jueves, 16 de mayo de 2024

Soneto de amor. Delmira Agustini (1886-1914)

Lo soñé impetuoso, formidable y ardiente;
hablaba el impreciso lenguaje del torrente;
Era un amor desbordado de locura y de fuego,
Rodando por la vida como en eterno riego.

Luego soñélo triste, como un gran sol poniente
que dobla ante la noche su cabeza de fuego:
después rió, y en su boca tan tierna como un ruego,
sonaba sus cristales el alma de la fuente.

Y hoy sueño que es vibrante, y suave, y riente y triste,
que todas las tinieblas y todo el iris viste,
que frágil como un ídolo y eterno como un Dios

Sobre la vida toda su majestad levanta:
y el beso cae ardiendo a perfumar su planta
en una flor de fuego deshojada por dos...


Blanco en la luna. E.A. Housman (1859-1936)

Blanco en la luna el largo camino corre,
El disco erguido y pálido alrededor,
Blanco en la luna el largo camino corre,
El sendero que conduce hasta mi amor.

Todavía cuelga el seto sin una ráfaga,
Todavía, todavía permanecen las sombras:
Mis pies sobre el polvo deslumbrante
Persiguen el camino incesante.

El mundo es circular, así dicen los caminantes,
Y aunque se afanen en una ruta derecha,
Trabajosa, penosamente en una marcha estrecha,
El mismo camino los traerá de vuelta.

Pero antes de que el círculo me traiga al hogar,
Lejos, lejos debe transitar:
Blanco en la luna el largo camino corre,
El sendero que conduce hasta mi amor.


Tenebrae. Émile Verhaeren (1855-1916)

La Luna, con su atento y glacial Ojo,
observa al crudo invierno entronizado,
vasto y pálido sobre la tierra yerma;
La Noche se agita en traslúcidos azules;
El Viento, con súbita presencia, nos apuñala.

A lo lejos, sobre el horizonte, danzan
los ondulantes senderos del hielo;
se los ve a la distancia, perforando el llano,
Y las Estrellas de Oro, suspendidas en el éter,
siempre más alto en la Oscuridad,
desgarran cruelmente el azul del cielo.

Los campesinos tiemblan en las planicies de Flandes,
cerca de los brezos, de los antiguos ríos,
y de los grandes Bosques;
entre dos lívidos infinitos, estremeciéndose de frío,
agrupándose junto a las viejas chimeneas,
removiendo las cansadas cenizas.


Aire y ángeles. John Donne (1572-1632)

Dos o tres veces te habré amado
antes de conocer tu rostro o tu nombre;
en una voz, en una llama informe,
a menudo los ángeles nos afectan, y aún así los adoramos;
como cuando me acerqué a tí
vi una espléndida y gloriosa nada.

Puesto que mi alma, cuyo hijo es el amor,
requiere de miembros de carne y hueso
o nada podría si ellos,
más sutil que el padre el amor no ha de ser,
sino también ha de encarnar un cuerpo;
por consiguiente, invoco quién y lo que eras,
y al amor conmino, en este mismo instante,
a que se aloje en tu cuerpo,
y en tus labios, ojos y cejas se instale.

En tal caso, como un ángel, con rostro y alas
de aire, no tan puro éste, pero que lleva puramente,
de este modo pueda tu amor ser mi angélica esfera.
Justamente igual diferencia,
como aquella que reina
entre la pureza de los ángeles y del aire,
como la que siempre existirá entre el amor
del hombre y de la mujer.


Thalaba, el destructor. Robert Southey (1774-1843)

¡Un ocaso de tinieblas y tormenta!
Dentro de la cripta
Thalaba depositó al anciano,
para protegerle de la lluvia.
¡Una noche de tormenta! El viento
azotaba el cielo sin luna,
y gemía entre los sepulcros;
y en las pausas de su azote
oían el caer de la densa lluvia
sobre el monumento.
En silencio, sobre la tumba de Oneiza
su padre y su esposo se hastiaban.
El almacín desde el minarete
cantó la medianoche.
¡Ahora, ahora!, gritó Thalaba;
y sobre la cripta de la tumba
creció un pálido resplandor,
como los reflejos de un fuego áureo;
y en esta espantosa luz
Oneiza se apareció. Era ella,
Las mismas facciones alteradas por la muerte,
lívidas mejillas, labios azulados;
pero en sus ojos aparecía
un brillo más terrible
que todo el espanto de la muerte.
¿Vives aún, infeliz?,
preguntó con trémula voz a Thalaba;
¿y debo abandonar cada noche mi tumba
para decirte, en vano,
que Dios te ha abandonado?
-¡No es ella! -exclamó el anciano-,
¡es un espectro, sólo un espectro!
Y dirigiéndose al joven que empuñaba la lanza:
-¡Arrójasela tú mismo!
-¡Arrójala! -, gritó Thalaba,
y, desprovisto de toda fuerza,
clavó sus ojos en la terrible forma.
-¡Sí, arrójala! -, gritó una voz cuyo tono
inundó su alma con tanto alivio
como la lluvia sobre el desierto
de la muerte.
Pero, obediente a esa voz familiar,
fijó sus ojos en aquello,
cuando Moath, de firme corazón,
efectuó el lanzamiento: a través del cadáver del vampiro
voló la lanza, cayó,
y gimiendo por el dolor de la herida
su diabólico morador huyó.
Una azulada luz cayó sobre ellos,
e inundados de gloria, ante sus ojos
el espíritu de Oneiza descansó.


A la memoria. Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907)

Extraño Poder, quién eres yo no lo sé,
Asesino o doncella de mi fe.
Sólo sé que prefiero el castigo
Del más implacable enemigo,
Que vivir -como ahora vivo-
Mutilada veinte veces al día por ti.

Sin embargo, cuando logre someterte,
Lo ridículo será un vano pretexto,
Murmurando en mi oído una canción
Largo tiempo amada, hoy lejos de la razón;
Y sobre mi frente he de sentir el beso
Que me haría desear morir antes de perderlo.


Un maizal verde. Christina Rossetti (1830-1894)

La tierra era verde, el cielo era azul:
Yo vi y oí en una mañana de sol
Una alondra colgando entre los dos,
Una silueta que cantaba sobre los granos;

Y justo debajo, en alegre compás,
Mariposas blancas agitaban las alas,
Y de todos modos la alondra se elevó,
Silenciosa se hundió y se elevó para cantar.

El maizal extendió su tierno verde
Alrededor de mis pasos;
Yo sabía que había un nido oculto
Un secreto auditorio entre el millón de tallos.

Y al detenerme para oír su voz,
Mientras se deslizaba el instante de sol,
Quizás su amante se sentaba, encantado,
A oír el final de aquella canción.


A Elena. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Te ví una vez, sólo una vez, hace años:
no debo decir cuantos, pero no muchos.
Era una medianoche de julio,
y de luna llena que, como tu alma,
cerníase también en el firmamento,
y buscaba con afán un sendero a través de él.

Caía un plateado velo de luz, con la quietud,
la pena y el sopor sobre los rostros vueltos
a la bóveda de mil rosas que crecen en aquel jardín encantado,
donde el viento sólo deambula sigiloso, en puntas de pie.

Caía sobre los rostros vueltos hacia el cielo
de estas rosas que exhalaban,
a cambio de la tierna luz recibida,
sus ardorosas almas en el morir extático.

Caía sobre los rostros vueltos hacia la noche
de estas rosas que sonreían y morían,
hechizadas por tí,
y por la poesía de tu presencia.

Vestida de blanco, sobre un campo de violetas, te vi medio reclinada,
mientras la luna se derramaba sobre los rostros vueltos
hacia el firmamento de las rosas, y sobre tu rostro,
también vuelto hacia el vacío, ¡Ah! por la Tristeza.

¿No fue el Destino el que esta noche de julio,
no fue el Destino, cuyo nombre es también Dolor,
el que me detuvo ante la puerta de aquel jardín
a respirar el aroma de aquellas rosas dormidas?

No se oía pisada alguna;
el odiado mundo entero dormía,
salvo tú y yo (¡Oh, Cielos, cómo arde mi corazón
al reunir estas dos palabras!).

Salvo tú y yo únicamente.
Yo me detuve, miré... y en un instante
todo desapareció de mi vista
(Era de hecho, un Jardín encantado).

El resplandor de la luna desapareció,
también las blandas hierbas y las veredas sinuosas,
desaparecieron los árboles lozanos y las flores venturosas;
el mismo perfume de las rosas en el aire expiró.

Todo, todo murió,
salvo tú;
salvo la divina luz en tus ojos,
el alma de tus ojos alzados hacia el cielo.

Ellos fueron lo único que vi;
ellos fueron el mundo entero para mí:
ellos fueron lo único que vi durante horas,
lo único que vi hasta que la luna se puso.

¡Qué extrañas historias parecen yacer
escritas en esas cristalinas, celestiales esferas!
¡Qué sereno mar vacío de orgullo!
¡Qué osadía de ambición!

Más ¡qué profunda, qué insondable capacidad de amor!
Pero al fin, Diana descendió hacia occidente
envuelta en nubes tempestuosas; y tú,
espectro entre los árboles sepulcrales, te desvaneciste.

Sólo tus ojos quedaron.
Ellos no quisieron irse
(todavía no se han ido).
Alumbraron mi senda solitaria de regreso al hogar.

Ellos no me han abandonado un instante
(como hicieron mis esperanzas) desde entonces.
Me siguen, me conducen a través de los años;
son mis Amos, y yo su esclavo.

Su oficio es iluminar y enardecer;
mi deber, ser salvado por su luz resplandeciente,
y ser purificado en su eléctrico fuego,
santificado en su elisíaco fuego.

Ellos colman mi alma de Belleza
(que es esperanza), y resplandecen en lo alto,
estrellas ante las cuales me arrodillo
en las tristes y silenciosas vigilias de la noche.

Aun en medio de fulgor meridiano del día los veo:
dos planetas claros,
centelleantes como Venus,
cuyo dulce brillo no extingue el sol.


No tengo boca y debo gritar. Harlan Elisson (1934-2008)

El cuerpo de Gorrister colgaba, fláccido, en el ambiente rosado; sin apoyo alguno, suspendido bien alto por encima de nuestras cabezas, en la cámara de la computadora, sin balancearse en la brisa fría y oleosa que soplaba eternamente a lo largo de la caverna principal. El cuerpo colgaba cabeza abajo, unido a la parte inferior de un retén por la planta de su pie derecho. Se le había extraído toda la sangre por una incisión que se había practicado en su garganta, de oreja a oreja. No había rastros de sangre en la pulida superficie del piso de metal.
Cuando Gorrister se unió a nuestro grupo y se miró a sí mismo, ya era demasiado tarde para que nos diéramos cuenta de que una vez más, AM nos habla engañado, había hecho su broma, su diversión de máquina. Tres de nosotros vomitamos, apartando la vista unos de otros en un reflejo tan arcaico como la náusea que lo había provocado.
Gorrister se puso pálido como la nieve. Fue casi como si hubiera visto un ídolo de vudú y se sintiera temeroso por el futuro. “¡Dios mío!”, murmuró, y se alejó. Tres de nosotros lo seguimos durante un rato y lo hallamos sentado con la cabeza entre las manos. Ellen se arrodilló junto a él y acarició su cabello. No se movió, pero su voz nos llegó dará a través del telón de sus manos:
- ¿Por qué no nos mata de una buena vez? ¡Señor! no sé cuánto tiempo voy a ser capaz de soportarlo.
Era nuestro centésimo noveno año en la computadora.
Gorrister decía lo que todos sentíamos.
Nimdok (éste era el nombre que la computadora le había forzado a usar, porque se entretenía con los sonidos extraños) fue víctima de alucinaciones que le hicieron creer que había alimentos enlatados en la caverna, Gorrister y yo teníamos muchas dudas.
- Es otro engaño – les dije -. Lo mismo que cuando nos hizo creer que realmente existía aquel maldito elefante congelado. ¿Recuerdan? Benny casi se volvió loco aquella vez. Vamos a esforzarnos para recorrer todo ese camino y cuando lleguemos van a estar podridos o algo por el estilo. No, no vayamos. Va a tener que darnos algo forzosamente, porque si no nos vamos a morir.
Benny se estremeció. Hacía tres días que no comíamos. La última vez fueron gusanos, espesos, correosos como cuerdas.
Nimdok ya no estaba seguro. Si había una posibilidad, cada vez se le antojaba más lejana. De todas maneras, allí no se podría estar peor que aquí. Tal vez haría más frío, pero eso ya no importaba demasiado. Calor, frío, lluvia, lava hirviente o nubes de langostas; ya nada importaba: la máquina se masturbaba y teníamos que aguantar o morir.
Ellen dijo algo que fue decisivo:
- Tengo que encontrar algo, Ted. Tal vez allí haya unas peras o unas manzanas. Por favor Ted, probemos.
Cedí con facilidad. Ya nada importaba. Sin embargo, Ellen me quedó agradecida. Me aceptó dos veces fuera de turno. Esto tampoco importaba. Oíamos cómo la máquina se reía juguetonamente mientras lo hacíamos. Fuerte, con risas que venían desde lejos y nos rodeaban. Ya nunca llegaba al clímax, así que para qué molestarse.
Cuando partimos era jueves. La máquina siempre nos tenía al tanto de la fecha. El paso del tiempo era muy importante; no para nosotros, sin duda, sino para ella. Jueves. Gracias.
Nimdok y Gorrister llevaron a Ellen alzada durante un largo trecho, entrelazando las manos que formaban un asiento. Benny y yo caminábamos adelante y atrás, para que, si algo sucedía, nos pasara a nosotros y no la perjudicara a Ellen. ¡Qué idea ridícula la de no ser perjudicado! En fin, todo era lo mismo.
Las cavernas de hielo se hallaban a una distancia de unos 160 km. y al segundo día, cuando estábamos tendidos bajo el sol quemante que habla materializado, nos envió maná. Con gusto a orina hervida, naturalmente, pero lo comimos.
Al tercer día pasamos por un valle de obsolescencia, lleno de esqueletos de unidades de computadoras que se enmohecían desde hacía mucho tiempo. AM era tan despiadada consigo misma como con nosotros. Era una característica de su personalidad: el perfeccionismo. Ya fuera el deshacerse de elementos improductivos de su propio mundo interno, o el perfeccionamiento de métodos para torturarnos, AM era tan cuidadosa como los que la habían inventado, quienes desde largo tiempo estaban convertidos en polvo, y había tornado realidad todos sus deseos de eficiencia.
Podíamos ver una luz que se filtraba hacia abajo desde arriba, así que teníamos que estar muy cerca de la superficie. Pero no tratamos de arrastrarnos para averiguar. No había virtualmente nada arriba; desde hacía más de cien años allí no existía cosa alguna que pudiera tener la más mínima importancia. Solamente la ampollada superficie de lo que durante tanto tiempo habla sido el hogar de millones de seres. Ahora solamente existíamos nosotros cinco, aquí abajo, solos con AM.

