sábado, 20 de abril de 2024

Una carroña. Charles Baudelaire (1821-1867)

Recuerdas el objeto que vimos, mi alma,
Aquella hermosa mañana de estío tan apacible;
A la vuelta de un sendero, una carroña infame
Sobre un lecho sembrado de guijarros,

Las piernas al aire, como una hembra lúbrica,
Ardiente y exudando los venenos,
Abría de una manera despreocupada y cínica
Su vientre lleno de exhalaciones.

El sol dardeaba sobre aquella podredumbre,
Como si fuera a cocerla a punto,
Y restituir centuplicado a la gran Natura,
Todo cuanto ella había juntado;

Y el cielo contemplaba la osamenta soberbia
Como una flor expandirse.
La pestilencia era tan fuerte, que sobre la hierba
Tú creíste desvanecerte.

Las moscas bordoneaban sobre ese vientre podrido,
Del que salían negros batallones
De larvas, que corrían cual un espeso líquido
A lo largo de aquellos vivientes harapos.

Todo aquello descendía, subía como una marea,
O se volcaba centelleando;
Hubiérase dicho que el cuerpo,
inflado por un soplo indefinido,
Vivía multiplicándose.

Y este mundo producía una extraña música,
Como el agua corriente y el viento,
O el grano que un cosechador con movimiento rítmico,
Agita y revuelve en su harnero.

Las formas se borraron y no fueron sino un sueño,
Un esbozo lento en concretarse,
Sobre la tela olvidada, y que el artista acaba
Solamente para el recuerdo.

Detrás de las rocas una perra inquieta
Nos vigilaba con mirada airada,
Espiando el momento de recuperar del esqueleto
El trozo que ella había aflojado.

—Y sin embargo, tú serás semejante a esa basura,
A esa horrible infección,
Estrella de mis ojos, sol de mi natura,
¡Tú, mi ángel y mi pasión!

¡Sí! así estarás, oh reina de las gracias,
Después de los últimos sacramentos,
Cuando vayas, bajo la hierba y las floraciones crasas,
A enmollecerte entre las osamentas.

¡Entonces, oh mi belleza! Dile a la gusanera
Que te consumirán a besos,
Que yo he conservado la forma y la esencia divina
De mis amores descompuestos.


Una hija de Eva. Christina Georgina Rosetti (1830-1894)

Una ingenua fui por dormirme al mediodía,
Y despertar cuando la noche es helada
Debajo de la confortable y gélida luna;
Ingenua por desgarrar mi rosa con delirio,
Ingenua por vislumbrar apenas mis lirios.

Mi pobre jardín no he conservado,
Se desvaneció al ser abandonado,
Entonces lloré como nunca he llorado:
Era invierno cuando en sueños me envolví,
Y es verano cuando ahora despierto.

Habla cuanto quieras de la futura primavera,
Sobre algún cálido y dulce mañana:
Desnuda de esperanzas y absolutos,
Sin nada para reír, nada para cantar,
Me siento a solas con el Dolor.


A Elena. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Te ví una vez, sólo una vez, hace años:
no debo decir cuantos, pero no muchos.
Era una medianoche de julio,
y de luna llena que, como tu alma,
cerníase también en el firmamento,
y buscaba con afán un sendero a través de él.

Caía un plateado velo de luz, con la quietud,
la pena y el sopor sobre los rostros vueltos
a la bóveda de mil rosas que crecen en aquel jardín encantado,
donde el viento sólo deambula sigiloso, en puntas de pie.

Caía sobre los rostros vueltos hacia el cielo
de estas rosas que exhalaban,
a cambio de la tierna luz recibida,
sus ardorosas almas en el morir extático.

Caía sobre los rostros vueltos hacia la noche
de estas rosas que sonreían y morían,
hechizadas por tí,
y por la poesía de tu presencia.

Vestida de blanco, sobre un campo de violetas, te vi medio reclinada,
mientras la luna se derramaba sobre los rostros vueltos
hacia el firmamento de las rosas, y sobre tu rostro,
también vuelto hacia el vacío, ¡Ah! por la Tristeza.

¿No fue el Destino el que esta noche de julio,
no fue el Destino, cuyo nombre es también Dolor,
el que me detuvo ante la puerta de aquel jardín
a respirar el aroma de aquellas rosas dormidas?

