miércoles, 10 de abril de 2024
El Spleen de París. Charles Baudelaire (1821-1867)
Hija del viento. Alejandra Pizarnik (1932-1976)
Lobo de la estepa. Hermann Hesse (1877-1962)
Los inmortales. Hermann Hesse (1877-1962)
El zapato maravilloso. Marcos Aguinis.
Voz en el teléfono. Silvina Ocampo (1903-1993)
El tren de la carne de la medianoche. Clive Barker.
Leon Kaufman ya
no era un recién llegado a la ciudad. El Palacio de los Placeres, como la había
llamado siempre, en sus días de inocencia. Pero eso fue cuando vivía en
Atlanta, y Nueva York todavía era una especie de tierra prometida, donde era
posible cualquier cosa, todo.
Ahora había
pasado tres meses y medio en la ciudad de sus sueños, y el Palacio de los
Placeres le parecía menos placentero.
¿Sólo había
transcurrido realmente una estación desde que se bajó en la parada de autobuses
de Port Authority y miró por la calle 42 en dirección a la intersección de
Broadway? Un tiempo muy corto para perder tantas ilusiones acumuladas.
Ahora se sentía
avergonzado sólo de pensar en su ingenuidad. Se le ponía mala cara al recordar
cómo se había parado y había declarado en voz alta: «Nueva York, te quiero».
¿Amor? Jamás.
Había sido un
enamoramiento como mucho.
Y ahora, después
de sólo tres meses de vida con el objeto de su adoración, de pasar los días y
noches en su presencia, éste había perdido su aureola de perfección.
Nueva York tan
sólo era una ciudad.
La había visto
despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse hombres asesinados de
entre los dientes y suicidios de la maraña de su pelo. La había visto a altas
horas de la noche, con sus sucios callejones cortejando sin pudor a la
depravación. La había observado en las tardes abrasadoras, perezosa y fea,
indiferente a las atrocidades que se cometían cada hora en sus ahogados
pasadizos.
No era ningún
Palacio de los Placeres.
Alimentaba la
muerte, no el placer.
Siempre que se
encontraba con alguien, éste huía violentamente; eran cosas de la vida. Casi
resultaba elegante haber conocido a alguien que hubiera muerto de forma
violenta. Era una prueba de que se vivía en esa ciudad.
Pero Kaufman
había querido a Nueva York desde lejos durante casi veinte años. Había planeado
su aventura amorosa a lo largo de casi toda su vida de adulto. No le era fácil,
por lo tanto, sacarse la pasión de encima, como si nunca la hubiera sentido.
Aún había ocasiones, muy temprano, antes de que empezaran a sonar las sirenas
de la policía, o al atardecer, en que Manhattan era un milagro.
Por esos
momentos, y en nombre de sus sueños, aún le concedía el favor de la duda,
aunque se comportara peor que una dama. Ella no hacía sencilla esa indulgencia.
En los pocos meses que Kaufman había pasado en Nueva York, sus calles se habían
inundado con la sangre vertida.
En realidad, no
tanto las propias calles como los túneles bajo esas calles.
«Matanza en el
metro» era la expresión de moda del mes. Sólo en la semana anterior se había
informado de tres asesinatos. Los cuerpos se descubrieron en uno de los vagones
de metro de la Avenida de las Américas, acuchillados y con las entrañas
vaciadas en parte, como si se hubiera interrumpido en plena labor a un
eficiente empleado de un matadero. Los asesinatos eran tan absolutamente
profesionales que la policía interrogaba a cualquier hombre que hubiera estado
relacionado con el gremio de los carniceros. Eran vigiladas las plantas de
empaquetado de carne en el puerto, y registrados los mataderos en busca de
pistas. Se prometió un rápido arresto, aunque no se realizó ninguno.
Este reciente
trío de cadáveres no iba a ser el único que se descubriera en ese estado; el
mismo día en que llegó Kaufman había aparecido una noticia en The Times que era
la comidilla de todas las secretarias morbosas en la oficina.
La historia contaba
que un visitante alemán, perdido en la red de metros entrada la noche, se había
encontrado un cuerpo en un vagón. La víctima era una mujer de treinta años, muy
atractiva, de Brooklyn. La habían despojado por completo. De cada jirón de
ropa, de todo artículo de joyería. Hasta de los pendientes de sus orejas.
Más extraño que
el hecho de que la desnudaran era la manera ordenada y sistemática en que
habían doblado la ropa y la habían colocado, en bolsas de plástico separadas,
sobre el asiento que estaba detrás del cadáver.
No era obra de
ningún navajero irracional. Se trataba de un cerebro muy organizado: un
lunático con un gran sentido de limpieza.
Había más: más
extraño aún que el cadáver hubiera sido desnudado cuidadosamente, era el
ultraje que se había cometido con él. Los informes pretendían –aunque el
Departamento de Policía no lo confirmó–, que lo habían afeitado minuciosamente.
Le habían quitado todos los pelos: de la cabeza, de las ingles, de los sobacos;
todos cortados y quemados sobre la carne. Le habían arrancado incluso las cejas
y las pestañas.
Por último,
habían colgado por los pies ese montón de carne absolutamente desnudo de uno de
los asideros del techo del vehículo y habían colocado un cubo negro de
plástico, forrado con una bolsa, también de plástico negro, para recoger la
sangre que goteaba lentamente de sus heridas.
En ese estado,
desnudo, afeitado, colgado y prácticamente desangrado, se había encontrado el
cuerpo de Loretta Dyer.
Era repugnante,
meticuloso y profundamente desconcertante.
No había habido
violación, ni indicio alguno de tortura. Se había despachado rápida y
eficazmente a la mujer como si fuera un trozo de carne. Y el carnicero aún
andaba suelto.
Los Padres de la
Ciudad, en su sabiduría, declararon una suspensión completa de los informes de
la prensa sobre la matanza. Se dijo que el hombre que había encontrado el
cuerpo había sido objeto de detención preventiva en Nueva Jersey, fuera de la
vista de los curiosos periodistas. Pero la ocultación fracasó. Un policía
codicioso había revelado los detalles sobresalientes a un reportero de The
Times. Todo el mundo conocía ahora en Nueva York la horrible historia de las
matanzas. Era un tema de conversación en todas las cafeterías y bares; y, por
supuesto, en el metro.
Pero Loretta Dyer
fue sólo la primera.
Se habían
encontrado otros tres cuerpos en circunstancias idénticas, aunque esta vez el
trabajo había quedado claramente interrumpido. No se habían afeitado todos los
cuerpos, ni les habían cortado las yugulares para desangrarlos. Había otra
diferencia más significativa en el descubrimiento: no fue un turista quien los
descubrió por la noche; lo decía un informe de The New York Times.
Kaufman examinó
el informe que cubría la primera página del periódico. No tenía ningún interés
morboso por el asunto, a diferencia de su compañero de mostrador en la
cafetería. Sólo sentía una ligera repugnancia, que le hizo apartar su plato de
huevos demasiado cocidos. Era simplemente una prueba más de la decadencia de la
ciudad. No podía divertirse con su enfermedad.
Con todo, como
ser humano no conseguía ignorar por completo los detalles sangrientos de la
página que tenía enfrente. El artículo no era sensacionalista, pero la sencilla
claridad del estilo hacía más espantoso el tema. Tampoco pudo evitar el
imaginarse qué hombre habría detrás de esas atrocidades. ¿Era un sicótico
suelto, o eran varios, y cada uno de ellos aspiraba a imitar el asesinato
original? Tal vez ése sólo fuera el principio del horror. A lo mejor le
seguirían más asesinatos, hasta que por fin el asesino, confiado o exhausto,
cometiera una imprudencia y fuera apresado. Hasta entonces la ciudad, la
adorada ciudad de Kaufman, viviría en un estado intermedio entre la histeria y
el éxtasis.
Al lado de su
codo, un hombre con barba le tiró el café.
–¡Mierda! –dijo.
Kaufman se movió
sobre su taburete para esquivar el goteo de café que caía de la barra.
–¡Mierda! –volvió
a decir el hombre.
–No pasa nada
–dijo Kaufman.
Miró al hombre
con una expresión ligeramente desdeñosa. El torpe bastardo estaba intentando
achicar el café con una servilleta que se quedaba hecha pegotes.
Kaufman se
encontró pensando si ese zoquete, con sus mejillas coloradas y su barba
descuidada, sería capaz de asesinar. ¿Había algún indicio en esa cara
sobrealimentada, alguna pista en la forma de su cabeza o en el movimiento de
sus pequeños ojos que revelara su auténtica naturaleza?
