lunes, 15 de abril de 2024

Poemas. Christina Rossetti (1830-1894)

Un maizal verde.


La tierra era verde, el cielo era azul:
Yo vi y oí en una mañana de sol
Una alondra colgando entre los dos,
Una silueta que cantaba sobre los granos;

Y justo debajo, en alegre compás,
Mariposas blancas agitaban las alas,
Y de todos modos la alondra se elevó,
Silenciosa se hundió y se elevó para cantar.

El maizal extendió su tierno verde
Alrededor de mis pasos;
Yo sabía que había un nido oculto
Un secreto auditorio entre el millón de tallos.

Y al detenerme para oír su voz,
Mientras se deslizaba el instante de sol,
Quizás su amante se sentaba, encantado,
A oír el final de aquella canción.





Un eco de Willowwood.


Dos miraban fijamente las aguas, él miró y ella,
Esquivando su mano, pero con el corazón cercano,
Pálida e indecisa sobre el filo de las aguas,
Como al borde de una partida impostergable.
Cada uno con los ojos en el otro, ella y él,
Cada uno sintió que el hambre del corazón que brinca y se hunde,
Cada uno saboreó la amargura que ambos deben beber,
Allí sobre el límite del mar de la vida.
Lirios sobre la superficie, en lo profundo
Dos rostros melancólicos se ansían uno al otro,
Resuelto y poco inclinado al discurso:
Una ondulación repentina sacudió los rostros,
Por un momento los unió, y luego se desvanecieron:
Entonces aquellos corazones se unieron,
Y así fueron separados.





Hada Morgana.


Un fantasma de ojos azules se ríe
en la distancia, saltando hacia el poniente:
por un camino que persigo eternamente,
Tomo aliento y hacia allí voy.

La luz del sol se quiebra gota a gota:
va cantando y saltando alto
entre las flores con un sonido de ensueño,
en una canción de sueños.

Me río, es tan rápido y alegre;
tan distante que llora mi fantasía:
Espero que pueda yacer algún día,
yacer por siempre y soñar.





El mercado de los duendes.


De la mañana a la noche
gritan los duendes a troche y moche:
"nuestros frutos comprad,
venid, venid y comprad
membrillos y manzanas,
limones y naranjas
rollizas cerezas,
melones y fresas,
sonrosados melocotones,
arándanos silvestres
moras atezadas,
zarzamoras muy moradas,
piñas y garraberas,
albaricoques y frambuesas;
que alcanzan su madurez
en verano todas de vez;
la mañana llega
y la tarde se aleja,
comprad lo que el verano deja:
de la viña uvas frescas,
granadas hermosas y plenas,
dátiles y peras,
de fraile y claudias son las ciruelas,
también damascenas y de yema,
venid y probadlas, no os dé pena:
pasas y grosellas,
encarnadas bayas,
higos a raudales
cítricos meridionales,
dulces y lozanos:
comprad, alargad esa mano.





El destino de una rana.


Desdeñando su casa en el pueblo
Y la charca del pueblo,
Una Rana imponente despreció cada camino
Saltando por la carretera del imperio.

Ni cerdo feroz ni perro ladrador
Podrían desconcertar a tan majestuosa Rana.
Aún se demoraba el rocío de la mañana,
Sus costados se helaban, su lengua se entumecía:
Cuando la noche debía llegar, llegó primero el rocío,
Y fue rechazado por nuestra peregrina Rana.

¡Pero, ay! La hierba del camino la esconde
Ya no se la advierte saltando.
Desprevenidamente rodaba un ancho carro
Que la aplastó, arrolló sus alegrías, sus encantos.
Y del morir ahogado brotó un débil canto
Rompiendo el silencio perpetuo de la Rana:
Vosotras, Ranas boyantes, vosotras, pequeñas y grandes,
¡Incluso yo soy mortal después de todo!
Mi camino a la fama resultó un camino de lodo;
Fallezco sobre la horrible carretera;
¡Ah, mi viejo camino familiar!

La Rana ahogada sollozó y partió;
El Áuriga pasó silbando a zancadas,
Inconsciente de la infame matanza,
Silbando el Áuriga cruzó,
Silbando (podría decirse)
Como silban su cortejo las ranas.
Una rana hipotética atropellada,
Ignorante de la realidad.

Oh, ricos y pobres, oh grandes y pequeños,
Tales descuidos nos sacuden.
Una Rana destrozada lo tolera todo,
Una Rana tan insignificante como absoluta:
Aquella Rana hipotética y sola
Es la Rana sobre la que habitamos.





Canción fúnebre.


