viernes, 26 de abril de 2024

Primer amor. John Clare (1793-1864)

Nunca fui golpeado antes de esa hora
Por un amor tan dulce y repentino,
Su rostro floreció con aires marinos
Y se llevó mi corazón lejos, definitivamente.
Mi rostro empalideció con el blanco de los muertos,
Mis piernas se negaron a marchar,
Y cuando ella miró ¿a quién podría reclamar?
Mi vida y mi todo se convertían en piedras de sal.

Entonces la sangre se apresuró en mi rostro
Y arrebató aquel paisaje de mis ojos,
Los árboles y arbustos del lugar
Fueron mediodía y crepúsculo.
No pude ver una sola cosa,
Palabras había en mis ojos
-Hablando con el acorde de las cadenas-
Y la sangre ardiente se volcó a mi corazón.

¿Tienen las flores la elección del invierno?
¿Es el lecho del amor siempre helado?
Parecía que ella oía mi silenciosa voz,
El amor no es un llamado al saber.
Yo nunca vi un rostro tan dulce
Como aquel que estaba frente a mi.
Desde entonces mi corazón abandonó mi cuerpo,
Y ya nunca retornó.


Noches grises. Ernest Christopher Dowson (1867-1900)

Vagamos por un tiempo (este fue mi sueño)
Por un largo sendero de la Tierra Muerta,
Dónde sólo las amapolas crecen en la arena,
Aquellas que arrancamos con escasa estima,
Y siempre tristes, hacia una triste corriente
Seguimos avanzando con los dedos entrelazados,
Bajo las estrellas distantes, un camino imprevisto,
La visión de todas las cosas en la sombra de un sueño.

Y siempre tristes, mientras las estrellas expiraron,
Las más extrañas amapolas encontramos,
Hasta que tus ojos cultivaron toda mi luz,
Para iluminarme en aquella hora de cansancio,
Y en su oscurecimiento ninguna conjetura podría
Atormentarme con los días perdidos que deseamos,
¡Después de ellos mis recuerdos fueron destrozados!


El espejo de la musa. Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)

Cierto día, temprano, cuando el empeño se adornó con impaciencia,
La Musa siguió la corriente del río,
Hasta un rincón apartado y tranquilo.
Rápida y sonora fluía
La cambiante superficie distorsionada,
Hacia sus figura encantadora que huía,
Entonces la Diosa abandonó la ira.
Sin embargo, el arroyo la llamó burlándose::
¿No verás entonces la verdad en mi claro espejo?
Pero ella corría lejos, cerca del océano;
En su figura el regocijo alababa,
Adornando debidamente su guirnalda.


Para alguien en el manicomio. Ernest Christopher Dowson (1867-1900)

Con delicadas, dementes manos, detrás de las sórdidas barras,
Él sostiene sus flores, manojo apretado en densas lágrimas;
Aquellos marchitos ramos de paja, marcan miserablemente
Su espacio, universo enjaulado, donde contempla al mundo indolente.

Pedante y lastimoso. ¡Ah, como luchan su arrebatadora mirada
Contra la indiferencia! ¿Saben ellos de los sueños divinos que lo agitan,
Riendo como en un sueño encantado por el vino,
Mezclando en una quimera su melancolía con las estrellas?

¡Oh, Hermano desdichado! Sí, de tí sienten lástima.
¿No he cedido con alegría a la promesa de tus ojos,
Reino de los tontos, lejos de los hombres que siembran y cosechan
La vanidad de sus días? Mejor que las flores mortales
Son tus pequeñas rosas lunares: Mejores que el amor o el sueño,
Las estrellas han coronado con olvido la soledad de tus horas.


El Giaour. Lord Byron (1788-1824)

Pero antes, sobre la tierra, como vampiro enviado,
tu cadáver del sepulcro será exiliado;
entonces, lívido, vagarás por el que fuera tu hogar,
y la sangre de los tuyos has de arrancar;
allí, de tu hija, hermana y esposa,
a media noche, la fuente de la vida secarás;
Aunque abomines aquel banquete, debes, forzosamente,
nutrir tu lívido cadáver andante,
tus víctimas, antes de expirar,
en el demonio a su señor verán;
maldiciéndote, maldiciéndose,
tus flores marchitándose están en el tallo.
Pero una que por tu crimen debe caer,
la más joven, entre todas, la más amada,
llamándote padre, te bendecirá:
¡esta palabra envolverá en llamas tu corazón!
Pero debes concluir tu obra y observar
en sus mejillas el último color;
de sus ojos el destello final,
y su vidriosa mirada debes ver
helarse sobre el azul sin vida;
con impías manos desharás luego
las trenzas de su dorado cabello,
que fueron bucles por ti acariciados
y con promesas de tierno amor despeinados;
¡pero ahora tú lo arrebatas,
monumento a tu agonía!
Con tu propia y mejor sangre chorrearán
tus rechinantes dientes y macilentos labios;
luego, a tu lóbrega tumba caminarás;
ve, y con demonios y espíritus delira,
hasta que de horror estremecidos, huyan
de un espectro más abominable que ellos.


El cuervo y la hija del rey. William Morris (1834-1896)

Hija del Rey, sentada en la alta torre,
Mientras el verano es el escudo de muchos,
¿Porqué te lamentas mientras las nubes pasan?
Entre la costa y el campo los altivos cisnes cantan,
¿Porqué te lamentas sentada en tu ventana,
Hasta que por tus frágiles dedos corran las lágrimas?

La Hija del Rey:

Lloro porque me siento sola
Entre estos muros de cal y piedra.
Los hombres se sientan en el salón de mi padre,
Pero para mí él construyó esta torre vigilada.
Y desde aquí he visto el dorado sobre el verde,
Sin noticias sobre mi verdadero amor.

