Prospice.
¿Temer a la muerte? Sentir la niebla en mi garganta,
La neblina en mi rostro cuando llegan las nieves,
Y las ráfagas que anuncian que estoy acercándome;
El poder de la noche, la fuerza de la tormenta,
La asechanza incansable del enemigo.
Allí está, el horror supremo en forma visible;
Sin embargo, el hombre temerario debe acercarse,
Porque el viaje ha concluido y la meta alcanzada;
Las barreras caen, aunque falta una batalla para la conquista,
La recompensa de todo lo anterior.
Siempre fui un guerrero. ¡Una lucha más, la mejor y la última!
No deseo que la muerte vende mis ojos,
Que atenta me hiciera pasar arrastrándome.
¡No! Dejadme conocer todo su sabor,
Quiero ser como mis padres, héroes de antaño,
Soportar la embestida, pagar las deudas de una alegre vida
En un minuto de sufrimiento, de sombras y de frío.
Porque para los valientes lo peor se transforma en lo mejor,
El momento sombrío termina, y la furia de los elementos,
Las voces demoníacas desatadas se someten, se inclinan,
Cambian, se transforman en una paz que nace del dolor;
Luego una luz, luego tu seno, ¡Oh, tú, alma de mi alma!
¡Volveré a abrazarte y que la paz sea con Dios!
Partida al amanecer.
Alrededor del cabo repentinamente llegó el mar,
Y el sol miró sobre las cimas de las montañas:
Recto era el camino de oro para él,
Y la necesidad de un mundo de hombres para mí.
Mi duquesa muerta.
Sobre aquella pared, ved el retrato
de mi Duquesa muerta; se diría
que vive; prodigioso lo afirmo.
Aquí aparece como un día Pandolfo
la pintó con sus manos. Para verla,
¿no queréis sentaros? Dije Pandolfo
que nunca vio un extraño,
como sois vos, en la silueta, el hondo
y apasionado y serio encanto suyo,
sin volverse hacia mi (pues la tela
que la cubre por vos la he quitado,
y nadie la toca sino yo) ansioso
de interrogantes, si osaba, como el raro
prodigio vino aquí; ya en otros
percibí tal curiosidad. Señor, no sólo
de su marido el aspecto en las mejillas
de la Duquesa tonos tan alegres ponía.
Pandolfo bromeaba a menudo diciendo:
La manta de mi Señora cae demasiado
por la fina muñeca; o bien:
El arte pierde toda esperanza, impotente
será para copiar ese desmayo de suavidad
que muere en su garganta.
Galanterías de ese tipo fueron suficientes
para dar a sus mejillas esos alegres tonos.
Era el suyo un corazón -no se cómo decirlo-
propenso a la felicidad y al encanto fácil.
Encontraba placer en todas las cosas,
y sus ojos en todo se posaban. Todo era grato
para ella, señor, mis alabanzas en su pecho;
las luces del poniente, las cerezas que un necio
le traía del huerto, adulador; el burro blanco
sobre el cual cabalgaba en torno a la terraza;
cualquiera, cualquier cosa su rumor
o su elogio merecía. Daba gracias a todos -de alguna
manera, no se cómo- y mi regalo de novecientos
años de nobleza, con el don de cualquiera equiparaba.
¿Quién burlaría tan ligera frivolidad?
Si yo tuviera ingenio -que no tengo-
en hablar, muy claro le hubiera dicho: En esto
sí me disgustáis, o en esto os equivocáis.
Y ella, si al verse corregida no mostraba
agudezas, ni excusas os pedía. Señor, sonreiría,
sin duda al verme tolerar; sin embargo
¿quién toleró una sonrisa libre?
Siguió aquello. Con una orden, todas acabaron
al mismo tiempo sus sonrisas.
Observadla aquí como en vida.
Levantaos para contemplarla,
podemos descender junto a nuestros amigos.
Os repito que la notoria calidez del Conde,
vuestro Señor; es buena garantía
de que todas mis justas peticiones atenderá.
Más os declaro que la sola hermosura de su hija
me arrebata. Señor, bajemos juntos.
Ved aquel Neptuno que va sobre un caballo de mar.
Una pintura no del todo vulgar: obra de Claudio
de Insbruck, en bronce para mí fundida.
Encuentro nocturno.