Cuando haya muerto, amado,
Triste canción no cantes,
Ciprés sombrío ni frescas flores
sobre mi tumba derrames.
Cúbreme verde hierba
de lluvia humedecida,
Y si quieres, recuerda,
Y si quieres, olvida.
Ya no he de ver la penumbra,
ni el rocío sentir,
ni el canto -triste como un lamento-
del ruiseñor oír.
Soñando en un crepúsculo,
ni alba ni atardecer,
puede ser que recuerde,
que olvide puede ser.





Un retrato.


Ella renunció a su belleza en la tierna juventud,
Renunció a la esperanza, a los alegres modales;
Ella veló sus ojos ante la prohibida vanidad,
Y eligió lo más amargo de la verdad.
Dura consigo misma, y hacia los demás con piedad,
Sirvienta de sirvientes, pocas certezas para alabar,
Largas oraciones y ayunos en la eremita, noche y día:
Ella se instruyó sobre visiones y sonidos groseros,
Ya que con pobres debía habitar, con asolados obreros,
Hasta que lo más ínfimo de todo lo hecho
Sea satisfecho: Ella misma renunciando a su ser,
Contando los bienes terrenales con dolor.
Entonces, con la calma de su elección, cargó la cruz
Y odió al mundo por amor a Dios.

Ellos se arrodillaron en angustioso silencio junto a su cama,
No podía llorar; pero en calma allí reposaba.
Todo el dolor la había abandonado, y el último rayo de sol
Brilló a través de ella, tiñendo de rojo las sombrías cortinas.
En su corazón, Ella dijo:
El Cielo se abre; dejo el mundo y marcho lejos,
El Novio me convoca ¿la Novia se rehusará?
Luego, sobre el pecho inclinó su cabeza.
Oh Lirio, gema de inestimable valor,
Oh paloma de paciente mirada y tierna voz,
Oh vid fecunda entre la tierra yerma,
Oh doncella llena de amor y pureza,
Inclina ante tus amigos terrenales la cabeza,
Para elevarte con los santos en el Paraíso.





Tierra de sueños.


Dónde los ríos sin sol lloran,
Derramando en el abismo sus olas,
Ella duerme un sueño encantado
Del que no despertará.
Guiada por una estrella errante,
Ella llegó de lejanos lugares,
Buscando sus placeres
Donde las sombras yacen.

Ella dejó la rosada mañana,
Ella dejó los campos de maíz
Por el frío crepúsculo
Y los lánguidos manantiales.
A través del sueño, como un velo,
Ella observa el pálido cielo,
Escuchando el canto aéreo
Del triste ruiseñor.

Descanso, descanso, un perfecto descanso
Cubre su frente y sus senos,
Su rostro se vuelve al oeste,
Hacia la Tierra Púrpura.
Ella no puede ver el grano,
Madurando en la colina y el llano,
Ella no puede sentir a la lluvia
Caer sobre su frágil mano.

Descansa, descansa por siempre
En las exuberantes orillas
Descansa hasta que el corazón calle,
Hasta que el núcleo del tiempo muera.
Duerme un sueño que el dolor
No puede perturbar,
La noche no será quebrada por la mañana,
Hasta que la alegría se apodere
De su perfecta paz.





Ella se sentó y cantó.


Ella se sentó y cantó siempre,
Junto a las orillas verdes del arroyo,
Viendo a los peces saltar y jugar,
Bajo el alegre rayo del sol.

Yo me senté y lloré siempre,
Bajo lo más sombrío de la luna,
Viendo los capullos de mayo,
Bañando con lágrimas el arroyo.

Lloré por la memoria;
Ella por la esperanza:
Mis lágrimas se ahogaron en el mar,
Su canción murió en el aire.





De Profundis.


¿Por qué el cielo se alza distante?
¿Por qué la tierra cuelga lejana?
Ajena tiembla la estrella,
Brillando opaca, constante.

No me importa alcanzar la luna,
Un círculo de monótona sinfonía;
Repitiendo incansable la misma melodía,
Lejos de mi, de mi ternura.

Yo nunca contemplo el fuego disperso
De las estrellas, o del sol su ardiente sendero,
Todo mi corazón conjuga un solo deseo,
Un vano sentimiento reseco.

Pues atada yazgo bajo la trémula lanza,
Alegría, belleza, danzan lejos de mi alcance,
Comprimo mi corazón, estiro mi romance,
Y temblorosa acaricio la esperanza.





La belleza es vana.


Mientras las rosas son rojas,
Mientras los lirios son tan blancos,
¿Va una mujer a exaltar sus rasgos
Sólo para brindar placer?
Ella no es tan dulce como la rosa,
El lirio es más altivo y pálido,
Y si ella fuese como el rojo o el blanco
Sería apenas una entre varios.