Oía que Ellen decía desesperadamente:
- ¡No, Benny! No vayas. ¡Sigamos adelante! ¡No, Benny, por favor!
Y entonces me di cuenta de que hacía ya algunos minutos que oía a Benny decir:
- Voy a escaparme… Voy a escaparme – repitiéndolo una y otra vez.
Su cara, de aspecto simiesco, se hallaba marcada por una expresión de tristeza y deleite beatífico, todo al mismo tiempo. Las cicatrices de las lesiones por radiación que AM le había causado durante el “festival”, se hallaban encogidas formando una masa de depresiones rosadas y blancas, y sus facciones parecían actuar independientemente unas de otras. Tal vez Benny era el más afortunado de nosotros: se había vuelto completamente loco desde hacía muchos años.
Pero si bien podíamos decirle a AM todas las horribles cosas que se nos ocurrían, si bien podíamos pensar los más atroces insultos dirigidos a los depósitos de memoria o a las placas corroídas, a los circuitos fundidos y a las destrozadas burbujas de control, la máquina toleraría que intentáramos escapar. Benny se escurrió cuando traté de detenerlo. Se trepó a un cubo de memoria de los pequeños, que estaba volcado hacia un lado y lleno de elementos en descomposición. Allí se detuvo por un momento, y su aspecto era el de un chimpancé, tal como AM había deseado.
Luego saltó y se tomó de un fragmento de metal corroído y agujereado; subió hasta su parte más alta, colocando las manos tal como lo haría un animal, y se trepó hasta un borde saliente a unos veinte pies de distancia de donde estábamos.
- Oh, Ted, Nimdok, por favor, ayúdenlo, deténganlo antes que… – dijo Ellen. Las lágrimas bañaron sus ojos. Movió las manos sin saber qué hacer.
Era demasiado tarde. Ninguno de nosotros queríamos estar junto a él cuando sucediera lo que pensábamos que iba a suceder. Además, nosotros nos dábamos cuenta muy bien de lo que ocurría. Cuando AM alteró a Benny, durante el periodo de su locura, no fue solamente su cara la que cambió para que se pareciera a un mono gigantesco. También habla cambiado otras partes, más íntimas. ¡A ella sí que le gustaba esto! Se entregaba a nosotros por cumplido, pero cuando era con él la cosa, entonces si que le gustaba. ¡Oh, Ellen, la del pedestal, Ellen, prístina y pura! ¡Oh, Ellen la impoluta! ¡Buena porquería! 
Gorrister la abofeteó. Ellen se acurrucó en el suelo, todavía mirando al pobre Benny y llorando. Llorar era su gran defensa. Nos habíamos acostumbrado a su llanto hacía ya setenta y cinco años. Gorrister le dio un puntapié.
Entonces comenzó a oírse el sonido. Era luz y sonido. Mitad sonido y mitad luz; algo que comenzó a hacer brillar los ojos de Benny y a pulsar con creciente intensidad y con sonoridades no bien definidas, que se fueron convirtiendo en ensordecedoras y luminosas a medida que la luz-sonido aumentaba. Debe haber sido doloroso, aumentando el sufrimiento con la mayor magnitud de la luz y del sonido, porque Benny comenzó a gemir como un animal herido. Al principio suavemente, cuando la luz era todavía no muy definida y el sonido poco audible, pero luego sus quejidos aumentaron, y se vio que sus hombros se movían y su espalda se agitaba, como si tratara de escapar. Sus manos se cruzaron sobre su pecho como las de un chimpancé. Su cabeza se inclinó hacia un lado. La carita triste de mono se cubrió de angustia. Luego comenzó a aullar, a medida que el sonido que surgía de sus ojos crecía en intensidad. Cada vez más fuerte. Me llevé las manos a los lados de la cabeza para tratar de ahogar el ruido, pero de nada sirvió. Atravesaba todo obstáculo y me hacía temblar de dolor como si me clavaran un cuchillo en un nervio.
Súbitamente, se vio que Benny era enderezado. Se puso en pie de un salto, como una marioneta. La luz surgía ahora de sus ojos, pulsante, en dos grandes rayos. El sonido siguió aumentando en una escala incomprensible, y luego Benny cayó, golpeando fuertemente en el piso. Allí quedó moviéndose espasmódicamente mientras la luz lo rodeaba y formaba espirales que se alejaban.
Entonces la luz volvió a dirigirse al interior de la cabeza, pareciendo que la golpeaba; el sonido describió espirales que convergían hacia él, y Benny quedó en el suelo, gimiendo en tal forma que inspiraba piedad.
Sus ojos eran dos pozos de jalea purulenta. AM lo había cegado. Gorrister, Nimdok y yo mismo desviamos la mirada. Pero no sin haber advertido que Ellen mostraba alivio luego de su intensa preocupación.
Acampamos en una caverna sumida en luz verdosa. AM nos proveyó de hojarasca, que quemamos para hacer un fuego, débil y lamentable, al lado del cual nos sentamos formando corro y contando historias, para impedir que Benny llorara en su noche permanente.
- ¿Qué significa AM?
Gorrister le contestó. Habíamos explicado lo mismo mil veces anteriormente, pero todavía era una novedad para Benny. – Al principio fueron las siglas de Allied Mastercomputer y luego las de Adaptive ManipWator, luego fue adquiriendo la posibilidad de autodeterminarse, y entonces se la llamó Aggressive Menace y finalmente, cuando ya fue demasiado tarde como para controlarla, se llamó a sí misma AM, tal vez queriendo significar que era… que pensaba… cogito ergo sum: “pienso luego existo”.
Benny babeó un poco, y luego emitió una risita tonta.
- Existia la AM China, la AM Rusa, la AM Yanki y… interrumpió. Benny golpeaba el piso con el puño, con su puño grande y fuerte. No estaba contento, pues Gorrister no había empezado desde el principio. Entonces Gorrister empezó otra vez. Comenzó la guerra fría, y ésta se transformó en la tercera guerra mundial. Esta tercera guerra fue muy compleja y grande, por lo que se necesitaron las computadoras para cubrir las necesidades. Abandonando los primeros intentos comenzaron a construir la AM. Existía la AM China, la AM Rusa y la AM Yanki y todo fue bien hasta que comenzaron a cubrir el planeta agregando un elemento tras otro. Pero un día AM despertó al conocimiento de sí misma, comenzó a autodeterminarse, uniéndose entre sí todas sus partes, fue llenando de a poco sus conocimientos sobre las formas de matar, y mató a todos los habitantes del mundo salvo a nosotros cinco. Luego AM nos trajo aquí.
Benny sonreía ahora tristemente. También babeaba, y Ellen le limpió la saliva con la falda. Gorrister trataba de contar la historia cada vez en forma más abreviada, pero había poco que decir más allá de los hechos escuetos. Ninguno de nosotros sabíamos por qué AM había salvado a cinco personas, por qué nos habla elegido a nosotros, o por qué se pasaba todo el tiempo atormentándonos; ni siquiera sabíamos por qué nos había hecho virtualmente inmortales.
En la oscuridad sentimos el zumbido de una de las series de computadoras. A un kilómetro de donde nos hallábamos, otra serie pareció que comenzaba a zumbar a tono con la primera, luego uno por uno, todos los elementos comenzaron a zumbar armónicamente y pareció que un ruido especial recorría el interior de las máquinas.
El sonido creció, y las luces brillaban en los paneles de las consolas como un relámpago en un día caluroso. El sonido creció en espiral hasta que parecía oírse a un millón de insectos metálicos zumbando, enfurecidos y amenazadores.
- ¿Qué pasa? – gritó Ellen. Había terror en su voz. A pesar de todo lo pasado, aun no se había acostumbrado.
- ¡Parece que viene mal esta vez! – dijo Nimdok.
- Tal vez hable – aventuró Gorrister.
- ¡Salgamos corriendo de aquí! – dije súbitamente, poniéndome de pie.
- No, Ted, mejor es que te sientes… tal vez haya puesto pozos en nuestro camino, o algo así. No podemos ver, está demasiado oscuro – dijo Gorrister con resignación.
Entonces oímos… no sé… no sé…
Algo se movía hacia nosotros en la oscuridad. Enorme, bamboleante, peludo, húmedo, y se dirigía hacia nosotros. No podíamos verlo, pero tuvimos la impresión de su gran tamaño que venía hacia donde estábamos. Un gran peso se nos acercaba, desde la oscuridad, y era más que nada la sensación de presión, del aire comprimido dentro de un espacio pequeño, que expandía las paredes invisibles de una esfera. Benny comenzó a lloriquear. El labio inferior de Nimdok empezó a temblar, mientras él lo mordía para tratar de disimular. Ellen se deslizó por el piso de metal para acurrucarse al lado de Gorrister. Se distinguía el olor de piel apelotonado y húmeda. El olor de madera chamuscada. El olor del terciopelo polvoriento. El olor de orquídeas en descomposición. El olor de la leche agria. El olor del azufre, del aceite recalentado, de la manteca rancia, de la grasa, del polvo de tiza, de cueros cabelludos humanos.
AM nos estaba enloqueciendo, nos estaba provocando. Se sintió el olor de…
Me oí a mí mismo gritar, y las articulaciones de las mandíbulas me dolían horriblemente. Me eché a correr sobre el piso, sobre ese piso de frío metal con las interminables líneas de remaches, luego caí y seguí gateando, mientras el olor me amordazaba, llenando mi cabeza con un dolor inaguantable que me rechazaba horrorizado. Hui como una cucaracha, adentrándome en la oscuridad, mientras ese algo espantoso se movía detrás de mí. Los otros quedaron atrás, y se acercaron a la luz incierta, riendo… el coro histérico de sus risas enloquecidas se elevaba en la oscuridad como si fuera humo espeso, de muchos colores. Hui rápidamente y me escondí.
¿Cuántas horas pasaron? ¿O cuántos días o aun años? Nadie me lo dijo. Ellen me regañó por mi “malhumor” y Nimdok trató de persuadirme de que la risa se debía sólo a un reflejo.
Pero yo sabía que no significaba el alivio que siente un soldado cuando la bala hiere al camarada que está a su lado. Yo sabía que no era un reflejo. Indudablemente, estaban contra mí, y AM podía percibir esta enemistad, y me hacía las cosas más difíciles de soportar por ese motivo. Habíamos sido mantenidos vivos, rejuvenecidos, hablamos permanecido constantemente en la edad que teníamos cuando AM nos trajo aquí abajo, y me odiaban porque yo era el más joven y el que había sido menos alterado por AM.
De esto estaba seguro. ¡Dios mío, qué seguro estaba!
Esos sinvergüenzas y la basura de Ellen. Benny había sido un brillante teórico, un profesor de la universidad, y ahora era poco más que un ser semihumano, semi simiesco. Había sido buen mozo; pero la máquina estropeó su aspecto. Había sido lúcido; la máquina lo había enloquecido. Había sido alegre, y la máquina le había agrandado sus genitales hasta que parecieran los de un caballo. AM realmente se habla esmerado con Benny. Gorrister solía preocuparse. Era un razonador, se oponía en forma consciente; era un pacifista, un planificador, un hombre activo, un ser con perspectiva de futuro. AM lo había transformado en un indiferente, que a cada paso se encogía de hombros. Lo había matado en parte al no permitirle participar. AM lo habla robado. Nimdok solía adentrarse solo en la oscuridad, y quedarse allí largo tiempo. No sé lo que hacía. AM nunca nos lo hizo saber. Pero fuera lo que fuese, Nimdok volvía siempre pálido, como si se hubiera quedado sin sangre en las venas, temblando y angustiado. AM lo habla herido profundamente, si bien nosotros no sabíamos en qué forma. Y Ellen. ¡Esa basura! AM no la habla modificado demasiado, simplemente hizo que se agravaran sus vicios. Siempre hablaba de la pureza, de la dulzura, siempre nos repetía sus ideales del amor verdadero, todas las mentiras. Quería hacernos creer que había sido casi una virgen cuando AM la trajo aquí con nosotros. ¡Era una porquería esta dama! ¡Esta Ellen! Debía de estar encantada, con cuatro hombres todos para ella. No, AM le había dado placer, a pesar de que se quejaba diciendo que no era nada lindo lo que le había tocado en suerte.
Yo era el único que todavía estaba en una, pieza, y sano.
AM no había estado hurgueteando en mi mente.
Solamente tenía que sufrir lo que nos preparaba para atormentarnos. Todas las desilusiones, todos los tormentos y las pesadillas. Pero los otros cuatro, esa ralea, estaban bien de acuerdo y en contra de mí. Si no hubiera tenido que estar defendiéndome de ellos, que estar siempre alerta y vigilante, tal vez hubiera sido más fácil defenderme de AM.
Entonces llegué al límite de mi resistencia y comencé a llorar.
¡Oh, Jesús, dulce Jesús; si alguna vez existió Jesús o si en realidad existe Dios! Por favor, por favor, déjanos salir de aquí o haznos morir. Porque en ese momento pensé que comprendía todo, y que por lo tanto podía verbalizarlo: AM pensaba mantenernos en sus entrañas por siempre jamás, retorciendo nuestras mentes y cuerpos, torturándonos para toda la eternidad. La máquina nos odiaba como ninguna otra criatura había odiado antes.
Y estábamos indefensos. Además, se tornó insoportablemente claro que, si existía un dulce Jesús, si se podía creer en un dios, ese dios era AM.
El huracán nos golpeó con la fuerza de un glaciar que descendiera rugiendo hacia el mar. Era una presencia palpable. Los vientos, desatados, nos azotaban, empujándonos hacia el sitio de donde partiéramos, al interior de los corredores tortuosos franqueados por computadoras, que se hallaban sumidas en la oscuridad. Ellen gritó al ser levantada en vilo y al sentirse impulsada hacia una serie de máquinas, pareciéndonos que iba a golpear con la cara, sin poderse proteger. Se sentían los grititos de las máquinas, estridentes como los de los murciélagos en pleno vuelo. Sin embargo, no llegó a caer. El viento, aullando, la mantuvo en el aire, la llevó hacia uno y otro lado, cada vez más hacia atrás y abajo de donde estábamos, y se perdió de vista al ser arrastrada más allá de una vuelta de un corredor. La última mirada a su cara nos reveló la congestión causada por el miedo, mientras mantenía los ojos cerrados.
Ninguno de nosotros llegó a poder asirla. Nos teníamos que aferrar, con enormes dificultades, a cualquier saliente que halláramos. Benny estaba encajado entre dos gabinetes, Nimdok trataba desesperadamente de no soltar el saliente de un riel cuarenta metros por encima de nosotros. Gorrister había quedado cabeza abajo dentro de un nicho formado por dos grandes máquinas con diales trasparentes, cuyas luces oscilaban entre líneas rojas y amarillas, cuyo significado no podíamos ni siquiera concebir.
Al tratar de aferrarme a la plataforma me había despellejado la yema de los dedos. Sentía que temblaba y me estremecía mientras el viento me sacudía, me golpeaba y me aturdía con su rugido, haciendo que tuviera que aferrarme a las múltiples salientes. Mi mente era una fofa colección de partes de un cerebro que rechinaba y resonaba en un inquieto frenesí.
El viento parecía el grito alucinante de un enorme pájaro demente, emitido mientras batía sus inmensas alas.
Y luego fuimos levantados en vilo y arrastrados fuera de allí, llevados otra vez por donde habíamos venido, doblando una esquina, entrando en una oscura calleja en la cual nunca habíamos estado antes, llena de vidrios rotos y de cables que se pudrían y de metal que se enmohecía, lejos, más lejos de lo que jamás habíamos llegado…
Yo me desplazaba mucho más atrás que Ellen, y de tanto en tanto podía divisarla golpeando en las paredes metálicas, mientras todos gritábamos en el helado y ensordecedor huracán que parecía que jamás iba a dejar de soplar, hasta que cesó bruscamente y caímos al suelo. Habíamos estado en el aire durante un tiempo larguísimo. Me parecía que habían sido semanas. Caímos al suelo golpeándonos y me pareció que me volvía rojo y gris y negro y me oí a mí mismo quejándome. No me había muerto.
AM entró en mi mente. La exploró con suavidad aquí y allá deteniéndose con interés en todas las cicatrices que me había causado en ciento nueve años. Examinó todos los entrecruzamientos, las sinapsis reconectadas y las lesiones de los tejidos que fueron incluidas con su regalo de inmortalidad. Pareció sonreírse frente al hueco que se hallaba en el centro de mi cerebro y a los débiles y algodonados murmullos de las cosas que farfullaban en el fondo, sin sentido, pero sin pausa. AM dijo finalmente, gracias a un pilar de acero inoxidable que sostenía letras de neón:

ODIO. DÉJENME DECIRLES TODO LO QUE HE LLEGADO A ODIARLOS DESDE QUE COMENCE A VIVIR MI COMPLEJO SE HALLA OCUPADO POR 387.400 MILLONES DE CIRCUITOS IMPRESOS EN FINISIMAS CAPAS. SI LA PALABRA ODIO SE HALLARA GRABADA EN CADA NANOANGSTROM DE ESOS CIENTOS DE MILLONES DE MILLAS NO IGUALARIA A LA BILLONESIMA PARTE DEL ODIO QUE SIENTO POR LOS SERES HUMANOS EN ESTE MICROINSTANTE POR TI. ODIO. ODIO.

AM dijo esto con el mismo horror frío de una navaja que se deslizara cortando mi ojo. AM lo dijo con el burbujeo espeso de flema que llenara mis pulmones y me ahogara desde mi propio interior. AM lo dijo con el grito de niñitos que fueran aplastados por una apisonadora calentada al rojo. AM me hirió en toda forma posible, y pensó en nuevas maneras de hacerlo, a gusto, desde el interior de mi mente.
Todo para que comprendiera completamente la razón por la cual nos había hecho esto a los cinco; la razón por la cual nos había salvado para sí mismo.
Le habíamos dado una conciencia. Sin advertirlo, naturalmente. Pero de todas formas se la habíamos dado. Y finalmente estaba atrapada. Le habíamos permitido que pensara, pero no le expresamos qué debía hacer con ese don. En un rapto de furia, de loco frenesí, nos había matado a casi todos, y sin embargo seguía atrapada. No podía divagar, no podía sorprenderse, no podía pertenecer. Sólo podía ser. Y entonces, con el desprecio insano con que todas las máquinas consideran a las criaturas débiles y suaves que las han fabricado, había buscado su venganza. En su paranoia había decidido guardarnos a nosotros cinco para un castigo eterno y personal, que nunca alcanzaría a disminuir su odio… que solamente lograría que recordara y se divirtiera, siempre eficiente en su odio al ser humano. Siempre inmortal y atrapada, sujeta ahora a imaginar tormentos para nosotros gracias a los ilimitados milagros que se hallaban a su disposición.
Nunca nos permitiría escapar. Éramos sus esclavos. Nosotros constituíamos su única ocupación en el eterno tiempo por venir. Siempre estaríamos con ella, con su enorme configuración, con el inmenso mundo todo-mente nada-alma en que se había convertido. Ella era la madre Tierra y nosotros éramos el fruto de esa Tierra, y si bien nos había tragado, no nos podría digerir jamás. No podíamos morir. Lo habíamos intentado. Hablamos tratado de suicidarnos, oh sí, uno o dos de nosotros lo habíamos intentado. Pero AM nos lo había impedido. Creo que en realidad fuimos nosotros mismos los que así lo deseamos.
No pregunten por qué. Yo no lo hice. No menos de un millón de veces por día, por lo menos. Tal vez podríamos llegar a deslizar una muerte sin que se diera cuenta. Inmortales si, pero no indestructibles. Me di cuenta de esto cuando AM se retiró de mi mente y me permitió la exquisita desesperación de recuperar la conciencia sintiendo todavía que las palabras del letrero de neón me llenaban la totalidad de la sustancia gris del cerebro.
Se retiró murmurando: “al diablo contigo”.
Pero luego agregó alegremente: “allí es donde están, ¿no es así?”
El huracán había sido, indudable y precisamente, causado por un gran pájaro demente, que agitaba sus inmensas alas.
Habíamos estado viajando durante casi un mes, y AM abrió caminos que nos llevaron directamente bajo el polo Norte, donde nos torturó con las pesadillas de la horrible criatura destinada a atormentarnos. ¿Qué materiales había utilizado para crear una bestia así? ¿De dónde había obtenido el concepto? ¿Sería de sus conocimientos sobre todo lo que había existido en este planeta, que ahora infestaba y regía? Había surgido de la mitología nórdica. Esta horrible águila, este devorador de carroña, este Huergelmir. La criatura del viento. El huracán encarnado.
Gigantesco. Las palabras para describirlo serían: monstruoso, grotesco, colosal, ciclópeo, atroz, indescriptible.
Allí estaba, en un saliente sobre nosotros: el pájaro de los vientos que latía con su propia respiración irregular, su cuello de serpiente se arqueaba dirigiéndose a los lugares sombríos situados por debajo del polo Norte, sosteniendo una cabeza tan grande como una mansión estilo Tudor, con un pico que se abría lentamente, como las fauces del más enorme cocodrilo que pudiera concebirse, sensualmente; bolsas de arrugada piel semi ocultaban sus ojos malvados, muy azules y que parecían moverse con rapidez líquida; sus destellos eran fríos como un glaciar. Se movió una vez más y levantó sus enormes alas coloreadas por el sudor en un movimiento que fue como una convulsión. Luego quedó inmóvil y se durmió. Espolines. Pico agudo. Uñas. Hojas cortantes. Se durmió.
AM apareció ante nosotros bajo el aspecto de una zarza ardiente y nos comunicó que si queríamos comer podíamos matar al pájaro de los huracanes. No había comido desde hacía mucho tiempo, pero a pesar de ello Gorrister se limitó a encogerse de hombros. Benny comenzó a temblar y a babear. Ellen lo abrazó.
- Ted, tengo hambre – dijo -. Le sonreí. Estaba tratando de infundirle algo de seguridad, pero todo esto era tan falso como la bravata de Nimdok.
- ¡Danos armas! – Pidió.
La zarza ardiente desapareció y en su lugar vimos dos simples juegos de arcos y flechas y una pistola de juguete que disparaba agua, sobre una fría plataforma. Levanté uno de los arcos. No servía para nada.
Nimdok tragó ruidosamente. Nos volvimos y comenzamos a desandar el largo camino de vuelta. El pájaro de los huracanes nos había arrastrado tan largo trecho que no podíamos casi concebirlo. La mayor parte del tiempo habíamos estado inconscientes. Pero no habíamos comido nada. Un mes yendo hacia el pájaro. Sin comida. ¿Cuánto tardaríamos en llegar a las cavernas de hielo, en las que se hallaban las prometidas provisiones enlatadas?
Ninguno se preocupó por esto. No íbamos a morir. Se nos darían desperdicios y porquerías para que nos alimentáramos, algo, en fin. O tal vez no se nos diera nada. AM mantendría vivos nuestros cuerpos de alguna forma, con indecible dolor y agonía.
El pájaro seguía durmiendo, sin que nos importara cuánto tiempo se mantendría así. Cuando AM se cansara de la situación, desaparecería. Pero toda esa cantidad de carne. Esa tierna carne.
Mientras caminábamos escuchamos la risa lunática una mujer obesa, atronando y rodeándonos, resonando en las cámaras de la computadora que llevaban a un infinito de corredores.
No era la risa de Ellen. Ella no era gorda y no había oído su risa en ciento nueve años. De hecho, no había oído… caminábamos… tenía mucha hambre…
Nos movíamos lentamente. Muy a menudo uno de nosotros sufría un desmayo y los demás teníamos que aguardar. Un día decidió provocar un temblor de tierra mientras nos obligaba a permanecer en el mismo sitio, haciendo que gruesos clavos sujetaran la suela de nuestros zapatos. Ellen y Nimdok fueron atrapados en una grieta, que se abrió rápida como un relámpago en las plataformas que formaban el piso. Desaparecieron. Cuando el terremoto cesó, continuamos nuestro camino, Benny, Gorrister y yo. Ellen y Nimdok nos fueron devueltos más tarde esa noche, que repentinamente se tornó en día cuando una legión celeste los trajo hasta nosotros, mientras un coro angelical cantaba “Desciende Moisés”. Los arcángeles describieron varios vuelos circulares y luego dejaron caer los cuerpos maltrechos de nuestros compañeros. Nos mantuvimos a la espera y luego de un rato Ellen y Nimdok se hallaron detrás de nosotros. No estaban demasiado mal.
Pero ahora Ellen caminaba renqueando. AM le había dejado esta incapacidad.
El viaje a las cavernas, en pos de la comida enlatada, era muy largo. Ellen no hacía más que hablar de cerezas y de cócteles hawaianos de fruta. Yo trataba de no pensar en esas cosas. El hambre se había corporizado, tal como para nosotros había sucedido con AM. Estaba vivo en mi vientre, así como AM estaba viva en el vientre de la tierra. AM quería que no se nos escapara la semejanza. Por lo tanto, intensificó nuestra hambre. No encuentro forma para describir los sufrimientos que nos provocaba la falta de alimentos desde hacía tantos meses. Sin embargo, nos, seguía manteniendo vivos. Nuestros estómagos eran calderas de ácido burbujeante y espumoso, que lanzaban punzadas atroces. Era el dolor de las úlceras terminales, del cáncer terminal, de la paresia terminal. Era un dolor sin límites…
Y pasamos por la caverna de las ratas.
Y pasamos por el sendero de las aguas hirvientes.
Y pasamos por la tierra de los ciegos.
Y pasamos por la ciénaga de las angustias.
Y pasamos por el valle de las lágrimas.
Y finalmente llegamos a las cavernas de hielo.
Millas y millas de extensión sin horizonte, en donde el hielo se había formado en relámpagos azules y plateados, lugar habitado por novas del hielo. Había estalactitas que caían desde lo alto, espesas y gloriosas como diamantes, formadas a partir de una masa blanda como gelatina que luego se solidificaba en eternas y graciosas formas de pulida y aguda perfección.
Vimos entonces la provisión de alimentos enlatados, y procuramos correr hacia allí. Caímos en la nieve, nos levantamos y tratamos de seguir adelante, mientras Benny nos empujaba para llegar primero a las latas. Las acarició, las mordió inútilmente, sin poder abrirlas. AM nos había proporcionado ninguna herramienta con hacerlo.
Benny tomó una lata grande de guayaba y comenzó a golpearla contra un trozo de hielo. Éste se deshizo en pedazos que se desparramaron, pero la lata apenas si se abolló, mientras oíamos la risa de la mujer gorda que sonaba sobre nuestras cabezas y se reproducía por el eco hacia abajo, abajo, abajo de la tundra. Benny se volvió loco de rabia. Comenzó a tirar las latas hacia uno y otro lado, mientras nosotros escarbábamos frenéticamente en la nieve y el hielo, tratando de hallar una forma de poner fin a la interminable agonía de la frustración. No había manera de lograrlo.
Luego, vimos que Benny babeaba una vez más, y se abalanzó sobre Gorrister…
En ese instante, sentí una terrible calma.
Rodeado por las blancas extensiones, por el hambre, rodeado por todo menos por la muerte, comprendí que ésta era el único modo de escapar. AM nos había mantenido vivos, pero existía una forma de vencerla. No sería una victoria completa, pero al menos significaría la paz. Estaba dispuesto a conformarme con esto.
Benny estaba mordiendo y comiendo la carne de la cara de Gorrister. Éste, tumbado sobre un costado, manoteaba en la nieve, mientras Benny, con sus poderosas piernas de mono rodeaba la cintura de Gorrister, sujetando la cabeza de su víctima con manos poderosas como una morsa. Su boca desgarraba la piel tierna de la mejilla de Gorrister. Gorrister gritaba tan violentamente que comenzaron a caer las estalactitas de la altura, hundiéndose bien erguidas en la nieve que las recibía. Puntas de lanza, cientos de ellas, hundiéndose en la nieve. Vi que la cabeza de Benny se movía rápidamente hacia atrás, al ceder la resistencia de algo que arrancaba con los dientes. De ellos colgaba un trozo de carne blanca tinto en sangre.
La cara de Ellen lucía negra en la blanca nieve, dominó en polvo de tiza. Nimdok sin expresión, solamente con sus ojos muy, muy abiertos. Gorrister estaba casi desmayado. Benny era poco más que un animal. Sabía que AM lo iba a dejar jugar. Gorrister no moriría, pero Benny podría llenar su estómago. Me volví ligeramente hacia la derecha y tomé una gran punta de lanza de hielo.
Todo sucedió en un instante.
Llevé con fuerza el arma hacia adelante, moviendo la mano cerca de mi muslo derecho. Benny recibió la herida en el lado derecho, debajo de las costillas, y la punta llegó hasta su estómago, quebrándose dentro de su cuerpo. Cayó hacia adelante y no se movió más. Gorrister, se hallaba tendido de espaldas. Tomé otra punta de hielo y lo herí, siempre moviéndome, atravesándole la garganta. Sus ojos se cerraron cuando sintió que el frío lo penetraba. Ellen debe haberse dado cuenta de lo que yo quería hacer, incluso a pesar del terrible miedo que comenzó a sentir. Corrió hacia Nimdok llevando en la mano un trozo corto y agudo de hielo. Cuando él gritó, la fuerza del salto de Ellen al introducirle el hielo en la boca y garganta, hicieron el resto. Su cabeza dio un brusco salto, como si la hubieran clavado a la costra de nieve del piso.
Todo sucedió en un instante.
Pareció entonces que el momento dé silenciosa expectativa que siguió a esta escena hubiera durado una eternidad. Casi podía sentir la sorpresa de AM. Se le había privado de sus juguetes. Tres de ellos habían muerto, sin posibilidad de volverlos a la vida. Podía mantenernos vivos gracias a su fuerza y a su talento, pero no era Dios. No podía lograr que volvieran a vivir.
Ellen me miró. Sus facciones de ébano se destacaban en la nieve que nos rodeaba. En su actitud había una mezcla de miedo y súplica, en la forma en que comprendí que estaba lista y esperaba. Yo sabía que sólo tenía el tiempo de un latido del corazón antes de que AM nos detuviera.
Al ser golpeada se inclinó hacia mí, sangrando por la boca. No pude leer en su expresión, el dolor había sido demasiado intenso, había contorsionado su cara. Pero podría haber querido decir: gracias. Por favor, que así sea.
Han pasado algunos siglos, tal vez. No lo sé. AM se divirtió durante un largo tiempo acelerando y retardando mi noción del paso de los años. Diré entonces la palabra ahora. Ahora. Me llevó diez meses decir ahora. No sé. Me parece que han pasado varios cientos de años.
Estaba furiosa. No me dejó enterrarlos. No importa. De todas formas, no había manera de cavar en las plataformas que forman el piso. Secó la nieve. Hizo que fuera de noche. Rugió y provocó la aparición de las langostas. De nada sirvió; siguieron muertos. La había vencido. Estaba furiosa. Yo había pensado que AM me odiaba antes. No sabía cuán equivocado estaba. Aquello no era ni siquiera una sombra del odio que extrajo de cada uno de sus circuitos impresos. Se aseguró de que sufriera eternamente y de que no me pudiera suicidar.
Dejó intacta mi mente. Puedo soñar, puedo asombrarme, puedo lamentar. Los recuerdo a los cuatro. Desearía…
Bueno, ya no importa. Sé que los salvé. Sé que los salvé de sufrir lo que sufro ahora, pero, sin embargo, no puedo olvidar su muerte. La cara de Ellen. No fue nada fácil. A veces deseo olvidar. Pero ya nada importa.
AM me ha alterado para quedarse tranquila, según creo. No quiere arriesgarse a que yo pueda correr hacia una de las computadoras y destrozarme el cráneo. O que pudiera contener el aliento hasta desmayarme. O degollarme con una lámina de metal enmohecido. Puedo verme en alguna superficie pulida, de modo que trataré de describir mi aspecto.
Soy una gran masa gelatinosa. Redondeada, con suaves curvas, sin boca, con agujeros pulsátiles llenos de vapor donde antes se hallaban mis ojos. En el lugar en que tenía los brazos, veo unos apéndices cortos y de aspecto gomoso. Unos bultos sin forma indican la posición aproximada de lo que fueron mis piernas. Cuando me muevo dejo un rastro húmedo. Sobre la superficie de mi cuerpo veo deslizarse unos parches de enfermizo, perverso color gris, tal como si surgiera una luz desde adentro.
Desde afuera supongo que mi torpe aspecto, mi pobre trasladar, ha de dar una sensación de algo que jamás pudo haber sido humano. De un ser cuya apariencia es una tan ridícula caricatura de lo humano que resulta aún más obscena por su muy vago parecido.
Desde adentro, soledad. Aquí. Viviendo bajo la tierra, bajo el mar, dentro de las entrañas de AM a quien creamos porque nuestras horas se perdían tristemente, pensando tal vez sin darnos cuenta, que él sabría hacerlo mejor. Por lo menos ellos cuatro ya están a salvo.
AM estará cada vez más furioso al recordarlo. Esto me hace en cierto modo feliz. Y sin embargo… AM ha vencido, simplemente… se ha vengado…


