martes, 16 de abril de 2024

Poemas. María Elena Walsh (1930-2011)

Para la tierra de uno.


Porque me duele si me quedo
pero me muero si me voy.
Por todo y a pesar de todo
yo quiero vivir en vos.

Por tu decencia de vidala
y por tu escándalo de sol,
por tu verano con jazmines, mi amor,
yo quiero vivir en vos.

Porque el idioma de infancia
es un secreto entre los dos.
Porque le diste reparo al desarraigo
de mi corazón.

Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable,
mi amor, yo quiero vivir en vos.

Para sembrarte de guitarra,
para cuidarte en cada flor,
y odiar a los que te castigan, mi amor,
yo quiero vivir en vos.





Orquesta de señoritas.


En sus mármoles y sus bronces
parecía la Chacarita
aquel viejo café del Once
con orquesta de señoritas.

Allá íbamos muchas tardes
una barra de juvenilia
a escucharlas desde el oscuro
reservado para familias.

En su palco las señoritas
repetían con todo esmero
pasodobles y rancheritas
que no daban para el puchero.

Eran rubias, llevaban flores
en el pelo y en la cintura.
Se movían como muñecas
con tristísima compostura.

Nadie supo de qué naufragio
las salvaba el conservatorio
para así ganarse la vida
de lloronas en un velorio.

Una noche se hicieron humo
de su palco descolorido
y tomaron, violín en bolsa,
un tranvía para el olvido.





La pena de muerte.


Fui lapidada por adúltera. Mi esposo, que tenía manceba en casa y fuera de ella, arrojó la primera piedra, autorizado por los doctores de la ley y a la vista de mis hijos.
Me arrojaron a los leones por profesar una religión diferente a la del Estado.
Fui condenada a la hoguera, culpable de tener tratos con el demonio encarnado en mi pobre cuzco negro, y por ser portadora de un lunar en la espalda, estigma demoníaco.
Fui descuartizado por rebelarme contra la autoridad colonial.
Fui condenado a la horca por encabezar una rebelión de siervos hambrientos. Mi señor era el brazo de la Justicia.
Fui quemado vivo por sostener teorías heréticas, merced a un contubernio católico-protestante.
Fui enviada a la guillotina porque mis Camaradas revolucionarios consideraron aberrante que propusiera incluir los Derechos de la Mujer entre los Derechos del Hombre.
Me fusilaron en medio de la pampa, a causa de una interna de unitarios.
Me fusilaron encinta, junto con mi amante sacerdote, a causa de una interna de federales.
Me suicidaron por escribir poesía burguesa y decadente.
Fui enviado a la silla eléctrica a los veinte años de mi edad, sin tiempo de arrepentirme o convertirme en un hombre de bien, como suele decirse de los embriones en el claustro materno.
Me arrearon a la cámara de gas por pertenecer a un pueblo distinto al de los verdugos.
Me condenaron de facto por imprimir libelos subversivos, arrojándome semivivo a una fosa común.
A lo largo de la historia, hombres doctos o brutales supieron con certeza qué delito merecía la pena capital. Siempre supieron que yo, no otro, era el culpable. Jamás dudaron de que el castigo era ejemplar. Cada vez que se alude a este escarmiento la Humanidad retrocede en cuatro patas.





En una cajita de fósforos.


En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.

Un rayo de sol, por ejemplo
(pero hay que encerrarlo muy rápido,
si no, se lo come la sombra)
Un poco de copo de nieve,
quizá una moneda de luna,
botones del traje del viento,
y mucho, muchísimo más.

Les voy a contar un secreto.
En una cajita de fósforos
yo tengo guardada un lagrima,
y nadie, por suerte la ve.
Es claro que ya no me sirve
Es cierto que esta muy gastada.

Lo se, pero que voy a hacer
tirarla me da mucha lastima

Tal vez las personas mayores
no entiendan jamas de tesoros
Basura, dirán, cachivaches
no se porque juntan todo esto
No importa, que ustedes y yo
igual seguiremos guardando
palitos, pelusas, botones,
tachuelas, virutas de lápiz,
carozos, tapitas, papeles,
piolín, carreteles, trapitos,
hilachas, cascotes y bichos.

En una cajita de fósforos
se pueden guardar muchas cosas.
Las cosas no tienen mamá.





Como la cigarra.


Tantas veces me mataron
tantas veces me morí
sin embargo estoy aquí
resucitando.
Gracias doy a la desgracia
y a la mano con puñal
porque me mató tan mal
y seguí cantando.

Tantas veces me borraron
tantas desaparecí
a mi propio entierro fui
sola y llorando.
Hice un nudo en el pañuelo
pero me olvidé después
que no era la última vez
y volví cantando.

Tantas veces te mataron
tantas resucitarás
tantas noches pasarás
desesperando.
A la hora del naufragio
y la de la oscuridad
alguien te rescatará
para ir cantando.

Cantando al sol como la cigarra
después de un año bajo la tierra
igual que sobreviente
que vuelve de la guerra.





Canción de cuna para un gobernante.


Duerme tranquilamente que viene un sable
a vigilar tu sueño de gobernante.

América te acuna como una madre
con un brazo de rabia y otro de sangre.

Duerme con aspavientos, duerme y no mandes
que ya te están velando los estudiantes.

Duerme mientras arriba lloran las aves
y el lucero trabaja para la cárcel.

Hombres, niños, mujeres, es decir: nadie,
parece que no quieren que tú descanses.

Rozan con penas chicas tu sueño grande.
Cuando no piden casas, pretenden panes.

Gritan junto a tu cuna.
No te levantes aunque su grito diga: «Oíd, mortales».

Duermete oficialmente, sin preocuparte,
que sólo algunas piedras son responsables.

Que ya te están velando los estudiantes
y los lirios del campo no tienen hambre.

Y el lucero trabaja para la cárcel.





Balada triste.


Era el otoño y era la llovizna,
la inicial certidumbre del poniente.
Mis pasos desandaban su tristeza
mientras sobre la tierra conmovida
era el otoño y era la llovizna.
En el transcurso de las avenidas
todos los pájaros habían muerto,
y las hojas llovían cautamente
sobre la hierba, cerca de mi sangre,
en el transcurso de las avenidas.
¿Qué llanto conocí, qué desconsuelo
bajo los árboles deshabitados?
Cuando en la fuente se reconocía
un cielo de palomas lejanísimas
qué llanto conocí, qué desconsuelo.
Oh muros de mi sed, aquellos muros
que no sé si existieron a mi lado;
bebí en ellos soledad de siglos,
luz funeraria, fríos alusivos.
Oh muros de mi sed, aquellos muros.
Triste ejercicio el de invadir la niebla
por ámbitos inciertos, declinando.
Atravesé desconocidos puentes
en el amanecer de los faroles.
Triste ejercicio el de invadir la niebla.
Todos los pájaros habían muerto
en el transcurso de las avenidas.
Qué llanto conocí, qué desconsuelo:
era el otoño y era la llovizna,
todos los pájaros habían muerto.





Balada del tiempo perdido.


“Yo dormía pero mi corazón velaba…”
Cantares

Como a sus vanas hojas
el tiempo me perdía.
Clavada a la madera de otro sueño
volaban sobre mí noches y días.

Poblándome de una
nostalgia distraída,
la tierra, el mar, me entraban en los ojos
y por ociosas lágrimas salían.

Cuántos papeles ciegos
en la tarde vacía.
Qué multitud de imágenes miradas
como a través de una mortal llovizna.

Entorpecidas sombras
en vez de manos mías,
de tanto enajenarse en los espejos,
todo lo que tocaba se moría.

Memorias y esperanzas
callaban su agonía:
un porfiado presente demoraba
siempre las mismas ramas amarillas.

Qué tiempo sin sentido
el que mi amor perdía.
Qué lamentable primavera inútil
haciendo en vano flores que se olvidan.

Pero mi corazón
velaba y no sabía.
Recuperada su pasión secreta
ahora enamorado resucita.

Y el tiempo que hoy me guarda
entre sus hojas vivas
es un tiempo feliz desde hace tantos
sueños que nacerán en la vigilia.





Balada de la alondra persuasiva.


En otra madrugada,
por vientos de ceniza,
obedecí al latido de la alondra.
El cielo no era cielo todavía.