El hombre habló.
–¿Quiere otro?
Kaufman sacudió
la cabeza.
–Café. Normal.
Solo –le dijo el zoquete a la chica de detrás del mostrador. Ésta levantó la
mirada de la parrilla cuya grasa fría limpiaba.
–¿Huh?
–Café. ¿Estás
sorda?
El hombre sonrió
a Kaufman.
–Sorda –dijo.
Éste se dio
cuenta de que le faltaban tres dientes en la mandíbula inferior.
–Tiene mala
pinta, ¿eh? –dijo.
¿A qué se
refería? ¿Al café? ¿A la ausencia de dientes?
–Tres personas
así. Acuchilladas.
Kaufman asintió.
–Te hace pensar
–dijo.
–Claro.
–Quiero decir,
¿es un encubrimiento, no? Saben quién lo hizo.
«Esta
conversación es ridícula», pensó Kaufman. Se quitó las gafas y las guardó en el
bolsillo: la cara de la barba ya no estaba a la vista. Por lo menos eso era un
progreso.
–Bastardos
–dijo–. Jodidos bastardos, todos ellos. Le apostaría cualquier cosa a que es un
encubrimiento.
–¿De qué?
–Tienen las
jodidas pruebas: simplemente nos están manteniendo en la jodida ignorancia. Hay
algo en todo esto que no es humano.
Kaufman
comprendió. El zoquete estaba haciendo alarde de una teoría de conspiración.
Las había oído con frecuencia: una panacea.
–Mire, hacen
experimentos genéticos y se les van de las manos. Podrían estar criando jodidos
monstruos por lo poco que sabemos. Hay algo en todo esto que no nos contarán.
Encubrimiento, como le digo. Me jugaría cualquier cosa.
A Kaufman le
pareció atractiva la seguridad del hombre. Monstruos al acecho. Seis cabezas:
una docena de ojos. ¿Y por qué no?
Él sabía por qué
no. Porque eso disculpaba a su ciudad: la sacaba del apuro. Y creía de corazón
que los monstruos que se iban a encontrar en los túneles eran perfectamente
humanos.
El hombre de la
barba tiró el dinero sobre el mostrador y se levantó, deslizando su gordo
trasero del manchado taburete de plástico.
–Probablemente un
jodido policía –dijo, como conjetura de despedida–. Intentó hacerse el jodido
héroe y, en vez de eso, se convirtió en un jodido monstruo. –Sonrió
grotescamente–. Me apostaría cualquier cosa –añadió, y salió fuera torpemente
sin decir nada más.
Kaufman espiró
despacio por la nariz, sintiendo que se aplacaba la tensión de su cuerpo.
Odiaba estas confrontaciones:
le hacían sentirse mudo e inútil. Cuando se paraba a pensar en ello, odiaba a
este tipo de hombres: el bruto testarudo que Nueva York criaba tan bien.
Iban a ser las
seis cuando se despertó Mahogany. La lluvia matinal se había convertido con el
ocaso en una ligera llovizna. El aire era todo lo limpio que se podía esperar
de Manhattan. Se estiró en la cama, tiró la manta sucia y se levantó para ir al
trabajo.
En el cuarto de
baño la lluvia caía sobre la caja del acondicionador de aire, llenando el piso
de un rítmico sonido de palmadas. Enchufó la televisión para que cubriera el
ruido, sin interés por lo que pudiera ofrecer.
Se acercó a la
ventana. La calle, seis pisos por debajo, estaba atestada de tráfico y de
gente.
Después de un
duro día de trabajo, Nueva York regresaba a casa: a jugar, a hacer el amor. La
gente salía en tropel de las oficinas y se metía en sus coches. Algunos estaban
irritables después de un día de trabajo agotador en una oficina mal ventilada;
otros, mansos como corderos, erraban por las avenidas en dirección a casa,
acompañados por una incesante corriente de cuerpos. Otros, por último, entraban
apretujados al metro, ciegos a las pintadas de las paredes, sordos al parloteo
de sus propias voces y al frío estruendo de los túneles.
A Mahogany le
gustaba pensar en eso. Él no era, después de todo, uno del montón. Podía
asomarse a la ventana y mirar a un millar de cabezas por debajo suyo, sabiendo
que era un hombre escogido.
Tenía tareas que
cumplir, por supuesto, como la gente de la calle. Pero su trabajo no era como
la faena absurda de éstos, se parecía más a una obligación sagrada.
También
necesitaba vivir, dormir y defecar, como ellos. Pero no era la necesidad
pecuniaria lo que le motivaba, sino las exigencias de la historia.
Estaba dentro de
una tradición, que se remontaba más allá de América. Era un cazador nocturno:
como Jack el Destripador, Gilles de Rais, una encarnación viviente de la
muerte, un espectro con cara humana. Atormentaba los sueños y provocaba
terrores.
La gente que
estaba por debajo de él no podía conocer su cara; ni se habría molestado en
mirarlo dos veces. Pero él los capturaba y calibraba con la mirada,
seleccionando sólo a los más maduros del desfile, escogiendo sólo a los sanos y
jóvenes para que sucumbieran bajo su cuchillo santificado.
A veces Mahogany
deseaba revelar su identidad al mundo, pero tenía responsabilidades y éstas
pesaban mucho sobre él. No podía esperar la fama. La suya era una vida secreta,
y sólo por orgullo deseaba reconocimiento.
Después de todo,
pensaba, ¿saluda la vaca al carnicero cuando late arrodillada ante él?
En resumidas
cuentas, estaba contento. Formar parte de la gran tradición era suficiente, y
siempre debería serlo.
Recientemente,
sin embargo, se habían producido descubrimientos. No eran culpa suya,
naturalmente. Nadie podía achacárselo. Pero fue una mala temporada. La vida no
era tan fácil como lo había sido hacía diez años. Era bastante viejo, por
supuesto, y eso hacía más agotador el trabajo; las obligaciones cada vez
pesaban más sobre sus hombros. Era un hombre escogido, y ése era un privilegio
con el que resultaba difícil vivir.
De vez en cuando
se preguntaba si no sería hora de pensar en entrenar a un hombre más joven para
esos menesteres. Tendría que consultarlo con los padres, pero tarde o temprano
habría que encontrar a un sustituto; le parecía que era un desperdicio criminal
de su experiencia no tomar un aprendiz a su cargo.
¡Podía legar
tantas alegrías! Los trucos de su extraordinario oficio. La mejor forma de
acechar, de cortar, de desnudar, de sangrar. Cómo encontrar la mejor carne
requerida. El modo más simple de disponer los restos. ¡Tantos detalles, tanta
experiencia acumulada!
Mahogany entró en
el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Al meterse en ella se miró el
cuerpo. La pequeña barriga, los pelos de su pecho hundido que encanecían, las
cicatrices y granos que salpicaban su pálida piel. Se estaba haciendo viejo.
Sin embargo, esa noche, como todas las demás, tenía un trabajo que hacer...
Kaufman se
precipitó en la oficina con su bocadillo, ajustando el dobladillo del cuello y
quitándose del pelo el agua de la lluvia. El reloj que había encima del
ascensor marcaba las siete y dieciséis. Trabajaría sólo hasta las diez.
El ascensor lo
llevó hasta el piso decimosegundo, a las oficinas de Pappas. Cruzó descontento
el laberinto de despachos vacíos y máquinas encapuchadas hacia su pequeño
territorio, que todavía estaba iluminado. Las mujeres que limpiaban las
oficinas estaban charlando en el pasillo: por lo demás, el local estaba
desierto.
Se sacó el
abrigo, sacudió la lluvia lo mejor que pudo y lo colgó.
Luego se sentó
frente a los montones de pedidos con los que había estado lidiando casi tres
días y se puso a trabajar. Sólo le haría falta una noche más de dedicación,
estaba seguro, para hacer la parte más complicada, y le resultaba más fácil
concentrarse sin el tableteo incesante de mecanógrafas y máquinas de escribir
por todos lados.
Desenvolvió el
jamón en pan integral con mayonesa adicional y se dispuso a pasar la tarde.
Ya eran las
nueve.
Mahogany estaba
vestido para la salida nocturna. Llevaba su sobrio traje habitual con la
corbata marrón bien anudada, los gemelos de plata (regalo de su primera esposa)
puestos en las mangas de su camisa inmaculadamente planchada, el pelo, fino,
reluciente de brillantina, las uñas cortadas y limadas y la cara lavada con
colonia.
