Me hallaba yo en el cuarto de baño, afeitándome, y deberían ser más o menos las diez de la noche, cuando tuvo lugar aquel hecho extravagante que tantas desventuras habría de acarrearme en el curso de los años. Un cielo impenetrable y negro, salpicado de blancas estrellas, asomaba por la pequeña ventana entreabierta, a mis espaldas, a la que yo miraba ahora distraídamente mientras me enjabonaba el rostro por segunda vez. Del grifo abierto, en la bañera, ascendía un vapor grato y pesado, que empañaba el espejo. Siempre me afeito con música -adoro las viejas canciones-, y recuerdo que en un determinado momento dejó de sonar One Summer Night. Deposité la brocha sobre el lavabo y salí del cuarto de baño con objeto de cambiar el disco. Mas, cuando iba ya de regreso, advertí que el agua de la bañera había cesado de caer. Tuve un leve sobresalto y la sospecha de que, por segunda vez en la semana, mi delicioso baño nocturno se había frustrado. Así ocurrió, mas no por los motivos que me eran hasta hoy familiares, pues poco había de imaginar, en tanto cruzaba el pasillo, que ya estaba presente en el baño la inmensa desdicha aguardándome. Penetré. Algo, en efecto, por demás imprevisto, acababa de obstruir el paso del agua en el grifo, aunque, así, de buenas a primeras, no acerté a saber bien qué. Algo asomaba allí, es claro, haciendo que el agua se proyectara contra las paredes. Era él. Primero sacó un pie, después otro, y por fin fue deslizándose suavemente, hasta quedar de pronto atenazado: "Parece un niño desvalido" -fue mi primera ocurrencia-. Y decidí prestarle ayuda, sin recapacitar. Tratábase, naturalmente, de no tirar demasiado, de no forzar el alumbramiento y conservar aquella pobre vida que de tal suerte se veía amenazada. Siempre he sido torpe en los trabajos manuales y jamás pasó por mi cabeza la idea de que, algún desventurado día, me vería obligado a actuar de comadrona. Así que, puesto de rodillas sobre el piso húmedo del baño, fui intentando de mil formas distintas rescatar al prisionero de su insólito cautiverio. Tenía ya entre mis dedos una gran parte de su cuerpo, más la obstinada cabeza no parecía muy dispuesta a abandonar la trampa. El pequeño ser pataleaba y comprendí que estaba a punto de asfixiarse. Fue muy angustioso el momento en que admití que todo estaba perdido, pues de pronto cesó el pataleo y sus miembros adquirieron un leve tono violáceo. "Quizá conviniera –pensé- llamar cuanto antes a la comadrona." Pero he aquí que, aplicando el conocido sistema que se emplea para descorchar el champagne, logré hacer girar el pequeño cuerpo en un sentido y otro, valiéndome principalmente del dedo pulgar. El resultado no pudo ser más satisfactorio, pues pronto la cabeza comenzó a aparecer, el agua volvió a brotar agrandes chorros y un ruido seco y breve, como el de un taponazo, me anunció que el alumbramiento se había llevado por fin a cabo. Desconfiadamente, le acerqué a la luz y me quedé un buen rato examinándole. Era sumamente sonrosado, en cierto modo encantador, y tenía unos minúsculos ojos azules, que se entreabrieron perezosamente bajo el resplandor de la luz. Ignoro si me sonrió, pero tuve esa impresión enternecedora. Al punto estiró los pies, pataleó una vez o dos y alargó con voluptuosidad los brazos. A continuación, bostezó, dejó caer la cabeza con un gesto de fatiga y se quedó dormido.
La situación no me pareció sencilla y, por lo pronto, cerré precipitadamente el grifo, pues la bañera se había llenado hasta los bordes y comenzaba a derramarse el agua. Cogí una toalla y lo sequé. Era una piel muy maleable la suya, y tan escurridiza, que aun a través de la toalla resultaba difícil apresarlo. Aquí empezó a tiritar de frío, y ello me sobrecogió. Cerré de golpe la ventana y me encaminé a mi alcoba. Allí abrí el embozo de la cama y lo acomodé cuidadosamente entre las sábanas. Resultaba extraña la amplitud del lecho con relación a aquella insignificante cabeza, del tamaño de una ciruela, reclinada sobre mi almohada. De puntillas, bajé sin ruido las persianas, cerré cautelosamente la puerta y me dirigí al salón. Después coloqué otro disco, preparé mi pipa y me senté a reflexionar.
De entre todas mis memorias y lecturas no logré recordar nada semejante, ni una sola situación que pudiera equipararse a la mía en aquella tibia noche de otoño. Esto me alentó, en cierto modo, confirmándome lo excepcional del suceso. Mas, a la vez, ninguna orientación aprovechable se me venía a la mente, con respecto a los que pudieran ser mis inmediatos deberes. El consabido recurso de informar a la policía se me antojó de antemano risible y por completo fuera de lugar. ¡No sé lo que la policía pudiera tener que ver en semejante asunto! Y esta conclusión desalentadora me sumió, en el acto, en una soledad desconocida, en una nueva forma de responsabilidad moral que yo afrontaba por primera vez, puesto que, si la policía no parecía tener mucha injerencia en todo aquello, ¿quién, entonces, podría auxiliarme y compartir conmigo tan desmesurada tarea? Me avergüenza confesar que durante breves instantes creí haber dado con la solución aconsejable, al aceptar que mi deber de ciudadano no podía ser otro, en este caso, que recurrir sin pérdida de tiempo al Museo de Historia Natural. He de convenir incluso en que llegué a descolgar el teléfono, para volverlo a colgar en seguida. ¡El Museo de Historia Natural! ¿Y con qué fin? Una sola relación podía ser establecida entre mi inesperado huésped y la insigne institución, y era ésta el recuerdo que yo guardaba de unas largas hileras de tarros de cristal, alineados en los anaqueles, y en cuyo interior se exhibían las más exóticas variantes de lo que ha dado en llamarse la flora y la fauna humanas. Otro pequeño incidente nada común -la llegada del cartero- me reafirmó en mi error. Acepté, pues, sonriente, el sobre que me tendía y regresé al salón.