No se oía pisada alguna;
el odiado mundo entero dormía,
salvo tú y yo (¡Oh, Cielos, cómo arde mi corazón
al reunir estas dos palabras!).

Salvo tú y yo únicamente.
Yo me detuve, miré... y en un instante
todo desapareció de mi vista
(Era de hecho, un Jardín encantado).

El resplandor de la luna desapareció,
también las blandas hierbas y las veredas sinuosas,
desaparecieron los árboles lozanos y las flores venturosas;
el mismo perfume de las rosas en el aire expiró.

Todo, todo murió,
salvo tú;
salvo la divina luz en tus ojos,
el alma de tus ojos alzados hacia el cielo.

Ellos fueron lo único que vi;
ellos fueron el mundo entero para mí:
ellos fueron lo único que vi durante horas,
lo único que vi hasta que la luna se puso.

¡Qué extrañas historias parecen yacer
escritas en esas cristalinas, celestiales esferas!
¡Qué sereno mar vacío de orgullo!
¡Qué osadía de ambición!

Más ¡qué profunda, qué insondable capacidad de amor!
Pero al fin, Diana descendió hacia occidente
envuelta en nubes tempestuosas; y tú,
espectro entre los árboles sepulcrales, te desvaneciste.

Sólo tus ojos quedaron.
Ellos no quisieron irse
(todavía no se han ido).
Alumbraron mi senda solitaria de regreso al hogar.

Ellos no me han abandonado un instante
(como hicieron mis esperanzas) desde entonces.
Me siguen, me conducen a través de los años;
son mis Amos, y yo su esclavo.

Su oficio es iluminar y enardecer;
mi deber, ser salvado por su luz resplandeciente,
y ser purificado en su eléctrico fuego,
santificado en su elisíaco fuego.

Ellos colman mi alma de Belleza
(que es esperanza), y resplandecen en lo alto,
estrellas ante las cuales me arrodillo
en las tristes y silenciosas vigilias de la noche.

Aun en medio de fulgor meridiano del día los veo:
dos planetas claros,
centelleantes como Venus,
cuyo dulce brillo no extingue el sol.


A él. Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873)

No existe lazo ya; todo está roto;
plúgole al cielo así; ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto:
mi alma reposa al fin: nada desea.

Te amé, no te amo ya: piénsolo al menos;
¡nunca si fuere error la verdad mire!:
que tantos años de amargura llenos
trague el olvido, el corazón respire.

Lo has destrozado sin piedad; mi orgullo
una vez y otra vez pisaste insano...
más nunca el labio exhalará un murmullo
para acusar tu proceder tirano.

De grandes faltas vengador terrible
dócil llenaste tu misión, ¿la ignoras?
no era tuyo el poder que irresistible
postró ante ti mis fuerzas vencedoras.

Quísolo Dios y fue: ¡gloria a su nombre!
Todo se terminó: recobro aliento,
¡Angel de las venganzas! Ya eres hombre...
ni amor ni miedo al contemplarte siento.

Cayó tu cetro, se embotó tu espada…
Mas ¡ay! ¡Cuan triste libertad respiro!
hice un mundo de ti que hoy se anonada,
y en honda y vasta soledad me miro.

¡Vive dichoso tú! Si en algún día
ves este adiós que te dirijo eterno,
sabe que aun tienes en el alma mía
generoso perdón, cariño tierno.


Una noche. Constantino Kavafis (1863-1933)

La habitación pobre y vulgar,
escondida en los altos de la taberna equívoca.
Desde la ventana la calleja,
estrecha y sucia. Y las voces abajo
de unos cuantos obreros
distrayendo su tiempo con las cartas.

Y allí, sobre aquel lecho ordinario y humilde,
el cuerpo tuve del amor, los labios
voluptuosos de la embriaguez, purpúreos
de tal embriaguez que cuando ahora,
después de tantos años, esto escribo
en mi casa vacía me embriago de nuevo.

Versión de José Ángel Valente.


Yo no te amo. Caroline Norton (1808-1877)

¡Yo no te amo! ¡No! ¡No te amo!
Sin embargo soy tristeza cuando estás ausente;
Y hasta envidio que sobre ti yazga el cielo ardiente;
Cuyas tranquilas estrellas pueden alegrarse al verte.