Su bolsa estaba a
punto. Las toallas, los instrumentos y su delantal de mallas.
Comprobó qué
aspecto tenía ante el espejo. Pensó que aún podía pasar por un hombre de
cuarenta y cinco años, cincuenta como máximo.
Al inspeccionarse
la cara se acordó de su deber. Ante todo debía tener cuidado. Habría ojos
observándole a cada paso del camino, espiando su actuación nocturna y
juzgándola. Tenía que salir como un inocente, sin despertar sospechas.
Si sólo
supieran..., pensó. La gente que andaba, corría y saltaba a su espalda en la
calle: que chocaban con él sin pedirle perdón: que se cruzaban con su mirada
despreciándolo: que se sonreían ante esa masa que parecía incómoda dentro de un
traje que le quedaba mal. Si ellos supieran lo que hacía, quién era y qué
llevaba.
Cuidado, se dijo,
y apagó la luz. El piso estaba a oscuras. Fue a la puerta y la abrió,
acostumbrado a andar entre tinieblas: era feliz en ellas.
Los nubarrones
habían desaparecido por completo. Mahogany se dirigió por Amsterdam hacia el
metro de la calle 145. Esta noche volvería a coger la Avenida de las Américas,
su línea favorita, y a menudo la más productiva.
Bajó las
escaleras del metro con el billete en la mano. Cruzó las puertas automáticas.
El olor de los túneles ya estaba en sus fosas nasales. No era el olor de los
túneles profundos, por supuesto; ése tenía un aroma exclusivo. Pero hasta en el
aire viciado de esta línea poco profunda se respiraba tranquilidad. La
respiración regurgitada de un millón de viajeros circulaba por ese laberinto,
mezclándose con el de criaturas mucho mayores; cosas con voces pastosas como la
arcilla, cuyos apetitos eran abominables. Cuánto le gustaba. El aroma, la
oscuridad, el estruendo.
Se quedó de pie
en el andén y escrutó críticamente a sus compañeros de viaje. Estuvo
contemplando uno o dos cuerpos, pero tenían tanta escoria encima que pocos
merecían ser perseguidos. Los estropeados físicamente, los obesos, los
enfermos, los cansados. Cuerpos destrozados por los abusos y la indiferencia.
Como profesional le ponía enfermo, aunque comprendía la debilidad que echaba a
perder lo mejor de los hombres.
Se demoró en la
estación más de una hora, paseando entre los andenes mientras los trenes iban y
venían, iban y venían, y la gente con ellos. Había tan poca calidad por todas
partes que era desalentador. Parecía que cada día tuviera que esperar más y más
para encontrar carne digna de uso.
Ya eran casi las
diez y media y no había visto a una sola criatura que fuera ideal para el
sacrificio.
No importa, se
dijo; todavía quedaba tiempo. Muy pronto saldría la riada del teatro. Siempre
proporcionaba uno o dos cuerpos robustos. La intelectualidad bien alimentada,
sosteniendo los resguardos de sus billetes y opinando sobre los
entretenimientos del arte; sí, habría algo ahí.
De lo contrario,
y había noches en que parecía que no encontraría nunca nada apropiado, tendría
que ir al centro y arrinconar a una pareja de amantes noctámbulos, o encontrar
a un par de atletas recién salidos de un gimnasio. Siempre garantizaban un buen
material, aunque con especímenes tan sanos se corría el riesgo de encontrar
resistencia.
Recordó haber
capturado hacía un año o más a un par de machos negros, puede que, con cuarenta
años de diferencia, a lo mejor padre e hijo. Se habían resistido con navajas y
él tuvo que permanecer seis meses hospitalizado. Había sido un encontronazo muy
duro, que le hizo dudar de sus habilidades. Peor aún, le hizo pensar qué
habrían hecho sus amos con él de haber sufrido una herida fatal. ¿Lo habrían
mandado a su familia en Nueva Jersey y le habrían dado un decente entierro
cristiano? ¿O hubieran tirado su cadáver a las tinieblas, para su propio uso?
El titular del
New York Post abandonado en el asiento de enfrente le llamó la atención: «Toda
la policía movilizada para capturar al asesino». No pudo reprimir una sonrisa.
Sus ideas de fracaso, debilidad y muerte se evaporaron. Después de todo, él era
ese hombre, ese asesino, y esa noche la idea de que lo atraparan era ridícula.
Al fin y al cabo, ¿no estaba su profesión sancionada por las máximas
autoridades posibles? Ningún policía podía apresarlo, ningún tribunal juzgarlo.
Las mismas fuerzas de la ley y el orden que armaban tanto alboroto con su
persecución servían a sus amos igual que él; estuvo por desear que algún
policía insignificante lo capturara y lo llevara en triunfo ante el juez, sólo
para ver qué cara ponían cuando les llegara la voz desde la oscuridad de que
Mahogany era un hombre protegido por encima de todas las leyes de los códigos.
Eran las diez y
media pasadas. El desfile de los espectadores de teatro había empezado, pero de
momento no había nada prometedor. De todas formas, le habría gustado dejar
pasar al gentío: seguir simplemente hasta el final de la línea a una o dos
piezas escogidas. Esperaba el momento oportuno, como cualquier cazador
prudente.
Kaufman aún no
había acabado hacia las once, una hora después de cuando se había prometido
irse. Pero la exasperación y el aburrimiento estaban haciendo más difícil el
trabajo, y las páginas de números que tenía delante empezaron a volverse
borrosas. A las once y diez tiró su pluma y admitió la derrota. Se frotó los
ojos –irritados– con las palmas de las manos hasta que la cabeza se le llenó de
colores.
–¡Joder! –dijo.
Nunca decía tacos
en público. Pero de cuando en cuando decirse joder a sí mismo era un gran
consuelo. Salió de la oficina con el abrigo empapado sobre el brazo y se
dirigió al ascensor. Sus miembros parecían drogados y apenas podía mantener
abiertos los ojos.
Fuera hacía más
frío de lo que había previsto, y el aire lo sacó un poco de su letargo. Anduvo
en dirección a la parada de metro de la calle 34. Cogería un expreso hacia Far
Rochaway. Estaría en casa en una hora.
Ni Kaufman ni Mahogany
lo sabían, pero en la estación de la calle 96, la policía había arrestado al
que tomaron por el Asesino del Metro, acorralándolo en uno de los trenes de la
parte alta de la ciudad. Un hombre pequeño, de origen europeo, armado con un
martillo y una sierra, había arrinconado a una joven en el segundo vagón y la
había amenazado con partirla por la mitad en nombre de Jehová.
Parecía dudoso
que fuera capaz de cumplir su amenaza. Tal como fueron las cosas, no tuvo
ocasión. Mientras el resto de los pasajeros (incluyendo a dos marines)
observaban, la presunta víctima asestó una patada al hombre en los testículos.
Se le cayó el martillo. Ella lo recogió y le rompió con él la mandíbula
inferior y el pómulo derecho antes de que se interpusieran los marines.
Cuando el tren
paró en la 96, la policía estaba preparada para arrestar al Carnicero del
Metro. Se precipitaron al vagón en tropel, chillando como hadas y asustados
como demonios. El Carnicero yacía en un rincón del vagón con la cara hecha
pedazos. Lo sacaron de ahí, triunfantes. La mujer, después del interrogatorio,
se fue a casa con los marines.
Iba a resultar
una distracción útil, aunque Mahogany no lo pudo saber en su momento. A la
policía le costó la mayor parte de la noche determinar la identidad del
prisionero, especialmente porque con la mandíbula destrozada sólo podía babear.
A las tres y media un tal capitán Davis, que se incorporaba al trabajo,
identificó al hombre como un vendedor de flores jubilado del Bronx llamado Hank
Vasarely. Hank, según parecía, era arrestado con regularidad por conducta
intimidatoria y ademanes deshonestos, todo en nombre de Jehová. Las apariencias
engañaban: era probablemente tan peligroso como el conejito de Pascua. Éste no
era el Asesino del Metro. No obstante, cuando los policías lo descubrieron,
Mahogany ya había acabado con su tarea desde hacía tiempo.
Eran las once y
cuarto cuando Kaufman subió al expreso en dirección a Mott Avenue. Compartió el
vagón con dos viajeros más. Uno era una mujer negra de mediana edad con un
abrigo púrpura, el otro, un adolescente pálido, lleno de acné, que observaba
con mirada extraviada la pintada del techo: «Besa mi blanco culo».
