lunes, 8 de abril de 2024

Poemas. Alexander Blok (1880-1921)

 Las sombras desleales.


Las Sombras desleales del Día huyen,
y alto y claro es el llamado de las Campanas.
Los pasos sobre la Iglesia arden como el Relámpago,
sus losas están vivas, aguardando tus ligeras pisadas.

Tu pasarás por aquí, y tocarás la fría piedra;
vistiéndola con la horrible vitalidad de tu palma.
Deja que la Flor de Primavera sea aquí depositada,
en esta solitaria Penumbra, bajo los ojos del Santo.

Las Sombras de la Rosa crecen en la brumosa Noche,
y alto y claro es el llamado de las Campanas,
la Oscuridad yace en los escalones, siniestros y bajos.
Aguardo inmóvil en la Luz. Aguardo ansioso tus Pasos





No temas a la muerte.


No temas a la muerte en viajes terrenales,
No temas a los enemigos o amigos,
Sólo escucha las plegarias
al pasar por todos los caminos del horror.

La Muerte vendrá hasta tí,
Y nunca más serás esclavo de la vida,
Esperando la piedad de un amanecer,
En la noche de miseria y tribulación.

Ella les amará con una ley común,
Una voluntad del Eterno Reino.
Ya no estarás condenado al lento
Y eterno dolor mortal.





La bruma nocturna.


La bruma nocturna me sorprendió en el camino.
Tras la espesura la luna lanzó su mirada.
El caballo fatigado daba inquietos golpes con las pezuñas;
tranquilo de día, extrañaba la noche.
Sombrío, inmóvil, soñoliento,
el conocido bosque me aterraba
y hacia el claro plateado por la luna
dirigí el paso del caballo resoplante.
Se extiende en la lejanía la neblina del pantano,
pero de plata fulgura la iglesia de la colina.
Y detrás de la colina del bosquecillo del valle,
en la oscuridad se oculta mi casa.
El caballo fatigado acelera el paso hacia su destino.
Centellean las luces de un pueblo extraño.
A la orilla del camino prenden en rojo
las hogueras de los pastores, como faros.





A la musa.


Hay en tus melodías escondidas
de nuestro fin la noticia fatal.
Llevas la maldición de Dios, y llevas
la profanación de la felicidad.

Hay en ti una fuerza tan fascinante
que me apresto a acusarte yo también
de perder a los seres candorosos
seduciéndolos con tu esplendidez.

Cuando te burlas de la fe sagrada
de golpe veo encenderse en ti
una corona que ya he visto antes,
sin forma clara, purpurina y gris.

¿Es del Bien o del Mal? Eres misteriosa,
y de mil modos se habla de ti:
Musa y Milagro eres para unos;
Infierno y Dolor eres para mí.

¿Por qué no he perecido en la mañana,
cuando el insomnio se llevó el vigor,
y en cambio al entrever tu rostro frío,
consuelos suplicaba a tu favor?

Desearía que fueses mi enemiga.
Pero, ¿por qué me brindaste el presente
de las flores, el cielo, las estrellas
y la maldición de tus bellas fuentes?

Más pérfidas que las noches del Norte,
más embriagantes que el vino de Aí,
más breves que el amor de las gitanas,
fueron tus viles besos para mí.

En el violar las cosas más sagradas
tuve una maligna satisfacción,
y en tus amores, como la hiel amargos,
locas delicias tuvo el corazón.

Poemas. Alfonsina Storni (1892-1938)

 Carta lírica a otra mujer.


Vuestro nombre no sé, ni vuestro rostro
conozco yo, y os imagino blanca,
débil como los brotes iniciales,
pequeña, dulce... Ya ni sé... Divina,
en vuestros ojos, placidez de lago
que se abandona al sol y dulcemente
le absorbe su oro mientras todo calla.

Y vuestras manos, finas, como aqueste
dolor, el mío, que se alarga, se alarga,
y luego se me muere y se concluye
así, como lo veis, en algún verso.

Ah, ¿sois así? Decidme si en la boca
tenéis un rumoroso colmenero,
si las orejas vuestras son a modo
de pétalos de rosa ahuecados...
Decidme si lloráis, humildemente,
mirando las estrellas tan lejanas
y si en las manos tibias se os duermen
palomas blancas y canarios de oro.
Porque todo eso y más, vos sois, sin duda
vos, que tenéis al hombre que adoraba
entre las manos dulces, vos la bella
que habéis matado, sin saberlo acaso,
toda esperanza en mí... Vos, su criatura.
Porque él es todo vuestro: cuerpo y alma
estáis gustando del amor secreto
que guardé silencioso... Dios lo sabe
por qué, que yo no alcanzo a penetrarlo.

Os lo confieso que una vez estuvo
tan cerca de mi brazo, que a extenderlo
acaso mía aquella dicha vuestra
me fuera ahora... ¡Sí!, acaso mía...
Mas ved, estaba el alma tan gastada
que el brazo mío no alcanzó a extenderse:
la sed divina, contenida entonces,
me pulió el alma....¡Y él ha sido vuestro!
¿Comprendéis bien? Ahora, en vuestros brazos
él se estremece y le decís palabras
pequeñas y menudas que semejan
pétalos volanderos y muy blancos.
Acaso un niño rubio vendrá luego
a copiar en los ojos inocentes
los ojos vuestros y los de él unidos
en un espejo azul y cristalino...

¡Oh, ceñidle la frente! ¡Era tan amplia!
Arrancaban tan firmes los cabellos
a grandes ondas, que a tenerla cerca,
no hiciera yo otra cosa que ceñirla!
Luego dejad que en vuestras manos vaguen
los labios suyos; él me dijo un día
que nada era tan dulce al alma suya
como besar las femeninas manos...
Y acaso, alguna vez, yo, la que anduve
vagando por afuera de la vida,
-como aquellos filósofos mendigos
que van a las ventanas señoriales
a mirar sin envidia toda fiesta-
me allegue humildemente a vuestro lado
y con palabras quedas, susurrantes,
os pida vuestras manos un momento,
para besarlas, yo, cómo él las besa...

Y al recubrirlas, lenta, lentamente,
vaya pensando: aquí se aposentaron
¿cuánto tiempo, sus labios, cuánto tiempo
en las divinas manos que son suyas?
Oh, qué amargo deleite, este deleite
de buscar huellas suyas y seguirlas
sobre las manos vuestras tan sedosas,
tan finas, con las venas tan azules!
Oh, que nada podría, ni ser suya,
ni dominarle el alma, ni tenerlo
rendido aquí a mis pies, recompensarme
este horrible deleite de ser mío
un inefable, apasionado rastro.
Y allí en vos misma, sí, pues sois barrera,
barrera ardiente, viva, que al tocarla
ya me remueve este cansancio amargo,
este silencio de alma en que me escudo,
este dolor mortal en que me abismo
esta inmovilidad del sentimiento,
que sólo salta bruscamente cuando
nada es posible!





Un cementerio que mira al mar.


