lunes, 13 de mayo de 2024

Nunca dijimos adiós. Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907)

Nunca dijimos adiós, ni siquiera
Nos regalamos una última mirada,
No hubo signos en la cadena helada
Cuando fue rota, cuando desatados descendimos.

Y aquí descansamos juntos, eternamente, lado a lado;
Nuestro hogar fijado de por vida sobre el mármol.
Dos islas que los rugientes océanos
Ya no podrán separar.


Nada resta de ti. Carolina Coronado (1820-1911)

Nada resta de ti... te hundió el abismo...
te tragaron los monstruos de los mares.
No quedan en los fúnebres lugares
ni los huesos siquiera de ti mismo.
Fácil de comprender, amante Alberto,
es que perdieras en el mar la vida,
mas no comprende el alma dolorida
cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.
¡Darnos la vida a mí y a ti la muerte;
darnos a ti la paz y a mí la guerra,
dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra
es la maldad más grande de la suerte!


Israfel. Edgar Allan Poe (1809-1849)

En el Cielo mora un espíritu,
cuyas cuerdas del corazón son un laúd;
ninguno canta mejor, ni con tal frenesí
como el ángel Israfel,
y las estrellas vertiginosas,
así lo afirma la leyenda,
deteniendo sus himnos,
escuchan el encantamiento de su voz,
todas en silencio.
Dudando en lo alto de su meridiano,
la luna apasionada se sonroja de amor,
mientras, para oírle, el mismo rayo
(y con él las veloces Pléyades)
se detienen en el cielo.
Y dicen que el fervor de Israfel
se debe al sortilegio de su lira,
al trémulo alambre vivo de sus cuerdas;
donde los pensamientos profundos son un deber,
donde el Amor es un Dios ya anciano,
donde los ojos de las huríes
brillan con la adorada belleza de los astros.
Tienes razón, Israfel,
en despreciar todo canto que no sea apasionado.
¡A ti los laureles, bardo el mejor
y el más sabio!
¡Larga y gozosa vida para ti!
Los altos éxtasis caen con las ardientes notas,
con tu dolor, tu alegría, tu odio, tu amor,
el fervor de tu laúd.
¿Qué hay de extraño en que las estrellas
eternas permanezcan mudas?
Sí, tuyo es el Cielo,
pero este es un mundo de dulce amargura,
nuestras flores son sólo flores,
y la sombra de tu inmensa beatitud
es la luz de nuestro sol.
Si yo pudiese habitar en el reino de Israfel,
y él en donde yo habito,
no podría el ángel cantar una melodía terrenal,
mientras yo, en cambio, podría lanzar al firmamento
un nota más plena que esta triste canción
que brota de mi lira.


Inextinguible. Delmira Agustini (1886-1914)

¡Oh tú que duermes tan hondo que no despiertas!
Milagrosas de vivas, milagrosas de muertas,
Y por muertas y vivas eternamente abiertas,
Alguna noche en duelo yo encuentro tus pupilas
Bajo un trapo de sombra o una blonda de luna.
Bebo en ellas la Calma como en una laguna.
Por hondas, por calladas, por buenas, por tranquilas
Un lecho o una tumba parece cada una.


Hesperia. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

El ocaso invernal, refulgiendo tras las agujas
Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría,
Abre anchas puertas hacia algún año olvidado
De viejos esplendores y deseos divinos.
Futuras maravillas arden en aquellos fuegos
Llenos de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges señala el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras distantes.

Es la tierra donde florece el sentido de la belleza,
Donde todo recuerdo inexplicado tiene su raíz,
Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo
Por el vasto abismo en sueños de horas iluminadas por las estrellas.
Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo
Repite que el pie humano jamás ha hollado sus secretos.


Hermosa Elenor. William Blake (1757-1827)

La campana dio la una estremeciendo la torre silenciosa.
Las tumbas entregan sus muertos: la hermosa Elenor
ha pasado junto al portal del castillo y, deteniéndose,
mira a su alrededor.
Un lamento sordo recorrió las siniestras bóvedas.

Gritó fuerte y rodó por los peldaños.
Sus mejillas pálidas dieron contra la roca yerta.
Nauseabundos olores de muerte
escapan como de un lóbrego sepulcro.
Todo es silencio, salvo el suspiro de las bóvedas.

La helada muerte retira su mano, y la doncella revive.
Asombrada se encuentra de pie,
y como ágil espectro, por estrechos corredores anda,
sintiendo el frío de los muros en sus manos.

Retorna la fantasía y piensa entonces en huesos,
en cráneos que ríen,
y en la muerte corruptora envuelta en su mortaja.
No tarda en imaginar hondos suspiros,
y lívidos fantasmas que por allí se deslizan.

Al fin, no la fantasía, sino la realidad,
atrae su atención. Un ruido de pasos,
de alguien que corre, se acercan. Ellen se detuvo
como una estatua muda, helada de terror.

El condenado se acerca gimiendo: "El mal está hecho;
toma esto y envíalo por quien fuere.
Es mi vida. Envíalo a Elenor.
¡Muerto está, pero clama tras de mí, sediento de sangre!"

¡Toma!, exclamó, arrojando a sus manos
un paño húmedo y envuelto. Luego huyó
gritando. Ella recibió en sus manos
la pálida muerte y le siguió en alas del espanto.

Atravesaron presurosos las rejas exteriores.
El desdichado, sin dejar de ulular, saltó el muro, cayendo al foso
y ahogándose en el cieno. La hermosa Ellen cruzó el puente
y oyó entonces un tétrica voz que preguntaba: ¿Lo has hecho?

Como herida y frágil gacela, Ellen corre
por la llanura sin caminos. Como aérea flecha nocturna
hacia la destrucción, desgarrando la oscuridad,
huye del terror hasta volver al hogar.

Sus doncellas la esperaban. Sobre su lecho cae,
aquel lecho de alegrías donde en otro tiempo su Señor
la abrazara.
¡Ah, espanto de mujer!, exclamó, ¡Ah, maldecido duque!
¡Ah, mi amado Señor! ¡Ah, miserable Elenor!

¡Mi Señor era como una flor sobre las sienes
del lozano mayo! ¡Ah, vida, frágil como la flor!
¡Oh, lívida muerte! ¡Aparta tu mano cruel!
¿Pretendes acaso que florezca para adornar
tus horribles sienes?

Mi Señor era como una estrella en lo alto de los cielos,
arrastrada a la Tierra mediante hechizos y conjuros;
mi Señor era como los ojos del día al abrirse,
cuando la brisa de occidente danza sobre las flores.

Pero se oscureció. Como el mediodía estival,
se nubló; cayó como el majestuoso árbol talado;
moró entre sus hojas el aliento de los cielos.
¡Oh, Elenor, débil mujer abatida por el infortunio!

Tras hablar así levantó la cabeza,
viendo junto a ella el ensangrentado paño
que sus manos trajeron. Entonces, diez veces
más aterrada, vio que sólo se desenvolvía.

Su mirada estaba fija. La sangrante tela se abre
descubriendo a sus ojos la cabeza
de su amado señor; amarillenta y cubierta
de sangre seca, la cual, tras gemir, así habló:

Oh, Elenor, soy lo que queda de tu Señor
que; mientras reposaba sobre las piedras
de la lejana torre,
fue privado de la vida por el miserable duque.
¡Un villano mercenario cambió mi sueño en muerte!

¡Oh, Elenor, cuídate del perverso duque!
No le des tu mano, ahora que muerto yazgo.
Tu amor busca quien, cobarde y al amparo de las sombras
invita rufianes para arrebatarme la vida.

Ella se dejó caer con miembros yertos,
rígida como la piedra.
Tomando la ensangrentada cabeza entre sus manos,
besó los pálidos labios. No tenía lágrimas que derramar.
La llevó en su seno y lanzó su último gemido.


El viento distante. José Emilio Pacheco (1939-2014)

En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador.
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.

El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.


La tercera expedición. Ray Bradbury (1920-2012)

La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los movimientos brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y hombres en las celdas de metal, y se movía en un silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete hombres, incluyendo un capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a
la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte!  
Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas superiores de Marte. Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un pálido leviatán marino por las aguas de medianoche del espacio; había dejado atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada que seguía a otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado, alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos claros y las caras apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban ahora cómo Marte oscilaba subiendo debajo de ellos.
-¡Marte! -exclamó el navegante Lustig.  
-¡El viejo y simpático Marte! -dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.
-Bien -dijo el capitán John Black.              
El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de hierro. Más allá, se alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda cubierta de volutas y molduras rococó, con ventanas de vidrios coloreados: azules y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos geranios, y una vieja hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás, hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se podía ver una pieza de música titulada Hermoso Ohio, en un atril. 
Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y tranquilo bajo el cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos rojos, y álamos altos que se movían en el viento, y arces y castaños, todos altos.
En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas. 
Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a otros y miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no pudieran respirar.
-Demonios -dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos-. Demonios.
-No puede ser -dijo Samuel Hinkston.  
Se oyó la voz del químico.
-Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.
-Entonces saldremos -dijo Lustig.
-Esperen -replicó el capitán John Black-. ¿Qué es esto en realidad?
-Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.
-Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra -dijo Hinkston el arqueólogo-.
Increíble. No puede ser, pero es. 
El capitán John Black lo miró inexpresivamente.
-¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen de la misma manera, Hinkston?
-Nunca lo hubiera pensado, capitán.
El capitán se acercó a la ventana. 
-Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la Tierra sólo desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, durante miles de años. Y luego díganme si es lógico que los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo, cúpulas; tercero, columpios en los Porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que probablemente es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es lógico que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada, aunque parezca mentira, Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio en Marte!
-¡El capitán Williams, por supuesto! -exclamó Hinkston.
-¿Qué?
-El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. 0 Nathaniel York y su compañero. ¡Eso lo explicaría todo!
-Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a Marte, y York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, el cohete fue destruido al día siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran sobrevivido, se habrían comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha
pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de agosto. Suponiendo que estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con la ayuda de una brillante raza marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta años. Miren la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es
obra de York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes de aclararlo.
-Además -dijo Lustig---, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en el lado opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en este lado.
-Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya matado a York y a Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región  alejada, para evitar otro desastre. Estamos, por lo tanto, o así parece, en un lugar que Williams y York no conocieron.
-Maldita sea --dijo Hinkston-. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de usted. Es posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas similares de ideas, diagramas de civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del descubrimiento psicológico y metafísico más importante de nuestra época!
-Yo quisiera esperar un rato -dijo el capitán John Black.
-Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por primera vez, y plenamente, la existencia de Dios, señor.
-Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.
-Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no puede existir sin intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.
-No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos.
-¿Con qué nos enfrentamos? -dijo Lustig---. Con nada, capitán. Es un pueblo agradable, verde y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me gusta el aspecto que tiene.
-¿Cuándo nació usted, Lustig?
-En mil novecientos cincuenta.
-¿Y usted, Hinkston?
-En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece al mío.
-Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta años cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios y de la ciencia, que en los últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los demás, pero infinitamente más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. -Y volviéndose hacia el radiotelegrafista, añadió-: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos llegado. Nada más. Dígales que mañana enviaremos un informe completo.
-Bien, capitán.
El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un octogenario, pero que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.
-Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta por el pueblo. Los demás se quedan a bordo. Si Ocurre algo, se irán en seguida.
Es mejor perder tres hombres que toda una nave. Si ocurre algo malo, nuestra tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del capitán Wilder, que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el próximo cohete venga bien armado.
-También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.
-Entonces, dígales a los hombres que se queden al pie del cañón. Vamos, Lustig, Hinkston.
Los tres hombres salieron juntos por las rampas de la nave.  

Era un hermoso día de primavera. Un petirrojo posado en un manzano en flor cantaba continuamente. Cuando el viento rozaba las ramas verdes, caía una lluvia de pétalos de nieve, y el aroma de los capullos flotaba en el aire. En alguna parte del pueblo alguien tocaba el piano, y la música iba y venía e iba, dulcemente, lánguidamente. La canción era Hermosa soñadora. En alguna otra parte, en un
gramófono, chirriante y apagado, siseaba un disco de Vagando al anochecer, cantado por Harry Lauder.
Los tres hombres estaban fuera del cohete. jadearon aspirando el aire enrarecido, y luego echaron a andar, lentamente, como para no fatigarse.
Ahora el disco del gramófono cantaba:
           Oh, dame una noche de junio,
           la luz de la luna y tú
Lustig se echó a temblar. Samuel Hinkston hizo lo mismo.
El cielo estaba sereno y tranquilo, y en alguna parte corría un arroyo, a la sombra  de un barranco con árboles. En alguna parte trotó un caballo, y traqueteó una carreta.
-Señor -dijo Samuel Hinkston-, tiene que ser, no puede ser de otro modo, ¡los
viajes a Marte empezaron antes de la Primera Guerra Mundial!
...
-No.
-¿De qué otro modo puede usted explicar esas casas, el ciervo de hierro, los pianos, la música? -Y Hinkston tomó persuasivamente de un codo al capitán y lo miró a los ojos-. Si usted admite que en mil novecientos cinco había gente que  odiaba la guerra, y que uniéndose en secreto con algunos hombres de ciencia construyeron un cohete y vinieron a Marte...
-No, no, Hinkston.
-¿Por qué no? El mundo era muy distinto en mil novecientos cinco. Era fácil guardar un secreto.
-Pero algo tan complicado como un cohete no, no se puede ocultan
-Y vinieron a vivir aquí, y naturalmente, las casas que construyeron fueron similares a las casas de la Tierra, pues junto con ellos trajeron la civilización terrestre.
-¿Y han vivido aquí todos estos años? -preguntó el capitán.
-En paz y tranquilidad, sí. Quizás hicieron unos pocos viajes, bastantes como para traer aquí a la gente de un pueblo pequeño, y luego no volvieron a viajar, pues no querían que los descubrieran. Por eso este pueblo parece tan anticuado. No veo aquí nada posterior a mil novecientos veintisiete, ¿no es cierto? -Es posible, también, que los viajes en cohete sean aún más antiguos de lo que pensamos.
Quizá comenzaron hace siglos en alguna parte del mundo, y las pocas personas que vinieron a Marte y viajaron de vez en cuando a la Tierra supieron guardar el secreto.
-Tal como usted lo dice, parece razonable.
~Lo es. Tenemos la prueba ante nosotros; sólo nos falta encontrar a alguien y verificarlo.
La hierba verde y espesa apagaba el sonido de las botas. En el aire había un olor a césped recién cortado. A pesar de sí mismo, el capitán John Black se sintió inundado por una gran paz. Durante los últimos treinta años no había estado nunca en un pueblo pequeño, y el zumbido de las abejas primaverales lo acunaba y tranquilizaba, y el aspecto fresco de las cosas era como un bálsamo para él.

Los tres hombres entraron en el porche y fueron hacia la puerta de tela de alambre. Los pasos resonaron en las tablas del piso. En el interior de la casa se veía una araña de cristal, una cortina de abalorios que colgaba a la entrada del vestíbulo, y en una pared, sobre un cómodo sillón Morris, un cuadro de Maxfield Parrish. La casa olía a desván, a vieja, e infinitamente cómoda. Se alcanzaba a oír el tintineo de unos trozos de hielo en una jarra de limonada. Hacía mucho calor, y en la cocina distante alguien preparaba un almuerzo frío. Alguien tarareaba entre dientes, con una voz dulce y aguda.
El capitán John Black hizo sonar la campanilla.  
Unas pisadas leves y rápidas se acercaron por el vestíbulo, y una señora de unos cuarenta años, de cara bondadosa, vestida a la moda que se podía esperar en 1909, asomó la cabeza y los miró.
-¿Puedo ayudarlos? -preguntó.
 -Disculpe -dijo el capitán, indeciso-, pero buscamos.... es decir, deseábamos...
La mujer lo miró con ojos oscuros y perplejos.
-Si venden algo...
-No, espere. ¿Qué pueblo es éste?
La mujer lo miró de arriba abajo.
-¿Cómo qué pueblo es éste? ¿Cómo pueden estar en un pueblo y no saber cómo se llama?
El capitán tenía el aspecto de querer ir a sentarse debajo de un árbol, a la sombra.
-Somos forasteros. Queremos saber cómo llegó este pueblo aquí y cómo usted llegó aquí.
-¿Son ustedes del censo?
-No.
-Todo el mundo sabe -dijo la mujer- que este pueblo fue construido en mil ochocientos sesenta y ocho. ¿Se trata de un juego?
-No, no es un juego -exclamó el capitán-. Venimos de la Tierra.
-¿Quiere decir de debajo de la tierra?
-No. Venimos del tercer planeta, la Tierra, en una nave. Y hemos descendido aquí, en el cuarto planeta, Marte...
-Esto -explicó la mujer como si le hablara a un niño- es Green Bluff, Illinois, en el continente americano, entre el océano Pacífico y el océano Atlántico, en un lugar llamado el mundo y a veces la Tierra. Ahora, váyanse. Adiós.
La mujer trotó vestíbulo abajo, pasando los dedos por entre las cortinas de abalorios.
Los tres hombres se miraron.
-Propongo que rompamos la puerta de alambre -dijo Lustig.
-No podemos hacerlo. Es propiedad privada. ¡Dios santo!
Fueron a sentarse en el escalón del porche.
--Se le ha ocurrido pensar, Hinkston, que quizá nos salimos de la trayectoria, de alguna manera, y por accidente descendimos en la Tierra?
-¿Y cómo lo hicimos?
-No lo sé, no lo sé. Déjeme pensar, por Dios.
-Comprobamos cada kilómetro de la trayectoria -dijo Hinkston---. Nuestros cronómetros dijeron tantos kilómetros. Dejamos atrás la Luna y salimos al espacio, y aquí estamos. Estoy seguro de que estamos en Marte.
_¿Y si por accidente nos hubiésemos perdido en las dimensiones del espacio y el
tiempo, y hubiéramos aterrizado en una Tierra de hace treinta o cuarenta años?
-¡Oh, por favor, Lustig!
Lustig se acercó a la puerta, hizo sonar la campanilla y gritó a las habitaciones
frescas y oscuras:
-¿En qué año estamos?
-En mil novecientos veintiséis, por supuesto -contestó la mujer, sentada en una mecedora, tomando un sorbo de limonada.
Lustig se volvió muy excitado.
-¿Lo oyeron? Mil novecientos veintiséis. ¡Hemos retrocedido en el tiempo!
¡Estamos en la Tierra!
Lustig se sentó, y los tres hombres se abandonaron al asombro y al terror, acariciándose de vez en cuando las rodillas.
-Nunca esperé nada semejante -dijo el capitán-. Confieso que tengo un susto de todos los diablos. ¿Cómo puede ocurrir una cosa así? ojalá hubiéramos traído a Einstein con nosotros.
-¿Nos creerá alguien en este pueblo? -preguntó Hinkston- ¿Estaremos jugando con algo peligroso? Me refiero al tiempo. ¿No tendríamos que elevarnos simplemente y volver a la Tierra?
-No. No hasta probar en otra casa. 
Pasaron por delante de tres casas hasta un pequeño cottage blanco, debajo de un roble.
-Me gusta ser lógico Y quisiera atenerme a la lógica -dijo el capitán-. Y no creo que hayamos puesto el dedo en la llaga. Admitamos, Hinkston, como usted sugirió antes, que se viaje en cohete desde hace muchos años. Y que los terrestres, después de vivir aquí algunos años, comenzaron a sentir nostalgias de la Tierra.
Primero una leve neurosis, después una psicosis, y por fin la amenaza de la locura. ¿Qué haría usted, como psiquiatra, frente a un problema de esas dimensiones?
Hinkston reflexionó.
-Bueno, pienso que reordenaría la civilización de Marte, de modo que se pareciera, cada día más, a la de la Tierra. Si fuese posible reproducir las plantas, las carreteras, los lagos, y aun los océanos, los reproduciría. Luego, mediante una vasta hipnosis colectiva, convencería a todos en un pueblo de este tamaño que esto era realmente la Tierra, y no Marte.
-Bien pensado, Hinkston. Creo que estamos en la pista correcta. La mujer de aquella casa piensa que vive en la Tierra. Ese pensamiento protege su cordura.
Ella y los demás de este pueblo son los sujetos del mayor experimento en migración e hipnosis que hayamos podido encontrar.
-¡Eso es! -exclamó Lustig.
-Tiene razón -dijo Hinkston.
El capitán suspiró.
-Bien. Hemos llegado a alguna parte. Me siento mejor. Todo es un poco más lógico. Ese asunto de las dimensiones, de ir hacia atrás y hacia delante viajando por el tiempo, me revuelve el, estómago. Pero de esta manera... 
-El capitán sonrió-: Bien, bien, parece que seremos bastante populares aquí.
 -¿Cree usted? -dijo Lustig---. Al fin y al cabo, esta gente vino para huir de la Tierra, como los Peregrinos. Quizá vernos no los haga demasiado felices. Quizás intenten echarnos o matamos.
-Tenemos mejores armas. Ahora a la casa siguiente. ¡Andando!
Apenas habían cruzado el césped de la acera, cuando Lustig se detuvo y miró a lo largo de la calle que atravesaba el pueblo en la soñadora paz de la tarde.
-Señor -dijo.  
-¿Qué pasa, Lustig?
-Capitán, capitán, lo que veo...
Lustig se echó a llorar. Alzó unos dedos que se le retorcían y temblaban, y en su cara hubo asombro, incredulidad y dicha. Parecía como si en cualquier momento fuese a enloquecer de alegría. Miró calle abajo y empezó a correr, tropezando torpemente, cayéndose y levantándose, y corriendo otra vez.
-¡Miren! ¡Miren!
-¡No dejen que se vaya! -El capitán echó también a correr.
Lustig se alejaba rápidamente, gritando. Cruzó uno de los jardines que bordeaban la calle sombreada y entró de un salto en el porche de una gran casa verde con un gallo de hierro en el tejado.
Gritaba y lloraba golpeando la puerta cuando Hinkston y el capitán llegaron corriendo detrás de él. Todos jadeaban y resoplaban, extenuados por la carrera y el aire enrarecido.
-¡Abuelo! ¡Abuela! -gritaba Lustig.  
Dos ancianos, un hombre y una mujer, estaban de pie en el porche.  
-¡David! -exclamaron con voz aflautada y se apresuraron a abrazarlo y a palmearle la espalda, moviéndose alrededor---. ¡Oh, David, David, han pasado tantos años!
¡Cuánto has crecido, muchacho! Oh, David, muchacho, ¿cómo te encuentras?
-¡Abuelo! ¡Abuela! -sollozaba David Lustig---. ¡Qué buena cara tenéis!  
Retrocedió, los hizo girar, los besó, los abrazó, lloró sobre ellos Y volvió a retroceder mirándolos con ojos parpadeantes. El sol brillaba en el cielo, el viento soplaba, el césped era verde, las puertas de tela de alambre estaban abiertas de par en par.
 -Entra, muchacho, entra. Hay té helado, mucho té.  
-Estoy con unos amigos. -Lustig se dio vuelta e hizo señas al capitán, excitado, riéndose-. Capitán, suban.
-¿Cómo están ustedes? -dijeron los viejos---. Pasen. Los amigos de David son también nuestros amigos. ¡No se queden ahí!
La sala de la vieja casa era muy fresca, y se oía el sonoro tictac de un reloj de abuelo, alto y largo, de molduras de bronce. Había almohadones blandos sobre largos divanes y paredes cubiertas de libros y una gruesa alfombra de arabescos   rosados, y las manos sudorosas sostenían los vasos de té, helado y fresco en las bocas sedientas.
-Salud. -La abuela se llevó el vaso a los dientes de porcelana.
-¿Desde cuándo estáis aquí, abuela? -preguntó Lustig.
-Desde que nos morimos -replicó la mujer.  
El capitán John Black puso el vaso en la mesa.
-¿Desde cuándo?  
-Ah, sí. -Lustig asintió-. Murieron hace treinta años.
-¡Y usted ahí tan tranquilo! -gritó el capitán.
-Silencio. -La vieja guiñó un ojo brillante-. ¿Quién es usted para discutir lo que pasa? Aquí estamos. ¿Qué es la vida, de todos modos? ¿Quién decide por qué, para qué o dónde? Sólo sabemos que estamos aquí, vivos otra vez, y no hacemos preguntas. Una, segunda oportunidad. -Se inclinó y mostró una muñeca delgada-.
Toque. -El capitán tocó-. Sólida, ¿eh? -El capitán asintió-. Bueno, entonces - concluyó con aire de triunfo-, ¿para qué hacer preguntas?
-Bueno -replicó el capitán-, nunca imaginamos que encontraríamos una cosa como ésta en Marte.  
-Pues la han encontrado. Me atrevería a decirle que hay muchas cosas en todos los planetas que le revelarían los infinitos designios de Dios.
-¿Esto es el cielo? -preguntó Hinkston.

-Tonterías, no. Es un mundo y tenemos aquí una segunda oportunidad. Nadie nos dijo por qué. Pero tampoco nadie nos dijo por qué estábamos en la Tierra. Me refiero a la otra Tierra, esa de dónde vienen ustedes. ¿Cómo sabemos que no había todavía otra además de ésa?
- Buena pregunta -dijo el capitán.
Lustig no dejaba de sonreír mirando a sus abuelos.
-Qué alegría veros, qué alegría.
El capitán se incorporó y se palmeó una pierna con aire de descuido.
-Tenemos que irnos. Muchas gracias por las bebidas.
-Volverán, por supuesto -dijeron los viejos-. Vengan esta noche a cenar.
-Trataremos de venir, gracias. Hay mucho que hacer. Mis hombres me esperan en el cohete y..
Se interrumpió. Se volvió hacia la puerta, sobresaltado.
Muy lejos a la luz del sol había un sonido de voces y grandes gritos de bienvenida.
-¿Qué pasa? -preguntó Hinkston.  
-Pronto lo sabremos.
El capitán John Black cruzó abruptamente la puerta, corrió por la hierba verde y salió a la calle del pueblo marciano.
Se detuvo mirando el cohete. Las portezuelas estaban abiertas y la tripulación salía y saludaba, y se mezclaba con la muchedumbre que se había reunido, hablando, riendo, estrechando manos. La gente bailaba alrededor. La gente se arremolinaba. El cohete yacía vacío y abandonado.  
Una banda de música rompió a tocar a la luz del sol, lanzando una alegre melodía desde tubas y trompetas que apuntaban al cielo. Hubo un redoble de tambores y un chillido de gaitas. Niñas de cabellos de oro saltaban sobre la hierba. Niños gritaban: «¡Hurra!». Hombres gordos repartían cigarros. El alcalde del pueblo pronunció un discurso. Luego, los miembros de la tripulación, dando un brazo a una madre, y el otro a un padre o una hermana, se fueron muy animados calle abajo y entraron en casas pequeñas y en grandes mansiones.  
Las puertas se cerraron de golpe.
El calor creció en el claro cielo de primavera, y todo quedó en silencio. La banda de música desapareció detrás de una esquina, alejándose del cohete, que brillaba y centelleaba a la luz del sol.
-¡Deténganse! -gritó el capitán Black. -¡Lo han abandonado! -dijo el capitán-. ¡Han abandonado la nave! ¡Les arrancaría la piel! ¡Tenían órdenes precisas!
-Capitán, no sea duro con ellos -dijo Lustig---. Se han encontrado con parientes y amigos.  
-¡No es una excusa!  
-Piense en lo que habrán sentido con todas esas caras familiares alrededor de la nave -dijo Lustig.
-Tenían órdenes, maldita sea.
-¿Qué hubiera sentido usted, capitán?  
-Hubiera cumplido las órdenes... -comenzó a decir el capitán, y se quedó boquiabierto.  

Por la acera, bajo el sol de Marte, venía caminando un joven de unos veintiséis años, alto, sonriente, de ojos asombrosamente claros y azules.
-¡John! -gritó el joven, y trotó hacia ellos.  
-¿Qué? -El capitán Black se tambaleó.  
El joven llegó corriendo, le tomó la mano y le palmeó la espalda.
-¡John, bandido!  
-Eres tú -dijo el capitán John Black.
-¡Claro que soy yo! ¿Quién creías que era?
-iEdward!
El capitán, reteniendo la mano del joven desconocido, se volvió a Lustig y a Hinkston.
-Éste es mi hermano Edward. Ed, te presento a mis hombres: Lustig, Hinkston. ¡Mi hermano!
John y Edward se daban la mano y se apretaban los brazos. Al fin se abrazaron.
-¡Ed!
-Johri, sinvergüenza!
-Tienes muy buena cara, Ed, pero ¿cómo? No has cambiado nada en todo este tiempo. Moriste, recuerdo, cuando tenías veintiséis años y yo diecinueve. ¡Dios mío! Hace tanto tiempo, y aquí estás. Señor, ¿qué pasa aquí?
 -Mamá está esperándonos -dijo Edward Black sonriendo.
-¿Mamá?
-Y papá también.
-¿Papá? 
El capitán casi cayó al suelo como si lo hubieran golpeado con un arma poderosa.
Echó a caminar rígidamente, con pasos desmañados.
-¿Papá y mamá vivos? ¿Dónde están?
-En la vieja casa de Oak Knoll Avenue.
-¡En la vieja casa! -El capitán miraba fijamente con un deleitado asombro-. ¿Han
oído ustedes, Lustig, Hinkston?
Hinkston se había ido. Había visto su propia casa en el fondo de la calle y corría
hacia ella. Lustig se reía.
-¿Ve usted, capitán, qué les ha ocurrido a los del cohete? No han podido evitarlo.
-Sí, sí. -El capitán cerró los ojos-. Cuando vuelva a mirar habrás desaparecido. -
Parpadeó-. Todavía estás aquí. Oh, Dios, ¡pero qué buen aspecto tienes, Ed!
-Vamos, nos espera el almuerzo. Ya he avisado a mamá.
Lustig dijo:  
-Señor, estaré en casa de mis abuelos si me necesita.
-¿Qué? Ah, muy bien, Lustig. Nos veremos más tarde.
Edward tomó de un brazo al capitán.  
-Ahí está la casa. ¿La recuerdas?  
-¡Claro que la recuerdo! Vamos. A ver quién llega primero al porche.  
Corrieron. Los árboles rugieron sobre la cabeza del capitán Black; el suelo rugió bajo sus pies. Delante de él, en un asombroso sueño real, veía la figura dorada de Edward Black y la vieja casa, que se precipitaba hacia ellos, con las puertas de tela de alambre abiertas de par en pan  
-¡Te he ganado! -exclamó Edward.
-Soy un hombre viejo -jadeó el capitán- y tú eres joven todavía. Además siempre
me ganabas, me acuerdo muy bien.
En el umbral, mamá, sonrosada, rolliza y alegre. Detrás, papá, con canas amarillas y la pipa en la mano.
-¡Mamá! ¡Papá! 
El capitán subió las escaleras corriendo como un niño.
Fue una hermosa y larga tarde de primavera. Después de una prolongada sobremesa se sentaron en la sala y el capitán les habló del cohete, y ellos asintieron y mamá no había cambiado nada y papá cortó con los dientes la punta de un cigarro y lo encendió pensativamente como acostumbraba antes. A la noche comieron un gran pavo y el tiempo fue pasando. Cuando los huesos quedaron tan
limpios como palillos de tambor, el capitán se echó hacia atrás en su silla y suspiró satisfecho. La noche estaba en todos los árboles y coloreaba el cielo, y las lámparas eran aureolas de luz rosada en la casa tranquila. De todas las otras casas, a lo largo de la calle, venían sonidos de músicas, de pianos, y de puertas que se cerraban.
Mamá puso un disco en el gramófono y bailó con el capitán John Black. Llevaba el mismo perfume de aquel verano, cuando ella y papá murieron en el accidente de tren. El capitán la sintió muy real entre los brazos, mientras bailaban con pasos ligeros.
-No todos los días se vuelve a vivir -dijo ella.
-Me despertaré por la mañana -replicó el capitán-, y me encontraré en el cohete, en el espacio, y todo esto habrá desaparecido.  
-No, no pienses eso -lloró ella dulcemente-. No dudes. Dios es bueno con nosotros. Seamos felices.
-Perdón, mamá.  
El disco terminó con un siseo circular.
-Estás cansado, hijo mío -le dijo papá señalándolo con la pipa-. Tu antiguo dormitorio te espera; con la cama de bronce y, todas tus cosas.  
-Pero tendría que llamar a mis hombres.
-¿Por qué?
-¿Por qué? Bueno, no lo sé. En realidad, creo que no hay ninguna razón. No, ninguna. Estarán comiendo o en cama. Una buena noche de descanso no les hará daño.
-Buenas noches, hijo. -Mamá le besó la mejilla-. Qué bueno es tenerte en casa.  
-Es bueno estar en casa.
El capitán dejó aquel país de humo de cigarros y perfume y libros y luz suave ysubió las escaleras charlando, charlando con Edward. Edward abrió una puerta, y allí estaba la cama de bronce amarillo, y los viejos banderines de la universidad, y un muy gastado abrigo de castor que el capitán acarició cariñosamente, en silencio.
-No puedo más, de veras -murmuró-. Estoy entumecido y cansado. Hoy han ocurrido demasiadas cosas. Me siento como si hubiera pasado cuarenta y ocho horas bajo una lluvia torrencial, sin paraguas ni impermeable. Estoy empapado hasta los huesos de emoción.  
Edward estiró con una mano las sábanas de nieve y ahuecó las almohadas.
Levantó un poco la ventana y el aroma nocturno del jazmín entró flotando en la habitación. Había luna y sonidos de músicas y voces distantes.  
-De modo que esto es Marte -dijo el capitán, desnudándose.  
-Así es.
Edward se desvistió con movimientos perezosos y lentos, sacándose la camisa por la cabeza y descubriendo unos hombros dorados y un cuello fuerte y musculoso.  
Habían apagado las luces, y ahora estaban en cama, uno al lado del otro, como ¿hacía cuántos años? El aroma de jazmín que empujaba las cortinas de encaje hacia el aire oscuro del dormitorio acunó y alimentó al capitán. Entre los árboles, sobre el césped, alguien había dado cuerda a un gramófono portátil que ahora susurraba una canción: Siempre.
Se acordó de Marilyn.  
-¿Está Marilyn aquí?  
Edward, estirado allí a la luz de la luna, esperó unos instantes y luego contestó:  
-Sí. No está en el pueblo, pero volverá por la mañana.  
El capitán cerró los ojos:  
-Tengo muchas ganas de verla.  
En la habitación rectangular y silenciosa, sólo se oía la respiración de los dos
hombres.  
-Buenas noches, Ed.
Una pausa.   
-Buenas noches, John.
El capitán permaneció tendido y en paz, abandonándose a sus propios pensamientos. Por primera vez consiguió hacer a un lado las tensiones del día, y ahora podía pensar lógicamente. Todo había sido emocionante: las bandas de música, las caras familiares. Pero ahora...

«¿Cómo? -se preguntó-. ¿Cómo se hizo todo esto? ¿Y por qué? ¿Con qué propósito? ¿Por la mera bondad de alguna intervención divina? ¿Entonces Dios se preocupa realmente por sus criaturas? ¿Cómo y por qué y para qué?»
Consideró las distintas teorías que habían adelantado Hinkston y Lustig en el primer calor de la tarde. Dejó que otras muchas teorías nuevas le bajaran a través de la mente como perezosos guijarros que giraban echando alrededor unas luces mortecinas. Mamá. Papá. Edward. Tierra. Marte. Marcianos.
«¿Quién había vivido aquí hacía mil años en Marte? ¿Marcianos? ¿0 había sido siempre como ahora?»
Marcianos. El capitán repitió la palabra ociosamente, interiormente.
Casi se echó a reír en voz alta. De pronto se le había ocurrido la más ridícula de las teorías. Se estremeció. Por supuesto, no tenía ningún sentido. Era muy improbable. Estúpida. «Olvídala. Es ridícula.»
»Sin embargo -pensó-, supongamos... Supongamos que Marte esté habitado por marcianos que vieron llegar nuestra nave y nos vieron dentro y nos odiaron.
Supongamos ahora, sólo como algo terrible, que quisieran destruir a esos invasores indeseables, y del modo más inteligente, tomándonos desprevenidos.
Bien, ¿qué arma podrían usar los marcianos contra las armas atómicas de los terrestres?
»La respuesta era interesante. Telepatía, hipnosis, memoria e imaginación.
» Supongamos que ninguna de estas casas sea real, que esta cama no sea real sino un invento de mi propia imaginación, materializada por los poderes telepáticos e hipnóticos de los marcianos -pensó el capitán John Black-.
Supongamos que estas casas tengan realmente otra forma, una forma marciana, y que, conociendo mis deseos y mis anhelos, estos marcianos hayan hecho que se parezcan a mi viejo pueblo y mi vieja casa, para que yo no sospeche. ¿Qué mejor modo de engañar a un hombre que utilizar a sus padres como cebo?
» Y este pueblo, tan antiguo, del año mil novecientos veintiséis, muy anterior al nacimiento de mis hombres... Yo tenía seis años entonces, y había discos de Harry Lauder, y cortinas de abalorios, y Hermoso Ohio, y cuadros de Maxfield Parrish que colgaban todavía de las paredes, y arquitectura de principios de siglo.   
¿Y si los marcianos hubieran sacado este pueblo de los recuerdos de mi mente?
Dicen que los recuerdos de la niñez son los más claros. Y después de construir el pueblo, sacándolo de mi mente, ¡lo poblaron con las gentes más queridas, sacándolas de las mentes de los tripulantes!
»Y supongamos que esa pareja que duerme en la habitación contigua no sea mi padre y mi madre, sino dos marcianos increíblemente hábiles y capaces de mantenerme todo el tiempo en un sueño hipnótico.
»¿Y aquella banda de música? ¡Qué plan más sorprendente y admirable! Primero, engañar a Lustig, después a Hinkston, y después reunir una muchedumbre; y todos los hombres del cohete, como es natural, desobedecen las órdenes y abandonan la nave al ver a madres, tías, tíos y novias, muertos hace diez, veinte años. ¿Qué más natural? ¿Qué más inocente? ¿Qué más sencillo? Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida. Está demasiado contento. Y aquí estamos todos esta noche, en distintas casas, distintas camas, sin armas que nos protejan. Y el cohete vacío a la luz de la luna.
¿Y no sería espantoso Y terrible descubrir que todo esto es parte de un inteligente plan de los marcianos para dividirnos y vencernos, y matarnos? En algún momento de esta noche, quizá, mi hermano, que está en esta cama, cambiará de forma, se fundirá y se transformará en otra cosa, en una cosa terrible, un
marciano. Sería tan fácil para él volverse en la cama y clavarme un cuchillo en el corazón... Y en todas esas casas, a lo largo de la calle, una docena de otros hermanos o padres fundiéndose de pronto y sacando cuchillos, se abalanzarán sobre los confiados y dormidos terrestres.»
Le temblaban las manos bajo las mantas. Tenía el cuerpo helado. De pronto la teoría no fue una teoría. De pronto tuvo mucho miedo.
Se incorporó en la cama y escuchó. Todo estaba en silencio. La música había cesado. El viento había muerto. Su hermano dormía junto a él.  
Levantó con mucho cuidado las mantas y salió de la cama. Había dado unos pocos pasos por el cuarto cuando oyó la voz de su hermano.
-¿Adónde vas?
-¿Qué?
La voz de su hermano sonó otra vez fríamente:
-He dicho que adónde piensas que vas.
-A beber un trago de agua.
 -Pero no tienes sed.
-Sí, sí, tengo sed.
-No, no tienes sed.
El capitán John Black echó a correr por el cuarto. Gritó, gritó dos veces.
Nunca llegó a la puerta.

 A la mañana siguiente, la banda de música tocó una marcha fúnebre. De todas las casas de la calle salieron solemnes y reducidos cortejos nevando largos cajones, y por la calle soleada, llorando, marcharon las abuelas, las madres, las hermanas, los hermanos, los tíos y los padres, y caminaron hasta el cementerio, donde había fosas nuevas recién abiertas y nuevas lápidas instaladas. Dieciséis fosas en total, y dieciséis lápidas.
El alcalde pronunció un discurso breve y triste, con una cara que a veces parecía la cara del alcalde y a veces alguna otra cosa.
El padre y la madre del capitán John Black estaban allí, con el hermano Edward, llorando, y sus caras antes familiares, se fundieron y transformaron en alguna otra cosa.
El abuelo y la abuela de Lustig estaban allí, sollozando, y sus caras brillantes, con ese brillo que tienen las cosas en los días de calor, se derritió como la cera.
Bajaron los ataúdes. Alguien habló de «la inesperada muerte durante la noche de dieciséis hombres dignos ... ».
La tierra golpeó las tapas de los cajones.
La banda de música volvió de prisa al pueblo, con paso marcial, tocando Columbia, la perla del océano, y ya nadie trabajó ese día.


El carrito. César Aira.

Uno de los carritos de un gran supermercado del barrio donde yo vivía rodaba solo, sin que nadie lo empujara. Era un carrito igual que todos los otros: de alambre grueso, con cuatro rueditas de goma (las de adelante un poco más juntas que las de atrás, lo que le daba su forma característica) y un caño cubierto de plástico rojo brillante desde el que se lo manejaba. Tan igual era a todos los demás que no se lo distinguía por nada. Era un supermercado enorme, el más grande del barrio, y el más concurrido, así que tenía más de doscientos carritos. Pero el que digo era el único que se movía por sí mismo. Lo hacía con infinita discreción: en el vértigo que dominaba el establecimiento desde que abría hasta que cerraba, y no hablemos de las horas pico, su movimiento pasaba inadvertido. Lo usaban como a todos los demás, lo cargaban de comida, bebidas y artículos de limpieza, lo descargaban en las cajas, lo empujaban de prisa de góndola en góndola, y si en algún momento lo soltaban y lo veían deslizarse un milímetro o dos, creían que era por la inercia.
Solamente de noche, en la calma tan extraña de ese lugar atareadísimo, se hacía perceptible el prodigio, pero no había nadie para admirarlo. Apenas si de vez en cuando algún repositor, de los que empezaban su trabajo al amanecer, se sorprendía de encontrarlo perdido allá en el fondo, junto a la heladera de los supercongelados o entre las oscuras estanterías de los vinos. Y suponían, naturalmente, que se lo habían dejado olvidado allí la noche anterior. El super era tan grande y laberíntico que no tenía nada de raro, ese olvido. Si en esa ocasión, al encontrarlo, lo veían avanzar, y si es que notaban ese avance, que eran tan poco notable como el del minutero de un reloj, se lo explicaban pensando en un desnivel del piso o en una corriente de aire.
En realidad, el carrito se había pasado la noche dando vueltas por los pasillos entre las góndolas, lento y silencioso como un astro, sin tropezar nunca, y sin detenerse. Recorría su dominio, misterioso, inexplicable, su esencia milagrosa disimulada en la trivialidad de un carrito de supermercado como todos.
Tanto los empleados como los clientes estaban demasiado ocupados para apreciar este fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba a nadie ni a nada. Yo fui el único en descubrirlo, creo. O más bien, estoy seguro: la atención es un bien escaso entre los humanos, y en este asunto se necesitaba mucha. No se lo dije a nadie, porque se parecía demasiado a una de esas fantasías que se me suelen ocurrir, que me han hecho fama de loco. De tantos años de ir a hacer las compras a ese lugar, aprendí a reconocerlo, a mi carrito, por una pequeña muesca que tenía en la barra; salvo que no tenía que mirar la muesca, porque ya de lejos algo me indicaba que era él. Un soplo de alegría y confianza me recorría al identificarlo.
Lo consideraba una especie de amigo, un objeto amigo, quizás porque en la naturaleza inerte de la cosa el carrito había incorporado ese temblor mínimo de vida a partir del cual todas las fantasías se hacían posibles. Quizás, en un rincón de mi subconsciente, le estaba agradecido por su diferencia con todos los demás carritos del mundo civilizado, y por habérmela revelado a mí y a nadie más. Me gustaba imaginármelo en la soledad y el silencio de la medianoche, rodando lentísimo en la penumbra, como un pequeño barco agujereado que partía en busca de aventuras, de conocimiento, de amor (¿por qué no?). ¿Pero qué iba a encontrar, en ese banal paisaje, que era todo su mundo, de lácteos y verduras y fideos y gaseosas y latas de arvejas?
Y aun así no perdía la esperanza, y reanudaba sus navegaciones, o mejor dicho no las interrumpía nunca, como el que sabe que todo es en vano y aun así insiste. Insiste porque confía en la transformación de la vulgaridad cotidiana en sueño y portento. Creo que me identificaba con él, y creo que por esa identificación lo había descubierto. Es paradójico, pero yo que me siento tan lejos y tan distinto de mis colegas escritores, me sentía cerca de un carrito de supermercado. Hasta nuestras respectivas técnicas se parecían: el avance imperceptible que lleva lejos, la restricción a un horizonte limitado, la temática urbana. Él lo hacía mejor: era más secreto, más radical, más desinteresado.
Con estos antecedentes, podrá imaginarse mi sorpresa cuando lo oí hablar, o, para ser más preciso, cuando oí lo que dijo. Habría esperado cualquier cosa antes que su declaración. Sus palabras me atravesaron como una lanza de hielo y me hicieron reconsiderar toda la situación, empezando por la simpatía que me unía al carrito, y hasta la simpatía que me unía a mí mismo, o más en general la simpatía por el milagro.
El hecho de que hablara no me sorprendió en sí mismo, porque lo esperaba. De pronto sentí que nuestra relación había madurado hasta el nivel del signo lingüístico. Supe que había llegado el momento de que me dijera algo (por ejemplo, que me admiraba y me quería y que estaba de mi parte), y me incliné a su lado simulando atarme los cordones de los zapatos, de modo de poner la oreja contra el enrejado de alambre de su costado, y entonces pude oír su voz, en un susurro que venía del reverso del mundo y aun así sonaba perfectamente claro y articulado:
–Yo soy el Mal.


El rey de las bestias. Philip José Farmer (1918-2009)

El biólogo estaba mostrándole al visitante el laboratorio y el zoológico.
–Nuestro presupuesto –dijo–, es demasiado limitado para recrear todas las especies extintas conocidas. Así que devolvemos a la vida sólo los animales superiores, los más bellos que fueron cruelmente exterminados. Por así decirlo, estoy tratando de compensar la crueldad y la estupidez. Se podría decir que el hombre abofeteaba el rostro de Dios cada vez que aniquilaba una especie del reino animal.
Hizo una pausa, y miraron más allá de los fosos y los campos de fuerza. Los cervatillos brincaban y galopaban, mientras el Sol les iluminaba los flancos. La foca sacaba sus humorísticos bigotes del agua. El gorila atisbaba tras los bambúes. Las palomas mensajeras se atusaban las plumas. Un rinoceronte trotaba como un cómico acorazado. Una jirafa los miró con delicados ojos y luego volvió a comer hojas.
–Ahí está el dronte. No es hermoso, pero es muy raro, y totalmente inerme. Venga, le mostraré el proceso de recreación.
En el gran edificio pasaron junto a hileras de voluminosos y altos tanques. Podían ver claramente por las ventanas de sus flancos, y a través de la gelatina interior.
–Esos son embriones de elefantes africanos –dijo el biólogo–. Planeamos producir una gran manada y soltarla en la nueva reserva gubernamental.
–Casi se le puede ver irradiar felicidad –dijo el distinguido visitante–. Ama mucho a los animales, ¿no?
–Amo todo lo vivo.
–Dígame –dijo el visitante–, ¿de dónde obtiene los datos para la recreación?
–Principalmente de esqueletos y pieles que había en los antiguos museos. Y de libros y películas que hemos encontrado en excavaciones arqueológicas y que hemos logrado restaurar y luego traducir. ¡Ah!, ¿ve esos grandes huevos? En su interior están gestándose los polluelos del gran moa. Y casi a punto para ser sacados del tanque se hallan los cachorros de tigre. Cuando estén crecidos serán peligrosos, pero estarán confinados en la reserva.
El visitante se detuvo ante el último de los tanques.
– ¿Sólo uno? –preguntó–. ¿Qué es?
–Pobrecillo –dijo el biólogo ahora triste–. ¡Estará tan solo! Pero yo le daré todo el cariño que pueda.
–¿Es tan peligroso? –preguntó el visitante–. ¿Peor que los elefantes, tigres, y osos?
–Tuve que conseguir un permiso especial antes de hacer crecer este –explicó el biólogo; su voz temblaba.
El visitante dio un paso hacia atrás asustado, apartándose del tanque. Y exclamó:
–Entonces, debe de ser... ¡Pero no, no se atrevería!
El biólogo asintió con la cabeza.

–Sí, es un hombre.