martes, 30 de abril de 2024

Otoño inmortal. Wallace Stevens (1879-1955)


Recito este poema con voz grave y monótona
en alabanza del otoño, del lejano y sinuoso otoño
alabo los campos sin flores alabo las nubes, las altas ramas silenciosas

donde el viento arranca sonidos, músicas sombrías.

Alabo el otoño ésta es la estación del hombre,
ahora el extraño sol no se entromete en nuestra tierra
no vigoriza el verde ni deshiela el suelo escarchado
y el invierno todavía no agobia con su silencio las ramas del pino.

En el otoño compartimos los días con los negros cuervos
el extendido mundo del año susurrante se ha marchado
hay más espacio para vivir el una vez secreto amanecer
llega la tarde con la luz del día y la oscuridad camina indefensa.

Entre el bravo y turbulento arder de las hojas
y el invierno que cubre nuestros corazones con su nieve pesada
estamos solos y no hallarás las nubes nocturnas
la luna las estrellas mansas giran alrededor de nuestros hogares.
Ésta es la estación humana en el aire estéril
las palabras pueden transportar el aliento y el sonido se arrastra

y continúa resonando

oímos el grito de un hombre muerto
desde un otoño que se ha ido hace mucho tiempo.

Te llamo y mi súplica se extiende mucho más allá de este aire amargo.


Llora en mi corazón como llueve sobre la ciudad. Paul Verlaine (1844-1896)

Llora en mi corazón
Como llueve sobre la ciudad
¿Qué es esta desazón
Que penetra mi corazón?

Ay, ruido dulce de la lluvia
Por la tierra y sobre los techos
Para un corazón que es abulia
Ay, el canto de la lluvia

Llora y no hay razón
En este corazón que siente asco
¡Qué! ¿Ninguna traición?
Este duelo se da sin razón

Y es así de todos el peor dolor
De no saber por qué
Sin amor y sin rencor
Mi corazón tiene tanto dolor


Sombras. A.C. Benson (1862-1925)

El alma imperiosa que no se dobla ante la voluntad de ningún hombre,
Que toma por derecho propio el servicio de su clase,
Flota en el aire libre, intocable, ilimitado.

Golpea lo que oye, esclaviza, caprichoso todavía.

Pero cuando se precipita sobre la tierra,
Rápida, rápidamente las visiones vacilan: su ala valiente
Ya no lo sostiene; y esa repentina cosa sombría

Acecha desde la oscuridad, y lo envuelve.

Entonces puedes ver el cernícalo que se cierne golpeado
Sobre el risco, en lento circular, piñones tiesos
Cayendo en la luz solar a través del viento.
Y mientras lucha por aferrarse a las rocas.
Su sombra huye a través de la caliza blanca
Y lo enfrenta, arrodillándose a sus pies.


La enamorada. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

Esta lúgubre manía de vivir,
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra Alejandra no lo niegues.

Hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió.

Enviarás mensajes, sonreirás,
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado.

Oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú
te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!


Más allá del olvido. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

Alguna vez de un costado de la luna
verás caer los besos que brillan en mí
las sombras sonreirán altivas
luciendo el secreto que gime vagando
vendrán las hojas impávidas que
algún día fueron lo que mis ojos
vendrán las mustias fragancias que
innatas descendieron del alado son
vendrán las rojas alegrías que
burbujean intensas en el sol que
redondea las armonías equidistantes en
el humo danzante de la pipa de mi amor.


Anillos de ceniza. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

Son mis voces cantando
para que no canten ellos,
los amordazados grismente en el alba,
los vestidos de pájaro desolado en la lluvia.

Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose.
Y hay, cuando viene el día,
una partición de sol en pequeños soles negros.
Y cuando es de noche, siempre,
una tribu de palabras mutiladas
busca asilo en mi garganta
para que no canten ellos,
los funestos, los dueños del silencio.


El infierno musical. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

Golpean con soles

Nada se acopla con nada aquí

Y de tanto animal muerto en el cementerio de
huesos filosos de mi memoria

Y de tantas monjas como cuervos que se precipitan a hurgar
entre mis piernas

La cantidad de fragmentos me desgarra

Impuro diálogo

Un proyectarse desesperado de la materia verbal

Liberada a sí misma

Naufragando en sí misma.


Caminos del espejo. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.

Pero a ti quiero mirarte hasta que tu rostro se aleje de mi miedo como un pájaro del borde filoso de la noche.

Como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia.

Como cuando se abre una flor y revela el corazón que no tiene.

Todos los gestos de mi cuerpo y de mi voz para hacer de mi la ofrenda, el ramo que abandona el viento en el umbral.

Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste.

La noche de los dos se dispersó con la niebla. Es la estación de los alimentos fríos.

Y la sed, mi memoria es de la sed, yo abajo, en el fondo, en el pozo, yo bebía, recuerdo.

Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de revelaciones.

Como quien no quiere la cosa. Ninguna cosa. Boca cosida. Párpados cosidos. Me olvide. Adentro el viento. Todo cerrado y el viento adentro.

Al negro sol del silencio las palabras se doraban.

Pero el silencio es cierto. Por eso escribo. Estoy sola y escribo. No, no estoy sola. Hay alguien aquí que tiembla.

Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas que me suceden. ¿Y que deseaba yo? Deseaba un silencio perfecto. Por eso hablo.

La noche tiene la forma de un grito de lobo.

Delicia de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de mi, he ido hacia la que duerme en un país al viento.

Mi caída sin fin a mi caída sin fin en dónde nadie me aguardó pues al mirar quien me aguardaba no vi otra cosa que a mi misma.

Algo caía en el silencio. Mi ultima palabra fue yo pero me refería al alba luminosa.

Flores amarillas constelan un circulo de tierra azul. El agua tiembla llena de viento.

Deslumbramiento del día, pájaros amarillos en la mañana. Una mano desata tinieblas, una mano arrastra la cabellera de una ahogada que no cesa de pasar por el espejo. Volver a la memoria del cuerpo, he de volver a mis huesos en duelo, he de comprender lo que dice mi voz.


Tadeo. Virgilio Piñera (1912-1979)

Al cumplir los sesenta años, Tadeo realizó una recapitulación de su vida. Y el saldo no resultó desfavorable. Buen trabajador, buen padre y buen esposo, buen amigo... Nunca una riña, ni siquiera lo que se conoce por “estar peleado”. De verlo bonachón y consecuente, todos decían que le faltaba espíritu crítico y que carecía del don de la ironía. En varias ocasiones llegaron a sus oídos estos comentarios, pero Tadeo, que era el buen humor en persona y que en cierta medida tenía sentido del humor, se apresuraba a decir:
“Más vale ser de espíritu manso. Así puedo ayudar a mis semejantes.”
De modo que, al cumplir los sesenta años, Tadeo podía afirmar, con las limitaciones del caso, que era un hombre feliz. Sin dudas comenzaba para él una vejez dichosa. Pero hacia los sesenta y cinco se produjo un cambio capital en su vida; diríamos, aunque sin gran precisión, un cambio anímico. Pese al sinnúmero de cosas que escapan a nuestra comprensión, tratamos de todos modos de definirlas, de ponerles su etiqueta; haciéndolo así, nos sentimos en cierta medida tranquilos; quiero decir: formalmente tranquilos.
Y tal cambio capital era de naturaleza tan recóndita, que a primera vista se hubiera tomado por un caso de locura. ¿Cómo es posible que un hombre, hasta sus sesenta años ejemplo de mesura y orden, de tacto, se desorbite y caiga de pronto, pura y simplemente, en el exhibicionismo?
Ya estamos de lleno en la definición. Porque habría que ponerse de acuerdo sobre si en realidad se estaba frente a un exhibicionista. De este caso se lee en el Diccionario de la Lengua:
“Obsesión morbosa que lleva a ciertos sujetos a exhibir sus órganos genitales. Y, por extensión, el hecho de mostrar en público sus sentimientos, su vida privada, los cuales se deben ocultar...”
A reserva de exponer en detalle lo que con el tiempo llegó a conocerse como “el caso Tadeo”, ninguno de sus difamadores, ninguno de los murmuradores, ninguno de sus acusadores –los hubo, y encarnizados–, se detuvo un momento a pensar si eso que había cambiado bruscamente la vida de Tadeo era, pongamos por caso, una exigencia de su espíritu.
Pensamos esto los que habiendo sido sus amigos íntimos seguimos su vida paso a paso. ¿Sería posible que Tadeo, personificación del recato y del pudor, de la continencia, se desorbitara pura y simplemente por molestar? Nos negamos a aceptar tan insigne demostración de pequeñez de alma. Por el contrario, y a juicio nuestro, su actual “rareza” responde a una verdadera grandiosidad de alma.
Tadeo, casado desde los treinta años, tenía un hijo. Y cuando se le manifestó aquella “rareza” que dio al traste con su reputación, el hijo contaba veinticinco años de edad. Una tarde en que la nuera y la mujer de Tadeo habían salido de compras, el padre le dijo de sopetón:
–Cárgame.
Creyendo haber oído mal, el hijo replicó:
–¿Qué...?
–Que me cargues.
–¿Te sientes mal?
–Al contrario, me siento bien. Pero si no me cargas me sentiré mal.
El hijo, conocedor de la clase de hombre que era su padre, se quedó muy confundido y sólo acertó a decir:
–Papá, deja eso.
Tadeo, de suyo tan comedido, se enfureció e increpó inesperadamente a su hijo:
–Nunca hablo en broma. Jamás te he gastado una broma, y mucho menos, una como ésta. No puedo seguir luchando contra la necesidad de que alguien me lleve en sus brazos.
Entonces, dulcificada súbitamente la voz, añadió:
–Cárgame unos minutos. Eso me calmará.
El hijo se veía frente a un abismo; el orden lógico trastocado. Pensó en su tierno hijito, que apenas llegaba al año y al que, como padre amoroso, gustaba de llevar en sus brazos. Y su padre ahora, con sesenta y cinco años, le pedía que hiciera lo mismo con él. Tan turbado se sentía, tan confundido, que no supo hacerle frente a la situación. Luchaba entre el debido respeto a su padre, y esa idea –obsesiva ya– de que este había enloquecido de súbito. No sabiendo cómo salir del paso, dijo:
–Ahora no puedo. Tengo que ver a un amigo.
–Si no me cargas –repitió Tadeo– voy a sentirme mal. Mira –agregó luego como explicación–, esta necesidad la vengo experimentando desde hace unos cinco meses. Sé que hasta el último ser dotado de sano juicio me tomaría por un demente. Sin embargo, no lo estoy. Si apartamos esta imperiosa necesidad de que se me tome en brazos –y añadiré, de que se me acune como a un niño–, mi vida y mis actos son los de siempre. Sigo siendo el buen esposo que tu madre eligió; el mismo buen padre que, desde que tienes uso de razón, conoces... –se quedó callado por un instante, y añadió con infinita desazón–: Qué quieres... Como dice la canción: “...la vida es así, y no como tú quisieras”. Esta necesidad imperiosa se ha presentado de golpe y porrazo. Si no la manifestara abiertamente –como acabo de exponértela–, entonces sí me volvería loco –hizo otra pausa y añadió casi llorando–: He llegado a pensar que tal vez esté en el caso de necesitar el ser consolado...
El hijo lo interrumpió:
–¿De ser consolado...? Las personas que más amas en este mundo disfrutamos de excelente salud. Y, que yo sepa, nunca te hemos faltado en nada. No veo por qué tendrías que ser consolado.
–No es más que una conjetura. El hecho real y efectivo es que necesito ser llevado en brazos –y, con una suerte de pudor, añadió–: Sé lo grotesco de mi caso. Llevar en brazos a un viejo, y a un viejo de mi corpulencia, sería motivo de hilaridad universal. Represéntate la situación. Pido, digamos, a un soldado, que me tome en sus brazos. Digamos que acepte mi ruego. Ya estoy en sus brazos. ¿No oyes las carcajadas de la gente, los comentarios? Y de persistir él y yo, hasta nos tirarían piedras.
–Tú mismo lo ves, papá. ¿Y todavía insistes...?
–No temas. Completa la frase..., en tu locura. Pero, hijo, aparta tal idea. Estoy más cuerdo que tú mismo. Sólo que mi necesidad de ser llevado en brazos es ineludible e impostergable. Como no tengo otra alternativa, veo mi delicada posición y la estudio desde todos sus ángulos.
–Consulta tu caso con el siquiatra.
–Ya lo pensé. Prefiero, a la curación, el mal.
–¿Y dices que no estás loco? Eres el primer enfermo que no aspira a curarse.
–Un mal necesario –y el mío lo es– exige la curación, no mediante el tratamiento psiquiátrico, sino siendo llevado en brazos. Estoy dispuesto a arrostrar befa y escarnio, encarcelamiento y tal vez la muerte.
–Papá, nuestras conversaciones han versado siempre sobre la familia, el país; acerca de nuestros respectivos oficios; en fin, sobre todas esas menudencias que nos ayudan a vivir. Pero nunca me hablaste en un lenguaje que yo no entendiera. De no ser tú quien me dirige la palabra, pensaría que me están tomando el pelo.
–Te respeto demasiado para tomarte el pelo. Mala suerte si no entiendes mi lenguaje –se recostó a la pared, como quien está próximo a tener un vahído–. También sería posible que la gente comprendiera, comprendiera como lo comprendo yo: si un ser humano me pidiera que lo llevara en brazos lo haría gustoso. Y, sobre todo, no lo angustiaría con preguntas. Ese es el problema, hijo mío: la infinita comprensión.
Como asunto que debe ser resuelto en el seno del hogar; como uno de esos secretos de familia, de esas vergüenzas o estigmas que se esconden celosamente, miró el hijo a su alrededor, miró a Tadeo, y con aire de contubernio dijo:
–No tengo esa infinita comprensión, pero te debo respeto y te amo. Mi conocimiento del mundo y de las gentes no alcanza, no llega a esos abismos en que un padre necesita ser cargado en brazos por su hijo...
–No solamente por su hijo: también por otras gentes –aclaró, inesperadamente, Tadeo.
–Bien; para el caso es lo mismo –dijo, no sin cierta irritación, el hijo–. Si te debo respeto y amor, estoy dispuesto a llevarte en brazos. Pero, papá, solamente en casa, y cuando ni mamá ni mi mujer estén presentes.
Sonrió Tadeo, y acercándose al hijo respondió, con el acento encantador de un niño:
–Me conformo.
Entonces el hijo, como el que apura su cicuta, lo cargó y lo tuvo en sus brazos por espacio de unos cinco minutos. Lo dejó luego sentado en una silla y salió a la calle en busca de aire. Literalmente se ahogaba.
Pero Tadeo estaba necesitado de una arena más vasta. Prescindiendo de cuanto podría llamarse “la reputación de la familia” se lanzó, a los pocos días, en busca de gentes que lo tomaran en sus brazos. Volvía a la casa, las más de las veces, magullado, raída la ropa. Y cuando intervenía la Policía, el hijo debía afrontar la situación. Esto constituía materia para amargos reproches.
Tadeo era inflexible e imperturbable. No le importaba que cien personas se negaran a cargarlo, que otras se burlaran o lo escarnecieran, si una al menos aceptaba. Este hecho constituía para él tan gran felicidad, que todo lo amargo, los gestos agresivos o la hostilidad de los demás podían darse por bien empleados.
Para facilitar las cosas –que su peso no resultara gravoso–, adelgazó rápidamente. A los pocos meses era ya su propia sombra. Afirmaba que su espantosa delgadez animaba a las gentes a tomarlo en sus brazos.
Se marchó finalmente de su casa. Dormía bajo los puentes y comía sobras. Pero un adepto que ganara, que gustosamente se prestara a cargarlo, y esos breves momentos de exposición en los brazos de un semejante, eran la justificación de su vida. Y tal vez, ya que predicaba con el ejemplo, los seres humanos podrían darse a la hermosa tarea de cargarse los unos a los otros.