Kaufman iba en el
primer vagón. Tenía treinta y cinco minutos de viaje por delante. Dejó que sus
ojos se cerraran, tranquilizado por el bamboleo rítmico del tren. Era un viaje
tedioso y estaba cansado. No vio apagarse, parpadeando, las luces del segundo vagón.
Tampoco vio la cara de Mahogany, mirando por la puerta entre los vagones,
buscando más carne.
En la calle 14 la
mujer negra salió. No entró nadie.
Kaufman abrió un
momento los ojos, reconociendo el andén vacío de la 14, y luego los volvió a
cerrar. Las puertas se cerraron con un silbido. Estaba vagando entre la
conciencia y el sueño y sentía un revoloteo de sueños nacientes en la cabeza.
Era una sensación agradable. El tren se puso otra vez en marcha, traqueteando
por entre los túneles.
Quizá percibió a
medias que detrás de su cabeza adormilada habían abierto las puertas que
separaban el segundo vagón del primero. Quizá sintió la ráfaga súbita de aire
del túnel y se dio cuenta de que el ruido de las ruedas fue más fuerte durante
un rato. Pero decidió ignorarlo.
Quizás oyó la
pelea en que Mahogany sometió al joven de mirada extraviada. Pero el ruido era
demasiado lejano y la perspectiva de sueño demasiado tentadora. Siguió
adormecido.
Por alguna razón
soñó con la cocina de su madre. Estaba cortando rábanos y sonriendo con dulzura
al cortarlos. Él aún era pequeño y le miraba la cara radiante mientras
trabajaba. Cortar. Cortar. Cortar.
De pronto abrió
los ojos. Su madre se desvaneció. El vagón estaba vacío y el joven se había
ido.
¿Cuánto tiempo
había dormitado? No se acordó de que el tren paraba en la calle 4, oeste. Se
levantó con la cabeza somnolienta y estuvo a punto de caerse cuando el tren se
agitó violentamente. Parecía que iba a una velocidad considerable. Tal vez el
conductor quería llegar a casa, arroparse en la cama con su mujer. Iba a todo
gas; en realidad era sumamente aterrador.
La ventana entre
los dos vagones tenía una cortina bajada que antes no lo estaba, según creía
recordar. Una ligera inquietud se apoderó de la mente despierta de Kaufman. ¿Y
si hubiera dormido mucho rato y el vigilante no lo hubiera visto en el vagón? A
lo mejor habían pasado Far Rockaway y el tren se dirigía a toda prisa a donde
quiera que los llevaran de noche.
–¡Joder! –dijo en
voz alta.
¿Debería ir a la
cabina y preguntarle al conductor? Era una pregunta completamente estúpida:
¿dónde estoy? A esas horas de la noche, ¿podía esperar algo más que una sarta
de insultos a modo de respuesta?
Entonces el tren
empezó a aminorar la marcha.
Una estación. Sí,
una estación. El tren salió del túnel a la sucia luz de la parada de la calle
4, oeste. No se había pasado ninguna de largo.
Entonces ¿dónde
se había metido el chico?
O había hecho
caso omiso del aviso que había en la pared del vagón, que prohibía el cambio de
vagones durante el trayecto, o se había ido delante, a la cabina del conductor.
Probablemente estaría todavía entre sus piernas, pensó Kaufman, con los labios
abarquillados. Había precedentes. Éste era el Palacio de los Placeres, después
de todo, y todo el mundo tenía derecho a un poco de placer en la oscuridad.
Se encogió de
hombros. ¿Qué le importaba dónde se hubiera metido el chico?
Las puertas se
cerraron. No había subido nadie al tren. Cambió de vía después de la estación,
las luces parpadearon al utilizar el tren más corriente para recuperar un poco
de velocidad.
Kaufman notó que
le volvían las ganas de dormir, pero el miedo súbito de haberse perdido había
inyectado adrenalina en su sistema y sus miembros hormigueaban de tensión
nerviosa.
Sus sentidos
también se habían agudizado.
Incluso por
encima del estrépito y del estruendo de las ruedas sobre las vías oía un ruido
de desgarrones de ropa procedente del vagón contiguo. ¿Alguien se estaría
rasgando la camisa?
Se levantó,
agarrándose a una de las correas para conservar el equilibrio.
La ventana entre
un vagón y otro estaba tapada del todo por la cortina, pero se quedó mirándola,
ceñudo, como si pudiera descubrir de repente la visión de rayos X. El vagón
avanzaba tambaleándose. Era como volver a viajar de verdad.
Otro ruido de
desgarrones.
¿Sería una
violación?
Con un vago
interés de mirón se acercó por el oscilante vagón hacia la puerta intermedia,
esperando que la cortina tuviera alguna grieta. Sus ojos aún estaban fijos en
la ventana, y no se dio cuenta de las salpicaduras de sangre que estaba
pisando.
Hasta que...
... su talón
resbaló. Miró hacia abajo. Su estómago vio la sangre casi antes que su cerebro,
y el jamón con pan integral se le atascó a mitad de camino de la garganta.
Sangre. Tragó varias bocanadas de aire viciado y apartó la vista; miró de nuevo
a la ventana.
Su cabeza no
dejaba de repetir: sangre. No podía pensar en otra cosa.
Ahora no había
más que un par de metros entre él y la puerta. Tenía sangre en el zapato y
había un pequeño reguero hasta el vagón de al lado, pero a pesar de todo tenía
que mirar.
Tenía que
hacerlo.
Dio dos pasos más
en dirección a la puerta y escudriñó la cortina buscando un rasguño: una hebra
descosida sería suficiente. Había un pequeño agujero. Pegó el ojo a él.
Su cerebro se
negaba a admitir lo que sus ojos estaban viendo al otro lado de la puerta.
Rechazaba el espectáculo por absurdo, como si fuera una ensoñación. Su razón
decía que no podía ser real, pero su instinto le decía que sí lo era. El cuerpo
se le quedó rígido de terror. Sus ojos no podían dejar de mirar sin pestañear
lo que había detrás de la cortina. Se quedó en la puerta mientras el tren
seguía traqueteando; entretanto la sangre se le iba de las extremidades y su
cerebro se mareaba por falta de oxígeno. Se le encendieron manchas brillantes
en la vista, emborronando la atrocidad.
Luego se desmayó.
Estaba
inconsciente cuando el tren llegó a Jay Street. Permaneció sordo al aviso del
conductor de que todos los que fueran más allá de esa parada tenían que cambiar
de tren. Si lo hubiera oído se habría preguntado qué quería decir. Ningún tren
vomitaba todos sus pasajeros en Jay Street; la línea seguía hasta Mott Avenue,
pasando por el hipódromo del Acueducto, después del aeropuerto JFK. Habría ido
a preguntar qué clase de tren era ése. Sólo que ya lo sabía. La verdad colgaba
del vagón de al lado. Sonreía satisfecha desde detrás de un delantal de mallas
ensangrentado.
Éste era el tren
de la carne de medianoche.
En un desmayo
absoluto no se controla el tiempo. Pudieron pasar segundos u horas antes de que
los ojos de Kaufman volvieron a abrirse, parpadeando, y su espíritu recapacitó
sobre esta nueva situación.
Estaba tumbado
bajo uno de los asientos, recostado a lo largo de la vibrante pared del vagón,
a salvo de miradas. El destino debía estar de su parte hasta ahora, pensó: de
alguna manera el tambaleo del vagón debía haber desplazado su cuerpo
inconsciente.
Pensó en el
horror del segundo vagón y volvió a tragarse el vómito. Estaba solo. Donde
quiera que estuviera el vigilante (tal vez asesinado), no tenía forma de pedir
ayuda. ¿Y el conductor? ¿Estaba muerto junto a los mandos? ¿Estaría el tren
precipitándose ahora mismo por un túnel desconocido, un túnel sin una sola
estación que permitiera identificarlo, hacia su destrucción?
Y, si no había
ningún accidente en que morir, siempre quedaba el Carnicero, que todavía daba
puñaladas, separado tan sólo por una puerta de donde Kaufman estaba tumbado.
Mirara donde
mirara, el nombre que estaba escrito en cada puerta era «muerte».
El ruido era
ensordecedor, especialmente en el suelo. Los dientes le temblaban en los
alveolos y su cara estaba entumecida por las vibraciones; incluso el cráneo le
dolía.
Poco a poco fue
notando que le volvía la fuerza a los exhaustos miembros. Estiró con cuidado
los dedos y se apretó los puños para que la sangre corriera de nuevo.