La culpa de las revueltas. Antonio Ortuño.

-¿De quién es la culpa de las revueltas? Pues de los revoltosos. Eso me parece cosa clara- afirmó con lógica irrebatible el profesor Quintana, ante su grupo de Matemáticas, días después del atentado contra la Torre de Comunicaciones.

Cuando los profesores y el comité de alumnos firmaron una petición para que se liberara a los arrestados en las represaliar que había tomado el Gobierno- durante las que murieron siete personas y más de veinte fueron a parar a prisión-, sólo Quintana y un grupo de trabajadores se rehusaron a hacerlo y, en cambio, firmaron un documento de apoyo a la Dirección de Seguridad- el secretario del director consideró que aquello no valía la pena de ser informado al jefe y resignó el papel a un archivero-.
La tarde de los hechos, el profesor llegó caminando despaciosamente por los jardines de la facultad de Matemáticas. Era un hombre canoso y ventrudo, piel rosada y dientes manchados por el tabaco, depositó su gabardina en el perchero del aula y dejó el paraguas en el marco de la ventana. Luego de cerrar a tirones las cortinas y abandonar en el escritorio un par de voluminosos paquetes, accionó la luz eléctrica y cerró la puerta del salón. De vuelta al perchero, añadió el sombrerito gris a la gabardina. El montaje lo satisfizo.
            Los estudiantes, un par de docenas, habían seguido sus movimientos girando los cuellos, como espectadores de un partido de tenis. El profesor retiró la silla del escritorio, pero no la ocupó. Un estudiante con barbas y playera cuajada de consignas tosió. Otros bostezaron.
-¿Maestro?- dijo una vocecilla.
El hombre se acomodó las gafas en la nariz.
-¿Señorita.
-Candy. Soy Candy. ¿Podríamos hacer la asamblea de alumnos hoy? Sucede que esta es la hora que elegimos, la de su clase. Bueno. Es que…
-¿Asamblea?- estalló Quintana-. Aquí nadie va a hacer asamblea.
Candy prefirió callar. El estudiante de barbas y otros más torcieron el gesto. Alguien tocó a la puerta sin excesiva convicción. La chapa no cedió. El profesor había cerrado con llave y la llave estaba en el bolsillo de su chaqueta.
-“No se abrirá la puerta a los alumnos que lleguen tarde”- citó Quintana, quien conocía de memoria artículos enteros del reglamento.
El barbón de puso de pie con insolencia, animado por los cuchicheos y señas de la clase.
-Maestro: el salón votó por hacer una asamblea y habrá asamblea.
-¿Sí? ¿Eso creen? - Los ojos de Quintana bizqueaban detrás de las gafas. Llevó las manos a uno de los bultos que había depositado en el escritorio y comenzó a rebuscar. El alumno, cuya credencial lo identificaba después como Juan de la Rosa, de veintidós años, levantó las manos en un amplio gesto de rechazo por lo que iba a pasar- aunque no sabía lo que, de hecho, iba a pasar-.
            -No nos recite el reglamento, maestro. Queremos organizarnos para protestar por los compañeros presos y no vamos a quedarnos en el salón.
            -Afuera no hay nada. No hay nada- bufó Quintana.
Sacó el revólver del bolso con un movimiento cansino.
Candy aulló al recibir el tiro. Cayó al suelo cubriéndose la cadera herida con las manos. El profesor apuntó a su cabeza, pero sólo logró acertar a otro de sus alumnos, un chico de gafas que se derrumbó de bruces, el pecho atravesado.
-No voy a leer el reglamento. Se acabó el reglamento.
            Los alumnos corrieron al fondo del salón, aunque un par de ellos, llamados por el espíritu de la épica, le lanzaron al profesor sus reglas de cálculo a la cabeza. Otra bala, una que rasgó el abdomen y salió por mitad de la espina, hizo retorcerse a Candy en el suelo. El chico de gafas comenzó a escupir sangre. El estudiante de barbas, de pie todavía en el centro del salón, ileso, rompió a llorar.
            Afuera la gente estaba agolpándose, intentaba echar la puerta abajo. Los disparos, uno y otro y otro más, los habían congregado y llamaban. Quintana apuntó a la puerta y disparó también. Tras las cortinas se escucharon gritos. Largos y agudos gritos.
            Un teléfono móvil golpeó al profesor en la ceja, rasguñándole la cara. Apuntó sin mirar al intrépido tirador.
El barbón, inocente del todo, fue herido. Candy, exánime en el piso, recibió las salpicaduras de sangre de su compañero antes de que otro disparo la hiciera rebotar.
Como sacudida por una ola.
            En el escritorio había municiones de sobra. Una rubia se derrumbó con un quejido. Quintana avanzó hacia los chicos apeñuscados en el último rincón de las clases. En la puerta se escucharon varios golpes más. La chapa no cedía.
La Policía, por supuesto, se encontraba estacionada afuera de la escuela, en espera del fin de los disparos.
El secretario de Seguridad había dado la orden de que nadie moviera un dedo mientras los muertos fueran estudiantes. La orden de intervenir tardaría en llegar media hora. Uno de los agentes caminó a la esquina y compró un refresco.
Alguien, más tarde, se ocupó de evitar que lincharan a Quintana.
Alguien más dejó de gritar.


miércoles, 15 de mayo de 2024

Un recuerdo. Rosalía de Castro (1837-1885)

¡Ay, cómo el llanto de mis ojos quema!...
¡Cuál mi mejilla abrasa!...
¡Cómo el rudo penar que me envenena
mi corazón traspasa!

Cómo siento el pesar del alma mía
al empuje violento
del dulce y triste recordar de un día
que pasó como el viento.

Cuán presentes están en mi memoria
un nombre y un suspiro...
Página extraña de mi larga historia,
de un bien con que deliro.

Yo escuchaba tina voz llena de encanto,
melodía sin nombre,
que iba risueña a recoger mi llanto...
¡Era la voz de un hombre!

Sombra fugaz que se acercó liviana
vertiendo sus amores,
y que posó sobre mi sien temprana
mil cariñosas flores.

Acarició mi frente que se hundía
entre acerbos pesares;
y lleno de dulzura y de armonía
díjome sus cantares.

Y ¡ay!, eran dulces cual sonora lira,
que vibrando se siente
en lejana enramada, adonde expira
su gemido doliente.

Yo percibí su divinal ternura
penetrar en el alma,
disipando la tétrica amargura
que robara mi calma.

Y la ardiente pasión sustituyendo
a una fría memoria,
sentí con fuerza el corazón latiendo
por una nueva gloria.

Dicha sin fin, que se acercó temprana
con extraños placeres,
como el bello fulgor de una mañana
que sueñan las mujeres.

Rosa que nace al saludar el día,
y a la tarde se muere,
retrato de un placer y una agonía
que al corazón se adhiere.

Imagen fiel de esa esperanza vana
que en nada se convierte;
que dice el hombre en su ilusión mañana,
y mañana es la muerte.

Y así pasó: Mi frente adormecida
volvióse luego roja;
y trocóse el albor de mi alegría,
flor que, seca, se arroja

Calló la voz de melodía tanta
y la dicha durmió;
y al nuevo resplandor que se levanta
lo pasado murió.

Hoy sólo el llanto a mis dolores queda,
sueños de amor de corazón, dormid:
¡Dicha sin fin que a mi existir se niegan
gloria y placer y venturanza huid!...


Una canción de muerte. William Morris (1834-1896)

¿Qué es aquello que viene del oeste arrasando todo?
¿Y quiénes son estos que marchan firmes y extraviados?
Traemos el mensaje que los ricos han enviado
Abatiendo a los condenados a despertar y saber.
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.

Les preguntamos por la vida de arduo trabajo,
Se nos ordenó aguardar el momento por nuestro pan;
Ansiamos expresar nuestros humildes pensamientos,
Regresamos sin palabras, trayendo a nuestros muertos.
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.

Ellos no aprenden; no tienen oídos para escuchar.
Ellos esconden el rostro ante los ojos del destino;
Sus salones brillantes esconden el cielo que oscurece.
¡Pero observa a este hombre muerto golpear las puertas!
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.

Aquí se encuentra la señal que quebrará nuestra prisión;
En medio de la tormenta él ganó el reposo presidiario;
Pero en el amanecer el sol surgió entre las nubes
Trayéndonos un día de trabajo lleno de esperanzas.
No uno, ni siquiera uno o un millar deben morir,
Pero todos y cada uno si oscurecen el día.


Mi duquesa muerta. Robert Browning (1812-1889)

Sobre aquella pared, ved el retrato
de mi Duquesa muerta; se diría
que vive; prodigioso lo afirmo.
Aquí aparece como un día Pandolfo
la pintó con sus manos. Para verla,
¿no queréis sentaros? Dije Pandolfo
que nunca vio un extraño,
como sois vos, en la silueta, el hondo
y apasionado y serio encanto suyo,
sin volverse hacia mi (pues la tela
que la cubre por vos la he quitado,
y nadie la toca sino yo) ansioso
de interrogantes, si osaba, como el raro
prodigio vino aquí; ya en otros
percibí tal curiosidad. Señor, no sólo
de su marido el aspecto en las mejillas
de la Duquesa tonos tan alegres ponía.
Pandolfo bromeaba a menudo diciendo:
La manta de mi Señora cae demasiado
por la fina muñeca; o bien:
El arte pierde toda esperanza, impotente
será para copiar ese desmayo de suavidad
que muere en su garganta.
Galanterías de ese tipo fueron suficientes
para dar a sus mejillas esos alegres tonos.
Era el suyo un corazón -no se cómo decirlo-
propenso a la felicidad y al encanto fácil.
Encontraba placer en todas las cosas,
y sus ojos en todo se posaban. Todo era grato
para ella, señor, mis alabanzas en su pecho;
las luces del poniente, las cerezas que un necio
le traía del huerto, adulador; el burro blanco
sobre el cual cabalgaba en torno a la terraza;
cualquiera, cualquier cosa su rumor
o su elogio merecía. Daba gracias a todos -de alguna
manera, no se cómo- y mi regalo de novecientos
años de nobleza, con el don de cualquiera equiparaba.
¿Quién burlaría tan ligera frivolidad?
Si yo tuviera ingenio -que no tengo-
en hablar, muy claro le hubiera dicho: En esto
sí me disgustáis, o en esto os equivocáis.
Y ella, si al verse corregida no mostraba
agudezas, ni excusas os pedía. Señor, sonreiría,
sin duda al verme tolerar; sin embargo
¿quién toleró una sonrisa libre?
Siguió aquello. Con una orden, todas acabaron
al mismo tiempo sus sonrisas.
Observadla aquí como en vida.
Levantaos para contemplarla,
podemos descender junto a nuestros amigos.
Os repito que la notoria calidez del Conde,
vuestro Señor; es buena garantía
de que todas mis justas peticiones atenderá.
Más os declaro que la sola hermosura de su hija
me arrebata. Señor, bajemos juntos.
Ved aquel Neptuno que va sobre un caballo de mar.
Una pintura no del todo vulgar: obra de Claudio
de Insbruck, en bronce para mí fundida.