El grito. Robert Graves (1895-1985)

Cuando llegamos con nuestras bolsas al campo de criquet del manicomio, el médico jefe, a quien había conocido en la casa donde me hospedaba, se acercó para estrecharme la mano. Le dije que aquel día yo sólo venía a llevar el tanteo para el equipo de Lampton (me había roto un dedo la semana anterior, jugando en la arriesgada posición de guardar el wicket sobre un terreno irregular).
—Ah, entonces tendrá usted a un compañero interesante —me dijo.
—¿El otro tanteador? —le pregunté yo.
—Crossley es el hombre más inteligente del hospital —respondió el médico—, gran lector, jugador de ajedrez de primera, etcétera. Parece ser que ha viajado por todo el mundo. Le han mandado aquí por sus manías. La más grave es que es un asesino y, según él, ha matado a tres hombres y a una mujer en Sydney, Australia. La otra manía, que es más cómica, es que su alma está rota en pedazos, y vaya usted a saber qué querrá decir con eso. Edita nuestra revista mensual, nos dirige las obras teatrales navideñas, y el otro día nos hizo una demostración de juegos de manos muy original. Le gustará.
Me presentó. Crossley, un hombre corpulento de cuarenta o cincuenta años, tenía un rostro extraño, pero no desagradable. No obstante, me sentí un poco incómodo sentado en la cabina donde se llevaba el tanteo, con sus manos cubiertas de pelos negros tan cerca de las mías. No es que temiera algún acto de violencia física, pero sí tenía la sensación de estar en presencia de un hombre de fuerza poco corriente, e incluso tal vez, no sé por qué se me ocurriría, poseedor de poderes ocultos. Hacía calor en la cabina a pesar de la amplia ventana.
—Tiempo de tormenta —dijo Crossley, que hablaba con lo que la gente de campo llama «acento universitario», aunque yo no llegué a determinar de qué colegio universitario procedía—. En tiempo de tormenta, los pacientes nos comportamos de un modo todavía más anormal que de costumbre. Le pregunté si jugaba algún paciente.
—Dos de ellos, estos dos primeros bateadores. El alto, B. C. Brown, jugaba con el equipo del condado de Hants hace tres años, y el otro es un buen jugador de club. También suele apuntarse Pat Slingsby (ya sabe, el boleador rápido australiano), pero hoy prescindimos de él. Cuando el tiempo está así, sería capaz de lanzar la pelota contra la cabeza del bateador. No es que sea un demente en el sentido corriente; sencillamente, tiene un formidable mal genio. Los médicos no pueden hacer nada con él. Es para matarle.
Luego, Crossley empezó a hablar del doctor:
—Un tipo de buen corazón y, para ser médico de un hospital psiquiátrico, bastante preparado técnicamente. Incluso estudia psicología morbosa y lee bastante; está casi al día, digamos hasta anteayer. Como no lee ni alemán ni francés, yo le llevo una o dos etapas de ventaja en cuestión de modas psicológicas; él tiene que esperar que lleguen las traducciones inglesas.
Invento sueños significativos para que me los interprete y, como me he dado cuenta de que le gusta que incluya en ellos serpientes y tartas de manzana, así suelo hacerlo. Está convencido de que mi problema mental se debe a la consabida «fijación antipaternal»... ¡ojalá fuera así de sencillo!
Entonces me preguntó Crossley si podría tantear y escuchar una historia al mismo tiempo. Le dije que sí. Era un partido lento.
—Mi historia es verdadera —dijo—, cada palabra es cierta. O, al menos, cuando digo que mi historia es «verdadera» quiero decir que la estoy contando de una forma nueva. Siempre es la misma historia, pero algunas veces varío el clímax e incluso cambio los papeles de los personajes. Las variaciones la mantienen fresca, y por consiguiente verdadera. Si siempre utilizara la misma fórmula, pronto perdería interés y se volvería falsa. Me interesa mantenerla viva, palabra por palabra. Conozco personalmente a los personajes que hay en ella. Son gente de Lampton.
Decidimos que yo llevaría el tanteo de las carreras, incluyendo las carreras extras, y que él llevaría la cuenta de las boleadas y su análisis, y que a la caída de cada wicket nos copiaríamos el uno del otro.
Así fue posible que relatara la historia.
Richard se despertó un día diciéndole a Rachel:
—Pero ¡qué sueño tan raro!
—Cuéntame, cariño —le dijo ella—, y date prisa, porque yo quiero contarte el mío.
—Estaba conversando —le explicó— con una persona (o personas, porque cambiaba muy a menudo de aspecto) de gran inteligencia, y puedo recordar claramente la discusión. Sin embargo, ésta es la primera vez que logro recordar una conversación mantenida en sueños. Normalmente, mis sueños son tan diferentes del estar despierto que sólo puedo describirlos diciendo: «Es como si estuviera viviendo y pensando como un árbol, o una campana o un do mayor o un billete de cinco libras; como si nunca hubiera sido humano.» La vida allí se me presenta algunas veces rica y otras pobre, pero, repito, en cada ocasión tan diferente que si yo dijera: «Tuve una conversación» o «Estuve enamorado», o «Escuché música» o «Estaba enfadado», me encontraría tan lejos de la realidad de los hechos como si intentara explicar un problema de filosofía tal como se lo explicó Panurge, el personaje de Rabelais, a Thaumast: simplemente, haciendo muecas con los ojos y los labios.
—A mí me ocurre algo parecido —repuso ella—.
Creo que cuando estoy dormida me convierto, quizá, en una piedra, con todos los apetitos y las convicciones naturales de una piedra. Hay un refrán que dice: «Dura como una piedra», pero puede que haya más sentido en una piedra, más sensibilidad, más delicadeza, más sentimiento y más sensatez que en muchos hombres o mujeres. Y no menos sensualidad —añadió, pensativa.
Era un domingo por la mañana, así que podían quedarse en la cama, abrazados, sin preocuparse por la hora, y como no tenían hijos, el desayuno podía esperar. Richard le dijo que en su sueño él iba caminando por las dunas con esa persona o personas, y que ésta le dijo: «Estas dunas no forman parte ni del mar ante nosotros ni del herbazal detrás nuestro, ni están relacionadas con las montañas más allá del herbazal. Son ellas mismas. Cuando un hombre camina por las dunas no tarda en apercibirse de este hecho por el sabor del aire, y si se abstuviera de comer y beber, de dormir y hablar, de pensar y desear, podría continuar entre ellas para siempre, sin cambiar. No hay vida ni muerte en estas dunas. Cualquier cosa podría suceder en las dunas.»
Rachel dijo que eso eran tonterías y preguntó:
—Pero ¿de qué trataba la discusión? ¡Cuenta de una vez!
Él dijo que era sobre el paradero del alma, pero que ahora ella se lo había sacado de la cabeza por darle prisas. Lo único que recordaba era que el hombre era primero un japonés, luego un italiano y finalmente un canguro. A cambio, ella le contó impetuosamente su sueño, comiéndose las palabras.
—Iba andando por las dunas —dijo— y también había conejos allí; ¿cómo concuerda eso con lo que dijo sobre la vida y la muerte? Os vi al hombre y a ti que veníais del brazo hacia mí y me alejé corriendo de los dos y me di cuenta de que el hombre llevaba un pañuelo de seda negro; corrió detrás de mí y se me cayó la hebilla del zapato y no pude detenerme para recogerla. La dejé en el suelo y él se agachó y se la metió en el bolsillo.
—¿Cómo sabes que se trataba del mismo hombre? —preguntó Richard.
Ella se rió:
—Porque tenía la cara negra y llevaba puesto un abrigo azul, como aquel cuadro del capitán Cook. Y porque era en las dunas.
Richard la besó en el cuello.
—No sólo vivimos juntos y hablamos juntos y dormimos juntos —le dijo—, sino que al parecer ahora incluso soñamos juntos.
Y se rieron los dos.
Luego Richard se levantó y le trajo el desayuno. Sobre las once y media Rachel dijo:
—Sal a dar un paseo ahora, cariño, y cuando vuelvas tráeme algo en qué pensar; vuelve a tiempo para la comida, a la una. Era una mañana calurosa de mayo y salió por el bosque, tomando el camino de la costa, que en menos de un kilómetro iba a parar a Lampton.
(—¿Usted conoce bien Lampton? —preguntó Crossley. —No —le dije yo—, sólo estoy aquí de vacaciones, en casa de unos amigos.)
Caminó unos cien metros por la costa, pero luego se desvió y cruzó el herbazal pensando en Rachel, observando las mariposas azules y mirando las rosas silvestres y el tomillo, y pensando de nuevo en ella y en lo extraño que resultaba que pudieran estar tan cerca el uno del otro; luego, arrancó unos pétalos de flor de aulaga y los olió, meditando sobre el olor y pensando: «Si ella muriera, ¿qué sería de mí?» Tomó un trozo de pizarra del muro bajo y lo hizo saltar varias veces rozando la superficie de la charca, y pensando: «Soy un tipo muy torpe para ser su marido», y fue caminando hacia las dunas, para alejarse de nuevo, quizá algo temeroso de encontrarse con la persona del sueño, y finalmente describió un semicírculo hasta llegar a la vieja iglesia pasado Lampton, al pie de la montaña.
La misa de la mañana había concluido y la gente estaba fuera, cerca de los monumentos megalíticos que había detrás de la iglesia, caminando en grupos de dos o tres, como era costumbre, sobre la suave hierba. El hacendado de la localidad hablaba en voz muy alta sobre el rey Carlos el Mártir:
—Un gran hombre, de verdad, un gran hombre, pero traicionado por aquellos a quienes más amaba. Y el médico estaba discutiendo sobre música para órgano con el párroco. Había un grupo de niños jugando a la pelota:
—¡Tírala aquí, Elsie! No, a mí, Elsie, ¡Elsie! ¡Elsie!
Entonces apareció el párroco y se metió la pelota en el bolsillo, diciendo que era domingo; tenían que haberlo recordado. Cuando se hubo marchado, se pusieron a hacerle muecas.
Al poco rato se acercó un forastero, pidió permiso para sentarse al lado de Richard y empezaron a hablar. El forastero había asistido a la misa y deseaba discutir el sermón. El tema había sido la inmortalidad del alma; era el último sermón de una serie que había empezado por Pascua. Dijo que no podía estar de acuerdo con la premisa del predicador, según la cual «el alma reside continuamente en el cuerpo». ¿Por qué tenía que ser así? ¿Qué función desempeñaba el alma, día a día, en el trabajo rutinario del cuerpo? El alma no era ni el cerebro, ni los pulmones, ni el estómago, ni el corazón, ni la mente, ni la imaginación. Era sin duda algo aparte, ¿no? ¿No era en realidad menos probable que residiese en el cuerpo que fuera de él? No tenía pruebas ni de una cosa ni de la otra, pero, según él, nacimiento y muerte eran un misterio tan extraño que la explicación de la vida podría muy bien estar fuera del cuerpo, que es la prueba visible de la existencia.
—Ni siquiera podemos saber con precisión cuáles son los momentos del nacimiento y de la muerte —continuó diciendo—. Fíjese que en el Japón, país qué he visitado, se calcula que un hombre tiene ya un año cuando nace; y hace poco en Italia un hombre muerto... Pero venga a pasear por las dunas y déjeme que le cuente mis conclusiones. Me resulta más fácil hablar cuando estoy paseando.
A Richard le asustó escuchar todo esto y ver al hombre secarse la frente con un pañuelo de seda negro. Logró balbucir una respuesta. En aquel momento, los niños, que se habían acercado arrastrándose por detrás de uno de los monumentos megalíticos, de pronto y a una señal acordada gritaron en los oídos de los dos hombres y se quedaron allí riendo. El forastero, al sobresaltarse, se enfadó y abrió la boca como si estuviera a punto de maldecirles, mostrando los dientes hasta las encías. Tres de los niños chillaron y echaron a correr. Pero la niña a la que llamaban Elsie se cayó al suelo del susto y se quedó allí sollozando. El médico, que estaba cerca, intentó consolarla.
—Tiene cara de demonio —se oyó decir a la niña. El forastero sonrió amablemente:
—Y un demonio es lo que fui no hace tanto tiempo.
Esto ocurrió en el norte de Australia, donde viví entre aquellos negros durante veinte años. «Demonio» es la palabra que mejor describe la posición que ellos me otorgaron en su tribu, y también me dieron un uniforme de la Armada inglesa, del siglo dieciocho, para ponerme en las ceremonias. Venga a pasear conmigo por las dunas y déjeme contarle toda la historia.
Me apasiona pasear por las dunas: por eso vengo a este pueblo... Me llamo Charles.
—Gracias —dijo Richard—, pero debo volver a casa enseguida. La comida me espera.
—Tonterías —dijo Charles—, la comida puede esperar. O, si usted quiere, puedo ir a comer con usted. Por cierto, no he comido nada desde el viernes. Estoy sin dinero.
Richard se sintió incómodo. Temía a Charles y no quería llevárselo a su casa a comer por lo del sueño, las dunas y el pañuelo, pero, por otra parte, el hombre era inteligente y apacible, vestía bastante bien y no había comido nada desde el viernes; si Rachel se enteraba de que había rehusado darle una comida, volvería a empezar con sus reproches. Cuando Rachel estaba malhumorada, su queja favorita era que Richard era demasiado prudente con el dinero; pero cuando hacían las paces admitía que era el hombre más generoso que conocía y que no se lo había dicho en serio. Y cuando volvía a enfadarse con él, otra vez salía con que era un avaro. «Diez peniques y medio —le decía, burlándose—, diez peniques y medio y tres peniques en sellos.» A Richard le ardían las orejas y le entraban ganas de pegarle. Así que dijo a Charles:
—No faltaría más, venga a comer conmigo; pero aquella niña aún está sollozando a causa del miedo que le tiene. Tendría que hacer algo.
Charles le hizo señas para que se acercase y se limitó a pronunciar una dulce palabra —una palabra mágica australiana, según le contó luego a Richard, que significaba leche—; inmediatamente, Elsie se sintió reconfortada y vino a sentarse sobre las rodillas de Charles, jugando con los botones de su chaleco durante un rato, hasta que Charles la hizo marchar.
—Tiene usted extraños poderes —dijo Richard.
—Me gustan mucho los niños —respondió Charles—, pero el grito me alarmó; me alegro de no haber hecho lo que por un momento tuve la tentación de hacer.
—¿Qué era? —preguntó Richard.
—Pude haber gritado yo también —replicó Charles.
—Seguro que lo hubiesen preferido —dijo Richard—. Les hubiese parecido un juego estupendo. Seguramente, es lo que esperaban que hiciera.
—Si yo hubiese gritado —dijo Charles—, mi grito los habría matado en el acto, o al menos los habría trastornado. Lo más probable es que los hubiese matado, porque estaban muy cerca.
Richard sonrió tontamente. No sabía si debía reír o no, porque Charles hablaba con mucha seriedad y compostura. Por lo tanto, optó por decirle:
—¿Ah, sí? ¿Y qué clase de grito es ése? Déjeme oírle gritar.
—No sólo podría hacerles daño a los niños con mi grito—repuso Charles—. También los hombres pueden volverse locos de remate; incluso el más fuerte quedaría tendido en el suelo. Es un grito mágico que aprendí del jefe de demonios en el territorio norteño. Tardé dieciocho años en perfeccionarlo, y sin embargo sólo lo he utilizado, en total, cinco veces.
Richard tenía la mente tan confusa, a causa del sueño y del pañuelo y de la palabra que le dijo a Elsie, que no sabía qué decir. Sólo se le ocurrió murmurar:
—Le doy cincuenta libras si con un grito despeja este lugar.
—Veo que no me cree —dijo Charles—. ¿Es que no ha oído hablar nunca del grito del terror?
Richard meditó y dijo:
—Bueno, he leído algo sobre el grito heroico que utilizaban los antiguos guerreros irlandeses y que hacía retroceder a los ejércitos... ¿y no fue Héctor, el troyano, el que sabía proferir un terrible grito? También sé que en los bosques de Grecia se oían unos gritos repentinos. Los atribuyeron al dios Pan, y esos gritos infundían a los hombres un miedo enloquecedor; precisamente, de esta leyenda proviene la palabra «pánico». Y recuerdo otro grito mencionado en el Mabinogion, en la historia de Lludd y Llevelys. Era un chillido que se oía cada víspera del primero de mayo y que atravesaba todos los corazones, asustando de tal modo a los hombres, que perdían el color y la fuerza, y las mujeres sus hijos, y los jóvenes y doncellas el juicio, y los animales, los árboles, la tierra y las aguas quedaban estériles. Pero este grito lo lanzaba un dragón.
—Sería un mago británico del clan de los Dragones—dijo Charles—. Yo pertenecía a los Canguros. Sí, eso concuerda. El efecto no está descrito con exactitud, pero se aproxima bastante.
Llegaron a la casa a la una y Rachel estaba en la puerta, con la comida a punto.
—Rachel —dijo Richard—, te presento al señor Charles, que ha venido a comer. El señor Charles es un gran viajero.
Rachel se pasó la mano por la frente como para disipar una nube, pero pudo haber sido el brillo repentino del sol. Charles le cogió la mano y se la besó, cosa que la sorprendió. Rachel era graciosa, menuda, con ojos de un azul intenso que contrastaban con su cabello negro, delicada en sus movimientos y con una voz bastante grave; tenía un sentido del humor algo extraño.
(—Le gustaría Rachel —dijo Crossley—, algunas veces viene a visitarme aquí.)
Sería difícil definir bien a Charles: era de mediana edad y alto, con el cabello gris y una cara que no estaba quieta ni por un momento; los ojos grandes y brillantes, unas veces amarillos, otras marrones y otras grises; su voz cambiaba de tono y de acento según el tema; tenía las manos morenas, con el dorso peludo y las uñas bien cuidadas. De Richard basta decir que era músico, que no era un hombre fuerte pero sí un hombre de suerte. La suerte era su fuerza.
Después de comer, Charles y Richard lavaron juntos los platos y de pronto Richard le preguntó a Charles si le dejaría escuchar el grito, pues sabía que no podría tranquilizarse hasta haberlo oído. Sin duda, era peor pensar en una cosa tan terrible que oírla, porque ahora ya creía en el grito.
Charles dejó de fregar platos, trapo en mano.
—Como quiera —le dijo—, pero que conste que ya le he avisado de qué clase de grito se trata. Y si grito, tiene que ser en un lugar solitario donde nadie más pueda oírlo; y no pienso gritar en el segundo grado, el grado que mata con certeza, sino en el primero, que únicamente horroriza. Cuando quiera que pare, tápese los oídos con las manos.
—De acuerdo —asintió Richard.
—Aún no he gritado nunca para satisfacer una frívola curiosidad —explicó Charles—; siempre lo he hecho cuando mis enemigos han puesto en peligro mi vida, enemigos blancos o negros, y una vez, cuando me encontré solo en el desierto. Esa vez me vi forzado a gritar, para obtener comida.
Entonces Richard pensó: «Bueno, como soy un hombre de suerte, mi suerte me servirá incluso para esto.»
—No tengo miedo —le dijo a Charles.
—Iremos a caminar por las dunas mañana temprano—sugirió Charles—, cuando aún no haya nadie, y entonces gritaré. Dice usted que no tiene miedo.
Pero Richard tenía mucho miedo, y lo que empeoraba su miedo era que de algún modo se sentía incapaz de hablarle a Rachel y contárselo, pues él sabía que, de hacerlo o bien le prohibiría salir, o bien le acompañaría. Si le prohibía ir, el miedo al grito y un sentimiento de cobardía se cerniría sobre él para siempre, pero si iba con él y si resultaba que el grito no era nada, ella hallaría un nuevo motivo de burla en su credulidad y Charles se reiría con ella; y si efectivamente resultaba ser algo, muy bien podría volverse loca. Así que no dijo nada.
Invitaron a Charles a pasar la noche en su casa y se quedaron charlando hasta muy tarde.
Cuando ya estaban en la cama, Rachel le dijo a Richard que le gustaba Charles y que, desde luego, era un hombre que había visto mucho mundo, aunque era un tonto y un crío. Luego Rachel empezó a decir muchas tonterías. Había tomado un par de copas de vino, y casi nunca bebía.
—Oh, cariño —le dijo—, se me olvidó decirte una cosa. Esta mañana me puse los zapatos de la hebilla cuando tú no estabas, y vi que faltaba una. Seguro que anoche, antes de irme a dormir, me di cuenta de que la había perdido y sin embargo no debí registrar la pérdida en mi mente, por lo que en mi sueño se transformó en descubrimiento; pero algo me dice..., mejor dicho, tengo la certeza de que el señor Charles guarda la hebilla en su bolsillo, y estoy segura de que él es el hombre a quien conocimos en nuestro sueño. Pero no me importa, en absoluto.
Richard empezó a sentir cada vez más miedo, y no se atrevió a contarle lo del pañuelo de seda negro y lo de las invitaciones de Charles a pasear con él por las dunas. Y lo que era peor, Charles sólo había utilizado un pañuelo blanco mientras estaba en su casa, así que no podía estar seguro de si en realidad lo había visto o no. Volvió la cabeza hacia el otro lado y dijo sin convicción:
—Claro, Charles sabe muchas cosas. Voy a dar un paseo con él mañana temprano, si no te importa; un paseo muy de mañana es lo que necesito.
—Ah, yo también iré —dijo ella.
Richard no sabía cómo negárselo y comprendió que había cometido una equivocación al decirle lo del paseo.
—Charles se alegrará mucho. A las seis, entonces.
A las seis se levantó, pero Rachel, después del vino, tenía demasiado sueño para ir con ellos. Lo despidió con un beso y él se marchó con Charles. Richard había pasado mala noche. En sus sueños nada se presentaba en términos humanos, sino que todo era confuso y temible, y nunca se había sentido tan distante de Rachel desde su matrimonio; además, el temor al grito aún le roía por dentro. Y también tenía hambre y frío. Soplaba un viento fuerte de las montañas hacia el mar y caían algunas gotas de lluvia.
Charles casi no pronunció palabra; mascaba un tallo de hierba y caminaba deprisa. Richard se sintió mareado y dijo a Charles:
—Espere un momento. Tengo flato en el costado.
Se detuvieron y Richard preguntó, jadeante:
—¿Qué clase de grito es? ¿Es fuerte o estridente? ¿Cómo se produce? ¿Cómo puede enloquecer a un hombre?
Al ver que guardaba silencio, Richard continuó con una sonrisa tonta:
—No obstante, el sonido es una cosa curiosa. Recuerdo que cuando estudiaba en Cambridge le tocó una noche a un alumno de King's College leer el pasaje de la Biblia. No había pronunciado diez palabras cuando comenzó a oírse un crujido, acompañado de una resonancia y un rechinar, y empezaron a caer trozos de madera y polvo del techo; resultaba que su voz estaba perfectamente armonizada con la del edificio y tuvo que callar porque podía haberse desplomado el techo, del mismo modo que se puede romper una copa de vino si se acierta su nota en un violín.
Charles accedió a responder:
—Mi grito no es una cuestión de tono ni de vibración, sino algo que no puede explicarse. Es un grito de pura maldad, y no tiene un lugar fijo en la escala. Puede asumir cualquier nota. Es el terror puro, y si no fuera por cierta intención mía, que no necesito contarle, me negaría a gritar para usted.           
Richard tenía el gran don del miedo, y esta nueva descripción del grito le inquietó todavía más; hubiese deseado estar en casa, en la cama, y que Charles se encontrase a dos continentes de distancia. Pero se sentía fascinado. Ahora estaban cruzando el herbazal, pasando entre el esparto, que le pinchaba a través de los calcetines y los empapaba.
Estaban ya en las desnudas dunas. Desde la más alta, Charles miró a su alrededor; podía contemplar la playa que se extendía tres kilómetros o más. No se veía a nadie. Entonces Richard vio cómo Charles sacaba una cosa de su bolsillo y la usaba despreocupadamente para hacer malabarismos, lanzándola de la punta de un dedo a otra, impulsándola con el índice y el pulgar para que diera vueltas en el aire y luego recogiéndola sobre el dorso de la mano. Era la hebilla de Rachel.
Richard respiraba con dificultad, le latía violentamente el corazón y estuvo a punto de vomitar. Tiritaba de frío y al mismo tiempo sudaba. Pronto llegaron a un espacio abierto entre las dunas, cerca del mar. Había un banco de arena de cierta altura sobre el cual crecían unos cardos y un poco de hierba de un verde pálido, y el suelo estaba lleno de piedras, traídas hasta allí por el mar, años antes, según se deducía.
Aunque el lugar estaba situado detrás del primer terraplén de dunas, había una abertura en la línea, quizá causada por la irrupción de una marea alta, y los vientos que continuamente corrían por aquel hueco lo dejaban limpio de arena. Richard tenía la mano en el bolsillo del pantalón, buscando calor, y se dedicó a enrollar nerviosamente un trozo blando de cera alrededor del índice derecho: el cabo de una vela que se le había quedado en el bolsillo la noche anterior, cuando bajó a cerrar la puerta.
—¿Está preparado? —preguntó Charles.
Richard asintió con la cabeza.
Una gaviota bajó hasta la cima de las dunas y volvió a alzar el vuelo, chillando, cuando les vio.
—Póngase junto a los cardos —dijo Richard con la boca seca— y yo me quedaré aquí donde están las piedras, no demasiado cerca. Cuando levante la mano, ¡grite! Cuando me lleve los dedos a los oídos, pare enseguida.
Así pues, Charles se desplazó unos veinte pasos hacia los cardos. Richard vio sus anchas espaldas y el pañuelo de seda negro que sobresalía de su bolsillo. Recordó el sueño y la hebilla del zapato, y el miedo de Elsie. Rompió su resolución y rápidamente partió en dos el trozo de cera y se tapó los oídos. Charles no le vio.
Se volvió y Richard le hizo la señal con la mano. Charles se inclinó de un modo extraño, sacando la barbilla y mostrando los dientes. Richard jamás había visto tal mirada de terror en la cara de un hombre. Para esto no estaba preparado. La cara de Charles, que normalmente era blanda y cambiante, incierta como una nube, se endureció hasta parecer una áspera máscara de piedra, al principio blanca como la muerte, y luego el color se fue extendiendo, empezando por los pómulos, primero rojo, luego de un rojo más intenso y al final negro, como si estuviera a punto de ahogarse. Entonces se le fue abriendo la boca hasta el máximo, y Richard cayó de bruces, con las manos sobre los oídos, en un desmayo.
Cuando volvió en sí se encontró solo, tendido entre las piedras. Se incorporó y, al sentirse entumecido, se preguntó si llevaría mucho tiempo allí. Se encontraba muy débil, con náuseas, y en el corazón un escalofrío más helado que el que sentía en su cuerpo. No podía pensar. Puso la mano en el suelo para levantarse y se apoyó en una piedra; era más grande que casi todas las demás. La cogió y palpó su superficie distraídamente. Su mente divagó. Empezó a pensar en el trabajo de zapatero, sobre el cual nunca había sabido nada, pero cuyo arte le resultaba ahora totalmente familiar.
—Debo de ser un zapatero —dijo en voz alta. Luego se corrigió:
—No, soy músico. ¿Será que me estoy volviendo loco?
Tiró la piedra; dio contra otra y rebotó.
—Veamos, ¿por qué habré dicho que era un zapatero? —se preguntó—. Hace un momento, me pareció que sabía todo lo que hay que saber sobre la profesión de zapatero, y ahora no sé nada en absoluto sobre este tema. Tengo que volver a casa con Rachel. ¿Por qué se me ocurriría salir?
Entonces vio a Charles sobre una duna, a unos cien metros de distancia, con la mirada perdida en el mar. Recordó su miedo y se aseguró de que aún tenía la cera puesta en los oídos; se puso en pie tambaleándose. Notó como si algo se agitase en la arena y vio en ella un conejo tendido sobre un costado, retorciéndose a sacudidas, presa de convulsiones. Al acercarse Richard, la agitación cesó: el conejo estaba muerto.
Richard se arrastró por detrás de una duna para no ser visto por Charles y luego echó a andar hacia su casa, corriendo con torpeza sobre la blanda arena. No había avanzado veinte pasos cuando encontró la gaviota. Estaba de pie sobre la arena, como atontada, y, en lugar de echar a volar cuando se acercó Richard, cayó muerta.
Richard no supo cómo llegó a casa, pero se encontró en ella abriendo la puerta trasera y se arrastró a gatas escaleras arriba. Se destapó los oídos. Rachel estaba incorporada en la cama, pálida y temblorosa.
—Menos mal que has regresado —dijo—. He tenido una pesadilla, la peor de toda mi vida. Fue espantoso. Yo estaba en mi sueño, en el más profundo sueño que he tenido, como el que te conté. Era como una piedra, y sentía que estaba próxima a ti; tú eras tú, estaba bien claro, aunque yo era una piedra, y tú sentías mucho miedo y yo no podía hacer nada para ayudarte, y tú esperabas algo y ese algo terrible no te ocurrió a ti sino a mí. No puedo decirte lo que era, pero sentía como si todos mis nervios chillaran de dolor al mismo tiempo, y me estuvieran atravesando una y otra vez con el rayo de alguna luz intensa y maligna que me hacía retorcer. Me desperté y mi corazón latía tan deprisa que apenas si podía respirar.
¿Crees que tuve un ataque cardíaco y que mi corazón se saltó un latido? Dicen que uno se siente así. ¿Dónde has estado, cariño? ¿Dónde está el señor Charles? Richard se sentó en la cama y le cogió la mano.
—Yo también he tenido una mala experiencia —le dijo—. He salido a pasear junto al mar, con Charles, y mientras él se adelantaba para escalar la duna más alta, sentí como un desmayo y caí sobre un montón de piedras, y cuando recobré el sentido el miedo me había empapado en sudor y tuve que volver enseguida a casa. Así que he regresado solo, corriendo. Ocurrió hará cosa de media hora. No le contó nada más. Le preguntó si podía volver a meterse en la cama y si ella podría preparar el desayuno. Eso era algo que no había hecho en todos sus años de casada.
—Estoy tan enferma como tú —contestó ella. Quedaba entendido entre ellos que Rachel siempre estaba enferma; Richard tenía que encontrarse bien.
—No es verdad —le dijo él, y volvió a desmayarse. Rachel le ayudó de mala gana a meterse en la cama, se vistió y bajó lentamente las escaleras. Un olor a café y bacon subió a su encuentro y allí estaba Charles, con el fuego encendido y dos desayunos sobre una bandeja. Fue tanto su alivio al no tener que preparar el desayuno y tanta su confusión debido a la experiencia que había tenido, que le dio las gracias y le dijo que era un sol, y él le besó la mano con seriedad y se la apretó. Había hecho el desayuno tal como a ella le gustaba: el café bien fuerte y los huevos fritos por ambos lados.
Rachel se enamoró de Charles. A menudo se había enamorado de otros hombres antes y después de su matrimonio, pero cuando ocurría tenía por costumbre contárselo a Richard, igual que él acordó contárselo siempre a ella; de este modo, la pasión sofocada hallaba un desahogo y no había celos, porque ella siempre le decía (igual que él podía decírselo a ella): «Sí, estoy enamorada de fulano, pero sólo te amo a ti.»
Nunca había ido más lejos la cosa. Pero esto era diferente. De algún modo, no sabía por qué, no podía admitir que estaba enamorada de Charles, pues ya no amaba a Richard. Le odiaba por estar enfermo y le dijo que era un perezoso y un farsante. Así pues, sobre las doce, Richard se levantó, pero anduvo gimiendo por el dormitorio hasta que ella le mandó de nuevo a la cama a seguir gimiendo.
Charles la ayudaba con el trabajo de la casa, guisando todas las comidas, pero no subió a ver a Richard porque no se lo habían pedido. Rachel se sentía avergonzada, y se disculpó ante Charles por la grosería de Richard al marcharse corriendo de aquel modo.