La zona del hornero,
el tiempo de la encina
se inquietaban en lento aprendizaje
y el cielo no era cielo todavía.

Hubo un encantamiento
de flor y hierba fina,
un cauteloso antaño de rocío,
y el cielo no era cielo todavía.

Septiembre constelado
de dos campanas frías
rodaba por lugares de silencio
y el cielo no era cielo todavía.

En clima de obediencia
mi pulso recorría
todo un advenimiento de corolas
y el cielo no era cielo todavía.

No regresó conmigo
la alondra persuasiva
porque me desterró de su latido
cuando el cielo fue luz de mediodía.





Ahora.


Ahora como un ángel apareces
y me rodeas sin decirme nada.
Ángel que yo cuidara tantas veces
sin saberlo, callada.

En todo lo que miro permaneces
como el aire feliz de la mirada.
Me parezco a tu ausencia y te pareces
a mí resucitada.

Porque viniste cuando me moría
a devolverme a vivas caridades;
porque mi noche muda se hizo día

por gracia de tu voz iluminada,
en esta eternidad con que me invades
yo que no era, soy tu enamorada.


El pasado. Jorge Luis Borges (1899-1986)

Todo era fácil, nos parece ahora,
En el plástico ayer irrevocable:
Sócrates que apurada la cicuta,
Discurre sobre el alma y su camino
Mientras la muerte azul le va subiendo
Desde los pies helados; la implacable
Espada que retumba en la balanza;
Roma, que impone el numeroso hexámetro
Al obstinado mármol de esa lengua
Que manejamos hoy despedazada;
Los piratas de Hengist que atraviesan
A remo el temerario Mar del Norte
Y con las fuertes manos y el coraje
Fundan un reino que será el Imperio;
El rey sajón que ofrece al rey noruego
Los siete pies de tierra y que ejecuta,
Antes que el sol decline, la promesa
En la batalla de hombres; los jinetes
Del desierto, que cubren el Oriente
Y amenazan las cúpulas de Rusia;
Un persa que refiere la primera
De las Mil y Una Noches y no sabe
Que inicia un libro que los largos siglos
De las generaciones ulteriores
No entregarán al silencioso olvido;
Snorri que salva en su perdida Thule,
A la luz de crepúsculos morosos
O en la noche propicia a la memoria,
Las letras y los dioses de Germania;
El joven Schopenhauer, que descubre
El plano general del universo;
Whitman, que en una redacción de Brooklin,
Entre el olor a tinta y a tabaco,
Toma y no dice a nadie la infinita
Resolución de ser todos los hombres
Y de escribir un libro que sea todos;
Arredondo, que mata a Idiarte Borda
En la mañana de Montevideo
Y se da a la justicia declarando
Que ha obrado solo y que no tiene cómplices;
El soldado que muere en Normandía,
El soldado que muere en Galilea.

Esas cosas pudieron no haber sido.
Casi no fueron. Las imaginamos
En un fatal ayer inevitable.
No hay otro tiempo que el ahora, este ápice
Del ya será y del fue, de aquel instante
En que la gota cae en la clepsidra.
El ilusorio ayer es un recinto
De figuras inmóviles de cera
O de reminiscencias literarias
Que el tiempo irá perdiendo en sus espejos.
Erico el Rojo, Carlos Doce, Breno
Y esa tarde inasible que fue tuya
Son en su eternidad, no en la memoria.


Lluvia sobre el tejado. Janet Frame (1924-2004)

Mi sobrino, que dormía en la habitación del sótano,
ha puesto una laminilla de hierro afuera de su ventana
para recuperar el sonido de la lluvia que caía
sobre el tejado.
No se lo digo, pero el corazón encuentra en su desgracia
su propio consuelo.
Una hoja de hierro repara un tejado solamente.
Indemne, hasta ahora, de las heridas que la mudanza
y la diferencia nunca muestran,
mi sobrino puede reparar todavía los daños
para volver a traer el amoroso sonido de aquella lluvia
que conoció en la infancia.
Ni digo —en las pérdidas de la vida un laminilla
de hierro es una carga— que un día encontrará dentro de sí,
bajo una plena oscuridad y silencio,
el hierro que sostendrá no solamente el sonido
perdido de la lluvia, sino también el sol,
el rumor de los muertos
y todo aquello que jamás volverá.


La cortesía de los ciegos. Wislawa Szymborska (1923-2012)

Un poeta lee poemas a unos ciegos.
No se imaginaba que fuera tan difícil.
Le tiembla la voz.
Le tiemblan las manos.

Siente que cada frase
debe superar la prueba de la oscuridad.
Tendrá que arreglárselas sola,
sin luces ni colores.

Peligrosa aventura
para las estrellas de sus poemas,
para la aurora, el arco iris, las nubes, los neones, la luna,
para los peces hasta ahora tan plateados bajo el agua
y los azores tan callados, altos en el cielo.

Lee -porque es ya demasiado tarde para no leer-
sobre el niño de la cazadora amarilla en el verde prado,
sobre los rojos tejados que se pueden contar en los valles,
sobre los vivaces números en las camisetas de los jugadores
y sobre una mujer desnuda tras una puerta entreabierta.

Quisiera omitir -aunque eso no es posible-
a todos aquellos santos en la bóveda de la catedral,
aquel gesto de despedida desde la ventana del vagón,
la lente del microscopio y el destello en el anillo,
y las pantallas y los espejos y el álbum con rostros.

Pero grande es la cortesía de los ciegos,
grandes su comprensión y su magnanimidad.
Escuchan, sonríen, aplauden.

Alguno de ellos incluso se acerca
con un libro abierto al revés
pidiendo un autógrafo invisible para él.


Poemas. Dante Gabriel Rossetti (1828-1882)

Para el vino de Circe de Edward Burne Jones.


Con oscuras trenzas y áureo tocado
se inclina y vierte la funesta gota,
que brota de la muerte y la afrenta
en el dorado vino. Un perfumado

fulgor de girasol dora su mesa.
Helios y Hécate, oh Circe, conjurados
proclamarán ante tus invitados
el éxtasis de amor hasta la aurora.

Por propio voluntad han venido. A tus rodillas,
en mansas bestias transformados,
rugirán en la noche prosternados,

y en vano esperarán que la marea
de la pasión alcance sus orillas
como algas desechadas por el mar.





Orgullo de juventud.


Aún siendo niño, de aquel dolor que damos
A los muertos poco en su corazón pudo encontrar,
Sin necesidad de pensamiento, hacia su mente clara
Ellos retornan a morir, y él a su vida:
Aún cuando las alas de un nuevo amor,
A lo largo de sus plumas de torbellino,
Sonríen al recibir el viento de la aurora,
Sin disfrutes futuros, echa una mirada atrás,
Donde la noche sacude aquel viejo amor fugitivo.

Hay un cambio en la memoria de cada hora,
Vemos la última prímula de los campos
Cuando las primeras amapolas brotan al romper el día.
¡Dolor por el cambio de las horas!
¡Dolor por todos los amores
Que de su mano cayeron
Por el orgullo de su juventud,
Como las cuentas de un rosario dicho!





Mediodía silencioso.


Tus manos descansan abiertas sobre la hierba fresca,
Tus dedos brotan de la tierra como flores rosadas:
Tus ojos sonríen en paz. El pasto resplandece absorto
En las olas nebulosas del cielo, que se reúnen en calma.
Todo rodea nuestro nido, hasta donde el ojo puede contemplar,
Dorados campos reales con bordes de plata,
Allí donde los animales corroen las faldas del espino.
Este visible silencio, inmóvil sobre el reloj de arena.

Profundo en el sol ansiado crece la libélula,
Colgando como un hilo azul lanzado del cielo:
De manera que esta hora alada gotea sobre nosotros.
Oh, cerremos los corazones sobre este regalo inmortal,
Atrapemos esta inarticulada hora en compañía,
Dónde el silencio de dos se transforma en una canción de amor.





Luz repentina.


Yo estuve aquí antes,
no sé decir cómo y cuándo:
conozco el prado detrás de la puerta,
el dulce aroma penetrante,
los sonidos susurrantes,
las luces a lo largo de la costa.
Tú has sido mía antes;
no sé decir hace cuánto:
pero apenas esa golondrina remontó,
y giró tu cuello, algún velo cayó;
y lo supe al instante.

