domingo, 14 de abril de 2024

Caminos del espejo. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

I
Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.

II
Pero a ti quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo como un pájaro del borde filoso de la noche.

III
Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia.

IV
Como cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene.

V
Todos los gestos de mi cuerpo y de mi voz para hacer de mí la ofrenda, el ramo que abandona el viento en el umbral.

VI
Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste.

VII
La noche de los dos se dispersó con la niebla. Es la estación de los alimentos fríos.

VIII
Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo.

IX
Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de revelaciones.

X
Como quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca cosida. Párpados cosidos. Me olvidé. Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro.

XI
Al negro sol del silencio las palabras se doraban.

XII
Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla.

XIII
Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y qué deseaba yo?
Deseaba un silencio perfecto.
Por eso hablo.

XIV
La noche tiene la forma de un grito de lobo.

XV
Delicia de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de mí, he ido hacia la que duerme en un país al viento.

XVI
Mi caída sin fin a mi caída sin fin en donde nadie me aguardó pues al mirar quién me aguardaba no vi. otra cosa que a mí misma.

XVII
Algo caía en el silencio. Mi última palabra fue yo pero me refería al alba luminosa.

XVIII
Flores amarillas constelan un círculo de tierra azul. El agua tiembla llena de viento.

XIX
Deslumbramiento del día, pájaros amarillos en la mañana. Una mano desata tinieblas, una mano arrastra la cabellera de una ahogada que no cesa de pasar por el espejo. Volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice mi voz.


Así es la muerte. Charles Hamilton Sorley (1895-1915)

Así, así es la Muerte: ningún triunfo: ninguna derrota:
Sólo un cubo vacío, una limpia pizarra rota,
Una distancia misericordiosa de lo que ha sido.

Y esto sabemos: La muerte no es la Vida,
Estrellado, el cubo se vacía. Y nosotros, que hemos alcanzado
Cosas maravillosas, sabemos que el final no ha llegado.

Vencedor y vencido son uno en la muerte:
Amigo y enemigo, cobarde y valiente.
Los fantasmas no dicen, "¿Qué recuerdas de tu atarceder?"
Pero un desacorde se oculta en cada ayer,
Tan famélico, tan prolijamente incompleto.
Y su Promesa brillante, marchita y apresurada,
Se roza, se mueve, se eleva, crece dulcificada.
Esas flores son como tú cuando estés muerto.


Cuando veas millones de los muertos sin boca. Charles Hamilton Sorley (1895-1915)

Cuando veas millones de los muertos sin boca
Atravesando tus sueños en pálidos batallones,
No pronuncies palabras suaves como otros hombres,
Pues no necesitas hacerlo.
No les regales elogios ¿cómo los sordos pueden saber
Que no son maldiciones las que se acumulan en sus cabezas?
Tampoco lágrimas, sus ojos ciegos no pueden ver tu llanto.
Ni honor; es fácil estar muerto.
Sólo dí esto: Ellos están muertos; y luego agrega:
Muchos mejores han muerto antes.
Entonces, observa la multitud apretada,
Y percibirás un rostro que antaño has amado.
Un espectro. Nadie viste aquel rostro abandonado.
La Gran Muerte hace tiempo los ha arrebatado.


Poemas. Charlotte Brontë (1816-1855)

Lamento.


Hace mucho deseaba dejar
La casa donde nací;
Hace mucho la usé para sufrir,
Mi hogar parecía abandonado,
Años vacíos en pasillos desolados,
Por las silenciosas habitaciones
Se paseaban acechantes temores;
Ahora, su memoria se vuelca en páginas
Donde la tinta son mis tiernas lágrimas.

He conocido la vida y el matrimonio.
Cosas que en un tiempo fueron brillantes,
Ahora, como hechos absolutos
Flotan en cada rayo de luz.
En medio de la vida, de ese mar desconocido,
Ninguna isla de bendición he conocido;
Finalmente, a través de la salvaje tempestad
Mi pena fue convocada al hogar.

¡Adiós, oscura y empinada profundidad!
¡Adiós, Tierras Extrañas!
¡Arrasa, barre las nubes del cielo,
Abre tu glorioso reino de antaño!
Sin embargo, cuando logré pasar a salvo
Aquel irritante y agotador principio,
Una voz amada, entre temblores y rugidos,
Podría convocarme de nuevo.

A pesar del brillo en el alma de una rosa vespertina
En este Paraíso que se alza sobre mí,
¡William! Incluso desde el reposo del Cielo
He vuelto mis ojos, convocados por ti.
Esta tormenta que surge no retendrá
Mi espíritu, sino que lo exaltará.
Todo mi Cielo residió en tu pecho,
Y sólo allí encontraré la eternidad.




En retrospectiva.


Tejemos un red en la infancia,
Una red de soleado aire,
Creamos una primavera pequeña
De agua pura y fresca.

En la juventud sembramos la semilla,
Cortamos la vara del almendro,
Hemos crecido como el árbol añejo,
¿Nos hemos marchitado en el barro?

¿Están desvanecidas, arruinadas, rotas?
¿Se han evaporado en la arcilla?
La vida es una sombra oscura;
Y sus alegrías flotan rápido en la distancia.

¡Desvanecidas! La red sigue siendo de aire,
Y así como sus pliegues se estremecen
En extraños tonos de claro carmesí,
Profundo es el resplandor de su penumbra;
Como la luz de un cielo italiano,
Donde las nubes del ocaso duermen ociosas,
Perdiendo lentamente el brillo del rubí.

La primavera yace debajo del musgo y la piedra,
Su lujo tal vez no vuelva a brotar.
¡Escucha! Tus dudas deben ser abandonadas
¿Es aquello un débil rugido cerrándose sobre tí?
La marea de las olas, donde las flotas armadas
Cabalgan sobre la espuma, llora y sonríe
Sobre un océano con miles de islas
Al vislumbrar la ansiada costa.