El Cuervo:

Hija del Rey, sentada sobre el mar,
Cantaré una historia que os pueda alegrar.
Ayer he visto navegando un barco enorme,
Cuando el viento soplaba feliz desde el norte.
Sobre aquel labrado mástil me senté,
Y mi corazón se estremeció con fe,
Pues entre la tabla y el oscuro azul del mar,
Su espada cantaba dulce los hechos que serán.

La Hija del Rey:

¡Océano estéril! ¡Amarga entre todas las aves
Un estéril cuento mis oídos han escuchado!

El Cuervo:

Los hombres de vuestro padre fueron severos,
Ataviados con escudos y brillantes yelmos.

La Hija del Rey:

¡La peor de las historias me narras,
Las palabras como saetas me desgarran!
Vuela al sur, hacia los campos de la muerte,
Y que nada dulce en tu lápida pueda leerse.

El Cuervo:

Oh, allí estuvo Olaf, el de los lirios rosas,
Tan justo como cualquier roble que crece.

La Hija del Rey:

Oh, tierna ave ¿Qué hizo él entonces,
Entre las lanzas de los caballeros de mi padre?

El Cuervo:

Entre la tabla y el azul oscuro del mar,
Él cantó: Mi verdadero amor me espera.

La Hija del Rey:

Así como esta dura losa conoce mi dolor,
Aún no estoy agotada, mi amor.

El Cuervo:

Él cantó: Así como una vez tuve su mano,
Al final sus labios volverán a mis labios.

La Hija del Rey:

Y así como nuestros dedos se entrelazaron,
También volverán a unirse nuestros labios.

El Cuervo:

Él cantó: Que venga la ruina, el hierro y las llamas
¿Pues qué otra cosa romperá la torre sino la fama?

La Hija del Rey:

Oh, Sol, Ascended y caed con premura,
Para que la esperanza triunfe sobre la muerte.

El Cuervo:

Hija del Rey, sentada en la alta torre,
Dádme un regalo por mi cuento y volaré:
El oro de tu dedo frágil y pálido deseo,
Pues sólo eso tienes de tu viejo anhelo.

La Hija del Rey:

Junto al anillo de mi padre hay otro,
Con un beso me fue dado por mi madre.
Vuela, vuela a través de los mares
Para ganar otro de mis presentes.
Vuela al sur a traerme noticias reales,
Mientras en verano sea el escudo de muchos.
La hierba crece roja con el rocío de la batalla,
Entre la costa y el campo los altivos cisnes cantan.

El Cuervo:

Hija del Rey, sentada en la alta torre,
El verano brilla sobre el escudo de muchos,
Las noticias de la marea hablan de muerte,
Mientras en la costa y el campo los altivos cisnes cantaban;
En la tierra de los Francos él se encontró con sus lanzas,
Y la planicie entera con sangre fue sembrada.
Alta creció la fría luna cubriendo el sol,
Cuando los cuernos sonaron sobre la batalla ganada.

La Hija del Rey:

¡Caed bajo la justicia, ave! Cantad sólo la verdad
De los hechos que aquel hombre en su día realizó.

El Cuervo:

Steingrim se plantó ante su bandera,
Y los yelmos fueron rotos y las astas cayeron.

La Hija del Rey:

¿Un hombre temerario, bueno y necesario,
Puede cantar las hazañas de otro?

El Cuervo:

Donde Steingrim pasaba la batalla sonaba,
Sin embargo el pie de Olaf era más rápido.

La Hija del Rey:

¡Ah, con hechos de gloria el mundo ha de crecer!
¿Pero a qué tierras lejanas ha llegado mi amor?

El Cuervo:

Sobre la cubierta junto al mástil,
Allí yace ahora, descansado profundo.

La Hija del Rey:

¿Lo habéis oído antes de que caiga en el justo sueño?
¿Pronunció palabras ante sus hombres?

El Cuervo:

Creo que a su dama dedicó una canción,
Pero luego nada más pronunció.
Antes de que la batalla los uniera,
Steingrim una palabra le dijo:
"Si volvemos con las banderas de paz,
En la casa del rey mi fama crecerá,
Las puertas no estarán cerradas,
Y para mí siempre se abrirán.
Luego, hacia la íntima alcoba iremos,
Donde el amor su dorado manto cose.
Te llevaré adentro, y pondré su fina mano
Sobre el cuello adornado de lirios.
Dejaré al rey el radiante satisfacción,
Mientras aquella noche sea de ustedes dos".
Ahora corre hacia el norte la proa de Steingrim,
Y la lluvia y el viento golpean desde el sur.

La Hija del Rey:

Mirad, ave de la muerte, el anillo de mi madre;
El canto nupcial aún debo aprender,
Y ya no veo desagradable mi cuarto solitario;
Pues el viento, el viendo ha de gemir
Mientras ordeno el lecho de bodas.
El verano brilla en el escudo de muchos,
Pues la lluvia, la lluvia roja ha de caer,
Mientras en la costa y el campo los altivos cisnes cantan.


Antes de que el día surja de la noche,
El verano brilló sobre los escudos,
Ella escuchó el cuerno de Steingrim
Mientras los altivos cisnes cantaron.
Antes de que el día oscuro concluyera
Se oyeron los pasos de Steingrim en la escalera.
La lanza y la flecha cayeron lejos,
Mientras los pesados pies subían.
¡Oh, pesados son los pies de aquel que porta
El anhelo de los días y el dolor de los años!
Reposad, reposad, dulce lirio,
Sobre tu cuello descansará la mano.
No importa si el rey vibraba en radiante satisfacción,
Pues aquella cama fue ocupada por los dos.
Inmóvil cuando él permanece inmóvil,
El corazón yace junto al corazón.
Tal vez mis oyentes quieran hablar,
Debatir sobre esta triste historia,
Por lo tanto los dejaré piadosamente
Bajo el verano sobre los escudos.
Los días descansan hoy bajo la piedra,
Mientras en la costa y el campo los altivos cisnes cantan.