Decid, oh muertos, ¿quién os puso un día
Así acostados junto al mar sonoro?
¿Comprendía quien fuera que los muertos
Se hastían ya del canto de las aves
Y os han puesto muy cerca de las olas
Porque sintáis del mar azul, el ronco
Bramido que apavora?

Os estáis junto al mar que no se calla
Muy quietecitos, con el muerto oído
Oyendo cómo crece la marea,
Y aquel mar que se mueve a vuestro lado,
Es la promesa no cumplida, de una
Resurrección.

En primavera, el viento, suavemente,
Desde la barca que allá lejos pasa,
Os trae risas de mujeres... Tibio
Un beso viene con la risa, filtra
La piedra fría, y se acurruca, sabio,
En vuestra boca y os consuela un poco...
Pero en noches tremendas, cuando aúlla
El viento sobre el mar y allá a lo lejos
Los hombres vivos que navegan tiemblan
Sobre los cascos débiles, y el cielo
Se vuelca sobre el mar en aluviones,
Vosotros, los eternos contenidos,
No podéis más, y con esfuerzo enorme
Levantáis las cabezas de la tierra.

Y en un lenguaje que ninguno entiende
Gritáis: -Venid, olas del mar, rodando,
Venid de golpe y envolvednos como
Nos envolvieron, de pasión movidos,
Brazos amantes. Estrujadnos, olas,
Movednos de este lecho donde estamos
Horizontales, viendo cómo pasan
Los mundos por el cielo, noche a noche...
Entrad por nuestros ojos consumidos,
Buscad la lengua, la que habló, y movedla,
¡Echadnos fuera del sepulcro a golpes!

Y acaso el mar escuche, innumerable,
Vuestro llamado, monte por la playa,
¡Y os cubra al fin terriblemente hinchado!

Entonces, como obreros que comprenden,
Se detendrán las olas y leyendo
Las lápidas inscriptas, poco a poco
Las moverán a suaves golpes, hasta
Que las desplacen, lentas, -y os liberten.
¡Oh, qué hondo grito el que daréis, qué enorme
Grito de muerto, cuando el mar os coja
Entre sus brazos, y os arroje al seno
Del grande abismo que se mueve siempre!

Brazos cansados de guardar la misma
Horizontal postura; tibias largas,
Calaveras sonrientes: elegantes
Fémures corvos, confundidos todos,
Danzarán bajo el rayo de la luna
La milagrosa danza de las aguas.
Y algunas desprendidas cabelleras.
Rubias acaso, como el sol que baje
Curioso a veros, islas delicadas
Formarán sobre el mar y acaso atraigan
A los pequeños pájaros viajeros.





Voy a dormir.


Dientes de flores, cofia de rocío,
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases

para que olvides... Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...





Alma desnuda.


Soy un alma desnuda en estos versos,
Alma desnuda que angustiada y sola
Va dejando sus pétalos dispersos.

Alma que puede ser una amapola,
Que puede ser un lirio, una violeta,
Un peñasco, una selva y una ola.

Alma que como el viento vaga inquieta
Y ruge cuando está sobre los mares,
Y duerme dulcemente en una grieta.

Alma que adora sobre sus altares,
Dioses que no se bajan a cegarla;
Alma que no conoce valladares.

Alma que fuera fácil dominarla
Con sólo un corazón que se partiera
Para en su sangre cálida regarla.

Alma que cuando está en la primavera
Dice al invierno que demora: vuelve,
Caiga tu nieve sobre la pradera.

Alma que cuando nieva se disuelve
En tristezas, clamando por las rosas
Con que la primavera nos envuelve.

Alma que a ratos suelta mariposas
A campo abierto, sin fijar distancia,
Y les dice libad sobre las cosas.

Alma que ha de morir de una fragancia,
De un suspiro, de un verso en que se ruega,
Sin perder, a poderlo, su elegancia.

Alma que nada sabe y todo niega
Y negando lo bueno el bien propicia
Porque es negando como más se entrega,

Alma que suele haber como delicia
Palpar las almas, despreciar la huella,
Y sentir en la mano una caricia.

Alma que siempre disconforme de ella,
Como los vientos vaga, corre y gira;
Alma que sangra y sin cesar delira
Por ser el buque en marcha de la estrella.





La caricia perdida.


Se me va de los dedos la caricia sin causa,
se me va de los dedos... En el viento, al pasar,
la caricia que vaga sin destino ni objeto,
la caricia perdida ¿quién la recogerá?

Pude amar esta noche con piedad infinita,
pude amar al primero que acertara a llegar.
Nadie llega. Están solos los floridos senderos.
La caricia perdida, rodará... rodará...

Si en los ojos te besan esta noche, viajero,
si estremece las ramas un dulce suspirar,
si te oprime los dedos una mano pequeña
que te toma y te deja, que te logra y se va.

Si no ves esa mano, ni esa boca que besa,
si es el aire quien teje la ilusión de besar,
oh, viajero, que tienes como el cielo los ojos,
en el viento fundida, ¿me reconocerás?

Poemas. A.E. Housman (1859-1936)

 Si la verdad del corazón.


Si la verdad del corazón del hombre
influyera en algo sobre el Cielo,
mi amor por ti nunca dejaría
que tu cuerpo muriese.

Si la firmeza de unos sentimientos
o el solo pensamiento me bastara,
podría el mundo terminar mañana
que tú jamás conocerías tumba.

Es tan grande mi amor por ti,
tan fuerte mi deseo de quererte,
que si ellos fueran suficientes
por vivirías eternamente.

Pero las cosas son de otra manera,
y al menos sé gentil con este
perdido corazón antes de que hayas
de irte allí donde no tendrás amigos.





No mires en mis ojos, por temor. 


No mires en mis ojos, por temor
a que reflejen lo que yo contemplo,
y veas tu rostro demasiado claro,
y lo ames y te condenes como yo.

En largas noches uno ha de echarse
suspirando frustrado bajo el cielo.
Pero ¿por qué has de perecer?
No mires en mis ojos fijamente.

Escucho la canción de un muchacho griego.
Lo amaron muchos, mas todos en vano.
En el bosque se asomó a un pozo
y su mirada fue su carcelero.

Entre las flores de la primavera,
con la mirada triste, cabizbajo,
resiste a la llovizna en aquel césped,
el narciso, que fue un muchacho griego.





Cuando tenía veintiún años. 


Cuando tenía veintiún años
oí a un sabio decir:
"Regala coronas, libras y guineas,
pero nunca tu corazón.

Regala perlas y rubíes, pero
mantén en libertad tus fantasías".
Tenía veintiún años
y era inútil aconsejarme.

Cuando tenía veintiún años
lo oí decir otra vez:
"El corazón fuera del pecho
nunca se entrega en vano,
Se paga con abundantes suspiros,
con infinitos lamentos".
Ahora tengo veintidós años,
Y, oh, es verdad, es verdad.





La parte inmortal.


Cuando me encuentro con la aurora,
O acostado espero la noche para soñar,
He oído dentro a mis huesos balbucear:
Otro día, otra noche, otra hora.