¿Había sido así antes?
¿No será que el vuelo concéntrico
del tiempo restaure nuestras vidas,
nuestro amor, a pesar de la muerte,
y nos traiga otro deleite noche y día?

Ahora, entonces, ¡con fortuna otra vez!
¡Duerman mis ojos la agitación de tus cabellos!
¿No yaceremos como hemos yacido,
y así, por amor de Amor,
el dormir y el despertar
no rompan ya sus cadenas?





Insomnia.


Delgadas son las faldas que la noche dejó atrás,
Antes de que el día quiebre el cielo con su crepitar.
Delgados son los jirones del sueño,
Oscilando en el espíritu cansado del viento;
Pero en medio de aquel reposo inquieto
Que desgarra la trama del olvido y el recuerdo,
Mi alma se estira hacia la tuya,
Cada vez más cerca.

Nuestras vidas nunca se unen;
Nuestros pensamientos nunca se distancian,
Aquello que aferra tu corazón al mío,
Parece disolverse en un brillo sombrío.
Esta noche, el Amor ejerce un control total,
Y con deseo y con pesar,
Mi alma se arrastra hacia la tuya,
Cada vez más cerca.

¿Existe un hogar, dónde la pesada Tierra
Se derrita en el aire brillante,
Y dónde el mal no se respire;
Dónde el agua barra el eco de la sed,
Y el fuego sea el reflejo de nuestra fe?
Si la voluntad yace atada al objetivo,
Tal vez allí pueda su esperanza engendrar.
Mi alma, en esta hora desolada,
Se agita hacia la tuya,
Cerca, siempre un poco más.





Desde la muerte al amor.


Al igual que las manos arduas, las nubes débiles huyen
De los vientos que arrasan el invierno de las aéreas colinas,
Como multiformes e interminables esferas
Que inundan la noche en una súbita marea;
Terrores de ígneas lenguas, de inarticulado mar.
Incluso entonces, en algún sombrío cristal de nuestro aliento,
Nuestros corazones evocan la imagen salvaje de la Muerte,
Sombras y abismos que bordean la eternidad.

Sin embargo, junto a la inminente Sombra de la Muerte
Se alza un Poder, que se agita en el ave o fluye en la corriente,
Dulce al deslizarse, encantador al volar.
Dime, mi amor. ¿Qué ángel, cuyo Señor es el Amor,
Agitando la mano en la puerta,
O en el umbral donde yacen las trémulas alas,
Posee la esencia flamígera que tienes tú?





El alma de la belleza.


Bajo el arco de la Vida, donde el amor y la muerte,
El terror y el misterio, guardan su santuario,
Yo vi a la Belleza en un trono,
Y aunque sus ojos son abandono
La dibujé en la simplicidad de mi aliento.
De Ella es la mirada -sobre y debajo
Del cielo que se curva sobre ti-
Por mar o cielo o mujer, sólo hay una ley,
Ser el siervo de su palma y su corona.

Esto es lo que la Señora de la Belleza sabe,
En cuya alabanza tu voz y tu mano se agitan,
Larga sabiduría en el vuelo de tu cabello,
El diario palpitar en tu corazón y tus pies,
¡Con qué pasión irremediable, en cuántos vuelos!
¡Cuántas formas y maneras tienen sus días!





Sueño de amor.

El joven Amor yace durmiendo
Bajo el mayo de cada año,
Entre los lirios bañado
Por su tierna luz:
Blancos corderos pastorean,
Blancas palomas tejen sus nidos,
Y alrededor de su sueño
Los arbustos de mayo son blancos.

Suave es la almohada de musgo
Para una suave mejilla;
Las hojas lanzan sombras
Sobre los ojos cansados:
El viento y las aguas
Crecen abatidas y apenas hablan;
Allí persiste el crepúsculo
Estirándose en los cielos.

El joven Amor yace soñando;
¿Pero quién conoce su sueño?
Un sol perfecto
Sobre la cima del bosque,
O una luna perfecta
Sobre el arroyo escarpado;
O un silencio perfecto,
Una canción sobre los labios amados.

Se queman aromas en torno a él
Hasta llenar el aire soñoliento;
El silencio baila alrededor,
De un lado a otro;
Pues en el despertar
El paisaje no es tan bello,
Ni el silencio ni la canción,
Ninguno es como en el sueño.

El joven Amor yace soñando
Hasta que los días del verano mueran;
Soñando y lamentando
Lejos en un sueño perfecto:
Él ve la Belleza del sol
Sin observar hacia arriba,
Y saborea la fuente
Indeciblemente profunda.

Él es la música perfecta
Que huye hacia los sueños;
Y a través de las pausas
Calma un silencio perfecto:
Pobres las voces de la tierra,
Del este al oeste,
Y pobre la quietud de la tierra
Entre sus delicadas gemas.

El joven Amor yace dormitando
Lejos de la muerte;
Frías sombras se atraviesan
Sobre el rostro durmiente:
Así cae el verano
Con un delicioso aliento cálido;
¿Qué habrá de darnos
El otoño en su lugar?

Acercaos a las cortinas
De la planicie siempre verde;
El cambio no puede tocarla
Con sus dedos oscuros:
Aquí las primeras violetas,
Tal vez un lirio perdido
Con una paloma, quizás,
Retornen a descansar.





La belleza del cuerpo.


Se cuenta de la primera mujer de Adán, Lilith,
(la hechicera a quien amó antes de recibir el regalo de Eva)
que su lengua engañaba antes que la de la serpiente
y su pelo embrujado fue el oro primigenio.

Inmóvil permanece; joven, mientras el mundo se hace viejo;
y, delicadamente contemplativa de sí misma,
hace que los hombres contemplen la red brillante que teje,
hasta que corazón y cuerpo y vida en ella quedan presos.

La rosa y la amapola son sus flores, pues ¿dónde
podremos encontrar, oh Lilith, aquél a quien no engañen
tus fragancias, tu sutil beso y tus sueños tan dulces?

Ah, en el mismo instante en que ardieron los ojos del joven en los tuyos,
tu embrujo lo penetró, quebró su altivo cuello
y retorció su corazón con uno solo de tus cabellos de oro.





El corazón de la noche.


De la niñez a la juventud; de la juventud a la ardua hombría;
Del letargo a la fiebre del corazón;
De la vida fiel a soñar con sombríos y perdidos días;
De la confianza a la duda; de la duda al borde de la prohibición;
Estos cambios han pasado como una ráfaga cíclica
Hasta ahora. ¡Oh, El Alma! Cuan rápido debió
Aceptar su primitiva inmortalidad,
¿Es que la carne reencarna en el polvo de dónde comenzó?

¡Oh, Señor del trabajo y la paz! ¡Señor de la vida!
¡Oh, Señor, horrible Señor de la voluntad! Aunque sea tarde,
Renovad esta alma con el obediente aliento:
Que cuando la paz se reúna con la furia,
El trabajo se recupere, y la voluntad resurja,
Esta alma tal vez vea tu rostro: Oh, Señor de la Muerte.





El corazón de la noche.


De la niñez a la juventud; de la juventud a la ardua hombría;
Del letargo a la fiebre del corazón;
De la vida fiel a soñar con sombríos y perdidos días;
De la confianza a la duda; de la duda al borde de la prohibición;
Estos cambios han pasado como una ráfaga cíclica
Hasta ahora. ¡Oh, El Alma! Cuan rápido debió
Aceptar su primitiva inmortalidad,
¿Es que la carne reencarna en el polvo de dónde comenzó?

¡Oh, Señor del trabajo y la paz! ¡Señor de la vida!
¡Oh, Señor, horrible Señor de la voluntad! Aunque sea tarde,
Renovad esta alma con el obediente aliento:
Que cuando la paz se reúna con la furia,
El trabajo se recupere, y la voluntad resurja,
Esta alma tal vez vea tu rostro: Oh, Señor de la Muerte.





Sueño nupcial.