Si ella enrojece en el verano del amor
O en su invierno se vuelve reseca,
Si ella hace alarde de su belleza
O se oculta detrás de un falso rubor,
Vista ella de blanco o de sedas rojas,
Y se pare torcida o como recta madera,
El tiempo siempre gana la carrera
Que nos oculta bajo una mortaja.





Una hija de Eva.


Una ingenua fui por dormirme al mediodía,
Y despertar cuando la noche es helada
Debajo de la confortable y gélida luna;
Ingenua por desgarrar mi rosa con delirio,
Ingenua por vislumbrar apenas mis lirios.

Mi pobre jardín no he conservado,
Se desvaneció al ser abandonado,
Entonces lloré como nunca he llorado:
Era invierno cuando en sueños me envolví,
Y es verano cuando ahora despierto.

Habla cuanto quieras de la futura primavera,
Sobre algún cálido y dulce mañana:
Desnuda de esperanzas y absolutos,
Sin nada para reír, nada para cantar,
Me siento a solas con el Dolor.





Recuerda.


Recuérdame cuando haya marchado
Lejos en la Tierra Silenciosa;
Cuando mi mano ya no puedas sostener,
Ni yo dudando en partir, queriendo permanecer.
Recuérdame cuando se acabe lo cotidiano,
Donde revelabas nuestro futuro pensado:
Sólo recuérdame, bien lo sabes,
Cuando sea tarde para plegarias o consuelos.
Y aunque debas olvidarme por un momento
Para luego evocarme, no lo lamentes:
Pues la oscuridad y la pena dejan
Un vestigio de los pensamientos que tuve:
Es mejor el olvido en tu sonrisa
Que la tristeza ahogada en tu recuerdo.





Canción de la novia.


¡Oh, es tarde para el amor, tarde para la alegría,
Tarde, demasiado tarde!
Has vagado en el camino por mucho tiempo,
Has dudado frente a la puerta:
La encantada paloma sobre la rama
Murió sin un compañero;
La encantada princesa en su torre
Durmió detrás de las rejas;
Su corazón se encogía de pesar
Mientras tu la obligabas a esperar.

Hace diez años, hace cinco años,
Un año atrás,
Incluso entonces habrías llegado a tiempo,
Aunque parco y lento;
Hubieses visto su rostro viviendo,
El que ya no podrás contemplar:
La fuente congelada podría borbotear
Los brotes continuados y soplar,
El cálido viento del sur podría despertar
Para derretir la nieve.

¿Es ella hermosa ahora que yace?
En un tiempo lo fue;
Una reina para cualquier rey,
Con polvos dorados sobre el cabello,
Ahora son amapolas en sus rizos,
Blancas amapolas ha de llevar;
Un velo sobre el rostro ha de llevar
Junto a su anhelada tumba:
¿O es el hambre saciado lentamente
Quién suelta las amarras del cuidado?

Nunca la vimos sonreír,
O con el ceño arrugado;
Su lecho nunca le pareció suave
Aunque se sacuda debajo;
Nunca atendió sus ropas,
Mortajas, vestidos, o coronas;
Pensamos que su frente blanca sufría
Bajo el peso de su joyas,
Antes de que el cabello plateado asomara
En el campo perdido de los castaños.

Nunca la escuchamos hablar con premura,
Sus tonos eran dulces,
Y modulando sin luces,
Apenas lo necesario:
Su corazón se sentó silencioso entre el ruido
Y las mareas de la calle.
No había prisa en sus manos,
Ninguna prisa en sus pies;
No había ninguna dicha cercana
Que ella no se detuviese a saludar.

Debías haberla llorado ayer,
Llorado sobre su cama desierta:
¿Pues dónde habrás de llorar hoy
Si está muerta?
Los que la amamos no lloramos hoy,
Pero coronamos su cabeza real.
Deja estas amapolas que esparcimos;
Tus rosas son demasiado rojas:
Deja que estas amapolas, no para ti,
Crezcan y se extiendan.





La única certeza.


Vanidad de Vanidades, dice el Predicador,
Todas las cosas son Vanidad.
El ojo y el oído no pueden llenarse
Con imágenes y sonidos.
Como el primer rocío, o el aliento
Pálido y súbito del viento,
O como la hierba arrancada del monte,
Así también es el hombre,
Flotando entre la esperanza y el miedo:
¡Qué pequeñas son sus alegrías,
Qué diminutas, qué sombrías!
Hasta que todas las cosas terminen
En el lento polvo del olvido.
Hoy es igual que ayer,
Mañana uno de ellos ha de ser;
Y no hay nada nuevo bajo el sol:
Hasta que la antigua Raza del Tiempo corra
El viejo espino crecerá en su cansado tronco,
Y la mañana será fría, y el crepúsculo, gris.





