lunes, 13 de mayo de 2024

Hermosa Elenor. William Blake (1757-1827)

La campana dio la una estremeciendo la torre silenciosa.
Las tumbas entregan sus muertos: la hermosa Elenor
ha pasado junto al portal del castillo y, deteniéndose,
mira a su alrededor.
Un lamento sordo recorrió las siniestras bóvedas.

Gritó fuerte y rodó por los peldaños.
Sus mejillas pálidas dieron contra la roca yerta.
Nauseabundos olores de muerte
escapan como de un lóbrego sepulcro.
Todo es silencio, salvo el suspiro de las bóvedas.

La helada muerte retira su mano, y la doncella revive.
Asombrada se encuentra de pie,
y como ágil espectro, por estrechos corredores anda,
sintiendo el frío de los muros en sus manos.

Retorna la fantasía y piensa entonces en huesos,
en cráneos que ríen,
y en la muerte corruptora envuelta en su mortaja.
No tarda en imaginar hondos suspiros,
y lívidos fantasmas que por allí se deslizan.

Al fin, no la fantasía, sino la realidad,
atrae su atención. Un ruido de pasos,
de alguien que corre, se acercan. Ellen se detuvo
como una estatua muda, helada de terror.

El condenado se acerca gimiendo: "El mal está hecho;
toma esto y envíalo por quien fuere.
Es mi vida. Envíalo a Elenor.
¡Muerto está, pero clama tras de mí, sediento de sangre!"

¡Toma!, exclamó, arrojando a sus manos
un paño húmedo y envuelto. Luego huyó
gritando. Ella recibió en sus manos
la pálida muerte y le siguió en alas del espanto.

Atravesaron presurosos las rejas exteriores.
El desdichado, sin dejar de ulular, saltó el muro, cayendo al foso
y ahogándose en el cieno. La hermosa Ellen cruzó el puente
y oyó entonces un tétrica voz que preguntaba: ¿Lo has hecho?

Como herida y frágil gacela, Ellen corre
por la llanura sin caminos. Como aérea flecha nocturna
hacia la destrucción, desgarrando la oscuridad,
huye del terror hasta volver al hogar.

Sus doncellas la esperaban. Sobre su lecho cae,
aquel lecho de alegrías donde en otro tiempo su Señor
la abrazara.
¡Ah, espanto de mujer!, exclamó, ¡Ah, maldecido duque!
¡Ah, mi amado Señor! ¡Ah, miserable Elenor!

¡Mi Señor era como una flor sobre las sienes
del lozano mayo! ¡Ah, vida, frágil como la flor!
¡Oh, lívida muerte! ¡Aparta tu mano cruel!
¿Pretendes acaso que florezca para adornar
tus horribles sienes?

Mi Señor era como una estrella en lo alto de los cielos,
arrastrada a la Tierra mediante hechizos y conjuros;
mi Señor era como los ojos del día al abrirse,
cuando la brisa de occidente danza sobre las flores.

Pero se oscureció. Como el mediodía estival,
se nubló; cayó como el majestuoso árbol talado;
moró entre sus hojas el aliento de los cielos.
¡Oh, Elenor, débil mujer abatida por el infortunio!

Tras hablar así levantó la cabeza,
viendo junto a ella el ensangrentado paño
que sus manos trajeron. Entonces, diez veces
más aterrada, vio que sólo se desenvolvía.

Su mirada estaba fija. La sangrante tela se abre
descubriendo a sus ojos la cabeza
de su amado señor; amarillenta y cubierta
de sangre seca, la cual, tras gemir, así habló:

Oh, Elenor, soy lo que queda de tu Señor
que; mientras reposaba sobre las piedras
de la lejana torre,
fue privado de la vida por el miserable duque.
¡Un villano mercenario cambió mi sueño en muerte!

¡Oh, Elenor, cuídate del perverso duque!
No le des tu mano, ahora que muerto yazgo.
Tu amor busca quien, cobarde y al amparo de las sombras
invita rufianes para arrebatarme la vida.

Ella se dejó caer con miembros yertos,
rígida como la piedra.
Tomando la ensangrentada cabeza entre sus manos,
besó los pálidos labios. No tenía lágrimas que derramar.
La llevó en su seno y lanzó su último gemido.


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