Con cálida aflicción, al fin se deshizo el largo beso:
y como las últimas gotas repentinas caen
del resplandeciente alero cuando la tormenta ha huido,
a solas vaciló el latir de sus corazones.
Sus pechos se apartaron, con el brotar abierto
de las flores nupciales a su lado, extendidas
desde el tallo unido, más aún sus bocas ardiendo
se acariciaron donde yacían separadas.

El sopor los hundió más profundamente que la marea
de los sueños, y sus sueños los vieron sumergirse
y escapar. Delicadas sus almas flotaron de nuevo
por esplendores acuáticos, y, ahogados, grises
objetos del día; hasta que por un prodigio
de leños nuevos y corrientes él se despertó y más
se maravilló: pues ella estaba a su lado.





La alcoba del Edén.


Era Lilith la esposa de Adán
(la Alcoba del Edén está en flor)
ni una gota de sangre en sus venas era humana,
pero ella era como una suave y dulce mujer.

Lilith estaba en los confines del Paraíso;
(y ¡Oh, la alcoba de la hora!)
Ella fue la primera desde allí conducida,
con Ella estaba el infierno y con Eva el cielo.

Al oído de la serpiente dijo Lilith:
(la Alcoba del Edén está en flor)
A tí acudo cuando lo demás ha pasado;
yo era una serpiente cuando tú eras mi amante.

Yo era la serpiente más hermosa del Edén;
(Y, ¡Oh, la alcoba y la hora!)
Por voluntad de la Tierra, nuevo rostro y forma,
me hicieron esposa de la nueva criatura terrenal.

Tómame, ya que vengo de Adán:
(la Alcoba del Edén está en flor)
Una vez más mi amor te subyugará,
lo pasado es pasado, y yo acudo a tí.

Oh, pero Adán era vasallo de Lilith!
(Y, ¡Oh, la Alcoba de la hora!)
Todas las hebras de mi cabello son doradas,
y en esa red fue atrapado su corazón.

Oh, y Lilith fue la reina de Adan!
(la Alcoba del Edén está en flor)
Día y noche siempre unidos,
mi aliento sacudía su alma como a una pluma.

Cuántas alegrías tuvieron Adan y Lilith!
(Y, ¡Oh, la Alcoba de la hora!)
Dulces íntimos anillos del abrazo de serpiente,
al yacer dos corazones que suspiran y anhelan.

Qué niños resplandecientes tuvieron Adan y Lilith;
(la Alcoba del Edén está en flor)
Formas que se enroscaban en los bosques y las aguas,
hijos relucientes y radiantes hijas.





La doncella bienaventurada.


La Doncella Bienaventurada se inclinó
sobre la baranda de oro del Cielo;
sus ojos eran más profundos que el abismo
de aguas aquietadas al atardecer;
tenía tres lirios en la mano,
y las estrellas de su pelo eran siete.

A su vestido, suelto desde el broche al dobladillo,
no lo adornaba ninguna flor,
Excepto una rosa blanca, regalo de María,
llevada convenientemente para el oficio
Su cabello, que caía a lo largo de su espalda
era amarillo como el trigo maduro.

Ella sentía haber pasado apenas un día
desde que era una de las coristas de Dios;
aún no la había abandonado el asombro
de su tranquila mirada,
para aquellos a quienes ella había dejado, su día
había sido contado por diez años.

(Para uno, son diez años de años.
...Y sin embargo, en este mismo lugar,
Ella se inclinó una vez sobre mí, -sus cabellos
caían sobre mi rostro...
Nada: la caída otoñal de las hojas.
El año entero pasa veloz.)

Sobre la muralla de la casa de Dios
Ella estaba de pie;
Edificada por Dios sobre la profundidad vertical
donde empieza el Espacio;
Tan alta, que mirando desde allí hacia abajo
Ella apenas podía ver el sol.

(la casa) Está en el Cielo, más allá del torrente
de éter, como un puente.
Abajo, las mareas del día y de la noche
con llamas y oscuridad forman
el vacío, que llega hasta el fondo donde este mundo
gira como un mosquito irritado.

A su alrededor, amantes reencontrados
Entre aclamaciones inmortales de amor,
pronunciaban entre sí,
sus nombres recordados en el corazón;
Y las almas, que iban subiendo hacia Dios
pasaban a su lado como delgadas llamas.

Pero ella seguía inclinándose, y observando
hacia abajo desde aquel balcón;
Hasta que su pecho debió
entibiar el metal de la baranda,
Y los lirios quedaron como dormidos
a lo largo de su brazo doblado.

Desde ese lugar fijo en el Cielo ella vio
Que el tiempo se agitaba como un pulso intenso
a través de todos los mundos. Su mirada se esforzaba,
Por alcanzar a través de ese gran abismo
su camino; y luego ella habló una vez como
Cuando las estrellas cantaron en sus esferas.

El sol se había ido ahora; la rizada luna
Era como una pequeña pluma
revoloteando en el abismo; y ahora
Ella habló a través del aire inquieto.
Su voz era como la de las estrellas
cuando cantaron juntas.

(¡Ah, cuán dulce! Incluso ahora, en esa canción de pájaro,
¿No intentaban acaso sus palabras,
alcanzar la lejanía? Cuando esas campanas
poseyeron el aire del mediodía,
¿No intentaban acaso sus pasos llegar a mi lado
bajando aquella resonante escalera?)

“Deseo que él venga a mí,
porque él vendrá”, dijo ella.
“¿Acaso no he rezado al Cielo?-en la tierra,
Señor, Señor, ¿acaso él no ha rezado?
¿No son dos ruegos una perfecta fuerza?
¿Y debo sentir miedo?”

"Cuando la aureola rodee su cabeza,
y él esté vestido de blanco,
Yo lo tomaré de la mano y lo llevaré
a los hondos pozos de luz;
y bajaremos hasta la corriente,
y nos bañaremos a la vista de Dios".

Estaremos de pie al lado de ese santuario,
Oculto, alejado, no hollado,
Cuyas lámparas están agitadas eternamente
con las plegarias que suben hacia Dios;
Y veremos nuestras viejas plegarias cumplirse y disolverse
como si fuesen pequeñas nubes.

Y dormiremos a la sombra
de ese místico árbol viviente
En cuyo secreto follaje
se siente que a veces está la Paloma,
Y cada hoja que tocan Sus plumas
dice audiblemente Su nombre.

Y yo misma le enseñaré,
Yo misma, yaciendo así,
las canciones que canto aquí, en las que su voz
se detendrá en murmullos, lentamente;
Y él encontrará sabiduría en cada pausa,
Y algo nuevo para aprender.

(¡Ay! ¡Nosotros dos, nosotros dos, dices tú!
Si tú eras una conmigo
En el pasado. ¿Pero acaso elevará Dios
hacia la unidad eterna
al alma cuya similitud con la tuya
consistía en su amor hacia tí?)

Los dos, dijo ella, buscaremos el bosque
donde la Dama María está,
con sus cinco doncellas, cuyos nombres
son cinco dulces sinfonías,
Cecilia, Gertrudis, Magdalena,
Margarita y Rosalía.

En círculo sentadas, con sus rizados cabellos
Y sus frentes adornadas con guirnaldas;
En fina tela, blanca como la llama,
Bordando el hilo dorado
para hacer el traje natal de aquellos
Que acaban de nacer, porque han muerto.

Él temerá, feliz, y quedará en silencio:
Entonces yo apoyaré mi mejilla
en la suya, y diré acerca de nuestro amor,
Sin vergüenza y sin temor:
Y la querida madre aprobará
mi orgullo, y me dejará hablar.

Ella nos llevará, la mano en la mano,
Hasta Aquel junto a Quien todas las almas
se arrodillan, la fila de cabezas sinnúmero
agachadas con sus aureolas:
Y los ángeles al encontrarse con nosotros, tocarán
Sus cítaras y cítolas.

Allí yo le pediré a Cristo, el Señor
sólo esto para él y para mí:
Vivir como una vez vivimos en la tierra
Con Amor, nada más estar
como una vez estuvimos por un tiempo, ahora por siempre
Juntos él y yo.

Ella miró, y escuchó, y entonces dijo,
Su voz más apacible que triste,
"Todo esto sucederá cuando él venga". Ella calló.
Y la luz iluminó, lleno
estaba el aire de ángeles en fuerte y parejo vuelo.
Sus ojos rezaron, y ella sonrió.

