesa.

De la esperanza, ¿en dónde crece la flor ansiada?
Para él, en dondequiera al retoñar se agosta,
ya bajo las escarchas del egoísmo estéril,
o ya del desengaño a la menguada sombra.

¡Y en vano el mar extenso y las vegas fecundas,
los pájaros, las flores y los frutos que siembran!
Para el desheredado, sólo hay bajo del cielo
esa quietud sombría que infunde la tristeza.


VI.

Cada vez huye más de los vivos,
cada vez habla más con los muertos
y es que cuando nos rinde el cansancio
propicio a la paz y al sueño,
el cuerpo tiende al reposo,
el alma tiende a lo eterno.


VII.

Así como el lobo desciende a poblado,
si acaso en la sierra se ve perseguido,
huyendo del hombre que acosa a los tristes,
buscó entre las fieras el triste un asilo.

El sol calentaba su lóbrega cueva,
piadosa velaba su sueño la luna
el árbol salvaje le daba sus frutos,
la fuente sus aguas de grata frescura.

Bien pronto los rayos del sol se nublaron.
la luna entre brumas veló su semblante,
secóse la fuente, y el árbol nególe,
al par que su sombra, sus frutos salvajes.

Dejando la sierra buscó en la llanura
de otro árbol el fruto, la luz de otro cielo;
y a un río profundo, de nombre ignorado,
pidióle aguas puras su labio sediento.

¡Ya en vano!, sin tregua siguióle la noche,
la sed que atormenta y el hambre que mata;
¡ya en vano!, que ni árbol, ni cielo, ni río,
le dieron su fruto, su luz, ni sus aguas.

Y en tanto el olvido, la duda y la muerte
agrandan las sombras que en torno le cercan,
allá en lontananza la luz de la vida,
hiriendo sus ojos feliz centellea.

Dichosos mortales a quien la fortuna
fue siempre propicia... ¡Silencio!, ¡silencio!,
si veis tantos seres que corren buscando
las negras corrientes del hondo Leteo.





Las campanas.


Yo las amo, yo las oigo,
cual oigo el rumor del viento,
el murmurar de la fuente
o el balido del cordero.

Como los pájaros, ellas,
tan pronto asoma en los cielos
el primer rayo del alba,
le saludan con sus ecos.

Y en sus notas, que van prolongándose
por los llanos y los cerros,
hay algo de candoroso,
de apacible y de halagüeño.

Si por siempre enmudecieran,
¡qué tristeza en el aire y el cielo!
¡Qué silencio en la iglesia!
¡Qué extrañeza entre los muertos!





Hojas marchitas.


Las rosas en sus troncos se secaron,
los lirios blancos en su tallo erguidos
secáronse también,
y airado el viento arrebató sus hojas,
arrebató sus hojas perfumadas
que nunca más veré.

Otras rosas después y otros jardines
con lirios blancos en su tallo erguidos
he visto florecer;
más ya cansados de llorar mis ojos,
en vez de llanto en ellos, derramaron
gotas de amarga hiel.





Desolación.


Del luto de mi noche
mi ángel funesto
tejió un velo pesado,
tupido y denso
más que las sombras
que en los hondos abismos
eternas moran.

Negóme desde entonces
el sol su brillo,
¡ay!, negóme la luna
su fulgor tímido,
y la esperanza
no alumbró más el yermo
de mis entrañas.

Por eso todo, todo...
para mí ha muerto.
Mudas pasan mis horas
tal como espectros...
Cabe mi oído
sólo se agita el soplo
de los olvidos.

Hiende el rayo al peñasco en el monte,
a la nave en el mar la tormenta,
en el aire, el halcón prende al pájaro.
Y en el mar, en el aire, en la tierra,
todos prenden y acosan al hombre
de desgracia acusado y pobreza.

Es obligado tema de sensibles cantores
el amor y sus penas, el beso o la mirada
del dulce ser querido, la dicha malograda
o la esperada dicha con sus vagos temores.

Después vienen los pájaros, el mar o el arroyuelo,
la tempestad que brama o la brisa sonora
que hace hablar al follaje mientras nace la aurora
o alza la mariposa el inconstante vuelo.

