martes, 23 de abril de 2024

Serenata. Paul Marie Verlaine (1844-1896)

Como la voz de un muerto que canta
desde el fondo de su sepulcro,
amante, escucha subir hasta tu retiro
mi voz agria y falsa.

Abre tu alma y tu oído al son
de mi mandolina:
para ti he creado, para ti, esta canción
cruel y fantástica.

Cantaré tus ojos de oro y de ónix,
limpios de toda sombra,
cantaré el Leteo de tu seno, luego el
de tus cabellos oscuros.

Como la voz de un muerto que canta
desde el fondo de su sepulcro,
amante, escucha subir hasta tu retiro
mi voz agria y falsa.

Después alabaré, convenientemente,
esta bendita carne,
cuyo voluptuoso perfume evoco
en las noches de insomnio.

Y para acabar cantaré el beso
de tu labio rojo
y tu dulzura al torturarme,
¡Mi ángel, mi vida!

Abre tu alma y tu oído al son
de mi mandolina:
para ti he creado, para ti, esta canción
cruel y fantástica.


Semper Eadem. Charles Baudelaire (1821-1867)

"¿De dónde os viene, decís, esta tristeza extraña,
Trepando como el mar sobre el peñón negro y desnudo?"
—Cuando nuestro corazón ha hecho una vez su vendimia,
¡Vivir es un mal! Es un secreto de todos conocido,

Un dolor muy simple y nada misterioso,
Y, como vuestra alegría, brillante para todos.
Deja de buscar, entonces, ¡Oh, bella curiosa!
Y, por más que vuestra voz sea dulce, ¡callad! ¡callaos!

¡Callad, ignorante! ¡Alma siempre arrebatada!
¡Boca de risa infantil! Más aún que la Vida,
La Muerte nos retiene casi siempre con lazos sutiles.
¡Dejad, dejad mi corazón embriagarse de una mentira,
Sumergirse en vuestros bellos ojos como en un hermoso sueño,
Y dormitar mucho tiempo a la sombra de vuestras pestañas!


Canto. Edgar Allan Poe (1809-1849)

En tu día nupcial, te vi encendida
Por un repentino rubor,
Aunque era un cielo para ti la vida,
Y el mundo, en tu presencia, amor.

Un resplandor en tu mirada había,
(¿Por qué se avivó?)

Fue cuando mi alma dolorosa
Gozó en el mundo, de glorioso encanto.

“Sólo un pudor de virgen es origen
De tal rubor”, pudo decirse ante él.
Pero ¡ay! reanimó el fuego más vivo
En el pecho de aquél.

Que te miró de novia, cuando quiso
Mostrar aquel rubor,
Aunque tu mundo fuese paraíso,
Y alrededor, la vida, amor.


Si has de amarme... Elizabeth Barret Browning (1806-1861)

Si has de amarme que sea sólo
por amor de mi amor. No digas nunca
que es por mi aspecto, mi sonrisa, la melodía
de mi voz o por mi dulce carácter

que concuerda contigo o que aquel día
hizo que nos sintiéramos felices...
Porque, amor mío, todas estas cosas
pueden cambiar, y hasta el amor se muere.

No me quieras tampoco por las lágrimas
que piadosamente limpias de mi rostro...
¡Porque puedo olvidarme de llorar

gracias a ti, y así perder tu amor!
Por amor de mi amor quiero que me ames,
para que habite en los cielos, eternamente.


Cantaora nocturna. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

Joe, macht die Musik von damals nacht...

La que murió de su vestido azul está cantando.
Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad.

Adentro de su canción hay un vestido azul, hay
un caballo blanco, hay un corazón verde tatuado
con los ecos de los latidos de su corazón
muerto.

Expuesta a todas las perdiciones, ella
canta junto a una niña extraviada que es ella:
su amuleto de la buena suerte. Y a pesar de la
niebla verde en los labios y del frío gris en los
ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre
la sed y la mano que busca el vaso.

Ella canta.


Canción de la novia. Christina Georgina Rosetti (1830-1894)

¡Oh, es tarde para el amor, tarde para la alegría,
Tarde, demasiado tarde!
Has vagado en el camino por mucho tiempo,
Has dudado frente a la puerta:
La encantada paloma sobre la rama
Murió sin un compañero;
La encantada princesa en su torre
Durmió detrás de las rejas;
Su corazón se encogía de pesar
Mientras tu la obligabas a esperar.