Realidad del amor. Coventry Patmore (1823-1893)

Camino, confío, con los ojos abiertos;
He recorrido la mitad del terrenal desierto;
Detrás de mis pasos se esconde
Mucha vanidad y algo de remordimiento;
He vivido para sentir el orgullo de los espíritus,
Anclados entre sí como la mano al guante;
Me he sonrojado por el castillo del amor,
Jamás descreí de él, aún sin mi corazón,
Jamás negué al amor, la única cosa mortal
Cuyo valor es eterno, inmortal;
Nunca tuve en cuenta los errores,
Residuos que cantan terrores,
Indignos de una grave canción;
Y el Amor es mi recompensa, por ahora,
Cuando la mayoría de los espectros se quejan,
El mirto florece sobre mi frente,
Y su aroma echa raíces en mi mente.


El carruaje de la muerte. Katharine Tynan (1859-1931

En la noche, cuando los enfermos yacen despiertos,
Escucho pasar al Carruaje de la Muerte;
Lo oí pasar salvaje, por senderos desiertos,
Y supe que mi hora aún no había llegado.

Click-clack, click-clack, los cascos pasaron,
Tirando del Carruaje, viajando en rápidas alas,
Viajando lejos, a través de la lúgubre noche.
Los muertos deben descansar hasta el alba.

Si alguien caminase sigiloso tras sus huellas,
El Carro y los caballos, negros como la medianoche,
Verá viajando a la Sombra de la Perdición,
Que atrae a todos, y a cada uno por venir.

Dios es piadoso con los que aguardan en la noche,
Escuchando al Carruaje de la Muerte en el umbral,
Y aquel que lo oiga, aunque sea débilmente,
El espantoso Carro se detendrá para él.

Él partirá con el rostro lívido,
Subiendo al Carro y tomando su lugar,
La puerta se cerrará, sin nunca vacilar.
Rápido se cabalga en compañía de los muertos.

Click-clack, click-clack, la Hora es fría,
El Carruaje de la Muerte sube la distante colina.
Ahora, Dios, Padre de todos nosotros,
Limpia de tu viuda las lágrimas que caen.


Los funerales de Bartle. Jim Phelan (1895-1966)

Era la madrugada de un frío día de invierno. La luz grisácea del amanecer se pulía en la gruesa colcha de nieve caída durante la noche. Unos cuantos troncos sin hojas, y algunos yerbajos, se destacaban como sombras negras sobre el albo paisaje del camino. Un cuervo graznaba débilmente.
Una superficie lisa, nivelada, cubierta de nieve; aparentemente un camino como unos veinte pies de anchura se perdían en la distancia hacia el horizonte. Recta, como tirada a plomo, esa superficie cubierta de nieve sin huella alguna de pasos humanos estaba flanqueada a un largo por una ruta quebrada, de un metro de ancho.
Solamente una que otra yerba saliendo a la superficie indicaba que eso era un canal convertido en hielo.
Sobre ese camino angosto, la superficie helada de canal desfilaba lentamente una posesión de algunos cuantos hombres. Parecían cansados; estaban pobremente vestidos y casi todos ellos borrachos.
Continuamente cambiaban de lugar en la procesión, cargando por turno un enorme y mal construido ataúd de pino. Al final de todos ellos venían dos hombrones, cansados y tristes, que arreaban a los demás, amenazando a los que, borrachines, intentaban desertar del grupo.
A cada momento, el cortejo se detenía. Mientras dos hombres soportaban la parte trasera del ataúd, los de adelante se hacía a un lado, los de atrás tomaban la delantera, y dos hombres nuevos tomaban sobre sus hombros la caja, por la parte de atrás. Aquellos que se liberaban de la carga se iban hasta el final de la caravana. En esa forma todos descansaban y ayudaban a llevar al muerto, por turno.
Cada vez que se relevaban, aquellos que se quedaban a lo último de la fila trataban de evadirse. Sus cuerpos somnolientos, exhaustos por el licor, trataban de alcanzar el campo, el camino. Huir. Pero siempre los dos hombrones estaban alertas para ponerlos en orden, y la procesión seguía su marcha.
Al cambiar turnos, los hombres se descubrían reverentemente. Hablaban bien del hombre muerto, así que lo cargaban, y así que eran revelados por otros. Se lo estaban llevando, furtivamente, hacia el campo para poderlo enterrar en algún panteón rural, ahorrando veinte libras a la comunidad. El muerto iba acomodado en una caja corriente de pino, en lugar de ir en un ataúd decente. Nadie oraba, pero en cambio en cada alto del camino se hablaba bien del difunto.
En ciertas ocasiones, se efectuaba un cambio completo de hombres, pues había cuatro, bajos de estatura, pero no podrían haber llevado la caja junto con dos grandes. Uno de ellos, particularmente, era locuaz en sus elogios hacia el muerto.
       -Descansa en paz, Bartle- decía al féretro al recibir su esquina del cajón sobre el hombro; Descansa en paz, que siempre fuiste un alma limpia.
      -Descanse en paz, Amén- respondían los otros, sofocados y arrastrando los pies, cargando con el gigantesco ataúd-. Amén, descansa en paz, amén.