Más ¿qué nube es aquella que, elevada,
llena de luz, por el oriente asoma,
virgen que viene en su pudor velada,
temprana flor con su primer aroma?
¿Quién la que en tronos de zafir sentada,
blanca, pura y sin hiel, dulce paloma,
desciende hacia la tierra en raudo vuelo,
abandonando por la tierra el cielo?

¡Es ella! ¡Una mujer! Fuente de vida,
diosa inmortal de pensamiento altivo,
del seno de los ángeles venida
para librar mi corazón cautivo:
es fruto de verdad, fuente querida
de quien mi libre inspiración recibo;
es la que, madre de las madres, lleva,
¡nombre de bendición!, el nombre de Eva.

Como las auras del abril, liviana;
como la luz del sol, fuerte y hermosa,
es ella de quien dicen flor temprana,
fuente sellada, estrella misteriosa:
su rostro del color de la mañana,
suelta la blanda cabellera undosa,
la palabra suave, el paso leve
que a su ligero andar las flores mueve.

Más hay en su mirada una tristeza
de inefable amantísimo delirio,
que aumenta el resplandor de su belleza,
la llama santa de un feliz martirio,
¡oh pura fuente de inmortal limpieza,
sobre las ondas desmayado lirio!
¡Oh cuán amada por tus penas eres,
mujer en quien esperan las mujeres!

En medio del silencio, allá en la noche,
madre de los misterios,
llenaban el espacio ecos suavísimos,
armónico concierto
de entrecortadas frases y caricias,
de suspiros, de quejas y de besos.

¡Ay! Eran él y ella.
Espíritus de fuego,
almas que envueltas en ardiente llama
devoraban placeres y deseos.

-La vida es breve... Amémonos -decían.
-¡Tan veloz corre el tiempo!...
Y en su ansia loca, y en su afán ardiente
más que el viento esta vez corrieron ellos.

Tras de las largas misteriosas noches
un sol primaveral brilló sereno,
y uno al otro en silencio se miraron
con espanto y con miedo...

-Pero si ésta es la vida,
-murmuraron después- ¿a qué ir más lejos?
Y cual duerme un cadáver en su tumba
uno en brazos del otro se durmieron.





A la sombra te sientas de las desnudas rocas.


A la sombra te sientas de las desnudas rocas,
y en el rincón te ocultas donde zumba el insecto,
y allí donde las aguas estancadas dormitan
y no hay hermanos seres que interrumpan tus sueños,
¡quién supiera en qué piensas, amor de mis amores,
cuando con leve paso y contenido aliento,
temblando a que percibas mi agitación extrema,
allí donde te escondes, ansiosa te sorprendo!

—¡Curiosidad maldita!, frío aguijón que hieres
las femeninas almas, los varoniles pechos:
tu fuerza impele al hombre a que busque la hondura
del desencanto amargo y a que remueva el cieno
donde se forman siempre los miasmas infectos.

—¿Qué has dicho de amargura y cieno y desencanto?
¡Ah! No pronuncies frases, mi bien, que no comprendo;
dime sólo en qué piensas cuando de mí te apartas
y huyendo de los hombres vas buscando el silencio.

—Pienso en cosas tan tristes a veces y tan negras,
y en otras tan extrañas y tan hermosas pienso,
que... no lo sabrás nunca, porque lo que se ignora
no nos daña si es malo, ni perturba si es bueno.
Yo te lo digo, niña, a quien de veras amo:
encierra el alma humana tan profundos misterios,
que cuando a nuestros ojos un velo los oculta,
es temeraria empresa descorrer ese velo;
no pienses, pues, bien mío, no pienses en qué pienso.

—Pensaré noche y día, pues sin saberlo, muero.

Y cuenta que lo supo, y que la mató entonces
la pena de saberlo.


Poemas. Richard Aldington (1892-1962)

Sepulcros vivientes.


Una noche fría cuando los cañones estaban quietos
Me recosté contra la trinchera
Haciendo hokku para mí
De la luna y flores y de la nieve.
Pero el escurrimiento fantasmal de enormes ratas
Hinchadas por alimentarse de carne de hombres
Me llenó de un temor que contrae.