La semilla en un tierra distante
Se curva como un poderoso árbol,
La vara seca del almendro
Ha tocado la eternidad.
Y vendrá un segundo milagro,
Como el quebrado cetro de Aaron,
La humedad crecerá como la vida cálida,
Tallo, flor y fruto, en trenzada corona
Serán arrugados y lanzados lejos,
Como pétalos que descansan en la tumba.

Sueña lo que el tiempo nos ha arrebatado
Cuando la vida se encontraba arriba,
Sueña con aquel súbito ladrón sobre nosotros,
Como las salvajes estrellas que declinan
La revelación llegará ese mismo día,
Subiendo con el brillante y fiero Sirio:
Oh, así como tu creces, y como las escenas
Cubren este mundo frío con oscuras formas,
Mi espíritu se fortalece con cada cambio
Antes de alzarme ante el Señor de las criaturas.

Cuando me senté bajo una extraña bóveda de árboles,
Con la Nada como compañía, sin amor ni amigos,
Mi corazón se volvió de pronto hacia ti,
Y sentí tu amistad, un lazo suave sobre mis manos.





Placer.


El Placer verdadero no se respira en la ciudad,
Ni en los templos donde el Arte habita,
Tampoco en palacios y torres donde
La voz de la Grandeza se agita.

No. Busca dónde la Alta Naturaleza sostiene
Su corte entre majestuosas arboledas,
Donde Ella desata todas sus riquezas,
Moviéndose en fresca belleza;

Dónde miles de aves con las más dulces voces,
Dónde brama la salvaje tormenta
Y miles de arroyos se deslizan suaves,
Allí se forma su concierto poderoso.

Ve hacia donde el bosque envuelto sueña,
Bañado por la pálida luz de la luna,
Hacia la bóveda de ramas que acunan
Los sonidos huecos de la Noche.

Ve hacia donde el inspirado ruiseñor
Arranca vibraciones con su canción,
Hasta que todo el solitario y quieto valle
Suene como una sinfonía circular.

Ve, siéntate en una saliente de la montaña
Y mira el mundo a tu alrededor;
Las colinas y las hondonadas,
El sonido de las quebradas,
El lejano horizonte atado.

Luego mira el amplio cielo sobre tu cabeza,
La inmóvil, profunda bóveda de azul,
El sol que arroja sus rayos dorados,
Las nubes como perlas de azur.

Y mientras tu mirada se pose en esta vasta escena
Tus pensamientos ciertamente viajarán lejos,
Aunque ignotos años deberían atravesar entre
Los veloces y fugaces momentos del Tiempo.

Hacia la edad dónde la Tierra era joven,
Cuando los Padres, grises y viejos,
Alabaron a su Dios con una canción,
Escuchando en silencio su misericordia.

Los verás con sus barbas de nieve,
Con ropas de amplias formas,
Sus vidas pacíficas, flotando gentilmente,
Rara vez sintieron la pasión de la tormenta.

Luego un tranquilo, solemne placer penetrará
En lo más íntimo de tu mente;
En esa delicada aura tu espíritu sentirá
Una nueva y silenciosa suavidad.





Partida.


Es insensato lamentarse,
Aunque estemos condenados a partir:
Lo único sensato es recibir
El recuerdo de alguien en el corazón:

Se puede habitar en los pensamientos
Que nosotros mismos hemos cultivado,
Y rugir con desprecio y coraje ultrajado
Que el mundo haga su peor parte.

No dejaremos que sus locuras nos atribulen,
Como de quien viene los tomaremos;
Y al final de cada día encontraremos
Una risa alegre como hogar.

Cuando dejemos a cada amigo y hermano,
Cuando lejos estemos separados,
Pensaremos uno en el otro,
Incluso mejor de lo que fuimos.

Cada vista gloriosa encima de nosotros,
Cada vista agradable debajo,
Nos uniremos con los que nos han dejado,
Con quienes, incluso en la muerte, todavía amamos.

Al ocaso, cuando nos sentemos
en soledad cerca del fuego,
El corazón cálido y sincero
Recibirá el mismo pago.

Podemos quemar las obligaciones que nos encadenan,
Urdidas por frías manos humanas,
Allí donde nadie se atreve a desafiarnos
Podemos, en el pensamiento, encontrarnos.

Por eso el llanto es insensato,
Sostén como puedas un espíritu alegre;
Y nunca dudes que el Destino ofrece
Un futuro grato por el dolor presente.





Pasión.


Algunos han ganado un placer salvaje,
Por arriesgarse ante el salvaje dolor,
Yo podría esta noche ganar tu amor
Y sufrir mañana el peligro de la muerte.

Podría estremecerte en la batalla,
y arrancar una mirada de tu ojo.
¡Qué frágil es el corazón que arde,
Embriagado de intentos y anhelos!

Bienvenidas las noches de sueños rotos,
Y los días de crueles matanzas.
¿Puedo considerar que llorarías
Al oír mis acechantes tribulaciones?

Dime si con errantes peregrinos
Deambulas lejos de todo,
¿Vagas tú por aquellos campos distantes
Sin extraviar tu espíritu?

Salvaje, profundo, suena un cuerno en la distancia,
Dejádme, dejádme ir,
Dónde el sheik y el británico luchan,
Sobre las márgenes de los ríos.

La sangre ha teñido aquellas riberas
Con manchas escarlatas, lo sé;
Las fronteras se cubren de tumbas,
Y sin embargo, dejádme ir.

Aunque la crueldad del holocausto
Suba como el vapor de las naciones,
Con placer me sumaría a las huestes muertas,
Si la orden me fuese dada.

La esencia de la pasión debe templar mi brazo,
Su ardor agita mi vida,
Hasta que la fuerza humana tema el encanto
Deberán sucumbir entre gritos de alarma,
Como los árboles abatidos luchan con la tormenta.