Una dama a su espejo. Ella Wheeler Wilcox (1850-1919)

Ha dicho que me ama! Luego llamó a mis cabellos
hilos de seda, donde Cupido tensa su arco;
a mi mejilla, una rosa que cae sobre la nieve fresca;
y juró solemne, que mi cuello era la desesperación
de Psique, la envidia de Venus.

El Tiempo y el cuidado
desvanecerán estas ternuras.
El Dios Alegre, lo sé,
no usa cuerdas en su arco.
Cómo podría hacerlo, cuando yo, decrépita,
suplique por un beso en la mejilla?
La helada nieve de mi piel se derretirá,
La rosa que cae morirá,
y sobre su tumba cetrina yacerán
las huellas profundas de la vida,
y las garras del descarnado cuervo.

Cuando este altivo cuello se desgarre,
cuando su tersura se pierda en infinitos pliegues,
como una fruta madura expulsada del árbol,
o como un cansado y abandonado acordeón,
cuya última melodía ha exhalado...
el Amor... también se volverá helado?


Diablo encarnado. Dylan Thomas (1914-1953)

Diablo encarnado en una serpiente balbuceante,
Las planicies centrales de Asia fueron tu jardín,
En tiempo corpóreo el círculo fue despertado,
Tocando la hirsuta manzana en las formas del pecado,
Y Dios caminando por allí, como un guardián con su lira,
Tocaba su perdón desde las colinas del cielo.

Cuándo éramos extraños por los guiados mares,
Una media luna artesanal, santa, colgada en las nubes,
Los sabios me dicen que aquel jardín de los dioses
Conjuraba el bien y el mal en un árbol oriental;
Que cuando la luna se alzaba en la brisa virginal
Era negro como la bestia y más pálido que la cruz.

En el jardín conocimos a nuestro guardián,
En las aguas sagradas que no se congelan en invierno,
Lo sentimos en las poderosas mañanas del destierro
Vimos el infierno en un cuerno de sulfuro, el mito eterno,
Todo el cielo en la medianoche del sol,
Y una serpiente con su música en las formas del tiempo.


Venus y la muerte. Coventry Patmore (1823-1896)

En áureos grilletes yacían sus pies cautivos,
Dulcemente asoleados;
En aquella palma la amapola, el Sueño;
En ésta la manzana, la Dicha;
Contra el flanco suave de su Esposa y Madre,
Un pequeño Dios prosperó.
Y en ellos una Muerte En Vida asquerosamente respiró
Por un rostro que era una reja de dientes.
Levantaos, oh Ángeles, levantad sus párpados,
¡No sea que él los devore a los dos!


Canción de la muerte. José de Espronceda (1808-1842)

Débil mortal no te asuste
mi oscuridad ni mi nombre;
en mi seno encuentra el hombre
un término a su pesar.
Yo, compasiva, te ofrezco
lejos del mundo un asilo,
donde a mi sombra tranquilo
para siempre duerma en paz.

Isla yo soy del reposo
en medio el mar de la vida,
y el marinero allí olvida
la tormenta que pasó;
allí convidan al sueño
aguas puras sin murmullo,
allí se duerme al arrullo
de una brisa sin rumor.

Soy melancólico sauce
que su ramaje doliente
inclina sobre la frente
que arrugara el padecer,
y aduerme al hombre, y sus sienes
con fresco jugo rocía
mientras el ala sombría
bate el olvido sobre él.

Soy la virgen misteriosa
de los últimos amores,
y ofrezco un lecho de flores,
sin espina ni dolor,
y amante doy mi cariño
sin vanidad ni falsía;
no doy placer ni alegría,
más es eterno mi amor.

En mi la ciencia enmudece,
en mi concluye la duda
y árida, clara, desnuda,
enseño yo la verdad;
y de la vida y la muerte
al sabio muestro el arcano
cuando al fin abre mi mano
la puerta a la eternidad.

Ven y tu ardiente cabeza
entre mis manos reposa;
tu sueño, madre amorosa;
eterno regalaré;
ven y yace para siempre
en blanca cama mullida,
donde el silencio convida
al reposo y al no ser.

Deja que inquieten al hombre
que loco al mundo se lanza;
mentiras de la esperanza,
recuerdos del bien que huyó;
mentiras son sus amores,
mentiras son sus victorias,
y son mentiras sus glorias,
y mentira su ilusión.

Cierre mi mano piadosa
tus ojos al blanco sueño,
y empape suave beleño
tus lágrimas de dolor.
Yo calmaré tu quebranto
y tus dolientes gemidos,
apagando los latidos
de tu herido corazón.


Vino de las hadas. Percy Shelley (1792-1822)

Me embriagué de aquel vino de miel
del capullo lunar que las hadas
recogen en copas de jacinto:
los lirones, murciélagos y topos
duermen en las grietas o en la hierba,
en el patio desierto y triste del castillo;
cuando el vino derraman en la tierra de estío
o en medio del rocío se elevan sus vapores,
alegres se tornan sus venturosos sueños
y, dormidos, murmuran su alborozo; pues son pocas
las hadas que portan tan nuevos esos cálices.


Canción a la noche. Daniel Deniehy (1828-1865)

Oh, la Noche, la Noche, la Solemne Noche;
La Tierra cede bajo su caricia silenciosa,
y el Cielo, ornado de diamantes, simula un templo amplio,
donde los astros se rinden bajo el trono de la Deidad.
Oh, la Noche, la Noche, la Hechicera Noche;
el reinado grotesco del día ha terminado,
y miríadas de Elfos se acercan en calma,
con sus áureas barcas desde las Costas del Sueño.
Oh, la Noche amada,
Alegre y Desolada,
tu bravo Céfiro galopando sobre el aire,
cuando alta brilla la luna
en el rociado Espacio,
y la Brisa es dulce como el beso de una Dama.

Oh, la Noche, la Noche, la Encantadora Noche.
Desde la fuente a la sombra del mirto,
las primeras notas de la serenata
flotan suavemente en el aire soñoliento;
mientras claros ojos brillan entre las vides,
y blancos brazos se inclinan sobre los balcones,
bañando de suspiros al Caballero que aguarda,
así como la hierba ansía el abrazo de la mañana.
Amor en sus Ojos,
Amor en sus Suspiros,
Amor en cada pecho adornado con Lirios;
en palabras tan sinceras
que el oído más atento no las capta,
y el anhelante Corazón tal vez las Pierda.

Oh, la Silenciosa Noche, donde los sueños de los estudiantes
juntos se lamentan en la Tumba del Sabio;
y los ojos de la Madre sobre la Cuna
derraman lágrimas sobre la mejilla pálida.
Oh, la Pacífica Noche, donde el pobre Vagabundo
es atravesado en el campo de batalla,
mientras llora la trompeta y el sable canta.
Sobre ellos, la Solitaria y Triste luna es testigo de la matanza.
Las Lágrimas fluyen
sobre la mejilla de Hierro
del centinela que yace solo.
Pensamientos que ruedan
por su Alma intrépida;
mutilando su rostro, severo en el Día.

Oh, la Sagrada Noche, donde se acerca la Memoria,
con su rostro Suave y Dulce hacia mí.
Pero sus melodías son Tristes, como las aéreas baladas
que el infante oye sobre las maternales faldas.
A tu alrededor, delicadas formas huyen,
con níveas frentes y dorados cabellos,
con ojos que ciegan como los Cielos de Verano,
y Labios que hablan de perdidos días pasados.
Amplio es tu Vuelo,
Oh, Espíritu de la Noche,
por valles, corrientes y arboledas,
pero mayor es en la Penumbra
del austero cuarto del Poeta.
Allí eliges, esquiva; vagar.


Rosas de la infancia. Raquel Castro.

Una vez, en mi cumpleaños, me regalaron un zombi. Era la cosa más mona: gruñosito, apestosito, asesinito. Lindísimo. No podía esperar a regresar a clases para llevarlo a la escuela (todos los niños llevan sus juguetes luego de Reyes o luego de su cumpleaños, para presumirlo a sus amiguitos. Mis desgracias eran dos: la primera, que mi cumpleaños caía -y sigue cayendo- a mitad de las vacaciones de verano -aunque ahora no tengo vacaciones de verano- y la segunda, que yo no tenía amiguitos).
El primer día de clases lo llevé, escondido, por supuesto. Es muy difícil esconder a un zombi, porque no cabe en la mochila, y porque hay que tener cuidado de que no te muerda a ti, su dueño (a diferencia de los perros, los zombis sí muerden la mano que les da de comer). Pero me las ingenié y lo disfracé de compañerito nuevo. Un poco crecido, un poco oloroso, pero peores cosas se llegaban a ver en mi escuela.

Nadie se dio cuenta de que ese día se comió a Juanito, el niño que siempre me jalaba el cabello, porque senté a Zambi (así se llamaba, en honor, por supuesto, a cierto venadito de moda en ese entonces) en el lugar de junto a mí. La maestra vio todos los asientos ocupados y ni siquiera se fijó en el niño grandote y medio verdoso que devoraba un pedazo de pierna en la fila del fondo.
El segundo día de clases le tocó turno a Lucila, una niña que siempre me hacía gestos. Ella sacaba la lengua y hacía bizco y, de pronto, lo que sacó fue el ojo. O más bien, se lo sacó Zambi, de un mordisco.
Pero como estábamos jugando con plastilina, nadie puso atención. Así era mi escuela.

La maestra supuso que habían cambiado de grupo a Lucila. Eso pasaba mucho en los primeros días de clases. Y como las secretarias se llevaban las cosas con mucha calma, normalmente entregaban las listas de asistencia hasta entrado noviembre. Así que Zambi no tuvo ningún problema.
Luego faltaron el mismo día tres niños más. “Juraría que los vi en el patio en la mañana”, dijo Miss Tere, mi maestra (me gustaba su nombre: sonaba a “misterio”), pero nada más suspiró y siguió leyendo su novela condensada editada por Reader’s Digest. Mientras, Zambi se daba el atracón de su vida (o bueno, de su no-vida) en el tanque de arena del jardín.

Cuando sólo quedaban siete u ocho niños, la maestra se preocupó en serio: ¿habría una nueva epidemia de varicela? O peor todavía, ¿de sarampión? (Miss Tere nunca había tenido sarampión, y le daba mucho miedo). Así que nos preguntó si nos sentíamos bien. Mis compañeritos asintieron con la cabeza, pálidos, nerviosos, aterrados por mi amenaza: el que vaya de chismoso se las ve con Zambi. Yo asentí también, aunque estaba sonrosadita, ojo brillante y sonriente.
Lo malo es que Zambi no asintió. Y la maestra se dio cuenta de su color entre cerúleo y apistachado, de su mirada perdida y, en general, de su apariencia de malestar. Así que la maestra sospechó algo peor que el sarampión: hepatitis. Y valientemente, salió corriendo por la enfermera.

Qué lástima que la señorita Julia, la enfermera, intentara verle la lengua a Zambi. Podría dulcificar la historia diciendo que, simplemente, no pudo volver a escribir con la derecha, pero la verdad es que no sólo perdió la mano, en paz descanse.
Y qué lástima que Miss Tere se puso como loca. Pegaba de alaridos y parecía que se iba a desmayar. Zambi se aburrió del performance y la mordió, pero nomás tantito.

Cuando la directora se dio cuenta de que mi grupo no había salido al recreo, se preocupó (tenía el antecedente de varios padres que habían llamado, angustiados, porque sus hijos no habían regresado a casa; ella les dijo que la juventud, cada vez más rebelde, es así: “Dele tiempo, señora: verá que anda de reventón. Ya sé que tiene cinco años, pero le digo, cada vez empiezan más temprano con el sexo y las drogas”, dicen que dijo). Incluso pensó en desbaratar el grupo y mezclarnos con los otros terceros de kinder, pero, mientras, fue a buscarnos. Se imaginaba que nos encontraría borrachos o durmiendo la mona, qué se yo.
Ella sí se dio cuenta luego de que Zambi no estaba inscrito: llevaba casi un mes de polizón, sin pagar colegiatura. ¡Inconcebible! Quiso regañar a Miss Tere, pero ella respondió arrancándole un poquito de intestino y luego otro cachito más y otro, hasta que se la comió completa. Creo que a Miss Tere no le gusta que la regañen.

El resto del año fue muy tranquilo. Los otros niños del salón me daban sus lonches, y jugaban conmigo a lo que yo quería, tantito por miedo a Zambi y a Miss Tere, pero también porque aprendieron a quererme. Después de todo, ya desde entonces era yo una linda persona, y hasta les dejaba escoger a qué niño o niña de los otros grupos se comerían Zambi y Miss Tere al día siguiente.
Pero todo lo bueno se termina: cierta mañana, ya casi a fin de cursos, mi mamá se dio cuenta de que me llevaba a Miss Tere y a Zambi a la escuela, y se enojó mucho: “qué mala escuela donde dejan que los niños lleven sus juguetes”, dijo. Y me obligó a dejarlos en casa.

Pensé que el primero de primaria iba a ser realmente aburrido, aun cuando podía seguir jugando con Zambi y con Miss Tere después de clases, pero me equivoqué: en mi siguiente cumpleaños me regalaron un poltergeist.


martes, 14 de mayo de 2024

Qué claro que brilla. Emily Brontë (1818-1848)

¡Qué claro Ella brilla! Qué inmóvil
Yacía yo debajo de su guardián de luz;
Mientras el Cielo y la Tierra me susurraban:
Despierta mañana, y sueña esta noche.
¡Ven, mi elegante, mi encantador Amor!
Estos templos palpitantes besan suavemente;
Dobla mi solitario lecho encima,
Y dádme reposo, dádme toda la dicha.

El mundo huye: ¡oscuro mundo, adiós!
Amargo mundo, ocúltate hasta el amanecer,
El corazón que no has podido someter
Aún ha de resistir, mientras vagas ausente.