Pero Charles explicó apaciblemente que no lo había tomado como un insulto; también él se había sentido extraño aquella mañana, pues era como si algo se agitara en el aire cuando llegaron a las dunas. Ella le dijo que también había notado esta sensación extraña. Más tarde, Rachel descubrió que todo Lampton hablaba de lo mismo. El médico sostenía que se trataba de un temblor de tierra, pero la gente del campo decía que había sido el demonio que pasaba por allí. Había venido a buscar el alma negra de Salomón Jones, el guardabosque, a quien encontraron muerto aquella mañana en su casita cerca de las dunas.
Cuando Richard pudo bajar y caminar un poco sin gemir, Rachel lo mandó al zapatero a comprarle una hebilla nueva para su zapato. Lo acompañó hasta el fondo del jardín. El camino bordeaba una escarpada pendiente. Richard parecía enfermo y gemía levemente al andar, así que Rachel, medio enfadada y medio en broma, le dio un empujón y le hizo caer cuesta abajo rodando entre ortigas y hierro viejo. Luego regresó a la casa, riendo a carcajadas. Richard suspiró, intentó a su vez reírse de la broma que le había gastado Rachel —aunque ella ya se había ido—, se levantó con esfuerzo, sacó los zapatos de entre las ortigas y al cabo de un rato subió despacio por la cuesta, salió por la verja y bajó por el sendero, deslumbrado por el resplandor del sol.
Cuando llegó a casa del zapatero, se sentó pesadamente. El zapatero se alegró de poder charlar con él.
—Tiene mala cara —dijo el zapatero.
—Sí—contestó Richard—, el lunes por la mañana tuve una especie de desmayo; sólo ahora empiezo a recuperarme.
—¡Madre mía! —exclamó el zapatero—. Si usted tuvo una especie de desmayo, ¿qué no tendría yo? Fue como si alguien me estuviese manoseando en carne viva, como si me hubieran despellejado. Era como si alguien hubiese cogido mi alma y se hubiese puesto a hacer malabarismos con ella, tal como se juega con una piedra, y la hubiese lanzado al aire, arrojándola muy lejos. Nunca se me olvidará la mañana del pasado lunes.
A Richard se le ocurrió la extraña idea de que era el alma del zapatero lo que él había tocado en forma de piedra. «Es posible —pensó— que las almas de cada hombre, mujer y niño de Lampton estén entre aquellas piedras.» Pero no dijo nada de todo esto, pidió la hebilla y regresó a su casa.
Rachel le esperaba con un beso y una broma; Richard podía haber guardado silencio, pues su silencio siempre la hacía sentirse avergonzada. «Pero ¿por qué hacerla sentirse avergonzada? —pensó—. De la vergüenza pasa luego a la justificación y busca una riña por otro lado, que siempre es diez veces peor que la burla. Me lo tomaré alegremente y aceptaré la broma.»
Se sentía infeliz. Y Charles se había instalado en la casa: trabajador, con voz suave, y poniéndose continuamente de parte de Richard contra las mofas de Rachel. Eso resultaba mortificante porque a Rachel no le importaba.
(—Lo que ahora sigue —dijo Crossley— es el alivio cómico, el relato de cómo Richard volvió a las dunas, al montón de piedras, e identificó las almas del médico y del párroco [la del médico porque tenía forma de botella de whisky, y la del párroco porque era negra como el pecado original] y cómo se demostró a sí mismo que esta idea no era una fantasía. Pero me saltaré este trozo y llegaré al momento en que Rachel, dos días más tarde, se volvió de pronto afectuosa y amó a Richard, según ella, más que nunca.)
La razón fue que Charles se había marchado, nadie sabía a donde, y de momento había mitigado la magia de la hebilla, porque tenía la seguridad de que podría renovarla a su vuelta. Así que al cabo de un par de días Richard ya se encontró mejor y todo fue como había sido siempre, hasta una tarde en que se abrió la puerta y allí estaba Charles.
Entró sin saludar siquiera y colgó el sombrero en la percha. Se sentó al lado del fuego y preguntó:
—¿Cuándo estará lista la cena?
Richard miró a Rachel, levantando las cejas, pero Rachel parecía fascinada por aquel hombre.
—A las ocho —respondió con su voz grave, e, inclinándose, le sacó las botas llenas de fango y le trajo un par de zapatillas de Richard.
—Bien. Ahora son las siete —dijo Charles—.
Dentro de una hora, la cena. A las nueve, el chico traerá el periódico de la tarde. A las diez, Rachel, tú y yo dormiremos juntos. Richard pensó que Charles se había vuelto loco de repente. Pero Rachel respondió serenamente:
—Pues claro que sí, querido.
Luego se volvió hacia Richard con una mirada perversa y le dijo:
—Y tú, hombrecito, ¡ya te estás largando!
Y le dio una bofetada en la mejilla, con todas sus fuerzas.
Richard se quedó aturdido, acariciándose la mejilla.
Como no podía creer que Rachel y Charles se hubieran vuelto locos a la vez, debía de ser él el loco. De todos modos, Rachel sabía lo que quería y tenían un pacto secreto mediante el cual, si alguno de los dos alguna vez quisiese romper la promesa del matrimonio, el otro no tenía que impedírselo. Habían hecho este pacto porque querían sentirse unidos por amor más que por ceremonia. Así que, con toda la calma que pudo reunir, dijo:
—Muy bien, Rachel. Os dejaré a los dos.
Charles le lanzó una bota, diciendo:
—Si metes la nariz en la puerta a partir de este momento y hasta la hora del desayuno, gritaré hasta dejarte la cabeza sin orejas.
Cuando Richard salió, esta vez no sintió miedo sino un frío interior y la mente bastante despejada. Cruzó la verja, bajó por el sendero y atravesó el herbazal. Faltaban aún tres horas para la puesta de sol. Bromeó con los niños que jugaban un improvisado partido de criquet en el campo de la escuela. Empezó a tirar piedras, haciéndolas rozar la superficie del agua. Pensó en Rachel y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces empezó a cantar para consolarse.
—Ay, desde luego debo de estar loco —dijo—, y ¿dónde demonios está mi suerte? Por fin llegó a las piedras.
—Ahora encontraré mi alma en este montón —murmuró—, y la romperé en cientos de pedazos con este martillo.
Había cogido el martillo de la carbonera al salir. Entonces empezó a buscar su alma. Ahora bien, se puede reconocer el alma de otro hombre o de otra mujer, pero uno nunca puede reconocer la suya propia.
Richard no pudo encontrar la suya. Pero dio por casualidad con el alma de Rachel y la reconoció (una piedra delgada y verde con centelleos de cuarzo) porque ella estaba alejada de él en aquel momento. Junto a ésta había otra piedra, un sílex feo e informe, de un color marrón abigarrado.
—Voy a destruir esto —juró—, debe de ser el alma de Charles.
Besó el alma de Rachel y fue como besar sus labios. Luego tomó el alma de Charles y alzó el martillo.
—¡Te golpearé hasta convertirte en cincuenta fragmentos! —gritó.
Se detuvo. Richard tenía escrúpulos. Sabía que Rachel amaba a Charles más que a él, y se sintió obligado a mantener el pacto. Había otra piedra (la suya sin duda), al otro lado de la de Charles, era lisa, de granito gris, y del tamaño de una pelota de criquet.
—Romperé mi propia alma en pedazos y ése será mi final —se dijo a sí mismo.
El mundo se tornó negro, la vista se le nubló y estuvo a punto de desmayarse. Pero se recuperó y con un tremendo grito dejó caer el martillo —crac, y otra vez, crac— sobre la piedra gris.
Se partió en cuatro trozos, despidiendo un olor que parecía de pólvora, y cuando Richard se dio cuenta de que aún estaba vivo y entero, empezó a reír y a reír. ¡Oh, estaba loco, completamente loco! Tiró el martillo, se tumbó, exhausto, y se quedó dormido.
Se despertó cuando se ponía el sol. De regreso a casa iba confuso, pensando: «Esto ha sido una pesadilla y Rachel me ayudará a salirme de ella.» Cuando llegó a las afueras del pueblo encontró a un grupo de hombres que hablaban animadamente bajo un farol. Uno decía:
—Ocurrió sobre las ocho, ¿verdad?
—Sí —dijo el otro.
—Estaba más loco que una cabra —comentó otro—. «Si me tocan gritaré —dijo—. Gritaré hasta que les dé algo, a todo este maldito cuerpo de policía. Gritaré hasta volverles locos.» Y entonces dice el inspector: «Vamos, Crossley, ponga las manos en alto; por fin le tenemos acorralado.» «Les doy una última oportunidad —dice el otro—. Márchense y déjenme solo, o gritaré hasta que queden muertos y rígidos.»
Richard se había detenido a escuchar.
—¿Y qué le ocurrió entonces a Crossley? —siguió el otro—. ¿Y qué dijo la mujer?
—«Por lo que más quiera —le dijo la mujer al inspector—, márchese o le matará.»
—¿Y gritó?
—No gritó. Se le arrugó la cara por un momento y respiró profundamente. Ay, Dios mío, nunca en mi vida he visto una cara tan horrorosa. Luego tuve que tomarme tres o cuatro coñacs. Y al inspector va y se le cae el revólver y se le dispara, pero nadie se hizo daño. Entonces, de pronto ese hombre, Crossley, presenta un cambio. Se da unas palmadas en los costados, y luego en el corazón, y la cara se le pone otra vez lisa y como muerta. Entonces se echa a reír y a bailar, y a hacer cabriolas, y la mujer le mira fijamente y no se cree lo que ve, y la policía se lo lleva. Si al principio estaba loco, luego se volvió chiflado pero inofensivo, y no les causó ningún problema. Se lo han llevado en una ambulancia al manicomio de West County.
Así que Richard volvió a casa con Rachel y se lo contó todo y ella también a él, aunque no había mucho que contar. No se había enamorado de Charles, dijo Rachel; sólo quería molestar a Richard y nunca había dicho nada ni había oído decir nada a Charles que se pareciese siquiera un poco a lo que le contaba él; debía de formar parte de su sueño. Ella le había amado siempre y únicamente a él, a pesar de sus defectos, que se puso a enumerar: su tacañería, su locuacidad, su desorden... Charles y ella habían cenado tranquilamente y a ella le había parecido mal que Richard se hubiese marchado de este modo, sin dar explicación alguna, y que hubiese estado tres horas fuera. Charles pudo haberla asesinado. Incluso había empezado a darle algún empujón, para divertirse, porque quería que bailase con él, y luego llamaron a la puerta y el inspector gritó:
—Walter Charles Crossley, en nombre del rey, queda arrestado por el asesinato de George Grant, Harry Grant y Ada Coleman en Sydney, Australia. Entonces Charles se había vuelto loco de remate. Dirigiéndose a una hebilla de zapato que había sacado del bolsillo, había dicho:
—Guárdamela para mí.
Luego le había dicho a la policía que se fuera o gritaría hasta matarles. Acto seguido, hizo una mueca aterradora y entonces le dio una especie de ataque de nervios.
—Era un hombre bastante agradable —concluyó Rachel—, ¡me gustaba tanto su cara y me da tanta pena!
—¿Le ha gustado la historia? —preguntó Crossley.
—Sí —dije yo, ocupándome del tanteo—, un estupendo cuento milesio. Lucio Apuleyo, le felicito. Crossley se volvió hacia mí con expresión preocupada, los puños cerrados, tembloroso.
—Cada palabra es cierta —dijo—; el alma de Crossley se rompió en cuatro pedazos y yo soy un loco. No es que culpe a Richard ni a Rachel. Forman una agradable pareja de tontos enamorados y nunca les he deseado ningún daño; a menudo me vienen a visitar aquí. De todos modos, ahora que mi alma yace rota en pedazos, he perdido mis poderes. Sólo me queda una cosa —añadió—, y esa cosa es el grito.
Yo había estado tan ocupado llevando la puntuación y escuchando la historia al mismo tiempo, que no había notado la tremenda acumulación de nubes negras que se iban acercando hasta extenderse por delante del sol y oscurecer todo el cielo. Cayeron gotas de lluvia tibias, nos deslumbró el destello de un relámpago y con él sonó el violento y seco estampido de un trueno.
En un momento, reinó la confusión. Cayó una lluvia que lo empapaba todo, los jugadores echaron a correr buscando abrigo y los locos empezaron a chillar, a rugir y a pelearse. Un joven alto, el mismo B. C. Brown que en otro tiempo había jugado con el equipo de Hants, se quitó toda la ropa y corría por allí en cueros. Fuera de la cabina, un hombre viejo con barba se puso a rezarle al trueno:
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah!
A Crossley los ojos se le contraían de orgullo.
—Sí—dijo, señalando el cielo—, el grito se parece a esto; ésta es la clase de efecto que produce, pero yo puedo mejorarlo.
De pronto, la cara se le inmutó y su expresión reflejó tristeza y una preocupación infantil.
—¡Dios mío! —exclamó—. Me volverá a gritar ese Crossley, ya lo verá. Me helará hasta la médula.
La lluvia repiqueteaba sobre el tejado de zinc y casi no podía oírle. Otro relámpago, otro estampido seco de trueno, aún más fuerte que el primero.
—Pero eso no es más que el primer grado —gritó en mi oído—, es el segundo grado el que mata. Ah —continuó—, ¿es que no me entiende? —Me sonrió neciamente—. Ahora yo soy Richard y Crossley me va a matar.
El hombre desnudo iba corriendo de aquí para allá, blandiendo un palo de wicket en cada mano y chillando; una desagradable escena.
—¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! —rezaba el viejo, mientras la lluvia le caía a chorro por la espalda desde el sombrero que llevaba echado hacia atrás.
—Tonterías —le dije—, sea un hombre y recuerde que usted es Crossley. Usted le da mil vueltas a Richard. Tomó parte en un juego y perdió. Richard tuvo la suerte, pero usted aún tiene el grito. Yo mismo me sentía un poco loco. Entonces el médico del manicomio entró corriendo en la cabina con los pantalones blancos chorreando, las defensas y los guantes aún puestos, y sin las gafas. Había oído cómo levantábamos la voz y separó violentamente las manos de Crossley de las mías.
—¡A su dormitorio enseguida! —le ordenó.
—No me iré —dijo Crossley, orgulloso de nuevo—, ¡miserable domador de serpientes y tartas de manzana!
El médico lo cogió por la chaqueta e intentó sacarle a empujones. Crossley le echó a un lado; en sus ojos brillaba la locura.
—Salga —le ordenó— y déjeme aquí solo, o gritaré. ¿No me oye? Gritaré. Os mataré a todos, ¡malditos! Gritaré hasta echar abajo el manicomio. Quemaré la hierba. Gritaré. Tenía la cara desfigurada por el terror. Una mancha roja apareció en cada pómulo y se extendió por toda su cara.
Me tapé los oídos con los dedos y salí corriendo de la cabina. Había corrido unos veinte metros cuando una indescriptible y súbita quemazón me hizo dar varias vueltas, dejándome aturdido y entumecido.
No sé cómo logré escapar de la muerte; supongo que soy un hombre con suerte, como el Richard de la historia. Pero el rayo cayó sobre Crossley y el médico y los mató.
El cadáver de Crossley fue hallado rígido; el del médico estaba acurrucado en un rincón, con las manos en las orejas. Nadie se lo explicaba, porque la muerte había sido instantánea y el médico no era persona capaz de taparse los oídos para no oír los truenos.
Resulta un final bastante insatisfactorio decir que Rachel y Richard eran los amigos con quienes me hospedaba. Crossley los había descrito muy acertadamente, pero cuando les conté que un hombre llamado Charles Crossley había muerto fulminado por un rayo junto con su amigo el médico, parecieron tomarse la muerte de Crossley como cosa de poca importancia comparada con la del doctor. Richard no se inmutó y Rachel dijo:
—¿Crossley? Creo que era aquel hombre que se hacía llamar «El ilusionista australiano» y que nos hizo aquella fantástica demostración de magia el otro día. Su único accesorio era un pañuelo de seda negro. ¡Me gustaba tanto su cara! Ah, y a Richard no le gustaba en absoluto.
—No, no podía soportar su forma de mirarte sin cesar —dijo Richard.