¡Yo no te amo! Y no se por qué,
Pero todo lo que haces me parece bien,
Y a menudo en mi soledad observo
Que aquellos a quienes amo no son como tu.

¡Yo no te amo! Sin embargo, cuando te vas
Odio el sonido (aunque los que hablen me sean queridos)
Que quiebra el prolongado eco de tu voz,
Flotando en círculos sobre mis oídos.

¡Yo no te amo! Sin embargo tu mirada cautivante,
Con su profundo, brillante y expresivo azul,
Se planta entre la medianoche y yo,
Más intensa que cualquiera que haya conocido.

¡Yo sé que no te amo! Y que otros rasgarán
La confianza de mi corazón sincero,
Apenas percibo sus figuras en el futuro,
Pues mis ojos están vueltos hacia atrás.


Un artista del trapecio. Franz Kafka (1883-1924)

Un artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal manera -primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades -por otra parte, muy pequeñas- eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.       
De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además, era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.
A no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado. Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio.
En el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio, como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más variados y vistosos.
Pero el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el trapecista exclamó, sollozando:
           -Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces, ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que, en la primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño, aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del trapecio.


Sennin. Ryūnosuke Agutagawa (1892-1927)

Un hombre que quería emplearse como sirviente llegó una vez a la ciudad de Osaka. No sé su verdadero nom­bre, lo conocían por el nombre de sirviente, Gonsuké, pues él era, después de todo, un sirviente para cualquier trabajo.
Este hombre —que nosotros llamaremos Gonsuké— fue a una agencia de colocaciones para cualquier trabajo, y dijo al empleado que estaba fumando su larga pipa de bambú:
—Por favor, señor Empleado, yo desearía ser un sennin1. ¿Tendría usted la gentileza de buscar una fa­milia que me enseñara el secreto de serlo, mientras tra­bajo como sirviente?
El empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de su cliente.
—¿No me oyó usted, señor Empleado? —dijo Gon­suké—. Yo deseo ser un sennin. ¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente y me revele el se­creto?
—Lamentamos desilusionarlo —musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pipa—, pero ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar un empleo para aspirantes al grado de sennin. Si usted fuera a otra agencia, quizá...
Gonsuké se le acercó más, rozándolo con sus presun­tuosas rodillas, de pantalón azul, y empezó a argüir de esta manera:
—Ya, ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel colocaciones para cualquier trabajo? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe conse­guir cualquier trabajo que le pidamos. Usted está min­tiendo intencionalmente, si no lo cumple.
Frente a un argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:
—Puedo asegurarle, señor Forastero, que no hay ningún engaño. Todo es correcto —se apresuró a alegar el empleado—, pero si usted insiste en su extraño pe­dido, le rogaré que se dé otra vuelta por aquí mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide.
Para desentenderse, el empleado hizo esa promesa y logró, momentáneamente por lo menos, que Gonsuké se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía la posibilidad de conseguir una casa donde pu­dieran enseñar a un sirviente los secretos para ser un sennin. De modo que, al deshacerse del visitante, el em­pleado acudió a la casa de un médico vecino.
Le contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:
—Doctor, ¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con rapidez?
Aparentemente, la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue la mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien contestó por él al oír la historia del empleado.
—Nada más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.
—¿Lo hará usted realmente, señora? ¡Sería maravi­lloso! No sé cómo agradecerle su amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo relaciona a un doctor con un sennin.
El empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y otra vez, y se alejó con gran júbilo.
Nuestro doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose hacia la mujer, le regañó malhumorado:
—Tonta, ¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el tipo empezara a que­jarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de tu bendita promesa después de tantos años?
La mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:
—Estúpido. Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, apenas podría arañar lo suficiente en este mundo de te comeré o me comerás, para mantener alma y cuerpo unidos.
Esta frase hizo callar a su marido.
A la mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsuké se pre­sentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori y hakama, quizá en honor de tan importante ocasión. Gon­suké aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del campesino corriente: fue una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusitado en la apa­riencia del aspirante a sennin. El doctor lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana India, y luego dijo:
—Me dijeron que usted desea ser un sennin, y yo tengo mucha curiosidad por saber quién le ha metido esa idea en la cabeza.
—Bien señor, no es mucho lo que puedo decirle —replicó Gonsuké—. Realmente fue muy simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran cas­tillo, pensé de esta, manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá, debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así vol­verá al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida es un sueño pasajero... justamente lo que sentía en ese instante.
—Entonces —prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación—, ¿haría usted cualquier cosa con tal de ser un sennin?
—Sí, señora, con tal de serlo.
—Muy bien. Entonces usted vivirá aquí y trabajará para nosotros durante veinte años a partir de hoy y, al término del plazo, será el feliz poseedor del secreto.
—¿Es verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.
—Pero —añadió ella—, de aquí a veinte años usted no recibirá de nosotros ni un centavo de sueldo. ¿De acuerdo?
-Sí, señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.
De esta manera empezaron a transcurrir los veinte años que pasó Gonsuké al servicio del doctor. Gonsuké acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo, tenía que seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni siquiera por todo este trabajo Gonsuké pidió un solo centavo. En verdad, en todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.
Pasaron por fin los veinte años y Gonsuké, vestido otra vez ceremoniosamente con su almidonado haori como la primera vez que lo vieron, se presentó ante los dueños de casa.
Les expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados veinte años.
—Y ahora, señor —prosiguió Gonsuké—. ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e inmortalidad?
—Y ahora ¿qué hacemos? —suspiró el doctor al oír el pedido.  Después de haberlo hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de los sennin? El doctor se desentendió diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos.
—Usted tiene que pedirle a ella que se lo diga —con­cluyó el doctor y se alejó torpemente.
La mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:
—Muy bien, entonces se lo enseñaré yo, pero tenga en cuenta que usted debe hacer lo que yo le diga, por difícil que le parezca. De otra manera, nunca podría ser un sennin; y además, tendría que trabajar para nosotros otros veinte años, sin paga, de lo contrario, créame, el Dios Todopoderoso lo destruirá en el acto.
—Muy bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea —contestó Gonsuké. Estaba muy contento y esperaba que ella hablara.
—Bueno —dijo ella—, entonces trepe a ese pino del jardín.
Desconociendo por completo los secretos, sus inten­ciones habían sido simplemente imponerle cualquier ta­rea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsuké empezó a trepar al árbol, sin vacilación.
—Más alto —le gritaba ella—, más alto, hasta la cima.
De pie en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente sobre el árbol; vio su haori flotando en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto.
—Ahora suelte la mano derecha.
Gonsuké se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó libre la derecha.
—Suelte también la mano izquierda.
—Ven, ven, mi buena mujer —dijo al fin su marido atisbando las alturas—. Tú sabes que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.
—En este momento no quiero ninguno de tus pre­ciosos consejos. Déjame tranquila. ¡He! ¡Hombre! Suelte la mano izquierda. ¿Me oye?
En cuanto ella habló, Gonsuké levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsuké, y su haori se divisaron desprendidos de la rama, y luego... y luego... Pero ¿qué es eso? ¡Gonsuké se detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido como una marioneta.
—Les estoy agradecido a los dos, desde lo más pro­fundo de mi corazón. Ustedes me han hecho un sennin —dijo Gonsuké desde lo alto.
Se le vio hacerles una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más alto, dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer entre las nubes.


1 Según la tradición china, el Sennin es un ermitaño sagrado que vive en el corazón de una montaña, y que tiene poderes mágicos como el de volar cuando quiere y disfrutar de una extrema longevidad.



El tío Facundo. Isidoro Blaisten (1933-2004)

Para que se den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros.

Mamá decía:
los perros presienten cuando se está por morir el dueño, no hay cosa peor que operar con fiebre, la penicilina consume los glóbulos rojos, decía los chicos se deshidratan en verano, decía los varones tiran más para el lado de la madre y las nenas para el padre, decía los chicos de matrimonios separados siempre están tristes, decía los médicos israelitas son los mejores, decía siempre el peor hijo es el que la madre más quiere, decía los que más tienen son los que menos gastan y a lo mejor un pobre, decía pensar que ya tenía el cáncer adentro, decía el empapelado junta bichos, decía antes la gente se moría de gripe.

