lunes, 8 de abril de 2024
Poemas. Alexander Blok (1880-1921)
Poemas. Alfonsina Storni (1892-1938)
Poemas. A.E. Housman (1859-1936)
El jardín de Prosperina. Algernon Swinburne (1837-1909)
Fuga en lila. Alejandra Pizarnik (1936-1972)
Que yo siempre amé. Emily Dickinson (1830-1886)
Una niña perversa. Jehanne Jean-Charles (1924-2019)
Espanto. Anthony Horowitz
Se detuvo por décima
vez para tratar de orientarse. Si tan sólo hubiera una loma, podría haber
trepado para tratar de localizar la casita rosa de su abuela. Pero esto era
Suffolk, la región más plana de Inglaterra, donde las carreteras rurales se
ocultan perfectamente tras la hierba apenas crecida, y donde el horizonte está
siempre mucho más lejos de donde debería estar.
Gary tenía quince años, era alto, y tenía el
gesto amargo y la mirada afilada de un perfecto gandul. No era musculoso, sino
más bien flaco, pero tenía brazos largos, puños duros, y sabía cómo usarlos con
provecho. Quizás eso era lo que lo tenía de tan mal humor ahora. A Gary le
gustaba tener el control. Sabía cómo cuidarse. Si alguien lo hubiera visto,
tropezando a cada paso en una parcela desierta en medio de la nada, se habría
reído de él. Y él tendría que haberse desquitado.
Nadie se reía de Gary
Wilson. Ni de su nombre, ni de su rendimiento académico (muy pobre), ni del
acné que recientemente había invadido su cara. El último chico que se había
atrevido a reírse de Gary era mucho más grande y pesado que él, pero eso no
detuvo a Gary. Esperó al chico a la salida de la escuela y le dejó un ojo
morado y un diente menos. Después de eso, nadie se atrevía a desafiarlo. Más
bien los demás lo evitaban, lo cual complacía a Gary. Le gustaba lastimar a los
demás, quitarles el dinero del almuerzo o arrancarles las hojas a sus libros y
cuadernos. Pero asustarlos era igual de divertido. Le gustaba ver cómo lo
evitaban. Le gustaba lo que veía reflejado en sus miradas. Tenían miedo. Y eso
era lo que más le gustaba a Gary Wilson.
Cuando había
atravesado la cuarta parte de la parcela, se le atoró un pie en un hoyo y salió
volando con los brazos abiertos. Cayó de pie y no de bruces, pero una onda de
dolor le recorrió la pierna al apoyar el tobillo torcido. Maldijo en silencio,
usando las palabrotas que siempre hacían que su madre se meciera nerviosamente
en su silla. Hacía mucho que ella se había dado por vencida y ya no trataba de
corregir su lenguaje. Él era ahora tan alto como ella, y él sabía que, a su
modo, ella también le tenía miedo. Algunas veces intentaba razonar con él, pero
hacía tiempo que ya no surtía efecto.
Él era su único hijo.
Su esposo, Edward Wilson, había trabajado en uno de los bancos locales hasta
que un día, de repente, había caído muerto. Un ataque masivo al corazón,
dijeron. Todavía tenía el sello en la mano cuando lo encontraron. Gary nunca se
había llevado bien con su padre, y en realidad no lo había echado de menos, en
especial cuando se dio cuenta de que de ahí en adelante él sería el hombre de
la casa.
La casa en cuestión
era una casita de dos pisos en una terraza en Notting Hill Gate. Los seguros de
vida y la pequeña pensión del banco le permitieron a Jane Wilson conservarla.
Pero, de cualquier modo, ella tuvo que regresar a trabajar para mantener a sus
dos habitantes, y no hace falta preguntar cuál de ellos tenía más gastos.