lunes, 29 de abril de 2024

Talleres de poesía y redacción de cuentos 2024

Talleres de poesía y redacción de cuentos 2024
Inscripciones abiertas
Sumate a los talleres grupales o empezá un taller individual (Son talleres que duran todo el año, por lo tanto podés anotarte en cualquier momento y sumarte al grupo)
Material de trabajo disponible en: https://moonandthemirror.blogspot.com/
Clínica de revisión y corrección
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Inscripciones e informes: heridesocio@gmail.com






Nada resta de ti. Carolina Coronado Romero de Tejada (1820-1911)

Nada resta de ti... te hundió el abismo...
te tragaron los monstruos de los mares.
No quedan en los fúnebres lugares
ni los huesos siquiera de ti mismo.
Fácil de comprender, amante Alberto,
es que perdieras en el mar la vida,
mas no comprende el alma dolorida
cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.
¡Darnos la vida a mí y a ti la muerte;
darnos a ti la paz y a mí la guerra,
dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra
es la maldad más grande de la suerte!


Regresa. Constantino Kavafis (1863-1933)

Regresa con frecuencia y tómame,
amada sensación: regresa y tómame.
Cuando despierte el recuerdo en mi cuerpo,
y el antiguo deseo me recorra la sangre,
cuando los labios y la piel recuerden
y sienta aquellas manos que aún me tocan,
regresa con frecuencia, y tómame en la noche
cuando los labios y la piel recuerden.


El primer coro de la roca. T.S. Eliot (1888-1965)

Se cierne el águila en la cumbre del cielo,
el cazador y la jauría cumplen su círculo.
¡Oh revolución incesante de configuradas estrellas!
¡Oh perpetuo recurso de estaciones determinadas!
¡Oh mundo del estío y del otoño, de muerte y nacimiento!
El infinito ciclo de las ideas y de los actos,
infinita invención, experimento infinito,
trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud;
conocimiento del habla, pero no del silencio;
conocimiento de las palabras e ignorancia de la palabra.
Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia,
toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte,
pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios.
¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?
Los ciclos celestiales en veinte siglos
nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo.


Versión de Jorge Luis Borges.


El viento nocturno. Emily Brontë (1818-1848)

En la suave medianoche del estío,
Una luna despejada brilló
A través de nuestra ventana
Y los rosales bañados en rocío.

Me senté en la reflexión silenciosa;
El viento suave agitó mi cabello;
Me dijo que cielo era un destello,
Y la tierra durmiente, justa.

No necesité sus toques
Para alimentar estos pensamientos;
Así y todo susurró, diciendo,
"¡Cuán oscuros serían los bosques!"

"Las hojas gruesas en mi murmullo
Crujen como en un sueño,
Y de sus incontables voces es dueño
Un instinto que parece arrullo".

Dije, "Ve, apacible murmurante,
Tu cortés melodía es única:
Pero no pienses que su música
Tiene el poder de alcanzar mi mente."

"Juega con la flor perfumada,
La rama tierna del jóven árbol,
Y deja mis sentimientos humanos
En su propio cauce inquieto."

El vagabundo no me oyó:
Su beso se entibió cálidamente:
"¡Oh, Ven!" suspiró dulcemente;
"Seré yo contra tu voluntad"

"¿No fuimos amigos en la infancia?
¿No te he amado hace mucho tiempo?
Mientras tú, la noche solemne,
Mi canto despertabas con tu silencio."

"Que cuando repose tu corazón
Bajo la fría lápida de cemento,
Yo tendré tiempo para el lamento,
Y tú para estar sola."


Blanco en la luna. A.E. Housman (1859-1936)

Blanco en la luna el largo camino corre,
El disco erguido y pálido alrededor,
Blanco en la luna el largo camino corre,
El sendero que conduce hasta mi amor.

Todavía cuelga el seto sin una ráfaga,
Todavía, todavía permanecen las sombras:
Mis pies sobre el polvo deslumbrante
Persiguen el camino incesante.

El mundo es circular, así dicen los caminantes,
Y aunque se afanen en una ruta derecha,
Trabajosa, penosamente en una marcha estrecha,
El mismo camino los traerá de vuelta.

Pero antes de que el círculo me traiga al hogar,
Lejos, lejos debe transitar:
Blanco en la luna el largo camino corre,
El sendero que conduce hasta mi amor.


Al espíritu de la primavera. Dylan Thomas (1914-1953)

Y dije al llegar la primavera,
No continúes oculto en los coloreados árboles,
Dulcemente sacude tu cabeza
Con la espuma de floreados mares.

Y tú te alzaste de las profundidades de la hierba
Que susurraba con el viento y lloraba,
Diciendo que deberías dejar pasar los gélidos mares,
Buscando tus pétalos que todavía dormían.

Y yo olvidé la espuma inmóvil y la arena,
Indolente con el brillo de las horas
Entre los árboles mudos. Y, mano sobre mano,
Extrañamente, entre las flores cantamos.


