jueves, 18 de abril de 2024

Poemas. Robert Burns (1759-1796)

Por los viejos tiempos.


¿Deberían ser olvidados los viejos amigos
y nunca recordarlos?
¿Deberían ser olvidados los viejos amigos
y los viejos tiempos?

Por los viejos tiempos, amigo,
por los viejos tiempos:
tomaremos una copa de camaradería
por los viejos tiempos.

Los dos hemos corrido por las laderas
y arrancado las bellas margaritas,
pero hemos errado mucho con los pies doloridos
desde los viejos tiempos.

Por los viejos tiempos, amigo,
por los viejos tiempos:
tomaremos una copa de camaradería
por los viejos tiempos.

Los dos hemos vadeado la corriente
desde el mediodía hasta la cena,
pero amplios mares han rugido entre nosotros
desde los viejos tiempos.

Por los viejos tiempos, amigo,
por los viejos tiempos:
tomaremos una copa de camaradería
por los viejos tiempos.

Y he aquí una mano, mi fiel amigo,
y danos una de tus manos,
y ¡echemos un cordial trago de cerveza
por los viejos tiempos!

Por los viejos tiempos, amigo mío,
por los viejos tiempos:
tomaremos una copa de camaradería
por los viejos tiempos.

Y seguro que tú pagarás tu trago.
Y seguro que yo pagaré el mío...
Y, aun así... ¡echaremos ese trago de camaradería
por los viejos tiempos!




La lágrima.


Mi corazón es angustia, y lágrimas caen de mis ojos;
Hace largo, largo tiempo que la alegría me es extraña:
Olvidado y sin amigos soporto mil montañas,
Sin una voz dulce que suene en mis oídos.

Amarte es mi placer, y profundo lastima tu encanto;
Amarte es mi desdicha, y esta pena lo ha demostrado;
Pero el corazón herido que ahora sangra en mi pecho
Se siente como un flujo incansable que pronto será deshecho.

Oh, si yo fuese -si acariciar la felicidad yo pudiese-
Abajo en el arroyo joven, en el cansado castillo verde;
Pues allí deambula entre melodías permanentes
Aquella lágrima seca de tus ojos.





Fragmento trágico.


Diabólico como soy, condenado a la desgracia;
Áspero, terco, irrecuperable villano,
Mi corazón todavía se funde en la miseria;
Y con sinceros e inútiles suspiros veo
A los desamparados niños del abandono:
Con lágrimas indignadas me planto frente al opresor
Regocijándome ante el hombre y su destrucción,
Todo su crimen fue un espíritu indomable.
¡Incluso ustedes, sombras desleales! Vuestra es mi lástima;
Si, para ustedes, donde el bien aparente se piensa como lástima,
Si, para mis pobres, despreciados, abandonados, vagabundos,
El vicio humilde se ha convertido en vuestra ruina.
¡Oh! Pero por mis amigos y la interposición de los cielos
Yo he sido impulsado adelante como tú abandonado,
¡Yo, el más detestado, el más infeliz entre vosotros!
¡Oh, Dios impiadoso! Tu bondad injusta me dio talento,
Y has sido cruel con mis compañeros de barro,
De quienes yo también he abusado.
Si supero a todos los villanos que me precedieron
Sólo ha sido por tus dones caprichosos, ciegos.





El epitafio del bardo.


Existe un inocente inspirado,
Un pensamiento hambriento de gloria,
Un buscador incesante y orgulloso,
Deja que se acerque,
Y así como canta la hierba húmeda
Derrama tu lágrima.

Existe un bardo de rústicas melodías
Robando las multitudes con su sinfonía,
Que cada semana se reúnen para oírlo,
¡Oh, no pases de largo!
Con un fuerte sentimiento altivo
Exhala aquí tu suspiro.

Existe un hombre cuya sentencia clara
Enseña a otros a dirigir el curso,
Sin embargo, él corre una vida incansable,
Salvaje como las olas,
Pasa por aquí y vuelca tu lágrima
Sobre la terrosa tumba.

El pobre que habita debajo
Se apresuró a aprender de los sabios,
Cálido sintió de la amistad el rayo
Y su llama suave;
¡Irreflexivas locuras lo cubren ahora
Y manchan su nombre!

¡Escúchame lector! Si tu alma
Dispara los vuelos de la fantasía,
Larvas oscuras consumen esta tierra
Mientras descienden en el sepulcro:
Recuerda que la cautela y la prudencia
Son las raíces de la sabiduría.


No dormir. Robert Graves (1895-1985)

No dormir en toda la noche, de puro gozo,
sin contar ovejas ni importarme el sonar de las campanas,
recibiendo con agrado la charla matutina
de pájaros, hijos del alba, que ociosamente discuten
detalles caprichosos de la llegada prometida.
¿Vestirá de rojo, de bermejo, de azul
o de puro blanco? Vista como vista, estará gloriosa.
No dormir en toda la noche, de puro gozo,
es algo que se otorga a pocos pero al fin a mí.
Y así, cuando me ría o me desespere, o salte de la cama
me deslizaré escalera abajo, rozando con los pies la alfombra
por la cortesía debida al avanzar civilizado,
aunque, si quisiera,
podría echar a volar por la ventana abierta
y posarme en una rama, allá en lo alto,
como aliado aceptado por los pájaros
que, todavía alerta, murmuran juntos suavemente.


El viento que sacude las espigas. Robert Dwyer Joyce (1830-1883)

Me senté en el valle verde,
Me senté con mi verdadero amor,
Mi corazón triste se esforzó en elegir
Entre el viejo y el nuevo amor,
El viejo para ella, el nuevo que me hizo pensar
En la Irlanda querida, mientras el viento soplaba
Sacudiendo las doradas espigas.
Fue duro decir palabras, lamentos que quiebren
Los lazos que nos atan,
Pero más difícil es soportar la vergüenza
De las cadenas extranjeras que nos atan.
Entonces dije: Hacia la cañada en la montaña
Buscaré la naciente mañana
Y vagaré con los hombres unidos,
Mientras el suave viento sacude las espigas.

Aunque fue triste besé sus lágrimas,
Mis cálidos brazos la rodearon,
Un hombre disparó ráfagas en nuestros oídos
Desde el secreto del bosque.
Una bala atravesó a mi verdadero amor,
La joven primavera de su vida cedió
Y sobre mi pecho, ensangrentada, ella murió,
Mientras el suave viento sacudía las espigas.

