lunes, 22 de abril de 2024

Te vi llorar. Lord Byron (1788-1824)

¡Yo te vi llorar! Tu lágrima, mía,
en tu pupila azul brillaba inquieta,
como la blanca gota de rocío
sobre el tallo delicado de la violeta.

¡Te vi reír! Y un fértil mayo,
las rosas deshojadas por la brisa
no pudieron dibujar en su desmayo
la inefable expresión de tu sonrisa.

Así como las nubes en el cielo
del sol reciben una luz tan bella,
que la noche no borra con su beso,
ni eclipsa con su luz la clara estrella.

Tu sonrisa transmite la fortuna
al alma triste, y tu mirada incierta,
deja una dulce claridad tan pura
que llega al corazón después de muerta.


Canción de amor. Joseph Brodsky (1904-1996)

Si te estuvieras ahogando, acudiría al rescate,
te envolvería en mi manta y serviría té caliente.
Si fuera un comisario, te arrestaría
y te mantendría en una celda bajo siete llaves.

Si tú fueras un ave, batiría un récord
y escucharía toda la noche tu trinar de tono agudo.
Si fuera un sargento, serías mi recluta,
y, muchacho, te aseguro que amarías el ejercicio.

Si tú fueras china, aprendería la lengua,
quemaría mucho incienso, usaría vestiduras raras.
Si tú fueras espejo, me abalanzaría al baño de damas,
te daría mi lápiz labial rojo y te empolvaría la nariz.

Si tú amaras los volcanes, yo sería lava,
incansablemente eructando de mi oculta fuente.
Y si tú fueras mi esposa, sería tu amante,
porque la Iglesia se opone tenazmente al divorcio.


Temo tus besos. Percy Bysshe Shelley (1792-1822)

Temo tus besos, gentil doncella.
Tú no necesitas temer los míos;
Mi espíritu abrumado en el vacío,
No puede atormentar el tuyo.

Temo tu porte, tus gestos, tu razón.
Tú no necesitas temer los míos;
Es inocente la devoción y el sentido
con los que te adora mi corazón.


Canción a la noche. Daniel Henry Deniehy (1828-1865)

Oh, la Noche, la Noche, la Solemne Noche;
La Tierra cede bajo su caricia silenciosa,
y el Cielo, ornado de diamantes, simula un templo amplio,
donde los astros se rinden bajo el trono de la Deidad.
Oh, la Noche, la Noche, la Hechicera Noche;
el reinado grotesco del día ha terminado,
y miríadas de Elfos se acercan en calma,
con sus áureas barcas desde las Costas del Sueño.
Oh, la Noche amada,
Alegre y Desolada,
tu bravo Céfiro galopando sobre el aire,
cuando alta brilla la luna
en el rociado Espacio,
y la Brisa es dulce como el beso de una Dama.

Oh, la Noche, la Noche, la Encantadora Noche.
Desde la fuente a la sombra del mirto,
las primeras notas de la serenata
flotan suavemente en el aire soñoliento;
mientras claros ojos brillan entre las vides,
y blancos brazos se inclinan sobre los balcones,
bañando de suspiros al Caballero que aguarda,
así como la hierba ansía el abrazo de la mañana.
Amor en sus Ojos,
Amor en sus Suspiros,
Amor en cada pecho adornado con Lirios;
en palabras tan sinceras
que el oído más atento no las capta,
y el anhelante Corazón tal vez las Pierda.

Oh, la Silenciosa Noche, donde los sueños de los estudiantes
juntos se lamentan en la Tumba del Sabio;
y los ojos de la Madre sobre la Cuna
derraman lágrimas sobre la mejilla pálida.
Oh, la Pacífica Noche, donde el pobre Vagabundo
es atravesado en el campo de batalla,
mientras llora la trompeta y el sable canta.
Sobre ellos, la Solitaria y Triste luna es testigo de la matanza.
Las Lágrimas fluyen
sobre la mejilla de Hierro
del centinela que yace solo.
Pensamientos que ruedan
por su Alma intrépida;
mutilando su rostro, severo en el Día.

Oh, la Sagrada Noche, donde se acerca la Memoria,
con su rostro Suave y Dulce hacia mí.
Pero sus melodías son Tristes, como las aéreas baladas
que el infante oye sobre las maternales faldas.
A tu alrededor, delicadas formas huyen,
con níveas frentes y dorados cabellos,
con ojos que ciegan como los Cielos de Verano,
y Labios que hablan de perdidos días pasados.
Amplio es tu Vuelo,
Oh, Espíritu de la Noche,
por valles, corrientes y arboledas,
pero mayor es en la Penumbra
del austero cuarto del Poeta.
Allí eliges, esquiva; vagar.


Tierra de hadas. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Oscuros valles y tenebrosos pantanos,
sombríos bosques,
cuyas formas no podemos adivinar,
al impedirlo las lágrimas que caen por todas partes.
Enormes lunas que surgen y desaparecen
una vez, y otra, y otra,
a cada momento en la noche
-siempre cambiamdo de lugar-
oscureciendo los rayos del lucero
con el aliento de sus pálidos rostros.
Alrededor de las doce por el reloj lunar
una más nebulosa que las demás
(en un juicio,
decidieron que era la mejor)
desciende -abajo, más abajo-
con su centro sobre la corona
de la cumbre de una montaña,
mientras que su amplia circunferencia
de flotantes vestiduras cae
sobre aldeas, sobre pórticos,
dondequiera que estén
-sobre los lejanos bosques, sobre el mar-
sobre los espíritus alados,
sobre las cosas adormecidas,
y las envuelve completamente
en un laberinto de luz,
y entonces, ¡qué profunda! ¡oh, profunda!
es la pasión de su sueño.


Amo mi cuerpo cuando está con tu cuerpo. E.E. Cummings (1894-1962)

Amo mi cuerpo cuando está con
tu cuerpo, es un cuerpo tan nuevo
de superiores músculos y estremecidos nervios.
Amo tu cuerpo, amo sus actos,
amo sus preguntas, amo, palpar las vértebras
de tu cuerpo y tus huesos y la estremecida
firme suavidad a la que quiero
una y otra vez
besar, amo este beso, esto y aquello de ti,
quiero frotar suavemente el sacudido vello
de tu eléctrica piel, y lo que sea acabe
en dividida carne... y los grandes ojos, trozos de amor,
y tal vez la estremecida emoción
tan siempre renovada de estar sobre ti.


Todas las cosas morirán. Lord Alfred Tennyson (1809-1892)

Todas las cosas morirán,
El río azul claramente derrama su corriente
bajo mi ojo.
Cálido y amplio, el viento del sur
arrasa los cielos;
Una tras otra, las blancas nubes son derretidas.
Cada corazón que esta mañana late con pasión,
lleno de precaria alegría,
algún día, sin embargo, morirá.

La corriente dejará de fluir,
La brisa cesará su canto,
Las nubes no flotarán,
El corazón ardiente callará,
pues todas las cosas morirán.

Todas las cosas morirán.
La primavera será tempestad;
Oh, vanidad!
La muerte aguarda en el umbral.
Mira! todos nuestros amigos
abandonan el vino y la alegría...
Nos llaman, debemos ir.

Yace abajo, bien abajo.
El la Oscuridad debemos reposar.
Las risas alegres permanecen graves;
y el canto de las aves,
o el viento sobre la colina,
no volverán a ser oídos.
¡Oh Miseria!
¡Escuchen todos! la Muerte nos llama
mientras derramo mis versos.

La mandíbula cae,
La mejilla cálida empalidece,
Los fuertes brazos se abaten,
El hielo y la sangre se mezclan,
La mirada se vuelve rígida;
Nueve veces la campana resuena:

Vosotras, almas alegres, adiós.
La vieja Tierra nació,
como los hombres saben,
en años perdidos.
Pero la vieja Tierra morirá.
Dejad entonces que el cielo ruja
y que las azules olas azoten la costa.
Nunca veremos a través de la eternidad,
todas las sutilezas que nacen,
algún día ya no serán,
pues todas las cosas morirán.


Agotada. Elizabeth Eleanor Siddal (1829-1862)

Tus fuertes brazos me rodean,
Mi cabello se enamora de tus hombros;
Lentas palabras de consuelo caen sobre mi,
Sin embargo mi corazón no tiene descanso.

Porque sólo una cosa trémula queda de mí,
Que jamás podrá ser algo,
Salvo un pájaro de alas rotas
Huyendo en vano de ti.

No puedo darte el amor
Que ya no es mío,
El amor que me golpeó y derribó
Sobre la nieve cegadora.

Sólo puedo darte un corazón herido
Y unos ojos agotados por el dolor,
Una boca perdida no puede sonreír,
Y tal vez ya nunca vuelva a reír.

Pero rodéame con tus brazos, amor,
Hasta que el sueño me arrebate;
Entonces déjame, no digas adiós,
Salvo si despierto, envuelta en llanto.


Ladrón de sábado. Gabriel García Márquez (1927-2014)

Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto, si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche. El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino de la cava y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
 A Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo. Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta. Hugo es su gran admirador y, mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimarla ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento. Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso, pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo. Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza. Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.


Orfandad. Inés Arredondo (1928-1989)

Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones. La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tenía que pasar. Y digo estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpió. Esperaba.

Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explicó:
       —Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.
Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.
       —¡Qué bonita es!
       —¡Mira qué ojos!
       —¡Y este pelo rubio y rizado!
 Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.
Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y su parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.
Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes.
       —¿Para qué salvó eso?
       —Es francamente inhumano.
       —No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.
Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.
        —Verá usted que se puede hacer algo más con ella.
Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.
       —Uno, dos, uno, dos
Iba adelantando por turno los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista, sosteniéndome por el cuello del camisón como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.
       Todos rieron.
       —¡Claro que se puede hacer algo más con ella!
       —¡Resulta divertido!
       
Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.

Cuando abrí los ojos, desperté.
Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había ni médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.
Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.
Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.