Papá decía:
la natación es el deporte más completo, loa alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, los militares y los marinos son todos cornudos, los viajantes también, la verdad que lo mejor para afeitarse es la navaja, no hay como un buen vaso de vino tinto en invierno, y una cervecita en verano, las flacas suelen ser tremendas, el vino tinto no se toma frío, fumar negros es mucho más sano que fumar rubios, ningún médico opera a su propia señora, si al final todo lo que quiere el obrero es su churrasquito y su vaso de vino, piden limosna y tienen una cuenta en el banco, a los ladrones habría que cortarles las manos y colgarlos en Plaza de Mayo, el mejor abono es la bosta de caballo, la plata está en el campo, al asado hay que comerlo de parado, los del campo no tienen problemas: unos choclos, un par de huevos, matan un pollo y listo.

Mi hermana decía:
no hay cosa más linda que ir al cine cuando llueve. Un pájaro solo se muere de tristeza. A los que son blancos el sol los pone colorados en seguida, a los morochos no, van rodando de hombre en hombre y después. Odio las películas que hacen llorar. Me encanta aprender, y aprender. No como algunas que se casan de blanco. No sé la directora para qué insiste con el método global.

Yo decía:
la verdad que a la industria alemana hay que sacarle el sombrero. Los japoneses son muy traicioneros. La natación saca músculos flojos. A los tipos chinchudos la bronca se les pasa en seguida. Hasta que no me reciba, nada de novias. Yo lo que quiero es estudiar, la política fuera de la facultad.

Así era mi familia hasta que llegó el tío Facundo. 

Papá trabajaba en el ferrocarril, Sección Tráfico de la estación Retiro. Se levantaba a las cinco de la mañana, tomaba mate mientras se leía el Clarín de punta a punta y después caminaba las siete cuadras hasta la estación Saavedra. Mamá cuidaba la casa, regaba las plantas y miraba televisión. Mi hermana hacía pirograbado, era maestra y estudiaba de asistente social.

Yo estudiaba Ciencias Económicas y era empleado de Contaduría en Casimires Bonplart.
De chicos, recuerdo que mamá y papá hablaban en voz baja del tío Facundo. Cuando mi hermana o yo nos acercábamos, ellos interrumpían la conversación.

En verano, después de cenar, papá sacaba a la puerta el sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo daba vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana.

En esas noches, sucedía que cada vez que papá, después de comentar cómo iba la medianera, volvía a contar otra vez de cuando le publicaron su carta de los lectores en Clarín, no sé por qué, mamá siempre hablaba del tío Facundo.

El tío Facundo era el hermano de mamá y de la tía Fermina. Papá no lo conocía ni nosotros tampoco. Cuando mamá se puso de novia con papá, el tío Facundo ya había desaparecido. Cuando tuvimos edad para comprenderlo, mamá nos contó que el tío Facundo se había casado en Casilda y que su mujer había muerto misteriosamente, y que las malas lenguas y la tía Fermina decían que el tío Facundo la había matado.
El tío Facundo era la oveja negra de la familia de mamá. La tía Fermina decía que para ella no existía como hermano, y que por su culpa había muerto de disgusto la abuela.

Un día recibimos un telegrama del tío Facundo:
"Queridos hermanos y sobrinos: llego viernes 10. Tren internacional Posadas.»
Papá no quería recibirlo, pero mamá dijo que a pesar de todo era el hermano, y que el pobre muchacho debía sentirse muy solo, y que, si no quería ir a la casa de la tía Fermina y elegía nuestra casa, por algo sería.
De manera que el viernes 10 a las 23.45 estábamos todos en la estación Chacarita. El tren venía como con dos horas de atraso y mientras esperábamos en la confitería se armó una discusión.

Papá decía que el tío Facundo era un vago y que si era por unos días podía estar en casa, pero que no se fuera a creer que él lo iba a mantener toda la vida. Mamá y mi hermana decían que basta que uno esté al borde de un precipicio, para que en vez de ayudarlo le pisen los dedos. Yo no decía nada. En eso vino el tren.
Nos costó trabajo encontrar al tío Facundo. La única que lo conocía era mamá y nosotros le mirábamos la cara a ella. Por fin lo divisó.
Estaba parado contra una columna, aferrando un paquete corno una caja de zapatos entre las manos.