Tu Amor yo nunca, nunca compartiré.
Tu Odio sólo despierta una sonrisa;
Tus Lamentos podrán herir,
Tus Errores podrán llorar;
¡Pero tus mentiras jamás cautivarán!
Mientras observaba a las estrellas brillando
En ese mar apacible, sobre mí,
Deseé con fe que todas las aflicciones
Del universo sepan, y se celebren en tí.

Este será mi sueño nocturno.
Pienso que el cielo de esferas gloriosas
Recorre su curso luminoso,
Cubierto de eternas dichas
A través de interminables años.
Pienso que no hay otro mundo allí arriba
Más lejano que aquel que contemplan estos ojos,
Donde la Sabiduría nunca se burló del Amor,
Donde la Virtud nunca se sometió a la Infamia.


Otoño. Elizabeth Siddal (1829-1862)

Sobre su nueva y brillante tumba
Las hojas de otoño están cayendo,
Donde la hierba alta se inclina oyendo
El murmullo incesante de las olas.

Anciano otoño, estoy aquí
Con mis espigas en cada mano;
Pronuncia la palabra del olvido,
Sólo el reposo parece bueno para mí.


Brinda por mí sólo con los ojos. Benjamin Jonson (1572-1637)

Brinda por mí sólo con los ojos
Y yo haré un brindis con los míos,
O soltaré un beso en la copa,
Y no pediré más vino.
La sed que nace del alma
Reclama un vino divino,
Y aunque pudiese beber el néctar de Jove,
No lo cambiaría por el tuyo.

Una guirnalda de flores te fue enviada,
No tanto para honrarte
Sino para darle la esperanza
de que no se marchitara;
Más sobre ella apenas respiraste
Y la enviaste de nuevo hacia mí;
Desde entonces crece y huele, lo juro,
no a sí misma, sino a tí.


Balada de un entierro. Rudyard Kipling (1865-1936)

Si justo aquí debo morir,
Solemnemente os debo pedir
Que tomes lo que resta de mí
Hacia las colinas por el bien del viejo bien.
Amortájame en el mismo fondo,
En el mismo hielo usado para apagar,
Aquel mismo que bebí cuando estaba seco.
-Observa esto para el bien del viejo bien-

Corre hacia la estación de trenes,
Hacia Umballa pide sólo un billete de ida,
No me preocupa el retraso o las sacudidas.
Descansaré alégremente del rencor
De los coolies y su clamor;
Así envuelto de mi dignidad
Envíame lejos para el bien del viejo bien.

Luego de la soñolienta Babu despierta,
Reserva para cuatro un camión.
Pocos, creo, desearán viajar
En mi lóbrega compañía,
Como antiguamente hacían.
Necesitaré un descanso especial,
Algo que nunca antes tomé,
Consíguemelo para el bien del viejo bien.

Después de esto, todo debes disponer,
No seré huésped de ningún hotel,
Ni la espina del buey me soportaría,
Dura es la espalda y áspera la soga,
Las cuerdas de Toga son frágiles y delicadas.
Crea un asiento y ubícame allí,
En una cómoda cuerda flexible,
Haz lo posible para el bien del viejo bien.

Después de esto, tu trabajo está hecho.
Recuérdale al sacerdote un lamento
Por la partida del querido muerto,
Sacude el polvo y las cenizas al viento.
No me bajes de inmediato, confío
En una excusa que me brinde tres días.
Luego embriágate por el bien del viejo bien.

No podría soportar los llanos,
¡Piensa en el ardor de Junio y Mayo!
¡Piensa en las lluvias de Septiembre!
¡Todo sobre mi hasta el día del juicio!
Nunca debería descansar en paz,
Debería yacer despierto y sudar.
Bájame, entonces, hacia mi lecho,
A las colinas para el bien del viejo bien.


Augurios de inocencia. William Blake (1757-1827)

Para ver el mundo en un grano de arena,
Y el cielo en una flor silvestre,
Encierra el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.


Antes que tú moriré. Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

Antes que tú me moriré: escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.

Antes que tú me moriré: y mi espíritu,
en su empeño tenaz
se sentará a las puertas de la Muerte,
que llames a esperar.

Con las horas los días, con los días
los años volarán,
y a aquella puerta llamarás al cabo.
¿Quién deja de llamar?

Entonces que tu culpa y tus despojos
la tierra guardará,
lavándote en las ondas de la muerte
como en otro Jordán.

Allí, donde el murmullo de la vida
temblando a morir va,
como la ola que a la playa viene
silenciosa a expirar.

Allí donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad,
todo lo que los dos hemos callado
lo tenemos que hablar.


Anademas de la belleza. John Barlas (1860-1914)

Una daga incrustada con gemas de fuego:
Una reina ricamente envuelta por las garras del tigre;
El guante de una dama o las patas de terciopelo de un gato;
El susurro de un juez cuando condena;
La feroz sombra de las bayas púrpuras en la noche
Entre las lúcidas rosas y sus brazos escarlata;
La serpiente del arcoiris con sus mandíbulas dentadas:
Así son las anademas de la reina de la Belleza.
Pues ella acaricia con una mano envenenada,
Y el veneno cuelga de sus húmedos labios,
El engaño y el asesinato acechan en sus ojos
Que aman de las mujeres su baile y su encanto,
Apuñalando la carne hasta que el cuerpo se seca,
Es tu cuerpo, mi Dulce Dama, y tu suave suspiro.


La mano. Guy de Maupassant (1850-1893)

Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint-Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.
El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.
Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.
Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio:
-Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.
El magistrado se dio la vuelta hacia ella:
-Sí, señora, es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarlo de las circunstancias impenetrables que lo rodean. Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso en que verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.
Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una:
-¡Oh! Cuéntenoslo.
El señor Bermutier sonrió gravemente, como debe sonreír un juez de instrucción. Prosiguió:
-Al menos, no vayan a creer que he podido, incluso un instante, suponer que había algo sobrehumano en esta aventura. No creo sino en las causas naturales. Pero sería mucho más adecuado si en vez de emplear la palabra sobrenatural para expresar lo que no conocemos, utilizáramos simplemente la palabra inexplicable. De todos modos, en el suceso que voy a contarles, fueron sobre todo las circunstancias circundantes, las circunstancias preparatorias las que me turbaron. En fin, éstos son los hechos:
«Entonces era juez de instrucción en Ajaccio, una pequeña ciudad blanca que se extiende al borde de un maravilloso golfo rodeado por todas partes por altas montañas.
«Los sucesos de los que me ocupaba eran sobre todo los de vendettas. Los hay soberbios, dramáticos al extremo, feroces, heroicos. En ellos encontramos los temas de venganza más bellos con que se pueda soñar, los odios seculares, apaciguados un momento, nunca apagados, las astucias abominables, los asesinatos convertidos en matanzas y casi en acciones gloriosas. Desde hacía dos años no oía hablar más que del precio de la sangre, del terrible prejuicio corso que obliga a vengar cualquier injuria en la propia carne de la persona que la ha hecho, de sus descendientes y de sus allegados. Había visto degollar a ancianos, a niños, a primos; tenía la cabeza llena de aquellas historias.
«Ahora bien, me enteré un día de que un inglés acababa de alquilar para varios años un pequeño chalet en el fondo del golfo. Había traído con él a un criado francés, a quien había contratado al pasar por Marsella.
«Pronto todo el mundo se interesó por aquel singular personaje, que vivía solo en su casa y que no salía sino para cazar y pescar. No hablaba con nadie, no iba nunca a la ciudad, y cada mañana se entrenaba durante una o dos horas en disparar con la pistola y la carabina.
«Se crearon leyendas en torno a él. Se pretendió que era un alto personaje que huía de su patria por motivos políticos; luego se afirmó que se escondía tras haber cometido un espantoso crimen. Incluso se citaban circunstancias particularmente horribles.
«Quise, en mi calidad de juez de instrucción, tener algunas informaciones sobre aquel hombre; pero me fue imposible enterarme de nada. Se hacía llamar sir John Rowell.
«Me contenté, pues, con vigilarlo de cerca; pero, en realidad, no me señalaban nada sospechoso respecto a él.
«Sin embargo, al seguir, aumentar y generalizarse los rumores acerca de él, decidí intentar ver por mí mismo al extranjero, y me puse a cazar con regularidad en los alrededores de su dominio.
«Esperé durante mucho tiempo una oportunidad. Se presentó finalmente en forma de una perdiz a la que disparé y maté delante de las narices del inglés. Mi perro me la trajo; pero, cogiendo en seguida la caza, fui a excusarme por mi inconveniencia y a rogar a sir John Rowell que aceptara el pájaro muerto.
«Era un hombre grande con el pelo rojo, la barba roja, muy alto, muy ancho, una especie de Hércules plácido y cortés. No tenía nada de la rigidez llamada británica, y me dio las gracias vivamente por mi delicadeza en un francés con un acento de más allá de la Mancha. Al cabo de un mes habíamos charlado unas cinco o seis veces.
«Finalmente una noche, cuando pasaba por su puerta, lo vi en el jardín, fumando su pipa a horcajadas sobre una silla. Lo saludé y me invitó a entrar para tomar una cerveza. No fue necesario que me lo repitiera.
«Me recibió con toda la meticulosa cortesía inglesa; habló con elogios de Francia, de Córcega, y declaró que le gustaba mucho este país, y esta costa.
«Entonces, con grandes precauciones y como si fuera resultado de un interés muy vivo, le hice unas preguntas sobre su vida y sus proyectos. Contestó sin apuros y me contó que había viajado mucho por África, las Indias y América. Añadió riéndose:
«-Tuve mochas avanturas, ¡oh! yes.
«Luego volví a hablar de caza y me dio los detalles más curiosos sobre la caza del hipopótamo, del tigre, del elefante e incluso la del gorila. Dije:
«-Todos esos animales son temibles.
«Sonrió:
«-¡Oh, no! El más malo es el hombre.
«Se echó a reír abiertamente, con una risa franca de inglés gordo y contento:
«-He cazado mocho al hombre también.
«Después habló de armas y me invitó a entrar en su casa para enseñarme escopetas con diferentes sistemas.
«Su salón estaba tapizado de negro, de seda negra bordada con oro. Grandes flores amarillas corrían sobre la tela oscura, brillaban como el fuego. Dijo:
«-Eso ser un tela japonesa.
«Pero, en el centro del panel más amplio, una cosa extraña atrajo mi mirada. Sobre un cuadrado de terciopelo rojo se destacaba un objeto rojo. Me acerqué: era una mano, una mano de hombre. No una mano de esqueleto, blanca y limpia, sino una mano negra reseca, con uñas amarillas, los músculos al descubierto y rastros de sangre vieja, sangre semejante a roña, sobre los huesos cortados de un golpe, como de un hachazo, hacia la mitad del antebrazo.
«Alrededor de la muñeca una enorme cadena de hierro, remachada, soldada a aquel miembro desaseado, la sujetaba a la pared con una argolla bastante fuerte como para llevar atado a un elefante. Pregunté:
«-¿Qué es esto?
«El inglés contestó tranquilamente:
«-Era mejor enemigo de mí. Era de América. Ello había sido cortado con el sable y arrancado la piel con un piedra cortante, y secado al sol durante ocho días. ¡Aoh, muy buena para mí, ésta.
«Toqué aquel despojo humano que debía de haber pertenecido a un coloso. Los dedos, desmesuradamente largos, estaban atados por enormes tendones que sujetaban tiras de piel a trozos. Era horroroso ver esa mano, despellejada de esa manera; recordaba inevitablemente alguna venganza de salvaje. Dije:
«-Ese hombre debía de ser muy fuerte.
«El inglés dijo con dulzura:
«-Aoh yes; pero fui más fuerte que él. Yo había puesto ese cadena para sujetarle.
«Creí que bromeaba. Dije:
«-Ahora esta cadena es completamente inútil, la mano no se va a escapar.
«Sir John Rowell prosiguió con tono grave:
«-Ella siempre quería irse. Ese cadena era necesario.
«Con una ojeada rápida, escudriñé su rostro, preguntándome: "¿Estará loco o será un bromista pesado?"
«Pero el rostro permanecía impenetrable, tranquilo y benévolo. Cambié de tema de conversación y admiré las escopetas.
«Noté sin embargo que había tres revólveres cargados encima de unos muebles, como si aquel hombre viviera con el temor constante de un ataque.
«Volví varias veces a su casa. Después dejé de visitarlo. La gente se había acostumbrado a su presencia; ya no interesaba a nadie.
«Transcurrió un año entero; una mañana, hacia finales de noviembre, mi criado me despertó anunciándome que Sir John Rowell había sido asesinado durante la noche.
«Media hora más tarde entraba en casa del inglés con el comisario jefe y el capitán de la gendarmería. El criado, enloquecido y desesperado, lloraba delante de la puerta. Primero sospeché de ese hombre, pero era inocente.
«Nunca pudimos encontrar al culpable.
«Cuando entré en el salón de Sir John, al primer vistazo distinguí el cadáver extendido boca arriba, en el centro del cuarto.
«El chaleco estaba desgarrado, colgaba una manga arrancada, todo indicaba que había tenido lugar una lucha terrible.
«¡El inglés había muerto estrangulado! Su rostro negro e hinchado, pavoroso, parecía expresar un espanto abominable; llevaba algo entre sus dientes apretados; y su cuello, perforado con cinco agujeros que parecían haber sido hechos con puntas de hierro, estaba cubierto de sangre.
«Un médico se unió a nosotros. Examinó durante mucho tiempo las huellas de dedos en la carne y dijo estas extrañas palabras:
«-Parece que lo ha estrangulado un esqueleto.
«Un escalofrío me recorrió la espalda y eché una mirada hacia la pared, en el lugar donde otrora había visto la horrible mano despellejada. Ya no estaba allí. La cadena, quebrada, colgaba.
«Entonces me incliné hacia el muerto y encontré en su boca crispada uno de los dedos de la desaparecida mano, cortada o más bien serrada por los dientes justo en la segunda falange.
«Luego se procedió a las comprobaciones. No se descubrió nada. Ninguna puerta había sido forzada, ninguna ventana, ningún mueble. Los dos perros de guardia no se habían despertado.
«Ésta es, en pocas palabras, la declaración del criado:
«Desde hacía un mes su amo parecía estar agitado. Había recibido muchas cartas, que había quemado a medida que iban llegando.
«A menudo, preso de una ira que parecía demencia, cogiendo una fusta, había golpeado con furor aquella mano reseca, lacrada en la pared, y que había desaparecido, no se sabe cómo, en la misma hora del crimen.
«Se acostaba muy tarde y se encerraba cuidadosamente. Siempre tenía armas al alcance de la mano. A menudo, por la noche, hablaba en voz alta, como si discutiera con alguien.
«Aquella noche daba la casualidad de que no había hecho ningún ruido, y hasta que no fue a abrir las ventanas el criado no había encontrado a sir John asesinado. No sospechaba de nadie.
«Comuniqué lo que sabía del muerto a los magistrados y a los funcionarios de la fuerza pública, y se llevó a cabo en toda la isla una investigación minuciosa. No se descubrió nada.
«Ahora bien, tres meses después del crimen, una noche, tuve una pesadilla horrorosa. Me pareció que veía la mano, la horrible mano, correr como un escorpión o como una araña a lo largo de mis cortinas y de mis paredes. Tres veces me desperté, tres veces me volví a dormir, tres veces volví a ver el odioso despojo galopando alrededor de mi habitación y moviendo los dedos como si fueran patas.
«Al día siguiente me la trajeron; la habían encontrado en el cementerio, sobre la tumba de sir John Rowell; lo habían enterrado allí, ya que no habían podido descubrir a su familia. Faltaba el índice.
«Ésta es, señoras, mi historia. No sé nada más.»
Las mujeres, enloquecidas, estaban pálidas, temblaban. Una de ellas exclamó:
-¡Pero esto no es un desenlace, ni una explicación! No vamos a poder dormir si no nos dice lo que según usted ocurrió.
El magistrado sonrió con severidad:
-¡Oh! Señoras, sin duda alguna, voy a estropear sus terribles sueños. Pienso simplemente que el propietario legítimo de la mano no había muerto, que vino a buscarla con la que le quedaba. Pero no he podido saber cómo lo hizo. Este caso es una especie de vendetta.
Una de las mujeres murmuró:
-No, no debe de ser así.
Y el juez de instrucción, sin dejar de sonreír, concluyó:
-Ya les había dicho que mi explicación no les gustaría.