Pero sangre por sangre sin remordimientos
He tomado en Oulart Hollow,
Y yací junto al cadáver de mi verdadero amor
Dónde pronto he de seguirla.
Mientras alrededor de su tumba, vagando,
Mediodía, noche y aurora,
Rompiendo en llanto cada vez que oigo
Al suave viento sacudir las espigas.


Poemas. Robert Frost (1874-1963)

Nada dorado permanece.


El primer tinte de la naturaleza es dorado,
Para mantener su verde más intenso.
Su hoja temprana va floreciendo
Y vive apenas una instante.
La hoja muere al caer, danzante,
Como se hundió el Edén muy a su pesar,
Así el alba día a día desciende,
Pues nada dorado permanece.





Lo más cercano.


Pensó que él solo podía captar el universo;
Pero la única voz que obtuvo por respuesta
Fue el eco falso eco de sí mismo
Que provenía del abismo,
al otro lado del lago.
Una mañana, desde una roca en la orilla,
Aulló que lo que deseaba en la vida
No era una copia hablada de su propio amor
Sino un amor devuelto, y con voz propia.
Y la única respuesta encarnada
Capaz de responder a su aullido matinal
Comenzó a descender por la otra orilla,
por las paredes del abismo hasta el lago
para zambullirse luego en las aguas distantes.
Y luego de nadar un trecho se aproximó a su orilla,
En lugar de poseer forma humana,
De tener la forma de quien tanto había anhelado,
Emergió un gran macho cabrío, poderoso,
Tajeando las aguas encrespadas con su enorme pecho.
Y al llegar al lecho,
Chorreando agua como una cascada,
Sacudió las rocas con su cornamenta,
Hasta que se perdió en la maleza, y eso fue todo.





La noche invernal de un anciano.


Más allá de las puertas, a través de la frío
que barre la ventana formando unas estrellas
dispersas, en la sombra, el mundo observa su cara:
La habitación está vacía. Y duerme.
La lámpara inclinada muy cerca de su rostro
le impide ver el mundo. Ya no recuerda.
La vejez le impide recordar en qué tiempo
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.
Rodeado de barriles se encuentra perdido.
Sus pasos temblorosos hacen retumbar el sótano:
lo asusta con sus pasos trémulos: y asusta
otra vez a la noche (la noche de sonidos
familiares ). Los árboles aúllan allá afuera;
todas las ramas crujen. Tan solo hay una luz
para su rostro, inmóvil, una luz en la noche.
A la Luna confía —en esa Luna rota
que ahora vale más que el sol— el cuidado
de velar por la nieve que yace sobre el techo,
de velar los carámbanos que cuelgan desde el muro.
Sigue durmiendo. Un leño se derrumba en la estufa.
Despierta con el ruido. Sobresaltado se agita.
Es la noche. Respira suavemente.
Un viejo solo no puede llenar toda una casa,
un rincón de los campos, una granja. No puede.
Así un anciano guarda la casa solitaria,
en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.





La casa fantasma.


Habito, lo sé, en una solitaria casa
Que hace muchos veranos desapareció,
Salvo las paredes del sótano ningún rastro dejó,
Muros donde se abate la luz del día,
Donde las fresas salvajes se arrastran.

Sobre las vallas arruinadas las vides la ocultan
Del bosque, volviendo al campo fértil;
Pues el árbol del huerto ha cultivado un bosque
Donde aletea el carpintero y corta su madera;
Sanando para bien el sendero que baja.

Habito con un extraño dolor en el corazón,
En aquella morada desaparecida sin un rumor,
Sobre aquel camino perdido y olvidado,
Que ni siquiera es refugio de lagartos.
Llega la noche, los murciélagos caen con sus dardos;

El ave nocturna llega para silenciar
Los sonidos y la agitación del cielo:
Lo oigo comenzar lejos, muy lejos,
Balbuceando muchas veces su decir,
Antes de que él arribe, sin otra cosa que callar.

Es bajo la pequeña, débil, estrella estival,
Pero nada sé sobre la muda multitud
Que comparte las penumbras junto a mí,
Aquellas sombras bajo el árbol oscuro
Sin duda llevan nombres ocultos en el musgo.

Son gente incansable, pero lentos y tristes,
Aunque dos, los más cercanos, son hombre y mujer,
Ninguno entre ellos se atreve a cantar,
Y a pesar de estar rodeados de soledad,
Como dulces compañeros persisten en este lugar.





Hacia mi mismo.


Uno de mis deseos es que aquellos árboles oscuros,
Tan viejos y firmes que la brisa apenas los penetra,
No fuesen la máscara de una penumbra discreta,
Estiradas sombras, lejos al borde del destino.

No he de ser retenido, pero en ese algún día,
En su inmensidad debería escabullirme,
Intrépido, buscando incesante la tierra abierta,
O el sendero donde la rueda lenta vierte arena.

No veo por qué yo debería volver,
O por qué los otros mis pasos deben rastrear
Para alcanzarme, pues deberían extrañarme,
Sabiendo largo tiempo que todavía los amo.

No me encontrarían distinto del que supieron contemplar,
Sólo más seguro de que aquello que pensaba era verdad.





Fuego y hielo.


Algunos dicen que el fuego consumirá al mundo;
otros afirman que triunfará el hielo.
Por lo que yo sé acerca del deseo,
doy la razón a los que hablan de fuego.
Mas si el mundo debiera sucumbir dos veces,
pienso que sé bastante sobre el odio
para afirmar que su ruina sería igual de grande,
y con ella bastaría.





El camino no elegido.


Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Apenado por la imposibilidad de tomar ambos,
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Observando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se diluía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tomado quizás la elección acertada,
Pues era espeso y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía regresar sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.




Amor y una pregunta.


Un extraño llegó hasta la puerta en el ocaso,
Y habló con el justo novio.
Llevaba una vara blanca y verde en la mano,
Que a su vez sostenía todas sus cargas.
Preguntó, más con los ojos que con los labios,
Si habría refugio para él durante la noche,
Y se volvió para mirar la distancia del camino,
Sin luces ni ventanas iluminadas.

El novio dio un paso y cruzó la puerta diciendo:
Miremos hacia el cielo,
Y preguntemos por la noche que vendrá,
Tú y yo, extraño compañero.
Las hojas de la vid cubrían el patio,
Los frutos de la vid eran azules,
Otoño, si, pero el invierno estaba en el viento;
Extraño, ojalá lo supiera.

Dentro, la novia yacía sola en el atardecer,
Inclinada sobre el fuego del placer,
Su rostro brillaba rojo frente al carbón,
Y rosa era el deseo y el pensamiento del corazón.