Y entonces, cuando lo vi me pareció que lo conocía desde siempre, desde toda la vida. Es que el tío Facundo daba esa impresión. Y cuando estuvo junto a nosotros, alzó en el aire a mamá, la besó, a papá le dio un abrazo que lo hizo toser, a Angelita la levantó como a una novia, y a mí me apoyó una mano en el hombro sin decirme nada, mirándome como si fuera un cómplice.
-¡Vengan, vamos a tomar algo! – exclamó -. Quiero mostrarles unas cosas.

Papá dijo que primero había que retirar el equipaje. Pero el tío Facundo no traía equipaje solamente la caja de zapatos.

En la confitería pidió vino blanco para todos. Mamá y papá se miraron. Salvo papá (un poquito con mucha soda), en casa nadie tomaba vino. Pero mi hermana, que estaba como en las nubes, quería ver a toda costa lo que el tío Facundo había traído y la verdad que todos estábamos intrigados y nos tomarnos todo el vino y hasta dos vueltas. Mamá estaba desconocida y se reía a carcajadas, sobre todo cuando el tío Facundo levantó la tapa de la caja y le entregó el mantón paraguayo tejido en encaje de ñandutí por las indias, Era de unos colores impresionantes, hermoso, Era algo que mamá había ambicionado toda la vida.

Y esa noche, el tío Facundo nos conquistó a todos, A todos nos regaló las cosas que ambicionamos toda la vida. A papá una caja de habanos. Habanos de La Habana. Los mejores, los más caros, no los apestosos charutos que Michelim le traía de Brasil. Habanos.

A mi hermana le regaló un anillo y un collar haciendo juego. Los eslabones entraban unos adentro de otro y se achicaban y se alargaban y cuando se cerraban quedaba una aguamarina colgando entre los eslabones de oro y plata. Mi hermana pegó un salto y le dio un beso.

Cuando me entregó el cuchillo creo que me sentí mal. Era una daga de hoja Solingen Arbolito, cabo y vaina de plata con incrustaciones de oro, cincelado con un trabajo como jamás volví a ver otro igual.
Nos tomarnos otra vuelta de vino. Papá pagó y nos fuimos a casa en taxi. Y esa noche, salvo el tío Facundo, nadie en casa pudo dormir.

Esa fue la primera batalla que nos ganó el tío Facundo. A veces pienso de qué le sirvió. Pero también pienso de qué nos sirvió a nosotros haberlo matado. De qué le sirvió a mamá el haberlo ahogado con la almohada, de qué le sirvió a papá el haberlo estrangulado y a mí clavarle el cuchillo que me regaló, entre el esternón y los grandes vasos, mientras mi hermana le cortaba las venas con una yilé.
De qué nos sirvió todo eso, pienso, si el tío Facundo sigue estando ahí, incrustado en la pared del patio, de costado, como un nadador, reducido quizás, o quizá quede el hueco de la carne, mientras la argamasa sigue calcinándose al sol, y el tío Facundo sigue metido adentro de la pared... Pero eso fue después, mucho después, cuando no nos quedó otro remedio que matarlo.

Al día siguiente de aquella noche memorable, el tío Facundo fue el primero en levantarse. Y esto fue también memorable, porque en todo el tiempo transcurrido hasta su muerte (y ahí precisamente) siempre fue necesario despertarlo durante largo rato.

Era sábado y el tío Facundo fue al patio y junto a la pared medianera que después iba a ser su tumba, encontró las latas vacías de brea y encontró las herramientas y con eso le construyó a mamá una especie de estantería para el sucucho, y después fue a despertarla con un mate.

Al mediodía, cuando todos nos levantarnos y vimos lo que el tío Facundo había hecho, nos quedamos. maravillados de su habilidad manual y entonces recuerdo que él nos dijo que el verdadero trabajo es el que se hace con las manos, y que lo demás, los números y los papeles, son un simulacro y una cobardía.

Ese almuerzo fue una fiesta. El tío Facundo se la pasó contándonos cómo había recolectado el arroz en Entre Ríos y las anécdotas de las estancias de Corrientes donde había trabajado. Pero lo más gracioso fue cuando nos contó las cosas que había hecho cuando fue sepulturero en Casilda y mandó a mi hermana a comprar dos botellas más de vino. Después mamá, con los ojos brillantes, propuso jugar a la lotería, pero el tío Facundo dijo que mucho mejor era el póker y todos nos miramos porque nadie sabía y después estaba el problema del mazo.