Cuando estos sentidos se deshagan
Estos pensamientos de polvo descansarán,
El hombre de carne y espíritu morirá,
Y el hombre de los huesos persistirá.

Esta lengua que habla, estos pulmones que gritan,
Esta vitalidad que nos apresura y desea,
Este cerebro que llena el cráneo con ideas,
Silbando tranquilo en su colmena de sueños,

Estos hoy que tan orgullosos poseemos,
Pequeños señores de un ínfimo ahora:
Los huesos inmortales tomarán el control
De la carne muerta y la muerta hora.

Hasta que la víspera y el ocaso se hayan ido:
Lenta baja la interminable noche,
Y el nuevo nacimiento cae sin reproche,
Que durará tanto tiempo como la tierra.

Vagabundos del este, peregrinos inquietos,
¿Saben por qué no pueden descansar?
Es que cada hijo de su madre terrenal
Viaja con su propio esqueleto.

Acuéstate en tu lecho de polvo;
Saborea la fruta que debes soportar,
Trae la semilla eterna hacia la luz,
Y tus albas serán iguales a la noche.

Descansa de la pena y la maldad,
Ya no le temas al calor o al sol,
Ni a la nieve del invierno salvaje,
Tu nueva labor es en soledad.

Buque vacío, mortaja desgarrada,
Nuestra caja y vestidos no son eternos,
-Otro día, otra noche, otra hora-
Así balbucean dentro mis huesos.

Por lo tanto harán mi voluntad,
Hoy, que aún soy el señor de un día,
La vida y la carne aún son mías,
Y el aliento hosco es mi esclavo.

Antes de que el fuego del sentido decaiga,
Este humo del pensamiento golpeará la distancia,
Flotando en la antigua noche sin besos
Como un ejército de inmortales huesos.





Allí pasa la gente indiferente.


Allí pasa la gente indiferente,
aquellos que llaman a sus almas propias,
allí por el camino donde vago
como un solitario y ocioso espíritu.

Ah, pasando la rompiente de las olas,
en mares que no puedo abarcar
con mi alma, mi corazón, y mis sentidos,
el mundo infinito es ahogado.

Su locura no tiene cuerpo,
debajo del azul del día,
que brinda al hombre y la mujer
el dulce exilio de sus espíritus.

Allí, las flores no lo consuelan;
del este al oeste de la tierra,
yace perdido eternamente
el corazón fuera de su pecho.

Aquí, por el laborioso sendero,
con las manos vacías camino:
Hasta que en la mañana trágica
vea los despojos de mi propia esperanza.





En tu lecho de medianoche.


Yaciendo en tu lecho de medianoche,
Escucha debajo de la puerta
a los jóvenes que agotan su luz en suspiros;
llegará el día en que la penumbra los arrebate,
y en la Oscuridad ya no podrán suspirar;
Como la Noche que alivia la Pena del amante,
Cúbrame con su piedad, ya que no hay mañana para mí.

En la Tierra a la que viajo,
un lejano refugio me aguarda.
Su delicada cama está hecha de grava,
y en aquel gentil lecho yaceré;
con el pecho sofocado de cizañas,
descansando sobre otros,
cuya esencia era la Luz,
y su destino es el Polvo.





Por los campos veníamos.


Por los campos veníamos,
hace un año, mi amor y yo,
sobre la piedra y el portillo, el álamo
murmuraba para sí mismo.
"¿Quienes son estos que ante mi se besan?
Son sólo dos enamorados.
Tal vez pronto se casen.
Llegarán hasta el lecho con el tiempo,
pero ella yacerá bajo tierra
y él dormirá junto a su nuevo amor"

Y ciertamente bajo el árbol
un nuevo amor camina junto a mí.
Y el álamo en la cumbre estremece
sus hojas plateadas que al sonar
me recuerdan la lluvia. No logro
comprender sus balbuceos. Quizás ahora
le hable a ella con frases simples,
contándole que muy pronto
yo dormiré bajo los tréboles
y ella junto a su nuevo amor.





Dicen que mi poesía es triste: no me extraña.


Dicen que es triste mi poesía, no me extraña.
Su estrecha medida abarca
lágrimas de eternidad y de pena.
No mías, sino del hombre.

Esto es para los enfermos,
los no nacidos, los nunca llegados,
para que ellos lean cuando sientan las angustias
que yo ya no sienta.





Blanco en la luna.


Blanco en la luna el largo camino corre,
El disco erguido y pálido alrededor,
Blanco en la luna el largo camino corre,
El sendero que conduce hasta mi amor.

Todavía cuelga el seto sin una ráfaga,
Todavía, todavía permanecen las sombras:
Mis pies sobre el polvo deslumbrante
Persiguen el camino incesante.

El mundo es circular, así dicen los caminantes,
Y aunque se afanen en una ruta derecha,
Trabajosa, penosamente en una marcha estrecha,
El mismo camino los traerá de vuelta.

Pero antes de que el círculo me traiga al hogar,
Lejos, lejos debe transitar:
Blanco en la luna el largo camino corre,
El sendero que conduce hasta mi amor.





Cuando el ojo del día se cierra.


Cuando el ojo del día se cierra
y emiten sus guiños las estrellas
cerca de mi cabaña forestal
truena furioso el bosque de los sueños

Hundidos en arena de alta mar
todos los corazones que me amaron
y que no volverán a amarme
vienen hasta mi puerta a reclamarme.

Dormid inmóviles, volved a aquellas
arenas que os cubrieron de olvido.
En lejanas moradas, sobre lechos
vacíos, descansad.

Sobre el eterno polvo o en el cieno
allí donde no perturbéis mis noches.
Dormid allí. Que nunca mas volváis
a derribar mi puerta y reclamarme.





Un epitafio.


Quédate, si lo deseas, o sigue tu camino.
La Noche se acerca,
y refugio debes encontrar.
Nunca suspiro, ni me ruborizo;
Nunca la tribulación adorna mi frente.
Nunca me lamento al pensar
si Dios al crearme sintió pesar.
Aquí, todas las fiebres yacen bajo
el mismo bálsamo,
Y rodeado de aquel antiguo mal, duermo.
Mis sueños ya no tienen sonido.

El jardín de Prosperina. Algernon Swinburne (1837-1909)

 Aquí, donde el mundo está en calma,
Aquí, donde toda tribulación es un
Tumulto de vientos muertos y olas agotadas,
En un dudoso sueño de sueños,
Veo crecer los campos verdes,
Entre sembradores y cosechadores,
Entre la cosecha y la siega,
Un mundo de arroyos perezosos.

Estoy cansado de risas y lágrimas,
Y de los hombres que lloran y ríen,
Del futuro del sembrador y su cosecha.
Estoy cansado de los días y las horas,
De trémulos capullos entre flores estériles,
De deseos y ensueños de gloria,
Y de todo, excepto el Sueño.

Aquí, la Vida es vecina de la Muerte,
Lejos del oído y la vista
Se afanan las olas pálidas y los húmedos vientos;
Giran los débiles barcos y los espíritus,
Vagan errando con la marea,
Sin saber hacia dónde se dirigen sus pasos.
Aquí, esos vientos no soplan,
Y aquí, no crecen esas cosas.