Imágenes.


I

Como una góndola de verdes frutos perfumados
Deslizándose por los canales venecianos,
Tú, la exquisita,
Has entrado en mi ciudad desolada.

II

El humo azul brota
Como arremolinadas nubes de pájaros que desaparecen.
Así también mi amor brota hacia ti,
Desaparece y es renovado.

III

Una luna de amarillo sonrosado en un pálido firmamento
Cuando el crepúsculo es tenue bermellón
Sobre la bruma entre las ramas de los árboles
Eres para mí.





Atardeceres.


El cuerpo blanco del atardecer
Se desgarra y se vuelve escarlata,
Tajeado y drenado y desecado
Hasta volverse carmesí,
Y cuelga irónicamente
Con guirnaldas de niebla.
Y el viento
Soplando sobre Londres desde Flandes
Tiene un gusto agrio.





Anochecer.


Las chimeneas, hilera a hilera,
Cortan el claro cielo;
La luna,
Con un jirón de gasa en su cintura
Posa entre ellos, una torpe Venus–
Y aquí estoy mirándola desenfrenadamente
Sobre la pileta de la cocina.


Roog. Philip K. Dick (1928-1982)

—¡Roog! —dijo el perro.
Apoyó las patas en el borde de la cerca y miró en torno suyo.
El Roog irrumpió corriendo en el patio.
Despuntaba la mañana y el sol aún no había salido. El aire era gris y frío, y las paredes de la casa estaban cubiertas de una película de humedad. Sin dejar de mirar, el perro entreabrió las fauces y clavó las garras negras en la madera de la cerca.
El Roog se detuvo junto a la puerta abierta del patio. Era pequeño, delgado y blanco, y las patas apenas parecían sostenerlo. El Roog parpadeó, y el perro le enseñó los dientes.
—¡Roog! —repitió.
El eco repitió el sonido en la silenciosa penumbra matinal. Todo estaba callado y apacible. El perro se puso a cuatro patas y atravesó el patio en dirección a la escalera del porche. Se sentó en el primer peldaño y, miró al Roog. Éste le devolvió la mirada. Luego alargó el cuello hacia la ventana de la casa y la husmeó.
El perro cruzó el patio a la carrera. Golpeó la cerca y el portón tembló y crujió bajo la fuerza del impacto. El Roog se alejó a toda prisa por el sendero con un trotecillo ridículo. El perro se echó junto a los maderos de la cerca, con la respiración agitada y la lengua roja colgando fuera de la boca. Siguió contemplando al Roog mientras se alejaba.
El perro yació en silencio. Sus ojos negros brillaban. Amanecía. El cielo empezó a clarear. El aire de la mañana transportó los sonidos de la gente que despertaba. Las luces se encendieron detrás de los visillos. Una ventana se abrió al frío de la mañana.
El perro continuó inmóvil. Vigilaba el sendero.