Helada a medianoche. Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)

La helada cumple su oficio secreto
sin auxilio del viento. Un búho vuelca
su chillido en la noche -escucha- inmensa.
Todos descansan y yo me entrego a esa
soledad que propicia el desvarío.
Tan sólo queda junto a mí, en su cuna,
el reposado sueño de mi hijo.
¡Es tan tranquilo! Tanto que turba
el pensamiento con su extremo y raro
silencio. ¡Mar, colina y arboleda,
junto a este pueblo! ¡Mar, colina y bosque
con los cotidiano de la vida,
inaudibles cual sueños! La azul llama,
quieta en el hogar, ya no tiembla;
sólo esa cinta interrumpe la calma,
agitándose aún sobre la verja.
Su meneo en la calma de esta escena
le da una semejanza con mi vida,
la toma una amigable forma cuyo
endeble flamear hace un juguete
del pensamiento y es interpretada
a su modo por el alma, que busca
en cada cosa un espejo de sí misma.


La noche invernal de un anciano. Robert Frost (1874-1963)

Más allá de las puertas, a través de la frío
que barre la ventana formando unas estrellas
dispersas, en la sombra, el mundo observa su cara:
La habitación está vacía. Y duerme.
La lámpara inclinada muy cerca de su rostro
le impide ver el mundo. Ya no recuerda.
La vejez le impide recordar en qué tiempo
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.
Rodeado de barriles se encuentra perdido.
Sus pasos temblorosos hacen retumbar el sótano:
lo asusta con sus pasos trémulos: y asusta
otra vez a la noche (la noche de sonidos
familiares ). Los árboles aúllan allá afuera;
todas las ramas crujen. Tan solo hay una luz
para su rostro, inmóvil, una luz en la noche.
A la Luna confía —en esa Luna rota
que ahora vale más que el sol— el cuidado
de velar por la nieve que yace sobre el techo,
de velar los carámbanos que cuelgan desde el muro.
Sigue durmiendo. Un leño se derrumba en la estufa.
Despierta con el ruido. Sobresaltado se agita.
Es la noche. Respira suavemente.
Un viejo solo no puede llenar toda una casa,
un rincón de los campos, una granja. No puede.
Así un anciano guarda la casa solitaria,
en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.


Le oí este cuento a Auggie Wren. Paul Auster.

Le oí este cuento a Auggie Wren.
         Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó. 
        Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo.
         Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
        Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida.

         A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada.

         A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.

    Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías.
         Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
         Dios sabe qué esperaba yo.
         Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente.

         En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos.
       Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla.

         Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista.
           El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías.

         Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
         Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar.
           Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca.

           Todas las fotografías eran iguales.

          Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes.

No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación.

         Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
            - Vas demasiado deprisa.
            Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
            Tenía razón, por supuesto.
            Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada.

            Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente.

     Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones.

          Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).

          Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
         Una vez que llegué a conocerlos, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos.

           Cogí otro álbum.

           Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio.

        Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí.

        Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto.

         Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

          - Mañana y mañana y mañana – murmuró entre dientes -, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
          Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.
          Eso fue hace más de dos mil fotografías.
      Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos.
     Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.
        A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad.
          Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría.
          En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico.
         ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté.
         ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
      Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad.
       Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
     Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así.
       Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental?
         Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja.
         Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.
         No conseguía nada.
         El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza.
     Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre.
         Me preguntó cómo estaba.
        Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
        - ¿Un cuento de Navidad? – dijo él cuando yo hube terminado.
        ¿Sólo es eso?
       Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca.
          Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.
       Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sándwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes.
         Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
         - Fue en el verano del setenta y dos – dijo.
        Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda.
Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético.
       Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable.
         Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
          Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar.
        Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic.
          Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié.
        Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
          Resultó que era su cartera.
     No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
          Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara.
         Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena.
       No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él.
        Robert Goodwin. Así se llamaba.
      Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela.
       En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara.
          No tuve valor.
        Me figuré que probablemente era drogadicto.
        Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?
        Así que me quedé con la cartera.
      De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto.
       Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
     Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes.
       Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina.
      Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
        La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas.
       Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio.
      Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio.
         Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.
       - ¿Eres tú, Robert? – dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
         Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
        - Sabía que vendrías, Robert – dice -. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
         Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
         Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.
        - Está bien, abuela Ethel – dije-. He vuelto para verte el día de Navidad. No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea.
         Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella. No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente. Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos. 
         - Eso es estupendo, Robert – decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
          Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
         Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. 
        Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello. Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar. No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo.
       Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.
         - ¿Volviste alguna vez? – le pregunté.
         - Una sola – contestó. 
         Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
        - Probablemente había muerto. 
        - Sí, probablemente.
        - Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
        - Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
        - Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
        - Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
        - La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
        - Todo por el arte, ¿eh, Paul?
        - Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
        - Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
        - Sí – dije -. Supongo que sí.
       Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
         - Eres un as, Auggie – dije -. Gracias por ayudarme.
      - Siempre que quieras – contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
       - Supongo que estoy en deuda contigo.
      - No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
      - Excepto el almuerzo.
       - Eso es. Excepto el almuerzo.
      Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.


El mico. Francisco Tario (1911-1977)