(Yo ví su sonrisa.) Pero pronto su camino
fue vago en distantes esferas:
Y luego ella apoyó sus brazos
sobre aquella baranda de oro,
y dejó caer su rostro entre las manos,
Y lloró. (Yo oí sus lágrimas).





El retrato.


He aquí su retrato, tal como era:
no me asombrara tanto si al marcharme
del cuarto quedase cautivo
mi rostro en el espejo tras mirarme.
Lo observo largamente y me parece
que aún respira y su boca se estremece,
que se entreabren sus labios, que podría
oír su dulce acento todavía,
y no obstante en la tierra permanece.

Así fue, como rayo que silencioso
hace la prisión aun más tenebrosa,
del rocío constante ese latido
que da a la soledad su propia prosa.
Del galardón de amor sólo perdura
esto, y lo que con tristes andrajos
recogen de mi alma su consejo,
queda lo que es secreto y es reflejo
bajo tierra sepulto o allí, en la alta tersura.

Al pintar yo, devoto, su figura
entre árboles la puse, donde apenas
la luz penetra el místico verdor,
y el dulce susurrar de las amenas
voces llega apagado; ante el brillante
fuego fatuo, y figuras cuyo ausente
nombre ignoran de sí, y aquella lluvia
de otro tiempo, y sus pasos detrás mío,
escapando como vino, quedamente.

Un bosque sombrío y profundo; allí está ella
como lo estuvo un tiempo, así era entonces:
sus manos sosegadas de doncella,
y el grato fluir de líneas puras, bronces,
la cifra rebasando de lo hermoso
cual ignota presencia o cual dichoso
sueño. Es ella y ya no es ni sombra leve
de si misma en la hierba ni ese breve
reflejo sobre el río rumoroso.

Solos nos encontramos aquel día
y nada entonces turba o importuna
nuestra perfecta dicha y armonía.
—La memoria hace hoy triste, cual la luna
que aparece de día, aquel momento—.
Junto a ella bebo en la fuente, sediento
de otras aguas que fluyen a mi vera,
canta ella donde el eco reverbera
y allí mi alma se llena de contento.

Apenas tuve el ánimo dispuesto
para decir lo que en secreto arde,
estalló la tormenta, el trueno atento
resonó entre los montes. Esa tarde,
junto al cristal que la lluvia batía,
repetí mis palabras, ella oía
con sus ojos perdidos en los campos
por la lluvia y el viento aún apagados,
desiertos y cenagosos todavía.

Aún se agitaba el recuerdo, al otro día,
de todas esas cosas, como el viento
que acaricia la hoja, aún batía
el amor con su ala. Ese momento
deseaba hacer mío y un retrato
me propuse pintar. En dulce trato
fui, entre silencio y platica, trazando
su imagen entre ramas, imitando
la sombra de los árboles.

Y aun cuando la pintaba, todo
era aire fragante en torno mío,
mi amor en su pesar adivinaba
en cada flor bañada de rocío
un corazón latiendo en la espesura.
Oh corazón que ya no se late,
que yace en las tinieblas exiliado
¿Qué es para ti mi amor o esta delgada
red que el sol urde con ternura?

Ya que ahora la luz niega esos días,
nada para escuchar o ver nos queda,
sólo un grave murmullo en las sombrías
tinieblas trae a mi oído su voz queda,
cuando la brisa inclina hacia el sendero,
la sombra de las hojas, y la ribera,
el bosque y las aguas, que el dorado
rubor de las estrellas ha coronado,
yacen igual que yace lo olvidado.

Pude anoche dormir y fantaseando
fui diluyendo mi sueño hasta perderlo.
El llanto mansamente fue brotando
de mis ojos, pues, sin yo pretenderlo,
me hallé en aquellos bosques que un día
con ella recorrí; y allí permanecía,
en una mota de noche sumergida,
cuando al borde de luz llegó el estampido
del océano que tiene corazón de arpía.

Donde el cielo su hálito contiene
y del amor escucha su latido,
donde el ángel reposa su ala tenue
en torno a los astros escondido
¡Cómo habrá de embelesarse complacida
mi alma cuando libre y renacida,
tras los acordes de la celestial danza,
en su alma penetre sin tardanza
y en su silencio a Dios conozca en vida!

Aquí, cercano a su rostro, mi memoria
queda mientras aguarda el dulce ocaso,
hasta que con la mirada gloriosa,
con los ojos más tiernos, oh Parnaso,
que los de ayer, pueda mirar. Y en tanto
anhelo y esperanza, ya quebranto,
se han perdido, en su imagen permanecen
intactos, cual cruzados que perecen
y reposan junto al Sepulcro Santo.




La noche del amor.

¡Maestro de las Cortes Suspirantes,
Dónde se conjuran las formas del sueño!
¡Escuchad! Mi espíritu exhorta
Todos los poderes de tu feudo
En auxilio de mi Dama.
¿Qué respondes, oculto y altivo
Señor de las Cortes Invisibles?

Vaporosos, inabarcables,
Las Tierras del Sueño yacen en despojos de luz,
Vacías como cáscaras de aire.
¡De mis fantasías se me permite
Elegir un sueño y guiar su vuelo!
Conozco bien (y te conozco, doncella)
Lo que tus sueños deben decirte esta noche.

Allí los sueños son multitudes:
Algunos no esperarán hasta dormirse,
Profundo en el bosque de agosto;
Alguien mientras descansa tal vez
Caiga en el letargo del labor;
Interludios,
Algunos, con gravedad han de llorar.

Allí residen todas las fantasías de los poetas:
Las damas élficas bailan entre alados valles,
Ahogados en ráfagas lastimeras;
Allí se percibe el perfume, allí en círculos
Gira la espuma desconcertada de los manantiales;
Sirenas,
Vientos mareados sobre sus cabellos, cantando.

Un sólo sueño nupcial ha sido soñado en común,
Pobre éxtasis de la vigilia;
Visiones esquivas que hacen gemir
Al solitario en su cuarto natal;
Y que nosotros apenas vemos
A través de los postigos de la muerte,
Desconocidas.

Pero en mi propio dormir, yace
En una agradable forma plácida,
Radiante en sus ojos honorables,
Lámparas de su alma traslúcida:
Su mirada es el bien más amado,
Dulce y sabia,
Dónde el amor define su centro.

Me fue arrebatada, mis sueños persisten
En un trance pegajoso, y el cielo teme:
Cambiando senderos y caídas
En un fétido refugio cercano,
Miserables fantasmas que suspiran;
Temblando en sus cofres,
Mientras el funeral pasa de largo.

Maestro, se dice con verdad que,
Así como los ecos de las palabras
Traicionan sus secretos en las hendiduras,
Los cuerpos de los hombres viajan
Como sombras por playas sumergidas.
¿Son la esencia o la sombra
Las que habitan en aquellos salones?

¡Ah! Yo podría, por vuestra inmensa gracia
Que custodia la escalera del viento,
(La oscuridad y el aliento del espacio
Como aguas inciertas cubriendo todo)
Encontrar allí mi propia imagen,
Cara a cara,
Y desde allí hasta donde sea que ella esté.

No, yo no. Pero tu, Maestro,
En tu Reino de Sombras,
Convocad mi fantasma en esta hora:
Ofrecedme el sufrimiento del encuentro,
El placer de su rostro delicado,
Y que su frente
Sienta mi aliento perdido como una brisa suave.

Dónde se cultiva, la grácil primavera tiembla
En una silenciosa plegaria,
Íntima fuerza creciente,
El agua y la voz del viento son una,
Y comparten los ecos del sol.
Maestro, gentil como la primavera,
Dadme el canto y el lamento.

El canto dirá cuan alegre y fuerte
Es la noche en donde ella sueña,
El lamento será la tristeza aferrada a los labios,
La pena descarnada del día:
Serán como las melodías de la marea,
Lamento y canción,
Heraldos fríos que anhelan el verano.

No serán las plegarias de los que abandonan,
De los que eligen la pena sobre la fuente del amor,
No serán elogios por los dones del mundo,
Suspirados con exagerada ternura,
Dejad que llegue hasta ella con mi amor,
Que el dolor sea sólo mío, y en ella: recuerdo.