El novio observó el camino desgastado,
Sin embargo la vio a ella en el interior,
Y deseó su corazón en un cofre de oro,
Inmóvil con un alfiler de plata.

El novio pensó en un pequeño regalo,
Algo de pan, una bolsa para el descanso,
Una oración sincera por los pobres de Dios,
O para los ricos una humilde maldición.

Pero si aquel extraño fue consultado o no,
Sobre la muerte del amor de dos,
Por albergar la pena en la noche que vendrá,
El novio nunca lo supo, pero deseó saberlo.


Poemas. Robert Browning (1812-1889)

Prospice.


¿Temer a la muerte? Sentir la niebla en mi garganta,
La neblina en mi rostro cuando llegan las nieves,
Y las ráfagas que anuncian que estoy acercándome;
El poder de la noche, la fuerza de la tormenta,
La asechanza incansable del enemigo.
Allí está, el horror supremo en forma visible;
Sin embargo, el hombre temerario debe acercarse,
Porque el viaje ha concluido y la meta alcanzada;
Las barreras caen, aunque falta una batalla para la conquista,
La recompensa de todo lo anterior.
Siempre fui un guerrero. ¡Una lucha más, la mejor y la última!
No deseo que la muerte vende mis ojos,
Que atenta me hiciera pasar arrastrándome.
¡No! Dejadme conocer todo su sabor,
Quiero ser como mis padres, héroes de antaño,
Soportar la embestida, pagar las deudas de una alegre vida
En un minuto de sufrimiento, de sombras y de frío.
Porque para los valientes lo peor se transforma en lo mejor,
El momento sombrío termina, y la furia de los elementos,
Las voces demoníacas desatadas se someten, se inclinan,
Cambian, se transforman en una paz que nace del dolor;
Luego una luz, luego tu seno, ¡Oh, tú, alma de mi alma!
¡Volveré a abrazarte y que la paz sea con Dios!




Partida al amanecer.


Alrededor del cabo repentinamente llegó el mar,
Y el sol miró sobre las cimas de las montañas:
Recto era el camino de oro para él,
Y la necesidad de un mundo de hombres para mí.





Mi duquesa muerta.


Sobre aquella pared, ved el retrato
de mi Duquesa muerta; se diría
que vive; prodigioso lo afirmo.
Aquí aparece como un día Pandolfo
la pintó con sus manos. Para verla,
¿no queréis sentaros? Dije Pandolfo
que nunca vio un extraño,
como sois vos, en la silueta, el hondo
y apasionado y serio encanto suyo,
sin volverse hacia mi (pues la tela
que la cubre por vos la he quitado,
y nadie la toca sino yo) ansioso
de interrogantes, si osaba, como el raro
prodigio vino aquí; ya en otros
percibí tal curiosidad. Señor, no sólo
de su marido el aspecto en las mejillas
de la Duquesa tonos tan alegres ponía.
Pandolfo bromeaba a menudo diciendo:
La manta de mi Señora cae demasiado
por la fina muñeca; o bien:
El arte pierde toda esperanza, impotente
será para copiar ese desmayo de suavidad
que muere en su garganta.
Galanterías de ese tipo fueron suficientes
para dar a sus mejillas esos alegres tonos.
Era el suyo un corazón -no se cómo decirlo-
propenso a la felicidad y al encanto fácil.
Encontraba placer en todas las cosas,
y sus ojos en todo se posaban. Todo era grato
para ella, señor, mis alabanzas en su pecho;
las luces del poniente, las cerezas que un necio
le traía del huerto, adulador; el burro blanco
sobre el cual cabalgaba en torno a la terraza;
cualquiera, cualquier cosa su rumor
o su elogio merecía. Daba gracias a todos -de alguna
manera, no se cómo- y mi regalo de novecientos
años de nobleza, con el don de cualquiera equiparaba.
¿Quién burlaría tan ligera frivolidad?
Si yo tuviera ingenio -que no tengo-
en hablar, muy claro le hubiera dicho: En esto
sí me disgustáis, o en esto os equivocáis.
Y ella, si al verse corregida no mostraba
agudezas, ni excusas os pedía. Señor, sonreiría,
sin duda al verme tolerar; sin embargo
¿quién toleró una sonrisa libre?
Siguió aquello. Con una orden, todas acabaron
al mismo tiempo sus sonrisas.
Observadla aquí como en vida.
Levantaos para contemplarla,
podemos descender junto a nuestros amigos.
Os repito que la notoria calidez del Conde,
vuestro Señor; es buena garantía
de que todas mis justas peticiones atenderá.
Más os declaro que la sola hermosura de su hija
me arrebata. Señor, bajemos juntos.
Ved aquel Neptuno que va sobre un caballo de mar.
Una pintura no del todo vulgar: obra de Claudio
de Insbruck, en bronce para mí fundida.




Encuentro nocturno.


El mar gris y la extensa tierra negra;
y la dorada media luna flotando bajo,
y las tímidas y asustadas olas que saltan
dormidas en ardientes círculos;
Mientras gano la costa en la ansiosa proa,
que sólo apaga su vigor en la arena fangosa.

Entonces surge una milla de perfumadas playas;
tres campos a la cruz de una granja aparecen;
un golpe en el cristal; un rasguño agudo y rápido,
las chispas azules de una lámpara que se enciende,
y una voz, aún más silenciosa, con sus alegrías y miedos,
que los dos corazones que se agitan en la Noche.





El noble Roland a la Torre Oscura llegó.


I.
Mi primer pensamiento fue que él mentía con cada palabra,
Aquel anciano decrépito, con ojos maliciosos
observando con astucia el efecto de su mentira
en los míos, y la boca que apenas disimulaba
el júbilo, que deformaba sus labios,
por haber atrapado otra víctima.

II.
¿Para qué no estaba él dispuesto con su cayado?
¿Para qué, salvo para acechar con sus engaños, para confundir
a todo viajero que lo encontrase allí sentado
y preguntase el camino? Conjeturé qué risa cadavérica
brotaría, qué falacias escribiría en mi epitafio
como pasatiempo en la polvorienta calzada.

III.
Si por su consejo yo girase
Hacia aquella ominosa región en la que, como todos saben,
se esconde la Torre Oscura. Aun así, aceptándolo,
torcí hacia donde él señalaba: no por vanidad,
ni por la esperanza en el final señalado,
sino por la alegría de que existiese algún final.