Aquí, no crecen hierbas ni malezas,
Flores de brezo o vides;
Sino estériles brotes de amapola,
Verdes racimos de Proserpina,
Blancas vasijas de ondulantes juncos.
Aquí nada florece o colorea,
Excepto esta flor,
De la que Ella extrae para los hombres
Un néctar mortal.

Aunque uno tuviese la fuerza de siete,
También conocerá la Muerte;
No despertará con alas en el Cielo,
Ni lamentará las penas del Infierno.
Aunque fuera hermoso como las rosas,
Su belleza se nublará y decaerá;
Y por más que en el Amor descanse,
Su fin no será bueno jamás.

Pálida, detrás de atrios y pórticos,
Coronada de tranquilas hojas,
Allí está quien recoge los frutos mortales,
Con sus manos blancas e inmortales;
Sus labios son más dulces
que los del Amor, que le temen;
Más dulces para esos hombres que se confunden,
Y llegan cansados de muchas épocas y tierras.

Ella cuida de uno y de otro,
Cuida de todos los mortales,
Y olvida la Tierra, su madre;
Y la vida de los frutos y los vegetales,
Y la primavera y los granos,
Y las golondrinas que se alejan y la siguen,
Allí dónde los cantos helados suenan en falso
Y las flores son despreciadas.

Allí van los amores marchitos,
Los viejos amores con sus alas cansadas;
Y todos los años muertos,
y todos los desastres;
Sueños deshechos de días olvidados,
Ciegos capullos que la nieve ha arrancado,
Hojas secas que el viento se ha llevado,
Rojos peregrinos de fuentes arruinadas.

No estamos seguros de la tristeza,
Y la alegría nunca fue segura;
El hoy morirá mañana,
Y el Tiempo no oye ningún llamado;
Y el Amor, débil e indolente,
Suspira con labios arrepentidos,
Llorando la brevedad de los amores
Con los ojos del Olvido.

Por excesivo amor a la vida,
Por la esperanza y el temor liberados,
Brevemente agradecemos a los dioses,
Sin importar quiénes sean,
Que la vida no sea eterna,
Que nunca los muertos se levanten,
Que hasta el río más perezoso
Llegue en sus giros al reposo del mar.

Porque entonces las estrellas no nos despertarán,
Ni el sol con sus resplandores de luz;
Ni el murmullo de las aguas inquietas,
Ningún sonido y ninguna visión,
Ni hojas estivales ni hojas invernales,
Ni días ni cosas diurnas;
Sólo un eterno sueño,
En una eterna noche.

Fuga en lila. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

 Había que escribir sin para qué, sin para quién.
El cuerpo se acuerda de un amor como encender la lámpara.
El silencio es tentación y promesa.

Que yo siempre amé. Emily Dickinson (1830-1886)

 Que yo siempre amé
yo te traigo la prueba
que hasta que amé
yo nunca viví -bastante-
que yo amaré siempre
te lo discutiré
que amor es vida
y vida inmortalidad
esto -si lo dudas- querido,
entonces yo no tengo
nada que mostrar
salvo el calvario.

Una niña perversa. Jehanne Jean-Charles (1924-2019)

 Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer "gluglú" con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión.

Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá diciendo: "Elena me ha hecho esto", mamá le ha dado una terrible palmada y le ha dicho: "¡No vuelvas a hacer una cosa así!" Y cuando llegó papá, ella se lo ha contado, y papá también se puso furioso. Arturo se quedó sin postre. Por eso comprendió. Y esta vez, como no ha dicho nada, le han dado pastel de mermelada. Me gusta enormemente el pastel de mermelada: se lo he pedido a mamá yo también, tres veces, pero ella ha puesto cara de no oírme. ¿Sospechará que yo fui la que empujó a Arturo?

Antes, yo era buena con Arturo, porque mamá y papá me festejaban tanto como a él. Cuando él tenía un auto nuevo, yo tenía una muñeca, y no le hubieran dado pastel sin darme a mí. Pero desde hace un mes, papá y mamá han cambiado completamente conmigo. Todo es para Arturo. A cada momento le hacen regalos. Con esto no mejora su carácter. Siempre ha sido un poco caprichoso, pero ahora es detestable. Sin parar está pidiendo esto y lo otro. Y mamá cede casi siempre. A decir verdad, creo que en todo un mes solo lo han regañado el día de la cuerda de saltar, y lo raro es que esta vez no era culpa suya.

Me pregunto por qué papá y mamá, que me querían tanto, han dejado de repente de interesarse en mí. Parece que ya no soy su niñita. Cuando beso a mamá, ella no sonríe. Papá tampoco. Cuando van a pasear, voy con ellos, pero continúan desinteresándose de mí. Puedo jugar junto a la fuente lo que yo quiera. Les da igual. Sólo Arturo es gentil conmigo de cuando en cuando, pero a veces se niega a jugar conmigo. Le pregunté el otro día por qué mamá se había vuelto así conmigo. Yo no quería hablarle del asunto, pero no pude evitarlo. Me ha mirado desde arriba, con ese aire burlón que toma adrede para hacerme rabiar, y me ha dicho que era porque mamá no quiere oír hablar de mí. Le dije que no era verdad. Él me dijo que sí, que había oído a mamá decirle eso a papá, y que le había dicho: "No quiero oír hablar nunca más de ella."

Ese fue el día que le apreté el cuello con la cuerda. Después de eso, yo estaba tan furiosa, a pesar de la palmada que él había recibido, que fui a su recámara y le dije que lo mataría.
Esta tarde me ha dicho que mamá, papá y él iban a ir al mar, y que yo no iría. Se rió y me hizo muecas. Entonces lo empujé a la fuente.

 Ahora duerme, y papá y mamá también. Dentro de un momento iré a su recámara y esta vez no tendrá tiempo de gritar, tengo la cuerda de saltar en las manos. Él la olvidó en el jardín y yo la tomé.
Con esto se verán obligados a ir al mar sin él. Y luego me iré a acostar sola, al fondo de ese maldito jardín, en esa horrible caja blanca donde me obligan a dormir desde hace un mes.

Espanto. Anthony Horowitz

Gary Wilson estaba perdido. También estaba cansado, furioso, y tenía mucho calor. Mientras avanzaba lentamente a través de una parcela idéntica a la anterior e idéntica a la siguiente, maldijo el campo, a su abuela por vivir allí, y sobre todo a su madre por arrastrarlo de su cómoda casa en Londres para plantarlo en medio de esto. Ya la haría sufrir cuando regresaran. Pero no sabía dónde exactamente estaba la casa. ¿Cómo había conseguido perderse de semejante manera?

Se detuvo por décima vez para tratar de orientarse. Si tan sólo hubiera una loma, podría haber trepado para tratar de localizar la casita rosa de su abuela. Pero esto era Suffolk, la región más plana de Inglaterra, donde las carreteras rurales se ocultan perfectamente tras la hierba apenas crecida, y donde el horizonte está siempre mucho más lejos de donde debería estar.