Y a medida que
volvía en sí sentía otra vez náuseas. Seguía representándose la espantosa
brutalidad del vagón contiguo. En ocasiones había visto fotografías de víctimas
asesinadas, por supuesto, pero éstos no eran asesinatos vulgares. Estaba en el
mismo tren que el Carnicero del Metro, el monstruo que colgaba de las correas a
sus víctimas por los pies, afeitadas y desnudas.
¿Cuánto tiempo
pasaría hasta que el asesino cruzara esa puerta y lo encontrara? Estaba seguro
de que, si no lo mataba el Carnicero, lo haría la espera.
Oyó movimientos
del otro lado de la puerta.
Venció su
instinto. Kaufman se apretujó todavía más bajo el asiento y se arrebujó en una
pequeña bola, con la cara blanca y mareada vuelta hacia la pared. Luego se
cubrió la cabeza con las manos y cerró los ojos tan fuerte como un niño
aterrorizado por el coco.
La puerta se
abrió con un silbido. Clic. Shsss. Entró una bocanada de aire de los raíles.
Olía más raro que cualquier cosa que hubiera olido antes: y era más frío. Fue
como un aire primitivo para sus fosas nasales, un aire hostil e insondable. Le
hizo estremecerse.
La puerta se
cerró. Clic.
El Carnicero
estaba cerca, Kaufman lo sabía. No podía estar más que a unos cuantos
centímetros de donde él se encontraba.
¿Estaría incluso
ahora mirando hacia abajo, hacia su espalda? ¿Ahora mismo, inclinándose, navaja
en mano, para sacarlo de su escondite como a un caracol de su concha?
No pasó nada. No
sintió ningún aliento sobre su cuello. Su espina dorsal no estaba abierta en
canal.
Sólo hubo un
ligero ruido de pisadas cerca de su cabeza; luego, ese mismo sonido disminuyó.
Kaufman expulsó
la respiración –contenida en los pulmones hasta que le dolieron–, con un
chirrido entre los dientes.
Mahogany casi se
sentía decepcionado porque el hombre dormido se hubiera bajado en la calle 4,
oeste. Estaba deseando un trabajo más esa noche para distraerse hasta que
bajaran. Pero no: el hombre se había ido. De todas formas, la víctima potencial
no parecía demasiado sana, pensó para sus adentros, probablemente era un
anémico contable judío. La carne no habría sido de calidad. Recorrió todo el
vagón hasta la cabina del conductor. Pasaría ahí el resto del viaje.
«¡Cielos!», pensó
Kaufman, «va a matar al conductor.»
Oyó abrirse la
puerta de la cabina. Luego la voz del Carnicero: baja y ronca.
–Hola.
–Hola.
Se conocían.
–¿Trabajo hecho?
–Trabajo hecho.
Le sorprendió la
banalidad del diálogo. ¿Trabajo hecho? ¿Qué significaba «trabajo hecho»?
Se perdió las
pocas palabras restantes porque el tren pasó por un tramo especialmente ruidoso
de la vía.
No pudo
resistirse más tiempo a mirar. Se desdobló cautelosamente y echó una ojeada por
encima del hombro hasta el fondo del vagón. Todo lo que pudo ver fueron las
piernas del Carnicero y la base de la puerta abierta de la cabina. ¡Maldición!
Quería volver a ver la cara del monstruo.
Se oyeron risas.
Kaufman meditó
los riesgos de su situación: la matemática del pánico. Si se quedaba dónde
estaba, tarde o temprano el Carnicero lo sorprendería, y él se convertiría en
carne picada. Por otra parte, si salía de su escondite, se arriesgaba a que lo
vieran y le persiguieran. ¿Qué era peor: la inmovilidad, y encontrarse la
muerte atrapado en un agujero, o la tentativa de fuga, ¿y enfrentarse a su
Hacedor en mitad del vagón?
A Kaufman le
sorprendió su propio arrojo: se movería.
Salió
infinitesimalmente despacio de debajo del asiento, arrastrándose y vigilando
constantemente al hacerlo la espalda del Carnicero. Una vez fuera, empezó a
reptar hacia la puerta. Cada paso que daba era un tormento, pero el Carnicero
parecía demasiado absorto en la conversación para darse la vuelta.
Había alcanzado
la puerta. Empezó a levantarse, intentando prepararse para lo que vería en el
vagón número dos. Agarró el pomo y abrió la puerta con suavidad.
El ruido de los
raíles aumentó, y le llegó una ola de aire malsano, que no apestaba a nada
terrestre. Seguro que el Carnicero lo oía, ¿o lo olía? Seguro que se daría la
vuelta...
Pero no. Kaufman
se deslizó por la rendija que había abierto y se adentró en la cámara
sangrienta.
El alivio lo
volvió imprudente. Se olvidó de echar el picaporte tras él y la puerta empezó a
abrirse suavemente con el zarandeo del tren.
Mahogany sacó la
cabeza de la cabina y miró por el vagón hacia la puerta.
–¿Qué narices es
eso? –dijo el conductor.
–No cerré bien la
puerta. Eso es todo.
Kaufman oyó al
Carnicero dirigirse hacia ella. Se agazapó, hecho una bola de consternación,
contra la pared intermedia, consciente de repente de cuán cargadas tenía las
tripas. La puerta se cerró desde el otro lado y los pasos se volvieron a
alejar.
Salvado, al menos
por un momento.
Abrió los ojos,
intentando permanecer insensible al espectáculo de la matanza que tenía
delante.
No había forma de
lograrlo.
Embriagaba cada
uno de sus sentidos: el olor de entrañas abiertas, la vista de los cuerpos, la
sensación de líquido sobre el suelo, bajo sus pies, el ruido de las correas
crujiendo por el peso de los cadáveres, hasta el aire, que sabía salado de
sangre. Estaba a solas con la muerte en ese cuchitril, precipitándose por la
oscuridad,
Pero ya no sentía
náuseas, Sólo una repugnancia ocasional. Incluso se vio inspeccionando los
cuerpos con cierta curiosidad.
El cadáver más
cercano a él eran los restos del joven cubierto de espinillas que había visto
en el vagón número uno. El cuerpo colgaba cabeza abajo, meciéndose adelante y
atrás al ritmo del tren al unísono con sus tres compañeros; una obscena danza
macabra. Sus brazos se columpiaban, fláccidos, de las articulaciones de los
hombros, en las que se habían practicado cuchilladas de una pulgada o dos de
profundidad para que los cuerpos se balancearan con más elegancia.
Todas las partes
de la anatomía del muchacho oscilaban de forma hipnótica. La lengua, colgando
de la boca abierta. La cabeza, bailoteando del cuello rajado. Incluso el pene
del joven se sacudía de lado a lado de sus ingles desolladas. De la herida de
la cabeza y de la yugular aún manaba sangre en un cubo negro. Había cierta
elegancia en el conjunto: la impronta de un trabajo bien hecho.
Detrás de este
cuerpo estaban los cadáveres ahorcados de dos jóvenes mujeres blancas y de un
hombre de piel oscura. Inclinó la cabeza a un lado para mirarles las caras. No
tenían expresión. Una de las chicas era una belleza. Decidió que el hombre era
un puertorriqueño. Todos tenían la cabeza y el vello corporal rapado. En realidad,
aún había un olor acre en el aire, de rapado. Kaufman se levantó deslizándose
por la pared y, al hacerlo, el cuerpo de una mujer se dio la vuelta,
presentando la parte dorsal.
No estaba
preparado para este nuevo horror.
Habían abierto la
carne de la espalda en canal desde el cuello hasta las nalgas y separado los
músculos para exponer las vértebras relucientes. Era el triunfo final de la
obra del Carnicero. Ahí colgaban esas tajadas de humanidad, afeitadas,
sangradas y rajadas, abiertas como peces y listas para ser devoradas.
Estuvo a punto de
sonreírse ante la perfección de ese horror. Sintió un arrebato de locura en la
base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una absoluta indiferencia
ante el mundo.
Empezó a temblar
incontrolablemente. Notó cómo sus cuerdas vocales trataban de formar un grito.
Era intolerable: y sin embargo, gritar era convertirse en poco tiempo en una de
las criaturas que tenía delante.
–Joder –dijo, más
alto de lo que quería, y luego, apartándose de la pared, echó a andar por el
vagón entre los cadáveres oscilantes, observando los cuidadosos montones de
ropas y pertenencias depositados detrás de sus propietarios, en los asientos.