Hace diez años, hace cinco años,
Un año atrás,
Incluso entonces habrías llegado a tiempo,
Aunque parco y lento;
Hubieses visto su rostro viviendo,
El que ya no podrás contemplar:
La fuente congelada podría borbotear
Los brotes continuados y soplar,
El cálido viento del sur podría despertar
Para derretir la nieve.

¿Es ella hermosa ahora que yace?
En un tiempo lo fue;
Una reina para cualquier rey,
Con polvos dorados sobre el cabello,
Ahora son amapolas en sus rizos,
Blancas amapolas ha de llevar;
Un velo sobre el rostro ha de llevar
Junto a su anhelada tumba:
¿O es el hambre saciado lentamente
Quién suelta las amarras del cuidado?

Nunca la vimos sonreír,
O con el ceño arrugado;
Su lecho nunca le pareció suave
Aunque se sacuda debajo;
Nunca atendió sus ropas,
Mortajas, vestidos, o coronas;
Pensamos que su frente blanca sufría
Bajo el peso de su joyas,
Antes de que el cabello plateado asomara
En el campo perdido de los castaños.

Nunca la escuchamos hablar con premura,
Sus tonos eran dulces,
Y modulando sin luces,
Apenas lo necesario:
Su corazón se sentó silencioso entre el ruido
Y las mareas de la calle.
No había prisa en sus manos,
Ninguna prisa en sus pies;
No había ninguna dicha cercana
Que ella no se detuviese a saludar.

Debías haberla llorado ayer,
Llorado sobre su cama desierta:
¿Pues dónde habrás de llorar hoy
Si está muerta?
Los que la amamos no lloramos hoy,
Pero coronamos su cabeza real.
Deja estas amapolas que esparcimos;
Tus rosas son demasiado rojas:
Deja que estas amapolas, no para ti,
Crezcan y se extiendan.


Canción fúnebre. Christina Georgina Rosetti (1830-1894)

Cuando haya muerto, amado,
Triste canción no cantes,
Ciprés sombrío ni frescas flores
sobre mi tumba derrames.
Cúbreme verde hierba
de lluvia humedecida,
Y si quieres, recuerda,
Y si quieres, olvida.
Ya no he de ver la penumbra,
ni el rocío sentir,
ni el canto -triste como un lamento-
del ruiseñor oír.
Soñando en un crepúsculo,
ni alba ni atardecer,
puede ser que recuerde,
que olvide puede ser.


El panadero. Ferdinand von Schirach.

La panadería Backshop era como todas las de la cadena, una franquicia, lista para abrir sus puertas, unos pocos metros cuadrados pensados a conciencia.  Todas las mañanas, un repartidor llevaba los productos congelados, que dejaba en recipientes de plástico verde en el pasillo del local, donde se iban descongelando despacio. Pasteles y herraduras de almendra recibían un baño de azúcar glas que se pegaba a los dedos. El café salía de una máquina de acero inoxidable con el rótulo «Especialidades de café.  Dispensador automático» y que hacía unos ruidos infernales cuando cogía la leche. El panadero era gordo, de cara roja y manos pequeñas, los nudillos eran meras oquedades. En la tienda llevaba un delantal blanco con el logotipo de la empresa cosido cerca de los tirantes.  Se movía con agilidad, pero el espacio que quedaba detrás del expositor era demasiado estrecho: el mostrador se le hincaba en la barriga, donde las migas de pan formaban una línea.
          El panadero era del barrio, a la gente le caía bien. Tenía cuarenta y siete años. Cuando era joven se había hecho cargo de la gran pastelería y cafetería de su padre. Todo parecía ir bien, obtuvo la titulación pertinente, se casó y tuvo un hijo. La casa a las afueras de la ciudad era nueva, habían ido todos los fines de semana para comprobar la evolución de las obras y se habían imaginado cómo vivirían allí.
           El día que todo cambió, el panadero llegó a casa antes que, de costumbre, quería darle una sorpresa a su mujer.  Un hombre, más alto y delgado que él, de cabello claro, estaba en la entrada de la casa. El panadero lo conocía, trabajaba de dependiente en una tienda de muebles. El hombre se despidió y su mujer rio, parecía feliz, y entonces el panadero supo que lo había engañado. Después todo sucedió muy rápido. Cogió la pala, que seguía junto a la puerta porque la había utilizado en el jardín el fin de semana, y se la hundió en el cuello al hombre. El borde de la pala tenía tierra adherida, y el panadero pensó que ahora la tierra había pasado al cuerpo del hombre. A continuación, vio que del tajo del cuello manaba sangre, que iba a parar a la alfombra clara y formaba extraños dibujos. «Es
una alfombra muy cara —pensó—, demasiado cara para nosotros.» En la tienda de muebles su mujer había comentado lo bien que quedaría «esa pieza» en la entrada, y él le dio la razón, ya que le resultaba violento hablar de dinero delante del dependiente. «Recibidor», repetía su mujer al dependiente, no «entrada», como decía el panadero. Su mujer flirteaba con el dependiente y él se sintió estúpido, pero ahora tenía delante al dependiente en el suelo, y le faltaba un trozo de cuello. Finalmente, dejó de brotar sangre, y el panadero pensó que el dependiente se había vaciado del todo y que era una forma curiosa de morir.