Si yo, excitada por la guerra, buscase tu amor
¿Te atreverías a estar a mi lado?
¿Te atreverías a reprobar mi pasión,
Presa del desprecio, del orgullo más exasperante?

No, mi voluntad sometería la tuya,
Tan alta y libre,
Y el amor domaría esa alma altiva.
Si, con ternura me amarías.

Leeré mi victoria en tus ojos,
Contemplando, y probando el cambio;
Luego dejaré, indiferente, mi noble premio
En manos de las armas distantes.

Desearía morir cuando se alce la espuma,
Cuando el vino resplandezca alto;
Sin esperar que en la copa exhausta
Caiga la abúlica vida en hediondas mentiras.

Entonces el amor será coronado con dulces recompensas,
Bendecido con esperanza y plenitud.
Desearía montar aquel corcel, desenvainar la hoja,
Y perecer entre los aullidos de la batalla.


Soneto XLIV. Escrito en el cementerio de Middleton, en Sussex. Charlotte Smith (1749-1806)

Presionado por la luna, muda centinela de las mareas,
Mientras el ruidoso equinoccio su poder combina,
El mar excede los límites de su dominio
Sobre la tierra que tímidamente se retrae.
La ráfaga salvaje, levantándose de su cueva occidental,
Expulsa las enormes olas de su lecho;
Lágrimas de tumbas herbosas, de aldeas muertas,
Quebrando el silencioso sabbath del sepulcro.
Con algas y caracoles mezcló, en la costa,
Sus huesos blancos sobre la marea constante,
Pero en vano los vientos rugen y las aguas atronan;
Ellos están sordos al clamor de los elementos:
Así como yo estoy condenada
Por la opresión interminable de esta vida tormentosa,
A mirar fijamente, con envidia, su descanso sombrío.


Descripción de la perfecta belleza. Christian Hofmann von Hofmannswaldau (1617-1679)

Un cabello que temerario a Berenice esquiva,
Una boca que exhibe rosas, plena de perlas,
Una lengua que emponzoña mil corazones,
Dos senos, donde el rubí alabastro tramaría.

Un cuello que en todo aventaja al cisne,
Dos mejillas, donde la majestad de Flora se agita,
Una mirada que derriba hombres, que convoca rayos,
Dos brazos, cuya fuerza al león han ejecutado.

Un corazón, del cuál no brota más que mi ruina,
Una voz, tan celestial que mi condena sentencia,
Dos manos, cuyo rencor al destierro me envían,
Y con dulce veneno la misma alma envuelve
Un adorno, así parece, en Paraíso creado,
De todo ingenio y libertad me ha privado.


Poemas. Silvina Ocampo (1903-1993)

 Única sabiduría.


Lo único que sabemos
es lo que nos sorprende:
que todo pasa, como
si no hubiera pasado.





Soneto del amor desesperado.


Mátame, espléndido y sombrío amor,
si ves perderse en mi alma la esperanza;
si el grito de dolor en mí se cansa
como muere en mis manos esta flor.
En el abismo de mi corazón
hallaste espacio digno de tu anhelo,
en vano me alejaste de tu cielo
dejando en llamas mi desolación.
Contempla la miseria, la riqueza
de quien conoce toda tu alegría.
Contempla mi narcótica tristeza.
¡Oh tú, que me entregaste la armonía!
Desesperando creo en tu promesa.
Amor, contémplame, en tus brazos, presa.





Si soy en vano.


Si soy en vano ahora lo que fui,
como la blanda y persistente arena
donde se borra el paso que la ordena,
no he sufrido bastante, amor, por ti.

Ah, si me hubieras dado sólo pena
y no la infiel intrépida alegría
tu crueldad no me lastimaría,
no podría apresarme tu cadena.

Quiero amarte y no amarte como te amo;
ser tan impersonal como las rosas;
como el árbol con ramas luminosas

no exigir nunca dichas que hoy reclamo;
alejarme, perderme, abandonarte,
con mi infidelidad recuperarte.





Si la verdad se vuelve una mentira.


Si la verdad se vuelve una mentira,
si se vuelve dolor la dicha aviesa,
si se vuelve alegría la tristeza
con sus falsas promesas cuando expira,

si la virtud a la cual en vano aspira
mi vida frustra la habitual promesa,
si el corazón de odio o de amor me pesa
y al helarse cual mármol, aún suspira.

Si no pude enmendarme al recibir
la ingratitud de los que más he amado
ni pude ensombrecerme al eximir

de mi cariño a los que me han colmado,
será porque los dioses me han herido
del inocente horror de haber nacido.





Quiero morir si de mi vida no hallo...


Quiero morir si de mi vida no hallo
la meta del misterio que me guía,
quiero morir, volverme ciega y fría
como la planta que fulmina el rayo.

Si lo que ansío decir es lo que callo,
y si he de aborrecer lo que quería
sin asco y sin vergüenza hasta este día,
si todo lo que intento es mero ensayo,

será porque he vivido de mentiras.
Por no morir quiero morir. El viento
que suena entre los muros con sus liras

o el hibisco bermejo, o el fragmento
de la luna, siempre algo, hasta mi queja,
me deslumbra y me deja más perpleja.





Los delfines.


Los delfines no juegan en las olas
como la gente cree.
Los delfines se duermen bajando hasta el fondo del mar.
¿Qué buscan? No sé.
Cuando tocan el fin del agua
despiertan bruscamente
y vuelen a subir porque el mar es muy profundo
y cuando suben ¿qué buscan? No sé.
Y ven el cielo y les vuelve a dar sueño
y vuelven a bajar dormidos,
y vuelven a tocar el fondo del mar
y se despiertan y vuelen a subir.
Así son nuestros sueños.





Las huellas.