Donde sea que mis sueños caigan,
En la noche o en el día (dejad que le diga)
Siempre vivirás en el reluctante círculo
De los ángeles, en las horas de la calma.
Descorazonada, sin esperanzas en tu camino,
Descansa y convócame:
En mis ojos tu mirada siempre podrá soñar.

Si, este es mi amor vanidoso,
Vertido en una frágil canción
De esperanza y horror.
Tu eres el Amor,
Y yo sólo anhelo un acorde
Que agite tus sueños,
Busco tus ojos de acero,
Tus ojos de abismo.
Oh, Maestro, de rodillas os imploro:
¡Dejad que ella vuelva a sonreír!


El tesoro. Alberto Chimal.

En esos días vive en Frigia un muchacho. Se llama Nikias. Tiene doce años, la estatura propia de su edad, el cabello negro y rizado. Sus rasgos no son desagradables. Pero es enorme, monstruosamente gordo: pesa dos o acaso tres veces más que su padre. Es la vergüenza de sí mismo y de toda su familia.
Lo peor no es su lentitud, ni su debilidad, ni siquiera el aspecto repulsivo de sus carnes hinchadas en medio de los cuerpos esbeltos, elásticos de todos los otros chicos, sino el hecho de que su obesidad no se debe a la gula ni a la pereza. No come más que sus hermanos y participa, en la medida de lo posible, en los juegos y actividades que se consideran apropiados en su tiempo. En el nuestro, su condición podría describirse, acaso, como un desorden glandular. Pero en su ciudad todos creen que es víctima de algún mago, o acaso de un capricho de los dioses; son pocos los que lo miran sin recelo, y menos aun los que no temen sufrir males como el suyo, o más terribles, si se acercan a él.
Así, Nikias es un muchacho solitario, hosco, que debe soportar casi todos los días humillaciones y burlas. Pero hoy se siente un poco mejor que de costumbre: ha pasado la mañana entera atendiendo el puesto del mercado en el que su padre, alfarero, vende vasos y ollas. Es un honor que rara vez se le concede.
Y, para más orgullo, ha vendido mucho. Desde hace algún tiempo, ante la perspectiva de una nueva campaña —aún no anunciada pero ya motivo de rumores— contra el cercano reino de Lidia, todo se ha encarecido, la gente compra alimentos en vez de utensilios, y las tropas del rey, que patrullan el mercado y todos los lugares populosos, ahuyentan a muchos compradores. Pero Nikias, hoy, ha tenido clientela como si no hubiera inquietud alguna entre la gente. En verdad, varios compradores le hablaron con amabilidad, como si no pesaran sobre su cuerpo las especulaciones más desagradables.
Tal vez, piensa el muchacho mientras camina de vuelta a su casa, su padre acepte dejarlo encargado del puesto. Tal vez, incluso, le enseñe su oficio. Así ya no tendrá que ocuparse de las tareas más exigentes que casi siempre le son encomendadas, y que nunca hace bien (hace tiempo que no se engaña respecto de esto). La idea lo entusiasma: una vida sosegada y sin sobresaltos. Cuando menos, podría estar todo el día tras los recipientes, bajo el toldo que los cubre del sol, entre la multitud…
Ahora bien, cuando llega a su casa, su padre, un hombre severo y poco paciente, no le pregunta sobre su jornada en el mercado; no le pide cuentas; no le dice, en verdad, una sola palabra, y en cambio lo llama hacia sí con un gesto. Cuando lo tiene cerca, toca y aprieta las acumulaciones de grasa su pecho, sus brazos, su abdomen, sus muslos. Y al hacerlo sonríe.
Nikias se deja hacer, confundido, y apenas ha decidido ensayar una pregunta cuando su padre se aparta de él y sale de la casa. En ese momento entra su madre, desde la cocina, y tampoco dice nada pero lo abraza y llora.
Muy impresionado, Nikias entrevé, detrás de su madre, a sus hermanos, que permanecen juntos y lo miran. Pero las miradas no son las habituales de burla o, cuando más, piedad. Ellos también están asustados. Sin advertirlo, se tocan, como si buscaran apoyarse unos en otros. Sólo uno sonríe. Casualmente, es el mayor de todos, con el que tiene un pleito desde hace años por alguna causa tan nimia, probablemente hasta sin relación con el cuerpo de Nikias, que ambos la han olvidado.
¿Pero qué les sucede a todos? Su madre lo confunde aún más al explicarle, después de un suspiro muy profundo, que la situación de la familia es mucho más precaria de lo que los padres han querido admitir, y en verdad el oficio del padre ya no les da para comer. Nikias no puede argüir en contra de esto porque su madre prosigue, sin pausa, hablando de la fortaleza de su hijo, de su capacidad de soportar la carga de su defecto (así lo llama) y del dolor de ella al ver que no era como los demás. Pero ¿no le ha dicho siempre a Nikias que es su hijo, tan querido como todos los otros? ¿No le ha demostrado su cariño? Nikias asiente. Entonces, dice la madre, en este momento tan oscuro, Nikias debe recordar ese amor. Debe usarlo para sentirse más fuerte. Para cumplir con su deber con una sonrisa. No dice más porque rompe a llorar de nuevo. Nikias se pregunta qué debe hacer para consolarla cuando su padre vuelve, entra en la casa y los aparta con rudeza.
Ella da un grito inarticulado, ronco, al que el padre responde culpándola, diciendo que Nikias se ha echado a perder por ella, por sus constantes mimos. Que nunca le dio disciplina. Ella pregunta por lo que él acaba de hacer.
Él responde que así va a salvar a los demás: a los que pueden llegar a ser hombres fuertes y hermosos. Nikias, como en otras ocasiones, se siente herido al escuchar esto.
Entonces su padre hace algo extraño: toma su mano izquierda, la levanta y dice que no hará falta más. Que esa sola mano, blanda y pesada, pagará sus deudas.
Nikias se pregunta si, en contra de todo lo que ha sucedido entre ellos desde que recuerda, su padre lo aprecia. ¿Verá en él, acaso, talento verdadero para la alfarería? Pero no puede preguntarlo en voz alta porque, tras su padre, aparece un grupo de soldados que toman a Nikias, lo apartan de su madre y lo sacan de la casa.
Sin hablarle, a empujones, lo hacen caminar hacia el palacio del rey, que se alza en el centro de la ciudad. Esto asombra a Nikias pues al palacio, que (como dicen las leyendas) está hecho de oro puro, no se permite la entrada de ningún súbdito ordinario. Pero antes de llegar a la gran puerta lo conducen a una barraca, erigida sin mucho arte ante el palacio, y dejan, maniatado, en una fila que serpentea por el interior.
Cuando se han ido, Nikias piensa, como si recordara un sueño, que su madre gritó mientras los soldados se lo llevaban, que su padre le volvió la espalda y que sus hermanos ya no estaban allí.
Y, después de varias horas de pie, se da cuenta también que casi todos los otros prisioneros son corpulentos, pesados. Ninguno se acerca a su gordura, por supuesto, pero hay algunos hombres y mujeres rollizos, varios más muy musculosos. La única excepción son algunos grupos de niños, o de ancianos, atados juntos.
Dos mujeres, delante suyo, conversan. Parecen tristes, pero también resignadas. Las dos son viejas. Una menciona las necesidades de la guerra, que son siempre más grandes que en tiempos de paz. La otra asiente y agrega que ojalá Lidia sea derrotada de una vez por todas. Las dos concuerdan en que Frigia está cada vez más empobrecida y hacen, luego, una invocación extraña: ruegan porque sus cabezas sean lo bastante grandes.
Otra voz llama a Nikias, que se vuelve y ve entrar, conducido por otro grupo de soldados, a un viejo arúspice, cliente de su padre, que jamás lo trató con amabilidad ni consideración particular. Pero ahora el hombre llora como un niño y se acerca a Nikias para llamarlo amigo, compañero de infortunio.
Nikias no responde. El arúspice sorbe sus lágrimas y cambia de tema: le dice que el oro proviene del sol, y que es polvo caído del carro de Apolo, luz que cae en la tierra y la transforma en metal. También, que sólo Dionisos, rival y opuesto del dios del sol, podría haber concebido dar a un hombre poder semejante. Entonces entra en la barraca, precedido por varios cortesanos, el rey.
Viste sus famosas ropas de oro, calza sus sandalias de suelas y correas de oro. Todos se inclinan o son forzados a ello. Luego, mientras uno de los nobles lee nombres de una lista, los prisioneros son sacados de la fila y llevados ante el monarca.
Al ver lo que sucede al primer cautivo, Nikias comprende todo y siente un horror inmenso, que sólo crece mientras espera su turno. Pero cuando llega, y es llevado ante el rey, toma una decisión.
Y en voz alta, sin pensar, con una firmeza que hasta a él mismo sorprende, pide que su padre no reciba nada. Que él no lo desea. Ni un dedo siquiera. Nada, repite.
Todos los cortesanos abren la boca, ultrajados por su temeridad, pero el propio Midas se queda mirándolo, sorprendido, por un momento.
No le responde, sin embargo, y en lugar de hacerlo, tras sólo un instante de vacilación, toca la punta del dedo medio de la mano izquierda del muchacho.
Nikias puede ver cómo el color, el peso, el frío del metal inanimado devoran los dedos de su mano, luego la palma, luego la muñeca y el brazo. Pero el dolor es más terrible que cualquier otro que haya sentido, y, en verdad, más intenso que el que un ser humano puede soportar. Su corazón se detiene mucho antes de convertirse en oro. Apenas tiene tiempo de entristecerse por su destino.