El mar gris y la extensa tierra negra;
y la dorada media luna flotando bajo,
y las tímidas y asustadas olas que saltan
dormidas en ardientes círculos;
Mientras gano la costa en la ansiosa proa,
que sólo apaga su vigor en la arena fangosa.
Entonces surge una milla de perfumadas playas;
tres campos a la cruz de una granja aparecen;
un golpe en el cristal; un rasguño agudo y rápido,
las chispas azules de una lámpara que se enciende,
y una voz, aún más silenciosa, con sus alegrías y miedos,
que los dos corazones que se agitan en la Noche.
El noble Roland a la Torre Oscura llegó.
I.
Mi primer pensamiento fue que él mentía con cada palabra,
Aquel anciano decrépito, con ojos maliciosos
observando con astucia el efecto de su mentira
en los míos, y la boca que apenas disimulaba
el júbilo, que deformaba sus labios,
por haber atrapado otra víctima.
II.
¿Para qué no estaba él dispuesto con su cayado?
¿Para qué, salvo para acechar con sus engaños, para confundir
a todo viajero que lo encontrase allí sentado
y preguntase el camino? Conjeturé qué risa cadavérica
brotaría, qué falacias escribiría en mi epitafio
como pasatiempo en la polvorienta calzada.
III.
Si por su consejo yo girase
Hacia aquella ominosa región en la que, como todos saben,
se esconde la Torre Oscura. Aun así, aceptándolo,
torcí hacia donde él señalaba: no por vanidad,
ni por la esperanza en el final señalado,
sino por la alegría de que existiese algún final.
IV.
Porque, a pesar de mis andanzas por toda la tierra,
a pesar de mi camino que se alargaba en penosos años, mi esperanza
era un fantasma nunca dispuesto ante
ese turbulento regocijo que brindaría el éxito,
apenas podía intentar reprimir la emoción
que sintió mi alma, al hallar un fallo en su aptitud.
V.
Al igual que un enfermo que se acerca a su muerte,
parece efectivamente muerto, y empiezan las sensaciones y concluyen
las lágrimas y recibe el adiós de cada amigo,
y oye a uno proponer a otro marchar, para respirar
libremente en el exterior, ("puesto que todo ha terminado," dijo él,
"Y ningún lamento puede compensar la desgracia").
VI.
Mientras unos discuten si cerca de otras tumbas
habrá espacio suficiente para él, y qué momento del día
es el mejor para trasladar el cadáver,
poniendo empeño en los estandartes y pañuelos:
el enfermo aún lo oye todo, y solamente anhela
no deshonrar tan tierno amor, y permanecer.
VII.
Así, he sufrido tanto en esta lúgubre búsqueda,
He oído el fracaso tan a menudo anunciado, he sido incluido
tantas veces en "El Grupo"- a saber,
Los caballeros que al sendero de la Torre Oscura encaminaron
sus pasos- que el sólo fallar como ellos parecía un triunfo,
Y toda la duda ahora era- ¿sería digno?
VIII.
Así, en silenciosa amargura, me alejé de él,
De aquel odioso anciano, fuera de su camino,
Hacia el sendero que él señalaba. Todo el día
había sido tranquilo a lo sumo, y turbio
se volvía hacia el final, y aún soltó una tétrica
mirada roja y obscena para ver al llano atrapar al distraído caminante.
IX.
¡Por la marca! Apenas me hube
internado en la planicie, tras un paso o dos,
Al detenerme para echar una última mirada atrás,
hacia el seguro camino, éste había desaparecido; gris llanura por todas partes:
Nada salvo planicie hasta el fin del horizonte.
Debía seguir; no había más que hacer.
X.
Así continué. Creo que nunca antes vi
tan yerma e impura naturaleza; nada prosperaba:
Por flores- se podía esperar una arboleda de cedros!
Pero la gramínea, el tártago podía, de acuerdo con su ley,
Propagar su especie, sin nada que temer,
Pensarías que uno cardo habría sido una joya invaluable.
XI.
¡No! Penuria, pereza y llanto,
De alguna extraña manera, eran parte de la tierra. "Mira
o cierra tus ojos," dijo Natura con mal talante,
"Nada instruye, mi caso no tiene remedio;
Es el fuego del Juicio quien debe sanar este sitio,
calcinar sus suelos y liberar a mis prisioneros."
XII.