 Gary tenía quince años, era alto, y tenía el gesto amargo y la mirada afilada de un perfecto gandul. No era musculoso, sino más bien flaco, pero tenía brazos largos, puños duros, y sabía cómo usarlos con provecho. Quizás eso era lo que lo tenía de tan mal humor ahora. A Gary le gustaba tener el control. Sabía cómo cuidarse. Si alguien lo hubiera visto, tropezando a cada paso en una parcela desierta en medio de la nada, se habría reído de él. Y él tendría que haberse desquitado.

Nadie se reía de Gary Wilson. Ni de su nombre, ni de su rendimiento académico (muy pobre), ni del acné que recientemente había invadido su cara. El último chico que se había atrevido a reírse de Gary era mucho más grande y pesado que él, pero eso no detuvo a Gary. Esperó al chico a la salida de la escuela y le dejó un ojo morado y un diente menos. Después de eso, nadie se atrevía a desafiarlo. Más bien los demás lo evitaban, lo cual complacía a Gary. Le gustaba lastimar a los demás, quitarles el dinero del almuerzo o arrancarles las hojas a sus libros y cuadernos. Pero asustarlos era igual de divertido. Le gustaba ver cómo lo evitaban. Le gustaba lo que veía reflejado en sus miradas. Tenían miedo. Y eso era lo que más le gustaba a Gary Wilson.

Cuando había atravesado la cuarta parte de la parcela, se le atoró un pie en un hoyo y salió volando con los brazos abiertos. Cayó de pie y no de bruces, pero una onda de dolor le recorrió la pierna al apoyar el tobillo torcido. Maldijo en silencio, usando las palabrotas que siempre hacían que su madre se meciera nerviosamente en su silla. Hacía mucho que ella se había dado por vencida y ya no trataba de corregir su lenguaje. Él era ahora tan alto como ella, y él sabía que, a su modo, ella también le tenía miedo. Algunas veces intentaba razonar con él, pero hacía tiempo que ya no surtía efecto.

Él era su único hijo. Su esposo, Edward Wilson, había trabajado en uno de los bancos locales hasta que un día, de repente, había caído muerto. Un ataque masivo al corazón, dijeron. Todavía tenía el sello en la mano cuando lo encontraron. Gary nunca se había llevado bien con su padre, y en realidad no lo había echado de menos, en especial cuando se dio cuenta de que de ahí en adelante él sería el hombre de la casa.

La casa en cuestión era una casita de dos pisos en una terraza en Notting Hill Gate. Los seguros de vida y la pequeña pensión del banco le permitieron a Jane Wilson conservarla. Pero, de cualquier modo, ella tuvo que regresar a trabajar para mantener a sus dos habitantes, y no hace falta preguntar cuál de ellos tenía más gastos.

 No podían permitirse vacaciones en el extranjero. Por mucho que Gary se quejara e insistiera, Jane Wilson no ganaba suficiente para viajar. Pero su madre vivía en una granja en Suffolk, y dos veces al año, en verano y en Navidad, Jane Wilson y Gary hacían el viaje de dos horas en tren de Londres a Pye Hall, a las afueras del pequeño pueblito de Earl Soham.

 Era un lugar precioso. Un solo sendero se extendía desde la carretera, pasaba por una fila de álamos y por una granja victoriana, y desaparecía tras un seto. Ahí parecía terminar, pero en realidad doblaba y continuaba hasta una diminuta casita chueca, pintada de color rosa tenue, en medio de un pastizal salpicado de margaritas.

—¿No es hermoso? —dijo su madre cuando entraron por el sendero en el taxi que habían tomado en la estación.

 Un par de cuervos negros volaron por encima de ellos y fueron a parar a un terreno vecino.

  Gary resopló.

 —¡Pye Hall! —suspiró su madre—. ¡Fui tan feliz aquí! Pero ¿dónde estaba Pye Hall?

          Mientras cruzaba lo que ahora se daba cuenta era una enorme parcela, Gary se estremecía con cada paso que daba. También empezaba a sentir los primeros indicios de... algo. No estaba asustado. Estaba demasiado furioso para asustarse. Pero se preguntaba cuánto más tendría que caminar antes de saber dónde estaba. Y también cuánto más iba a dar manotazos a una mosca que lo molestaba y siguió andando.

Gary permitió que su madre lo convenciera de venir, a sabiendas de que si se quejaba lo suficiente ella se vería forzada a sobornarlo con un nuevo disco compacto para su discman (por lo menos). Y en efecto, el tramo entre Liverpool Street e Ipswich se lo pasó escuchando el último disco de humor para saludar a su abuela y darle un rápido beso en la mejilla al llegar.

—¡Cómo has crecido! —exclamó la anciana.

 Gary se dejó caer en un destartalado sillón frente a la chimenea de la sala. Ella siempre decía lo mismo. Qué aburrido.

La anciana volteó a ver a su hija.

—Te ves mucho más flaca, Jane. Y estás cansada. ¡No tienes nada de color!

—Mamá, estoy bien.

—No, no estás bien. No te ves bien. Pero una semana en el campo te pondrá mejor en un dos por tres.

¡Una semana en el campo! Gary continuaba avanzando, un paso tras otro, soltando manotazos a la mosca que seguía dando vueltas alrededor de su cabeza, y añorando las calles de asfalto, las paradas de autobús, los semáforos y los Burger King. Por fin llegó al seto que dividía esta parcela de la siguiente, y empezó a abrirse paso, arrancando hojas con las manos. Demasiado tarde se fijó en las ortigas que estaban detrás del seto. Dio un aullido y se llevó la mano agarrotada a la boca. Una hilera de ampollas se levantó en la palma de su mano y la parte interior de los dedos.

¿Qué tiene de maravilloso el campo?

Oh, sí, su abuela podía hablar sin parar de la calma, el aire fresco y de todas las estupideces que escupe la gente que ni siquiera reconocería un paso peatonal por sus rayas aunque estuviera a punto de cruzarlo. Gente que no sabía lo que era la vida. Flores, árboles, pajaritos y abejas. ¡Qué asco!

—Todo es distinto en el campo —decía ella—; puedes flotar en el tiempo. No sientes que el tiempo pasa corriendo a tu lado. Puedes detenerte e imaginar cómo era la vida antes de que la gente la echara a perder con sus máquinas y su ruido. En el campo todavía se puede sentir la magia. El poder de la Madre Naturaleza. Está a tu alrededor, vivo, esperándote...

 Gary escuchaba a la anciana y se reía para sus adentros. Obviamente se estaba poniendo senil. No había magia en el campo, sólo días que parecían alargarse eternamente y noches sin nada que hacer. ¿La Madre Naturaleza? Ésa sí que era buena. Incluso si esa vieja había existido alguna vez —lo cual no era probable, tiempo hace que las ciudades acabaron con ella, que la enterraron bajo kilómetros y kilómetros de carreteras asfaltadas. Pasar a mil por hora en la M25 con el coche descapotado y escuchando Blur a todo volumen... Para Gary, eso sí sería magia de verdad.