IV.
Porque, a pesar de mis andanzas por toda la tierra,
a pesar de mi camino que se alargaba en penosos años, mi esperanza
era un fantasma nunca dispuesto ante
ese turbulento regocijo que brindaría el éxito,
apenas podía intentar reprimir la emoción
que sintió mi alma, al hallar un fallo en su aptitud.

V.
Al igual que un enfermo que se acerca a su muerte,
parece efectivamente muerto, y empiezan las sensaciones y concluyen
las lágrimas y recibe el adiós de cada amigo,
y oye a uno proponer a otro marchar, para respirar
libremente en el exterior, ("puesto que todo ha terminado," dijo él,
"Y ningún lamento puede compensar la desgracia").

VI.
Mientras unos discuten si cerca de otras tumbas
habrá espacio suficiente para él, y qué momento del día
es el mejor para trasladar el cadáver,
poniendo empeño en los estandartes y pañuelos:
el enfermo aún lo oye todo, y solamente anhela
no deshonrar tan tierno amor, y permanecer.

VII.
Así, he sufrido tanto en esta lúgubre búsqueda,
He oído el fracaso tan a menudo anunciado, he sido incluido
tantas veces en "El Grupo"- a saber,
Los caballeros que al sendero de la Torre Oscura encaminaron
sus pasos- que el sólo fallar como ellos parecía un triunfo,
Y toda la duda ahora era- ¿sería digno?

VIII.
Así, en silenciosa amargura, me alejé de él,
De aquel odioso anciano, fuera de su camino,
Hacia el sendero que él señalaba. Todo el día
había sido tranquilo a lo sumo, y turbio
se volvía hacia el final, y aún soltó una tétrica
mirada roja y obscena para ver al llano atrapar al distraído caminante.

IX.
¡Por la marca! Apenas me hube
internado en la planicie, tras un paso o dos,
Al detenerme para echar una última mirada atrás,
hacia el seguro camino, éste había desaparecido; gris llanura por todas partes:
Nada salvo planicie hasta el fin del horizonte.
Debía seguir; no había más que hacer.

X.
Así continué. Creo que nunca antes vi
tan yerma e impura naturaleza; nada prosperaba:
Por flores- se podía esperar una arboleda de cedros!
Pero la gramínea, el tártago podía, de acuerdo con su ley,
Propagar su especie, sin nada que temer,
Pensarías que uno cardo habría sido una joya invaluable.

XI.
¡No! Penuria, pereza y llanto,
De alguna extraña manera, eran parte de la tierra. "Mira
o cierra tus ojos," dijo Natura con mal talante,
"Nada instruye, mi caso no tiene remedio;
Es el fuego del Juicio quien debe sanar este sitio,
calcinar sus suelos y liberar a mis prisioneros."

XII.
Si algún rasgado tallo de cardo se elevara
Sobre sus compañeros, le cortaban la cabeza, los torcidos
Sentían celos sino. ¿Qué hizo esos agujeros y rasgaduras
en las ásperas hojas de hierba del muelle, golpeadas como para impedir
¿Toda esperanza de verdor? Existe alguna bestia que debe andar
destrozando sus vidas, con bestiales intentos.

XIII.
En cuanto a la hierba, crecía tan exigua como el cabello
en el leproso; delgadas hojas secas se alzaban en el lodo,
Que por debajo parecía hecho de sangre.
Un yerto caballo ciego, con cada hueso visible,
permanecía estupefacto sobre cómo llegó allí,
Expulsado de su anterior servicio en el establo del diablo.

XIV.
¿Vivo? Por lo que a mí concierne él podría estar muerto,
con aquella roja delgadez y el cuello hundido por el esfuerzo,
y los ojos cerrados bajo la pútrida crin;
Raramente tal monstruosidad iba de la mano con semejante tristeza;
Nunca vi una bestia a la que odiase tanto;
Debía ser perversa para merecer tanto dolor.

XV.
Cerré mis ojos y los volví hacia mi corazón.
Como un hombre pide vino antes de luchar,
clamé un sorbo de anteriores y más felices escenas
esperando así cumplir bien mi cometido.
Piensa primero, pelea después- el arte del soldado:
Un saborear el pasado lo pone todo en orden.

XVI.
¡Eso no! Imaginé el enrojecido rostro de Cuthbert
Bajo el adorno de sus dorados rizos,
Querido amigo, hasta que casi pude sentirlo rodear
su brazo con el mío para llevarme hacia el lugar,
Como él solía hacerlo. ¡Ay! ¡La desgracia de una noche!
Se apagó el nuevo fuego de mi corazón y lo dejó frío.

XVII.
Luego a Giles, el espíritu del honor- ahí se yergue él,
Leal como hace diez años recién armado caballero,
a lo que cualquier hombre honrado se atreviera (dijo él) él se atrevió.
Bien -pero la escena cambia - ¿Qué manos patibularias
Clavarían un pergamino sobre su pecho? Sus propias manos
lo leyeron. ¡Pobre traidor, escupió y maldijo!

XVIII.
Es preferible este presente que un pasado así;
¡De vuelta hacia mi oscuro sendero otra vez!
Ningún sonido, nada se ve hasta donde alcanza la vista.
¿Enviará la noche una lechuza o un murciélago?
Pregunté, cuando algo en la lóbrega llanura
Vino a interrumpir mis pensamientos y cambiar su curso.

XIX.
Un repentino arroyo se atravesó en mi camino,
Tan inesperado como la aparición de una serpiente.
Corriente tumultuosa, discordante con las tinieblas;
Ésta, tal como espumeaba, bien podría haber sido un baño
para la ardiente garra del demonio- al contemplar la ira
de su negro remolino salpicado de escamas y espuma.

XX.
¡Tan insignificante, y aún así tan malévolo! A todo lo largo,
Los bajos y esmirriados alisos se arrodillaban ante él,
Los empapados sauces se arrojaban a sí mismos de cabeza en un arranque
de silenciosa desesperación; un suicidio en masa:
El río que les había hecho tanto mal,
Lo que quiera que ello fuese, se iba rodando, sin dejarse persuadir.

XXI.
El cual, mientras vadeaba, - ¡Cielo Santo, cómo temí
poner mi pie sobre la mejilla de un hombre muerto
a cada paso, o sentir la lanza que introduje buscando
agujeros, enredada en su cabello o su barba!
- Pudo haber sido una rata de agua lo que ensarté
Pero, ¡Ugh! Sonó como el chillido de un bebé.