Bajo sus pies, el suelo estaba pegajoso de bilis secándose. Aun sin hacer caso
de las rajas podía ver con demasiada claridad la sangre de los cubos: estaba
espesa y embriagadora, con grumos de coágulos flotando dentro.
Ya había
sobrepasado al chico y veía la puerta del vagón número tres ante él. Todo lo
que tenía que hacer era huir de ese montón de atrocidades. Se animó a seguir
avanzando, procurando ignorar esos horrores y concentrarse en la puerta que lo
devolvería a la cordura.
Había pasado a la
primera mujer. Unos pocos metros más, se dijo, diez pasos como máximo, menos si
andaba con tranquilidad.
Entonces se
apagaron las luces.
–¡Dios mío!
–exclamó.
El tren dio un
bandazo y Kaufman perdió el equilibrio.
En la oscuridad
más absoluta buscó un apoyo y, sacudiendo los brazos, abrazó el cuerpo que
tenía al lado. Antes de que pudiera evitarlo, notó que sus manos se hundían en
la tibia carne y sus dedos asían el borde de músculo que tenía la mujer abierto
en la espalda, tocando con las yemas el hueso de la espina dorsal. Su mejilla
rozaba la carne pelada del muslo.
Gritó y, justo al
gritar, las luces se volvieron a encender parpadeando.
Según volvía la
luz y se apagaba su grito, oyó el ruido de los pasos del Carnicero acercándose
a lo largo del vagón número uno en dirección a la puerta intermedia.
Soltó el cuerpo
al que estaba abrazado. Tenía la cara manchada por la sangre de la pierna.
Podía sentirla en la mejilla; era como pintura de guerra.
El grito le había
despejado la cabeza, y sintió que le invadía una especie de fuerza. No habría
persecución por el tren, lo sabía: no habría cobardía, ahora no. Éste iba a ser
un enfrentamiento primitivo; dos seres humanos, cara a cara. Y utilizaría todos
los trucos que se le ocurrieran –todos– para vencer a su enemigo. Era, pura y
simplemente, cuestión de supervivencia.
El pomo de la
puerta vibró. Kaufman buscó un arma a su alrededor, con una mirada tranquila y
calculadora. Su vista recayó en la pila de ropas que estaba detrás del cuerpo
del puertorriqueño. Ahí había una navaja tirada entre sortijas de diamantes
falsos y cadenas de oro de imitación. Un arma de filo largo, inmaculadamente
limpia, probablemente motivo de orgullo de ese hombre. Pasando el cuerpo
musculoso, la arrancó del montón. Le reconfortó la mano; sin duda era muy
emocionante.
La puerta se
abría, y asomó la cara del asesino.
Kaufman miró por
entre el matadero a Mahogany. No era excesivamente corpulento; sólo otro
cincuentón medio calvo y demasiado gordo. Su cara era de rasgos duros; los
ojos, hundidos. Tenía la boca pequeña y de labios delicados. En realidad, era
una boca de mujer.
Mahogany no
conseguía imaginar de dónde había salido ese intruso, pero se dio cuenta de que
se trataba de un nuevo descuido, otro signo de su creciente incompetencia.
Debía despachar inmediatamente a esa criatura que había pasado por alto.
Después de todo no podían estar más que a una milla del final del trayecto.
Tenía que cortar al hombrecito y colgarlo por los talones antes de que llegaran
a destino.
Entró en el vagón
número dos.
–Estabas
durmiendo –dijo al reconocer a Kaufman–. Te vi.
Kaufman no dijo
nada.
–Tendrías que
haberte bajado del tren. ¿Qué intentabas hacer? ¿Esconderte de mí?
Kaufman siguió en
silencio.
Mahogany sacó el
mango de su cuchilla del cinturón de acero desgastado. Estaba sucio de sangre,
igual que su delantal de mallas, su martillo y su sierra.
–Tal como están
las cosas –dijo– tendré que deshacerme de ti.
Kaufman levantó
la navaja. Parecía algo pequeña al lado de toda la parafernalia del Carnicero.
–Joder –dijo.
Mahogany se echó
a reír ante las pretensiones de defensa del hombrecito.
–No deberías
haber visto esto: no es para tipos como tú –dijo, dando otro paso hacia
Kaufman–. Es secreto.
«O sea que es del
tipo inspirado por la divinidad, ¿no?», pensó Kaufman. «Eso explica algo.»
–Joder –volvió a
decir.
El Carnicero
frunció el ceño. No le gustaba la indiferencia del hombrecito ante su trabajo,
ante su reputación.
–Todos tenemos
que dormir un día, tarde o temprano –dijo–. Tendrías que estar agradecido: no
te van a quemar como a la mayoría: te puedo utilizar. Para dar de comer a los
padres.
La única
respuesta de Kaufman fue una mueca. No le aterrorizaba nada ese energúmeno
gordo y arrastrado.
El Carnicero
descolgó la cuchilla de su cinturón y la blandió.
–Un judío de
mierda como tú –dijo–, debería alegrarse sólo de ser útil: la carne es lo mejor
a lo que puedes aspirar.
Sin previo aviso,
lanzó una estocada. La cuchilla rasgó el aire a considerable velocidad, pero
Kaufman se echó atrás. Rajó la manga de su abrigo y se hundió en la espinilla
del puertorriqueño. El golpe partió a medias la pierna y el peso del cuerpo
abrió aún más la cuchillada. La carne del muslo, en exposición, era como un
filete de primera, suculento y apetitoso.
El Carnicero
empezó a desclavar la cuchilla de la herida y en ese momento saltó Kaufman. La
navaja voló hacia el ojo de Mahogany, pero por un error de cálculo se hundió en
el cuello. Atravesó la columna y asomó con una pequeña gota de sangre coagulada
por el otro extremo. De lado a lado. De un solo golpe. De lado a lado.
Mahogany recibió
la hoja en el cuello con una sensación de asfixia. Emitió un sonido ridículo,
una especie de tos poco entusiasta. Manó sangre de sus labios, pintándolos,
como el lápiz de labios a una boca de mujer. La cuchilla cayó al suelo con gran
estrépito.
Kaufman arrancó
la navaja. De las dos heridas chorrearon dos pequeños arcos de sangre.
Mahogany se
desplomó sobre sus rodillas, mirando la navaja que lo había matado. El
hombrecito lo observaba pasivamente. Estaba diciendo algo, pero sus oídos
estaban sordos a los comentarios, como si se encontrara bajo el agua.
De repente se
quedó ciego. Supo con nostalgia por sus sentidos que no volvería a ver ni a
oír. Esto era la muerte: la tenía encima, sin duda.
Sin embargo,
todavía palpaba con las manos la tela de los pantalones y las salpicaduras
calientes sobre su piel. La vida parecía temblarle en las yemas mientras sus
dedos se aferraban al último sentido... luego se desplomó, y sus manos, su vida
y su deber sagrado se doblegaron bajo el peso de una carne avejentada.
El Carnicero
estaba muerto.
Kaufman introdujo
bocanadas de aire viciado en sus pulmones y se agarró a una de las correas para
serenar su cuerpo tambaleante. Las lágrimas emborronaron la carnicería ante la
que se encontraba. Pasó un tiempo: no supo cuánto; estaba perdido en sueños de
victoria.
Luego el tren
empezó a reducir su velocidad. Notó y oyó cómo apretaban los frenos. Los
cuerpos colgantes se inclinaron hacia adelante al frenar la locomotora, sus
ruedas chirriaron sobre las vías, que rezumaban limo.
La curiosidad se
apoderó de él.
¿Se desviaría el
tren al matadero subterráneo del Carnicero, decorado con las carnes que había
reunido a lo largo de su carrera? ¿Y qué haría el risueño conductor, tan
indiferente a la masacre, cuando el tren se detuviera? Ahora podía ocurrir
cualquier cosa. Podía enfrentarse a todo: espérate y verás.
El altavoz
crepitó. Se oyó la voz del conductor:
–Ya estamos,
colega. Es mejor que te vayas a tu sitio, ¿no?
¿Irse a su sitio?
¿Qué quería decir eso?
El tren iba ahora
a paso de caracol. Fuera de las ventanas todo estaba tan oscuro como siempre.
Las luces parpadearon y se apagaron. Esta vez no volvieron a encenderse.
Se quedó en la
oscuridad absoluta.
–Llegaremos en
media hora –anunció el altavoz, igual que un aviso de estación.
El tren se había
detenido. De repente faltó el ruido de las ruedas sobre los raíles, la
precipitación de su paso, a los que tan acostumbrado estaba. Todo lo que pudo
oír fue el zumbido del altavoz. Aún no podía ver nada.