Cuando esté muerta.


Cuando esté muerta, mi amor,
No cantes tristes canciones para mí,
No plantes rosas en mi cabeza
Ni sombríos cipreses:
Sé la hierba verde sobre mí,
Con rocíos y gotas mójame;
Y si te marchitas, recuerda;
Y si te marchitas, olvida.

Ya no veré las sombras,
No sentiré la lluvia,
No escucharé al ruiseñor
Cantando su dolor:
Y soñando a través del crepúsculo
Que no crece ni desciende,
Felizmente podría recordar,
Y felizmente podría olvidar.


Desde las criptas de la memoria. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Eones y eones atrás, en una época cuyos maravillosos mundos han desaparecido, y cuyos poderosos soles ahora son menos que sombra, moraba yo en una estrella cuyo curso, cayendo de los altos cielos sin retorno del pasado, pendía justo al borde del abismo en el cual, según afirmaban los astrónomos, su ciclo inmemorial encontraría un oscuro y desastroso fin.

¡Ah, extraña era esa estrella olvidada en las profundidades, más extraña que ningún sueño que haya asaltado a los soñadores de las esferas del presente, o que ninguna visión que haya flotado sobre los visionarios en su mirada retrospectiva hacia los pasados siderales! Allí, a través de ciclos de una historia cuyos amontonados anales inscriptos en bronce estaban más allá de toda tabulación posible, los muertos habían llegado a sobrepasar infinitamente en número a los vivos. Y construidos en una piedra que era indestructible salvo en la furia de soles, sus ciudades se levantaban junto a las de los vivos como las prodigiosas metrópolis de los Titanes, con muros que ensombrecían a todas las tierras circundantes. Y por encima de todo pendía la negra bóveda fúnebre de los crípticos cielos: una cúpula de sombras infinitas, donde el lúgubre sol, suspendido como una enorme y solitaria lámpara, iluminaba poco y, apartando su fuego del rostro del indisoluble éter, proyectaba sólo tenues y desesperados rayos sobre los vagos y remotos horizontes y amortajaba los ilimitados paisajes de esas tierras visionarias.

Éramos un pueblo sombrío, secreto y afligido, nosotros, los que morábamos bajo ese cielo de eterno ocaso ante el cual se recortaban las siluetas de los encumbrados sepulcros y obeliscos del pasado. En nuestra sangre corría el frío de la noche antigua del tiempo, y nuestro pulso languidecía con una reptante presciencia de la lentitud del Leteo. Sobre nuestros patios y campos, como invisibles e indolentes vampiros surgidos de mausoleos, se elevaban y fluctuaban las negras horas, con alas que destilaban una maléfica debilidad producto del oscuro dolor y la desesperación de muertos siglos. Los mismos cielos se hallaban cargados de opresión, y respirábamos bajo ellos como en un sepulcro, sellado para siempre con toda su estancación de corrupción y lenta decadencia, y con tinieblas impenetrables salvo para los agitados gusanos.

En sombras vivíamos, y amábamos como en sueños, como en los vagos y místicos sueños que se ciernen sobre los últimos límites del insondable reposo. Sentíamos por nuestras mujeres, con su pálida y espectral belleza, el mismo deseo que los muertos acaso sienten por las fantasmagóricas azucenas de los prados del Hades. Pasábamos nuestros días vagando por entre las ruinas de solitarias e inmemoriales ciudades, cuyos palacios de calado cobre, al igual que sus calles abiertas entre largas filas de esculpidos obeliscos dorados, se veían sombríos y mórbidos bajo la luz muerta, o yacían sumergidos para siempre en mares de inmóvil sombra; ciudades cuyos vastos templos de hierro preservaban aún su lobreguez de primordiales misterio y horror, y desde donde las esculturas de dioses siglos atrás olvidados miraban con ojos inalterables el cielo vacío de esperanza, y veían la noche ulterior, el olvido final. Lánguidamente cuidábamos de nuestros jardines, cuyas grises azucenas ocultaban un necromántico perfume que tenía el poder de evocarnos los muertos y espectrales sueños del pasado. O, errando a lo largo de campos de perenne otoño, del color de la ceniza, buscábamos las raras y místicas inmortales, de sombrías hojas y pálidos pétalos, que florecían bajo sauces de exangües follajes similares a velos; o llorábamos bajo un dulce rocío de nepente, junto al fluyente silencio de aguas aquerónticas.

Y uno tras otro fuimos muriendo, y nos perdimos en el polvo del tiempo acumulado. Y sólo veíamos a los años como una lenta sucesión de sombras, y a la muerte como el ceder del ocaso ante la noche.