XXII.
Me sentí alegre al llegar a la otra orilla.
en búsqueda de una tierra mejor. ¡Vano Augurio!
¿Quiénes eran los enemigos, qué guerra libraban,
cuyas salvajes pisadas hollarían así el húmedo
terreno y lo convertiría en un marjal? Sapos en un pozo envenenado,
o gatos salvajes en una jaula de hierro ardiente.

XXIII.
Así debió haberse visto la batalla en aquel claro.
¿Qué los acorraló allí, con toda la planicie a su disposición?
No había huellas que condujeran hacia aquellos hórridos aullidos,
Nada salvo eso. Loco brebaje elaborado para que
sus cerebros piensen, sin duda, como los de los galeotes que el Turco
enfrenta para su diversión, Cristianos contra Judíos.

XXIV.
¡Y más qué eso - una yarda adelante- por qué, ahí!
¿Para qué macabro uso serviría ese mecanismo, esa rueda,
o freno, no rueda- ese filo listo para mutilar
cuerpos de hombres como si fuesen seda? Con todo el aspecto
de la herramienta de Tophet, abandonada inadvertidamente en la tierra,
o traída para afilar sus enmohecidos dientes de metal.

XXV.
Luego vino un tramo de tierra llena de tocones, otrora un bosque,
Después una ciénaga, o así parecía, y entonces sólo tierra
Desesperada y abandonada (al igual que un tonto halla regocijo,
Hace una cosa y luego la estropea, hasta que su ánimo
¡Cambia y entonces se marcha!) durante un cuarto de acre-
Lodo, arcilla y grava, arena y sombría desolación negra.

XXVI.
Ora inflamadas erupciones, de colores vivos y horrendos,
Ora terrenos donde la aridez del suelo
Se volvía moho o una sustancia como forúnculos;
Y apareció un roble paralítico, con una hendidura en él
Como una boca angustiada que resquebraja su corteza
Boqueando a la muerte, y muriendo mientras se repliega.

XXVII.
¡Y tan lejos como siempre del final!
Nada en la distancia salvo la noche, nada
¡Hacia dónde dirigir mis pasos! Mientras lo pensaba,
Un gran pájaro negro, el íntimo amigo de Apollyon,
Pasó volando, sin batir sus amplias alas de pluma de dragón
Que rozaron mi gorro- quizá era la guía que yo buscaba.

XXVIII.
Pues, mirando hacia arriba, de alguna manera me di cuenta,
A pesar del ocaso, de que la llanura había cedido su lugar
En derredor a las montañas- por honrar con semejante nombre
A los feos y apenas cerros y montículos que tapaban la vista.
Cómo de tal modo me habían sorprendido, - acláralo, ¡Tú!
Cómo salir de ellos no estaba muy claro.

XXIX.
Sin embargo, una parte de mí pareció descubrir algún truco
malévolo que me aconteció, Dios sabe cuándo-
En alguna pesadilla tal vez. Aquí terminaba, entonces,
Seguir por ese camino. Cuando, en el preciso momento
De darme por vencido una vez más, escuché un chasquido
¡Como el de una trampa al cerrarse- te hallas en la guarida!

XXX.
Como en una llamarada comprendí todo súbitamente,
¡Éste era el lugar! Esas dos colinas a la derecha,
Agazapadas como dos toros con las astas trabadas en pelea;
Mientras a la izquierda, una alta y trasquilada montaña… tonto,
Viejo senil, dormitando justo ahora
¡Tras pasar una vida adiestrándote para verla!

XXXI.
¿Qué se asentaba en el medio sino la Torre misma?
La redondeada torreta achaparrada, ciega como el corazón del loco,
Construida en piedra parda, sin parangón
En el mundo entero. El burlón elfo de la tempestad
Señala con el dedo al marinero, de este modo, el ser invisible
Le ataca, solamente cuando el navío zarpa.

XXXII.
¿No ves? ¿Acaso por la noche?- por qué, el día
¡Regresó para eso! Antes de irse,
El moribundo ocaso ardió en una fisura;
Las colinas, como gigantes en cacería, yacen
Con la barbilla en mano, para ver la caza acorralada-
"¡Ahora apuñala, y termina con la criatura- hasta el mango!"

XXXIII.
¿No escuchas? ¡Si hay ruido por todas partes! El tañido
creciente de una campana. Escuchaba
Los nombres de todos los aventureros desaparecidos, mis pares-
Cómo tal era fuerte, y cual valeroso,
Y el otro afortunado, sin embargo, cada uno de ellos de tiempos pasados
¡Perdidos, Perdidos! En un momento tocaba a muerto por años de tristeza.

XXXIV.
Ahí se encontraban, alineados a lo largo de las faldas de las colinas, reunidos
Para verme por última vez, un marco viviente
¡Para un cuadro más! En un lienzo en llamas
Les vi y les reconocí a todos. Y sin embargo,
Impávido, llevé a mis labios el cuerno,
Y toqué. "El noble Roland ha llegado a la Torre Oscura".


Serenata. Paul Marie Verlaine (1844-1896)

Como la voz de un muerto que canta
desde el fondo de su sepulcro,
amante, escucha subir hasta tu retiro
mi voz agria y falsa.

Abre tu alma y tu oído al son
de mi mandolina:
para ti he creado, para ti, esta canción
cruel y fantástica.

Cantaré tus ojos de oro y de ónix,
limpios de toda sombra,
cantaré el Leteo de tu seno, luego el
de tus cabellos oscuros.

Como la voz de un muerto que canta
desde el fondo de su sepulcro,
amante, escucha subir hasta tu retiro
mi voz agria y falsa.

Después alabaré, convenientemente,
esta bendita carne,
cuyo voluptuoso perfume evoco
en las noches de insomnio.

Y para acabar cantaré el beso
de tu labio rojo
y tu dulzura al torturarme,
¡Mi ángel, mi vida!

Abre tu alma y tu oído al son
de mi mandolina:
para ti he creado, para ti, esta canción
cruel y fantástica.


Poemas. Percy Bysshe Shelley (1792-1822)

Vino de las hadas.


Me embriagué de aquel vino de miel
del capullo lunar que las hadas
recogen en copas de jacinto:
los lirones, murciélagos y topos
duermen en las grietas o en la hierba,
en el patio desierto y triste del castillo;
cuando el vino derraman en la tierra de estío
o en medio del rocío se elevan sus vapores,
alegres se tornan sus venturosos sueños
y, dormidos, murmuran su alborozo; pues son pocas
las hadas que portan tan nuevos esos cálices.





Temo tus besos.


Temo tus besos, gentil doncella.
Tú no necesitas temer los míos;
Mi espíritu abrumado en el vacío,
No puede atormentar el tuyo.