Después de unos días de flojear en la casa, Gary se dejó convencer por su abuela de salir a dar un paseo. La verdad es que estaba aburrido de las dos mujeres, y además, en el campo podría fumarse un par de cigarros que había comprado con dinero robado del bolso de su madre.

 —No te alejes de los senderos, Gary —le advirtió su madre.

 —Y no te olvides del código campestre —añadió su abuela.

 Gary recordaba muy bien el código campestre. Mientras se alejaba de Pye Hall iba arrancando flores y las aplastaba entre sus dedos. Cuando pasaba una reja, la dejaba abierta a propósito, y sonreía al pensar en los animales de las granjas que se escaparían hacia la carretera. Se tomó una Coca y lanzó la lata aplastada hacia una pradera llena de flores. Rompió a la mitad la rama de un manzano y la dejó colgando del árbol. Se fumó un cigarro y arrojó la colilla, aún encendida, al pasto crecido.

Y se salió del sendero. Quizás esto último no había sido tan buena idea.

Se perdió antes de siquiera darse cuenta. Estaba atravesando una parcela, aplastando la cosecha que acababa de germinar, cuando se percató de que la tierra estaba blanda y mojada. Su zapato rompía las plantas de maíz, o lo que fuera, y el agua le formaba un laguito alrededor, empapando sus calcetines. Gary hizo una mueca, se detuvo un momento y decidió regresar por donde había venido…

  …Sólo que el camino por donde llegó ya no estaba allí. Había dejado bastantes señales a su paso, después de todo. Pero de pronto la rama rota del manzano, la lata de Coca-Cola y las plantas aplastadas habían desaparecido. Tampoco quedaba ni rastro del sendero. De hecho, no había nada que Gary reconociera. Era muy extraño.

Hacía dos horas de eso.

Desde entonces, las cosas fueron de mal en peor. Gary pasó por un pequeño bosque (aunque estaba seguro de que no había ningún bosque cerca de Pye Hall) y sólo logró rasparse el hombro y la pierna en unas espinas. Un momento después tropezó con un árbol que le desgarró su saco favorito, una chaqueta a rayas blancas y negras que se había robado de una tienda en Notting Hill.

 Logró salir del bosque, pero ni siquiera eso había sido fácil. De pronto encontró un arroyo que bloqueaba su camino, y la única manera de cruzarlo era sobre un tronco atravesado. Casi lo había logrado, pero en el último momento, el tronco giró bajo sus pies y lo arrojó al agua. Se levantó echando buches y maldiciones. Diez minutos más tarde se detuvo a fumar un cigarro, pero el paquete entero estaba empapado, infumable.

Y luego…

Gritó cuando un insecto, que a él le pareció una mosca, pero que en realidad era una avispa, le picó en el cuello. Se jaló la camiseta de Bart Simpson, mojada y mugrosa, para ver el piquete. Por el rabillo del ojo alcanzaba a distinguir una bola hinchada y roja. Cambió el peso sobre su pierna lastimada y gimió al sentir una nueva oleada de dolor. ¿Dónde estaba Pye Hall? Todo esto era culpa de su madre. Y de su abuela. Fue ella la que le sugirió que saliera de paseo. Pues bien, lo iban a pagar muy caro. Quizá pensaran dos veces en la hermosura de su dichoso campo cuando vieran la casita consumirse en llamas.

Fue entonces que la vio. Las paredes rosas y las chimeneas inclinadas eran inconfundibles. Quién sabe cómo había encontrado el camino de regreso. Sólo tenía que atravesar otra parcela y estaría allí. Ahogando un sollozo, se echó a andar. Había una especie de sendero a un costado de la parcela, pero él no se iba a molestar con llegar hasta allí. Siguió caminando por el centro de la parcela, ¿Qué la acababan de sembrar? ¡Qué lástima!

 Esta parcela era más grande que la anterior, y el sol parecía calentar más que nunca. La tierra estaba blanda y sus pies se hundían al pasar. Parecía como si su tobillo estuviera en llamas, y a cada paso que daba, sus piernas parecían más y más pesadas. La avispa tampoco lo dejaba en paz. Zumbaba alrededor de su cabeza, dando vueltas y más vueltas, taladrándole el cerebro. Pero Gary estaba demasiado cansado como para tirarle otro manotazo. Sus brazos colgaban flácidos a sus costados, sus dedos rozaban sus pantalones de mezclilla. El olor del campo, rico y profuso, le llenaba la nariz y le daba náuseas. Había caminado durante diez minutos, quizá un poco más. Pero Pye Hall no estaba más cerca. Se veía borroso, brillante al final de su campo visual. Se preguntó si no estaría insolado. Estaba seguro de que cuando salió no hacía tanto calor.

 Cada paso se le dificultaba más. Era como si sus pies estuvieran echando raíces en el suelo. Miró a sus espaldas (con un quejido al rozar el cuello de su saco con el piquete de avispa) y vio con alivio que estaba justo en el centro de la parcela. Algo le escurrió por la cara y resbaló hacia su barbilla, no supo si era sudor o una lágrima.

No podía avanzar. Había un palo clavado unos pasos más adelante y Gary se aferró a él agradecido. Tenía que descansar un rato. El suelo estaba demasiado blando y húmedo como para sentarse, así que tendría que descansar de pie, recargado en el palo. Sólo unos minutos. Luego cruzaría el resto de la parcela.

Y luego…

Más tarde…

Cuando el sol se empezó a poner y aún no había señales de Gary, su abuela llamó a la policía. El oficial a cargo tomó una descripción del muchacho y comenzó una búsqueda que duraría cinco días. Pero no quedaba ni rastro de él. Se habló de viejas minas, de arena movediza... y de cosas peores. Pero nada comprobado. Era como si el campo lo hubiera devorado, dijo un policía.

Gary vio cuando la policía finalmente se alejó. Vio a su madre sacar su maleta y subirse al taxi que la llevaría de Pye Hall a la estación de Ipswich, donde tomaría el tren de regreso a Londres. Se alegró de ver que siquiera tenía la decencia de llorar su pérdida. Pero no pudo evitar sentir que se veía un tanto menos cansada y menos enferma que cuando llegaron.

Su madre no lo vio. Cuando se volvió en el taxi para despedirse de la abuela se dio cuenta de que esta vez no había cuervos. Pero luego vio por qué. Se asustaron con una figura parada en medio de la parcela, recargada en un palo. Por un momento pensó que reconocía la chaqueta rasgada, a rayas blancas y negras, y la camiseta mojada y sucia de Bart Simpson. Pero seguramente estaba confundida. Lo mejor era no mencionar nada.

El taxi aceleró, pasó de largo más allá de donde estaba el nuevo espantapájaros, y continuó hacia la fila de álamos, hacia la carretera.

El lago. Ray Bradbury (1920-2012)

 Un cielo a mi medida arrojado sobre el lago Michigan; sobre la arena amarilla, algunos críos gritones botando pelotas; una o dos gaviotas, una madre criticona y yo huyendo de una ola y encontrando este mundo nublado y húmedo.