A orillas de las aguas recogidas
en la luz regular del suelo unidas
como si juntas siempre caminaran,
solas, parecería que se amaran,
en la sal de la espuma con estrellas,
sobre la arena bajo el sol las huellas
de nuestros pies desnudos
tan lejanos, y mudos.
Dejando una promesa dibujada
nuestra voz entretanto ensimismada
se divide en el aire y atraviesa
la azul crueldad de la naturaleza
mientras solos cruzamos
la playa y nos hablamos.





Las caras.


Las caras de los hombres que en mi vida he encontrado
me persiguen y viven adentro de mi espíritu.
Las caras de los hombres que he encontrado en mi vida
me miran y me abruman.
Podría dibujarlas pero nunca me atrevo.
Algunas tienen cuerpos y llevan en las manos
anillos y collares, flores de terciopelo,
algunas son mansiones, son jardines, son ríos,
algunas son un viaje, una playa, un desierto.
Algunas son de mármol, algunas son fenicias,
algunas son romanas, griegas y perniciosas
con los rasgos borrados.
Algunas tienen penas, muchas penas algunas,
y largas cabelleras que lloran en el viento.
Algunas son horribles, casi siempre me advierten
que un peligro me acecha.
Algunas tienen horas marcadas en los ojos
y son como clepsidras,
me despiertan de noche.
Algunas me quisieron
y movieron los labios para decir mi nombre.
Algunas no entendieron nunca lo que les dije
ni supieron por qué las miré largamente.
Algunas son anónimas
llevan frutas y fuentes, manos de terracota,
como las estaciones.
Algunas se arrodillan, buscan algo en la tierra.
Algunas como pájaros siempre estiran el cuello.
Algunas se inclinaron
y escribieron sus nombres sobre mi corazón
sin que yo lo advirtiera.
Algunas fueron mías, algunas se alejaron
y perdieron su sexo, su virtud y su candor;
fueron como la imagen
del infierno en el mundo
que tratamos, en vano, de olvidar.
Algunas fueron deidades
que no olvidaré nunca.





Envejecer.


Envejecer también es cruzar un mar de humillaciones cada día;
es mirar a la víctima de lejos, con una perspectiva
que en lugar de disminuir los detalles los agranda.
Envejecer es no poder olvidar lo que se olvida.
Envejecer transforma a una víctima en victimario.

Siempre pensé que las edades son todas crueles,
y que se compensan o tendrían que compensarse
las unas con las otras. ¿De qué me sirvió pensar de este modo?
Espero una revelación. ¿Por qué será que un árbol
embellece envejeciendo? Y un hombre espera redimirse
sólo con los despojos de la juventud.

Nunca pensé que envejecer fuera el más arduo de los ejercicios,
una suerte de acrobacia que es un peligro para el corazón.
Todo disfraz repugna al que lo lleva. La vejez
es un disfraz con aditamentos inútiles.
Si los viejos parecen disfrazados, los niños también.
Esas edades carecen de naturalidad. Nadie acepta
ser viejo porque nadie sabe serlo,
como un árbol o como una piedra preciosa.

Soñaba con ser vieja para tener tiempo para muchas cosas.
No quería ser joven, porque perdía el tiempo en amar solamente.
Ahora pierdo más tiempo que nunca en amar,
porque todo lo que hago lo hago doblemente.
El tiempo transcurrido nos arrincona; nos parece
que lo que quedó atrás tiene más realidad
para reducir el presente a un interesante precipicio.





El sueño recurrente.


Llego como llegué, solitaria, asustada,
a la puerta de calle de madera encerada.

Abro la puerta y entro, silenciosa, entre alfombras.
Los muros y los muebles me asustan con sus sombras.

Subo los escalones de mármol amarillo,
con reflejos rosados. Penetro en un pasillo.

No hay nadie, pero hay alguien escondido en las puertas.
Las persianas oscuras están todas abiertas.

Los cielos rasos altos en el día parecen
un cielo con estrellas apagadas que crecen.

El recuerdo conserva una antigua retórica,
se eleva como un árbol o una columna dórica,

habitualmente duerme dentro de nuestros sueños
y somos en secreto sus exclusivos dueños.





Al rencor.


No vengas, te conjuro, con tus piedras;
con tu vetusto horror con tu consejo;
con tu escudo brillante con tu espejo;
con tu verdor insólito de hiedras.

En aquel árbol la torcaza es mía;
no cubras con tus gritos su canción;
me conmueve, me llega al corazón,
repudia el mármol de tu mano fría.

Te reconozco siempre. No, no vengas.
Prometí no mirar tu aviesa cara
cada vez que lloré sola en tu avara
desolación. Y si de mí te vengas,

que épica sea al menos tu venganza
y no cobarde, oscura, impenitente,
agazapada en cada sombra ausente,
fingiendo que jamás hiere tu lanza.

Entre rosas, jazmines que envenenas,
¿por qué no te ultimé yo en mi otra vida?
Haz brotar sangre al menos de mi herida,
que estoy cansada de morir apenas.





Variedad de impaciencia.


¡Que pronto llegue lo horrible!
¡Que lentamente llegue lo maravilloso!





Ruego.


Quiero otras sombras de oro, otras palmeras
con otros vuelos de aves extranjeras,
quiero calles distintas, en la nieve,
un barro diferente cuando llueve,
quiero el férvido olor de otras maderas,
quiero el fuego con llamas forasteras,
otras canciones, otras asperezas,
que no haya conocido mis tristezas.





Castigo.


Transformará Minerva tus cabellos
en serpientes y un día al contemplarte
como en un templo oscuro, con destellos,
seré de piedra, para amarte.





Canto.