Como no disponía de otra cama, sería preciso instalarse en el sofá. Y así lo hice, provisto de una gruesa manta. Fue una noche ingrata, poblada de oscuras visiones, pues si en alguna ocasión logré conciliar el sueño, pocos instantes después despertaba sobresaltado, dándome la impresión, no sólo de que no despertaba, sino que, por el contrario, más y más iba sumergiéndome en el fondo de una turbia pesadilla. A intervalos, me sentaba en el sofá y cavilaba aturdidamente. No acertaba a descifrar, en principio, la procedencia de aquel impertinente viajero que compartía hoy por hoy mi casa, y todas las conjeturas que llegué a hacerme en tal sentido resultaron a cuál más estúpida y descabellada. Aunque esto, por otra parte, tampoco me demostraba nada, ya que existe tal cantidad de hechos sin explicación posible, que éste no parecía ser, a fin de cuentas, ni más necio o disparatado que otros muchos. Cabía, sí -y éste fue otro desatino mío-, sospechar del crimen de una mala madre, perpetrado dentro del propio edificio, con el propósito de deshacerse a tiempo de su mísero renacuajo, y el que, por una lamentable confusión de las tuberías, había ido a desembocar justamente en el seno de mi bañera. Pero el hecho de sentirme arropado en aquel sofá, a altas horas de la noche, cuando debería estar ya desde hacía tiempo en mi cama, me prevenía de que el suceso, fuese cual fuese la causa, era a tal punto evidente que no tenía más que incorporarme, dar unos pasos hasta mi alcoba y comprobarlo con mis propios ojos. Así lo hice una vez, tentado por la duda, aunque sin encender la lámpara, sirviéndome de mis fósforos. Allí estaba él, en efecto, contra mi almohada, pequeño y rojo como una zanahoria, y ligeramente sonriente. Rebosaba felicidad. Su rostro se había serenado y en su cabeza apuntaba tal cual cabello rojizo, cosa en que no había reparado. Sus ojos se mantenían cerrados y plegaba de vez en cuando la nariz, del tamaño de una lenteja. ¿Soñaba? Estoy por decir que sí, aunque no hacía movimiento alguno, limitándose a arrugar la nariz, tal vez con el propósito, puramente instintivo, de demostrarme cuan confortable encontraba mi cama y, en general, todo lo que le rodeaba.
De regreso en el sofá, debí quedarme profundamente dormido, cuando ya los primeros rayos del sol se filtraban a través de los visillos. Al despertar, horas más tarde, comprobé con extrañeza que nada a mi alrededor había cambiado. O digo mal; algo fundamental había cambiado, y era que, a partir de aquella fecha, irremediablemente, seríamos ya dos en la casa.
Fue en el transcurso de la mañana siguiente cuando creí advertir que mi pequeño huésped mostraba cierta dificultad en abrir y cerrar los ojos, bien como si la luz del día le resultara insoportable, o más probablemente como si empezara a ser víctima de un agudo debilitamiento. Había olvidado neciamente todo lo relativo a su alimentación, y esta grave contingencia me llenó de confusión y alarma. ¿Cómo conseguir nutrirlo por mí mismo y con la eficacia requerida? ¿Qué poder ofrecerle a aquel desmedrado organismo, cuyo estómago -admití con un escalofrío- no sería capaz de alojar en su seno ni siquiera una gota de leche? ¿Y cuántas gotas de leche deberían administrársele al día sin correr el riesgo de exponerlo a un empacho? Corriendo fui a la cocina y regresé con una tacita de leche, en la que introduje un gotero. Anhelante, apliqué el gotero a aquellos diminutos labios, que se entreabrieron, y dejé caer una gota. Con un gesto de repulsión, volvió a cerrarlos, y la gota se desparramó. Ello agravó mi ansiedad, situándome ante un nuevo enigma. Ciertamente el migajón resultaba aún prematuro y sospeché, por otra parte, que el agua no bastaría para reanimarlo. No obstante, hice, por no dejar, la prueba. Aquel gesto de complacencia, de inmensa dicha, que dibujaron sus labios al aceptar la primera gota de agua, bastó para confirmarme la idea que venía ya desarrollándose en mí: que se trataba, de hecho, de un ser eminentemente acuático. Esto, que, si en un sentido favorecía mi tarea, me planteaba un nuevo conflicto, ya que la resequedad de la atmósfera que se respiraba en la casa terminaría por resultarle nociva a aquel complicado organismo. Tan rápidamente como pude, me encaminé de nuevo a la cocina, vacié un gran tarro de compota y, tras lavarlo con todo esmero; lo llené de agua hasta los bordes. A toda prisa lo transporté a mi alcoba, lo deposité en la mesita de noche, tomé entre mis manos a la criatura y la fui sumergiendo lentamente en él. A medida que el agua iba acogiéndolo en su seno, una plácida sonrisa de bienestar fue invadiendo sus tristes labios. Bien pronto empezó a moverse -a desperezarse, diría yo- y a entornar sus ojos azules, que pestañearon con perplejidad. Dejé el tarro sobre la mesita y me senté a su lado para contemplarlo, absorto en aquel súbito regocijo que invadía ahora al renacuajo. Recuerdo distintamente cómo el malvado se dejaba traer y llevar por el suave oleaje del tarro cuando yo, para hacerle rabiar, lo inclinaba en un sentido y otro. Con los brazos extendidos, el gran nadador subía o bajaba, se deslizaba sobre el cristal y proseguía evolucionando. Admití, ya sin reservas, que la primera dificultad estaba salvada. Mas, ¿bastaría con aquello? Bastó -de ello estuve seguro-, pues, al cabo de una semana, la criatura mostraba un aspecto excelente y hasta un agudo sentido del humor. En ocasiones incluso ensayaba pequeñas cabriolas, bien dejándose flotar como un corcho o proyectándose hasta el fondo del tarro, exhibiendo de esta forma una notable flexibilidad y una rara disciplina que no dejaron de llenarme de asombro. Algo en él me desagradaba, no obstante, y era aquella tendencia suya a permanecer en cuclillas en el fondo del tarro, observándome sin pestañear y con aire de no muy buena persona. El cristal le achataba el rostro, y entonces yo sentía como si un detestable ser, sin antecedentes precisos, explorase mi conciencia con no sé qué funestos propósitos. Al punto yo sacudía el tarro y le hacía dar unos cuantos traspiés, alejándole de mi vista.
Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi terraza y lo dejaba allí hasta el mediodía. Por las tardes, lo introducía en el salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé caer dos o tres delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la normalidad.
Mi vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la sazón, cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado en las afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente, con positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los treinta y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz, sometiéndome a una rígida disciplina que no tardó en dar sus frutos, ya que ella habría de permitirme realizar, en el momento oportuno, cuanto me había propuesto. Fue una especie de juego de azar al que me lancé osadamente, y que sólo podía ofrecerme dos únicas posibilidades: una muerte prematura -lo que constituiría un fracaso- o una existencia despreocupada y libre, a partir de mi madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al fin llevarse a cabo, y hoy duermo cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco, soy perfectamente independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo. Poco me importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi pequeña terraza suelo contemplarlos tejados, muy por debajo del mío, y ello me otorga como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por simple distracción; apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y liquido puntualmente el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho que atrayente, pues ni siquiera soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto que, a primera vista, podría tomárseme por un viajante, aunque quizá también por un modesto violinista, lo cual es siempre una ilusión. Fiel a mis principios, rechacé toda compañía engañosa -mujeres, en particular-, pese a que me atrae salir a la calle, frecuentar los lugares públicos y formar parte de la humanidad. Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse y reír, desazonarse y cumplir con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo también sobrevivo, y ambas cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya en mi vida e interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga etapa de disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.
Qué de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped haya alterado, de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse conservado inalterable. Pero, insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un orden nuevo, aunque cordial, ha venido a reemplazar a aquel otro, tal vez demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa. Hoy he vuelto a levantarme a las diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y, al declinar la tarde, he ido al cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi cama, la cama que me pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta, al margen de cuanto acontece fuera -un mundo que para mí no encierra más atractivo que el de una grata referencia con que ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia, en la cual soy de todo punto feliz-. Pero no siempre ocurre lo previsto.
Él dormía allá -según venía haciéndolo hasta la fecha-, en el fondo de su pecera, inmerso en los tibios brazos de su agua azucarada. Debía estar próxima la madrugada cuando desperté con un súbito desasosiego, que no alcancé a descifrar, de momento. Me sería difícil expresar hoy si lo que sentí entonces fue un simple sobresalto o una clara sensación de miedo; más una intuición repentina, nacida delo más hondo de mi ser, me avisó que, en aquellos raros instantes, no me encontraba solo. Había allí, en la oscuridad de mi alcoba, una invisible presencia, un algo fuera de lo común que no me fue reconocible. Comprendí que debería darle luz; pero tardé en resolverme. Por sistema, aborrecí siempre las supersticiones, y he aquí que, por esta vez, estaba siendo víctima de una de ellas. Por lo pronto, me senté en la cama sin osar moverme. El silencio era el habitual, aunque la presencia continuaba allí, de eso estuve seguro. A poco, alguien tiró una vez o dos de los flecos de mi colcha, y el silencio prosiguió. Fue un tirón débil, pero nervioso y claramente perceptible. Esto se me antojó ya excesivo y contuve la respiración. Quien tiraba de la colcha repitió el ademán, ya con cierta osadía. Entonces di la luz. Era él, es claro, de pie sobre la alfombra amarilla, con una expresión tal de susto que no podría asegurar si fue mayor mi sorpresa o la íntima conmiseración que experimenté por aquel desdichado ser que se había lanzado a una aventura semejante. Noté que le temblaban las piernas y que no lograba sostenerse muy firmemente sobre ellas. Se mantenía algo encorvado -no sé si envejecido- y tenía los ojos enrojecidos, como si acabara de llorar. Nos miramos largamente, él todavía sin soltar la colcha. Por fin extendí los brazos y, tomándolo por las axilas, lo subí con cautela a mi cama y lo senté frente a mí. Pero aún habríamos de contemplarnos largo rato antes de que él profiriese aquella oscura palabra -la única que profirió jamás- y que tan deplorables consecuencias habría de acarrearnos a los dos. Ocurrió, más o menos, así: sentado, como estaba, alzó hasta mí sus ojos, ensayó una penosa mueca de alegría e intentó llorar. Después alargó sus brazos en busca de los míos, y repitió dos veces, con una voz chillona que me exasperó: ¡Mamá! ¡Mamá!