Letanía de Ludar a Thasaidon. Clark Ashton Smith (1893-1961)

¡Negro señor del miedo y del terror, dueño de toda confusión!
Por ti, dijo tu profeta, el nuevo poder es dado a los magos después de la muerte,
y las brujas, pudriéndose, exhalan un aliento prohibido,
y tejen encantos salvajes e ilusiones tales,
como nadie, excepto las lamias, pueden utilizar.
Y por tu gracia los cuerpos corrompidos pierden
su horror y se encienden amores nefandos
en cámaras fétidas, largo tiempo oscurecidas.
Y los vampiros te dedican sus sacrificios
vomitando sangre, como si enormes urnas hubieran
su brillante tesoro bermellón derramado
sobre nuevos y antiguos sepulcros.


Zothique. Clark Ashton Smith (1893-1961)


Aquel que haya hollado las sombras de Zothique y contemplado el oblicuo sol del color de la brasa, no volverá de aquí a un país anterior, sino que rondará una última cosa donde las ciudades se deshacen en la negra arena y muertos dioses beben el salitre.

Aquel que haya conocido los jardines de Zothique, donde sangran los frutos desgarrados por el pico del simorgh, no saboreará la fruta de hemisferios más verdes; bajo las postreras enramadas, en la sucesión de ocasos de los años sombríos, sorberá un vino de aramanta.

Aquel que haya amado a las salvajes muchachas de Zothique no volverá a buscar un amor más tierno, ni distinguirá el beso de una amante del vampiro; el espíritu escarlata de Lilith se levanta para él, amoroso y maligno, de la última necrópolis en el tiempo.

Aquel que haya navegado en las galeras de Zothique y haya visto el espejismo de extrañas torres y cumbres, tendrá que enfrentarse de nuevo al tifón enviado por un brujo y ocupar el puesto del timonel sobre océanos alborotados por la cambiante luna o por la señal remodelada.


Poemas. Coventry Patmore (1823-1896)

Las victorias del amor.


Quien oye una vez con claridad
la música de las esferas prohibidas,
en adelante estará solo,
y durante el resto de sus días,
como alguien que recorre la Muralla China,
de un lado divisará ciudades y cortesías,
y de otro verá leones.





El ángel en la casa.


El hombre debe ser complacido, pero complacido
en el placer de la mujer,
Bajando por el golfo de sus necesidades

Ella pone su mejor esfuerzo, ella se arroja.
¡Y con qué frecuencia se arroja en vano!
  Estrecha su corazón en el capricho,
Cada palabra impaciente provoca otra,

No de ella, sino de él,
Mientras ella, suave aún para la réplica,

Espera de él una respuesta amable,
Espera su remordimiento,
Ya con el perdón en sus ojos.





Venus y la Muerte.


En áureos grilletes yacían sus pies cautivos,
Dulcemente asoleados;
En aquella palma la amapola, el Sueño;
En ésta la manzana, la Dicha;
Contra el flanco suave de su Esposa y Madre,
Un pequeño Dios prosperó.
Y en ellos una Muerte En Vida asquerosamente respiró
Por un rostro que era una reja de dientes.
Levantaos, oh Ángeles, levantad sus párpados,
¡No sea que él los devore a los dos!





Las profundidades del espíritu.


No es en la crisis de los eventos
De una esperanza musical,
O en los actos de graves consecuencias,
Donde la vida revela su profundidad.
El día de los días no está en el pasado,
En aquello que fue pospuesto, demorado;
La noche de la muerte
Se llevó nuestra lámpara lejos,
Sin ser la noche en la que, perplejo,
Mi amada llegó bajo la luna en el espejo,
A través de los umbrales de la tersura.
Caminando sobre aquella tarde profunda,
Dónde vimos las flores agitarse en el agua.





Realidad del amor.


Camino, confío, con los ojos abiertos;
He recorrido la mitad del terrenal desierto;
Detrás de mis pasos se esconde
Mucha vanidad y algo de remordimiento;
He vivido para sentir el orgullo de los espíritus,
Anclados entre sí como la mano al guante;
Me he sonrojado por el castillo del amor,
Jamás descreí de él, aún sin mi corazón,
Jamás negué al amor, la única cosa mortal
Cuyo valor es eterno, inmortal;
Nunca tuve en cuenta los errores,
Residuos que cantan terrores,
Indignos de una grave canción;
Y el Amor es mi recompensa, por ahora,
Cuando la mayoría de los espectros se quejan,
El mirto florece sobre mi frente,
Y su aroma echa raíces en mi mente.





El amante casado.