No podían permitirse vacaciones en el
extranjero. Por mucho que Gary se quejara e insistiera, Jane Wilson no ganaba
suficiente para viajar. Pero su madre vivía en una granja en Suffolk, y dos
veces al año, en verano y en Navidad, Jane Wilson y Gary hacían el viaje de dos
horas en tren de Londres a Pye Hall, a las afueras del pequeño pueblito de Earl
Soham.
Era un lugar precioso. Un solo sendero se
extendía desde la carretera, pasaba por una fila de álamos y por una granja
victoriana, y desaparecía tras un seto. Ahí parecía terminar, pero en realidad
doblaba y continuaba hasta una diminuta casita chueca, pintada de color rosa
tenue, en medio de un pastizal salpicado de margaritas.
—¿No es hermoso? —dijo
su madre cuando entraron por el sendero en el taxi que habían tomado en la
estación.
Un par de cuervos negros volaron por encima de
ellos y fueron a parar a un terreno vecino.
Gary resopló.
—¡Pye Hall! —suspiró su madre—. ¡Fui tan feliz
aquí! Pero ¿dónde estaba Pye Hall?
Mientras cruzaba lo que ahora se daba
cuenta era una enorme parcela, Gary se estremecía con cada paso que daba.
También empezaba a sentir los primeros indicios de... algo. No estaba asustado.
Estaba demasiado furioso para asustarse. Pero se preguntaba cuánto más tendría
que caminar antes de saber dónde estaba. Y también cuánto más iba a dar
manotazos a una mosca que lo molestaba y siguió andando.
Gary permitió que su
madre lo convenciera de venir, a sabiendas de que si se quejaba lo suficiente
ella se vería forzada a sobornarlo con un nuevo disco compacto para su discman
(por lo menos). Y en efecto, el tramo entre Liverpool Street e Ipswich se lo
pasó escuchando el último disco de humor para saludar a su abuela y darle un
rápido beso en la mejilla al llegar.
—¡Cómo has crecido!
—exclamó la anciana.
Gary se dejó caer en un destartalado sillón
frente a la chimenea de la sala. Ella siempre decía lo mismo. Qué aburrido.
La anciana volteó a
ver a su hija.
—Te ves mucho más
flaca, Jane. Y estás cansada. ¡No tienes nada de color!
—Mamá, estoy bien.
—No, no estás bien. No
te ves bien. Pero una semana en el campo te pondrá mejor en un dos por tres.
¡Una semana en el
campo! Gary continuaba avanzando, un paso tras otro, soltando manotazos a la
mosca que seguía dando vueltas alrededor de su cabeza, y añorando las calles de
asfalto, las paradas de autobús, los semáforos y los Burger King. Por fin llegó
al seto que dividía esta parcela de la siguiente, y empezó a abrirse paso,
arrancando hojas con las manos. Demasiado tarde se fijó en las ortigas que
estaban detrás del seto. Dio un aullido y se llevó la mano agarrotada a la
boca. Una hilera de ampollas se levantó en la palma de su mano y la parte
interior de los dedos.
¿Qué tiene de
maravilloso el campo?
Oh, sí, su abuela
podía hablar sin parar de la calma, el aire fresco y de todas las estupideces
que escupe la gente que ni siquiera reconocería un paso peatonal por sus rayas
aunque estuviera a punto de cruzarlo. Gente que no sabía lo que era la vida. Flores,
árboles, pajaritos y abejas. ¡Qué asco!
—Todo es distinto en
el campo —decía ella—; puedes flotar en el tiempo. No sientes que el tiempo
pasa corriendo a tu lado. Puedes detenerte e imaginar cómo era la vida antes de
que la gente la echara a perder con sus máquinas y su ruido. En el campo todavía
se puede sentir la magia. El poder de la Madre Naturaleza. Está a tu alrededor,
vivo, esperándote...