No caminaban mucho sin que se detuvieran, pues el muerto era enorme, y el cajón pesaba mucho.
            -Sí, ciertamente- decía el más bajito-, pobre Bartle, el mejor hombre del mundo.
            -El mejor en el mundo, Dios lo tenga en su seno- respondía otro.
            -Sí, Tim –le hacían coro al apologista-, tienes razón. El mejor del mundo.
Con su sombrero aun en la mano, murmurando una especie de plegaria, Tim, el de la elegía, viéndose relevado, tomó su lugar al final de la procesión. Delgado, con aire de estar hambriento, ojillos alerta encima de un enorme mostachón rubio, bebido y cansado, se fue quedando rezagado poco a poco. Todavía mascullando plegarias, su sombrero ocultando una parte de la cara, hizo como que se tropezaba a un lado, y trató de huir a campo traviesa.
Inmediatamente, los vigilantes a la zaga, lo devolvieron al grupo.
Como era pequeño, desistió en huir, al primer cambio de palabras.
              -Ándale, es tu turno, le aclaró uno.
              -Si, toma tu turno. Comiste y bebiste, pues ahora lleva la carga, dijo el otro.
El aludido comenzó a caminar con el cortejo, su cara hambrienta en un mohín de disgusto. Murmuraba, colérico, solamente callando al decir “Amén” como corolario a la letanía del que le pasaba su puesto.
                -¡Que Dios le llene de luz su alma!
Otros dos hombres intentaron desertar, cada uno por rumbo distinto. Pero los vigilantes estaban alertas, y los hicieron volver al cortejo, tropezando, mezclando las imprecaciones con las plegarias.
Las pautas se hacían más y más frecuentes. Así que los hombres helados se cambiaron la carga, las exclamaciones piadosas se hacían más largas y elocuentes. Cada cuantos pasos se detenía el cajón, los hombres se turnaban; se pronunciaban las buenas palabras; los que habían sido relevados trataban de escapar; los dos vigilantes los hacían volver nuevamente a la línea y la procesión reasumía la marcha unos diez o doce pasos, cobre el hielo.
         -Dios lo bendiga. Eres un gran hombre, si lo hubo alguna vez -dijo uno de los hombres, con voz fuertemente laudatoria.
          - Si, si un gran hombre. Y que dios lo bendiga.
        -Ya van veinte turnos que tomo –dijo otro-, y nunca he llevado un cadáver mas grande… ni mas bueno. Que descanse en santa paz.
        -Amén- dijo Tim, a quien le había llegado nuevamente el turno-. Amén y que dios lo bendiga- terminó con prisa.
           -Nunca le hizo mal a nadie- dijo sofocándose el bajito que acompañaba a Tim-. Dios los bendiga, amén.
Otra vez el ataúd pasó a otros hombros, después de una disputa sobre cuantos había recorrido.
          -Esta bueno, yo tomaré mi turno, no se preocupen. Y me aguanto lo que me toque. Dios los bendiga –pronunció uno de los nuevos.
       -Siempre un amigo en tiempos de necesidad –Afirmó otro, y después, como para convencerse el mismo-: si así no fuera, no estaría yo aquí. Claro que no estaría. Que dios lo bendiga.
          -Cierto lo que dices- respondió el que salía del turno-, cierto, cierto. Nunca supe nada malo de él, que, si no, no lo estaría cargando. Dios lo bendiga, amén –terminó.
Avanzaban cada vez más lentamente. A cada rato se peleaban discutiendo la distancia que cada grupo había recorrido. Los dos hombres, atrás, batallaban más por mantener juntos a los demás y evitar que escaparan. Las plegarias escaseaban cada vez más, y comenzaban a rebatirse más abiertamente la impresión sobre el carácter del difunto. Las voces se hacían violentas, perdiéndose la reverencia.
            -¡Bueno, bueno! ¿Quién se esta haciendo atrás? ¡Buen hombre, este Bartle!
            -¿Cuándo nos cambian? ¿Lo vamos a llevar todo el maldito camino?
        -¡Epa, álcenlo! Tomen su turno. Ya se que pesa como el diablo… buen hombre, descanse en paz.
           -¡Qué! ¿Nosotros de nuevo? ¡Si ustedes no dieron ni un paso con el! ¡Descanse en paz!
              -Pobre Bartle, hay que llevarlo, fue buen hombre.
              -Yo nunca lo conocí.
              -No por hablar mal de los muertos, pero me pegó una vez…
              -Era medio de mal carácter. Pobre. Era su modo de ser.
              - No es porque no quiera llevarlo, pero…
La procesión se detuvo. Los hombres atrás intentaron reanudar la marcha. En vano.
Caras enojadas se miraban silenciosamente, maldiciones entre dientes se escapaban de sus labios amoratados. Los que más protestaban eran los que en ese momento soportaban la caja, sin que nadie los relevara.
             -Es un crimen, salir a andar tan lejísimos.
             -No lo digo por mal, pero Bartle nunca me cayó bien.
             -¿Quién fue el que le hizo un chamaco a Ana Hennessy? ¿Quién fue, a ver?
             -No soy chismoso, pero fue Bartle.
             -¡Y me pegó, cuando que era más grandote que yo!
             -Si hubiera sido bueno, yo…
             -Nunca fue bueno…
             -Al diablo con él…
             -¡Con él!...
Tiraron el cajón sobre el hielo del canal. Al caer, abrió un boquete negro y desapareció bajo la capa de hielo, con un sonido sordo y acuoso. Los hombres se quedaron mirando al agujero por unos instantes. Después se desparramaron con gran ligereza por el campo.