              El fiscal dijo más tarde en el juicio oral que aquello había sido un trágico error: el hombre no era el amante de su mujer, sólo había ido a medir el salón. El psiquiatra forense explicó que el panadero padecía un trastorno peligroso. Empleó numerosas expresiones que el panadero no entendió. De eso hacía mucho tiempo, y él ya no pensaba en ello.

              Ahora, cuando no tenía clientes, solía sentarse con el dueño del quiosco enfrente de la tienda. Había sacado a la acera unas viejas sillas de madera. El panadero nunca hablaba mucho y sólo a veces se quejaba. En esas ocasiones, decía que en realidad él era maestro pastelero y que no le gustaba limitarse a meter productos congelados en los hornos eléctricos. Echaba de menos su pastelería, la de verdad, pero por lo menos así llegaba a fin de mes. El quiosquero asentía y no hacía preguntas.  De todos modos, el panadero tampoco habría podido hablarle de los nueve años que había pasado en la cárcel, de los días grises, la espera, la soledad y todo lo demás.

               Todas las mañanas salía a repartir panecillos a domicilio, ya que con la tienda sólo no ganaba lo suficiente. Tenía que ir a muchos sitios, y le llevaba más de dos horas despachar la tarea. La mayoría de sus clientes aún dormían. El panadero les dejaba las bolsas de papel en la puerta. Una vez se hacía con un cliente en un edificio, no tardaban en aparecer otros, ya que, cuando los dejaba en el pasillo, los panecillos aún estaban calientes y olían bien.
                  En un edificio de la Savignyplatz tenía ocho clientes.  Le habían dejado una llave del portal. Todas las mañanas subía en ascensor al último piso y bajaba por la escalera, las bolsas de papel en la mano. En el segundo piso vivía una japonesa. Tenía pelo negro y ojos negros, y era muy delgada. El panadero la veía algunas veces, cuando ella volvía del conservatorio. En esas ocasiones, llevaba el estuche del violín y los labios pintados de rojo oscuro. Cuando él estaba sentado delante de la tienda, ella lo saludaba con la cabeza o le daba los buenos días, y siempre sonreía. Una vez a la semana entraba en la panadería para pagar los panecillos que él le dejaba delante de la puerta por la mañana. E intercambiaban dos o tres frases, sobre los estudios de ella o la huelga de los trenes de cercanías o el tiempo. Como él era incapaz de pronunciar su apellido, la chica le dijo que podía llamarla Sakura; su nombre de pila resultaba más fácil para los alemanes. El panadero se enamoró de ella.