Margarita o el poder de la farmacopea. Adolfo Bioy Casares (1914-1999)

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.
-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba. 
-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo, conveniente sin duda para la gente ordinaria.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos farmacéuticos. 
Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa.
Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio. Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor.
En efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo.
Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
-Margarita no tiene la culpa. Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.


La cabeza de mi padre. Alberto Laiseca (1941-2016)

¿Por qué estoy aquí? Yo no sé por qué estoy aquí, ni quién es toda esta gente, no puedo entender nada, el personal directivo está vestido de blanco, nosotros con piyamas grises, sé perfectamente que esto es un manicomio, pero no es mi lugar, yo no estoy loco. Ahora, en verdad no sé por qué hice lo que hice, pero eso no quiere decir que esté loco. Lo quería mucho a mi padre, creo que mejor padre no puede tener un hijo que el que yo tuve, era como un gigante de cinco metros de altura, un genio, como un Dios, por tener el padre que tenía era realmente privilegiado, privilegiado…
Vivíamos juntos, yo solo con papá, desde que murió mamá cuando era muy chico, él me daba consejos, muy buenos consejos, era un verdadero padre, daba muy buenos consejos, lástima que yo no podía seguir ni uno, él por ejemplo me decía, pero con justa razón:
 -¡Oye infeliz!, ya es hora de que estudies o trabajes que ya tienes 20 años, que no puedes seguir viviendo a costillas de tu padre toda la vida.
 Tenía razón papá, tenía toda la razón.
 -¡Oye!, otros chavales andan detrás de las chavalas, pero no tú, tú te quedas acá todo el día, así nunca me vas a dar un nieto, ya tienes 20 años, eres grande.
 Él tenía razón, papá siempre tenía razón, era un genio, todo, todo sabía, yo le quería decir a la muchacha, no me animaba a decírselo, pero cómo voy a hacer para acercármele, hay que conmoverlas, yo no sé cómo conmover a una mujer, si tú a una mujer no la conmueves nunca va a andar contigo por más joven y lindo que seas, y qué las voy a conmover yo que soy un yeso, así, todo apretado, duro, siempre mirando a las chavalas con ojos de huevo frito, si soy un infeliz, les tengo miedo, ¿ustedes no se sienten inseguros?, ¿no? Yo sí, toda la vida.
 Papá hacía la comida, era muy buen cocinero, yo no sé ni preparar un huevo frito, yo quise aprender cuando era chico, pero papá se reía de mí y me decía:
 -¡Eeeh!, ¡esto no es pa’ ti! La cocina es una cosa de artistas, tú no tienes talento pa’ esto, anda, anda, ¡ve y lava los platos!
 Eso sí, les voy a decir una cosa eh, soy muy buen carpintero, porque buen carpintero sí que soy, muy buen carpintero. En casa, en mis ratos libres, que eran los más, pues hacía mesitas, juguetes, sillas y todo muy perfecto, eso lo enojaba mucho a papá, decía:
 -¡Tú sí eres bueno pa’ hacer pamplinas!, ya que eres bueno pa’ hacer pamplinas, ¿por qué no te empleas en una carpintería? Así traerías un poco de dinero a casa, ¡pero no!, a ti ni se te ocurre, ¡ni se te ocurre!
 Yo me reía porque es algo que me pasa cuando me dan consejos y yo ya había pensado en emplearme en una carpintería, pero bastó que papá me dijese que me empleara en una carpintería para que se me fuesen las ganas, jaja, no sé por qué soy así, se me fueron las ganas.
 Yo soy un misterio, incluso para mí mismo, un misterio muy aburrido la verdad, pero misterio al fin, no sé por qué hice lo que hice, pero no estoy loco. Fue ahí donde empecé a pensar en la ballesta, ¿ustedes saben qué es una ballesta? Sirve para tirar flechas, es como un fusil, pero sin pólvora, tira flechas con más precisión y más fuerza que un arco.
 Yo así en un paseíto que di, vi en una armería que había una ballesta, entré, le pedí al dueño que me la mostrara, la tuve en mis manos y en seguida comprendí el mecanismo, me fui a casa y ahí me fabriqué yo una, con maderas y bronce, soy muy buen carpintero. La probaba en el patio, a 10 metros la agarraba a tiros, entonces como siempre todos los días estábamos igual, a comer y después de comer, yo hacía como que me iba a mi cuarto para hacer cosas y él protestaba que “¡ah!, éste que no lava los platos en seguida después de comer, siempre dejando las cosas a lo último”, estaba refunfuñando mi apá y yo volvía a punta de pie a mi cuarto y le apuntaba con la ballesta, no le iba a tirar, ¿cómo le voy a tirar a mi padre?, ¡pues no!, a mi padre no le voy a tirar, pero me excitaba apuntarle a la cabeza con una flecha puesta, ¿cómo le iba a tirar?
 Hasta que una tarde, fue un día igual que cualquier otro, él me daba más y mejores consejos que nunca, y no sé por qué le dio por hablar de la Dolores, me dijo:
 -¡Oye!, a ti la Dolores te mira mucho, ¿qué esperás para ir y enamorarla?, así me darías un nieto.
 La Dolores es una muchacha de acá a la vuelta, es a la que a mí me hubiera gustado acercármele, claro que hubiera tenido hijos con ella, entonces, francamente cuando me dijo eso, ahí se me fueron las ganas de comer, le dije a papá que no tenía más hambre y me fui a mi cuarto y volví con la ballesta, como otras veces él estaba rezongando como siempre:
 -¡Eh!, este que no lava los cacharros en seguida después de comer, siempre dejando las cosas pa’ lo último.
 Estaba refunfuñando papá, y ahí sí apreté el gatillo, la flecha que tenía puntas de plomo pues yo les hice puntas de plomo, le entró en la nuca y cayó al piso sin ningún gemido, con convulsión… convulsión… no lo podía creer, yo creí que papá iba a vivir para siempre porque un hombre tan alto de cinco metros de altura, una mísera flecha no le puede hacer nada a papá, ¡pues no!, le entró como si fuera una bala.
 Me acerqué y vi que todavía estaba vivo, entonces le tiré otras cuatro flechas más en la cabeza, la primera no, la primera sentí una especie de odio y amor, o yo qué sé y no sé por qué, pero las otras cuatro no, las otras cuatro sí lo hice por caridad, por piedad, para que no sufra, para que no sufra, claro.
  Entonces me di cuenta que algo no estaba bien, me fui a mi cuarto y traje una almohada, le quité la flecha de la nuca que era la primera, la que había traído tal incordio, y lo puse a reposar, las otras 4 flechas no se las saqué, tenía como una corona de espinas, y es lo lógico porque para un padre tener un hijo como yo era una verdadera cruz, ¡eso es cierto!, por eso me sorprendió lo que me preguntó la policía, que por qué había hecho una cosa tan rara de sacarle la flecha de atrás y ponerlo boca arriba, pues para que repose, para que esté tranquilo, para que esté más cómodo, para eso lo hice.
 Ya hace 10 años que me han traído a este lugar, y no comprendo por qué, la verdad, yo siempre quise a mi padre, me daba tan buenos consejos. La cabeza de mi padre, siempre admiré a la cabeza de mi padre, el centro de todo su poder, la cabeza de un genio, la cabeza de un rey, la cabeza de un Dios.