La sunamita. Inés Arredondo (1928-1989)

Y buscaron una moza hermosa por todo el término de Israel,
y hallaron a Abisag Sunamita, y trajéron la al rey.
Y la moza era hermosa, la cual calentaba al rey, y le servía:
más el rey nunca la conoció.
Reyes I, 3-4


Aquél fue un verano abrasador. El último de mi juventud.
           Tensa, concentrada en el desafío que precede a la combustión, la ciudad ardía en una sola llama reseca y deslumbrante. En el centro de la llama estaba yo, vestida de negro, orgullosa, alimentando el fuego con mis cabellos rubios, sola. Las miradas de los hombres resbalaban por mi cuerpo sin mancharlo y mi altivo recato obligaba al saludo deferente. Estaba segura de tener el poder de domeñar las pasiones, de purificarlo todo en el aire encendido que me cercaba y no me consumía.
Nada cambió cuando recibí el telegrama; la tristeza que me trajo no afectaba en absoluto la manera de sentirme en el mundo: mi tío Apolonio se moría a los setenta y tantos años de edad; quería verme por última vez puesto que yo había vivido en su casa como una hija durante mucho tiempo, y yo sentía un sincero dolor ante aquella muerte inevitable. Todo eso era perfectamente normal, y ningún estremecimiento, ningún augurio me hizo sospechar nada. Hice los rápidos preparativos para el viaje en aquel mismo centro intocable en que me envolvía el verano estático.
Llegué al pueblo a la hora de la siesta.
Caminando por las calles solitarias con mi pequeño veliz en la mano, fui cayendo en el entresueño privado de la realidad y de tiempo que da el calor excesivo. No, no recordaba, vivía a medias, como entonces. “Mira, Licha, están floreciendo las amapas”. La voz clara, casi infantil. “Para el dieciséis quiero que te hagas un vestido como el de Margarita Ibarra.” La oía, la sentía caminar a mi lado, un poco encorvada, ligera a pesar de su gordura, alegre y vieja; yo seguía adelante con los ojos entrecerrados, atesorando mi vaga, tierna angustia, dulcemente sometida a la compañía de mi tía Panchita, la hermana de mi madre. –“Bueno, hija, si Pepe no te gusta… pero no es un mal muchacho.” –Sí, había dicho eso justamente aquí, frente a la ventana de la Tichi Valenzuela, con aquel gozo suyo, inocente y maligno. Caminé un poco más, nublados ya los ladrillos de la acera, y cuando las campanadas resonaron pesadas y reales, dando por terminada la siesta y llamando al rosario, abrí los ojos y miré verdaderamente el pueblo: era otro, las amapas no habían florecido y yo estaba llorando, con mi vestido de luto, delante de la casa de mi tío.
El zagúan se encontraba abierto, como siempre, y en el fondo del patio estaba la bugambilia. Como siempre. Pero no igual. Me sequé las lágrimas y no sentí que llegaba, sino que me despedía. Las cosas aparecían inmóviles, como en el recuerdo, y el calor y el silencio lo marchitaban todo. Mis pasos resonaron desconocidos, y María salió a mi encuentro.
- ¿Por qué no avisaste? Hubiéramos mandado…
Fuimos directamente a la habitación del enfermo. Al entrar casi sentí frío. El silencio y la penumbra precedían a la muerte…
- Luisa, ¿eres tú?
Aquella voz cariñosa se iba haciendo queda y pronto enmudecería del todo.
- Aquí estoy, tío.
- Bendito sea Dios, ya no me moriré solo.
- No diga eso, pronto se va aliviar.
Sonrío tristemente; sabía que le estaba mintiendo, pero no quería hacerme llorar.
- Sí, hija, sí. Ahora descansa, toma posesión de la casa y luego ven a acompañarme.
 Voy a tratar de dormir un poco.
Más pequeño que antes, enjuto, sin dientes, perdido en la cama enorme y sobrenadando sin sentido en lo poco que le quedaba de vida, atormentaba como algo superfluo, fuera de lugar, igual que tantos moribundos. Esto se hacía evidente al salir al corredor caldeado y respirar hondamente, por instinto, la luz y el aire.
Comencé a cuidarlo y a sentirme contenta de hacerlo. La casa era mi casa y muchas mañanas al arreglarla tarareaba olvidadas canciones. La calma que me rodeaba venía tal vez de que mi tío ya no esperaba la muerte como una cosa inminente y terrible, sino que se abandonaba a los días, a un futuro más o menos corto o largo, con una dulzura inconsciente de niño. Repasaba con gusto su vida y se complacía en la ilusión de dejar en mí sus imágenes, como hacen los abuelos con sus nietos.
- Tráeme el cofrecito ese que hay en el ropero grande. Sí, ése. La llave está debajo de la carpeta, junto a San Antonio, tráela también.
Y revivían sus ojos hundidos a la vista de sus tesoros.
- Mira, este collar se lo regalé a tu tía cuando cumplimos diez años de casados, lo compré en Mazatlán a un joyero polaco que me contó no sé qué cuentos de princesas austriacas y me lo vendió bien caro. Lo traje escondido en la funda de mi pistola y no dormí un minuto en la diligencia por miedo a que me lo robaran….
La luz del sol poniente hizo centellar las piedras jóvenes y vivas en sus manos esclerosadas.
- … Ese anillo de montura tan antigua era de mi madre, fíjate bien en la miniatura que hay en la sala y verás que lo tiene puesto. La prima Begoña murmuraba a sus espaldas que un novio…
Volvían a hablar, a respirar aquellas señoras de los retratos a quienes él había visto, tocado. Yo las imaginaba, y me parecía entender el sentido de las alhajas de familia.