           Todas las noches pensaba en cómo decírselo, y finalmente se le ocurrió una idea. Era maestro pastelero, había ganado premios por sus tartas. A la mañana siguiente puso manos a la obra. Despejó la cocina y lo preparó todo. Sería una tarta de cinco pisos, algo muy distinto de las tartas convencionales que podían comprarse en cualquier sitio. Comenzó por las columnas que colocaría entre piso y piso. Las hizo con una pasta dura de azúcar glas, clara de huevo, limón y agua de rosas, si bien por dentro eran de fondant casi líquido. En la cobertura estuvo trabajando casi una semana, probó, desechó y experimentó con diversos licores, hasta que dio con una, ligera y casi transparente. Luego dispuso las cinco capas por colores y dulzor. De abajo arriba: guinda, grosella, cereza, naranja y mandarina. Cada piso constaba de cuatro tartitas grandes y una pequeña, y las situó de manera escalonada, de forma que desde arriba se abrían como una flor. Trabajó mucho y con ahínco, y cuando terminó se sentía cansado y satisfecho.

              Esa noche durmió mal, y por la mañana estaba nervioso cuando metió la tarta en una caja de madera junto con su cuchillo de sierra y sus mejores tenedores de postre. Cuando llamó a la puerta de Sakura, se sentía un tanto sofocado. No sabía qué iba a decir cuando ella apareciera. El hombre que abrió la puerta iba en calzoncillos. Tenía vello en el pecho y una cadenilla de oro de la que colgaba una pantera. Apoyó una mano en el marco y le preguntó qué quería. Por debajo del brazo del hombre, el panadero atisbó el piso, que sólo tenía una habitación, y oyó el agua de la ducha. Miró fijamente la pantera sobre el pecho del hombre. Observó los diminutos ojos de jade y el aro del que siempre pendería la pantera, y de repente el animal le dio pena. En la cárcel decían que las cosas nunca cambian, y en ese momento el panadero pensó en ello.


               Bajó con la caja de madera y se sentó en un banco de piedra del patio. Abrió la tapa.  «Es una tarta muy bonita», pensó. Lanzaba destellos anaranjados y rojos y burdeos con el sol invernal. La estuvo contemplando un rato, y a continuación arrancó un pedacito del piso de arriba con los dedos. Estaba muy buena. «Es la mejor tarta que soy capaz hacer», se dijo a media voz. Comió otro trozo. Y otro más. Estuvo dos horas sentado en el banco, y al final se comió la tarta entera. Para terminar, cogió la base, lamió los restos de cobertura, volvió a meter dentro el cuchillo y los tenedores de postre y tiró la caja a la basura.

              Por la tarde se reunió con el quiosquero delante de su establecimiento. El panadero ya no llevaba el delantal blanco, sino un chaquetón con cuello rojo; había cerrado la tienda. Hacía frío en las sillas de madera.  Sacó dos tazas en una bandejita que dejó en la silla de en medio. La bandeja se movió y se derramó un poco de café. El panadero se sentó, apoyó las manos en los muslos y profirió un hondo suspiro. Sonrió.
             —Éste es el último café —comentó. Y con el pulgar hacia atrás señaló la tienda, sin volverse—. Voy a venderlo todo: la panadería y mis muebles, hasta el coche.
                —¿Y qué va a hacer? —preguntó el quiosquero.
                —Irme a Japón —respondió el panadero, y esperó un poco, ya que quería ver la reacción del otro—. Abriré una pastelería en Tokio. Allí viven treinta y cinco millones de personas. A los japoneses les gustan las tartas, ¿sabe? Lo leí una vez en el periódico. Sobre todo, la de cereza, la Selva
Negra. Se me da muy bien la tarta de cereza.

                 —Estoy seguro —contestó el dueño del quiosco.
                 —La clave de la Selva Negra es el kirsch. Hay que utilizar un kirsch de muy buena calidad, sólo el que se hace con las cerezas oscuras de la Selva Negra. Pero han de emplearse las dos cosas: el aguardiente y el zumo de las cerezas. No se puede escatimar nada, ése es el secreto. Bebieron el café de las tazas, que lucían el logo de la empresa. El panadero se echó hacia delante para no mancharse la camisa.
                  —Tiene que ir a verme. Lo llamaré para que vaya cuando la pastelería esté funcionando.
                El quiosquero asintió. El panadero se limpió las manos en los pantalones. —A las japonesas les gustan los hombres gordos —dijo bajando algo la voz, sin mirar al otro—. Allí los luchadores de sumo son como estrellas del pop… Quizá hasta mi hijo acabe yendo a Japón, cuando pueda decidir por sí mismo, claro.
                 Esa noche, en la cama, el panadero volvió a pensar en Sakura. Al final se quedó dormido y soñó que los japoneses de Tokio se comían sus tartas de cereza, y cuando despertó ya no pensaba en Sakura. Cogió la cadenilla con la pantera de la mesita de noche, le había quitado la sangre y los restos de piel, y estuvo mirándola un buen rato. «Unas cosas llevan a otras», pensó, pero no supo por qué lo pensaba. Luego cerró los ojos y oyó granizar a través de la ventana abierta.