Y de repente, un
silbido. Las puertas se estaban abriendo. Penetró en el vagón un olor tan
cáustico que tuvo que apretarse las manos contra la cara para zafarse de él.
Permaneció en
silencio, la mano en la boca, durante lo que pareció una eternidad.
Entonces hubo un
parpadeo de luz fuera de la ventana. Dibujó el perfil del marco de la puerta y
se hizo progresivamente más intensa. Pronto hubo bastante luz en el vagón para
que viera a sus pies el cuerpo arrugado del Carnicero y trozos cetrinos de carne
colgando a cada lado de él.
También hubo un
murmullo procedente de la oscuridad, fuera del tren, una congregación de
pequeñas voces parecidas a las de los escarabajos. En el túnel, andando con los
pies a rastras hacia el tren, había seres humanos. Kaufman pudo distinguir
ahora su figura. Algunos llevaban antorchas que brillaban con una mortecina luz
amarronada. El ruido tal vez procedía de su andar sobre el suelo húmedo, o del
chasquido de sus lenguas, o de ambos.
No era tan
ingenuo como lo había sido hacía una hora. ¿Podía haber alguna duda acerca de
la intención de esas cosas que salían de la oscuridad dirigiéndose hacia el
tren? El Carnicero había asesinado a hombres y mujeres para dar carne a esos
caníbales; se acercaban, como comensales al oír la campana de la cena, a comer
en este vagón restaurante.
Se agachó y
recogió la cuchilla que Mahogany había dejado caer. El ruido de criaturas
acercándose era cada vez mayor. Fue hacia el final del vagón, tratando de
alejarse de las puertas abiertas, sólo para descubrir que las de detrás también
lo estaban, y también allí se oía el rumor de pasos acercándose.
Se volvió a
encoger detrás de uno de los asientos, y estaba a punto de refugiarse debajo de
ellos cuando una mano, delgada y frágil hasta el punto de transparentarse,
apareció junto a la puerta.
No pudo apartar
la vista. No porque el terror lo helara, como había ocurrido junto a la
ventana. Simplemente quería observar.
La criatura entró
en el vagón. Las antorchas que iban detrás de ella dejaron su cara en la
sombra, pero se podía ver claramente su figura.
No había nada
demasiado especial en ella.
Como él, tenía
dos brazos y dos piernas. Su cabeza no tenía forma anormal. El cuerpo era
pequeño, y el esfuerzo de trepar al tren había enronquecido su respiración.
Tenía más de geriátrico que de sicótico; generaciones de ficticios devoradores
de hombres no habían preparado a Kaufman para una vulnerabilidad tan
angustiosa.
Detrás de aquello
surgían criaturas similares de la oscuridad, entrando torpemente en el tren.
Entraban por todas las puertas.
Kaufman estaba
atrapado. Sopesó la cuchilla en sus manos, buscando su equilibrio, preparado
para una batalla con esos monstruos antiguos. Habían metido una antorcha en el
vagón que iluminaba las caras de los líderes.
Eran
completamente calvos. La carne cansada de sus rostros estaba estirada
fuertemente sobre sus cráneos, de forma que brillaba por la tirantez. Había
manchas de descomposición y enfermedad sobre su piel, y en algunas zonas el
músculo se había podrido con un pus negro, por el que sobresalía el hueso del
pómulo o de la sien. Algunos estaban desnudos como bebés, con los cuerpos
pastosos y sifilíticos casi asexuados. Lo que una vez fueron pechos eran como
bolsas de cuero colgando del torso, los genitales habían encogido.
Más desagradables
que los que iban desnudos eran los que se cubrían con ropas. Pronto se dio
cuenta de que la tela pútrida que les rodeaba los hombros o que llevaban atada
en mitad del diafragma estaba hecha de pieles humanas. No una, sino una docena
o más, amontonadas a la buena de Dios, como patéticos trofeos.
Los líderes de
esta grotesca cola para comer ya habían llegado a los cuerpos y posaron las
manos gráciles sobre los pedazos de carne, acariciando de arriba abajo la piel
afeitada, de una forma que sugería placer sensual. Las lenguas bailoteaban
fuera de las bocas, salpicando de baba la carne. Los ojos de los monstruos se
abrían y cerraban con hambre y excitación.
Por fin uno de
ellos lo vio.
Sus ojos dejaron
de pestañear un momento y se clavaron en él. Una mirada inquisitiva le asomó a
la cara, era como una parodia del desconcierto.
–Tú –dijo. Su voz
estaba tan consumida como los labios de donde salía.
Kaufman levantó
un poco la cuchilla, calculando sus posibilidades. Habría cerca de unos treinta
en el vagón, y muchos más afuera. Pero parecían muy débiles y no tenían más
armas que sus pieles y huesos.
El monstruo
volvió a hablar con una voz bastante bien modulada cuando la recuperó; era el
gorjeo de un hombre antaño cultivado, antaño encantador.
–Viniste después
del otro, ¿no es verdad?
Miró de reojo el
cuerpo de Kaufman. Estaba claro que había comprendido muy rápidamente la
situación.
–Viejo, en
cualquier caso –dijo, con sus húmedos ojos posados otra vez sobre Kaufman,
estudiándolo cuidadosamente.
–Que te jodan
–dijo éste.
La criatura
esbozó una sonrisa forzada, pero casi había olvidado la técnica y el resultado
fue una mueca que descubrió una boca con los dientes colocados sistemáticamente
en fila.
–Ahora tienes que
hacer esto para nosotros –dijo, con una sonrisa bestial–. No podemos sobrevivir
sin comida.
La mano dio unas
palmaditas al trasero de carne humana. Kaufman no supo qué replicar ante esa
idea. Se limitó a observar con repugnancia cómo las uñas se deslizaban por la
hendidura de las nalgas, valorando la curvatura del tierno músculo.
–Nos repugna
tanto como a ti –dijo la criatura–. Pero estamos obligados a comer esta carne o
si no moriremos. Dios sabe que no tengo ganas de hacerlo.
Sin embargo, esa
cosa estaba babeando.
Kaufman recuperó
la voz. Era débil, más por confusión de sentimientos que por miedo.
–¿Qué son
ustedes? –Recordó al hombre de la barba en la cafetería–. ¿Sois accidentes de
algún tipo?
–Somos los padres
de la ciudad –dijo la cosa–. Y las madres, hijas e hijos. Los constructores,
los legisladores. Hicimos esta ciudad.
–¿Nueva York?
–dijo Kaufman–. ¿El Palacio de los Placeres?
–Antes de que
nacieras tú, antes de que naciera cualquier ser vivo.
Mientras hablaba,
las uñas de la criatura acariciaban por debajo de la piel el cuerpo destrozado
y arrancaba la fina tira elástica del apetitoso músculo. Detrás de Kaufman las
otras criaturas habían empezado a descolgar los cuerpos de las correas, posando
las manos con la misma satisfacción sobre los suaves pechos y los costados de
carne. También la habían empezado a despellejar.
–Nos traerás más
–dijo el padre–, más carne para nosotros. El otro era débil.
Kaufman lo miró
con reticencia.
–¿Yo? –dijo–.
¿Darles de comer? ¿Por quién me tomas?
–Lo tienes que
hacer por nosotros y por otros más viejos que nosotros. Para los que nacieron
antes de que se planeara la ciudad, cuando América era un bosque y un desierto.
La frágil mano
señaló el exterior del tren.
La mirada de
Kaufman siguió el dedo extendido en dirección a la penumbra. Fuera del tren
había algo que no descubrió antes; más grande que nada humano.
El montón de
criaturas se apartó para permitirle examinar más de cerca lo que estaba ahí
fuera, pero sus pies no se movieron.
–Adelante –dijo
el padre.
Kaufman pensó en
la ciudad que había amado. ¿Eran éstos sus padres, sus filósofos, sus
creadores? Tuvo que creer que así era. A lo mejor había gente en la superficie
–burócratas, políticos y autoridades de todo tipo– que conocían este horrible
secreto y cuyas vidas estaban consagradas a proteger a estas abominaciones
dándoles de comer, como los salvajes ofrecen corderos a sus dioses. Había algo
terriblemente familiar en este ritual. Pulsó una tecla, no en la inteligencia
consciente de Kaufman, sino en su personalidad más recóndita, más antigua.
Sus pies, que ya
no obedecían a su cerebro, sino a su instinto de adoración, se movieron.