Temo tu porte, tus gestos, tu razón.
Tú no necesitas temer los míos;
Es inocente la devoción y el sentido
con los que te adora mi corazón.





La dama magnética a su paciente.


¡Duerme, duerme! Olvida tu dolor;
Mi mano esta sobre tu frente,
Mi espíritu sobre tu cerebro;
Mi compasión en tu corazón, pobre amigo;
Y de mis dedos fluyen
Los poderes de la vida, y como una señal
Te protegen en tu hora de infortunio;
Y anidan en ti, pero no pueden mezclarse.





Himno de Pan.


I.
De los bosques y las tierras altas,
Venimos, venimos;
De los ríos y las lejanas islas,
Donde las olas rugen mudas
Para escuchar mi dulce flauta.
El viento en las cañas y los juncos,
Las abejas en las flores del tomillo,
Las aves en el mirto de los arbustos,
Los insectos sobre las rocas
Y los reptiles sobre la tierra,
Silenciosos como el viejo Tmolus*,
Escuchando mi dulce flauta.

II.
El líquido Peneo* continuó fluyendo,
Y oscuro yace el enorme Tempe*,
A la sombra de Pelión*, inmóvil,
La luz de un día moribundo,
Consolado por mis dulces notas.
Los Silenos, los Silvanos y los Faunos,
Y las Ninfas de los bosques y el mar,
Hasta la orilla húmeda del río llegan,
Hasta la oscura cueva llegan,
Sólo para escuchar fascinados,
Fueron silencio y fueron amor,
Escuchando atentos, sin un rumor,
Como tu lo estás ahora, Apolo,
Envidiando el canto de mi dulce flauta.

III.
Le canté a las estrellas danzantes,
Le canté a la vieja Tierra,
Al cielo y de los gigantes su guerra,
Al Amor, a la Muerte y al Nacimiento,
Entonces cambié mi melodía,
Canté como bajo el velo de Menelao*
Perseguí a una doncella cambiada en cañas.
Dioses y hombres ¡todos somos ilusión!
Se quiebra nuestro seno y sangramos:
Todos lloraron; así como vosotros ahora,
Si la ira o la envidia no han congelado tu sangre,
Mientras oyes el lamento de mi dulce flauta.





Himno a la belleza intelectual.


La terrible sombra de algún poder oculto
Flota velada entre nosotros, -pasa por
Este mundo con alas inconstantes,
Como el viento del estío arrastrándose de flor en flor-
Como la luna demorándose en las montañas,
Que visita con su mirada impaciente
Cada rostro y corazón humano;
Como los tonos y las melodías del ocaso,
Como las amplias nubes bajo las estrellas,
Como el recuerdo de una música perdida;
Como la nada que por su gracia nos es querida,
Y sin embargo, más querida aún por su misterio.

Espíritu de Belleza, que consagras con tu sutileza,
Brillando sobre el pensamiento y la forma humana
¿Hacia dónde te has ido?
¿Por qué pasas de largo y nos dejas atrás
En este vasto valle de lágrimas, solos y desolados?
Pregunta por qué el sol no teje para siempre
Al arcoiris sobre el río joven de la montaña,
Por qué la nada debe desvanecerse y caer en lo que una vez fue,
Por qué el miedo y el sueño, la muerte y el nacimiento
Derraman sobre el día de esta tierra su oscuridad,
Por qué el hombre siente con pasión el odio y el amor,
La esperanza y la desazón.

Ninguna voz de algún mundo sublime, ni sabio
Ni poeta jamás ha elevado sus respuestas.
Por lo tanto, los nombres del Demonio, Fantasmas y Cielos
Permanecen en el recuerdo de su vano empeño,
Frágiles hechizos -cuyo encanto pronunciado no lastima-
De todo lo que vemos y oímos,
Duda, azar, cambio.
Tu luz por sí sola, como la niebla cayendo por la montaña,
O la música enviada por el viento nocturno
Que tiembla en las cuerdas de un instrumento inmóvil,
O el brillo lunar sobre el estanque en la medianoche,
Nos brinda gracia y verdad en este inquieto sueño de vida.

Amor, esperanza y autoestima, son como nubes
Que se apartan y retornan en un momento incierto.
El hombre fue inmortal, y omnipotente,
Hasta que tú, desconocida y horrible como eres,
Encerraste tu gloriosa marcha dentro de su corazón.
Tú, mensajero de simpatías,
Que resbalas y disminuyes en los ojos de los amantes,
Tú, que del pensamiento humano eres alimento,
Como la oscuridad a una llama moribunda,
No huyas como tu sombra vino,
No huyas, evitando la tumba que será,
Como la vida y el horror, una oscura realidad.

Si bien de niño he tratado con fantasmas, corriendo
A través de muchas y ansiosas cámaras, cuevas, ruinas,
Y estrellas de madera, persiguiendo con pasos temerosos
La esperanza de un diálogo con los queridos muertos.
Invoqué los nombres venenosos de los que nuestra juventud se alimenta;
No fui escuchado -Yo no los ví-
Cuando sonaba profundo en el espacio vital,
En aquel dulce momento
donde el viento confiesa todos los secretos;
De repente, tu sombra cayó sobre mí,
Me encogí, y froté mis manos en éxtasis.

Prometí que dedicaría mis facultades
A tí y sólo a tí -¿No he honrado mi voto?-
Con el corazón palpitante y los ojos luctuosos, aún ahora
Convoco a los fantasmas de un millar de horas,
Cada uno desde su tumba silenciosa: En soñadas alcobas
De celosos estudios o placenteras ternuras,
Han contemplado conmigo la envidiosa noche.
Saben que ninguna alegría iluminó mi frente,
Desencadenada con la esperanza de que habrás de liberar
Este mundo de su oscura esclavitud,
Que tú, horrible encantadora,
Nos darás todo lo que estas palabras no pueden expresar.

El día se hace más solemne y sereno
Cuando pasa el mediodía -hay una armonía
En el otoño que resplandece en el cielo,
Y que durante el verano no es vista ni oída,
Como si no pudiese ser, como si no fuese.-
Así pues, deja que tu poder, que desciende
Igual a la naturaleza de mi pasiva juventud,
Inunde mi propia vida con su calma;
A este que te adora en cada forma que te contiene,
Y a quien. Espíritu Justo, tus conjuros obligan
A temerse a sí mismo, y a amar a toda la humanidad.





Filosofía del amor.