Me hallaba yo en el cuarto de baño, afeitándome, y deberían ser más o menos las diez de la noche, cuando tuvo lugar aquel hecho extravagante que tantas desventuras habría de acarrearme en el curso de los años. Un cielo impenetrable y negro, salpicado de blancas estrellas, asomaba por la pequeña ventana entreabierta, a mis espaldas, a la que yo miraba ahora distraídamente mientras me enjabonaba el rostro por segunda vez. Del grifo abierto, en la bañera, ascendía un vapor grato y pesado, que empañaba el espejo. Siempre me afeito con música -adoro las viejas canciones-, y recuerdo que en un determinado momento dejó de sonar One Summer Night. Deposité la brocha sobre el lavabo y salí del cuarto de baño con objeto de cambiar el disco. Mas, cuando iba ya de regreso, advertí que el agua de la bañera había cesado de caer. Tuve un leve sobresalto y la sospecha de que, por segunda vez en la semana, mi delicioso baño nocturno se había frustrado. Así ocurrió, mas no por los motivos que me eran hasta hoy familiares, pues poco había de imaginar, en tanto cruzaba el pasillo, que ya estaba presente en el baño la inmensa desdicha aguardándome. Penetré. Algo, en efecto, por demás imprevisto, acababa de obstruir el paso del agua en el grifo, aunque, así, de buenas a primeras, no acerté a saber bien qué. Algo asomaba allí, es claro, haciendo que el agua se proyectara contra las paredes. Era él. Primero sacó un pie, después otro, y por fin fue deslizándose suavemente, hasta quedar de pronto atenazado: "Parece un niño desvalido" -fue mi primera ocurrencia-. Y decidí prestarle ayuda, sin recapacitar. Tratábase, naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el alumbramiento y conservar aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada. Siempre he sido torpe en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea de que, algún desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que, puesto de rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una gran parte de su cuerpo, más la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a abandonar la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto de asfixiarse. Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba perdido, pues de pronto cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve tono violáceo. "Quizá conviniera –pensé- llamar cuanto antes a la comadrona." Pero he aquí que, aplicando el conocido sistema que se emplea para descorchar el champagne, logré hacer girar el pequeño cuerpo en un sentido y otro, valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado no pudo ser más satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua volvió a brotar agrandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo, me anunció que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente, le acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que se entreabrieron perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me sonrió, pero tuve esa impresión enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó una vez o dos y alargó con voluptuosidad los brazos. A continuación, bostezó, dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y se quedó dormido.
La situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el grifo, pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a derramarse el agua. Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la suya, y tan escurridiza, que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo. Aquí empezó a tiritar de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y me encaminé a mi alcoba. Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba extraña la amplitud del lecho con relación a aquella insignificante cabeza, del tamaño de una ciruela, reclinada sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruido las persianas, cerré cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué otro disco, preparé mi pipa y me senté a reflexionar.
De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño. Esto me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del suceso. Mas, a la vez, ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente, con respecto a los que pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido recurso de informar a la policía se me antojó de antemano risible y por completo fuera de lugar. ¡No sé lo que la policía pudiera tener que ver en semejante asunto! Y esta conclusión desalentadora me sumió, en el acto, en una soledad desconocida, en una nueva forma de responsabilidad moral que yo afrontaba por primera vez, puesto que, si la policía no parecía tener mucha injerencia en todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir conmigo tan desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes creí haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono, para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué fin? Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la insigne institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras de tarros de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las más exóticas variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna humanas. Otro pequeño incidente nada común -la llegada del cartero- me reafirmó en mi error. Acepté, pues, sonriente, el sobre que me tendía y regresé al salón.
Como no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice, provisto de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras visiones, pues si en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes después despertaba sobresaltado, dándome la impresión, no sólo de que no despertaba, sino que, por el contrario, más y más iba sumergiéndome en el fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me sentaba en el sofá y cavilaba aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio, la procedencia de aquel impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa, y todas las conjeturas que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más estúpida y descabellada. Aunque esto, por otra parte, tampoco me demostraba nada, ya que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía ser, a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí -y éste fue otro desatino mío-, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a desembocar justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme arropado en aquel sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde hacía tiempo en mi cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la causa, era a tal punto evidente que no tenía más que incorporarme, dar unos pasos hasta mi alcoba y comprobarlo con mis propios ojos. Así lo hice una vez, tentado por la duda, aunque sin encender la lámpara, sirviéndome de mis fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada, pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad. Su rostro se había serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa en que no había reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando la nariz, del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no hacía movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito, puramente instintivo, de demostrarme cuan confortable encontraba mi cama y, en general, todo lo que le rodeaba.
De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.
Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¿Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y con la eficacia requerida? ¿Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estómago -admití con un escalofrío- no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota. Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que, si en un sentido favorecía mi tarea, me planteaba un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto empezó a moverse -a desperezarse, diría yo- y a entornar sus ojos azules, que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al renacuajo. Recuerdo distintamente cómo el malvado se dejaba traer y llevar por el suave oleaje del tarro cuando yo, para hacerle rabiar, lo inclinaba en un sentido y otro. Con los brazos extendidos, el gran nadador subía o bajaba, se deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando. Admití, ya sin reservas, que la primera dificultad estaba salvada. Mas, ¿bastaría con aquello? Bastó -de ello estuve seguro-, pues, al cabo de una semana, la criatura mostraba un aspecto excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso ensayaba pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me desagradaba, no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en cuclillas en el fondo del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy buena persona. El cristal le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un detestable ser, sin antecedentes precisos, explorase mi conciencia con no sé qué funestos propósitos. Al punto yo sacudía el tarro y le hacía dar unos cuantos traspiés, alejándole de mi vista.
Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi terraza y lo dejaba allí hasta el mediodía. Por las tardes, lo introducía en el salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé caer dos o tres delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la normalidad.
Mi vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la sazón, cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado en las afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente, con positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los treinta y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz, sometiéndome a una rígida disciplina que no tardó en dar sus frutos, ya que ella habría de permitirme realizar, en el momento oportuno, cuanto me había propuesto. Fue una especie de juego de azar al que me lancé osadamente, y que sólo podía ofrecerme dos únicas posibilidades: una muerte prematura -lo que constituiría un fracaso- o una existencia despreocupada y libre, a partir de mi madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al fin llevarse a cabo, y hoy duermo cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco, soy perfectamente independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo. Poco me importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi pequeña terraza suelo contemplarlos tejados, muy por debajo del mío, y ello me otorga como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por simple distracción; apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y liquido puntualmente el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho que atrayente, pues ni siquiera soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto que, a primera vista, podría tomárseme por un viajante, aunque quizá también por un modesto violinista, lo cual es siempre una ilusión. Fiel a mis principios, rechacé toda compañía engañosa -mujeres, en particular-, pese a que me atrae salir a la calle, frecuentar los lugares públicos y formar parte de la humanidad. Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse y reír, desazonarse y cumplir con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo también sobrevivo, y ambas cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya en mi vida e interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga etapa de disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.
Qué de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped haya alterado, de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse conservado inalterable. Pero, insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un orden nuevo, aunque cordial, ha venido a reemplazar a aquel otro, tal vez demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa. Hoy he vuelto a levantarme a las diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y, al declinar la tarde, he ido al cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi cama, la cama que me pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta, al margen de cuanto acontece fuera -un mundo que para mí no encierra más atractivo que el de una grata referencia con que ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia, en la cual soy de todo punto feliz-. Pero no siempre ocurre lo previsto.
Él dormía allá -según venía haciéndolo hasta la fecha-, en el fondo de su pecera, inmerso en los tibios brazos de su agua azucarada. Debía estar próxima la madrugada cuando desperté con un súbito desasosiego, que no alcancé a descifrar, de momento. Me sería difícil expresar hoy si lo que sentí entonces fue un simple sobresalto o una clara sensación de miedo; más una intuición repentina, nacida delo más hondo de mi ser, me avisó que, en aquellos raros instantes, no me encontraba solo. Había allí, en la oscuridad de mi alcoba, una invisible presencia, un algo fuera de lo común que no me fue reconocible. Comprendí que debería darle luz; pero tardé en resolverme. Por sistema, aborrecí siempre las supersticiones, y he aquí que, por esta vez, estaba siendo víctima de una de ellas. Por lo pronto, me senté en la cama sin osar moverme. El silencio era el habitual, aunque la presencia continuaba allí, de eso estuve seguro. A poco, alguien tiró una vez o dos de los flecos de mi colcha, y el silencio prosiguió. Fue un tirón débil, pero nervioso y claramente perceptible. Esto se me antojó ya excesivo y contuve la respiración. Quien tiraba de la colcha repitió el ademán, ya con cierta osadía. Entonces di la luz. Era él, es claro, de pie sobre la alfombra amarilla, con una expresión tal de susto que no podría asegurar si fue mayor mi sorpresa o la íntima conmiseración que experimenté por aquel desdichado ser que se había lanzado a una aventura semejante. Noté que le temblaban las piernas y que no lograba sostenerse muy firmemente sobre ellas. Se mantenía algo encorvado -no sé si envejecido- y tenía los ojos enrojecidos, como si acabara de llorar. Nos miramos largamente, él todavía sin soltar la colcha. Por fin extendí los brazos y, tomándolo por las axilas, lo subí con cautela a mi cama y lo senté frente a mí. Pero aún habríamos de contemplarnos largo rato antes de que él profiriese aquella oscura palabra -la única que profirió jamás- y que tan deplorables consecuencias habría de acarrearnos a los dos. Ocurrió, más o menos, así: sentado, como estaba, alzó hasta mí sus ojos, ensayó una penosa mueca de alegría e intentó llorar. Después alargó sus brazos en busca de los míos, y repitió dos veces, con una voz chillona que me exasperó: ¡Mamá! ¡Mamá!
Hecho esto, trató de incorporarse de nuevo, pero rodó sobre la colcha y estalló en ahogados sollozos.
Fue el comienzo de una nueva vida, de una rara experiencia que yo jamás había previsto, porque, a partir de aquella fecha, las cosas no fueron ya tan halagüeñas, y dondequiera que me hallara, en el instante más feliz del día, la dolorida palabra volvía a mí, oprimiéndome el corazón. Ya no me decidí a abandonar a mi huésped, según venía haciéndolo hasta ahora, y ningún cuidado que le prestara me parecía suficiente. Un extraño compromiso parecía haberse sellado entre él y yo, merced a aquella estúpida palabra, que sería menester olvidar a toda costa. Al más intrascendente descuido, al menor asomo de egoísmo por mi parte, surgía dentro de mí la negra sombra del remordimiento, semejante, debo suponer, al de una verdadera madre que antepone a sus deberes más elementales ciertos miserables caprichos, impropios de su misión. Y he de reconocer que, con tal motivo, comenzaron a preocuparme determinados pormenores que hasta el momento presente me habían tenido sin cuidado: su salud, el tedio de sus solitarias jornadas, su irrisoria pequeñez, la fealdad de sus carnes fláccidas, su inseguro porvenir. Una rara soledad emanaba del infortunado anfibio y de aquel titubeante paso suyo, con las piernas ligeramente abiertas, cuando se resolvía, no sin grandes vacilaciones, a deambular por la casa en busca de un rincón propicio o de una puerta entre abierta que pudiera ofrecerle algo nuevo y distinto.
En tanto logró él mantenerse en la pecera, mi casa continuó pareciéndome la misma y, en cierto modo, hasta más lisonjera. Mas, tan pronto osó abandonarla e impregnó de su miseria la casa, el escenario cambió por completo. Algo sobrecogedor y triste, positivamente malsano, se dejó sentir ya a toda hora. Aún más; fue entonces, y no antes, cuando alcancé a darme cuenta con precisión de que mi huésped se hallaba desnudo, y que esta desnudez sonrosada resultaba cruelmente inmoral. Anteriormente, él no constituía sino un simple renacuajo, quizá una misteriosa planta, un pájaro en su jaula, no sé; algo, en suma, que no había inconveniente alguno en mirar. Pero, ya de pie junto a mi cama o tratando de escalar a un sillón, renacuajo, planta o pájaro, dejó de ser lo que pretendía y ya no resultó grato mirarle. Había, pues, que cubrirlo. ¿Qué vestirlo, tal vez? Y lo vestí. Primeramente, de un modo burdo, apresurado e incompleto, sirviéndome de un trozo cualquiera de paño que le ajusté a la cintura, a manera de faldón. Después, ya con cierta minuciosidad, ateniéndome a su sexo y hasta eligiendo los colores. Fue por ello que me puse a coser. Pronto tuve a mi disposición un regular surtido de telas y todos esos utensilios que requiere un buen taller. Sentado en una silla de mimbre, dedicado en cuerpo y alma a mi tarea, transcurrieron aquellas semanas, en el curso de las cuales rara vez me despojé de mis babuchas. Sentado él también, frente a mí, seguía con gran interés mi trabajo. Por aquellos días –recuerdo- comenzaba ya, a cruzar una pierna. Pero el desempeño de mi labor no fue fácil ni mucho menos, pues, repito, siempre he sido torpe en los trabajos manuales y muy de tarde en tarde alcanzaban las prendas la perfección deseada. Con frecuencia tenía que repetir las pruebas o deshacer varias veces lo que ya estaba hecho. Entonces él se ponía de pie, enderezaba con ilusión el cuerpo y me sonreía. Había allí un espejo donde él se miraba. Casi nunca dejó de sonreírme en tanto yo le probaba, principalmente en una ocasión en que decidí confeccionarle un abrigo. El invierno se echaba encima. Había asimismo que lavarlo, que peinar sus escasos cabellos, que limpiarle las uñas y pesarlo. Y, sobre todo, fue preciso instalarlo de forma adecuada, pues, a partir de su primera excursión a mi alcoba, se negó rotundamente a volver a la pecera, y tantas veces como lo devolví a ella, tantas otras como escapó furtivamente, en su afán de merodear por la casa. Una situación difícil, para la cual yo no estaba preparado.
Por fin su alojamiento quedó fijado en la única pieza que se conservaba vacía. Era un pequeño cuarto de seis metros cuadrados donde fue instalado su dormitorio, una salita de estar -que servía de comedor, asimismo- y un baño privado. Este relativo confort que me fue dado proporcionarle, alivió sensiblemente mi ánimo, liberándome de aquel sentimiento penoso que me agobiara en otro tiempo al dejarle solo. En realidad, dentro de aquel recinto disponía de todo cuanto pudiera serle necesario, y, lo que era aún más importante, se hallaba a salvo de cualquier riesgo imprevisible, en particular de los gatos, que nunca cesaban de merodear por las tardes alrededor de mi cocina.
Sí, era divertido verle lanzar los dados a lo alto, o deslizarse con cara de miedo a lo largo del tobogán, o soplar en su diminuta corneta de hojalata negra y azul. Su menú era todavía muy modesto y constaba, por lo general, de unos trozos de migajón rociados con miel, unas cucharadas de sopa y una discreta ración de nata fresca o queso. A media tarde le permitía chupar un caramelo de fresa, o dos o tres gajos de naranja, si lo prefería. De ordinario, me sentaba en el suelo para verle comer. Hacía una figura simpática, con su minúscula servilleta al cuello y los pies recogidos bajo la silla, llevándose con indecisión temblorosa la cucharilla a la boca. Le divertía verme fumar y, como un pequeño mono, trataba de alcanzar mi pipa, enderezándose sobre su asiento. Diariamente lo bañaba y le llevaba la cena a la cama cuando todavía no se había puesto el sol. En cambio, era un gran madrugador, y le sentía andar por los pasillos mucho antes de que yo me hubiese levantado. Permitíale esta libertad de movimientos a sabiendas de que, en ningún caso, sería capaz de abrir una puerta o penetrar donde no debía. Pese a ello, conocía a la perfección todos los rincones de la casa y no me cupo la menor duda de que, si su complexión se lo hubiese permitido, habría podido prestarme un gran servicio. He de reconocer, sin embargo, que sus carnes seguían siendo fláccidas y muy poco consistentes, como una esponja mojada, y, de hecho, nunca dejó de preocuparme la idea de que, de un modo u otro, perteneciese a alguna particular rama de la familia de las esponjas. Pero era feliz, estoy seguro, y conservaba su buen humor de costumbre, salvo cuando alguien hacía sonar el timbre de la puerta, o silbaba, de pronto, un ferrocarril. Entonces él se tapaba la cara con las manos y corría a guarecerse en un rincón, donde permanecía acurrucado hasta que se disipaba el eco. Le entretenían, en cambio, las mariposas y el piar constante de los pájaros, y tuve, a menudo, la impresión de que lamentaba profundamente su condición de anfibio, mientras miraba surcar el aire aquellas ruidosas bandadas de pájaros que nunca faltaban en mi terraza al caer la tarde.