Entonces mamá preguntó cómo eran las barajas y el tío Facundo le explicó y mamá fue a buscar al ropero y vino con toda una caja intacta que tenía un dominó, una perinola, dos mazos y las fichas, que había comprado en la liquidación de Gath y Chaves. -¿Son éstas? –preguntó , mientras les sacaba el papel de celofán. Por suerte eran, y el tío Facundo nos enseñó a jugar y el póker nos resultó el juego más maravilloso y apasionante que habíamos conocido en nuestra vida, y primero las fichas no tenían valor y después les pusimos diez pesos, y después cincuenta y después cien y papá mandó a mi hermana a traer dos botellas más de vino, pero el tío Facundo dijo que mejor era traer dos de cubana, y cuando Angelita estaba por salir cayó la tía Fermina.

Cuando la tía Fermina vio lo que había sobre la mesa, casi se muere. Ni siquiera saludó al tío después de tantos años. Lo insultó, le dijo de todo. Mamá, que parecía medio borracha, salió en su defensa. Papá movía la cabeza como ausente y decía: - Haya paz. Haya paz.

Pero de pronto papá se levantó y le tiró un bofetón a mi hermana por encima de la mesa, y desparramó todo, las fichas y la plata, y gritaba como un desaforado;
¡Pero qué esperás, estúpida, traé la cubana de una vez!
Era la primera vez en mi vida que veía a papá levantarle la mano a mi hermana.
Angelita salió corriendo para el almacén, y el tío Facundo se levantó y se fue al patio y se quedó fumando junto a la medianera, mirando las estrellas que ya empezaban a aparecer.

Ahora que lo pienso, parecía que el tío Facundo sintiera predilección por esa pared donde ahora está empotrado, de perfil y rodeado de ladrillos con la boca y los ojos llenos de cemento, aunque a lo mejor ahora no quede más que el aire rodeando al esqueleto... En fin, habría que golpear esa pared.

Bueno, al final la tía Fermina se fue, y al principio nadie tenía apetito, pero
después, el tío Facundo empezó a contar chistes y mandó a mi hermana a buscar dos botellas más de vino y le enseñé a mamá a preparar los saltimboquis a la romana y cenamos como reyes y continuamos con el póker, nos tomamos también las dos botellas de cubana y seguimos jugando al póker hasta las seis de la mañana.
Al día siguiente los vecinos se quejaron y papá, que por primera vez en su vida había faltado al trabajo, le quiso pegar a Michelini.

Y así empezó todo. Papá y el tío Facundo iban todos los sábados y domingos a las carreras. Mamá les daba sus ahorros para que jugasen.
Angelita trajo a todas sus maestras amigas y el tío Facundo les enseñaba a bailar el tango y después se acostaba con ellas. Mamá era feliz como una descosida y salía todas las noches con el joven poeta, y el tío Facundo decía que eso era bueno, que era salud y era la vida, que en la vida las cosas había que matarlas viviendo, que la belleza y la pornografía debían ir juntas y que el gran problema de la gente, cuando no había guerras, era que se aburría. Por eso, decía, los vecinos se pasaban la vida en la puerta viviendo de la vida de los demás, que los chismes eran una forma del romanticismo frustrado y que la gente consumía revistas de crimen y pornografía porque lo necesitaban, porque le suplían la vida, porque la verdadera vida era un vendaval.
Yo traje a los muchachos de la facultad para que lo escuchasen.

Hasta ahí todo podría haber seguido muy bien. Papá, que siempre fue un tipo incapaz de matar una mosca, le había roto el alma a casi todos los vecinos, y primero entraron por la variante de respetarlo y después se hicieron habitués y lo seguían a papá admirando sus cuadros.
Papá había descubierto su "vocación dormida", como decía el tío Facundo, y sus cuadros estaban por toda la casa, y Michelíni venía a casa y se quedaba mirándolos largas horas. A veces los ojos se le nublaban, lo palmeaba en la espalda a papá y se iba en silencio.