Las fuentes se mezclan con el río,
Y los ríos con el océano;
Los vientos del cielo se mezclan para siempre,
Con una dulce emoción;
Nada en el mundo es único,
Todas las cosas por ley divina
Se completan unas a otras:
¿Por qué no debería hacerlo contigo?

Mira, las montañas besan el alto cielo
Y las olas se acarician en la costa;
Ninguna flor sería hermosa
Si desdeña a sus hermanos:
Y la luz del sol ama la tierra,
Y los reflejos de la luna besan los mares:
¿De qué vale todo este amor
Si tu no me besas?





El pasado.


¿Olvidarás las horas felices que enterramos
En las dulces alcobas del amor,
Hacinando sobre sus fríos cadáveres
Los ecos efímeros de una hoja y una flor?
Flores dónde la alegría cayó,
Y hojas dónde aún habita la esperanza.

¿Olvidarás a los muertos, al pasado?
Todavía no son fantasmas que puedan vengarse;
Recuerdos que hacen del corazón su tumba,
Lamentos que se deslizan sobre la penumbra,
Susurrando con horribles voces
Que la felicidad sentida se convierte en dolor.





Alastor, o el espíritu de la soledad.


¡Tierra, Océano, Aire, amada hermandad!
Si nuestra gran Madre ha impregnado mi voluntad
Con algo de piedad para sentir su amor,
Y recompensa con el mío su favor,
Si la mañana rociada, y el mediodía fragante, y más aún,
El crepúsculo y sus magníficos ministros,
Y el cosquilleo de la medianoche solemne y silenciosa;
Si el aullido del Otoño que suspira en la madera,
Y el traje del invierno se corona con la pureza
Del hielo estrellado sobre la hierba cana y las ramas desnudas;
Si el jadeo voluptuoso de la Primavera cuando respira
Sus primeros besos dulces, -tan caros para a mí-;
Si ningún pájaro brillante, insecto, o bestia apacible
Deliberadamente he perjudicado, y, en cambio, he visto
En ellos a mi propia raza; entonces, perdonad
Esta jactancia, queridos hermanos,
y conservad para mi una porción de vuestros favores.


Dominus Illuminatio Mea. Richard Doddridge Blackmore.

En la Hora de la Muerte, tras el capricho de esta vida,
Cuando el corazón palpita bajo, y los ojos se apagan,
Y el dolor ha agotado cada miembro,
El que ama al Señor confiará en Él.

Cuando la voluntad abandone el objetivo de toda vida,
Y la mente sólo pueda deshonrar su fama,
donde hasta el nombre del doliente es incierto,
el poder del Señor llenará este marco.

Cuando el último suspiro se diluya, y la última lágrima se derrame,
Y el ataúd ansioso aguarde junto al lecho,
Y la viuda y el niño abandonen al muerto,
El Ángel del Señor levantará su cabeza.

Pues hasta el placer más puro puede abrumar,
el orgullo debe caer, y la vanidad debe fallar,
Y el amor por los más queridos amigos llega a decrecer,
pero la Gloria del Señor se agita, brillante, en toda ausencia.


Sentido de su ausencia. Alejandra Pizarnik (1936-1972)

si yo me atrevo
a mirar y a decir
es por su sombra
unida tan suave
a mi nombre
allá lejos
en la lluvia
en mi memoria
por su rostro
que ardiendo en mi poema
dispersa hermosamente
un perfume
a amado rostro desaparecido


El monstruo amigo mío. Eduardo Galeano (1940-2015)

Yo al principio no lo quería porque creía que él iba a comerme un pie. Los monstruos son agarradores de mujeres que se llevan a una mujer en cada hombro y si son monstruos viejitos se cansan y tiran a una de las mujeres en la cuneta del camino. Pero éste que yo digo, el amigo mío, es un monstruo especial. Nosotros nos entendemos bien, aunque el pobre no sabe hablar y por eso todos le tienen miedo. Este monstruo amigo mío es tan pero tan grandote que los gigantes le llegan nada más que al tobillo y él nunca agarra mujeres ni nada.
Él vive en el África, en el cielo no vive porque si estuviera en el cielo como Dios, se caería. Es demasiado grande para poder vivir por ahí por el cielo. Hay otros monstruos más chicos que él y entonces viven en el infinito cerca de donde queda Plutón o todavía más lejos allá en el infinito o en el piranfinito, pero este monstruo amigo mío no tiene más remedio que vivir en el África.
Dos por tres me visita. A él nadie lo ve, pero él puede verlos a todos, además se puede convertir en cualquier cosa que quiera, a veces es un cangurito que me salta en la barriga cuando me rio o es el espejo que me devuelve la cara cuando me parece que la perdí o es una serpiente disfrazada de lombriz que me hace la guardia en la puerta para que nadie venga y me lleve.
Ahora, hoy o mañana, el monstruo amigo mío va a aparecer caminando por el mar convertido en un guerrero que más inmenso no puede ser y echando fuego por la boca, de un solo soplido va a reventar la cárcel donde lo tienen preso a mi papá, y me lo va a traer en la uña del dedo chiquito y me lo va a meter en mi cuarto por la ventana… yo le voy a decir:
–Hola.
Y él se va a volver al África despacito por el mar. Entonces mi papá va a salir a comprarme caramelos, chocolatines y una nena y se va a conseguir un caballo de verdad y vamos a salir al galope por la tierra, yo agarrado de la cola del caballo al galope de lejos… y cuando mi papá sea chiquito, después, cuando mi papá sea chiquito, yo le voy a contar la historia del monstruo amigo mío que vino del África, para que mi papá se duerma cuando llegue la noche.


El truco del sombrero. Etgar Keret.