Por lo que a mí respecta, puedo afirmar que mi vida era de lo más activa y escasamente disponía de unos minutos de descanso, ocupado a toda hora del día en los quehaceres domésticos, o en salir y entrar en busca de algo que siempre hacía falta en la casa. Me llevaba casi toda la mañana recorrer los mercados, las queserías, las tiendas de comestibles e incluso los establecimientos de pescado, a la caza de algún novedoso manjar con que obsequiar a mi huésped, pese a que, por ahora, debería continuar ateniéndome a un número muy exiguo de alimentos, aunque cuidando de que unos y otros estuviesen en perfecto estado y fuesen de primera calidad. Ya de regreso, me dirigía a la cocina y preparaba el almuerzo, sin perder de vista que el menú de la semana fuese, en lo posible, nutritivo y variado. Como ocurría, por otra parte, que me había visto obligado a despedir a la persona encargada del aseo de la casa, con el fin de mantener en secreto la existencia de mi huésped, tenía que hacerme cargo personalmente de estos menesteres, en los que empleaba gran parte de la tarde. Un poco antes del oscurecer, como dije, le servía lacena en la cama y, en cuanto advertía que se había quedado dormido, regresaba al salón y me entregaba a mis pasatiempos favoritos; esto es, leía o escuchaba un poco de música. Eran mis únicos ratos libres. Mas la música y la lectura habían empezado a abrumarme y he de confesar que, por aquel tiempo, fueron interesándome cada vez menos. Por una u otra razón permanecía distraído, ajeno a lo que escuchaba o leía, como si todo aquel mundo apasionante no tuviese ya nada en común conmigo. O era una ligera erupción de la piel, que había creído notar en la cabeza de la criatura, o eran las compras de la mañana siguiente, o los nuevos precios del mercado; algo, sin excepción, ocupaba por entero mis pensamientos. Había empezado a dormir mal y pasé gran número de noches en vela, agobiado por un sinfín de preocupaciones. Mis sueños solían ser estrambóticos y se referían invariablemente a grandes catástrofes domésticas de las que era yo el infortunado protagonista. ¿Comenzaba a metamorfosearme? Estuve seguro que sí. Ello empezó a inquietarme, a despertar en mí muy serios temores, y creí, en más de una ocasión, no reconocerme del todo al cruzar ante un espejo. ¡Ay de mí! No se trataba tan sólo de la extrañeza que me provocaban ahora mis antiguas aficiones, o de la imagen deformada que pudieran devolverme los espejos, sino de algo mucho más sutil y grave, casi estúpido, que yo iba percibiendo dentro de mí. Sentí miedo. Conocía de sobra el poder que ejercen ciertas obsesiones en el ánimo del hombre, y la sugestión de que el hombre es víctima bajo el influjo de aquéllas; pero éste no era mi caso, puesto que, de un modo enteramente consciente, las reconocía y aceptaba, esforzándome por sustraerme a ellas. Era algo independiente de mí, malvado, y contra lo cual parecía inútil resistirse. Tengo muy presente un suceso que acaso explique por sí mismo la disposición de mi ánimo durante aquellos azarosos días. Debía de ser media mañana y me disponía a salir de compras, cuando mi pequeño huésped se presentó en el vestíbulo con la sana intención de acompañarme. Llevaba puestos el abrigo y los guantes, y deduje que él mismo se había peinado. Hecho tan imprevisto, suscitó en mí una viva zozobra y la noción de un nuevo conflicto, que hasta hoy no se me había planteado. ¿Cómo acceder a sus deseos y lanzarme a exhibir por las calles a aquel mísero renacuajo, a quien a buen seguro echaría mano la policía? Cuidando de no herirle, procuré disuadirlo de su empeño, pidiéndole que, como venía siendo costumbre, me aguardara en la casa. No me fue difícil lograrlo, pues siempre se mostraba ecuánime; aunque lo más lastimoso de todo fue que, a mi regreso, le encontré hecho un ovillo en su cama, todavía con el abrigo puesto. Había tal expresión de humillación en sus ojos y se me mostró tan desvalido, que no pude reprimir este pensamiento, que escapó de mí como un presagio: "Tal vez –me dije- conviniera proporcionarle un hermanito". La ocurrencia, por así decirlo, no tuvo nada de excepcional, más surgió de mi interior con un sentido tan oscuro y tan cargado de sugerencias, que me dejó estupefacto. Aún tuve ánimos para preguntarme con sorna: "Un hermanito, sí, ¿pero ¿cómo?" Y dejé la interrogación sin respuesta. Pensé consultar al médico, tomarme unos días de descanso. Frente al espejo, convine esa misma noche: "Las cosas no marchan bien del todo". Y me quité el delantal. Mi huésped no quiso cenar y antes de que dieran las ocho estábamos los dos en la cama.
Mi salud, en los días que siguieron, fue quebrantándose y perdí casi por completo el apetito. Sufría estados de depresión, agudos dolores de cabeza e intensas y frecuentes náuseas. Una extraña pesadez, que con los días iría en aumento, me retuvo en cama una semana. A duras penas conseguía incorporarme y caminaba con torpeza, como un pato. Padecía vértigos y accesos de llanto. Mi sensibilidad se aguzaba y bastaba la más leve contrariedad para que me considerase el ser más infeliz del planeta. El cielo gris y pesado, la sombra de los viejos aleros, el ruido de la lluvia en mi terraza, el crepúsculo, un disco, me arrancaban lágrimas y sollozos. Cualquier alimento me revolvía el estómago y no pude soportar ya el olor de la cocina. Aborrecí un día mi pipa y dejé de fumar. Me afeité el bigote. El tedio y la melancolía rara vez me abandonaron y comprendí que me encontraba seriamente enfermo. Posiblemente estuviese encinta.
Esta grave sospecha me la fue confirmando la actitud de mi huésped. También él se veía desmejorado, y cuantas veces consentí en que me acompañara junto a mi lecho de enfermo, sentado allí, en su silla, bajo la lámpara de pie, no dejé de notar que enflaquecía sensiblemente y que una expresión biliosa, poco grata, asomaba ya a sus labios. De día en día esta impresión fue haciéndose más patente, hasta el punto de que ya no me sería posible relacionar a aquel risueño saltimbanqui, que ensayara piruetas en la pecera, con este otro residuo humano, desconfiado y distante, que compartía hoy mi vida. No éramos muy felices, por lo visto, y comenzó a asediarme la idea torturante de la muerte. Nunca, hasta ahora, había pensado en ello. Oyendo a los vecinos subir y bajar, silbar los trenes en el crepúsculo o hervir la sopa en la marmita, sentíame tan extraño a mí mismo, tan diferente de cómo me recordaba, que no pocas veces llegué a sospechar, con razón, si no estaría ya de antemano bien muerto. Quizás él, con su aguda perspicacia, adivinara mis sentimientos, no lo sé; más sí era incuestionable que trataba, por todos los medios, de reanimarme con su presencia, de levantar en lo posible mi ánimo y distraer mi soledad. Pero resultaban vanas todas sus chanzas, las penosas muecas que me obsequiaba y aquel desatinado empeño, en hacer sonar su corneta a toda hora. Pronto hube de callarlo y lo expulsé de mi lado. Había creído descubrir que, en el fondo, no lo guiaba más que un impulso egoísta, provocado por el temor de que lo abandonara a su suerte, privándole de su bienestar actual o, cuando menos, del esmerado confort de que venía disfrutando. No me agradó su expresión de recelo y aquella fingida congoja con que solía observarme mientras me mantenía despierto, y que al punto era suplantada por otra expresión agria de envidia, en cuanto suponía que me había quedado dormido. Con los párpados entrecerrados, lo observaba yo, a mi vez. ¿Llegó a burlarse de mí? Pude suponerlo repetidas veces, y estoy seguro de que, por aquellas fechas, le inspiré un profundo desprecio. Cabe pensar que adivinara mi estado y las consecuencias que esto podría acarrearle a la larga. Sabía que, de hecho, él no era sino un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o, en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo. Temía, por tanto, que alguien, con más derechos que él, viniese a usurpar su lugar y a desplazarlo, puesto que, en realidad, nada en común nos unía y solamente un hecho ocasional lo había traído a mi lado. Ni su sangre era la mía, ni jamás podría considerarlo como cosa propia. Su porvenir, en suma, no debía mostrársele muy halagüeño, y de ahí sus falsas benevolencias y aquel rencor oculto, que se iba haciendo ostensible. Bien visto, sus temores no eran injustificados, pues desde hacía varios días algo muy grave venía rondándome la cabeza, con motivo de mi nuevo estado.
"Todo esto es perfectamente absurdo y lo que ocurre es que estoy hechizado" -recapacité un día. -¡Mamá! -me interrumpió él, desde el otro extremo de la alcoba. Y planeé fríamente el asesinato. Apremiaba el tiempo. Esta sola perspectiva bastó para devolverme las fuerzas y hacerme recuperar, en parte, las ilusiones perdidas. Ya no pensé en otra cosa que en liberarme del intruso y poner fin a una situación que, en el plazo de unos meses, prometía volverse insostenible. La sola idea de realizar mi propósito llegó a ponerme en tal estado de excitación nerviosa, que no conseguí pegar los ojos en el transcurso de las siguientes noches. Incluso recuperé el apetito y volví a prestar atención a mis quehaceres domésticos. Simultáneamente, redoblé mis cuidados con la criatura, dispensándole toda clase de mimos y concesiones, desde el momento en que ya no constituía, ante mis ojos, más que un condenado a muerte. Eran sus últimos días de vida y, en el fondo, sentía una vaga piedad por él. Mas los preparativos del acto que me proponía llevar a cabo no dejaron de ser laboriosos. Se trataba de cometer un delito, era indudable, pero, a la vez, de salir indemne de él. Esto último no me planteaba ningún serio problema, teniendo en cuenta que nadie -que yo supiera- parecía estar al corriente de su existencia. Pienso que ni mis propios vecinos llegaron a sospechar jamás de mi pequeño huésped, lo que no obstaba para que, en mi fuero interno, me preocupara muy seriamente la idea de incurrir en algún error.
            Mi mente, por aquellos días, no se encontraba demasiado lúcida y quién podría garantizarme que el error no fuese cometido. Los medios de que disponía eran prácticamente infinitos, pero había que elegir entre ellos. Cada cual ofrecía sus ventajas, aunque también sus riesgos. Y me resolví por el gas. Mas faltaba por decidir esto: ¿cómo deshacerme del cadáver? Ello exigió de mí las más arduas cavilaciones, pues no me sentía tan osado como para ejecutar con mis propias manos la tarea subsecuente. No estaba muy seguro de que no me fallasen las fuerzas al enfrentarme, cara a cara, con el pequeño difunto. Si resultara factible, tratábase de perpetrar el crimen sin mi participación directa, un poco como a hurtadillas y hasta contra mi propia voluntad. Por así decirlo, sentía mis escrúpulos y tampoco eran mis intenciones abusar de la fragilidad de mi víctima. Lo que yo me proponía, simplemente, era liberarme de aquella angustia creciente, proteger mi nuevo estado y legalizar la situación de mi familia, aunque poniendo en juego, para tales fines, la más elemental educación.
El maullido de los gatos, rondando esa tarde mi cocina, me deparó la solución deseada: una vez que el gas hubiese surtido efecto, abriría la ventana de su alcoba y dejaría libre el paso a los merodeadores, cuidando de ausentarme a tiempo. Eran unos gatos espléndidos, en su mayoría negros, con unos claros ojos amarillos que relampagueaban en la oscuridad. Parecían eternamente hambrientos, y tan luego comenzaba a declinar el sol, acudían en presurosas manadas, lanzando unos sonoros maullidos que, por esta vez, se me antojaron provocativos y, en cierto modo, desleales.
Y puse manos a la obra. Desde temprana hora de la tarde procedí a preparar mi equipaje, que constaba de una sola maleta con las prendas de ropa más indispensables para una corta, temporada. Tenía hecha ya mi reservación en el hotel de una ciudad vecina, adonde esperaba llegar al filo de la medianoche. Allí permanecería tantos días como lo estimara prudente, en parte para eludir cualquier forma de responsabilidad, y en parte por un principio de buen gusto. Transcurrido un tiempo razonable, regresaría como si nada a mi casa. Y aún conservaba la maleta abierta sobre mi cama, cuando advertí que él se acercaba por el pasillo pisando muy suavemente. Con un vuelco del corazón, le vi entrar más tarde. Llevaba puestas sus babuchas y una fina bata de casa, en cuyos bolsillos guardaba las manos. Se quedó largo rato mirándome, con la cabeza un poco ladeada. Después aventuró unos pasos y se sentó en la alfombra. Había empezado a llover, y recuerdo que en aquel instante cruzó un avión sobre el tejado. Le vi estremecerse de arriba abajo, aunque continuó inmóvil esta vez. No supe por qué motivo mantenía la cabeza inclinada de aquel modo, observándome con el rabillo del ojo. En realidad, no parecía triste o preocupado, sino solamente perplejo. Y fue en el momento preciso en que yo cerraba mi maleta con llave y me disponía a depositarla en el suelo, cuando unas incontenibles náuseas me acometieron de súbito. La cabeza me dio vueltas y una sensación muy angustiosa, que nunca había experimentado, me obligó a sentarme en la cama, para después correr hasta el baño en el peor estado que recuerdo. Allí me apoyé contra el muro, temiendo que iba a estallar. Algo como la corriente de un río subía y bajaba a lo largo de mi cuerpo; retrocedía, tomaba un nuevo impulso e intentaba hallar en vano una salida. Había en mí, alternativamente, como un inmenso vacío y una rara plenitud. ¿Estaba próximo el alumbramiento? Eso temí. Y comprendí que debería actuar con la mayor urgencia. Comencé a vomitar. ¡Mamá! escuché su voz a la puerta.
La prisa y un repentino temor a no poder completar mi tarea me habían hecho olvidar la maleta y todo lo relativo al hotel. Continuaban maullando los gatos. Durante un segundo se apagó la luz de la casa, para encenderse de nuevo. Pensaba ahora en el hospital y en los acontecimientos que se avecinaban. -¡Mamá! -oí de nueva cuenta.
Entonces abrí la puerta del baño, cogí atolondradamente a la criatura y la sostuve en alto. Tras despojarlo de su bata de casa, lo estreché fuertemente contra mi pecho, le miré por última vez y lo arrojé al inodoro. Fue un instante muy cruel –recuerdo-, mas, a fin de cuentas, era de allí de donde él procedía y yo no hacía ahora otra cosa que devolverlo a sus antiguos dominios. Esto me confortó, en lo que cabe. Con el agua al cuello, todavía me miró, confuso, posiblemente incrédulo, e hizo ademán de salir. Pero yo le retuve allí, oprimiéndole la cabeza, y él se fue sumergiendo dócilmente, deslizándose sin dificultad, perdiéndose en una catarata de agua que lo absorbió entre su espuma. Y desapareció. Inmediatamente después, debí perder el sentido.
Amaneció el día dorado y limpio, con un vasto cielo azul. Una luz temblorosa y clara caía de lo alto sobre los tejados, y los cristales de mi ventana mostraban aún las huellas de la pasada lluvia. Reinaba un profundo silencio en la casa. Era todavía temprano y la ciudad dormía. Flotaba un dulce olor en el aire, como si a lo largo de toda la noche se hubiese mantenido encendida una gran cantidad de cirios. Las puertas permanecían cerradas. Una soledad nueva, aunque no olvidada del todo, se presentía tras aquellas puertas. Quizá conviniera habituarse. Sonaba apagadamente la música y era muy grato el sol en mi terraza. Sobre una mesa de la sala, descubrí un libro abierto. En seguida el reloj dio las horas. Bien visto, todo resultaba muy grato, aproximadamente como antes. Me senté a leer. Eran bellas aquellas páginas, conmovedoras, y valía la pena fijar la atención en ellas. Después prepararía el desayuno y, por la tarde, iría al cinematógrafo. Me habían cedido las náuseas y noté que empezaba a crecerme el bigote. En el jardín de enfrente seguían cayendo las hojas. El tiempo me pareció inmenso y propicio para toda suerte de empresas. Pero el tiempo exige intimidad, sosiego y un profundo recogimiento. Justamente en aquel sofá había dormido yo una noche, encogido como una oruga, tiritando de frío. Me eché a reír. Había sido, sin duda, una insólita noche y me agradaría escuchar de nuevo One Summer Night. ¿Pero quién osaba insinuarme, de pronto, que nunca más, mientras viviera, me atrevería a penetrar en el cuarto de baño? Penetraría. Naturalmente que penetraría, y abriría todos los grifos, y me contemplaría en el espejo, y me sentaría, como de costumbre, en el inodoro. Allí leería el periódico. Después recorrería la casa, pieza por pieza, e iría abriendo los armarios, ordenando sus cajones, reconociéndolo todo, desechando cuanto pudiera considerar estorboso o inútil. Incluyendo aquella alcoba, es claro; y aquella ropa; y el ajuar; y la corneta. Todo junto iría a parar hoy mismo a la basura. Cuando un hombre se siente feliz, debe ordenar su casa, procurar que la felicidad encuentre grata su casa. Así fue quedando la mía: libre, abierta, florecida. A toda hora entraba el sol en ella, como en una jaula. Pasaban los días. Una mujer venía por las tardes y se ocupaba de la limpieza. Al caer la noche, se iba. Yo cerraba la puerta tras ella y daba vuelta a la llave. Rara vez abandonaba mi pipa y, como el tiempo continuaba tibio y soleado, dejaba abiertas de par en par las ventanas. Me llegaban todos los rumores y, al oscurecer, se desvanecían. Eran muy tranquilas las noches, muy quietas. Yo apagaba la luz y me dormía en el acto. De tarde en tarde, se dejaba oír una corneta, pero ni aun esto me desazonaba. Más bien la corneta arrullaba mi sueño, porque sabía, en el fondo, que no podía existir tal corneta. Y sonreía. Daba una vuelta o dos en la cama y ya estaba dormido de nuevo. Sonaba todas las noches y después cesaba; pero no en el cuarto de baño, ni siquiera en su alcoba, sino en un lugar impreciso y distante o como al final de un gran embudo. Habían transcurrido diez días y la corneta seguía sonando. Mas ocurría -esto era lo sorprendente- que al cerrar bien las puertas la corneta dejaba de sonar, o, si sonaba, había que mantener el oído muy atento a ella. Comprendí que, de cualquier modo, sería preciso hacerla callar, en definitiva, pues era lo único que, en cierta forma, comenzaba a perturbar mi felicidad. El sonido me llegaba a través del pasillo, en dirección a su alcoba. Hacia allá iba yo ahora, de puntillas, procurando no hacer ruido. Abrí. La pieza estaba vacía, a oscuras, y no ofrecía nada de particular. Pero la corneta seguía sonando. Me asomé al cubo de luz. Había una ventana iluminada en el piso de abajo, y un poco más al fondo estaba él, el mico. Sentado en un gran sillón tapizado de rojo, sostenía en alto su corneta. Llevaba puesta una larga camisa de seda y tenía los pies descalzos. En torno suyo un grupo de mujeres muy jóvenes, sentadas sobre la alfombra, reían y le miraban embelesadas. El mico parecía feliz. Cuanto más y más soplaba, más y más se reían las mujeres, agitando sus tiernos pechos. Todas ellas parecían encantadas con el reciente hallazgo, todas se lo disputaban y no cesaban de reír. El gran aventurero también reía. Pasaba de unas manos a otras. De pronto, una de ellas lo zarandeó entre sus brazos y lo lanzó a lo alto, como una pelota. Lo lanzó así dos o tres veces y las demás se desternillaron de risa. Mas, al cabo, se vio entrar a un caballero, anunciando, sin duda, que ya era hora de acostarse y de suspender el juego. Unas y otras se fueron dispersando y se apagó la luz. El caballero corrió las cortinas, y yo me sentí francamente dichoso. Después regresé a mi cama y no desperté sino hasta muy entrada la mañana. Así continué durmiendo día tras día, risueñamente, inefablemente, sin preocuparme ya más por el hechicero. Y tres meses más tarde di a luz con toda felicidad.