La señora Cardossi vertió agua en la cafetera. Una nube de vapor la cegó por un instante. Dejó el pote en el borde de la cocina y entró en la alacena. Cuando salió, Alf estaba en la puerta poniéndose las gafas.
—¿Tienes el periódico? —preguntó.
—Está fuera.
Alf Cardossi atravesó la cocina. Corrió el pestillo de la puerta trasera y salió al porche. Contempló la mañana húmeda y gris. Boris estaba echado junto a la cerca, negro y peludo, con la lengua fuera.
—Mete la lengua dentro —dijo Alf. El perro levantó la vista al momento. Golpeó la tierra con la cola—. La lengua. Mete la lengua dentro.
El perro y el hombre intercambiaron una mirada. El perro gimoteó. Tenía los ojos brillantes y enfebrecidos.
—¡Roog! —dijo suavemente.
—¿Qué? —Alf miró a su alrededor—. ¿Viene alguien? ¿El chico de los periódicos?
El perro le miró con la boca abierta.
—Hace unos días que te veo alterado —dijo Alf—. Deberías tranquilizarte. Ya somos demasiado viejos para estas excitaciones.
Entró en la casa.
Salió el sol. La calle se llenó de luz y color. El cartero hacía su ruta habitual, cargado de cartas y revistas. Los niños correteaban, riendo y charlando.
A eso de las once, la señora Cardossi barrió el porche delantero. Hizo una pausa y aspiró una bocanada de aire.
—Hoy huele bien —comentó—. Hará buen tiempo.
Cuando el sol de mediodía comenzó a castigar la tierra, el perro negro se estiró bajo el porche. Su pecho se movía al compás de la respiración. Los pájaros jugueteaban en el cerezo, graznando y parloteando entre sí. Boris levantaba la cabeza de vez en cuando y los miraba. Al cabo de un rato se levantó y trotó hacia el árbol.
Entonces fue cuando reparó en los dos Roogs sentados en la cerca. Tenían los ojos clavados en él.
—Es grande —dijo el primer Roog—, más que la mayoría de los Guardianes.
El otro Roog asintió con un balanceo de la cabeza. Boris, muy quieto, los vigilaba, con el cuerpo rígido. Los Roogs permanecían en silencio mientras contemplaban al enorme perro con la golilla de pelo blanco hirsuto que adornaba su cuello.
—¿Cómo está la urna de las ofrendas? —preguntó el primer Roog—. ¿Está casi llena?
—Sí —confirmó el otro—. Casi a punto.
—¡Eh, tú! —gritó el primer Roog—. ¿Me oyes? Esta vez hemos decidido aceptar las ofrendas. Recuerda que debes dejarnos entrar. No queremos más tonterías.
—No lo olvides —añadió el otro—. No durará mucho.
Boris no dijo nada.
Los dos Roogs saltaron de la cerca y fueron hasta el sendero. Uno de ellos sacó un mapa y ambos lo consultaron.
—Esta zona no es la más adecuada para un primer ensayo —dijo el primer Roog—. Demasiados Guardianes... En cambio, la zona norte...
—Ellos ya han decidido —dijo su compañero—. Hay tantos factores...
—Por supuesto.
Echaron una mirada a Boris y se apartaron un poco más de la cerca, El perro no pudo escuchar el resto de la conversación.
Después los Roogs guardaron el mapa y se alejaron por el sendero.
Boris se acercó a la cerca y olfateó los maderos. Cuando descubrió el olor enfermizo y hediondo de los Roogs se le erizó el pelo de la espina dorsal.