¿Por qué me lamento después de conquistarla?
Porque la gracia vestal de su espíritu
Me incita incansable a perseguirla,
Y ella, como un espectro, elude mis abrazos;
Tan intensa es su femineidad que verla
Es como besar la mano de una Reina,
Caricia que no conforma ninguna familiaridad;
Sino que marca la justa altura
A la que puede aspirar la negligencia,
Así como las damas humildes hostigan
La gracia que confunden con imprudencia;
Entonces ella con cálidos favores alimenta
La lealtad de un amor tan grande
Que allí la presunción jamás se diferencia
En el acto o la palabra,
Tan humildes como la mujer humilde puede ser,
Sus modales al llamarme Señor
Me recuerdan la intensa cortesía;
Y no menos el consentimiento de su voluntad
Que mi orgullo herido afectó,
Pero aquel noble estilo todavía
La impulsa a un inalcanzable desierto;
Mientras recuerdo su risa y su aliento,
Recuerdo que cuando todo está ganado
Aún podemos preguntar,
Reflejar la luz de la nieve sin esperanzas
Que brilla en el éter de su virginidad,
Porque, aunque libre de otros templos,
Conservo este santuario bajo los cielos;
Ya que, en definitiva,
Ella nunca podrá ser mía.


Canción a la noche. Daniel Henry Deniehy (1828-1865)

Oh, la Noche, la Noche, la Solemne Noche;
La Tierra cede bajo su caricia silenciosa,
y el Cielo, ornado de diamantes, simula un templo amplio,
donde los astros se rinden bajo el trono de la Deidad.
Oh, la Noche, la Noche, la Hechicera Noche;
el reinado grotesco del día ha terminado,
y miríadas de Elfos se acercan en calma,
con sus áureas barcas desde las Costas del Sueño.
Oh, la Noche amada,
Alegre y Desolada,
tu bravo Céfiro galopando sobre el aire,
cuando alta brilla la luna
en el rociado Espacio,
y la Brisa es dulce como el beso de una Dama.

Oh, la Noche, la Noche, la Encantadora Noche.
Desde la fuente a la sombra del mirto,
las primeras notas de la serenata
flotan suavemente en el aire soñoliento;
mientras claros ojos brillan entre las vides,
y blancos brazos se inclinan sobre los balcones,
bañando de suspiros al Caballero que aguarda,
así como la hierba ansía el abrazo de la mañana.
Amor en sus Ojos,
Amor en sus Suspiros,
Amor en cada pecho adornado con Lirios;
en palabras tan sinceras
que el oído más atento no las capta,
y el anhelante Corazón tal vez las Pierda.

Oh, la Silenciosa Noche, donde los sueños de los estudiantes
juntos se lamentan en la Tumba del Sabio;
y los ojos de la Madre sobre la Cuna
derraman lágrimas sobre la mejilla pálida.
Oh, la Pacífica Noche, donde el pobre Vagabundo
es atravesado en el campo de batalla,
mientras llora la trompeta y el sable canta.
Sobre ellos, la Solitaria y Triste luna es testigo de la matanza.
Las Lágrimas fluyen
sobre la mejilla de Hierro
del centinela que yace solo.
Pensamientos que ruedan
por su Alma intrépida;
mutilando su rostro, severo en el Día.

Oh, la Sagrada Noche, donde se acerca la Memoria,
con su rostro Suave y Dulce hacia mí.
Pero sus melodías son Tristes, como las aéreas baladas
que el infante oye sobre las maternales faldas.
A tu alrededor, delicadas formas huyen,
con níveas frentes y dorados cabellos,
con ojos que ciegan como los Cielos de Verano,
y Labios que hablan de perdidos días pasados.
Amplio es tu Vuelo,
Oh, Espíritu de la Noche,
por valles, corrientes y arboledas,
pero mayor es en la Penumbra
del austero cuarto del Poeta.
Allí eliges, esquiva; vagar.


El cazador. John Collier (1850-1934)