¡Ah, nada, nada es mío!
Ni el tono de mi voz, ni mis ausentes manos,
ni mis brazos lejanos.
Todo lo he recibido. Ah, nada, nada es mío.
Soy como los reflejos de un lago tenebroso
o el eco de las voces en el fondo de un pozo
azul cuando ha llovido.
Todo lo he recibido:
como el agua o el cristal
que se transforma en cualquier cosa,
en humo, en espiral,
en edificio, en pez, en piedra, en rosa.
Son distinta de mí, tan diferente,
como algunas personas cuando están entre gente.
Soy todos los lugares que en mi vida he amado.
Soy la mujer que más he detestado
y ese perfume que me hirió una noche
con los decretos de un destino incierto.
Soy las sombras que entraban en un coche,
la luminosidad de un puerto,
los secretos abrazos, ocultos en los ojos.
Soy de los celos, el cuchillo,
y los dolores con heridas, rojos.
De las miradas ávidas y largas soy el brillo.
Soy la voz que escuché detrás de las persianas,
la luz, el aire sobre las lambercianas.
Soy todas las palabras que adoré
en los labios y libros que admiré.
Soy el lebrel que huyó en la lejanía,
la rama solitaria entre las ramas.
Soy la felicidad de un día,
el rumor de las llamas.
Soy la pobreza de los pies desnudos,
con niños que se alejan, mudos.
Soy lo que no me han dicho y he sabido.
¡Ah, quise yo que todo fuera mío!
Soy todo lo que ya he perdido.
Mas todo es inasible como el viento y el río,
como las flores de oro en los veranos
que mueren en las manos.
Soy todo, pero nada es mío,
ni el dolor, ni la dicha, ni el espanto,
ni las palabras de mi canto.


Algo había sucedido. Dino Buzzati (1906-1972)