Cuando Alf Cardossi llegó a casa por la noche, el perro montaba guardia junto al portón, escudriñando el sendero. Alf entró en el patio.
—¿Cómo estás? —preguntó, palmeando el costillar del perro—. ¿Continúas preocupado? Últimamente estás muy nervioso. No eras así antes.
Boris gimoteó y miró a su amo con insistencia.
—Eres un buen perro. Boris. Demasiado grande, sin embargo. Seguro que ya no te acuerdas de cuando eras un cachorrillo.
Boris se restregó contra la pierna del hombre.
—Eres un buen perro —volvió a repetir Alf—. Me gustaría saber qué te preocupa.
Entró en la casa. La señora Cardossi estaba preparando la mesa para cenar. Alf fue a la sala de estar y se quitó el sombrero y la chaqueta. Dejó la fiambrera sobre la mesa y volvió a la cocina.
—¿Qué sucede? —preguntó la señora Cardossi.
—El perro debería dejar de ladrar y hacer ruidos. Los vecinos volverán a quejarse a la policía.
—Ojalá no tengamos que regalárselo a tu hermano —dijo la señora Cardossi con los brazos cruzados—. A veces parece que se haya vuelto loco, en especial los viernes por la mañana, cuando vienen los basureros.
—Quizá se le pase pronto —repuso Alf. Encendió su pipa y fumó con solemnidad—. Antes no era así. Espero que recobre la tranquilidad.
—Ya veremos —dijo la señora Cardossi.
El sol salió, frío y ominoso. La niebla colgaba de los árboles y se situaba en las partes más bajas.
Era el viernes por la mañana.
El perro negro estaba tendido bajo el porche, con el oído alerta y los ojos bien abiertos. Tenía el pelaje endurecido por el rocío y al respirar desprendía nubes de vapor que se mezclaban con el escaso aire que corría. De repente, ladeó la cabeza y se enderezó de un salto.
Un débil pero penetrante sonido llegaba desde la distancia.
—¡Roog! —gritó Boris mirando alrededor.
Corrió hacia el portón, se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la cerca.
El sonido se repitió de nuevo, más fuerte, no tan lejano como antes. Era estridente y metálico, como si algo rodara o una gigantesca puerta se abriera.
—¡Roog! —gritó Boris.
Escudriñó ansiosamente las ventanas oscurecidas que había por encima de su cabeza. Nada se movió. Nada.
Y entonces vio que los Roogs avanzaban por la calle. Los Roogs y su camión avanzaban bamboleándose, traqueteando sobre las piedras con gran estrépito.
—¡Roog! —volvió a gritar Boris.
Sus ojos brillaban en las tinieblas. Luego se calmó. Se echó en el suelo y esperó, atento al menor sonido.
Los Roogs detuvieron el camión frente a la casa. Pudo oír cómo se abrían las puertas y bajaban a la calzada. Boris empezó a correr en círculos. Gimió y apuntó con el hocico hacia la casa.
El señor Cardossi se incorporó un poco en la tibia oscuridad del dormitorio y echó un vistazo al reloj.
—Maldito perro —murmuró—. Maldito perro.
Hundió el rostro en la almohada y cerró los ojos.
Los Roogs bajaban por el sendero. El primer Roog empujó la puerta hasta que cedió. Los Roogs entraron en el patio. El perro retrocedió.
—¡Roog! ¡Roog! —gritó.
El horrible y acre olor de los Roogs le hizo salir huyendo.
—La urna de las ofrendas —dijo el primer Roog—. Creo que está llena. —Sonrió al aterrorizado perro—. Muy amable de tu parte.
Los Roogs se acercaron al cubo de metal; uno de ellos quitó la tapa.
—¡Roog! ¡Roog! —gritaba Boris, acurrucado junto al primer escalón del porche.
Temblaba de miedo. Los Roogs levantaron el cubo y lo pusieron de costado. El contenido se desparramó sobre el suelo y los Roogs destrozaron las bolsas de papel. Eligieron las mondaduras de naranja, los trozos de pan tostado y las cáscaras de los huevos.
Uno de los Roogs se metió una cáscara de huevo en la boca y la destrozó con un crujido.
—¡Roog! —gritó Boris casi para sí, perdida toda esperanza.
Los Roogs casi habían terminado de recoger las ofrendas. Hicieron una pausa y miraron a Boris.
Entonces, lenta y silenciosamente, alzaron la vista hacia la casa y examinaron las paredes, el estuco y la ventana con el visillo de color pardo todavía corrido.
—¡ROOG! —chilló Boris, y avanzó hacia los intrusos con ágiles movimientos, enfurecido y asustado al mismo tiempo.
Los Roogs se apartaron de la ventana a regañadientes. Salieron por el portón y lo cerraron.
—Miradlo —dijo el último Roog con desprecio mientras levantaba el extremo de la manta hasta la altura del hombro.
Boris cargó contra la cerca, con las fauces abiertas y dispuestas a triturar. El Roog más grande agitó los brazos frenéticamente y Boris retrocedió. Se estiró al pie de la escalera del porche, con la boca aún abierta. Dejó escapar un terrible gemido de desdicha, un aullido que expresaba toda su tristeza y desesperación.
—Vámonos —dijo uno de los Roogs al que permanecía junto a la cerca.
Caminaron por el sendero.
—Bueno, excepto estos lugarejos custodiados por los Guardianes, la zona ha quedado despejada —dijo el Roog más grande—. Me alegraré cuando hayamos acabado con este Guardián en particular. Nos causa muchos problemas.
—No te impacientes —sonrió otro Roog—. Tenemos el camión repleto. Dejemos algo para la semana que viene.
Todos los Roogs rieron. Ascendieron el sendero transportando las ofrendas en la manta sucia que se hundía por el centro.


Es que somos muy pobres. Juan Rulfo (1917-1986)

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder, aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima
de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él, estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: "Que Dios las ampare a las dos."
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.


Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Fernando Sorrentino.

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): él siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza." Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de pie, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?". Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeó un instante y entró conmigo.
        Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre han sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.