- ¿Te he contado de cuando fuimos a Europa en 1908, antes de la Revolución? Había que ir en barco a Colima… y en Venecia tu tía Panchita se encaprichó con estos aretes. Eran demasiado caros y se lo dije: “Son para una reina” … Al día siguiente se los compré. Tú no te lo puedes imaginar porque cuando naciste ya hacía mucho de esto, pero entonces, en 1908, cuando estuvimos en Venecia, tu tía era tan joven, tan…
- Tío, se fatiga demasiado, descanse.
- Tienes razón, estoy cansado. Déjame solo un rato y llévate el cofre a tu cuarto, es tuyo.
- Pero tío…
- Todo es tuyo ¡y se acabó!… Regalo lo que me da la gana.
Su voz se quebró en un sollozo terrible: la ilusión se desvanecía, y se encontraba de nuevo a punto de morir, en el momento de despedirse de sus cosas más queridas. Se dio vuelta en la cama y me dejó con la caja en las manos sin saber qué hacer.
Otras veces me hablaba del “año del hambre”, del “año del maíz amarillo”, de la peste, y me contaba historias muy antiguas de asesinos y aparecidos. Alguna vez hasta canturreó un corrido de su juventud que se hizo pedazos en su voz cascada.
Pero me iba heredando su vida, estaba contento.
El médico decía que sí, que veía una mejoría, pero que no había que hacerse ilusiones, no tenía remedio, todo era cuestión de días más o menos.
Una tarde oscurecida por nubarrones amenazantes, cuando estaba recogiendo la ropa tendida en el patio, oí el grito de María. Me quedé quieta, escuchando aquel grito como un trueno, el primero de la tormenta. Después el silencio, y yo sola en el patio, inmóvil. Una abeja pasó zumbando y la lluvia no se desencadenó. Nadie sabe cómo yo lo terribles que son los presagios que se quedan suspensos sobre una cabeza vuelta al cielo.
- Lichita, ¡se muere!, ¡está boqueando!
- Vete a buscar al médico…. ¡No! Iré yo… llama a doña Clara para que te acompañe mientras vuelvo.
- Y el padre… Tráete al padre.
Salí corriendo, huyendo de aquel momento insoportable, de aquella inminencia sorda y asfixiante. Fui, vine, regresé a la casa, serví café, recibí a los parientes que empezaron a llegar ya medio vestidos de luto, encargué velas, pedí reliquias, continué huyendo enloquecida para no cumplir con el único deber que en ese momento tenía: estar junto a mi tío. Interrogué al médico: le había puesto una inyección por no dejar, todo era inútil ya. Vi llegar al señor cura con el Viático, pero ni entonces tuve fuerzas para entrar. Sabía que después tendría remordimientos –Bendito sea Dios, ya no me moriré solo- pero no podía. Me tapé la cara con las manos y empecé a rezar.
- Te llama. Entra.
No sé cómo llegué hasta el umbral. Era ya de noche y la habitación iluminada por una lámpara veladora parecía enorme. Los muebles, agigantados, sombríos, y un aire extraño estancado en torno a la cama. La piel se me erizó, por los poros respiraba el horror a todo aquello, a la muerte.
- Acércate –dijo el sacerdote.
Obedecí yendo hasta los pies de la cama, sin atreverme a mirar ni las sábanas.
- Es la voluntad de tu tío, si no tienes algo que oponer, casarse contigo in articulo mortis, con la intención de que heredes sus bienes, ¿Aceptas?
Ahogué un grito de terror. Abrí los ojos como para abarcar todo el espanto que aquel cuarto encerraba. “¿Por qué me quiere arrastrar a la tumba?” …Sentí que la muerte rozaba mi propia carne.
- Luisa…
Era don Apolonio. Tuve que mirarlo: casi no podía articular las sílabas, tenía la quijada caída y hablaba moviéndola como un muñeco de ventrílocuo.
- … por favor.
Y calló. Extenuado.
No podía más. Salí de la habitación. Aquél no era mi tío, no se le parecía… heredarme, sí, pero no los bienes solamente, las historias, la vida… Yo no quería nada, su vida, su muerte. No quería. Cuando abrí los ojos estaba en el patio y el cielo seguía encapotado. Respiré profundamente, dolorosamente.
- ¿Ya?… –Se acercaron a preguntarme los parientes, al verme tan descompuesta.
Yo moví la cabeza, negando. A mi espalda habló el sacerdote.
- Don Apolonio quiere casarse con ella en el último momento para heredarla.
- ¿Y tú no quieres? –preguntó ansiosamente la vieja criada-. No seas tonta, sólo tú te lo mereces. Fuiste una hija para ellos y te has matado cuidándolo. Si no te casas, los sobrinos de México no te van a dar nada. ¡No seas tonta!
- Es una delicadeza de su parte.
- Y luego te quedas viuda y rica y tan virgen como ahora –rio nerviosamente una prima jovencilla y pizpireta.
- La fortuna es considerable, y yo, como tío lejano tuyo, te aconsejaría que…
- Pensándolo bien, el no aceptar es una falta de caridad y de humildad.
“Eso es verdad, eso sí que es verdad.” No quería darle un último gusto al viejo, un gusto que después de todo debía agradecer, porque mi cuerpo joven, del que en el fondo estaba tan satisfecha, no tuviera ninguna clase de vínculos con la muerte. Me vinieron náuseas y fue el último pensamiento claro que tuve esa noche. Desperté como de un sopor hipnótico cuando me obligaron a tomar la mano cubierta de sudor frío. Me vino otra arcada, pero dije “Sí”.
Recordaba vagamente que me habían cercado todo el tiempo, que todos hablaban a la vez, que me llevaban, me traían, me hacían firmar, y responder. La sensación que de esa noche me quedó para siempre fue la de una maléfica ronda que giraba vertiginosamente en torno mío y reía, grotesca, cantando.
yo soy la viudita que manda la ley y yo en medio era una esclava. Sufría y no podía levantar la cara al cielo.