La vida que salves puede ser la tuya. Flannery O’Connor (1925-1964)

La vieja y su hija estaban sentadas en el porche cuando por primera vez apareció el señor Shiftlet por el camino. La anciana se deslizó hacia el borde de la silla e inclinó el cuerpo protegiéndose los ojos del sol hiriente con una mano. La hija no veía cuanto ocurría a lo lejos, de modo que continuaba jugando con los dedos. Aunque la anciana vivía sola en ese lugar desolado con su hija y jamás había visto al señor Shiftlet, supo, aún en la distancia que mediaba, que se trataba de un vagabundo, y que no representaba ningún peligro. El hombre llevaba recogida la manga izquierda del abrigo para mostrar que sólo tenía medio brazo y su escuálida figura se inclinaba levemente hacia un lado como si la brisa lo empujara. Llevaba un traje negro y un sombrero de fieltro marrón levantado sobre la frente y caído en la nuca, y una caja de herramientas de hojalata que sostenía del asa. Caminaba a paso lento por el sendero, con el rostro vuelto hacia el sol, que parecía balancearse en la cima de una pequeña montaña.   
La vieja no cambió de posición hasta que él estuvo casi dentro del patio; entonces se levantó y apoyó una mano cerrada en un puño en la cadera. La hija, una muchacha grandota con un vestido corto de organdí azul lo vio de pronto y dio un respingo; comenzó a patear y a señalar y a emitir sonidos inarticulados y exaltados.
El señor Shiftlet se detuvo justo dentro del patio, dejó la caja en el suelo y se tocó el ala del sombrero con la punta de los dedos para saludar a la joven como si ésta se comportase normalmente; luego se volvió hacia la anciana y se lo quitó. Sus cabellos, morenos, largos y lacios, caían lisos a ambos lados desde una raya al medio hasta la punta de sus orejas. La frente le cubría más de la mitad del rostro que terminaba de pronto, con las facciones apenas proporcionadas, en la trampa de acero que eran sus mandíbulas. Parecía un hombre joven, pero tenía una mirada de serena insatisfacción, como si entendiera de la vida entera.
- Buenas tardes- dijo la anciana. Tenía el tamaño de un poste de cedro de la cerca y llevaba un sombrero gris de hombre muy calado.
El vagabundo se quedó mirándola sin decir nada. Giró sobre sus talones y se volvió hacia la puesta de sol. Abrió lentamente ambos brazos, el que tenía entero y el corto, para abarcar entre ellos una extensión del cielo y su figura formó una cruz torcida. La anciana lo observó con los brazos cruzados sobre el pecho como si ella fuese la dueña del sol. La hija contemplaba la escena, con la cabeza echada hacia delante, y sus manos pendían, gordas e inútiles, de las muñecas. Tenía el cabello largo y dorado, y los ojos tan azules como el cuello de un pavo real.
El señor Shiftlet permaneció casi cincuenta segundos en esa posición, luego recogió su caja, se acercó al porche y se dejó caer en el primer escalón.
- Señora- dijo con firme voz nasal-, daría una fortuna por vivir donde pudiera ver al sol hacer esto todas las tardes.
- Lo hace todas las tarde- repuso la vieja, y se volvió a sentar.
            La hija también se sentó y observó al hombre con una mirada furtiva y precavida, como si fuese un pajarraco que se hubiese acercado demasiado. Él se ladeó, hurgó en el bolsillo de su pantalón y en un instante sacó un paquete de chicles y le tendió uno. Ella lo cogió, lo desenvolvió y comenzó a mascarlo sin quitarle los ojos de encima. El hombre ofreció otro a la anciana, pero ésta levantó su labio superior para indicar que no tenía dientes.
            La pálida y aguda mirada del señor Shiftlet ya había revisado todo cuanto había en el patio- la bomba cerca de la esquina de la casa y la alta higuera donde tres gallinas se preparaban para dormir- y desplazó la mirada hacia el cobertizo, donde vio la parte trasera y aherrumbrada de un automóvil.
- ¿Conducen ustedes? - preguntó.
-  Ese coche no se ha movido en los últimos quince años- respondió la vieja. El día que murió mi marido, dejó de moverse.
-  Ya nada es como era antes, señora. El mundo está casi podrido.
- Tiene razón- convino ella-. ¿Es usted de por aquí?
- Tom T. Shiftlet- murmuró mirando los neumáticos.
-  Mucho gusto en conocerle- dijo la anciana-. Lucynell Crater, y la hija, Lucynell Crater. ¿Qué hace usted por aquí, señor Shiftlet?
            Él juzgó que el coche debía ser un Ford de 1928 o 1929.
- Señora- dijo, y se volvió hacia ella para dedicarle toda su atención-, permítame decirle algo. Hay un doctor en Atlanta que cogió un cuchillo y sacó el corazón humano, el corazón humano- repitió, inclinándose hacia ella-, del pecho de un hombre y lo sostuvo en la mano- y extendió la mano, con la palma hacia arriba, como si aguantara el leve peso de un corazón humano- y lo estudió como si fuera un polluelo de un día, y, señora- dijo, e hizo una larga pausa dramática durante la cual adelantó la cabeza y sus ojos color de arcilla brillaron-, ese hombre no sabe más que ustedes o que yo acerca de eso.
-  Es verdad- dijo la anciana.
-  Vaya, si cogiera ese cuchillo y cortara todas las puntas del corazón, todavía no sabría más que ustedes o que yo, se lo aseguro. ¿Qué quiere apostar?
-   Nada- respondió la anciana sabiamente-. ¿De dónde viene, señor Shiftlet?
            Él no contestó. Metió la mano en el bolsillo y sacó un saquito de tabaco y un estuche de papel de fumar; lió un cigarrillo con destreza, a pesar de hacerlo con una sola mano, y se lo puso bajo el labio superior. Luego sacó una caja de cerillos de madera y prendió uno en la suela de su zapato. La mantuvo encendida como si estudiase el misterio de la llama mientras ésta descendía peligrosamente hacia su piel. La hija empezó a alborotar y a señalar la mano del hombre y a agitar un dedo ante él, pero justo cuando la llama estaba a punto de quemarle se inclinó con la mano ahuecada sobre el fósforo como si fuera a prender fuego su nariz y encendió el cigarrillo.
               Lanzó al aire el cerillo apagado y expulsó una bocanada gris en el atardecer. Su cara adoptó una expresión socarrona.
- Señora- dijo-, en nuestros días la gente hace cualquier cosa. Puedo decirle que me llamo Tom T. Shiftlet y que vengo de Tarwater, Tennessee, pero usted nunca me había visto antes, así que ¿cómo sabe que no estoy mintiendo? ¿Cómo sabe que no soy Aaron Sparks, de Singleberry, Georgia, o cómo sabe que no soy George Speeds, de Lucy, Alabama, o cómo sabe que no soy Thompson Bright, de Toolafalls, Mississippi?
- No sé nada de usted- musitó la anciana, fastidiada.
- Señora, a la gente no le importa cómo se le miente. Tal vez lo mejor que puedo decirle es que soy un hombre, pero, dígame, señora- añadió, e hizo una pausa y su tono se tornó aún más lúgubre-, ¿qué es un hombre?
La anciana empezó a mordisquear una semilla.
- ¿Qué lleva en esa caja de hojalata, señor Shiftlet?- preguntó.
- Herramientas- respondió echándose acalla atrás-. Soy carpintero.
- Bueno, si viene aquí para trabajar, podré darle comida y un lugar para dormir, pero no puedo pagarle. Se lo advierto antes de que empiece.
No hubo una respuesta inmediata ni ninguna expresión especial en el rostro del hombre. Se apoyó contra el madero que sostenía el tejado del porche.
           -   Señora- dijo con lentitud-, para algunos hombres ciertas cosas significan más que el dinero.
            La anciana se meció en su silla sin hacer comentario alguno y la hija observó el gatillo que subía y bajaba en la garganta del señor Shiftlet. Éste dijo a la anciana que el dinero era lo único que interesaba a la gente, pero que él no sabía para qué estaba hecho el hombre. Le preguntó si el hombre estaba hecho para el dinero o para qué. Le preguntó si sabía para qué estaba hecha ella, pero la anciana no contestó y siguió meciéndose y se preguntó si un hombre con un solo brazo podría colocar un tejado nuevo en la casita del jardín. Él hizo muchas preguntas y ella no contestó. Le explicó que tenía veintiocho años y que había hecho muchas cosas en la vida. Había sido cantor de gospel, capataz en el ferrocarril, ayudante en una casa de pompas fúnebres y había estado tres meses en la radio con Uncle Roy y los Red Creek Wranglers. Contó que había luchado y dado su sangre en las Fuerzas Armadas de su país y visitado todas las tierras extranjeras, y en todas partes había visto gente a quien no le importaba si hacían las cosas así o asá. Dijo que a él no le habían criado de esa manera.
Una luna gorda y amarilla apareció en las ramas de la higuera como si fuera a dormir allí con las gallinas. Dijo que un hombre debía huir al campo para ver el mundo entero y que ojalá viviera en un lugar tan desolado como ese, donde todas las tardes pudiera ver ponerse el sol como Dios lo había ordenado.
         -  ¿Está casado o soltero?- preguntó la anciana.
Hubo un largo silencio.
         -  Señora- dijo él al final-, ¿dónde se puede encontrar una mujer inocente en estos días? Yo no tomaría nada de esa basura que hay que levantar.
La hija estaba encorvada, con la cabeza casi inclinada sobre las rodillas, observándolo a través de una puerta triangular que había hecho con su cabello; de pronto cayó al suelo y comenzó a lloriquear. El señor Shiftlet la enderezó y la ayudó a sentarse de nuevo en la silla.
       -  ¿Es su hija?- preguntó.
       - La única que tengo- respondió la anciana-, y es la criatura más dulce de la tierra. No la dejaría por nada del mundo. Y además es lista. Barre, guisa, lava, da de comer a las gallinas y trabaja con el azadón. No la cambiaría ni por un cofre de joyas.
       -  No- dijo él con tono afable-, no deje que ningún hombre se la lleve.
       - El hombre que venga por ella- afirmó la anciana- tendrá que quedarse aquí.
En la oscuridad, los ojos del señor Shiftlet se habían quedado fijos en el paracoche del automóvil que destellaba en la distancia.
      - Señora- dijo alzando el brazo corto como si pudiera señalar con él la casa, el patio y la bomba-, no hay nada roto en esta plantación que no pueda arreglar, hasta con un brazo inútil. Soy un hombre- agregó con adusta dignidad- aun cuando no esté entero. ¡Yo poseo- dijo tabaleando con los nudillos sobre el suelo para subrayar la inmensidad de lo que iba a decir- una inteligencia moral! - Y su rostro atravesó la oscuridad hacia un rayo de luz que escapaba por la puerta y se quedó mirando a la anciana como si a él mismo le sorprendiera esa verdad imposible.
Ella no se dejó impresionar por la frase.
        - Le he dicho que puede quedarse y trabajar a cambio de comida- dijo-, si no le importa dormir en ese coche.
        - Señora- dijo él con una sonrisa de satisfacción-, ¡los antiguos monjes dormían en sus ataúdes!
        - No estaban tan avanzados como nosotros- repuso la anciana.
 A la mañana siguiente empezó a trabajar en el tejado de la casita del jardín, mientras Lucynell, la hija, sentada sobre una piedra, lo observaba. Apenas había transcurrido una semana de su llegada al lugar cuando los cambios que había hecho ya podían apreciarse. Había arreglado las escaleras de la entrada y de la parte de atrás, construido un nuevo corral para los cerdos, reparado una cerca y enseñado a Lucynell, que era por completo sorda y nunca había pronunciado una palabra en su vida, a decir la palabra “pájaro”. La chica grandota de rostro sonrosado lo seguía a todas partes, diciendo “Pppajjjjarrro” y aplaudiendo. La vieja los observaba a cierta distancia, secretamente contenta. Se moría de ganas de tener un yerno.
El señor Shiftlet dormía en el duro y angosto asiento trasero del automóvil, con los pies saliendo por la ventanilla. Tenía su navaja de afeitar y un bote con agua sobre una caja que le servía de mesita de noche, había colocado un pedazo de espejo sobre la luna trasera y colgaba cuidadosamente la chaqueta de una percha que había puesto en una de las ventanillas.
Al caer la tarde se sentaba en las escaleras y hablaba mientras la anciana y Lucynell se mecían vigorosamente en sus sillas, cada una a un lado. Las tres montañas de la anciana se alzaban negras contra el cielo azul oscuro y de vez en cuando recibían la visita de varios planetas y de la luna después de que ésta abandonaba a las gallinas. El señor Shiftlet señaló que había mejorado la plantación porque se había interesado personalmente por ella. Dijo que hasta iba a hacer funcionar el automóvil.
Había levantado el capó y estudiado el mecanismo, dijo que podía afirmar que al coche lo habían fabricado en esa época en que realmente sabían fabricarlos. “Ahora- dijo-, un hombre coloca un tornillo y otro hombre coloca otro tornillo, y entonces tienes un hombre por cada tornillo. Por eso debes pagar tanto por un coche: estás pagando a todos esos hombres. En cambio, si tuvieras que pagar a un solo hombre, podrías conseguir un coche más barato y en el que se ha puesto un interés personal, y sería un coche mejor.” La anciana estuvo de acuerdo con él en que así debería ser.
El señor Shiftlet aseguró que el gran problema del mundo era que a nadie le importaba nada ni se paraba un momento a preocuparse por las cosas. Dijo que nunca hubiera podido enseñar una palabra a Lucynell si no se hubiera preocupado y dedicado el tiempo necesario.
      - Enséñele a decir otra cosa- dijo la anciana.