Hecho esto, trató de incorporarse de nuevo, pero rodó sobre la colcha y estalló en ahogados sollozos.
Fue el comienzo de una nueva vida, de una rara experiencia que yo jamás había previsto, porque, a partir de aquella fecha, las cosas no fueron ya tan halagüeñas, y dondequiera que me hallara, en el instante más feliz del día, la dolorida palabra volvía a mí, oprimiéndome el corazón. Ya no me decidí a abandonar a mi huésped, según venía haciéndolo hasta ahora, y ningún cuidado que le prestara me parecía suficiente. Un extraño compromiso parecía haberse sellado entre él y yo, merced a aquella estúpida palabra, que sería menester olvidar a toda costa. Al más intrascendente descuido, al menor asomo de egoísmo por mi parte, surgía dentro de mí la negra sombra del remordimiento, semejante, debo suponer, al de una verdadera madre que antepone a sus deberes más elementales ciertos miserables caprichos, impropios de su misión. Y he de reconocer que, con tal motivo, comenzaron a preocuparme determinados pormenores que hasta el momento presente me habían tenido sin cuidado: su salud, el tedio de sus solitarias jornadas, su irrisoria pequeñez, la fealdad de sus carnes fláccidas, su inseguro porvenir. Una rara soledad emanaba del infortunado anfibio y de aquel titubeante paso suyo, con las piernas ligeramente abiertas, cuando se resolvía, no sin grandes vacilaciones, a deambular por la casa en busca de un rincón propicio o de una puerta entre abierta que pudiera ofrecerle algo nuevo y distinto.
En tanto logró él mantenerse en la pecera, mi casa continuó pareciéndome la misma y, en cierto modo, hasta más lisonjera. Mas, tan pronto osó abandonarla e impregnó de su miseria la casa, el escenario cambió por completo. Algo sobrecogedor y triste, positivamente malsano, se dejó sentir ya a toda hora. Aún más; fue entonces, y no antes, cuando alcancé a darme cuenta con precisión de que mi huésped se hallaba desnudo, y que esta desnudez sonrosada resultaba cruelmente inmoral. Anteriormente, él no constituía sino un simple renacuajo, quizá una misteriosa planta, un pájaro en su jaula, no sé; algo, en suma, que no había inconveniente alguno en mirar. Pero, ya de pie junto a mi cama o tratando de escalar a un sillón, renacuajo, planta o pájaro, dejó de ser lo que pretendía y ya no resultó grato mirarle. Había, pues, que cubrirlo. ¿Qué vestirlo, tal vez? Y lo vestí. Primeramente, de un modo burdo, apresurado e incompleto, sirviéndome de un trozo cualquiera de paño que le ajusté a la cintura, a manera de faldón. Después, ya con cierta minuciosidad, ateniéndome a su sexo y hasta eligiendo los colores. Fue por ello que me puse a coser. Pronto tuve a mi disposición un regular surtido de telas y todos esos utensilios que requiere un buen taller. Sentado en una silla de mimbre, dedicado en cuerpo y alma a mi tarea, transcurrieron aquellas semanas, en el curso de las cuales rara vez me despojé de mis babuchas. Sentado él también, frente a mí, seguía con gran interés mi trabajo. Por aquellos días –recuerdo- comenzaba ya, a cruzar una pierna. Pero el desempeño de mi labor no fue fácil ni mucho menos, pues, repito, siempre he sido torpe en los trabajos manuales y muy de tarde en tarde alcanzaban las prendas la perfección deseada. Con frecuencia tenía que repetir las pruebas o deshacer varias veces lo que ya estaba hecho. Entonces él se ponía de pie, enderezaba con ilusión el cuerpo y me sonreía. Había allí un espejo donde él se miraba. Casi nunca dejó de sonreírme en tanto yo le probaba, principalmente en una ocasión en que decidí confeccionarle un abrigo. El invierno se echaba encima. Había asimismo que lavarlo, que peinar sus escasos cabellos, que limpiarle las uñas y pesarlo. Y, sobre todo, fue preciso instalarlo de forma adecuada, pues, a partir de su primera excursión a mi alcoba, se negó rotundamente a volver a la pecera, y tantas veces como lo devolví a ella, tantas otras como escapó furtivamente, en su afán de merodear por la casa. Una situación difícil, para la cual yo no estaba preparado.
Por fin su alojamiento quedó fijado en la única pieza que se conservaba vacía. Era un pequeño cuarto de seis metros cuadrados donde fue instalado su dormitorio, una salita de estar -que servía de comedor, asimismo- y un baño privado. Este relativo confort que me fue dado proporcionarle, alivió sensiblemente mi ánimo, liberándome de aquel sentimiento penoso que me agobiara en otro tiempo al dejarle solo. En realidad, dentro de aquel recinto disponía de todo cuanto pudiera serle necesario, y, lo que era aún más importante, se hallaba a salvo de cualquier riesgo imprevisible, en particular de los gatos, que nunca cesaban de merodear por las tardes alrededor de mi cocina.