Si algún rasgado tallo de cardo se elevara
Sobre sus compañeros, le cortaban la cabeza, los torcidos
Sentían celos sino. ¿Qué hizo esos agujeros y rasgaduras
en las ásperas hojas de hierba del muelle, golpeadas como para impedir
¿Toda esperanza de verdor? Existe alguna bestia que debe andar
destrozando sus vidas, con bestiales intentos.
XIII.
En cuanto a la hierba, crecía tan exigua como el cabello
en el leproso; delgadas hojas secas se alzaban en el lodo,
Que por debajo parecía hecho de sangre.
Un yerto caballo ciego, con cada hueso visible,
permanecía estupefacto sobre cómo llegó allí,
Expulsado de su anterior servicio en el establo del diablo.
XIV.
¿Vivo? Por lo que a mí concierne él podría estar muerto,
con aquella roja delgadez y el cuello hundido por el esfuerzo,
y los ojos cerrados bajo la pútrida crin;
Raramente tal monstruosidad iba de la mano con semejante tristeza;
Nunca vi una bestia a la que odiase tanto;
Debía ser perversa para merecer tanto dolor.
XV.
Cerré mis ojos y los volví hacia mi corazón.
Como un hombre pide vino antes de luchar,
clamé un sorbo de anteriores y más felices escenas
esperando así cumplir bien mi cometido.
Piensa primero, pelea después- el arte del soldado:
Un saborear el pasado lo pone todo en orden.
XVI.
¡Eso no! Imaginé el enrojecido rostro de Cuthbert
Bajo el adorno de sus dorados rizos,
Querido amigo, hasta que casi pude sentirlo rodear
su brazo con el mío para llevarme hacia el lugar,
Como él solía hacerlo. ¡Ay! ¡La desgracia de una noche!
Se apagó el nuevo fuego de mi corazón y lo dejó frío.
XVII.
Luego a Giles, el espíritu del honor- ahí se yergue él,
Leal como hace diez años recién armado caballero,
a lo que cualquier hombre honrado se atreviera (dijo él) él se atrevió.
Bien -pero la escena cambia - ¿Qué manos patibularias
Clavarían un pergamino sobre su pecho? Sus propias manos
lo leyeron. ¡Pobre traidor, escupió y maldijo!
XVIII.
Es preferible este presente que un pasado así;
¡De vuelta hacia mi oscuro sendero otra vez!
Ningún sonido, nada se ve hasta donde alcanza la vista.
¿Enviará la noche una lechuza o un murciélago?
Pregunté, cuando algo en la lóbrega llanura
Vino a interrumpir mis pensamientos y cambiar su curso.
XIX.
Un repentino arroyo se atravesó en mi camino,
Tan inesperado como la aparición de una serpiente.
Corriente tumultuosa, discordante con las tinieblas;
Ésta, tal como espumeaba, bien podría haber sido un baño
para la ardiente garra del demonio- al contemplar la ira
de su negro remolino salpicado de escamas y espuma.
XX.
¡Tan insignificante, y aún así tan malévolo! A todo lo largo,
Los bajos y esmirriados alisos se arrodillaban ante él,
Los empapados sauces se arrojaban a sí mismos de cabeza en un arranque
de silenciosa desesperación; un suicidio en masa:
El río que les había hecho tanto mal,
Lo que quiera que ello fuese, se iba rodando, sin dejarse persuadir.
XXI.
El cual, mientras vadeaba, - ¡Cielo Santo, cómo temí
poner mi pie sobre la mejilla de un hombre muerto
a cada paso, o sentir la lanza que introduje buscando
agujeros, enredada en su cabello o su barba!
- Pudo haber sido una rata de agua lo que ensarté
Pero, ¡Ugh! Sonó como el chillido de un bebé.
XXII.
Me sentí alegre al llegar a la otra orilla.
en búsqueda de una tierra mejor. ¡Vano Augurio!
¿Quiénes eran los enemigos, qué guerra libraban,
cuyas salvajes pisadas hollarían así el húmedo
terreno y lo convertiría en un marjal? Sapos en un pozo envenenado,
o gatos salvajes en una jaula de hierro ardiente.
XXIII.
Así debió haberse visto la batalla en aquel claro.
¿Qué los acorraló allí, con toda la planicie a su disposición?
No había huellas que condujeran hacia aquellos hórridos aullidos,
Nada salvo eso. Loco brebaje elaborado para que
sus cerebros piensen, sin duda, como los de los galeotes que el Turco
enfrenta para su diversión, Cristianos contra Judíos.