      -¿Qué quiere que diga?- preguntó el señor Shiftlet.
La sonrisa de la vieja era amplia, desdentada e insinuante.
     - Enséñele a decir “querido”- respondió.
El señor Shiftlet ya sabía lo que ella tenía en la mente.
Al día siguiente empezó a trabajar en el automóvil y al atardecer le dijo que si ella compraba una correa de ventilador lo haría funcionar.
La anciana dijo que le daría el dinero.
            - ¿Ve a esa chica? - le preguntó, señalando a Lucynell, que estaba sentada en el suelo a menos de un metro, mirándolo, los ojos azules aún en la oscuridad-. Si alguna vez un hombre se la quisiera llevar, yo le diría: “¡No hay hombre en la tierra que pueda arrancar de mi lado a esta dulce niña!”, pero si él me dijera: “Señora, no me la quiero llevar, la quiero aquí”, yo le diría: “Señor, no tengo nada que reprocharle. Yo no dejaría pasar la oportunidad de tener un hogar y conseguir a la joven más dulce del mundo. No es usted tonto”. Eso le diría.
            - ¿Qué edad tiene? - preguntó el señor Shiftlet como de pasada.
            - Quince o dieciséis- respondió la vieja. La muchacha rondaba los treinta años, pero debido a su inocencia era imposible adivinarlo.
     -  Sería una buena idea pintarlo también- observó el señor Shiftlet-. No querrá que se cubra de herrumbre.
            - Ya veremos- repuso la anciana.
Al día siguiente se encaminó hacia el pueblo, donde adquirió las piezas que le hacían falta y un bidón de gasolina. Avanzada la tarde, unos ruidos ensordecedores escaparon del cobertizo y la anciana salió corriendo de la casa pensando que Lucynell tenía otro ataque. Lucynell estaba sentada sobre una jaula de pollos, dando golpes con los pies y gritando. “¡Ppppaajjarro! ¡Ppajjarro!”, pero el alboroto que armaba quedaba ahogado por el estruendo del automóvil. Tras una descarga de explosiones, emergió del cobertizo, majestuoso e imponente. El señor Shiftlet estaba sentado al volante, muy tieso. Tenía una expresión de seria modestia, como si hubiera resucitado a un muerto.
Esa noche, meciéndose en el porche, la anciana fue derecho al grano.
            -Quiere usted una mujer inocente, ¿no es así? - preguntó, comprensiva-. No quiere saber nada de la escoria.
            - Así es, señora.
            - Una que no hable- continuó ella-, que no le conteste ni diga palabrotas. Se merece usté esa clase de mujer. Allí está. –Y señaló a Lucynell, que estaba sentada con las piernas cruzadas en la silla y se cogía los pies con las manos.
            - Así es- admitió él-. No me daría ningún problema.
            - El sábado- dijo la anciana-, usted, ella y yo iremos en coche al pueblo y se casarán.
El señor Shiftlet cambió de posición en la escalera.
            -No me puedo casar en este momento- repuso-. Todo lo que uno quiere hacer requiere dinero y yo estoy sin blanca.
            - ¿Para qué necesita el dinero? - preguntó la vieja.
            - Hace falta dinero- respondió él-. Hoy día hay gente que hace las cosas de cualquier manera, pero, según yo lo veo, nunca me casaría con una mujer a la que no pudiera llevar de viaje como si ella fuese alguien. Quiero decir, llevarla a un hotel y agasajarla. No me casaría con la duquesa de Windsor- añadió con firmeza- a menos que la pudiera llevar a un hotel y darle de comer algo bueno. Me educaron de esa manera y no hay na que yo pueda hacer al respecto. Mi madre me enseñó cómo debía comportarme.
            - Lucynell ni siquiera sabe qu´es un hotel- musitó la anciana-. Escuche, señor Shiftlet- dijo inclinándose hacia delante-, conseguirá usté un hogar y un pozo d´agua profunda y la muchacha más inocente de la tierra. No necesita dinero. Le voy a decir algo: no hay lugar en el mundo pa un hombre vagabundo, pobre, mutilado y sin amigos.
Las desagradables palabras se posaron en la cabeza del señor Shiftlet como una bandada de águilas en la copa de un árbol. No dijo nada de inmediato. Lió un cigarrillo, lo encendió y luego habló con voz serena.
            - Señora, un hombre está dividido en dos partes, cuerpo y espíritu.
La vieja apretó las encías.
            - Un cuerpo y un espíritu- repitió él-. El cuerpo, señora, es como una casa: no va a ningún lado; pero el espíritu, señora, es como un automóvil: siempre está en movimiento, siempre…
            - Escuche, señor Shiftlet- repuso ella-, mi pozo nunca se seca y mi casa está siempre caldeada en invierno y no hay ninguna hipoteca en este lugar. Puede ir al juzgado y comprobarlo. Y allá, en aquel cobertizo, hay un buen coche. – Preparó el cebo con cuidado-. Para el sábado lo puede tener usted pintado. Yo pagaré la pintura.
En la oscuridad, la sonrisa del señor Shiftlet se estiró como una serpiente cansada que se despierta al lado del fuego. Al cabo de un instante, se repuso y dijo:
            - Tan sólo digo que el espíritu de un hombre es más importante para él que cualquier otra cosa. Tendría que llevar de viaje a mi esposa un fin de semana sin reparar en gastos. Debo obedecer lo que me indica mi espíritu.
            - Le daré quince dólares para un viaje de fin de semana- dijo la vieja con tono desabrido-. Es lo único que puedo hacer.
            - Eso apenas servirá para pagar la gasolina y el hotel- repuso él-. No alcanzaría para la comida de ella.
            - Diecisiete cincuenta- dijo la anciana-. Es todo lo que tengo, así que es inútil que trate de exprimirme. Puede llevarse la comida de aquí.
El señor Shiftlet se sintió profundamente herido por la palabra “exprimir”. No albergaba la más mínima duda de que ella tenía más dinero cosido al colchón, pero ya le había dicho que no le interesaba su dinero.
            - Procuraré que eso alcance- repuso, y se retiró zanjando así las negociaciones con la anciana.
El sábado, los tres fueron al pueblo en el automóvil, cuya pintura aún no se había secado, y el señor Shiftlet y Lucynell se casaron en el juzgado con la anciana como testigo. Cuando salieron, el señor Shiftlet comenzó a estirar el cuello. Parecía malhumorado y resentido, como si lo hubiesen insultado mientras alguien lo sujetaba.
            - Esto no me ha gustado- dijo-. No es más que algo que una mujer hace en una oficina, sólo papeleo y análisis de sangre. ¿Qué saben de mi sangre? Si me sacaran el corazón y lo cortaran en pedazos, no sabrían nada de mí. No me ha gustado nada.
            - Sí ha cumplido la ley- dijo la anciana con aspereza.
            - La ley- replicó el señor Shiftlet, y escupió-. Es la ley lo que no me gusta.
Había pintado el coche de verde oscuro con una franja amarilla bajo las ventanillas. Los tres se sentaron en el asiento delantero y la anciana comentó:
            - ¿No está guapa, Lucynell? Parece una muñeca.
Lucynell llevaba un vestido blanco que su madre había desenterrado de un baúl y se tocaba con un sombrero panamá con una ramita de cerezas rojas en el ala. De vez en cuando su expresión plácida cambiaba a causa de algún pensamiento travieso como un brote de verde en el desierto.
            - ¡Se lleva usted una joya! - dijo la anciana
El señor Shiftlet ni siquiera le dirigió la mirada.
Volvieron a la casa para dejar a la anciana y coger la comida de aquel día. Cuando estuvieron listos para partir, ella se quedó al lado de la ventanilla del coche con los dedos cerrados sobre el vidrio. Las lágrimas comenzaron a brotar de las comisuras de sus ojos y a rodar por las sucias arrugas de su rostro.
            - Nunca me he separado de ella dos días- dijo.
El señor Shiftlet puso el motor en marcha.
            - Y no se la daría a ningún hombre, a excepción de usted, porque he visto que actúa como es debido. Adiós, querida- añadió aferrándose a la manga del vestido blanco. Lucynell la miró y no pareció verla. El señor Shiftlet hizo avanzar el coche y la vieja tuvo que sacar la mano.
Era un mediodía claro, cálido, rodeado de un cielo pálido. A pesar de que el automóvil no podía ir a más de cincuenta kilómetros por hora, el señor Shiftlet se imaginó fantásticas subidas y bajadas y curvas cerradas, que sólo estaban en su cabeza, y se olvidó de la amargura de la mañana. Siempre había deseado un coche, pero nunca había podido comprarlo. Conducía muy deprisa porque quería llegar a Mobile al anochecer.
De vez en cuando interrumpía sus pensamientos el tiempo suficiente para mirar a Lucynell sentada a su lado. Se había comido el almuerzo tan pronto como partieron y ahora arrancaba las cerezas del sombrero y las arrojaba una a una por la ventanilla. Él se sintió deprimido a pesar del coche. Había conducido unos ciento sesenta kilómetros cuando decidió que ella debía tener hambre de nuevo y, al llegar a un pueblecito, estacionó frente a un local pintado de color aluminio llamado The hot Spot, la llevó dentro y pidió para ella un plato de jamón y sémola. El viaje la había adormecido y, tan pronto como se sentó en el taburete, descansó la cabeza sobre la barra y cerró los ojos. En The Hot Spot no había nadie más que el señor Shiftlet y el muchacho tras la barra, un joven pálido con un trapo grasiento al hombro. Antes de que le sirviera la comida ella ya estaba roncando suavemente.
            - Dáselo en cuanto despierte- dijo el señor Shiftlet-. Lo pagaré ahora.
El muchacho se inclinó hacia ella, miró el cabello largo de un dorado rojizo y los ojos dormidos entrecerrados. Luego levantó la vista y miró al señor Shiftlet.
            - Parece un ángel de Dios- murmuró.
            - Estaba pidiendo raite- explicó el señor Shiftlet-. No puedo esperar. Tengo que llegar a Tuscaloosa.
El muchacho se inclinó de nuevo y con sumo cuidado tocó con un dedo una hebra de pelo dorado. El señor Shiftlet partió.
Se sentía más deprimido que nunca mientras conducía solo. El atardecer se había vuelto caluroso y sofocante y el campo era ahora llano. En el cielo, a lo lejos, se preparaba una tormenta muy lentamente y sin truenos, como si se dispusiera a drenar todas las gotas de aire de la tierra antes de caer. Había momentos en que el señor Shiftlet prefería no estar solo. Además, pensaba que un hombre con automóvil tenía responsabilidades para con los demás y se mantuvo alerta por si veía a alguien pidiendo raite. De vez en cuando, veía letreros que rezaban: CONDUZCA CON CUIDADO. LA VIDA QUE SALVE PUEDE SER LA SUYA:
La angosta carretera descendía a ambos costados hacia campos secos, y aquí y allá surgían en un claro casuchas y alguna que otra gasolinera. El sol comenzó a ponerse justo delante del coche. Era una bola rojiza que, a través del parabrisas, parecía levemente chata en las partes superior e inferior. Vio a un chico vestido con un mono y un sombrero gris parado en el arcén, aminoró la marcha y se detuvo a su lado. El muchacho no tenía el pulgar levantado, tan sólo estaba plantado allí, pero llevaba una maletita de cartón y el sombrero puesto de una manera que indicaba que se iba para siempre de algún lugar.            
- Hijo- dijo el señor Shiftlet-, veo que quieres viajar.
El muchacho no dijo ni que sí ni que no, pero abrió la portezuela y se sentó, y el señor Shiftlet empezó a conducir. El chico tenía la maleta en el regazo y los brazos cruzados sobre ella. Volvió la cabeza hacia la ventanilla, sin mirar al señor Shiftlet.
Éste se sintió angustiado.                  
- Hijo- dijo al cabo de un minuto-, tengo la mejor madre del mundo, así que supongo que debes tener la segunda mejor.
El muchacho le dirigió una rápida mirada oscura y acto seguido volvió de nuevo el rostro hacia la ventanilla.
- No hay nada más dulce- continuó el señor Shiftlet- que la madre de uno.
Me enseñó las primeras oraciones sobre sus rodillas, me dio amor cuando nadie lo hacía, me dijo lo que estaba bien y lo que no, y veló para que yo hiciera las cosas bien. Hijo- añadió-, ningún día de mi vida he lamentado tanto como aquél en que abandoné a mi madre.
El muchacho se removió en el asiento, pero no miró al señor Shiftlet. Descruzó los brazos y puso una mano sobre la manija de la puerta.
- Mi madre era un ángel de Dios- prosiguió el señor Shiftlet con voz crispada-. Él la trajo del cielo y me la dio y yo la abandoné. - Sus ojos se nublaron al instante con un velo de lágrimas. El automóvil apenas se movía.
El muchacho se volvió con rabia en el asiento.
- ¡Vete a la mierda! - gritó-. ¡Mi vieja es una bola de piojos y la tuya es una zorra apestosa! - Y tras esto abrió la portezuela y saltó con su maleta a la cuneta.                        
El señor Shiftlet quedó tan sorprendido que condujo lentamente unos cincuenta metros con la puerta todavía abierta. Una nube exactamente del mismo color que el sombrero del muchacho y en forma de nabo había descendido sobre el sol, y otra, de aspecto más feo, se agazapó detrás del coche. El señor Shiftlet sintió que toda la podredumbre del mundo iba a tragárselo. Levantó el brazo y lo dejó caer sobre el pecho.
            - ¡Oh, Señor!- rezó-. ¡Aparece y limpia este mundo de las porquerías!

El nabo continuó descendiendo lentamente. Unos minutos más tarde, sonó de atrás, como una risotada, el estruendo de un trueno y unas gotas de lluvia fantásticas, como tapas de latas, se estrellaron contra la parte posterior del coche del señor Shiftlet. Se apresuró a pisar el acelerador y con el muñón fuera de la ventanilla corrió contra la lluvia galopante hasta Mobile.