El tren había recorrido sólo pocos kilómetros (y el camino era largo, nos detendríamos recién en la lejanísima estación de llegada, después de correr durante casi diez horas) cuando vi por la ventanilla, en un paso a nivel, a una muchacha. Fue una casualidad, podía haber mirado tantas otras cosas y en cambio mi mirada cayó sobre ella, que no era hermosa ni tenía nada de extraordinario. ¡Quién sabe por qué había reparado en ella! Era evidente que estaba apoyada en la barrera para disfrutar de la vista de nuestro tren, superdirecto, expreso al norte, símbolo -para aquella gente inculta- de vida fácil, aventureros, espléndidas valijas de cuero, celebridades, estrellas cinematográficas... Una vez al día este maravilloso espectáculo y absolutamente gratuito, por añadidura.
Pero cuando el tren pasó frente a la muchacha, en vez de mirar en nuestra dirección se dio vuelta para atender a un hombre que llegaba corriendo y le gritaba algo que nosotros, naturalmente, no pudimos oír, como si acudiera a prevenirla de un peligro. Solamente fue un instante: la escena voló, quedó atrás y yo me quedé preguntándome qué preocupación le había traído aquel hombre a la muchacha que había venido a contemplarnos. Y ya estaba por adormecerme, al rítmico bamboleo del tren, cuando quiso la casualidad -se trataba seguramente de una pura y simple casualidad- que reparara en un campesino parado sobre un murito, que llamaba y llamaba hacia el campo, haciéndose bocina con las manos. También esta vez fue un momento porque el expreso siguió su camino, aunque me dio tiempo de ver a seis o siete personas que corrían a través de las praderas, los cultivos, la hierba medicinal, pisoteándola sin miramientos. Debía ser algo importante. Venían de diferentes lugares -de una casa, de una fila de viñas, de una abertura en la maleza- pero todos corrían directamente al murito, acudiendo alarmados, al llamado del muchacho. Corrían, sí, ¡por Dios cómo corrían!, espantados por alguna inesperada noticia que los intrigaba terriblemente, quebrando la paz de sus vidas. Pero fue sólo un instante, lo repito apenas un relámpago; no tuvimos tiempo de observar nada más.
"¡Qué extraño!", pensé, "en pocos kilómetros ya dos casos de gente que recibe, de golpe, una noticia" (eso, al menos, era lo que yo presumía). Ahora, vagamente sugestionado, escrutaba el campo, las carreteras, los paisajes, con presentimiento e inquietud. Seguramente estaba influido por el especial estado de ánimo, pero lo cierto es que cuanto más observaba a la gente, más me parecía encontrar en todos lados una inusitada animación. ¿Por qué aquel ir y venir en los patios, aquellas afanadas mujeres, aquellos carros...? En todos los lados era lo mismo. Aunque a esa velocidad era imposible distinguir bien, hubiera jurado que toda esa agitación respondía a una misma causa. ¿Se celebraría alguna procesión en la zona? ¿O los hombres se dispondrían a ir al mercado? El tren continuaba adelante y todo seguía igual, a juzgar por la confusión. Era evidente que todo se relacionaba: la muchacha del paso a nivel, el joven sobre el muro, el ir y venir de los campesinos: algo había sucedido y nosotros, en el tren, no sabíamos nada.
Miré a mis compañeros de viaje, algunos en el compartimiento, otros en el corredor. No se habían dado cuenta de nada. Parecían tranquilos y una señora de unos sesenta años, frente a mí, estaba a punto de dormirse. ¿O acaso sospechaban? Sí, sí, también ellos estaban inquietos y no se atrevían a hablar. Más de una vez los sorprendí echando rápidas miradas hacia fuera. Especialmente la señora somnolienta, sobre todo ella, miraba de reojo, entreabriendo apenas los párpados y después me examinaba cuidadosamente para ver si la había descubierto. Pero, ¿de qué teníamos miedo?
Nápoles. Aquí, habitualmente, el tren se detiene. Pero nuestro expreso, no, hoy no. Desfilaron cerca las viejas casas y en los patios oscuros se veían ventanas iluminadas. En aquellos cuartos -fue un instante- hombres y mujeres aparecían inclinados, haciendo paquetes y cerrando valijas. ¿O me engañaba y todo era producto de mi fantasía?
Se preparaban para marcharse. "¿Adónde?", me preguntaba. Evidentemente no era una noticia feliz, pues había como una especie de alarma generalizada tanto en la campaña como en la ciudad. Una amenaza, un peligro, el anuncio de un desastre. Después me decía: "Si fuera una desgracia se habría detenido el tren; en cambio, el tren encontraba todo en orden, señales de vía libre, cambios perfectos, como para un viaje inaugural.
Un joven a mi lado, simulando que se desperezaba, se había puesto de pie. En realidad, quería ver mejor y se inclinaba sobre mí para estar más cerca del vidrio. Afuera, el campo, el sol, los caminos blancos; sobre los caminos, carros, camiones, grupos de gente a pie, largas caravanas, semejantes a las que marchan en dirección a la iglesia el día del santo patrón de la ciudad. Ya eran cientos, cada vez más gentío a medida que el tren se acercaba al norte. Y todos llevaban la misma dirección, descendían hacia el mediodía, huían del peligro mientras nosotros íbamos directamente a su encuentro; a velocidad enloquecida nos precipitábamos, corríamos hacia la guerra, la revolución, la peste, el fuego... ¿Qué más podía pasarnos? No lo sabríamos hasta dentro de cinco horas, en el momento de llegar, y seguramente sería demasiado tarde.
Nadie decía nada. Ninguno quería ser el primero en ceder. Cada uno quizás dudara de sí mismo, como yo, y en la incertidumbre se preguntara si toda aquella alarma sería real o simplemente una idea loca, una alucinación, una de esas ocurrencias absurdas que suelen asaltarnos en el tren, cuando ya se está un poco cansado. La señora de enfrente lanzó un suspiro, aparentando que recién se despertaba, e igual que aquel que saliendo efectivamente del sueño levanta la mirada mecánicamente, así ella levantó las pupilas, fijándolas, casi por azar, en la manija de la señal de alarma. Y también todos nosotros miramos el aparato, con idéntico pensamiento. Nadie se atrevió a hablar o tuvo la audacia de romper el silencio o simplemente osó preguntar a los otros si habían advertido, afuera, algo alarmante.
Ahora las carreteras hormigueaban de vehículos y gente, todos en dirección al sur. Nos cruzábamos con trenes repletos de gente. Los que nos veían pasar, volando con tanta prisa hacia el norte, nos miraban desconcertados. Una multitud había invadido las estaciones. Algunos nos hacían señales, otros nos gritaban frases de las cuales se percibían solamente las voces, como ecos de la montaña.
La señora de enfrente empezó a mirarme. Con las manos enjoyadas estrujaba nerviosamente un pañuelo, mientras suplicaba con la mirada. Parecía decir: si alguien hablaba... si alguno de ustedes rompiera al fin este silencio y pronunciara la pregunta que todos estamos esperando como una gracia y ninguno se atreve a formular...
Otra ciudad. Como al entrar en la estación el tren disminuyó su velocidad, dos o tres se levantaron con la esperanza de que se detuviera. No lo hizo y siguió adelante como una estruendosa turbonada a lo largo de los andenes donde, en medio de un caótico montón de valijas, un gentío se enardecía, esperando, seguramente, un convoy que partiera. Un muchacho intentó seguirnos con un paquete de diarios y agitaba uno que tenía un gran titular negro en la primera página. Entonces, con un gesto repentino, la señora que estaba frente a mí se asomó, logrando detener por un momento el periódico, pero el viento se lo arrancó impetuosamente. Entre los dedos le quedó un pedacito. Advertí que sus manos temblaban al desplegarlo. Era un papelito casi triangular. Del enorme título, sólo quedaban tres letras: ION, se leía. Nada más. Sobre el reverso aparecían indiferentes noticias periodísticas.
Sin decir palabra, la señora levantó un poco el fragmento, a fin de que pudiéramos verlo. Todos lo habíamos visto, aunque ella aparentaba ignorarlo. A medida que crecía el miedo, nos volvíamos más cautelosos. Corríamos como locos hacia una cosa que terminaba en ION y debía de tratarse de algo espeluznante; poblaciones enteras se daban a la fuga. Un hecho nuevo y poderoso había roto la vida del país, hombres y mujeres solamente pensaban en salvarse, abandonando casas, trabajos, negocios, todo, pero nuestro tren no, el maldito aparato, del cual ya nos sentíamos parte como un pasamano más, como un asiento, marchaba con la regularidad de un reloj, a la manera de un soldado honesto que se separa del grueso del ejército derrotado para llegar a su trinchera, donde ya la ha cercado el enemigo. Y por decencia, por un respeto humano miserable, ninguno de nosotros tenía el coraje de reaccionar. ¡Oh los trenes, cómo se parecen a la vida!
Faltaban dos horas. Dos horas más tarde, a la llegada, ya sabríamos la suerte que nos esperaba a todos. Dos horas. Una hora y media. Una hora. Ya descendía la oscuridad. Vimos a lo lejos las luces de nuestra anhelada ciudad y su inmóvil resplandor reverberante, un halo amarillo en el cielo, nos volvió a dar un poco de coraje.
La locomotora emitió un silbido, las ruedas resonaron sobre el laberinto de los cambios. La estación, la superficie -ahora oscura- del techo de vidrio, las lámparas, los carteles, todo estaba como de costumbre. Pero, ¡horror! Aún el tren se movía, cuando vi que la estación estaba desierta, los andenes vacíos y desnudos. Por más que busqué no pude encontrar una figura humana. El tren se detuvo, al fin. Corrimos por el andén hacia la salida, a la caza de alguno de nuestros semejantes. Me pareció entrever al fondo, en el ángulo derecho, casi en la penumbra, a un ferroviario con su gorro que desaparecía por una puerta, aterrorizado. ¿Qué habría pasado? ¿No encontraríamos un alma en la ciudad? De pronto, la voz de una mujer, altísima y violenta como un disparo, nos hizo estremecer. "¡Socorro! ¡Socorro!", gritaba y el grito repercutió bajo el techo de vidrio con la vacía sonoridad de los lugares abandonados para siempre.