Cuando me di cuenta, todo había pasado, y en mi mano brillaba el anillo torzal que vi tantas veces en el anular de mi tía Panchita: no había habido tiempo para otra cosa.
Todos empezaron a irse.
- Si me necesita, llámeme. Dele mientras tanto las gotas cada seis horas.
- Que Dios te bendiga y te dé fuerzas.
- Feliz noche de bodas –susurró a mi oído con una risita mezquina la prima jovencita.
Volví junto al enfermo. “Nada ha cambiado, nada ha cambiado.” Por lo menos mi miedo no había cambiado. Convencí a María de que se quedara conmigo a velar a don Apolonio, y sólo recobré el control de mis nervios cuando ví que amanecía. Había empezado a llover, pero sin rayos, sin tormenta, quedamente.
Continuó lloviznando todo el día, y el otro, y el otro aú. Cuatro días de agonía. No teníamos apenas más visitas que las del médico y el señor cura; en días así nadie sale de su casa, todos se recogen y esperan a que la vida vuelva a comenzar. Son días espirituales, casi sagrados. Si cuando menos el enfermo hubiera necesitado muchos cuidados mis horas hubieran sido menos largas, pero lo que se podía hacer por aquel cuerpo aletargado era bien poco.
La cuarta noche María se acostó en una pieza próxima y me quedé a solas con el moribundo. Oía la lluvia monótona y rezaba sin consciencia de lo que decía, adormilada y sin miedo, esperando. Los dedos se me fueron aquietando, poniendo morosos sobre las cuentas del rosario, y al acariciarlas sentía que por las yemas me entraba ese calor ajeno y propio que vamos dejando en las cosas y que nos es devuelto transformado: compañero, hermano que nos anticipa la dulce tibieza del otro, desconocida y sabida, nunca sentida y que habita en médula de nuestros huesos. Suavemente, con delicia, distendidos los nervios, liviana la carne, fui cayendo en el sueño.
Debo haber dormido muchas horas: era la madrugada cuando desperté; me di cuenta porque las luces estaban apagadas y la planta eléctrica deja de funcionar a las dos de la mañana. La habitación, apenas iluminada por la lámpara de aceite que ardía sobre la cómoda a los pies de la Virgen, me recordó la noche de la boda, de mi boda… Hacía mucho tiempo de eso, una eternidad vacía.
Desde el fondo de la penumbra llegó hasta mi la respiración fatigosa y quebrada de don Apolonio. Ahí estaba todavía, pero no él, el despojo persistente e incomprensible que se obstinaba en seguir aquí sin finalidad, sin motivo aparente alguno. La muerte da miedo, pero la vida mezclada, imbuida en la muerte, da un horror que tiene muy poco que ver con la muerte y con la vida. El silencio, la corrupción, el hedor, la deformación monstruosa, la desaparición final, eso es doloroso, pero llega a un clímax y luego va cediendo, se va diluyendo en la tierra, en el recuerdo, en la historia. Y esto no, el pacto terrible entre la vida y la muerte que se manifestaba en ese estertor inútil, podía continuar eternamente. Lo oía raspar la garganta insensible y se me ocurrió que no era aire lo que, en traba en aquel cuerpo, o más bien que no era un cuerpo humano el que lo aspiraba y lo expelía; se trataba de una máquina que resoplaba y hacía pausas caprichosas por juego, parea matar el tiempo sin fin. No había allí un ser humano, alguien jugaba con aquel ronquido. Y el horror contra el que nada pude me conquistó: empecé a respirar al ritmo entrecortado de los estertores, respirar, cortar de pronto, ahogarme, respirar, ahogarme… sin poderme ya detener, hasta que me di cuenta de que me había engañado en cuanto al sentido que tenía el juego, porque lo que en realidad sentía era el sufrimiento y la asfixia de un moribundo. De todos modos, seguí, seguí, hasta que no quedó más que un solo respirar, un solo aliento inhumano, una sola agonía.
Me sentí más tranquila, aterrada pero tranquila: había quitado la barrera, podía abandonarme simplemente y esperar el final común. Me pareció que, con mi abandono, con mi alianza incondicional, aquello se resolvería con rapidez, no podría continuar, habría cumplido su finalidad y su búsqueda persistente en el vacío.
Ni una despedida, ni un destello de piedad hacia mí. Continué el juego mortal largamente, desde un lugar donde el tiempo no importaba ya.
La respiración común se fue haciendo más regular, más calmada, aunque también más débil. Me pareció regresar, pero estaba tan cansada que no podía moverme, sentía el letargo definitivamente anidado dentro de mi cuerpo. Abrí los ojos todo estaba igual.
No. Lejos, en la sombra, hay una rosa; sola, única y viva. Está ahí, recortada, nítida, con sus pétalos carnosos y leves, resplandeciente. Es una presencia hermosa y simple. La miro y mi mano se mueve y recuerda su contacto y loa acción sencilla de ponerla en el vaso. La miré entonces, ahora la conozco. Me muevo un poco, parpadeo, y ella sigue ahí, plena, igual a sí misma.
Respiro libremente, con mi propia respiración. Rezo, recuerdo, dormito, y la rosa intacta monta la guardia de la luz y del secreto. La muerte y la esperanza se transforman.