El caballito de madera. D.H. Lawrence (1885-1930)

Es una familia de clase media, acomodada, es el padre, la madre, el hijo mayor, que es un niño llamado Paúl, y dos nenas. Una familia muy derrochadora de dinero, ¡eso sí!, sólo que un día se encuentran con que en la casa siempre hace falta más dinero. Se quejan siempre, sobre todo ella, la madre, y un buen día de esos, ocurre una extraña especie de milagro a la inversa, de las paredes de la casa, se empiezan a oír voces que dicen: “¡Hace falta más dinero!, ¡hace falta más dinero!, ¡hace falta más dinero!” Es como un susurro, los chicos las escuchan, nadie dice nada, ni lo dicen en voz alta, sólo lo comentan en susurros, pero el niño Paúl, él sufre mucho las voces, y se desespera porque quiere hallar una solución, entonces se va a su cuarto, donde tiene un caballito de madera y siempre lo monta (…tu, tu…tu, tu…tu, tu…tu, tu…) y le dice: “Llévame, llévame a donde está la suerte, te lo pido, te ordeno que me lleves a donde está la suerte, llévame a donde está la suerte, ¡que me lleves a donde está la suerte!”, le sale fuego por los ojos. Y el caballito seguía adelante y atrás, meciéndolo, bien obstinado y obsesionado (…tu, tu…tu, tu…tu, tu…tu, tu…). 
El tío Óscar que es un buen tipo, hermano de su mamá, un burrero viejo, apostador, le gustan las carreras de caballos del Derbi, del Ascol, le dice: “¡ah qué bueno!, y… ¿cómo se llama tu caballito?”. 
-Bueno tío, eh… no tiene nombre, pero verá usted, va variando, la semana pasada se llamaba Sansovino. 
El tío Óscar se queda muy extrañado, y le dice:  
-¡Qué raro sobrino!, así se llama el caballo que ganó el premio Ascol la semana pasada, Sansovino. Quieres decirme Paul, ¿cómo sabes esos nombres?, ¡qué coincidencia tan grande!, ¿cómo sabes tú de carreras de caballos? 
-Bueno tío, verá, siempre hablo de carreras con Basil, el jardinero de la casa, con él hablamos mucho de carreras. A veces estoy seguro del caballo que va a ganar… 
Por alguna extraña razón, el tío se da cuenta que le dice la verdad. 
-Mira…-le dice el tío- ¿tendrás algún dato de quién ganará la carrera esta semana? Digo…ja ja… yo que sé de estas cosas, uno nunca sabe quién va a ganar. Quiero que me digas qué caballo va a ganar en el Lincoln Chart. 
-Tío, no se lo digas a nadie, pero el caballo que va a ganar es Dáfovil. 
-¿Dáfovil?... es un caballo de cuarta categoría, flacucho, debilucho, ¡pero bueno!, a lo menos acertaste que ese caballo participará esta semana, por esta única vez te voy a creer. 
El tío se lo lleva al Premio Lincoln Chart y Dáfovil ganó de punta a punta, el chico ganó $100, 000. Ahí es cuando el tío se asusta y le dice: 
-¿Qué pensarás hacer con el dinero? 
-Bueno, le vas a dar a un abogado $90,000 y que se las hagan llegar a mamá en su cumpleaños, pero que no sepa que soy yo, le vamos a hacer creer que algún pariente lejano y desconocido que murió le ha dejado ese dinero como parte de una herencia. 
-Como quiera hijito, ¡total!, el dinero es tuyo. 
Efectivamente, el tío Óscar hace una jugarreta con el abogado, y le llega un sobre a la madre, el día de su cumpleaños, que era la sorpresa que le quería dar Paul, que por una vez en la vida se pusiera contenta, ¡$90, 000! El chico sabía cuál era el sobre del abogado, estaba muy quietito, en la mesa del cumpleaños de la mamá, se hacía el tonto, lo miraba discretamente con mucho disimulo. La madre, abrió distraídamente unos cuantos sobres, cuando llegó al del abogado, lo abrió, lo leyó, y puso la cara estática, pasmada, helada. 
-Mamá, ¿no recibiste ninguna buena noticia para tu cumpleaños? 
-Sí…sí…se podría decir que recibí una buena noticia hijo-dijo en un tono atónito, patidifusa, como si estuviera muy lejos, en las nubes.  
Él se desconcierta muchísimo, pero ocurre algo mucho peor que la actitud de su madre: las voces de la casa parecen volverse locas y decían: “Oh, oh, ahora hace falta más dinero que nunca, ahora sí, falta más, falta más, mucho más dinero, ahora sí, ahora es cuando hace falta más, más dinero que nunca, hace falta más todavía, todo el dinero del mundo, hace falta más dinero, hace falta más dinero, más, más, más…” 
Paúl se asusta muchísimo, no sabe qué hacer, estaba desesperado, él contaba con que, ganando el dinero, de esa manera, su madre se iba a quedar conforme, que las voces se iban a callar para siempre y es al revés, se ponen histéricas las voces de la casa. 
Una noche, la madre sale a pasear, vuelve, y en la madrugada como a la una, en el cuarto de Paúl oye un ruido (…tu, tu…tu, tu…tu, tu…tu, tu…). Abre la puerta y el cuarto está oscuro, prende la luz y ve que Paúl está en su caballito de madera (…tu, tu…tu, tu…). 
-¡Mamá!, ¡mamá!, avísale a Basil, ¡Malabar!, ¡Malabar es el que va a ganar el Derbi mamá!, ¡Malabar!, ¡Malabar!, ¡es Malabar mamá!- y se cae del caballito. He aquí cuando la madre se da cuenta de que el niño se calcina de fiebre, pero era una fiebre tipo cerebral. Se corre el Derbi, y el chico está postrado en la cama, tirado, casi moribundo por la fiebre y sube Basil, el jardinero: 
-¡Usted tenía razón, niño Paúl!, yo hice lo que usted me dijo, Malabar ganó de punta a punta niño Paúl, ganó el Derbi Malabar, ha ganado usted más de $900, 000, ¡yo hice lo que usted me dijo!, todo lo que usted me dijo. 
Entonces el niño reacciona de su fiebre, con los ojos rojos, como de fuego y festeja: 
-Mamá, $900, 000 mamá, ¡eso es tener suerte!, ¿no es cierto?, ¿no es cierto mamá?, ¿estás contenta?, ¡$900, 000!, ¡tengo suerte!, ¿no es cierto?, ¿no es cierto mamá que tengo suerte?, cuando yo subo al caballito de madera ahí sé, porque el caballito me lleva al lugar de la suerte mamá, él es nuestro amigo, nuestro amigo, ¿estás contenta mamá?, ¿se van a callar ahora las voces?, ¿eh?, ¿estás contenta?, ¡$900, 000!, el Derbi, Malabar… 
Esa misma noche Paúl murió… 
Mientras la pobre señora, agobiada por la reciente muerte de su hijo, se hallaba sola en la casa, seguía escuchando el eco infernal de las paredes: 
“Hace falta más dinero, hace falta más dinero, hace falta más dinero” 
Ella gritaba apesadumbrada… 
-Ya sé que hace falta más dinero, ambiciosas, ¡cállense!, ¡lárguense de aquí!, ¡no las soporto más! 
-¡Hace falta más dinero, hace falta más dinero, hace falta más…! 
-¡No, no, nooo!, ¡me aturden!, ¡váyanse ya!, ¡me están volviendo loca! 
-¡Hace falta más dinero, hace falta más dinero, hace falta más dinero! 
Vino el tío Óscar, vio a su hermana, y le dijo: 
-¡Qué horror Irmita!, has ganado $900, 000 y perdido un hijo. Más le valía a tu hijo Paúl dejar un mundo donde para ser un ganador tenía que subirse a su caballito de madera.