El leve Pedro. Enrique Anderson Imbert (1910-2000)

Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso. -Oye -dijo a su mujer- me siento bien, pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda -Languideces -le respondió su mujer. -Tal vez. Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón. Según pasaban los días las carnes de Pedro perdían densidad. Algo muy raro le iba minando, socavando, vaciando el cuerpo. Se sentía con una ingravidez portentosa. Era la ingravidez de la chispa, de la burbuja y del globo. Le costaba muy poco saltar limpiamente la verja, trepar las escaleras de cinco en cinco, coger de un brinco la manzana alta. -Te has mejorado tanto -observaba su mujer- que pareces un chiquillo acróbata. Una mañana Pedro se asustó. Hasta entonces su agilidad le había preocupado, pero todo ocurría como Dios manda. Era extraordinario que, sin proponérselo, convirtiera la marcha de los humanos en una triunfal carrera en volandas sobre la quinta. Era extraordinario, pero no milagroso. Lo milagroso apareció esa mañana. Muy temprano fue al potrero. Caminaba con pasos contenidos porque ya sabía que en cuanto taconeara iría dando botes por el corral. Arremangó la camisa, acomodó un tronco, tomó el hacha y asestó el primer golpe. Entonces, rechazado por el impulso de su propio hachazo, Pedro levantó vuelo. Prendido todavía del hacha, quedó un instante en suspensión levitando allá, a la altura de los techos; y luego bajó lentamente, bajó como un tenue vilano de cardo. Acudió su mujer cuando Pedro ya había descendido y, con una palidez de muerte, temblaba agarrado a un rollizo tronco. -¡Hebe! ¡Casi me caigo al cielo! -Tonterías. No puedes caerte al cielo. Nadie se cae al cielo. ¿Qué te ha pasado?
Pedro explicó la cosa a su mujer y ésta, sin asombro, le convino:
-Te sucede por hacerte el acróbata. Ya te lo he prevenido. El día menos pensado te desnucarás en una de tus piruetas. -¡No, no! -insistió Pedro-. Ahora es diferente. Me resbalé. El cielo es un precipicio, Hebe. Pedro soltó el tronco que lo anclaba, pero se asió fuertemente a su mujer. Así abrazados volvieron a la casa. -¡Hombre! -le dijo Hebe, que sentía el cuerpo de su marido pegado al suyo como el de un animal extrañamente joven y salvaje, con ansias de huir-. ¡Hombre, déjate de hacer fuerza, que me arrastras! Das unas zancadas como si quisieras echarte a volar. -¿Has visto, has visto? Algo horrible me está amenazando, Hebe. Un esguince, y ya comienza la ascensión. Esa tarde, Pedro, que estaba apoltronado en el patio leyendo las historietas del periódico, se rio convulsivamente, y con la propulsión de ese motor alegre fue elevándose como un ludión, como un buzo que se quita las suelas. La risa se trocó en terror y Hebe acudió otra vez a las voces de su marido. Alcanzó a agarrarle los pantalones y lo atrajo a la tierra. Ya no había duda. Hebe le llenó los bolsillos con grandes tuercas, caños de plomo y piedras; y estos pesos por el momento dieron a su cuerpo la solidez necesaria para tranquear por la galería y empinarse por la escalera de su cuarto. Lo difícil fue desvestirlo. Cuando Hebe le quitó los hierros y el plomo, Pedro, fluctuante sobre las sábanas, se entrelazó con los barrotes de la cama y le advirtió: -¡Cuidado, Hebe! Vamos a hacerlo despacio porque no quiero dormir en el techo. -Mañana mismo llamaremos al médico. -Si consigo estarme quieto no me ocurrirá nada. Solamente cuando me agito me hago aeronauta. Con mil precauciones pudo acostarse y se sintió seguro. -¿Tienes ganas de subir? -No. Estoy bien. Se dieron las buenas noches y Hebe apagó la luz. Al otro día cuando Hebe despegó los ojos vio a Pedro durmiendo como un bendito, con la cara pegada al techo. Parecía un globo escapado de las manos de un niño. -¡Pedro, Pedro! -gritó aterrorizada.
Al fin Pedro despertó, dolorido por el estrujón de varias horas contra el cielo raso. ¡Qué espanto! Trató de saltar al revés, de caer para arriba, de subir para abajo. Pero el techo lo succionaba como succionaba el suelo a Hebe. -Tendrás que atarme de una pierna y amarrarme al ropero hasta que llames al doctor y vea qué pasa. Hebe buscó una cuerda y una escalera, ató un pie a su marido y se puso a tirar con todo el ánimo. El cuerpo adosado al techo se removió como un lento dirigible. Aterrizaba. En eso se coló por la puerta un correntón de aire que ladeó la leve corporeidad de Pedro y, como a una pluma, la sopló por la ventana abierta. Ocurrió en un segundo. Hebe lanzó un grito y la cuerda se le desvaneció, subía por el aire inocente de la mañana, subía en suave contoneo como un globo de color fugitivo en un día de fiesta, perdido para siempre, en viaje al infinito. Se hizo un punto y luego nada.