Al final de la función saco un conejo del sombrero. Siempre lo dejo para el final, porque a los niños les encantan los animales. A mí, por lo menos, me encantaban cuando era pequeño. Así se puede poner fin a la representación en su momento cumbre, que es cuando paseo al conejo por entre los niños y estos pueden acariciarlo y darle de comer. Antes, las cosas, realmente eran así; hoy en día a los niños les impresiona menos, pero de todos modos dejo lo del conejo para el final. Ese es el truco que, por mucho, más me gusta, es decir, el que más me gustaba. Mantengo todo el rato los ojos fijos en el público, la mano entra en el sombrero y tantea en sus profundidades hasta que encuentra las orejas de Kasam, mi conejo. Y entonces:
-¡Alabím alabám, Kasam va! – Y lo saco.
Siempre nos vuelve a sorprender, al público y a mí. Cada vez que mi mano roza esas orejas tan cómicas dentro del sombrero me siento como un mago. Y a pesar de que sé cómo funciona, de que hay un hueco oculto en la mesa y todo eso, lo vivo como si se tratara de verdadera magia.
También aquel sábado en L. deje el truco del sombrero para el último. Los niños del cumpleaños se mostraban especialmente apáticos. Algunos de ellos estaban sentados de espaldas a mí mirando una película de Schwarzenegger en la televisión por cable. El anfitrión de la fiesta incluso se encontraba en otra habitación jugando ante la pantalla un juego nuevo que le habían regalado. Mi público se reducía a unos cuantos niños. Era un día especialmente caluroso y yo, empapado como estaba bajo el traje, lo único que deseaba era terminar de una vez y marcharme a casa. Me salté tres números de malabarismo con cuerdas y pasé directamente a lo del sombrero. La mano desapareció en sus profundidades y clavé los ojos en los de una niña gorda y con lentes. El agradable contacto de las orejas de Kasam volvió a sorprenderme como siempre:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
Un minuto más en el despecho del padre, y me largo con un cheque de trescientos shekels. Tiré de Kasam de las orejas y noté algo un poco diferente, más ligero. Y entonces, de repente, esa sensación de humedad en la muñeca y la niña gorda de los lentes que se pone a gritar. Mi mano derecha sostenía la cabeza de Kasam, con sus largas orejas y sus ojos de conejo muy abiertos. Sólo la cabeza, sin ningún cuerpo. La cabeza, y mucha, muchísima sangre. La gorda seguía gritando. Los niños sentados de espaldas a mí que miraban la tele se dieron vuelta y se pusieron a aplaudir. De la otra habitación vino el niño del videojuego. Al ver la cabeza decapitada dio un silbido de entusiasmo. Noté cómo la comida del mediodía me subía a la garganta. Vomité en mi sombrero de mago y el vómito desapareció. Los niños me rodearon enloquecido de felicidad.
La noche que siguió a la función no logré conciliar el sueño. Revisé todo el equipo cientos de veces. No conseguía encontrarle explicación alguna a lo que había sucedido. Tampoco pude encontrar el cuerpo de Kasam. Por la mañana me encaminé a la tienda de magia. Tampoco ahí supieron explicárselo. Compré un conejo. El dependiente intentó convencerme de que me llevara una tortuga.
-Lo de los conejos está pasado de moda -me dijo-, ahora lo que se usa son las tortugas. Dígales que es una tortuga Ninja y se caerán de la silla.
A pesar de todo me quedé con el conejo. A él también le puse Kasam. En casa me esperaban cinco mensajes en el contestador automático. Todos eran ofertas de trabajo. Todas de niños que habían visto la función. En uno de ellos el niño incluso me proponía que le dejará luego en su casa la cabeza decapitada tal y como lo había hecho en la fiesta de él. Sólo entonces me di cuenta de que no me había llevado la cabeza de Kasam.
Mi siguiente función tenía que representarla el miércoles. Para el décimo cumpleaños de un niño de Ramat, Aviv Guimel. Estuve muy nervioso durante toda la función. En absoluto concentrado. El truco de las reinas me salió mal. No hacía más que pensar en el sombrero. Finalmente llegó el momento:
-¡Alabím alabám, Kasam va!
La mirada fija en el público, la mano dentro del sombrero. No conseguía encontrar las orejas, pero el cuerpo tenía exactamente el peso que debía. Estaba pelón, pero con el peso correcto. Y entonces volvió a producirse el griterío. Gritos mezclados con aplausos. No era un conejo lo que tenía en la mano, sino un bebé muerto.    
Ya no soy capaz de hacer ese truco. Hubo un tiempo en que me gustaba, pero hoy, sólo con pensar en él me tiemblan las manos. Sigo imaginándome las terribles cosas que voy a sacar y que me están esperando dentro. Ayer soñé que metía la mano y que la mandíbula de un monstruo me la atrapaba. Me cuesta entender que antes tuviera el valor de introducir la mano en ese lugar tan tenebroso. Que antes tuviera el valor de cerrar los ojos y dormirme.
He dejado por completo de hacer magia, pero la verdad es que no me importa. No gano dinero, me parece bien. A veces todavía me pongo el traje así, sin más, en casa, o examino el hueco secreto de la mesa del sombrero, y me basta. Aparte de eso no toco la magia y, por lo demás, no hago nada de nada. Me limito a quedarme tendido en la cama pensando en la cabeza del conejo y en el cadáver del bebé. Como si fueran una especie de pistas para un acertijo, como si alguien intentara decirme algo, quizá que no corren buenos tiempos para los conejos ni tampoco para los bebés. Que no corren tiempos nada buenos para los magos.


La tristeza. Rosario Barros Peña.

El profe me ha dado una nota para mi madre. La he leído. Dice que necesita hablar con ella porque yo estoy mal. Se la he puesto en la mesilla, debajo del tazón lleno de leche que le dejé por la mañana. He metido en el microondas la tortilla congelada que compré en el supermercado y me he comido la mitad. La otra mitad la puse en un plato en la mesilla, al lado del tazón de leche. Mi madre sigue igual, con los ojos rojos que miran sin ver y el pelo, que ya no brilla, desparramado sobre la almohada. Huele a sudor la habitación, pero cuando abrí la persiana ella me gritó. Dice que si no se ve el sol es como si no corriesen los días, pero eso no es cierto. Yo sé que los días corren porque la lavadora está llena de ropa sucia y en el lavavajillas no cabe nada más, pero sobre todo lo sé por la tristeza que está encima de los muebles. La tristeza es un polvo blanco que lo llena todo. Al principio es divertida. Se puede escribir sobre ella, “tonto el que lo lea”, pero, al día siguiente, las palabras no se ven porque hay más tristeza sobre ellas. El profesor dice que estoy mal porque en clase me distraigo y es que no puedo dejar de pensar que un día ese polvo blanco cubrirá del todo a mi madre y lo hará conmigo. Y cuando mi padre vuelva, la tristeza habrá borrado el “te quiero” que le escribo cada noche sobre la mesa del comedor.


La declaración de Randolph Carter. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo —casi espero— que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y espero fervientemente que lo fueran—, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu del mal —el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo— que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpidamente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca, sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que no tenía la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba —aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes—, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semitransparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su meliflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de alambre y ajustó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. Él, que se había separado de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:
—¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
            Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
—Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
—¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter! —. La jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
—¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:
—¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.
—¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un indescriptible horror.
—¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
El susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:
—¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé el oído para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Qué la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no sé nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»