Yo había cambiado, sentía que emitía un magnetismo personal. Las chicas de la facultad me adoraban y venían a casa.
Todos vivíamos. No había un minuto, ni un resquicio donde tuviéramos que pensar lo que podríamos hacer.
Todo estaba como aceitado de vida. Por las noches se bailaba, se jugaba al póker, se escuchaba al tío Facundo, mamá leía las últimas cosas del joven poeta, papá pintaba, leía la fija, se peleaba. Todos vivíamos.

Pero a mi hermana se le dio por hacerse la intelectual de izquierda y ahí empezó la toma de conciencia. Primero empezó con el sensualismo embrutecedor de la burguesía, y después siguió con el diálogo entre católicos y marxistas. Papá a toda costa quería pegarle. Entonces Angelita se alió con la tía Fermina.
La tía Fermina vivía masticándose el odio. Desde que apareció el tío Facundo, quiso venir a casa con su prédica, dos o tres veces, pero le tenía miedo a papá, que cada vez que la veía le quería pegar. Y ésta fue su gran oportunidad.
Lo primero que hizo la tía Fermina, ayudada por mi hermana, fue introducirse un domingo en casa, mientras todos dormíamos, y con la espátula destrozó todos los cuadros de papá.

Pobre papá. Parecía el retrato de Dorian Gray. Yo recuerdo su semblante cuando vio los lienzos cortajeados, los pomos vacíos, los bastidores pisoteados. No dijo nada, ni una palabra. Pero el lunes volvió a ser el mismo de antes. Se levantaba a las cinco, tomaba mate. se leía el Clarín de punta a punta y a la noche se iba a la puerta con la sillita baja, mientras adentro todos bailábamos, o jugábamos al póker, o escuchábamos las poesías del joven poeta
Y entonces, papá también tomó conciencia, y se alió con mi hermana y la tía Fermina. De cualquier forma, aún antes de que la tía Fermina diera el próximo paso, antes de que me convenciera a mí (porque mamá fue la última en rendirse, aun cuando fue la que demostró más saña cuando ahogó al tío Facundo con la almohada), aún antes de que papá fuera ganado por la tía Fermina, digo, algo había comenzado a romperse, algo que le facilitó las cosas a la tía Fermina. Era el verlo a papá como un marciano, distinto, caminando entre nosotros, explicando cómo los alemanes perdieron la guerra en Rusia por el frío, mientras los que quedábamos junto al tío Facundo vivíamos.
Y a la tía Fermina no le fue difícil conquistarme.

Y ya la vida comenzó a declinar. Pero mamá era irreductible. Era la amante del joven poeta (que según el tío Facundo veía en ella a la madre y a la mujer). El muchacho estaba enloquecido por mamá y le escribía unos poemas maravillosos, Pero mamá estaba sola. Y entonces la tía Fermina triunfó. La agarró a mamá y le planteó el dilema: - Sos la única que queda. O matamos a Facundo o matamos al poeta.

Venció el amor. Esa noche decidimos matar al tío Facundo. Lo encontramos dormido, con una sonrisa inolvidable. Papá lo estranguló y yo le di la primera puñalada entre el esternón y los grandes vasos. Mi hermana le abrió las venas con la yilé. La tía Fermina organizaba todo.
Nos costó trabajo desprender a mamá, que quería seguir ahogándolo con la almohada.
Después lo pusimos de costado y levantamos la medianera alrededor de él. Y eso es todo.

Y ahora que el tío Facundo está ahí muerto, metido en esa pared para siempre, calcinándose al sol, no puedo dejar de mirarla con cierta melancolía, sobre todo en las noches de verano, cuando papá saca a la puerta d sillón de mimbre para mamá, la sillita baja para él, la silla vienesa (que yo doy vuelta) para mí, y el sillón plegadizo para mi hermana, y mamá dice que los perros presienten cuando está por morir el dueño, y papá dice: la plata está en el campo, y mi hermana dice: no sé la directora para qué insiste con un método global, y yo digo: los japoneses son muy traicioneros.


Dagon. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)


Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.
   Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.
     Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.
       El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.
     Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.
    El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.
    Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.
    A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.
    No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.
    Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.
    Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.
    De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.
    Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.
    Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.
   Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.
    No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.
    Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.
    Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.
    Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!