Subí corriendo por la playa.

Mamá me frotó con una esponjosa toalla.

-Quédate aquí y sécate -dijo.

Me quedé allí y observé cómo el sol evaporaba las gotas de agua de mis brazos. Las sustituí por carne de gallina.

-Hace viento -dijo mamá-. Ponte el suéter.

-Espera que vea mi carne de gallina -dije.

-Harold -dijo mamá.

Me embutí en el suéter y contemplé alzarse y caer las olas sobre la playa. Pero no desmañadamente, sino adrede, con una especie de verde elegancia. Ni siquiera un hombre borracho podría derrumbarse con la misma elegancia que aquellas olas.

Eran los últimos días de septiembre, cuando las olas se vuelven tristes sin ninguna razón. Con sólo seis personas en ella, la playa aparecía demasiado larga y solitaria. Los críos habían dejado de botar la pelota Porque también el viento los ponía tristes, silbando como silbaba, y permanecían sentados, sintiendo avanzar el otoño por la larga playa.

Todos los puestos de perritos calientes estaban cerrados con maderas doradas, clausurando los olores a mostaza, a cebolla y a carne, del largo y alegre verano. Era como clavetear el verano dentro de una hilera de féretros. Uno tras otro, los puestos bajaron sus toldos, cerraron con candados sus puertas, y el viento llegó y barrió la arena, borrando las millones de huellas de pisadas de julio y agosto. Así era en septiembre, no quedaba nada más que la señal de mis zapatillas de tenis, de goma, y los pies de Donald y Delaus Schabold y su padre bajaron por la curva del agua.

Cortinas de arena soplaban sobre las aceras, y el tiovivo estaba tapado con lonas, con todos los caballos paralizados entre el cielo y la tierra en sus barras de latón, mostrando los dientes, galopando. Con sólo la música del viento deslizándose a través de la lona.

Yo estaba allí. Todos los demás estaban en la escuela. Yo no. Mañana estaría de camino hacia el oeste, atravesando en un tren los Estados Unidos. Mamá y yo habíamos llegado a la playa para pasar un último y breve momento.

Había algo en la soledad que me hizo desear alejarme.

-Mamá, quiero correr por la playa.

-De acuerdo, pero date prisa en volver, y no te acerques al agua.

Corrí. La arena giraba bajo mis pasos y el viento me levantaba. Ya se sabe cómo es eso al correr, los brazos extendidos mientras se siente como velas entre los dedos, causadas por el viento. Como alas.

Mamá apartada en la distancia, sentada. Pronto no fue más que una mota oscura y yo me encontraba completamente solo. Permanecer solo es una novedad para un niño de doce años. Está acostumbrado a verse siempre rodeado de gente. El único modo de estar solo está en su mente. Por eso es que los niños se imaginan cosas tan fantásticas. Hay tantas personas a su alrededor, diciéndoles lo que tienen que hacer y cómo, que los niños tienen necesidad de escaparse a correr por aunque sólo sea en su mente, para encontrarse en su propio mundo con sus propios valores diminutos.

De manera que yo estaba realmente solo.

Me metí en el agua y sentí el frío en el vientre. Antes, con la multitud, no me había atrevido a mirar. Pero ahora… un hombre serrado por la mitad. Un mago. El agua es así. Se siente como si uno estuviera serrado por la mitad, y que una parte se disuelve como si fuera azucar. Agua fría, y de vez en cuando una ola que rompe elegantemente, con una ostentación de encajes.

Pronuncié su nombre. La llamé una docena de veces:

-¡Tally! ¡Tally! ¡Oh, Tally!

Es curioso, pero uno espera respuestas a sus llamadas cuando es joven. Uno siente que lo que piensa tiene que ser real. Y, a veces, quizá eso no es tan erróneo. Pensé en Tally, nadando en el agua en el pasado mayo, con sus trenzas colgando, rubia. Se fue riéndose, y el sol caía sobre sus pequeños hombros de doce años. Pensé en el agua que permanecía quieta, en el salvavidas saltando al agua, en la madre de Tally gritando, y en que Tally nunca salió…

-El salvavidas intentó convencer a Tally de que saliera, pero no salió. El salvavidas regresó con sólo hebras de entre sus grandes dedos huesudos, y Tally desapareció. Ya no se sentaría más frente a mí en la escuela, ni perseguiría la pelota en las losas de la calle las noches de verano. Se había internado demasiado y el lago no le permitiría regresar.

Y ahora, en el solitario otoño, cuando el cielo era enorme y el agua era enorme y la playa tan larga, yo había bajado por última vez, solo.

Grité su nombre una y otra vez.

-¡Tally! ¡Oh, Tally!

El viento soplaba suavemente en mis oídos, como sopla en la boca de las conchas marinas, haciéndoles murmurar. El agua subió y se abrazó a mi pecho y luego a mis rodillas, y subió y bajó, absorbiendo la arena bajo mis talones.

-¡Tally! ¡Oh, Tally, vuelve!

Yo sólo tenía doce años. Pero sabía lo mucho que amaba a Tally. Era ese amor anterior a todo significado del cuerpo y de la moral. Era ese amor que estaba hecho de todos los días calurosos pasados en la playa y de los tranquilos días en la escuela. Todos los largos días de otoño de los pasados años, cuando yo le llevaba los libros a casa desde la escuela.

-¡Tally!

Grité su nombre por última vez. Tirité. Sentí el agua en la cara y no supe cómo había llegado allí. Las olas no habían subido a esa altura.

Volviéndome, me retiré a la arena y me quedé allí durante media hora, esperando un destello, una señal, un pequeño indicio que me recordara a Tally. Luego, como una especie de símbolo, me arrodillé e hice un castillo de arena, hermoso y alto, como los que Tally y yo habíamos hecho tantas veces. Pero esta vez sólo hice la mitad. Luego me levanté.

-Tally, si me oyes, ven y haz tú lo que falta.

Empecé a caminar hacia la lejana mota que era mamá. El agua avanzó en círculos sucesivos y se mezcló con la arena del castillo, desmoronándolo poco a poco en la uniformidad original.

No pude evitar pensar que no hay castillos que uno edifique en la vida que alguna ola no desmorone.

Subí silenciosamente por la playa.

Un tiovivo, a lo lejos, cascabeleaba débilmente, pero era sólo el viento.

Salí en el tren al día siguiente.

Atravesamos los campos de trigo de Illinois. El tren tiene escasa memoria. Pronto lo deja todo atrás. Olvida los ríos de la niñez, los puentes, los lagos, los valles, las casas de campo, los dolores y alegrías. Los va esparciendo detrás y se hunden en el horizonte.

Mis huesos se alargaron y se cubrieron de carne; mi mente se cambió en otra más vieja; me despojé de lo que ya no era apropiado; cambié la escuela primaria por el instituto, y los libros del colegio por los libros de Derecho. Y entonces hubo una joven en Sacramento y hubo palabras y besos.

Continué con mis estudios de Derecho. Tenía a la sazón veintidós años y casi había olvidado cómo era el Este.