Un joven llamado Alan está locamente enamorado de una tipa llamada Dayana. En realidad, ella se ha acostado con media ciudad de Londres, con todos menos con él. Como dijo Óscar Wilde (mi escritor favorito) “la diferencia entre un amor eterno y un capricho, es que el capricho dura más”, así que estaba encaprichado. Desesperado, loco de amor, no sabe qué hacer, un amigo le da la dirección de un hombre raro que tiene fama de alquimista, que vive en un altillo. Entonces va y le presenta su tarjeta a ese hombre:
-¡Oh!, ¡míster Alan!
Y le arroja sobre la mesa la tarjetita como si fuera un objeto pringoso y sucio.
-Espero que sea cierto lo que me han dicho, que según usted tiene toda clase de pócimas extraordinarias…
-Ah sí-le dice el brujo-yo solamente vendo cosas de efectos extraordinarios, por ejemplo, fíjese en esta botella que tengo acá, este líquido es incoloro, inodoro e insípido, parece agua, sin embargo, basta una cucharadita para tratar especialmente a una persona. Se mezcla con el café, el té o cualquier otra bebida y la persona nada nota, tampoco quedan rastros en la autopsia…
-Pero, ¿qué me está diciendo?, eso… ¡eso es un veneno!
-Yo no emplearía una palabra tan fea como veneno, llamémoslo detergente. Es un detergente de personas-le alude el viejo alquimista.
-Perdóneme, pero no sé de qué me está hablando. No, no, no, no me gusta el lenguaje que usted usa.
-Dispénseme, soy un cínico, no me tiene que tomar en serio. No hay como darles a las personas una buena dosis de lo que quieren para que después quieran otra cosa, aunque sea más cara, como cuando nuestro amado o amada nos da un beso y después resulta que queremos más. Mi detergente de personas lo cobro muy caro, esa cucharadita de té que yo le dije, que es suficiente para tratar a cualquiera la cobro a $50, 000.00, ni un centavo menos.
-¡Pero yo no quiero nada de eso! Más bien busco el polo opuesto, todo lo contrario, busco el amor.
-Ya sé que no venía a buscar eso, mi estimado míster Alan. Mi filosofía de la vida es la misma que la de los narcotraficantes de nuestro estado y de todo el mundo, la primera te la regalo y la segunda te la vendo. La gente eventualmente compra lo más caro, aunque deba ahorrar, ya entenderá, no se preocupe. Quiero que sepa que mis pócimas de amor son terriblemente efectivas. Figúrese, basta hacerle beber una pequeña dosis a una chica para que ella cambie su manera de ser, de la indiferencia pasa a la adoración. Si le gustan las fiestas, a partir de ahora, las va a detestar, va a tener miedo de que en alguna fiesta usted conozca a otra chica y se la robe. No va a querer que se ponga frente a las corrientes de aire por miedo a que usted se enferme. ¿Usted fuma?
-De vez en cuando, uno que otro.
-Entonces lo va a obligar a dejar de fumar. Bastará que usted llegue un minuto tarde a la casa para que ella se aterre, solamente va a desear en el mundo estar a solas con usted, se interesará por todos sus pensamientos, dónde ha estado, qué hizo, qué hará después, a qué horas vuelve, nunca se va a separar de usted, jamás le concederá el divorcio, eso será lo último en la vida que pueda suceder.
-¡Eso quiero yo!, ¡ése es el verdadero amor!, que piense solamente en mí.
-¡Oh!, va a pensar solamente en usted.
-Perdone usted, la pócima de amor, ¿cuánto vale? Espero que no sea tan cara como el detergente de personas…
-No, ése vale $50,000.00. Ni un peso menos. Mis pócimas de amor las cobro mucho más baratas, es prácticamente gratis, la cobro a un peso.
-¡¡¡¿¿¿Un peso???!!!-dijo míster Alan exaltado-¿por esta maravilla, por esta fuente de felicidad, me va a cobrar un peso?
-Sí, y la primera te la regalo.
-¡Muchas gracias, señor!, ¡muchas gracias! Usted me ha dado la felicidad, la felicidad que tanto busqué. Gracias nuevamente, y adiós.
-Nunca utilice la palabra “adiós”, mejor diga “hasta la vista”. ¡Hasta pronto joven Alan!
A la semana siguiente, Alan regresa al consultorio del brujo, pálido, desesperado y con una cara que daba lástima, el brujo lo mira y le pregunta:
-¿Viene por el detergente de personas, míster Alan?
-No, no lo ocupé, brujo estúpido, yo la maté con mis propias manos. La policía me anda buscando, y hoy he venido a cobrármelas contigo. Querías pasarte de astuto conmigo, ¿no es así? ¡Bien sabías que lo que iba a suceder!, pero una cosa sí te digo… ¡esto no se va a quedar así porque si caigo yo, caemos todos!


El cerdito. Juan Carlos Onetti (1909-1994)

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto.
Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo.
Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja, sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos, pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepados los escalones.
Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía, pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo, con el movimiento de las manos.
Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina.
Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:
-Dale otro golpe. Por si las dudas.
Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.