Gary escuchaba a la anciana y se reía para sus
adentros. Obviamente se estaba poniendo senil. No había magia en el campo, sólo
días que parecían alargarse eternamente y noches sin nada que hacer. ¿La Madre
Naturaleza? Ésa sí que era buena. Incluso si esa vieja había existido alguna
vez —lo cual no era probable, tiempo hace que las ciudades acabaron con ella,
que la enterraron bajo kilómetros y kilómetros de carreteras asfaltadas. Pasar
a mil por hora en la M25 con el coche descapotado y escuchando Blur a todo
volumen... Para Gary, eso sí sería magia de verdad.
Después de unos días
de flojear en la casa, Gary se dejó convencer por su abuela de salir a dar un
paseo. La verdad es que estaba aburrido de las dos mujeres, y además, en el
campo podría fumarse un par de cigarros que había comprado con dinero robado del
bolso de su madre.
—No te alejes de los senderos, Gary —le
advirtió su madre.
—Y no te olvides del código campestre —añadió
su abuela.
Gary recordaba muy bien el código campestre.
Mientras se alejaba de Pye Hall iba arrancando flores y las aplastaba entre sus
dedos. Cuando pasaba una reja, la dejaba abierta a propósito, y sonreía al
pensar en los animales de las granjas que se escaparían hacia la carretera. Se
tomó una Coca y lanzó la lata aplastada hacia una pradera llena de flores.
Rompió a la mitad la rama de un manzano y la dejó colgando del árbol. Se fumó
un cigarro y arrojó la colilla, aún encendida, al pasto crecido.
Y se salió del
sendero. Quizás esto último no había sido tan buena idea.
Se perdió antes de
siquiera darse cuenta. Estaba atravesando una parcela, aplastando la cosecha
que acababa de germinar, cuando se percató de que la tierra estaba blanda y
mojada. Su zapato rompía las plantas de maíz, o lo que fuera, y el agua le
formaba un laguito alrededor, empapando sus calcetines. Gary hizo una mueca, se
detuvo un momento y decidió regresar por donde había venido…
…Sólo
que el camino por donde llegó ya no estaba allí. Había dejado bastantes señales
a su paso, después de todo. Pero de pronto la rama rota del manzano, la lata de
Coca-Cola y las plantas aplastadas habían desaparecido. Tampoco quedaba ni
rastro del sendero. De hecho, no había nada que Gary reconociera. Era muy
extraño.
Hacía dos horas de
eso.
Desde entonces, las
cosas fueron de mal en peor. Gary pasó por un pequeño bosque (aunque estaba
seguro de que no había ningún bosque cerca de Pye Hall) y sólo logró rasparse
el hombro y la pierna en unas espinas. Un momento después tropezó con un árbol
que le desgarró su saco favorito, una chaqueta a rayas blancas y negras que se
había robado de una tienda en Notting Hill.
Logró salir del bosque, pero ni siquiera eso
había sido fácil. De pronto encontró un arroyo que bloqueaba su camino, y la
única manera de cruzarlo era sobre un tronco atravesado. Casi lo había logrado,
pero en el último momento, el tronco giró bajo sus pies y lo arrojó al agua. Se
levantó echando buches y maldiciones. Diez minutos más tarde se detuvo a fumar
un cigarro, pero el paquete entero estaba empapado, infumable.
Y luego…
Gritó cuando un
insecto, que a él le pareció una mosca, pero que en realidad era una avispa, le
picó en el cuello. Se jaló la camiseta de Bart Simpson, mojada y mugrosa, para
ver el piquete. Por el rabillo del ojo alcanzaba a distinguir una bola hinchada
y roja. Cambió el peso sobre su pierna lastimada y gimió al sentir una nueva
oleada de dolor. ¿Dónde estaba Pye Hall? Todo esto era culpa de su madre. Y de
su abuela. Fue ella la que le sugirió que saliera de paseo. Pues bien, lo iban
a pagar muy caro. Quizá pensaran dos veces en la hermosura de su dichoso campo
cuando vieran la casita consumirse en llamas.