Margaret sugirió que nuestro aplazado viaje de luna de miel fuera en esa dirección.

El tren actúa en dos sentidos, como la memoria. Devuelve rápidamente todas aquellas cosas que uno dejó atrás hace muchos años.

Lake Bluff, una ciudad de diez mil habitantes, surgió perfilada contra el cielo. Margaret estaba encantadora con su precioso vestido nuevo. Se dedicó a observarme al tiempo que yo miraba mi viejo mundo. Sus fuertes y blancas manos sujetaron las mías mientras el tren se deslizaba en la estación de Bluff y sacaban nuestro equipaje.

¡Hay que ver lo que cambian los años los rostros y cuerpos de las personas! Cuando paseamos por la ciudad, cogidos del brazo, no reconocí a nadie. Había rostros que traían recuerdos. Recuerdos de excursiones por barrancos. Rostros con pequeñas risas, procedentes de escuelas primarias ya cerradas, y columpiándose en balancines, y subiendo y bajando en subibajas. Pero no hablé. Me limité a pasear y mirar y llenarme de aquellos recuerdos, como hojas amontonadas en otoño para ser quemadas.

Pasamos allí días felices. Dos semanas en total, volviendo a visitar juntos todos los lugares. Pensé que amaba mucho a Margaret. Por lo menos pensé que la amaba.

Era uno de los últimos días y habíamos bajado a pasear por la costa. El año no estaba tan avanzado como aquel de hacía muchos años, pero en la playa se advertían las primeras señales de abandono. La gente se dispersaba, varios de los puestos de perritos calientes habían cerrado y el viento, como siempre, zumbaba.

Casi vi a mamá sentada en la arena tal como solía sentarse. De nuevo tenía el sentimiento de querer estar solo. Pero no podía decidirme a decírselo a Margaret. Me limité a cogerme a ella y esperé.

Era tarde. La mayor parte de los niños se había ido a casa, Y sólo unos pocos hombres y mujeres permanecían tomando el sol, acariciados por el viento.

La barca del salvavidas subió a la orilla. El salvavidas salió de ella con algo en los brazos.

Me estremecí. Contuve la respiración y me sentí pequeño, sólo con doce años, muy pequeño, muy infinitesimal. y asustado. El viento aullaba. No veía a Margaret. Sólo podía ver la playa, al salvavidas emergiendo lentamente de su barca con un saco gris en las manos, no muy pesado, y su cara, casi tan gris y arrugada.

-Quédate aquí, Margaret -dije, sin saber por qué lo decía.

-Pero ¿por qué?

-Quédate aquí, eso es todo…

Bajé lentamente por la arena hacia donde estaba el salvavidas. El hombre me miró.

-¿Qué es eso? -le pregunté.

El salvavidas se quedó mirándome durante un largo rato, sin poder hablar. Dejó el saco gris en la arena -el agua murmuró a su alrededor- y retrocedió.

-¿Qué es? -insistí.

-Está muerta -dijo el salvavidas tranquilamente.

Esperé.

-Raro -dijo él en voz baja-. La cosa más rara que he visto jamás. Lleva muerta… mucho tiempo.

Repetí sus palabras.

-¿Mucho tiempo?

-Diez años, diría yo-. Este año no se ha ahogado ningún niño. Desde 1933 se han ahogado aquí doce niños, pero recuperamos los cuerpos de todos ellos a las pocas horas. De todos menos de uno, que yo recuerde. Este cuerpo, que debe de llevar diez años en el agua. No es… agradable.

-Abra el saco -dije, sin saber por qué.

El viento era más fuere. El salvavidas toqueteó el saco torpemente.

-Me parece que es una niña pequeña, porque todavía lleva trenzas. No hay mucho más que decir.

-¡Vamos, ábralo! -grité.

-Es mejor que no lo haga -dijo, y quizá vio el aspecto de mi rostro-. Era una niña pequeña…

Abrió el saco lo justo.

La playa estaba desierta. Solamente el cielo y el viento y el agua y el otoño. La miré.

Dije algo, una y otra vez. El salvavidas me miró.

-¿Dónde la encontró? -pregunté.

-Abajo, en la playa, en agua profunda. Es mucho, mucho tiempo para ella, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

-Sí, lo es. Oh, Dios, sí lo es.

Las personas crecen, pensé. Yo he crecido. Pero ella no ha cambiado. Ella es todavía pequeña. Ella es todavía joven. La muerte no permite crecer ni cambiar. Ella es todavía joven. Todavía tiene el pelo rubio. Será siempre joven, y yo la amaré siempre, oh Dios, la amaré siempre.

El salvavidas ató el saco de nuevo.

Pocos minutos después, yo paseaba solo por la playa. Encontré algo que verdaderamente no esperaba.

-Este es el lugar donde el salvavidas descubrió su cuerpo -me dije a mí mismo.

Allí, al borde del agua, permanecía el castillo de arena, sólo a medio construir. Tally y yo solíamos hacer castillos. Ella, medio. Y yo, medio.

Lo miré. Allí era donde habían encontrado a Tally. Me arrodillé junto al castillo de arena y vi las pequeñas huellas de pies que procedían del lago y que volvían al lago de nuevo… y no retornaban nunca.

Entonces… me di cuenta.

-Te ayudaré a acabarlo -dije.

Así lo hice. Construí el resto del castillo muy lentamente y luego, levantándome, me di la vuelta y me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.

Volví por la playa hacia donde una mujer extraña llamada Margaret me esperaba, sonriendo…

La tristeza. Antón Chéjov (1860-1904)

 La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, extiende su capa fina y blanda sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima lo sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, aun mirado de cerca parece un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.

Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

-¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!

Yona se estremece. A través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.

-¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?

Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

-¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

-¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertar de un sueño profundo.

-¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice en tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:

-¿Qué hay?

Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:

-Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la semana pasada…

-¿De veras?… ¿Y de qué murió?

Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:

-No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido.

-¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!

-¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!

Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.

Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!

Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y jorobado.

-¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como solo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

-¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…

-¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro…

-¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

-Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.

-¡Eso no es verdad! -responde el otro-. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

-¡Palabra de honor!

-¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.

Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe atipladamente.

-¡Ji, ji, ji!… ¡Qué buen humor!

-¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme a tu caballo perezoso. ¡Qué diablo!

Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, lo insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:

-Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…

-¡Todos nos hemos de morir! -contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

-Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.

-¿Oye, viejo, estás enfermo? -grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.

-¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!

-Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.

-¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie… Solo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el jorobado, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:

-¡Por fin, hemos llegado!

Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.

Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.

-¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.

-Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.

Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.

Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.-No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.

El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.

Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso-piensa- se siente tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

-¿Quieres beber? -le pregunta Yona.

-Sí.

-Aquí tienes agua… He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?… La semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!

Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.

Se viste y sale a la cuadra.

El caballo, inmóvil, come heno.

-¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho? Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno… Soy ya demasiado viejo para ganar mucho… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…

Tras una corta pausa, Yona continúa:

-Sí, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?…

El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.

Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.