XXIV.
¡Y más qué eso - una yarda adelante- por qué, ahí!
¿Para qué macabro uso serviría ese mecanismo, esa rueda,
o freno, no rueda- ese filo listo para mutilar
cuerpos de hombres como si fuesen seda? Con todo el aspecto
de la herramienta de Tophet, abandonada inadvertidamente en la tierra,
o traída para afilar sus enmohecidos dientes de metal.
XXV.
Luego vino un tramo de tierra llena de tocones, otrora un bosque,
Después una ciénaga, o así parecía, y entonces sólo tierra
Desesperada y abandonada (al igual que un tonto halla regocijo,
Hace una cosa y luego la estropea, hasta que su ánimo
¡Cambia y entonces se marcha!) durante un cuarto de acre-
Lodo, arcilla y grava, arena y sombría desolación negra.
XXVI.
Ora inflamadas erupciones, de colores vivos y horrendos,
Ora terrenos donde la aridez del suelo
Se volvía moho o una sustancia como forúnculos;
Y apareció un roble paralítico, con una hendidura en él
Como una boca angustiada que resquebraja su corteza
Boqueando a la muerte, y muriendo mientras se repliega.
XXVII.
¡Y tan lejos como siempre del final!
Nada en la distancia salvo la noche, nada
¡Hacia dónde dirigir mis pasos! Mientras lo pensaba,
Un gran pájaro negro, el íntimo amigo de Apollyon,
Pasó volando, sin batir sus amplias alas de pluma de dragón
Que rozaron mi gorro- quizá era la guía que yo buscaba.
XXVIII.
Pues, mirando hacia arriba, de alguna manera me di cuenta,
A pesar del ocaso, de que la llanura había cedido su lugar
En derredor a las montañas- por honrar con semejante nombre
A los feos y apenas cerros y montículos que tapaban la vista.
Cómo de tal modo me habían sorprendido, - acláralo, ¡Tú!
Cómo salir de ellos no estaba muy claro.
XXIX.
Sin embargo, una parte de mí pareció descubrir algún truco
malévolo que me aconteció, Dios sabe cuándo-
En alguna pesadilla tal vez. Aquí terminaba, entonces,
Seguir por ese camino. Cuando, en el preciso momento
De darme por vencido una vez más, escuché un chasquido
¡Como el de una trampa al cerrarse- te hallas en la guarida!
XXX.
Como en una llamarada comprendí todo súbitamente,
¡Éste era el lugar! Esas dos colinas a la derecha,
Agazapadas como dos toros con las astas trabadas en pelea;
Mientras a la izquierda, una alta y trasquilada montaña… tonto,
Viejo senil, dormitando justo ahora
¡Tras pasar una vida adiestrándote para verla!
XXXI.
¿Qué se asentaba en el medio sino la Torre misma?
La redondeada torreta achaparrada, ciega como el corazón del loco,
Construida en piedra parda, sin parangón
En el mundo entero. El burlón elfo de la tempestad
Señala con el dedo al marinero, de este modo, el ser invisible
Le ataca, solamente cuando el navío zarpa.
XXXII.
¿No ves? ¿Acaso por la noche?- por qué, el día
¡Regresó para eso! Antes de irse,
El moribundo ocaso ardió en una fisura;
Las colinas, como gigantes en cacería, yacen
Con la barbilla en mano, para ver la caza acorralada-
"¡Ahora apuñala, y termina con la criatura- hasta el mango!"
XXXIII.
¿No escuchas? ¡Si hay ruido por todas partes! El tañido
creciente de una campana. Escuchaba
Los nombres de todos los aventureros desaparecidos, mis pares-
Cómo tal era fuerte, y cual valeroso,
Y el otro afortunado, sin embargo, cada uno de ellos de tiempos pasados
¡Perdidos, Perdidos! En un momento tocaba a muerto por años de tristeza.
XXXIV.
Ahí se encontraban, alineados a lo largo de las faldas de las colinas, reunidos
Para verme por última vez, un marco viviente
¡Para un cuadro más! En un lienzo en llamas
Les vi y les reconocí a todos. Y sin embargo,
Impávido, llevé a mis labios el cuerno,
Y toqué. "El noble Roland ha llegado a la Torre Oscura".