Atravesó el pasillo entre los cuerpos y bajó del tren.
La luz de las
antorchas empezaba a iluminar débilmente la ilimitada oscuridad exterior. El
aire parecía sólido, se espesaba con el olor de tierra antigua. Pero Kaufman no
olía nada. Inclinó la cabeza, fue todo lo que pudo hacer para evitar tropezar
de nuevo.
Ahí estaba el
precursor del hombre. El americano primigenio, cuya tierra natal era ésta, y no
Passamaquody o Cheyenne. Sus ojos, si los tenía, estaban mirándolo.
Su cuerpo se
estremeció. Le castañetearon los dientes.
Podía oír los
ruidos de esa anatomía: latidos, crujidos y sollozos.
Se movió un poco
en medio de la oscuridad.
El ruido de su
movimiento fue doloroso. Como el de una montaña al levantarse.
Kaufman levantaba
la mirada en dirección a él y, sin pensar qué estaba haciendo o por qué, se
postró de rodillas, sobre la mierda, ante el padre de los padres.
Todos los días de
su vida estaban encaminados a éste, todos los momentos apresuraban este momento
imprevisible de terror sagrado.
Si hubiera habido
bastante luz en este infierno para verlo entero, tal vez su tibio corazón
habría estallado. Con la que había, notó que su pecho se estremecía al ver lo
que vio.
Era un gigante.
Sin cabeza ni miembros. Sin un rasgo que fuera análogo al de un hombre, sin un
órgano que tuviera sentido, o sentidos. Era como un banco de peces, si es que
se podía comparar con algo. Miles de hocicos moviéndose al unísono, echando
brotes, floreciendo y marchitándose rítmicamente. Era iridiscente, como el
nácar, pero más oscuro a veces que cualquier color que Kaufman conociera o
pudiera nombrar.
Eso fue todo lo
que pudo ver; era más de lo que quería. Había mucho más en la oscuridad,
parpadeando, boqueando y aleteando.
Pero no pudo
seguir mirando. Se dio la vuelta y, mientras lo hacía, tiraron desde el tren
una pelota que rodó hasta pararse delante del padre.
Por lo menos
creyó que era un balón, hasta que se fijó con más atención y reconoció en él a
una cabeza humana, la cabeza del Carnicero. Le habían pelado la cara a tiras.
Tirada delante de su señor, relucía de sangre.
Kaufman apartó la
mirada y volvió andando al tren. Todas las partes de su cuerpo parecían llorar,
menos sus ojos. Estaban demasiado calientes por lo que habían visto; hicieron
que sus lágrimas se evaporaran.
Dentro, las
criaturas ya habían empezado a cenar. Vio a uno arrancar de su órbita el dulce
bocado azul de un ojo de mujer. Otro tenía una mano en la boca. A los pies de
Kaufman yacía el cadáver descabezado del Carnicero, que aún sangraba
profusamente de las heridas del cuello.
El pequeño padre
que había hablado antes se puso delante de Kaufman.
–¿Nos servirás?
–le preguntó suavemente, como se pide a una vaca que nos siga.
Él miraba
fijamente la cuchilla, el símbolo del trabajo del Carnicero. Las criaturas ya
abandonaban el vagón arrastrando tras ellos cuerpos a medio comer. A medida que
se retiraban las antorchas del vagón volvía la oscuridad.
Pero, antes de
que desaparecieran todas las luces, el padre alargó la mano y cogió por la
cabeza a Kaufman, y le hizo volverse para que se contemplara en el mugriento
espejo de la ventana del vagón.
Fue un reflejo
rápido, pero pudo ver perfectamente lo cambiado que estaba. Más blanco que
cualquier ser vivo, cubierto de mugre y de sangre.
La mano del padre
aún aferraba la cara de Kaufman; le metió el dedo índice en la boca y se lo
hundió en la garganta, agarrando con la uña la raíz de la lengua. La
intromisión le dio náuseas, pero no le quedaba voluntad para repeler el ataque.
–Sirve –dijo la
criatura–. En silencio.
Se dio cuenta
demasiado tarde de la intención de los dedos.
Aprisionaron
repentinamente su lengua y la voltearon en la raíz. Conmocionado, dejó caer la
cuchilla. Intentó chillar, pero no emitió ningún sonido. Tenía sangre en la
garganta, oyó cómo le rasgaban la carne y se contorsionó de dolor.
Luego salió la
mano de su boca, y los dedos escarlatas, cubiertos de baba, tenían su lengua
cogida entre el índice y el pulgar delante de su cara.
Kaufman estaba
mudo.
–Sirve –dijo el
padre, y se metió la lengua en la boca, mascándola con manifiesta satisfacción.
Kaufman cayó de rodillas, vomitando el bocadillo.
El padre ya se
iba, arrastrándose, hacia las tinieblas; el resto de los ancianos se habían
escondido una noche más en su madriguera.
El altavoz
crujió.
–A casa –dijo el
conductor.
Las puertas
silbaron al cerrarse, el tren vibró al volver a circular por él la corriente.
Las luces se encendieron parpadeando, se apagaron y se volvieron a encender.
El tren se puso
en marcha.
Kaufman estaba en
el suelo; le rodaban lágrimas por el rostro, lágrimas de desconsuelo y
resignación. Sangraría hasta morir –decidió–, donde yacía. No importaba que
muriera. Al fin y al cabo, era un mundo loco.
El conductor lo
despertó. Abrió los ojos. La cara que lo miraba era negra, y no hostil.
Sonreía. Kaufman intentó decir algo, pero su boca estaba sellada con sangre
seca. Sacudió la cabeza como un idiota tratando de escupir una palabra. No
emitió más que gruñidos.
No estaba muerto.
No se había desangrado.
El conductor lo
puso de rodillas, hablándole como si tuviera tres años.
–Tienes trabajo
que hacer, colega: están muy contentos contigo.
Se había chupado
los dedos y le frotaba los labios inflamados, intentando separarlos.
–Tienes mucho que
aprender antes de mañana por la noche...
Mucho que
aprender. Mucho que aprender.
Sacó a Kaufman
del tren. Nunca había visto antes esta estación. Tenía azulejos blancos y era
absolutamente prístina; el nirvana de un jefe de la estación. Ninguna pintada
ensuciaba las paredes. No había máquinas de billetes, pero tampoco puertas, ni
pasajeros. Ésta era una línea que sólo ofrecía un servicio: el Tren de la
Carne.
Los limpiadores
del turno de mañana ya estaban atareados eliminando la sangre de los asientos y
del suelo del tren. Alguien desnudaba el cuerpo del Carnicero, preparándolo
para despacharlo a Nueva Jersey. Alrededor de Kaufman todo el mundo trabajaba.
Por una reja del techo la luz del alba entraba a raudales.
De las vigas
caían motas de polvo dando vueltas y vueltas. Las observó, absorto. No había
visto nada tan bonito desde que era niño. Precioso polvo. Vueltas y vueltas,
vueltas y más vueltas.
El conductor
había conseguido separarle los labios. Tenía la boca demasiado herida para
poder moverla, pero por lo menos podía respirar fácilmente. Y el dolor ya
empezaba a calmarse.
El conductor le
sonrió, y luego se volvió al resto de los trabajadores de la estación.
–Me gustaría
presentarles al sustituto de Mahogany. Nuestro nuevo carnicero –anunció.
Los encargados de
la limpieza miraron a Kaufman. Había cierto respeto en sus rostros, cosa que a
él le pareció conmovedora.
Levantó la vista
a la luz del sol, que ahora caía a su alrededor. Agitó la cabeza, queriendo
decir que quería subir al aire libre. El conductor asintió y lo condujo a un
conjunto de escaleras y, a través de un pasadizo, hasta la calle.
Hacía un día
precioso. El brillante cielo de Nueva York estaba rayado de filamentos de nubes
rosa pálido, y el aire olía a mañana.
Las calles y
avenidas estaban prácticamente vacías. A lo lejos un taxi atravesaba de vez en
cuando un cruce, y su motor era un murmullo; un corredor pasaba sudando por el
otro lado de la calle.
Muy pronto
aquellas aceras desiertas estarían atestadas de gente. La ciudad se dedicaría a
sus negocios en la ignorancia: sin conocer jamás sus cimientos ni saber a qué
debía su vida. Sin dudarlo, Kaufman se postró de rodillas y besó el sucio
asfalto con los labios ensangrentados, jurando en silencio eterna lealtad a su
causa.
El Palacio de los
Placeres acogió esta muestra de adoración sin un comentario.