Fue entonces que la
vio. Las paredes rosas y las chimeneas inclinadas eran inconfundibles. Quién
sabe cómo había encontrado el camino de regreso. Sólo tenía que atravesar otra
parcela y estaría allí. Ahogando un sollozo, se echó a andar. Había una especie
de sendero a un costado de la parcela, pero él no se iba a molestar con llegar
hasta allí. Siguió caminando por el centro de la parcela, ¿Qué la acababan de
sembrar? ¡Qué lástima!
Esta parcela era más grande que la anterior, y
el sol parecía calentar más que nunca. La tierra estaba blanda y sus pies se
hundían al pasar. Parecía como si su tobillo estuviera en llamas, y a cada paso
que daba, sus piernas parecían más y más pesadas. La avispa tampoco lo dejaba
en paz. Zumbaba alrededor de su cabeza, dando vueltas y más vueltas,
taladrándole el cerebro. Pero Gary estaba demasiado cansado como para tirarle
otro manotazo. Sus brazos colgaban flácidos a sus costados, sus dedos rozaban sus
pantalones de mezclilla. El olor del campo, rico y profuso, le llenaba la nariz
y le daba náuseas. Había caminado durante diez minutos, quizá un poco más. Pero
Pye Hall no estaba más cerca. Se veía borroso, brillante al final de su campo
visual. Se preguntó si no estaría insolado. Estaba seguro de que cuando salió
no hacía tanto calor.
Cada paso se le dificultaba más. Era como si
sus pies estuvieran echando raíces en el suelo. Miró a sus espaldas (con un
quejido al rozar el cuello de su saco con el piquete de avispa) y vio con
alivio que estaba justo en el centro de la parcela. Algo le escurrió por la
cara y resbaló hacia su barbilla, no supo si era sudor o una lágrima.
No podía avanzar.
Había un palo clavado unos pasos más adelante y Gary se aferró a él agradecido.
Tenía que descansar un rato. El suelo estaba demasiado blando y húmedo como
para sentarse, así que tendría que descansar de pie, recargado en el palo. Sólo
unos minutos. Luego cruzaría el resto de la parcela.
Y luego…
Más tarde…
Cuando el sol se
empezó a poner y aún no había señales de Gary, su abuela llamó a la policía. El
oficial a cargo tomó una descripción del muchacho y comenzó una búsqueda que
duraría cinco días. Pero no quedaba ni rastro de él. Se habló de viejas minas,
de arena movediza... y de cosas peores. Pero nada comprobado. Era como si el
campo lo hubiera devorado, dijo un policía.
Gary vio cuando la
policía finalmente se alejó. Vio a su madre sacar su maleta y subirse al taxi
que la llevaría de Pye Hall a la estación de Ipswich, donde tomaría el tren de
regreso a Londres. Se alegró de ver que siquiera tenía la decencia de llorar su
pérdida. Pero no pudo evitar sentir que se veía un tanto menos cansada y menos
enferma que cuando llegaron.
Su madre no lo vio.
Cuando se volvió en el taxi para despedirse de la abuela se dio cuenta de que
esta vez no había cuervos. Pero luego vio por qué. Se asustaron con una figura
parada en medio de la parcela, recargada en un palo. Por un momento pensó que
reconocía la chaqueta rasgada, a rayas blancas y negras, y la camiseta mojada y
sucia de Bart Simpson. Pero seguramente estaba confundida. Lo mejor era no
mencionar nada.
El taxi aceleró, pasó
de largo más allá de donde estaba el nuevo espantapájaros, y continuó hacia la
fila de álamos, hacia la carretera.
El lago. Ray Bradbury (1920-2012)
La tristeza. Antón Chéjov (1860-1904)
La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.
Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.
-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
-¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
-Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…
-¿De veras?… ¿Y de qué murió?
Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
-No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.
-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.
-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…
-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…
-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
-¡Palabra de honor!
-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.
-¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!
-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…
-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.
-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Solo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
-¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso-piensa- se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
-Sí.
-Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!
Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…
Tras una corta pausa, Yona continúa:
-Sí, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…
El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.