Pero ahora comienza a amanecer y en el cielo limpio veo, ¡al fin!, que los días de lluvia han terminado. Me quedo largo rato contemplando por la ventana cómo cambia todo al nacer el sol. Un rayo poderoso entra y la agonía me parece una mentira; un gozo injustificado me llena los pulmones y sin querer sonrío. Me vuelvo a la rosa como a una cómplice, pero no la encuentro: el sol la ha marchitado. Volvieron los días luminosos, el calor enervante; las gentes trabajaban, cantaban, pero don Apolonio no se moría, antes bien parecía mejorar. Yo lo seguí cuidando, pero ya sin alegría, con los ojos bajos y descargando en el esmero por servirlo toda mi abnegación remordida y exacerbada: lo que deseaba, ya con toda claridad, era que aquello terminara pronto, que se muriera de una vez. El miedo, el horror que me producían su vista, su contacto, su voz, eran injustificados, porque el lazo que nos unía no era real, no podía serlo, y sin embargo yo lo sentía sobre mí como un peso, y a fuerza de bondad y de remordimientos quería desembarazarme de él.
Sí, don Apolonio mejoraba a ojos vistas. Hasta el médico estaba sorprendido, no podía explicarlo. Precisamente la mañana en que lo senté por primera vez recargado sobre los almohadones sorprendí aquella mirada en los ojos de mi tío. Hacía un calor sofocante y lo había tenido que levantar casi en vilo. Cuando lo dejé acomodado me di cuenta: el viejo estaba mirando con una fijeza estrábica mi pecho jadeante, el rostro descompuesto y las manos temblonas inconscientemente tendidas hacia mí. Me retiré instintivamente, desviando la cabeza.
- Por favor, entrecierra los postigos, hace demasiado calor.
Su cuerpo casi muerto se calentaba.
- Ven aquí, Luisa. Siéntate a mi lado. Ven.
- Sí, tío –me senté encogida a los pies de la cama, sin mirarlo. - No me llames tío, dime Polo, después de todo ahora somos más cercanos parientes-. Había un dejo burlón en el tono con que lo dijo.
- Sí tío.
- Polo, Polo –su voz era otra vez dulce y tersa-. Tendrás que perdonarme muchas cosas; soy
viejo y estoy enfermo, y un hombre así es como un niño.
- Sí.
- A ver, di “Sí, Polo”.
- Sí, Polo.
Aquel nombre pronunciado por mis labios me parecía una aberración, me producía una repugnancia invencible.
Y Polo mejoró, pero se tornó irritable y quisquilloso. Yo me daba cuenta de que luchaba por volver a ser el que había sido; pero no, el que resucitaba no era él mismo, era otro.
- Luisa, tráeme… Luisa, dame… Luisa, arréglame las almohadas… dame agua… acomódame esta pierna…
Me quería todo el día rodeándolo, alejándome, acercándome, tocándolo. Y aquella mirada fija y aquella cara descompuesta del primer día reaparecían cada vez con mayor frecuencia, se iban superponiendo a sus facciones como una máscara.
- Recoge el libro. Se me cayó debajo de la cama, de este lado.
Me arrodillé y metí la cabeza y casi todo el torso debajo de la cama, pero tenía que alargar lo más posible el brazo para alcanzarlo. Primero me pareció que había sido mi propio movimiento, o quizá el roce de la ropa, pero ya con el libro cogido y cuando me reacomodaba para salir, me quedé inmóvil, anonadada por aquello que había presentido, esperando: el desencadenamiento, el grito, el trueno. Una rabia nunca sentida me estremeció cuando pude creer que era verdad aquello que estaba sucediendo, y que aprovechándose de mi asombro su mano temblona se hacía más segura y más pesada y se recreaba, se aventuraba ya sin freno palpando y recorriendo mis caderas; una mano descarnada que se pegaba a mi carne y la estrujaba con deleite, una mano muerta que buscaba impaciente el hueco entre mis piernas, una mano sola, sin cuerpo.
Me levanté lo más rápidamente que pude, con la cara ardiéndome de coraje y vergüenza, pero al enfrentarme a él me olvidé de mí y entré como un autómata en la pesadilla: se reía quedito, con su boca sin dientes. Y luego, poniéndose serio de golpe, con una frialdad que me dejó aterrada:
- ¡Qué! ¿No eres mi mujer ante Dios y ante los hombres? Ven, tengo frío, caliéntame la cama. Pero quítate el vestido, lo vas a arrugar.
Lo que siguió ya sé que es mi historia, mi vida, pero apenas lo puedo recordar como un sueño repugnante, no sé siquiera si muy corto o muy largo. Hubo una sola idea que me sostuvo durante los primeros tiempos: “Esto no puede continuar, no puede continuar.” Creí que Dios no podría permitir aquello, que lo impediría de alguna manera. Él personalmente. Antes tan temida, ahora la muerte me parecía la única salvación. No la de Apolonio, no, él era un demonio de la muerte, sino la mía, la justa y necesaria muerte para mi carne corrompida. Pero nada sucedió. Todo continuó suspendido en el tiempo, sin futuro posible. Entonces una mañana, sin equipaje, me marché.
Resultó inútil. Tres días después me avisaron que mi marido se estaba muriendo y me llamaba. Fui a ver al confesor y le conté mi historia.
- Lo que lo hace vivir es la lujuria, el más horrible pecado. Eso no es la vida, padre, es la muerte, ¡déjelo morir!
- Moriría en la desesperación. No puede ser.
- ¿Y yo?
- Comprendo, pero si no vas será un asesinato. Procura no dar ocasión, encomiéndate a la Virgen, y piensa que tus deberes…
Regresé. Y el pecado lo volvió a sacar de la tumba.
Luchando, luchando sin tregua, pude vencer al cabo de los años, vencer mi odio, y al final, muy al final, también vencí a la bestia. Apolonio murió tranquilo, dulce, él mismo.

Pero yo no pude volver a ser la que fui. Ahora la vileza y la malicia brillan en los ojos de los hombres que me miran y yo me siento ocasión de pecado para todos, pero que la más abyecta de las prostitutas. Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca.