miércoles, 17 de abril de 2024

Poemas. Oscar Wilde (1854-1900)

Taedium Vitae.


Matar mi juventud con dagas ansiosas; ostentar
la librea extravagante de esta edad mezquina;
dejar que cada mano vil se hunda en mi tesoro;
trenzar mi alma al cabello de una mujer
y ser sólo un siervo de Fortuna. Lo juro,
¡no me agrada! Todo eso es menos para mí
que la fina espuma que se inquieta en el mar,
menos que el vilano sin semilla
en el aire estival. Mejor permanecer lejos
de esos necios que con calumnias se burlan de mi vida,
aunque no me conozcan. Mejor el más modesto techo
para abrigar al peón más abatido
que volver a esa cueva oscura de guerras,
donde mi alma blanca besó por vez primera la boca del pecado.





Su voz.


La intrépida abeja vaga de rama en rama,
Con su hirsuto abrigo y ligeras alas,
Ahora sobre el pétalo del lirio,
Ahora balanceándose en un jacinto,
En torno a él:
Estaba cerca el amor; y fue aquí, supongo,
Donde realicé mi voto.

Juré que dos almas deberían ser una,
Mientras las gaviotas amen el mar,
Mientras los girasoles amen el sol.
Será, dije, nuestra eternidad,
Tuya y mía.
Querida amiga, aquellos tiempos se han ido,
La red del Amor se ha cerrado.

Mira hacia arriba, donde los álamos
Danzan y danzan en el aire del estío,
Aquí en el valle, la brisa nunca
Agita los frutos, pero allí
Los grandes vientos soplan,
Y desde el susurro místico del mar
Arriban las olas que acarician la costa.

Mira hacia arriba, donde gritan las níveas gaviotas,
¿Qué pueden contemplar qué nosotros no vemos?
¿Acaso una estrella? ¿O quizás la lámpara que ruge
En algún lejano y perdido buque?
¡Ah, puede ser!
¡Hemos vivido en una tierra de sueños!
Y que triste parece.

Mi Vida, no queda nada por decir,
Salvo esto: el amor nunca se pierde,
El filo del invierno desgarra el pecho de mayo,
Y sus rosas carmesí brotan quebrando el hielo.
Los navíos de la tempestad
En alguna bahía encontrarán su muelle,
Así como nosotros deberíamos hacerlo.

Y no queda nada por hacer
Salvo besarnos una vez más, y partir.
No, no hay nada que debamos lamentar,
Yo tengo mi belleza, y tu el arte.
No, que nunca comience,
Un mundo no es suficiente
Para dos como tú y yo.





Silentium amoris.


Como a menudo el resplandeciente sol
Persigue a la pálida y reacia luna,
Impulsándola hacia su cueva sombría,
Donde ella también se retira furtiva
En busca de la singular balada de un ruiseñor,
Así tu Belleza me impulsa,
En mis labios fracasando,
Y donde todo mi dulce canto
pierde su melodioso color.

Y como al amanecer cruzando el velo del licor,
En alas impetuosas arremete el viento,
Quebrando los juncos con su beso violento,
El cual ha sido su único instrumento:
Así mi tormentosa pasión me ha extraviado,
Silenciando mi sentimiento por exceso de amor.

Pero es seguro que ante tí mis ojos no revelarán
Porqué soy silencioso, y porqué mi laúd ha muerto.
Hacia nuevas tierras deberíamos partir:
Tú hacia unos labios de dulces melodías,
Y yo hacia el refugio de mi estéril memoria,
Donde yacen besos apenas insinuados,
Y canciones nunca cantadas.





Requiescat.


Lean apaciblemente: Ella está cerca,
Debajo de la nieve.
Hablen suavemente: Ella puede oír
A las margaritas crecer.

Todo su brillante cabello dorado
En lóbrego óxido se ha empañado,
Ella, que era joven y encantadora
Ha caído bajo un manto polvo.

Hermana de las Lilas,
Blanca como la nieve,
Ella apenas sabía
Que era hermosa,
Por lo que dulcemente creció.

El sarcófago es tu hogar,
Una pesada lápida
Yace sobre tu seno,
Mientras en soledad lamento
Que tu descanso sea eterno.

Paz, paz; Ella no puede oír
El canto de la lira
O el fervor de un soneto,
Mi vida ha sido enterrada aquí,
La tierra descansa sobre ella.





Mi voz.


Dentro de este inquieto, apresurado y moderno mundo,
Arrancamos todo el placer de nuestros corazones, tu y yo.
Ahora, las blancas velas de nuestra nave ondean firmes,
Pero ha pasado el momento del embarque.

Mis mejillas se han marchitado antes de tiempo,
Tanto fue el llanto que la alegría ha huido de mi,
El Dolor ha pintado de blanco mis labios,
Y la Ruina baila en las cortinas de mi lecho.

Pero toda esta tumultuosa vida ha sido para ti
No más que una lira, un luto,
Un sutil hechizo musical,
O tal vez la melodía de un océano que duerme,
La repetición de un eco.





La flor del amor.


Amor, no te culpo, pues mía ha sido la culpa, al no ser creado por la arcilla común
Escalé la mayor de las alturas, inalcanzable; ví el aire pleno, el día más grande.

Desde lo salvaje de mi desperdiciada pasión fui asaltado por una mejor, más clara canción.
Encendí una ligera luz de abnegada libertad, luché contra la envilecida cabeza de Hidra.

Han sido mis labios barridos hacia la música por tus besos, y han sangrado,
Y tu has caminado junto a los ángeles en aquella planicie verde y esmaltada.

He andado por el camino donde Dante contempló los soles brillando sobre siete círculos,
¡Ah! Tal vez observó a los cielos expandiéndose, como si se abriesen sobre Florencia.

Y las naciones poderosas que me han coronado, a mí, que sin corona yazgo sin nombre,
Y algún crepúsculo oriental me ha encontrado de rodillas sobre el umbral de la Fama.

Me he sentado en el círculo de mármol donde el viejo bardo es igual al joven,
Donde la pipa siempre gotea su miel, y las cuerdas de la lira siempre vibran.

Keats levantó los rizos de su himeneo desde el vino de las amapolas,
Con su boca de ambrosía besó mi frente, envolviendo el amor noble que hay en mí.

Y en la primavera, cuando las flores del manzano tiñen el seno de las palomas,
En la hierba yacen dos amantes que ha leído la historia de nuestro amor.

Han leído la leyenda de mi pasión, y conocido el secreto amargo de mi corazón,
Besándose como nosotros nos hemos besado, pero nunca lejos como nosotros lo estamos.

Pues la flor carmesí de nuestra vida es devorada por el gusano de la verdad,
Y ninguna mano recogerá los marchitos pétalos de la rosa de la juventud.

Sin embargo, no me arrepiento de amarte, ¿qué otra cosa puede hacer un muchacho?
Los ávidos dientes del tiempo corroen, persiguiendo las silenciosas huellas de los años.

El timón nos balancea en la tempestad, y cuando la tormenta de la juventud haya pasado,
Sin liras, sin laúd y sin coro, la tranquila muerte del navegante finalmente llega.

Y dentro de la tumba no hay placer, el ciego gusano consume las raíces,
Y el Deseo se estremece en cenizas, y el árbol de la pasión no da frutos.

¿Qué otra cosa puedo hacer sino amarte? La propia madre de Dios me es menos querida,
Y menos aún la dulce Afrodita elevándose como un lirio plateado sobre el mar.

He tomado mi decisión, he vivido mis poemas y, aunque la juventud se haya perdido en indolentes días;
He descubierto que la corona de mirto del amante es mejor que la del laurel sobre el poeta.




La casa de la ramera.


Seguimos las huellas de pies que bailaban
hacia la calle llena de luna
y nos detuvimos bajo la casa de la ramera.

Adentro, sobre el clamor y el movimiento,
oímos a los músicos tocando a gran volumen
el «Treues Liebes Herz» de Strauss.

Como formas extrañas y grotescas,
largas contorsiones arabescas,
corrían sombras detrás de las cortinas.

Vimos girar a los fantasmales danzantes
al ritmo de violines y de cuernos,
como hojas negras arrastradas por el viento.

Igual que marionetas tiradas de sus hilos
las siluetas de secos esqueletos
se deslizaban por la cuadrilla.

Tomados de la mano
bailaban su majestuoso desafío;
y el eco de las risas era agudo y crispado.

A veces un muñeco de reloj apretaba
una amante inexistente contra el pecho,
y otras parecían querer cantar.

A veces una espantosa marioneta
se asomaba fumando al umbral
Como si estuviese vivo.

Entonces, volviéndome a mi amor dije,
«Los muertos bailan con los muertos,
el polvo se mezcla con el polvo».

Pero ella escuchó el violín,
se apartó de mi lado y entró:
entró el Amor en casa de Lujuria.

Súbitamente, desentonó la melodía,
se fatigaron los valses,
las sombras dejaron de girar.

Y por la larga y silenciosa calle,
en sandalias de plata, asomó el alba
como una niña asustada.





En el salón dorado.

Una armonía

Sus manos de marfil sobre las teclas
extraviadas en sorpresiva fantasía;
así los álamos agitan sus hojas lánguidas.
Como la espuma a la deriva en el mar inquieto
cuando las olas muestran los dientes a la brisa.

Cayó un muro de oro: su pelo dorado.
Delicado tul cuya trama se hila
en el disco impávido de las maravillas.
Girasol que se retuerce para encontrar el sol
cuando las sombras de la noche negra pasaron,
y la lanza del lirio está coronada.

Y sus dulces labios rojos sobre estos labios míos
ardieron como el fuego de rubíes incrustados
en el candil inquieto de la capilla carmesí,
o en sangrantes heridas de granadas,
o en el corazón del loto solitario
en la sangre vertida del vino rojo.





El verdadero conocimiento.


Tú que lo sabes todo; sabes que busco en vano
Semillas y tierras para cultivar con certeza,
Pero la tierra es oscura entre la maleza,
Indiferente a la lluvia o lágrimas que derramo.

Tú lo sabes todo; sabes que me siento y espero,
Con las manos frágiles y los ojos ciegos,
Hasta el último pliegue del velo,
Hasta el ocaso de la puerta.

Tú lo sabes todo; sabes de mi vanidad,
Confío en que mi vida no es en vano,
En que algún día nos tomaremos de la mano
En una extraña y divina eternidad.





El nuevo remordimiento.


El pecado era mío; yo no lo entendía,
Ahora en su cueva yace la melodía,
A salvo donde en vano agita la marea
Los inquietos y escasos remolinos.
Y en el hueco marchito de esta tierra
El verano ha cavado tan profundo su tumba,
Que apenas los sauces plomizos pueden desear
Un dorado capullo en manos del invierno.

¿Pero quién es aquel que viene por la costa?
(No, Amor, mira hacia allí y maravíllate)
¿Quién es este que llega con prendas teñidas del sur?
Es tu nuevo Señor, y él habrá de besar
Las encadenadas rosas de tus labios;
Yo te adoraré en mi llanto, como lo hice antes.





El lamento de la hija del rey.


Hasta las estrellas sobre el agua calma,
Y Siete en el impasible Cielo;
Siete pecados de la Hija del Rey
Descansaban en lo profundo de su alma.

Rosas rojas yacen a sus pies,
(las rosas son rojas en su dorado cabello)
Y cuando sus frágiles senos se rozan,
Rosas rojas se esconden allí.

Gentil es el caballero que cae inerte,
En medio de las prisas y el verde.
Ved a los magros peces revueltos,
Devorando un festín de hombres muertos.

Dulce es su lecho de eternidad,
(La tela de oro es una buena presa)
Ved a los negros cuervos en el aire,
Negros, negros como la noche son.

¿Qué hacen allí, tan crudos y fríos?
(Hay sangre sobre su mano tímida)
¿Porqué las lilas se tiñen de rojo?
(Hay sangre sobre la arena del río)

Hay dos que cabalgan del sur hacia el este,
Y dos del norte hacia el oeste,
Pues el cuervo oscuro está de fiesta
Sobre la helada Hija del Rey.

Hay un hombre que la ama de verdad
(Roja, roja es la mancha de sangre)
Él ha cavado una tumba bajo el umbroso tejo,
(Una tumba en la que caben cuatro)

No hay luna en el cielo calmo,
Nada se refleja en el agua oscura,
Los Pecados de su alma son Siete,
El Pecado sobre él es Uno.





Desesperación.


Las estaciones derraman su ruina mientras pasan,
Pues en la primavera los narcisos alzan sus rostros
Hasta que las rosas florecen en ígneas llamas;
Y en el otoño brotan las violetas púrpuras
Cuando el frágil azafrán suscita la nieve invernal,
Pero los decrépitos y jóvenes árboles renacerán,
Y esta tierra gris crecerá verde con el rocío del verano,
Y los niños correrán entre un océano de frágiles prímulas.

¿Pero qué vida, cuya amarga voracidad
Desgarra nuestros talones, velando la noche sin sol,
Alentará la esperanza de aquellos días que ya no retornarán?
La ambición, el amor, y todos los sentimientos que queman
Mueren demasiado pronto, y sólo encontramos la dicha
El los marchitos despojos de algún recuerdo muerto.





La balada de la cárcel de Reading. (Fragmento)


Sin embargo -¡Y escuchen bien todos!-
Todos los hombres matan lo que aman:
Unos con una mirada de odio,
Otros con una palabra acariciadora;
El cobarde con un beso,
El valiente con la espada.
Unos matan su amor cuando son jóvenes,
Otros cuando ya son viejos,
Unos lo ahogan con las manos de la lujuria,
Otros con las manos del oro;
Los más compasivos se sirven de un cuchillo,
Del cuchillo que mata sin agonía.
El amor de unos es demasiado corto,
Demasiado largo el de otros;
Unos venden y otros compran;
Unos hacen lo que deben hacer con lágrimas,
Otros sin un sólo suspiro;
Pues todos los hombres matan lo que aman,
Aunque no todos tengan que morir por ello.





Bajo el balcón.

¡Oh, hermosa estrella de boca carmesí!
¡Oh, luna de cejas doradas!
¡Se elevan, se elevan desde el fragante sur!
Iluminan el sendero de mi amor,
Para que sus delicados pies no se extravíen
En el viento que corre por la colina.
¡Oh, hermosa estrella de boca carmesí!
¡Oh, luna de cejas doradas!

¡Oh, bote que te agitas en el desolado mar!
¡Oh, barco de húmedas, blancas velas!
¡Vuelve, vuelve hasta el puerto por mi!
¡Pues mi amada y yo deseamos ir
A la tierra en la que los narcisos soplan
Sobre el corazón de un valle púrpura!
¡Oh, bote que te agitas en el desolado mar!
¡Oh, barco de húmedas, blancas velas!

¡Oh, fugaz ave de graves, dulces notas!
¡Oh, ave que descansas en el rocío!
¡Canta, canta con tu voz suave en el vacío!
¡Mi amor en su pequeño lecho
Te escuchará, alzará su cabeza de la almohada
Y seguirá mi camino!
¡Oh, fugaz ave de graves, dulces notas!
¡Oh, ave que descansas en el rocío!

¡Oh, flor que cuelgas en el aire trémulo!
¡Oh, flor de labios nevados!
¡Desciende, desciende hasta el cabello de mi amor!
¡Has de morir en su cabeza como una corona,
Has de morir en un pliegue de sus vestidos,
En el pequeño brillo de su corazón has de reposar!
¡Oh, flor que cuelgas en el aire trémulo!
¡Oh, flor de labios nevados!





Amor intellectualis.


A menudo pisamos los valles de Castalia
y de viejas cañas oímos la música silvestre,
ignorada por el común de las gentes;
e hicimos nuestra barca a la mar
que las Musas tienen por imperio,
y libres trazamos surcos en olas y espuma,
y hacia tierras seguras no izamos reacias velas
hasta bien rebosar nuestro navío.
De tales tesoros despojados algo queda:
la pasión de Sordello y el verso de miel
del joven Endimión; altivo Tamerlán
portando sus jades tan cuidados, y, más aún,
las siete visiones del Florentino.
Y del Milton severo, solemnes armonías.


Hoy estoy feliz con las sábanas de la vida. Anne Sexton (1928-1974)

Hoy estoy feliz con las sábanas de la vida.
Lavé las sábanas.
Tendí las sábanas y las vi
agitarse y elevarse como gaviotas.
Cuando estuvieron secas las destendí
y hundí mi cabeza en ellas.
Todo el oxígeno de la tierra en ellas.
Todos los pies de todos los bebés del mundo en ellas.
Todos los calzones de todos los ángeles del mundo en ellas.
Todos los besos mañaneros de Filadelfia en ellas.
Todos los juegos de saltar pintados sobre todas las aceras en
ellas.
Todos los caballitos hechos de tela en ellas.

Así que esto es la felicidad,
el viajante.


Poemas. Matthew Arnold (1822-1888)

Shakespeare.


Otros aguardan nuestra pregunta.
Tú eres libre. Nosotros interrogamos sin pausa.
Tú sonríes y guardas silencio, conocimiento supremo.
Pues la cima más alta, aquella que solo las estrellas
Conocen su majestad, la que clava sus huellas
Inmutables en el mar y hace del cielo de los cielos
Su morada, deja sólo el arco nebuloso librada
A la exploración frustrada de los hombres;
Y tú, que has conocido las estrellas y el sol;
Autodidacta, autocrítico, honrado y seguro de ti mismo,
Vagaste por esta tierra, insospechado.
¡Mejor que así haya sido! Todos los dolores
Que debe tolerar el espíritu inmortal,
Todas las debilidades que menoscaban,
Todas las penas que agobian el alma,
Hallan su voz en aquella frente victoriosa.





Requiescat.


¿Qué fue del amor
Qué se agitó entre las rosas?
Amor que es tierra,
Y en la tierra reposa.

¿Qué fue de la inquietud del amor?
Esencia de flores,
Después de la tormenta,
Tormenta y dolor.

¿Cuáles fueron las palabras
Muertas que él pronunció?
Amor sin aliento,
Amor que ha muerto.

El eco ha tomado la canción,
Y ahora ha de volar,
Jamás habrá de despertar
En su música y su lamento.

Capullos en la flor,
A todos encuentra el amor,
A veces tarde, pero siempre retumba
En la siembra de todas las tumbas.





La voz.


Como miradas llameantes,
Blancas y brillantes,
Lanzadas por la pálida luna
Desde su tranquila esfera,
Cayendo sobre las aguas insomnes
De un solitario mar,
Vibrando en las olas del viento,
Atribuladas, lastimeras,
Temblando y muriendo.

Como lágrimas de tristeza
Que las madres han derramado
-Plegarias que mañana serán en vano-
Cuando la flor por la que lloran
Yazga fría y muerta;
Aplastada contra la frente,
Caída sobre el pecho ardiente;
Sin traer paz ni descanso.

Como ondas luminosas que caen,
Con un movimiento natural,
Sobre la orilla infernal
De un espumoso Océano;
Una rosa salvaje se arrastra por el muro,
Un racimo de sol cae en la sala en ruinas,
Cuerdas de una melodía alegre en el funeral,
Tan triste que ha logrado confortar
Este profundo corazón soberbio,
Tan ansioso y doloroso,
Tan confundido y apenado,
Con pensamientos de intolerable cambio,
-Tal es aquel contraste extraño-
Y tu voz inolvidable, tu acento arribando
Como viajero desde el extremo del mundo
Hasta su antiguo palacio.

Todo es en vano, todas las cosas son en vano,
Tu voz golpeó sobre mis oídos otra vez,
Aquellos tonos de melancolía tan dulce e inmóvil;
Aquellos tonos como un laúd oscuro y olvidado
-Que todavía penetran en mis oídos-
Volaron sobre toda mi voluntad,
Y no pudieron sacudirla;
Quemaron mi corazón con su propia sangre,
Y no pudieron quebrarlo.





La vida enterrada. (Fragmento)


A menudo, en las más concurridas calles del mundo,
En los más estruendosos conflictos,
Se levanta un deseo inexplicable
Después del conocimiento de nuestra vida enterrada;
Una sed de derrochar nuestro fuego y el inquieto vigor,
De seguir nuestro rumbo verdadero;
Un anhelo de investigar
El misterio de este corazón latiente,
Tan salvaje, tan profundo en nosotros, para conocer
El origen de nuestras vidas y hacia adónde van.





La playa de Dover.


El mar está en calma esta noche.
La marea alta, la luna duerme hermosa
Sobre el estrecho – en la costa francesa la luz
Resplandece y se ha ido; los acantilados de Inglaterra alzan,
Tenues y vastos, allá en la plácida bahía.
Ven a la ventana, el aire nocturno es dulce,
Soñoliento, desde la larga línea de espuma
Donde el mar besa la tierra empalidecida por la luna,

¡Escucha! Puedes oír el rugir de las piedras
Que las olas agitan, arrojándolas
a su regreso allá en el ramal de arriba,
Comienza y cesa, y luego comienza otra vez,
Con trémula cadencia disminuye, y trae
La eterna nota de la melancolía.

Sófocles, hace mucho tiempo
Lo escuchó en el Egeo, y trajo
A su mente el turbio flujo y reflujo
De la miseria humana, nosotros
También encontramos una idea en el sonido,
Cerca de este remoto mar del norte.

El Mar de la Fe
También era uno, en su plenitud,
Y rodaba en las orillas de la tierra,
Yacía como los pliegues de una gloriosa diadema.
Pero ahora sólo escucho
su rugir lleno de tristeza, largo y en retirada,
alejándose hacia el sereno de la noche
Hacia los extensos bordes monótonos.
Oh, mi amor, ¡seamos fieles el uno al otro!
Pues el mundo, que parece yacer ante nosotros
Como una tierra de sueños,
Tan variada, tan bella, tan nueva,
No posee en realidad ni gozo, ni amor, ni luz,
Ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor;
Estamos aquí como en una llanura sombría
Envueltos en alarmas confusas de fugas y batallas,
donde los ejércitos, ignorantes, se enfrentan por la noche.


Totalmente solo. Mary Robinson (1758-1800)

¿Por qué te has extraviado, pequeño muchacho,
En la ribera del camposanto
Tu cabello ondulado en finas rebanadas se oculta,
Tus lágrimas oscurecen el azul;
¿Por qué suspiras quedamente,
Por qué lloras, si te han dejado solo?

No te han dejado solo, muchacho,
Los viajeros se detienen al oír tu historia:
¡Ningún corazón es ajeno a ella!
Aunque la mejilla de tu madre sea pálida,
Y se marchita bajo la piedra,
No te han dejado solo.

Te conozco bien. Cabellos dorados
En ondas sedosas a menudo veía:
Tu rostro arrugado, tan fresco y plácido,
Tu risa pícara, tu aire juguetón,
Eran todo para mí, pobre huérfano,
Antes de que el Destino te abandone.

Tu abrigo rojizo se ha rasgado,
¡Tu mejilla cultiva pálidos gusanos!
Tus ojos se apagan, miran desesperados,
El pecho desnudo se encuentra con el viento fuerte;
Y a menudo escucho gemir en las profundidades
Que te han dejado solo.

Tus pies desnudos están llagados,
Aquella cruz que diariamente recorres;
Vientos invernales rugen a tu alrededor,
El camposanto es tu triste morada;
Tu almohada una gélida piedra.
Y allí eres libre de sufrir, en soledad.

La lluvia es espesa allí, nocturna;
La helada desgarra tu pecho;
Más el tejo te resguarda del cielo.
Oí el lamento de tus modestos infortunios;
Te oí, antes de la estrella de la mañana,
Llorar en la oscuridad, y llorabas solo.

A menudo te he visto
Sobre la cálida rodilla materna;
En vida fuiste su regocijo,
Y ahora su deudo.
Ella duerme bajo la joven lápida
Que proclama: te han dejado solo.

Seca tus lágrimas, sobre la colina
Tañen las campanas del pueblo;
La caña alegre, deportes recios,
Los juegos rústicos te llaman desde lejos.
¿Entonces por qué llora y suspira
Un niño solo en la multitud?

No puedo subir la escarpada colina,
No puedo cruzar el prado en la meseta;
No puedo llegar al valle
Ni oír los gritos de alegría:
Pues el mundo yace bajo una piedra
Dónde mi madre me ha dejado solo.

No puedo juntar flores
Para vestir las rosadas tertulias,
No puedo pasar las horas de la tarde
Entre la muchedumbre ruidosa;
Pues todo es oscuridad y soledad.
Mi madre duerme bajo la piedra joven.

Observa como las estrellas comienzan a brillar,
-El perro pastor ladra- Es tiempo de volver;
Zumban las filas de caza bajo el rayo de la luna,
Atisbadas desde la silueta vaga del tejo:
Blanca cae sobre el mármol,
Donde mi querida madre duerme sola.

No me retengas, pues debo partir,
El camino de la meseta es lento;
Y allí la primavera comienza a vivir,
Vistiendo el lecho de mi madre.
Solo la cuida durante el día,
Un lecho que se desmorona en soledad.

Mi padre fue llevado sobre el mar tempestuoso
Hacia extrañas tierras distantes,
Mi madre permaneció conmigo,
Barrió con llantos las noches y el frío.
Nunca dejaré esta piedra helada
Donde ella duerme en soledad.

Mi padre ha muerto, incluso allí encontré
Una madre cariñosa y amable;
Sentí su pecho extasiado
Cuando jugaba en su falda,
Ella bendijo mi tono infantil,
Y poco pensaba yo en lápidas.

Nunca más escucharé su voz,
Nunca más veré su sonrisa;
No te preguntes porqué desgarro mi corazón,
Pues ella habría muerto para seguirme.
Ahora duerme bajo el mármol,
Y yo estoy vivo, para llorar en soledad.

Ella amó a su niño juguetón,
De un alto risco fue vista al caer;
Oí de lejos el tañido de las campanas,
Parecía en vano ayudarla;
Oí el gemido desgarrador,
Un lamento por haberlo dejado solo.

Nuestro fiel perro enloqueció y murió,
El relámpago golpeó nuestra choza,
Sin morada nos quedamos,
Y supe adonde debíamos ir:
A la pobre casa de un corazón de piedra
Que nunca palpitará en los gemidos de la miseria.

Mi madre sobrevivía por mí,
Ella me condujo a la alta montaña,
Me miró, mientras allá en el árbol
Me senté y tejí entre las ramas;
Y ella me gritaba: No temas, muchacho,
No te he dejado solo.

La ráfaga sopló fuerte, el torrente se elevó
Y barrió nuestra humilde choza:
Y donde el arroyo claro fluye veloz,
Sobre el césped, al amanecer del día,
Cuando el brillante astro latía,
Yo vagué desvalido, y solo.

Pero no lo estás, muchacho, ya que he visto
Tus diminutas huellas en el rocío,
Y mientras el cielo de la mañana, sereno,
Se esparce sobre la colina,
Oí tu gemido triste y lastimero,
Junto a la fría piedra sepulcral.

Y cuando las horas del mediodía estival
Se extienden por el paisaje,
Te he visto, tejiendo flores fragantes
Para adornar el lecho silencioso de tu madre.
No solo en la piedra simple del cementerio,
Donde tu, muchacho, estás solo.

Te seguí a lo largo del valle,
Y encima del camino hacia el bosque:
Te oí contar tu historia triste
Mientras lenta moría la estrella del día:
Ni siquiera cuando su luz se desvaneció
Tu has vagado totalmente solo.

¡Oh, si! Era yo, y todavía seré
Un andariego, un peregrino desesperado;
-El mundo está vacío para mi-
¿Dónde está la belleza del rocío?
Si ella me ha dejado solo,
Durmiendo sueños de oscuridad.

Ningún hermano me llorará,
Pues no conocí ningún hermano;
Ningún amigo lamentará mi destino,
Ya que los amigos son escasos, y pocas sus lágrimas;
A nadie veré, salvo esta lápida,
Donde me quedaré eternamente solo.

Mi padre nunca volverá,
Él descansa bajo las olas verdes,
Ningún hombro amigo donde llorar
Cuando me oculto allá en la tumba:
No un para vestir con flores la piedra
Sino para existir en completa soledad.


El hacedor. Jorge Luis Borges (1899-1986)

Somos el río que invocaste, Heráclito.
Somos el tiempo. Su intangible curso
acarrea leones y montañas,
llorado amor, ceniza del deleite,
insidiosa esperanza interminable,
vastos nombres de imperios que son polvo,
hexámetros del griego y del romano,
lóbrego un mar bajo el poder del alba,
el sueño, ese pregusto de la muerte,
las armas y el guerrero, monumentos,
las dos caras de Jano que se ignoran,
los laberintos de marfil que urden
las piezas de ajedrez en el tablero,
la roja mano de Macbeth que puede
ensangrentar los mares, la secreta
labor de los relojes en la sombra,
un incesante espejo que se mira
en otro espejo y nadie para verlos,
láminas en acero, letra gótica,
una barra de azufre en un armario,
pesadas campanadas del insomnio,
auroras, ponientes y crepúsculos,
ecos, resaca, arena, liquen, sueños.

Otra cosa no soy que esas imágenes
que baraja el azar y nombra el tedio.
Con ellas, aunque ciego y quebrantado,
he de labrar el verso incorruptible
y (es mi deber) salvarme.


Un hombre sin suerte. Samanta Schweblin.

El día que cumplí ocho años, mi hermana -que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo-, se tomó de un saque una taza entera de lavandina. Abi tenía tres años. Primero sonrió, quizá por el mismo asco, después arrugó la cara en un asustado gesto de dolor. Cuando mamá vio la taza vacía colgando de la mano de Abi se puso más blanca todavía que Abi.
            -Abi-mi-dios –eso fue todo lo que dijo mamá- Abi-mi-dios –y todavía tardó unos segundos más en ponerse en movimiento.
La sacudió por los hombros, pero Abi no respondió. Le gritó, pero Abi tampoco respondió. Corrió hasta el teléfono y llamó a papá, y cuando volvió corriendo Abi todavía seguía de pie, con la taza colgándole de la mano. Mamá le sacó la taza y la tiró en la pileta. Abrió la heladera, sacó la leche y la sirvió en un vaso. Se quedó mirando el vaso, luego a Abi, luego el vaso, y finalmente tiró también el vaso a la pileta. Papá, que trabajaba muy cerca de casa, llegó casi de inmediato, pero todavía le dio tiempo a mamá a hacer todo el show del vaso de leche una vez más, antes de que él empezara a tocar la bocina y a gritar.
Cuando me asomé al living vi que la puerta de entrada, la reja y las puertas del coche ya estaban abiertas. Papá volvió a tocar bocina y mamá pasó como un rayo cargando a Abi contra su pecho. Sonaron más bocinas y mamá, que ya estaba sentada en el auto, empezó a llorar. Papá tuvo que gritarme dos veces para que yo entendiera que era a mí a quien le tocaba cerrar.
Hicimos las diez primeras cuadras en menos tiempo de lo que me llevó cerrar la puerta del coche y ponerme el cinturón. Pero cuando llegamos a la avenida el tráfico estaba prácticamente parado. Papá tocaba bocina y gritaba ¡Voy al hospital! ¡Voy al hospital! Los coches que nos rodeaban maniobraban un rato y milagrosamente lograban dejarnos pasar, pero entonces, un par de autos más adelante, todo empezaba de nuevo. Papá frenó detrás de otro coche, dejó de tocar bocina y se golpeó la cabeza contra el volante. Nunca lo vi hacer una cosa así. Hubo un momento de silencio y entonces se incorporó y me miró por el espejo retrovisor. Se dio vuelta y me dijo:
          -Sacate la bombacha.
Tenía puesto mi Jumper del colegio. Todas mis bombachas eran blancas, pero eso era algo en lo que yo no estaba pensando en ese momento y no podía entender el pedido de papá. Apoyé las manos sobre el asiento para sostenerme mejor. Miré a mamá y entonces ella gritó:
           -¡Sacate la puta bombacha!
Y yo me la saqué. Papá me la quitó de las manos. Bajó la ventanilla, volvió a tocar bocina y sacó afuera mi bombacha. La levantó bien alto mientras gritaba y tocaba bocina, y toda la avenida se dio vuelta para mirarla. La bombacha era chica, pero también era muy blanca. Una cuadra más atrás una ambulancia encendió las sirenas, nos alcanzó rápidamente y nos escoltó, pero papá siguió sacudiendo la bombacha hasta que llegamos al hospital.
Dejaron el coche junto a las ambulancias y se bajaron de inmediato. Sin mirar atrás mamá corrió con Abi y entró en el hospital. Yo dudaba si debía o no bajarme: estaba sin bombacha y quería ver dónde la había dejado papá, pero no la encontré ni en los asientos delanteros ni en su mano, que ya cerraba ahora de afuera su puerta.
           -Vamos, vamos –dijo papá.
Abrió mi puerta y me ayudó a bajar. Cerró el coche. Me dio unas palmadas en el hombro cuando entramos al hall central. Mamá salió de una habitación del fondo y nos hizo una seña. Me alivió ver que volvía hablar, daba explicaciones a las enfermeras.
          -Quedate acá –me dijo papá, y me señaló unas sillas naranjas al otro lado del pasillo.
Me senté. Papá entró al consultorio con mamá y yo esperé un buen rato. No sé cuánto, pero fue un buen rato. Junté las rodillas, bien pegadas, y pensé en todo lo que había pasado en tan pocos minutos, y en la posibilidad de que alguno de los chicos del colegio hubiera visto el espectáculo de mi bombacha. Cuando me puse derecha el jumper se estiró y mi cola tocó parte del plástico de la silla. A veces la enfermera entraba o salía del consultorio y se escuchaba a mis padres discutir y, una vez que me estiré un poquito, llegué a ver a Abi moverse inquieta en una de las camillas, y supe que al menos ese día no iba a morirse. Y todavía esperé un rato más. Entonces un hombre vino y se sentó al lado mío. No sé de dónde salió, no lo había visto antes.
          -¿Qué tal? –preguntó.
       Pensé en decir muy bien, que es lo que siempre contesta mamá si alguien le pregunta, aunque acabé de decir que la estamos volviendo loca.
           -Bien –dije.
           -¿Estás esperando a alguien?
Lo pensé. Y me di cuenta de que no estaba esperando a nadie, o al menos, que no es lo que quería estar haciendo en ese momento. Así que negué y él dijo:
          -¿Y porqué estás sentada en la sala de espera?
No sabía que estaba sentada en una sala de espera y me di cuenta de que era una gran contradicción. Él abrió un pequeño bolso que tenía sobre las rodillas. Revolvió un poco, sin apuro. Después sacó de una billetera un papelito rosado.
          -Acá está –dijo-, sabía que lo tenía en algún lado.
El papelito tenía el número 92.
          -Vale por un helado, yo te invito –dijo.
          Dije que no. No hay que aceptar cosas de extraños.
          -Pero es gratis –dijo él-, me lo gané.
          -No.
Miré al frente y nos quedamos en silencio.
          -Como quieras –dijo él al final, sin enojarse.
Sacó del bolso una revista y se puso a llenar un crucigrama. La puerta del consultorio volvió a abrirse y escuché a papá decir “no voy acceder a semejante estupidez”. Me acuerdo porque ese es el punto final de papá para casi cualquier discusión, pero el hombre no pareció escucharlos.
           -Es mi cumpleaños –dije.
“Es mi cumpleaños” repetí para mí misma, “¿qué debería hacer?”. Él dejó el lápiz marcando un casillero y me miró con sorpresa. Asentí sin mirarlo, consciente de tener otra vez su atención.
           -Pero… -dijo y cerró la revista-, es que a veces me cuesta mucho entender a las mujeres. Si es tu cumpleaños, ¿por qué estás en una sala de espera?
Era un hombre observador. Me enderecé otra vez en mi asiento y vi qué, aun así, apenas le llegaba a los hombros. Él sonrió y yo me acomodé el pelo. Y entonces dije:
            -No tengo bombacha.
No sé por qué lo dije. Es que era mi cumpleaños y yo estaba sin bombacha, y era algo en lo que no podía dejar de pensar. Él todavía estaba mirándome. Quizá se había asustado, u ofendido, y me di cuenta que, aunque no era mi intención, había algo grosero en lo que acababa de decir.
            -Pero es tu cumpleaños –dijo él.
Asentí.
             -No es justo. Uno no puede andar sin bombacha el día de su cumpleaños.
            -Ya sé –dije, y lo dije con mucha seguridad, porque acababa de descubrir la injusticia a la que todo el show de Abi me había llevado.
Él se quedó un momento sin decir nada. Luego miró hacia los ventanales que daban al estacionamiento.
              -Yo sé donde conseguir una bombacha –dijo.
              -¿Dónde?
              -Problema solucionado –guardó sus cosas y se incorporó.
Dudé en levantarme. Justamente por no tener bombacha, pero también porque no sabía si él estaba diciendo la verdad. Miró hacia la mesa de entrada y saludó con una mano a las asistentes.
             -Ya mismo volvemos –dijo, y me señaló- es su cumpleaños –y yo pensé “por dios y la virgen María, que no diga nada de la bombacha”, pero no lo dijo: abrió la puerta, me guiñó un ojo, y yo supe que podía confiar en él.
Salimos al estacionamiento. De pie yo apenas pasaba su cintura. El coche de papá seguía junto a las ambulancias, un policía le daba vueltas alrededor, molesto. Me quedé mirándolo y él nos vio alejarnos. El aire me envolvió las piernas y subió acampanando mi Jumper, tuve que caminar sosteniéndolo, con las piernas bien juntas.
            -Mi dios y la virgen María –dijo él cuando se volvió para ver si lo seguía y me vio luchando con mi uniforme-, es mejor que vayamos rodeando la pared.
            -No digas “mi dios y la virgen María” –dije, porque eso era algo de mamá, y no me gustó cómo lo dijo él.
            -Ok, darling –dijo.
            -Quiero saber a dónde vamos.
            -Te estás poniendo muy quisquillosa.
Y no dijimos nada más. Cruzamos la avenida y entramos a un shopping. Era un shopping bastante feo, no creo que mamá lo conociera. Caminamos hasta el fondo, hacia una gran tienda de ropa, una realmente gigante que tampoco creo que mamá conociera. Antes de entrar él dijo “no te pierdas” y me dio la mano, que era fría pero muy suave. Saludó a las cajeras con el mismo gesto que hizo a las asistentes a la salida del hospital, pero no vi que nadie le respondiera. Avanzamos entre los pasillos de ropa. Además de vestidos, pantalones y remeras había también ropa de trabajo. Cascos, jardineros amarillos como los de los basureros, guardapolvos de señoras de limpieza, botas de plástico, y hasta algunas herramientas. Me pregunté si él compraría su ropa acá y si usaría alguna de esas cosas y entonces también me pregunté cómo se llamaría.
             -Es acá –dijo.
Estábamos rodeados de mesadas de ropa interior masculina y femenina. Si estiraba la mano podía tocar un gran contenedor de bombachas gigantes, más grandes de las que yo podría haber visto alguna vez, y a solo tres pesos cada una. Con una de esas bombachas podían hacerse tres para alguien de mi tamaño.
         -Esas no –dijo él-, acá –y me llevó un poco más allá, a una sección de bombachas más pequeñas-. Mira todas las bombachas que hay… ¿Cuál será la elegida my lady?
Miré un poco. Casi todas eran rosas o blancas. Señalé una blanca, una de las pocas que había sin moño.
              -Ésta –dije-. Pero no tengo dinero.
             Se acercó un poco y me dijo al oído:
             -Eso no hace falta.
             -¿Sos el dueño de la tienda?
             -No. Es tu cumpleaños.
             Sonreí.
             -Pero hay que buscar mejor. Estar seguros.
             -Ok Darling –dije.
         -No digas “Ok Darling” –dijo él- que me pongo quisquilloso –y me imitó sosteniéndome la pollera en la playa de estacionamiento.
Me hizo reír. Y cuando terminó de hacerse el gracioso dejó frente a mí sus dos puños cerrados y así se quedó hasta que entendí y toqué el derecho. Lo abrió y estaba vacío.
              -Todavía podés elegir el otro.
Toqué el otro. Tardé en entender que era una bombacha porque nunca había visto una negra. Y era para chicas, porque tenía corazones blancos, tan chiquitos que parecían lunares, y la cara de Kitty al frente, en donde suele estar ese moño que ni a mamá ni a mí nos gusta.
               -Hay que probarla –dijo.
Apoyé la bombacha en mi pecho. Él me dio otra vez la mano y fuimos hasta los probadores femeninos, que parecían estar vacíos. Nos asomamos. Él dijo que no sabía si podría entrar. Que tendría que hacerlo sola. Me di cuenta de que era lógico porque, a no ser que sea alguien muy conocido, no está bien que te vean en bombacha. Pero me daba miedo entrar sola al probador, entrar sola o algo peor: salir y no encontrar a nadie.
              -¿Cómo te llamás? –pregunté.
              -Eso no puedo decírtelo.
              -¿Porqué?
               Él se agachó. Así quedaba casi a mi altura, quizá yo unos centímetros más alta.
               -Porque estoy ojeado.
               -¿Ojeado? ¿Qué es estar ojeado?
               -Una mujer que me odia dijo que la próxima vez que yo diga mi nombre me voy a morir.
Pensé que podía ser otra broma, pero lo dijo todo muy serio.
               -Podrías escribírmelo.
               -¿Escribirlo?
              -Si lo escribieras no sería decirlo, sería escribirlo. Y si sé tu nombre puedo llamarte y no me daría tanto miedo entrar sola al probador.
              -Pero no estamos seguros. ¿Y si para esa mujer escribir es también decir? ¿Si con decir ella se refirió a dar a entender, a informar mi nombre del modo que sea?
                -¿Y cómo se enteraría?
                -La gente no confía en mí y soy el hombre con menos suerte del mundo.
                -Eso no es verdad, eso no hay manera de saberlo.
                -Yo sé lo que te digo.
Miramos juntos la bombacha, en mis manos. Pensé en que mis padres podrían estar terminando.
               -Pero es mi cumpleaños –dije.
Y quizá sí lo hice a propósito, pero así lo sentí en ese momento: los ojos se me llenaron de lágrimas. Entonces él me abrazó, fue un movimiento muy rápido, cruzó sus brazos a mis espaldas y me apretó tan fuerte que mi cara quedó un momento hundida en su pecho. Después me soltó, sacó su revista y su lápiz, escribió algo en el margen derecho de la tapa, lo arrancó y lo dobló tres veces antes de dármelo.
               -No lo leas –dijo, se incorporó y me empujó suavemente hacia los cambiadores.
Dejé pasar cuatro vestidores vacíos, siguiendo el pasillo, y antes de juntar valor y meterme en el quinto guardé el papel en el bolsillo de mi jumper, me volví para verlo y nos sonreímos.
              Me probé la bombacha. Era perfecta. Me levanté el jumper para ver bien cómo me quedaba. Era tan pero tan perfecta. Me quedaba increíblemente bien, papá nunca me la pediría para revolearla detrás de las ambulancias e incluso si lo hiciera, no me daría tanta vergüenza que mis compañeros la vieran. Mirá que bombacha tiene esta piba, pensarían, qué bombacha tan perfecta. Me dí cuenta de que ya no podía sacármela. Y me di cuenta de algo más, y es que la prenda no tenía alarma. Tenía una pequeña marquita en el lugar donde suelen ir las alarmas, pero no tenía ninguna alarma. Me quedé un momento más mirándome al espejo, y después no aguanté más y saqué el papelito, lo abrí y lo leí.
Cuando salí del probador él no estaba donde nos habíamos despedido, pero sí un poco más allá, junto a los trajes de baño. Me miró, y cuando vio que no tenía la bombacha a la vista me guiñó un ojo y fui yo la que lo tomé de la mano. Esta vez me sostuvo más fuerte, a mí me pareció bien y caminamos hacia la salida. Confiaba en que él sabía lo que hacía. En que un hombre ojeado y con la peor suerte del mundo sabía cómo hacer esas cosas. Cruzamos la línea de cajas por la entrada principal. Uno de los guardias de seguridad nos miró acomodándose el cinto. Para él mi hombre sin nombre sería papá, y me sentí orgullosa. Pasamos los censores de la salida, hacia el Shopping, y seguimos avanzando en silencio, todo el pasillo, hasta la avenida. Entonces vi a Abi, sola, en medio del estacionamiento. Y vi a mamá más cerca, de este lado de la avenida, mirando hacia todos lados. Papá también venía hacia acá desde el estacionamiento. Seguía a paso rápido al policía que antes miraba su coche y en cambio ahora señalaba hacia nosotros. Pasó todo muy rápido. Cuando papá nos vio gritó mi nombre y unos segundos después el policía y dos más que no sé de dónde salieron ya estaban sobre nosotros. Él me soltó, pero dejé unos segundos mi mano suspendida hacia él. Lo rodearon y lo empujaron de mala manera. Le preguntaron qué estaba haciendo, le preguntaron su nombre, pero él no respondió. Mamá me abrazó y me revisó de arriba abajo. Tenía mi bombacha blanca enganchada en la mano derecha. Entonces, quizá tanteándome, se dio cuenta de que llevaba otra bombacha. Me levantó el Jumper en un solo movimiento: fue algo tan brusco y grosero, delante de todos, que yo tuve que dar unos pasos hacia atrás para no caerme. Él me miro, yo lo miré. Cuando mamá vio la bombacha negra gritó “hijo de puta, hijo de puta”, y papá se tiró sobre él y trató de golpearlo. Mientras los guardias los separaban yo busqué el papel en mi Jumper, me lo puse en la boca y, mientras me lo tragaba, repetí en silencio su nombre, varias veces, para no olvidármelo nunca.


A los pinches chamacos. Francisco Hinojosa.

Soy un pinche chamaco. Lo sé porque todos lo saben. Ya deja, pinche chamaco. Deja allí, pinche chamaco. Qué haces, pinche chamaco. Son cosas que oigo todos los días. No importa quién las diga. Y es que las cosas que hago, en honor a la verdad, son las que haría cualquier pinche chamaco. Si bien que lo sé. 
Una vez me dediqué a matar moscas. Junté setentaidós y las guardé en una bolsa de plástico. A todos les dio asco, a pesar de que las paredes no quedaron manchadas porque tuve el cuidado de no aplastarlas. Sólo embarré una, la más gorda de todas. Pero luego la limpié. Lo que menos les gustó, creo, es que las agarraba con la mano. Pero la verdad es que eran una molestia. Lo decía mi mamá: pinches moscas. Lo dijo papá: pinche calor: no aguanto a las moscas: pinche vida. Hasta lo dije yo: voy a matarlas. Nadie dijo que no lo hiciera. En cuanto se fueron a dormir su siesta, tomé el matamoscas y maté setentaidós. Concha me vio cómo tomaba las moscas muertas con la mano y las metía en una bolsa de plástico. Les dijo a ellos. Y ellos me dijeron pinche chamaco, no seas cochino. En vez de agradecérmelo. Y me quitaron el matamoscas y echaron la bolsa al cesto y me volvieron a decir pinche chamaco hijo del diablo. 
 Yo ya sabía entonces que lo que hacía es lo que hacen todos los pinches chamacos. Como Rodrigo. Rodrigo deshojó un ramo de rosas que le regalaron a su madre cuando la operaron y le dijeron pinche chamaco. Creo que hasta le dieron una paliza. O Mariana, que se robó un gatito recién nacido del departamento 2 para meterlo en el microondas y le dijeron pinche chamaca. 
Los pinches chamacos nos reuníamos a veces en el jardín del edificio. Y no es que nos gustar ser a propósito unos pinches chamacos. Pero había algo en nosotros que así era, ni modo. Por ejemplo, un día a Mariana se le ocurrió excavar. Entre los tres excavamos toda una tarde: no encontramos tesoros: ni encontramos piedras raras para la colección: ni siquiera lombrices. Encontramos huesos. El papá de Rodrigo dijo: pinche hoyo. Y la mamá: son huesos. Vino la policía y dijo que eran huesos humanos. Yo no sé bien a bien lo que pasó allí, pero la mamá de Mariana desapareció algunos días. Estaba en la cárcel, me dijo Concha. Rodrigo escuchó que su papá había dicho que ella había matado a alguien y lo había enterrado allí. Cuando volvió, supe que todos éramos unos pinches chamacos metiches pendejos. Rodrigo me aclaró las cosas: la policía pensaba que ella había matado a alguien, pero no, se había salvado de las rejas. ¿Qué son las rejas?, pregunté. La cárcel, buey. 
Ya no volvimos a jugar a excavar. Tampoco pudimos vernos durante un buen tiempo. A mí, mis papás me decían que no debía juntarme con ellos. A ellos les dijeron lo mismo, que yo era un pinche chamaco desobligado mentiroso. A Rodrigo le dieron unos cuerazos. 
 Tiempo después, cuando ya a nadie le importó que los pinches chamacos volviéramos a vernos, Mariana tuvo otra ocurrencia: hay que excavar más. No ¿qué no ves lo que estuvo a punto de pasarle a tu mamá? No pasó nada, qué, dijo. Para que nadie nos viera, hicimos guardias. Excavamos en otra parte y no encontramos nada de huesos. Luego en otra: tampoco había huesos: pero sí un tesoro: una pistola. Debe valer mucho. Yo digo que muchísimo. A lo mejor con eso mataron al señor del hoyo. A lo mejor. Sí, hay que venderla. 
Escondimos la pistola en el cuarto donde guarda sus cosas el jardinero. Rodrigo dijo que él sabía cómo se usan las pistolas. Mi papá tiene una y me deja usarla cuando vamos a Pachuca. Mariana no le creyó. Has de ver mucha televisión, eso es lo que pasa. 
Al día siguiente la volvimos a sacar y la envolvimos en un periódico. ¿Cómo la vendemos? ¿A quién se la vendemos? Al señor Miranda, el de la tienda. Fuimos con el señor Miranda y nos vio con unos ojos que se le salían. Nos dijo: se las voy a comprar sólo porque me caen bien. Sí, sí. Bueno. Pero nadie debe saberlo, ¿eh? Nos dio una caja de chicles y cincuenta pesos. El resto de la tarde nos dedicamos a mascar hasta que se acabó la caja. 
 A la semana siguiente, la colonia entera sabía que el señor Miranda tenía una pistola. La verdad, yo no se lo dije a nadie, sólo a Concha. Y lo único que se le ocurrió decirme fue pinche chamaco. Lo que inventas. O que dices. Tu imaginación. Hasta que el señor Miranda nos llamó un día y nos dijo: ya dejen, pinches chamacos. Dedíquense a otras cosas. Déjense de chismeríos. Pónganse a jugar. Nos dio tres paletas heladas para que lo dejáramos de jorobar. 
En esos días, para no aburrirnos, nos dedicamos a juntar caracoles. Nos gustaba lanzarlos desde la azotea. O les echábamos sal para ver cómo se deshacían. O los metíamos en los buzones. En poco tiempo ya no había manera de encontrar un solo caracol en todo el jardín. Luego quisimos seguir juntando piedras raras, pero alguien nos tiró la colección a la basura. O de planamente se la robó. 
Fue entonces cuando decidimos escapar. Fue idea de Mariana.
Me puse mi chamarra y saqué mi alcancía, que la verdad no iba a tener muchas monedas porque Concha toma dinero de ahí cuando le falta para el gasto. Mariana también salió con su chamarra y con la billetera de su papá. Hay que correrle, decía, si se dan cuenta nos agarran. Rodrigo no llevó nada. 
Caminamos como una hora. Llegamos a una plaza que ninguno de los tres conocíamos. ¿Y ahora?, preguntó Rodrigo. Hay que descansar, pedí. Yo tengo hambre. Yo también. Vamos a un restaurante. ¿Dónde hay uno? Le podemos preguntar a ese señor. Señor, ¿sabe dónde hay un restaurante? Sí, en esa esquina, ¿qué no lo ven? 
Era un restaurante chiquito. Rodrigo nos contó qué él había ido a muchos restaurantes en su vida. La carta, le dijo el señor. Nos trajo hamburguesas con queso y tres cocas. ¿Quién va a pagar?, preguntó el señor. Yo, dijo Mariana, y sacó la billetera de su papá. Está bien. Escuchamos que le decía al cocinero pinches chamacos si serán bien ladrones. 
Nos dio las tres hamburguesas y las tres cocas. Comimos. Y Mariana pagó.
Y ahora, ¿qué hacemos? Cállate, me calló Mariana. Mi papá ya debe haberse dado cuenta de que le falta su billetera. ¿Estás preocupada? ¿Por qué?, ya nos fuimos, ¿o no? Sí. Y ahora, ¿qué hacemos? 
Vamos a platicar con el señor Miranda.
Rodrigo hizo parada a un taxi. Llévenos a la calle Argentina. ¿Quién pagará? Mariana le enseñó la billetera. Pinches chamacos le robaron el dinero a sus papás, ¿verdad? ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Rodrigo. Ustedes pagan, dijo. 
El taxista nos llevó a unas pocas cuadras de allí. Era una calle solitita. Ahora denme el dinero. No, qué. Miren, pinches chamacos, o me lo dan o los mato. Es nuestro. Se los voy a robar como ustedes lo robaron, ¿verdad? También tu alcancía, me dijo. Yo le di la alcancía. Así es, pinches chamacos. Y ahora bájense. 
Pinche viejo, dijo Mariana. Si hubiera tenido la pistola, le doy un balazo, dijo Rodrigo. De planamente. Me dan ganas de ahorcarlo. Sin dinero ya no podemos ir a un hotel. Yo he ido a muchos hoteles, dijo Rodrigo. Pero sin dinero… Por qué no vamos con el señor Miranda a pedirle nuestra pistola. Sí, eso es. La pistola. A ver así quién se atreve a robarnos. 
Un señor nos dijo hacia dónde quedaba Argentina. Y luego: ¿están perdidos? Sí, un poco perdidos. Sigan derecho, derecho hasta Domínguez, ahí dan vuelta a la izquierda, ¿Me entendieron? ¿Saben cuál es Domínguez? Yo no sabía, pero Mariana dijo que ella sí. La verdad, era un señor muy amable. 
Para no hacer el cuento largo, llegamos con el señor Miranda cuando ya era de noche. ¿Y ahora qué quieren?, nos preguntó, ya voy a cerrar. Queremos la pistola. Sí, y que nos venda unas balas. Miren, pinches chamacos, ya les dije que se dejaran de chismes. Tomen un chicle y váyanse. No, la verdad queremos sólo la pistola. Voy a cerrar, así es que lárguense sin chicles, ¿entendieron? 
Rodrigo tomó una bolsa de pinole, la abrió y le echó un buen puñado en los ojos al pobre señor Miranda. Pinches chamacos, van a ver con sus papás. El viejito se cayó al piso. Yo me le eché encima de la cabeza y le jalé los pelos. Mientras, Mariana le pellizcaba un brazo con todas sus ganas. Busca la pistola, córrele, le dijimos a Rodrigo. ¿Dónde? Allí abajo. No, no está. Allí, junto a la caja. Suéltenme, pinches chamacos, gritaba. Tampoco, no está aquí. ¿Dónde está, pinche viejo? Si no me sueltan… Aquí está, gritó Rodrigo, aquí está. ¿Dónde estaba? En el cajón. 
Y ahora qué. ¿Lo matamos? Mariana se había abrazado de las piernas del señor Miranda para que no se moviera tanto. Ve si tiene balas. Sí, si tiene balas. ¿Le damos un plomazo? ¿Qué es plomazo? Que, si lo matamos, buey. Sí, mátalo. Pinches chamacos… 
El ruido del disparo fue horroroso, yo pensaba que los balazos no sonaban tanto. Al pobre del señor Miranda le salió mucha sangre de la cabeza y se quedó muerto. ¿Está muerto? Pues sí, ¿qué no te das cuenta? Ya ven como sí sé disparar pistolas. Puta, dijo Mariana. Sí, puta. 
Vámonos antes de que llegue alguien. Nos fuimos por Argentina, derechito, corriendo a todo lo que podíamos. Hasta que llegamos cerca de la escuela de Rodrigo. Pinche chamaca, dijo una señora con la que se tropezó Mariana, fíjate. 
No sé cómo lo hizo, pero Rodrigo sacó rapidísimamente la pistola y le dio un plomazo en la panza. La señora cayó al piso y empezó a gritar. No está muerta, le dije, tienes que darle otro plomazo. Rodrigo le dio otro plomazo en la cabeza. 
Ahora sí, comprobó Mariana, está fría. ¿La tocaste o qué? Está muerta, buey.
Al parecer, otros oyeron el ruido del balazo porque la gente se juntó alrededor de la muerta. Rodrigo se había guardado ya la pistola en la bolsa de su chamarra. 
¡Llamen a una ambulancia! ¡Llamen a la policía! ¡Llamen a alguien! ¡La mataron! Yo creo que fue un balazo. ¿Ya le tomaron el pulso? Yo lo oí. Salí corriendo de la casa a ver qué pasaba y me encuentro con que… Yo vi correr a un hombre. Llevaba una pistola en la mano. Debes atestiguar. Claro, nomás venga la policía. No, no respira. Quítense, pinches chamacos, qué no ven que está muerta. No hay seguridad en esta colonia. Es un pinche peligro. ¿Le robaron la bolsa? Sí, yo vi que el hombre corría con la pistola y la bolsa de la señora. Era una bolsa blanca… ¿Qué no oyeron, pinches chamacos metiches? Si sus papás los vieran haciendo bulto… Eran dos, llevaban pistolas y la bolsa… Yo la conozco es Mariquita, la de don Gustavo. Lo triste que se va a poner el hombre. 
En cuanto oímos el ruido de las sirenas, Mariana dijo mejor vámonos, podemos tener problemas.
No debimos matarla, les dije mientras caminábamos hacia la avenida. Fue culpa de ella. Además, así son las cosas, a mucha gente la matan igual, en la calle, con pistola. No debes preocuparte. Dicen que te vas al cielo cuando te matan a balazos. Sí, es cierto, yo ya había oído eso. ¿Tú crees que el señor Miranda se vaya al cielo? Claro, tonto. 
Mariana le hizo la parada a un taxi. ¿A dónde vamos? No tenemos dinero para pagarle. Ay, qué ingenuo eres, me dijo. A la calle de López, dijo Rodrigo. ¿Cuál calle de López? ¿Saben qué hora es? No, le dije. Son las diez. ¿Nos va a llevar o no?, le preguntó Mariana. Miren, pinches chamacos, si sus papás los dejan andar a estas horas tomando taxis no es mi problema, así es que largo, largo de aquí. Rodrigo sacó la pistola y le apuntó a la cara. Ah, pinche chamaco, además te voy a dar una paliza por andarme jodiendo. 
Y cuando le iba a quitar la pistola, Rodrigo disparó el plomazo con las dos manos. Le entró la bala por el ojo. Lo mandamos derechito al cielo, qué duda.
Yo sé manejar, dijo Rodrigo. Pero no fue cierto, en cuanto pudimos hacer a un lado al taxista, Rodrigo trató de echar a andar el coche y no pudo. Debes meterle primera. Ya sé; ya sé. Déjame a mí, dijo Mariana. Se puso al volante, metió la primera y el coche caminó un poco, dando saltos. Mejor vamos a pie, les dije. Sí, este coche no funciona muy bien. 
Antes de abandonar el taxi, Rodrigo esculcó en los bolsillos del taxista hasta que encontró el dinero. Hay más de cien pesos. Quítale también el reloj. Luego lo vendemos. Mariana guardó el dinero, yo me puse el reloj y Rodrigo se escondió la pistola en la chamarra. 
En el hotel fue la misma bronca, que si dónde están sus papás, que si saben qué hora es, que si un hotel no es para que jueguen los chamacos, que si alquilar un cuarto cuesta, que dónde está el dinero. Váyase a la chingada, dijo Rodrigo alfinmente, y todos echamos a correr. 
Caminamos un rato hasta que Mariana tuvo una buena idea. Ya sé, podríamos ir a dormir a casa de la señora Ana Dulce. ¿Con esa pinche vieja? Sí, buey, dijo Rodrigo, nos metemos en su casa, le damos un plomazo y nos quedamos allí a dormir. Puta, que si es buena idea… 
La señora Ana Dulce nos abrió. ¿Qué quieren? ¿Nos deja usar su teléfono?, le dijimos para guaseárnosla. Pinches chamacos, ¿saben qué hora es? Nos metimos a la casa sin importarnos las amenazas de la vieja: voy a llamarle a la policía para decirle que se escaparon de sus casas. Van a ver la cueriza que les van a poner. Vi cómo Mariana discutía con Rodrigo. Ahora me toca a mí. Si tú no sabes… Al parecer ganó Mariana porque tomó el arma y le disparó un plomazo a la señora Ana Dulce. Le dio en una pata. Luego disparó por segunda vez. ¿Qué tal?, dijo, te apuesto a que le di en el corazón. Yo pensaba lo mismo, a pesar de que la vieja chillaba del dolor como una loca y se retorcía en el piso. Al rato se calló. 
La guardamos en un clóset. Rodrigo decía que era un cadáver. Luego cenamos pan con mantequilla y mermelada y nos metimos los tres a la cama con la pistola abajo de la almohada.
Durante los siguientes diez días no le dimos plomazos a nadie más. Nos quedaba una bala. Íbamos al parque todas las mañanas y comíamos y dormíamos en casa del cadáver, hasta que el espantoso olor del clóset nos hizo salir corriendo. 
Ese día tuvimos la mala suerte de encontrarnos frente a frente con el papá de Mariana. ¡Pinches chamacos!, nos gritó. ¡Cómo los he buscado! ¡Van a ver la que les espera!
Nos esperaba una que ni la imaginábamos… A todos nos agarraron a patadas y cuerazos y cachetadas y puntapiés. Yo oía cómo gritaban Mariana y Rodrigo. MI mamá me dio un puñetazo en la cara que me sacó sangre de la nariz, y mi papá, un zopaco en la boca que casi me tira un diente. Por más que lloraba, no dejaban de darme y darme como a un perro. 
Tardé un poco en dormirme. Pero en un ratito me desperté con el ruido de un plomazo. Ya Rodrigo debe haberse echado a sus papás, pensé. Luego se empezaron a oír gritos. Mis papás se despertaron también y corrieron a la puerta para ver qué pasaba. 
La mamá de Rodrigo gritaba: ¡Lo mató, lo mató, lo mató! ¡El pinche chamaco lo mató! Cálmese, señora, quién mató a quién. Rodrigo salió en ese momento con la pistola en la mano. Córrele, me dijo a mí, antes de que nos agarren. Esto es la guerra. ¿Y Mariana?, le pregunté. Hay que ir por ella. No, qué, córrele. 
Y sí: corrimos a madres. Fue un alivio encontrarnos con nuestra amiga en la calle. Ya se echó a sus papás, le anuncié. Puta, dijo Mariana, eso me imaginé. Y nos echamos a correr como si nos persiguiera una manada de perros rabiosos. No paramos hasta que Rodrigo se tropezó con una piedra y fue a dar al suelo. Le salía sangre de la cabeza. 
Qué madrazo me di, nos dijo medio apendejado. Y sí que era un buen madrazo. Hasta se le veía un poco del hueso.
Los tres teníamos el piyama puesto y ellos dos estaban descalzos. Sólo yo tenía puestos los calcetines. ¿Me los prestas un rato?, me pidió Mariana, está haciendo mucho frío. Se los presté. 
¿Y ahora qué hacemos? Ni modo que volver a casa del cadáver. Todavía tenemos la pistola, ¿o no?, podemos meternos a una casa y matar a quien nos abra. No seas buey, eso está cabrón. Además, ya no tenemos balas. ¿Cómo se te ocurre que ahorita alguien nos va a abrir la puerta? Es cierto, somos unos matones. No es por eso. 
Me dieron ganas de orinar del frío que estaba haciendo. Una parte me hice en los calzones y otra sobre la llanta de un coche. Pinche cochino, me dijo Mariana. A Rodrigo le dio risa.
Caminamos un rato hasta que nos encontramos con una casa que tenía las ventanas rotas. Debe estar abandonada. Seguro. Terminamos de romper uno de los cristales y nos metimos. Estaba oscurísimo. 
Encontramos un cuarto en el que se metía un poquito de la luz de la calle. Hicimos a un lado los escombros y nos echamos al piso, muy juntos para tratar de calentarnos, hasta que nos quedamos dormidos, alfinmente dormidos. 
A la mañana siguiente, con los huesos adoloridos, desperté a los otros. Pudimos ver ahora sí el cuarto en el que habíamos dormido. Estaba muy húmedo y sucio. Había latas vacías de cerveza, colillas de cigarros, bolsas de plástico, cáscaras de naranja y cantidad de tierra. Olía a puritita mierda. 
Mariana tiritaba de frío, aunque estaba calientísima. Es calentura, estoy seguro, les dije. Un calenturón como para llamar al doctor. Cuál doctor, se encabronó Rodrigo. ¿Qué sientes?, le pregunté. Ella ni contestó. Sólo tiritaba y tiritaba. 
Hay que comprar aspirinas. Es cierto, le dije. Rodrigo se ofreció a buscar una farmacia mientras yo cuidaba a Mariana.
Esperamos horas y horas hasta que a Mariana se le quitó la temblorina. Cuando me dijo que ya se sentía bien le expliqué que Rodrigo había ido a buscar una farmacia para comprarle aspirinas y que todavía no regresaba. Pues ya se tardó. Claro que ya se tardó. Algo debe haberle pasado. 
Lo buscamos hasta que nos perdimos y ya no sabíamos cómo regresar a la casa donde habíamos dormido. Teníamos un hambre espantosa. Y sin dinero. Y sin pistola. Y sin casa donde nos dieran de comer.
Lo demás fue idea de Mariana. En un semáforo nos pusimos a pedir dinero a los conductores de los coches. Cuando llenamos los bolsillos de monedas las contamos: eran nueve pesos con veinte centavos. En una tienda compramos dos bolsas de papas y dos refrescos. 
Después de comer nos acostamos en el pastito del camellón. Durante mucho tiempo nos pusimos a hablar de Rodrigo. ¿Qué le había pasado? Sabe. ¿Lo habrá agarrado la policía por matar a sus papás? A lo mejor sólo está perdido. Como nosotros. O quizá lo agarraron cuando quiso matar al de la farmacia. ¿Cómo, si no tiene balas? O lo atropellaron. Quién sabe. O le dieron un plomazo por metiche. 
Se hizo de noche y no teníamos dónde dormir. No nos quedó otra más que preguntar por la calle de López para ir a casa de la señora Ana Dulce. Aunque oliera feo, al menos habría una cama.
Tardamos como dos horas en llegar. Afuera de la casa de la señora Ana Dulce había un policía. Yo creo que… Sí, sí, no necesitas explicarme nada. ¿Qué hacemos? Puta, ahora sí me la pones canija. 
Nos metimos a dormir a un terreno baldío en el que había ratas. Puta madre que estoy seguro. La pasamos delachingadamente.
Despertamos mojados y con el pelo hecho hielitos. Teníamos un hambre espantosa. Y si vamos a la casa. ¿Qué dices? No ves que Rodrigo se echó a su papá. Pues Rodrigo es Rodrigo. A lo mejor ahorita ya está muerto. 
Concha fue la primera en vernos: pinches chamacos, van a ver la que les espera.
Y es cierto: la que nos esperaba… Pero, con el carácter de Mariana, tampoco se imaginaron nunca la que les esperaba a ellos.


El gato negro. Edgar Allan Poe (1809-1849)

No espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que baroques. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.
Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.
Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.
Plutón —tal era el nombre del gato— se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.
Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba —pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol? —, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoniaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.
Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.
El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me ha querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la PERVERSIDAD. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: «¡Incendio!» Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras «¡extraño!, ¡curioso!» y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que, en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía considerarla otra cosa— me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle: Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta, aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.
Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.
Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.
Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero —sin que pueda decir cómo ni por qué— su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerle víctima de cualquier violencia; pero gradualmente —muy gradualmente— llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.
Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que le hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.
El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinacia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero, sobre todo —quiero confesarlo ahora mismo— por un espantoso temor al animal.
Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer —sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir—. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del PATÍBULO! ; Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso —pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme— apoyado eternamente sobre mi corazón.
Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoniaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior, y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: «Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.»
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente, sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras.) Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato, y cuya voz delatora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!


El último round. Eduardo Antonio Parra.

Lo creíamos capaz de muchas barbaridades, pero no imaginamos hasta dónde podía llegar. Se le consideraba un vecino pues andaba en el barrio desde antes que cualquiera de nosotros. Sus harapos astrosos, ese mal olor que en verano revolvía el estómago, los pelos empastelados y las verijas aireándose por los agujeros del pantalón nos resultaban tan familiares como el puesto del Pancho, el taller o los aromas dulzones de la taquería de doña Luz.
Jamás dijo su nombre. Lo llamábamos el Campeón porque cuentan que hace muchos años ganó el Guantes de Oro. Seguro de los golpes quedó así, tocado. Y no se dejaba de nadie. Por una nada se arrancaba a discutir y por otro poco a tirar guamazos. Según él defendía su libertad, el derecho a pasear sus pies descalzos por la calle. Fue feliz hasta cuando vinieron los del municipio a rebanar la manzana de enfrente para que por aquí pasara la avenida. Cosas del progreso. Ya se sabe: la ciudad crece.
Con la ampliación todos perdimos tranquilidad y él se vio bastante afectado. Se la pasaba el pobre corre y corre de una banqueta a otra, toreando los carros que venían a madres, siempre a punto de llevárselo de corbata. Se tardó, pero al decidir no aguantar más empezó el contraataque: a los pitos respondía con mentadas y aspavientos, a los insultos con señas obscenas. Hasta se bajaba los pantalones si quienes lo agredían eran mujeres. Nosotros nos reíamos y le echábamos porras. Y él alegue y alegue que había que protestar contra esas bestias y quién sabe qué tantos disparates…
Sí, en los meses de verano sus locuras se volvieron peligrosas: tiraba piedras y vidrios en los carriles, aventaba bolsas de basura al paso de los vehículos. Ya no nos daba tanta risa. En una ocasión, un taxista se bajó enojadísimo porque una botella le ponchó la llanta. Yo lo vi todo desde la tienda. Se trenzaron y el Campeón, sin olvidar los buenos tiempos, dejó al chofer para el arrastre. Atizaba reteduro. Al rato el tipo volvió acompañado de la patrulla, mas no lo hallaron: lo escondió el dueño del taller y los vecinos juramos no haberlo visto nunca. Se fueron como vinieron.
Eso lo animó a seguir, digo yo, aunque con los calores se nos estaba pirando. Se me hace que la canícula y el tráfico le aceleraron la locura. Una tarde, tras regar los cuatro carriles de mugrero, se aplastó en mitad de la avenida. Me di cuenta al oír los rechinidos y al salir me topé con la circulación parada. Doña Luz le advertía: ¡Te van a apachurrar!, y él medio tartamudo contestó que si hacía falta el sacrificio, se moría pues. De pronto aparecieron los azules, y el Campeón a surtir a trompadas hasta que lo achicaron entre varios. Quedó bien cateado. Unos dicen que lo entambaron; otros, que lo encerraron en la casa de la risa. Sabe. Eso sí, en menos de dos semanas lo teníamos por aquí de nuevo. Y la película se repitió hasta el cansancio: él, con ganas de morirse, echado como vaca en el pavimento, y los patrulleros a treparlo a punta de macana.
Hasta el mediodía en que cargó con el galón de gasolina. Increíble, pero nadie se olió lo que traía en mente. Era la hora pico y el Campeón, según su costumbre, volteó los botes de basura y a patadas destripó las bolsas entre los rugidos de los carros que le pasaban rozando. Cuando iba a plantarse en medio del tráfico, se acordó de algo y vino a la tienda. Lucía sereno, raro en él. Me encontró con un cliente y nomás me dijo que si le regalaba un cerillo. Le di la caja y salió. La verdad, en ese momento sentí un cosquilleo en el estómago, semejante a un presagio. Sin embargo, con mis ocupaciones, no hice caso.
Y el primero en gritar fue el Pancho: ¡No lo hagas, Campeón! Y de inmediato dos muchachas se detuvieron en seco frente a la tienda con cara de horror y una de ellas pegó un chillido. Se armó un escándalo de los mil demonios. Mientras brincaba el mostrador alcancé a escuchar un claxonazo seguido del rechinar de llantas y luego el deslumbrón igual que si el sol se hubiera desplomado encima de la calle. No pude llegar a tiempo.
Así acabó el Campeón. No lo hemos vuelto a ver. Por ahí me aseguraron que lo tienen en un sanatorio especial, y que está muy quietecito, muy sonriente. Al verlo acercarse como si fuera a limpiarle el vidrio, el conductor abrió la puerta y salió corriendo. El Campeón entonces, con total parsimonia, roció la gasolina encima del coche. Me dijeron que parecía feliz en el instante de prender el cerillo. Después se sentó a contemplar las llamas con expresión de triunfo. Y cómo no, si finalmente había derrotado al enemigo.