La sirena. Ray Bradbury (1920-2012)

Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.
-Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? -preguntó McDunn.
-Sí -dije-. Afortunadamente, es usted un buen conversador.
-Bueno, mañana irás a tierra -agregó McDunn sonriendo- a bailar con las muchachas y tomar ginebra.
-¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?
-En los misterios del mar.
McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.
-Los misterios del mar -dijo McDunn pensativamente-. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?
Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.
-Oh, hay tantas cosas en el mar. -McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa-. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.
-Sí, es un mundo viejo.
-Ven. Te reservé algo especial.
Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.
-Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? -McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza-. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año -dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla-, algo viene a visitar el faro.
-¿Los cardúmenes de peces?
-No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.
Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.
-Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: "Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida".
La sirena llamó.
-Imaginé esta historia -dijo McDunn en voz baja- para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene...
-Pero... -interrumpí.
-Chist... -ordenó McDunn-. ¡Allí!
-Señaló los abismos.
-Algo se acercaba al faro, nadando.
Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego... no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.
No sé qué dije entonces, pero algo dije.
-Calma, muchacho, calma -murmuró McDunn.
-¡Es imposible! -exclamé.
-No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.
El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.
Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.
-¡Parece un dinosaurio!
-Sí, uno de la tribu.
-¡Pero murieron todos!
-No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.
-¿Qué haremos?
-¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.
-¿Pero por qué viene aquí?
En seguida tuve la respuesta.
La sirena llamó.
Y el monstruo respondió.
Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.
-¿Entiendes ahora -susurró McDunn- por qué viene aquí?
Asentí con un movimiento de cabeza.
-Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?
La sirena llamó.
El monstruo respondió.
Lo vi todo..., lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.
La sirena llamó.
-El año pasado -dijo McDunn-, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor y alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.
El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego y hielo.
-Así es la vida -dijo McDunn-. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.
El monstruo se acercaba al faro.
La sirena llamó.
-Veamos qué ocurre -dijo McDunn.
Apagó la sirena.
El minuto siguiente fue de un silencio tan intenso que podíamos oír nuestros corazones que golpeaban en el cuarto de vidrio, y el lento y lubricado girar de la luz.
El monstruo se detuvo. Sus grandes ojos de linterna parpadearon. Abrió la boca. Emitió una especie de ruido sordo, como un volcán. Movió la cabeza de un lado a otro como buscando los sonidos que ahora se perdían en la niebla. Miró el faro. Algo retumbó otra vez en su interior. Y se le encendieron los ojos. Se incorporó, azotando el agua, y se acercó a la torre con ojos furiosos y atormentados.
-¡McDunn! -grité-. ¡La sirena!
McDunn buscó a tientas el obturador. Pero antes de que la sirena sonase otra vez, el monstruo ya se había incorporado. Vislumbré un momento sus garras gigantescas, con una brillante piel correosa entre los dedos, que se alzaban contra la torre. El gran ojo derecho de su angustiada cabeza brilló ante mí como un caldero en el que podía caer, gritando. La torre se sacudió. La sirena gritó; el monstruo gritó. Abrazó el faro y arañó los vidrios, que cayeron hechos trizas sobre nosotros.
McDunn me tomó por el brazo.
-¡Abajo! -gritó.
La torre se balanceaba, tambaleaba, y comenzaba a ceder. La sirena y el monstruo rugían. Trastabillamos y casi caímos por la escalera.
-¡Rápido!
Llegamos abajo cuando la torre ya se doblaba sobre nosotros. Nos metimos bajo las escaleras en el pequeño sótano de piedra. Las piedras llovieron en un millar de golpes. La sirena calló bruscamente. El monstruo cayó sobre la torre, y la torre se derrumbó. Arrodillados, McDunn y yo nos abrazamos mientras el mundo estallaba.
Todo terminó de pronto, y no hubo más que oscuridad y el golpear de las olas contra los escalones de piedra.
Eso y el otro sonido.
-Escucha -dijo McDunn en voz baja-. Escucha.
Esperamos un momento. Y entonces comencé a escucharlo. Al principio fue como una gran succión de aire, y luego el lamento, el asombro, la soledad del enorme monstruo doblado sobre nosotros, de modo que el nauseabundo hedor de su cuerpo llenaba el sótano. El monstruo jadeó y gritó. La torre había desaparecido. La luz había desaparecido. La criatura que llamó a través de un millón de años había desaparecido. Y el monstruo abría la boca y llamaba. Eran los llamados de la sirena, una y otra vez. Y los barcos en alta mar, no descubriendo la luz, no viendo nada, pero oyendo el sonido debían de pensar: ahí está, el sonido solitario, la sirena de la bahía Solitaria. Todo está bien. Hemos doblado el cabo.
Y así pasamos aquella noche.
A la tarde siguiente, cuando la patrulla de rescate vino a sacarnos del sótano, sepultados bajo los escombros de la torre, el sol era tibio y amarillo.
-Se vino abajo, eso es todo -dijo McDunn gravemente-. Nos golpearon con violencia las olas y se derrumbó.
Me pellizcó el brazo.
No había nada que ver. El mar estaba sereno, el cielo era azul. La materia verde que cubría las piedras caídas y las rocas de la isla olían a algas. Las moscas zumbaban alrededor. Las aguas desiertas golpeaban la costa.
Al año siguiente construyeron un nuevo faro, pero en aquel entonces yo había conseguido trabajo en un pueblito, y me había casado, y vivía en una acogedora casita de ventanas amarillas en las noches de otoño, de puertas cerradas y chimenea humeante. En cuanto a McDunn, era el encargado del nuevo faro, de cemento y reforzado con acero.
-Por si acaso -dijo McDunn.
Terminaron el nuevo faro en noviembre. Una tarde llegué hasta allí y detuve el coche y miré las aguas grises y escuché la nueva sirena que sonaba una, dos, tres, cuatro veces por minuto, allá en el mar, sola.
¿El monstruo?
No volvió.
-Se fue -dijo McDunn-. Se ha ido a los abismos. Comprendió que en este mundo no se puede amar demasiado. Se fue a los más abismales de los abismos a esperar otro millón de años. Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando mientras el hombre viene y va por este lastimoso y mínimo planeta. Esperando y esperando.
Sentado en mi coche, no podía ver el faro o la luz que barría la bahía Solitaria. Sólo oía la sirena, la sirena, la sirena, y sonaba como el llamado del monstruo.
Me quedé así, inmóvil, deseando poder decir algo.