Sí, era divertido verle lanzar los dados a lo alto, o deslizarse con cara de miedo a lo largo del tobogán, o soplar en su diminuta corneta de hojalata negra y azul. Su menú era todavía muy modesto y constaba, por lo general, de unos trozos de migajón rociados con miel, unas cucharadas de sopa y una discreta ración de nata fresca o queso. A media tarde le permitía chupar un caramelo de fresa, o dos o tres gajos de naranja, si lo prefería. De ordinario, me sentaba en el suelo para verle comer. Hacía una figura simpática, con su minúscula servilleta al cuello y los pies recogidos bajo la silla, llevándose con indecisión temblorosa la cucharilla a la boca. Le divertía verme fumar y, como un pequeño mono, trataba de alcanzar mi pipa, enderezándose sobre su asiento. Diariamente lo bañaba y le llevaba la cena a la cama cuando todavía no se había puesto el sol. En cambio, era un gran madrugador, y le sentía andar por los pasillos mucho antes de que yo me hubiese levantado. Permitíale esta libertad de movimientos a sabiendas de que, en ningún caso, sería capaz de abrir una puerta o penetrar donde no debía. Pese a ello, conocía a la perfección todos los rincones de la casa y no me cupo la menor duda de que, si su complexión se lo hubiese permitido, habría podido prestarme un gran servicio. He de reconocer, sin embargo, que sus carnes seguían siendo fláccidas y muy poco consistentes, como una esponja mojada, y, de hecho, nunca dejó de preocuparme la idea de que, de un modo u otro, perteneciese a alguna particular rama de la familia de las esponjas. Pero era feliz, estoy seguro, y conservaba su buen humor de costumbre, salvo cuando alguien hacía sonar el timbre de la puerta, o silbaba, de pronto, un ferrocarril. Entonces él se tapaba la cara con las manos y corría a guarecerse en un rincón, donde permanecía acurrucado hasta que se disipaba el eco. Le entretenían, en cambio, las mariposas y el piar constante de los pájaros, y tuve, a menudo, la impresión de que lamentaba profundamente su condición de anfibio, mientras miraba surcar el aire aquellas ruidosas bandadas de pájaros que nunca faltaban en mi terraza al caer la tarde.
Por lo que a mí respecta, puedo afirmar que mi vida era de lo más activa y escasamente disponía de unos minutos de descanso, ocupado a toda hora del día en los quehaceres domésticos, o en salir y entrar en busca de algo que siempre hacía falta en la casa. Me llevaba casi toda la mañana recorrer los mercados, las queserías, las tiendas de comestibles e incluso los establecimientos de pescado, a la caza de algún novedoso manjar con que obsequiar a mi huésped, pese a que, por ahora, debería continuar ateniéndome a un número muy exiguo de alimentos, aunque cuidando de que unos y otros estuviesen en perfecto estado y fuesen de primera calidad. Ya de regreso, me dirigía a la cocina y preparaba el almuerzo, sin perder de vista que el menú de la semana fuese, en lo posible, nutritivo y variado. Como ocurría, por otra parte, que me había visto obligado a despedir a la persona encargada del aseo de la casa, con el fin de mantener en secreto la existencia de mi huésped, tenía que hacerme cargo personalmente de estos menesteres, en los que empleaba gran parte de la tarde. Un poco antes del oscurecer, como dije, le servía lacena en la cama y, en cuanto advertía que se había quedado dormido, regresaba al salón y me entregaba a mis pasatiempos favoritos; esto es, leía o escuchaba un poco de música. Eran mis únicos ratos libres. Mas la música y la lectura habían empezado a abrumarme y he de confesar que, por aquel tiempo, fueron interesándome cada vez menos. Por una u otra razón permanecía distraído, ajeno a lo que escuchaba o leía, como si todo aquel mundo apasionante no tuviese ya nada en común conmigo. O era una ligera erupción de la piel, que había creído notar en la cabeza de la criatura, o eran las compras de la mañana siguiente, o los nuevos precios del mercado; algo, sin excepción, ocupaba por entero mis pensamientos. Había empezado a dormir mal y pasé gran número de noches en vela, agobiado por un sinfín de preocupaciones. Mis sueños solían ser estrambóticos y se referían invariablemente a grandes catástrofes domésticas de las que era yo el infortunado protagonista. ¿Comenzaba a metamorfosearme? Estuve seguro que sí. Ello empezó a inquietarme, a despertar en mí muy serios temores, y creí, en más de una ocasión, no reconocerme del todo al cruzar ante un espejo. ¡Ay de mí! No se trataba tan sólo de la extrañeza que me provocaban ahora mis antiguas aficiones, o de la imagen deformada que pudieran devolverme los espejos, sino de algo mucho más sutil y grave, casi estúpido, que yo iba percibiendo dentro de mí. Sentí miedo. Conocía de sobra el poder que ejercen ciertas obsesiones en el ánimo del hombre, y la sugestión de que el hombre es víctima bajo el influjo de aquéllas; pero éste no era mi caso, puesto que, de un modo enteramente consciente, las reconocía y aceptaba, esforzándome por sustraerme a ellas. Era algo independiente de mí, malvado, y contra lo cual parecía inútil resistirse. Tengo muy presente un suceso que acaso explique por sí mismo la disposición de mi ánimo durante aquellos azarosos días. Debía de ser media mañana y me disponía a salir de compras, cuando mi pequeño huésped se presentó en el vestíbulo con la sana intención de acompañarme. Llevaba puestos el abrigo y los guantes, y deduje que él mismo se había peinado. Hecho tan imprevisto, suscitó en mí una viva zozobra y la noción de un nuevo conflicto, que hasta hoy no se me había planteado. ¿Cómo acceder a sus deseos y lanzarme a exhibir por las calles a aquel mísero renacuajo, a quien a buen seguro echaría mano la policía? Cuidando de no herirle, procuré disuadirlo de su empeño, pidiéndole que, como venía siendo costumbre, me aguardara en la casa. No me fue difícil lograrlo, pues siempre se mostraba ecuánime; aunque lo más lastimoso de todo fue que, a mi regreso, le encontré hecho un ovillo en su cama, todavía con el abrigo puesto. Había tal expresión de humillación en sus ojos y se me mostró tan desvalido, que no pude reprimir este pensamiento, que escapó de mí como un presagio: "Tal vez –me dije- conviniera proporcionarle un hermanito". La ocurrencia, por así decirlo, no tuvo nada de excepcional, más surgió de mi interior con un sentido tan oscuro y tan cargado de sugerencias, que me dejó estupefacto. Aún tuve ánimos para preguntarme con sorna: "Un hermanito, sí, ¿pero ¿cómo?" Y dejé la interrogación sin respuesta. Pensé consultar al médico, tomarme unos días de descanso. Frente al espejo, convine esa misma noche: "Las cosas no marchan bien del todo". Y me quité el delantal. Mi huésped no quiso cenar y antes de que dieran las ocho estábamos los dos en la cama.
Mi salud, en los días que siguieron, fue quebrantándose y perdí casi por completo el apetito. Sufría estados de depresión, agudos dolores de cabeza e intensas y frecuentes náuseas. Una extraña pesadez, que con los días iría en aumento, me retuvo en cama una semana. A duras penas conseguía incorporarme y caminaba con torpeza, como un pato. Padecía vértigos y accesos de llanto. Mi sensibilidad se aguzaba y bastaba la más leve contrariedad para que me considerase el ser más infeliz del planeta. El cielo gris y pesado, la sombra de los viejos aleros, el ruido de la lluvia en mi terraza, el crepúsculo, un disco, me arrancaban lágrimas y sollozos. Cualquier alimento me revolvía el estómago y no pude soportar ya el olor de la cocina. Aborrecí un día mi pipa y dejé de fumar. Me afeité el bigote. El tedio y la melancolía rara vez me abandonaron y comprendí que me encontraba seriamente enfermo. Posiblemente estuviese encinta.
Esta grave sospecha me la fue confirmando la actitud de mi huésped. También él se veía desmejorado, y cuantas veces consentí en que me acompañara junto a mi lecho de enfermo, sentado allí, en su silla, bajo la lámpara de pie, no dejé de notar que enflaquecía sensiblemente y que una expresión biliosa, poco grata, asomaba ya a sus labios. De día en día esta impresión fue haciéndose más patente, hasta el punto de que ya no me sería posible relacionar a aquel risueño saltimbanqui, que ensayara piruetas en la pecera, con este otro residuo humano, desconfiado y distante, que compartía hoy mi vida. No éramos muy felices, por lo visto, y comenzó a asediarme la idea torturante de la muerte. Nunca, hasta ahora, había pensado en ello. Oyendo a los vecinos subir y bajar, silbar los trenes en el crepúsculo o hervir la sopa en la marmita, sentíame tan extraño a mí mismo, tan diferente de cómo me recordaba, que no pocas veces llegué a sospechar, con razón, si no estaría ya de antemano bien muerto. Quizás él, con su aguda perspicacia, adivinara mis sentimientos, no lo sé; más sí era incuestionable que trataba, por todos los medios, de reanimarme con su presencia, de levantar en lo posible mi ánimo y distraer mi soledad. Pero resultaban vanas todas sus chanzas, las penosas muecas que me obsequiaba y aquel desatinado empeño, en hacer sonar su corneta a toda hora. Pronto hube de callarlo y lo expulsé de mi lado. Había creído descubrir que, en el fondo, no lo guiaba más que un impulso egoísta, provocado por el temor de que lo abandonara a su suerte, privándole de su bienestar actual o, cuando menos, del esmerado confort de que venía disfrutando. No me agradó su expresión de recelo y aquella fingida congoja con que solía observarme mientras me mantenía despierto, y que al punto era suplantada por otra expresión agria de envidia, en cuanto suponía que me había quedado dormido. Con los párpados entrecerrados, lo observaba yo, a mi vez. ¿Llegó a burlarse de mí? Pude suponerlo repetidas veces, y estoy seguro de que, por aquellas fechas, le inspiré un profundo desprecio. Cabe pensar que adivinara mi estado y las consecuencias que esto podría acarrearle a la larga. Sabía que, de hecho, él no era sino un intruso, un fortuito huésped, un invitado más, o, en el mejor de los casos, un hijo ilegítimo. Temía, por tanto, que alguien, con más derechos que él, viniese a usurpar su lugar y a desplazarlo, puesto que, en realidad, nada en común nos unía y solamente un hecho ocasional lo había traído a mi lado. Ni su sangre era la mía, ni jamás podría considerarlo como cosa propia. Su porvenir, en suma, no debía mostrársele muy halagüeño, y de ahí sus falsas benevolencias y aquel rencor oculto, que se iba haciendo ostensible. Bien visto, sus temores no eran injustificados, pues desde hacía varios días algo muy grave venía rondándome la cabeza, con motivo de mi nuevo estado.
"Todo esto es perfectamente absurdo y lo que ocurre es que estoy hechizado" -recapacité un día. -¡Mamá! -me interrumpió él, desde el otro extremo de la alcoba. Y planeé fríamente el asesinato. Apremiaba el tiempo. Esta sola perspectiva bastó para devolverme las fuerzas y hacerme recuperar, en parte, las ilusiones perdidas. Ya no pensé en otra cosa que en liberarme del intruso y poner fin a una situación que, en el plazo de unos meses, prometía volverse insostenible. La sola idea de realizar mi propósito llegó a ponerme en tal estado de excitación nerviosa, que no conseguí pegar los ojos en el transcurso de las siguientes noches. Incluso recuperé el apetito y volví a prestar atención a mis quehaceres domésticos. Simultáneamente, redoblé mis cuidados con la criatura, dispensándole toda clase de mimos y concesiones, desde el momento en que ya no constituía, ante mis ojos, más que un condenado a muerte. Eran sus últimos días de vida y, en el fondo, sentía una vaga piedad por él. Mas los preparativos del acto que me proponía llevar a cabo no dejaron de ser laboriosos. Se trataba de cometer un delito, era indudable, pero, a la vez, de salir indemne de él. Esto último no me planteaba ningún serio problema, teniendo en cuenta que nadie -que yo supiera- parecía estar al corriente de su existencia. Pienso que ni mis propios vecinos llegaron a sospechar jamás de mi pequeño huésped, lo que no obstaba para que, en mi fuero interno, me preocupara muy seriamente la idea de incurrir en algún error.
Mi mente, por aquellos días, no se encontraba demasiado lúcida y quién podría garantizarme que el error no fuese cometido. Los medios de que disponía eran prácticamente infinitos, pero había que elegir entre ellos. Cada cual ofrecía sus ventajas, aunque también sus riesgos. Y me resolví por el gas. Mas faltaba por decidir esto: ¿cómo deshacerme del cadáver? Ello exigió de mí las más arduas cavilaciones, pues no me sentía tan osado como para ejecutar con mis propias manos la tarea subsecuente. No estaba muy seguro de que no me fallasen las fuerzas al enfrentarme, cara a cara, con el pequeño difunto. Si resultara factible, tratábase de perpetrar el crimen sin mi participación directa, un poco como a hurtadillas y hasta contra mi propia voluntad. Por así decirlo, sentía mis escrúpulos y tampoco eran mis intenciones abusar de la fragilidad de mi víctima. Lo que yo me proponía, simplemente, era liberarme de aquella angustia creciente, proteger mi nuevo estado y legalizar la situación de mi familia, aunque poniendo en juego, para tales fines, la más elemental educación.
El maullido de los gatos, rondando esa tarde mi cocina, me deparó la solución deseada: una vez que el gas hubiese surtido efecto, abriría la ventana de su alcoba y dejaría libre el paso a los merodeadores, cuidando de ausentarme a tiempo. Eran unos gatos espléndidos, en su mayoría negros, con unos claros ojos amarillos que relampagueaban en la oscuridad. Parecían eternamente hambrientos, y tan luego comenzaba a declinar el sol, acudían en presurosas manadas, lanzando unos sonoros maullidos que, por esta vez, se me antojaron provocativos y, en cierto modo, desleales.
Y puse manos a la obra. Desde temprana hora de la tarde procedí a preparar mi equipaje, que constaba de una sola maleta con las prendas de ropa más indispensables para una corta, temporada. Tenía hecha ya mi reservación en el hotel de una ciudad vecina, adonde esperaba llegar al filo de la medianoche. Allí permanecería tantos días como lo estimara prudente, en parte para eludir cualquier forma de responsabilidad, y en parte por un principio de buen gusto. Transcurrido un tiempo razonable, regresaría como si nada a mi casa. Y aún conservaba la maleta abierta sobre mi cama, cuando advertí que él se acercaba por el pasillo pisando muy suavemente. Con un vuelco del corazón, le vi entrar más tarde. Llevaba puestas sus babuchas y una fina bata de casa, en cuyos bolsillos guardaba las manos. Se quedó largo rato mirándome, con la cabeza un poco ladeada. Después aventuró unos pasos y se sentó en la alfombra. Había empezado a llover, y recuerdo que en aquel instante cruzó un avión sobre el tejado. Le vi estremecerse de arriba abajo, aunque continuó inmóvil esta vez. No supe por qué motivo mantenía la cabeza inclinada de aquel modo, observándome con el rabillo del ojo. En realidad, no parecía triste o preocupado, sino solamente perplejo. Y fue en el momento preciso en que yo cerraba mi maleta con llave y me disponía a depositarla en el suelo, cuando unas incontenibles náuseas me acometieron de súbito. La cabeza me dio vueltas y una sensación muy angustiosa, que nunca había experimentado, me obligó a sentarme en la cama, para después correr hasta el baño en el peor estado que recuerdo. Allí me apoyé contra el muro, temiendo que iba a estallar. Algo como la corriente de un río subía y bajaba a lo largo de mi cuerpo; retrocedía, tomaba un nuevo impulso e intentaba hallar en vano una salida. Había en mí, alternativamente, como un inmenso vacío y una rara plenitud. ¿Estaba próximo el alumbramiento? Eso temí. Y comprendí que debería actuar con la mayor urgencia. Comencé a vomitar. ¡Mamá! escuché su voz a la puerta.
La prisa y un repentino temor a no poder completar mi tarea me habían hecho olvidar la maleta y todo lo relativo al hotel. Continuaban maullando los gatos. Durante un segundo se apagó la luz de la casa, para encenderse de nuevo. Pensaba ahora en el hospital y en los acontecimientos que se avecinaban. -¡Mamá! -oí de nueva cuenta.
Entonces abrí la puerta del baño, cogí atolondradamente a la criatura y la sostuve en alto. Tras despojarlo de su bata de casa, lo estreché fuertemente contra mi pecho, le miré por última vez y lo arrojé al inodoro. Fue un instante muy cruel –recuerdo-, mas, a fin de cuentas, era de allí de donde él procedía y yo no hacía ahora otra cosa que devolverlo a sus antiguos dominios. Esto me confortó, en lo que cabe. Con el agua al cuello, todavía me miró, confuso, posiblemente incrédulo, e hizo ademán de salir. Pero yo le retuve allí, oprimiéndole la cabeza, y él se fue sumergiendo dócilmente, deslizándose sin dificultad, perdiéndose en una catarata de agua que lo absorbió entre su espuma. Y desapareció. Inmediatamente después, debí perder el sentido.
Amaneció el día dorado y limpio, con un vasto cielo azul. Una luz temblorosa y clara caía de lo alto sobre los tejados, y los cristales de mi ventana mostraban aún las huellas de la pasada lluvia. Reinaba un profundo silencio en la casa. Era todavía temprano y la ciudad dormía. Flotaba un dulce olor en el aire, como si a lo largo de toda la noche se hubiese mantenido encendida una gran cantidad de cirios. Las puertas permanecían cerradas. Una soledad nueva, aunque no olvidada del todo, se presentía tras aquellas puertas. Quizá conviniera habituarse. Sonaba apagadamente la música y era muy grato el sol en mi terraza. Sobre una mesa de la sala, descubrí un libro abierto. En seguida el reloj dio las horas. Bien visto, todo resultaba muy grato, aproximadamente como antes. Me senté a leer. Eran bellas aquellas páginas, conmovedoras, y valía la pena fijar la atención en ellas. Después prepararía el desayuno y, por la tarde, iría al cinematógrafo. Me habían cedido las náuseas y noté que empezaba a crecerme el bigote. En el jardín de enfrente seguían cayendo las hojas. El tiempo me pareció inmenso y propicio para toda suerte de empresas. Pero el tiempo exige intimidad, sosiego y un profundo recogimiento. Justamente en aquel sofá había dormido yo una noche, encogido como una oruga, tiritando de frío. Me eché a reír. Había sido, sin duda, una insólita noche y me agradaría escuchar de nuevo One Summer Night. ¿Pero quién osaba insinuarme, de pronto, que nunca más, mientras viviera, me atrevería a penetrar en el cuarto de baño? Penetraría. Naturalmente que penetraría, y abriría todos los grifos, y me contemplaría en el espejo, y me sentaría, como de costumbre, en el inodoro. Allí leería el periódico. Después recorrería la casa, pieza por pieza, e iría abriendo los armarios, ordenando sus cajones, reconociéndolo todo, desechando cuanto pudiera considerar estorboso o inútil. Incluyendo aquella alcoba, es claro; y aquella ropa; y el ajuar; y la corneta. Todo junto iría a parar hoy mismo a la basura. Cuando un hombre se siente feliz, debe ordenar su casa, procurar que la felicidad encuentre grata su casa. Así fue quedando la mía: libre, abierta, florecida. A toda hora entraba el sol en ella, como en una jaula. Pasaban los días. Una mujer venía por las tardes y se ocupaba de la limpieza. Al caer la noche, se iba. Yo cerraba la puerta tras ella y daba vuelta a la llave. Rara vez abandonaba mi pipa y, como el tiempo continuaba tibio y soleado, dejaba abiertas de par en par las ventanas. Me llegaban todos los rumores y, al oscurecer, se desvanecían. Eran muy tranquilas las noches, muy quietas. Yo apagaba la luz y me dormía en el acto. De tarde en tarde, se dejaba oír una corneta, pero ni aun esto me desazonaba. Más bien la corneta arrullaba mi sueño, porque sabía, en el fondo, que no podía existir tal corneta. Y sonreía. Daba una vuelta o dos en la cama y ya estaba dormido de nuevo. Sonaba todas las noches y después cesaba; pero no en el cuarto de baño, ni siquiera en su alcoba, sino en un lugar impreciso y distante o como al final de un gran embudo. Habían transcurrido diez días y la corneta seguía sonando. Mas ocurría -esto era lo sorprendente- que al cerrar bien las puertas la corneta dejaba de sonar, o, si sonaba, había que mantener el oído muy atento a ella. Comprendí que, de cualquier modo, sería preciso hacerla callar, en definitiva, pues era lo único que, en cierta forma, comenzaba a perturbar mi felicidad. El sonido me llegaba a través del pasillo, en dirección a su alcoba. Hacia allá iba yo ahora, de puntillas, procurando no hacer ruido. Abrí. La pieza estaba vacía, a oscuras, y no ofrecía nada de particular. Pero la corneta seguía sonando. Me asomé al cubo de luz. Había una ventana iluminada en el piso de abajo, y un poco más al fondo estaba él, el mico. Sentado en un gran sillón tapizado de rojo, sostenía en alto su corneta. Llevaba puesta una larga camisa de seda y tenía los pies descalzos. En torno suyo un grupo de mujeres muy jóvenes, sentadas sobre la alfombra, reían y le miraban embelesadas. El mico parecía feliz. Cuanto más y más soplaba, más y más se reían las mujeres, agitando sus tiernos pechos. Todas ellas parecían encantadas con el reciente hallazgo, todas se lo disputaban y no cesaban de reír. El gran aventurero también reía. Pasaba de unas manos a otras. De pronto, una de ellas lo zarandeó entre sus brazos y lo lanzó a lo alto, como una pelota. Lo lanzó así dos o tres veces y las demás se desternillaron de risa. Mas, al cabo, se vio entrar a un caballero, anunciando, sin duda, que ya era hora de acostarse y de suspender el juego. Unas y otras se fueron dispersando y se apagó la luz. El caballero corrió las cortinas, y yo me sentí francamente dichoso. Después regresé a mi cama y no desperté sino hasta muy entrada la mañana. Así continué durmiendo día tras día, risueñamente, inefablemente, sin preocuparme ya más por el hechicero. Y tres meses más tarde di a luz con toda felicidad.
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