La felicidad. Andrés Neuman.


Me llamo Marcos. Siempre he querido ser Cristóbal. No me refiero a llamarme Cristóbal. Cristóbal es mi amigo; iba a decir el mejor, pero diré que el único.
Gabriela es mi mujer. Ella me quiere mucho y se acuesta con Cristóbal.
Él es el inteligente, seguro de sí mismo y un ágil bailarín. También monta a caballo. Domina la gramática latina. Cocina para las mujeres. Luego se las almuerza. Yo diría que Gabriela es su plato predilecto.
Algún desprevenido podrá pensar que mi mujer me traiciona: nada más lejos. Siempre he querido ser Cristóbal, pero no vivo cruzado de brazos. Ensayo no ser Marcos. Tomo clases de baile y repaso mis manuales de estudiante. Sé bien que mi mujer me adora, y es tanta su adoración, tanta, que la pobre se acuesta con él, con el hombre que yo quisiera ser. Entre los fornidos pectorales de Cristóbal, mi Gabriela me aguarda ansiosa con los brazos abiertos.
A mí me colma de gozo semejante paciencia. Ojalá mi esmero esté a la altura de sus esperanzas y algún día, pronto, nos llegue el momento. Ese momento de amor inquebrantable que ella tanto ha preparado, engañando a Cristóbal, acostumbrándose a su cuerpo, a su carácter y sus gustos, para estar lo más cómoda y feliz posible cuando yo sea como él y lo dejemos solo.


Romeo y Julieta. Edmundo Paz Soldán.

En un claro del bosque, una tarde de sol asediado por nubes estiradas y movedizas, la niña rubia de largas trenzas agarra el cuchillo con firmeza y el niño de ojos grandes y delicadas manos contiene la respiración.
         -Lo haré yo primero –dice ella, acercando el acero afilado a las venas de su muñeca derecha-. Lo haré porque te amo y por ti soy capaz de dar todo, hasta mi vida misma. Lo haremos porque no hay, ni habrá, amor que se compare al nuestro.
         El niño lagrimea, alza el brazo izquierdo.
         -No lo hagas todavía, Ale… lo haré yo primero. Soy un hombre, debo dar el ejemplo.
         -Ese es el Gabriel que yo conocí y aprendí a amar. Toma. Por qué lo harás.
         -Porque te amo como nunca creí que podía amar. Porque no hay más que yo pueda darte que mi vida misma.
         Gabriel empuña el cuchillo, lo acerca a las venas de su muñeca derecha. Vacila, las negras pupilas dilatadas. Alejandra se inclina sobre él, le da un apasionado beso en la boca.
         -Te amo mucho, no sabes cuánto.
         -Yo también te amo mucho, no sabes cuánto.
         -¿Ahora sí mi Romero?
         -Ahora sí, mi Julia.
         -Julieta.
         -Mi Julieta.
         Gabriel mira el cuchillo, toma aire, se seca las lágrimas, y luego hace un movimiento rápido con el brazo izquierdo y la hoja acerada encuentra las venas. La sangre comienza a manar con furia.
         Gabriel se sorprende, nunca había visto un líquido tan rojo. Siente el dolor, deja caer el cuchillo y se reclina en el suelo de tierra: el sol le da en los ojos. Alejandra se echa sobre él, le lame la sangre, lo besa.
         -Ah, Gabriel, cómo te amo.
         -Ahora te toca a ti- dice él, balbuceante, sintiendo que cada vez le es más difícil respirar.
         -Sí. Ahora me toca –dice ella, incorporándose.
         -¿Me… me amas?
         -Muchísimo.
         Alejandra se da la vuelta y se dirige hacia su casa, pensando en la tarea de literatura que tiene que entregar al día siguiente. Detrás suyo, incontenible, avanza el charco rojo.