Día duro. Antonio Dal Masetto (1938-2015)

A las 10.20 del sábado la adolescente se despierta, se coloca boca arriba en la cama y se queda mirando el cielo raso sin moverse durante media hora.
A las 10.50 se levanta y enciende el televisor. Cambia de canal, vuelve a cambiar, se queda unos minutos en un programa de dibujos animados, apaga.
A las 11.05 sale de su habitación, lee una nota que le dejaron sobre la mesa del living, murmura:
- Ufa.
A las 11.20 levanta el tubo del teléfono para comprobar si tiene tono.
A las 11.35 se prepara un té. Lo toma mirando por la ventana, mientras con el dedo escribe varias veces su nombre en el vidrio empañado.
A las 12.05 empieza a ordenar su habitación pero enseguida abandona.
A las 12.30 se para en medio del living y, en voz alta, declara: - Estoy aburrida.
A las 12.35 se sienta en un sillón con una pila de revistas sobre las rodillas, las hojea rápido y las va tirando al piso.
A las 12.45 deja el sillón, va a la cocina, abre la heladera, pellizca un poco de tarta y toma un trago de leche directamente de la botella.
A las 12.50 repite:
- Estoy aburrida.
A las 13 enciende el televisor.
A las 13.05 apaga el televisor, enciende la radio y sintoniza un programa de rock. A las 13.20 se para delante del espejo, se mira largo y dice:
- Estoy fea.
A las 13.30 toma una hoja en blanco, una lapicera, se sienta a la mesa y escribe un poema que titula ―Aunque nadie me entienda”.
A las 14.10 regresa al espejo, se estudia con cuidado y dice:
- Estoy gorda.
A las 14.20 hace flexiones.
A las 14.25 revuelve en un cajón, encuentra un atado de cigarrillos empezado, prende uno, pega un par de pitadas, tose, apaga el cigarrillo.
A las 14.30 suspira con fuerza:
- Ufa.
A las 14.50 abre una ventana, cierra los ojos y se promete solemnemente que nunca nunca nunca más en la vida esto y nunca nunca nunca más en la vida aquello.
A las 15.10 va al teléfono para verificar si sigue teniendo tono.
A las 15.25 enciende el televisor.
A las 15.30 apaga el televisor.
A las 15.40 llama a una amiga. Se cuentan lo que cada una hizo el día anterior, hablan de conocidos comunes. La lengua del adolescente se va poniendo filosa y son varios los nombres femeninos y masculinos que caen bajo sus dardos.
A las 16.20 termina la charla. De nuevo la adolescente empieza a ordenar su habitación.
A las 16.30 interrumpe la tarea y se sienta a escribir otro poema. Titulo: ―Algún día lo sabrás y será tarde”.
A las 17.10 suspira y murmura:
- Así es el mundo.
A las 17.25 se para delante del teléfono, lo mira unos minutos, comienza a marcar muy despacio y cuelga sin completar el número.
A las 17.35 abre un armario, saca una caja que contiene fotos, las desparrama sobre la cama y se recuesta a mirarlas.
A las 17.40 rompe una foto en pedazos muy pequeños y guarda las demás.
A las 17.50 vuelve a sentarse a la mesa con una hoja de papel en blanco. Piensa, muerde la lapicera. No le sale. Suelta un gran suspiro, la hoja se desplaza y cae al piso.
A las 18.10 suena el teléfono. La adolescente corre a atender y en el camino voltea una silla. Antes de levantar el tubo se contiene, hace una pausa, respira hondo y cuando dice hola su voz suena indiferente y un poco misteriosa. Mantiene un diálogo en el que sólo emite afirmaciones y negativas. Sí, no, bueno, está bien, no, sí.
A las 18.25 interrumpe el diálogo:
- Estoy con gente, llamame en quince minutos.
A las 18.45 llaman: la adolescente deja que el teléfono suene media docena de veces. Atiende. Desde el otro lado reanudan el interrogatorio y ella contesta con la misma apatía. Sí, no. No, sí. Después, poco a poco, se vuelve locuaz. El tono de sus respuestas se endurece y se ablanda. Va y viene. Aunque nunca se inclina demasiado ni para un lado ni para el otro, y resulta evidente que la adolescente está regulando con cuidado su estrategia para poder seguir manejándose desde una posición de fuerza.
A las 19.10 como quien otorga un favor, acepta concurrir a una cita dentro de media hora.
A las 19.15 cuelga, levanta los brazos, suelta un gritito y baila alrededor de la mesa.
A las 19.20 corre a cambiarse de ropa y hay gran ruido de cajones que se abren y se cierran.
A las 19.35 se mete en el baño, se peina, se pinta los ojos y canta en voz baja.
A las 19.50 se pone la campera y se prepara para salir. Llega hasta la puerta, pega media vuelta, se para delante del espejo, se mira de frente, se mira de perfil derecho, se mira de perfil izquierdo, nuevamente de frente. Dice:
- Qué linda que soy.

Se va.



Matar a un niño. Stig Dagerman (1923-1954)

Es un día suave y el sol esta oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. 
Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. 
La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí.
Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, pero, sin embargo, pronto matará a un niño. 
Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará. ¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos ? Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. 
Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. -Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas-. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató. Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para "hacer este solo minuto diferente".
Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.