martes, 27 de agosto de 2024

El silencio de las sirenas. Franz Kafka (1883-1924)

Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación. He aquí la prueba:

Para protegerse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con alegría inocente.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.

En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas, les hizo olvidar toda canción.

Ulises (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él estaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.


El sueño del rey Karna-Vootra. Lord Dunsany (1878-1957)

El rey Karna-Vootra, sentado en su trono que todo lo domina, dijo:

-La pasada noche vi con toda claridad a la majestuosa Vava-Nyria. Aunque estaba parcialmente oculta por grandes nubarrones que continuamente pasaban por delante de ella, dando vueltas a su alrededor, su rostro estaba descubierto y en él resplandecía el claro de luna.

Le dije a ella:

-Pasea conmigo por los grandes estanques de la hermosa y llena de jardines Istrakhan, donde flotan lirios que producen deliciosos sueños; o, descorriendo la cortina de orquídeas colgantes, ven conmigo a través de un sendero secreto a la otra jungla impenetrable que cubre el único paso entre las montañas que rodean a Istrakhan. La cercan y la contemplan con alegría por la mañana y al anochecer, cuando los estanques todavía no están habituados a la luz, e incluso, a veces, en su alegría, derriten la fatal nieve que mata a los montañeros en las cumbres solitarias. Entre ellas hay valles más antiguos que los pliegues de la luna.

Ven conmigo allí o quédate aquí e iremos a tierras románticas, de esas que los hombres de las caravanas únicamente evocan en sus canciones; o si no, pasearemos indiferentemente por una tierra tan encantadora que incluso las mariposas que por ella revolotean se asustan de su belleza al ver sus imágenes reflejadas en los estanques sagrados; y por la noche oiremos a innumerables ruiseñores cantando a coro a las estrellas hasta morir. Si te decides, enviaré heraldos lejos de aquí con noticias de tu belleza, los cuales se apresurarán y llegarán a Séndara y hablarán de ella a los hombres que cuidan los rebaños de ovejas marrones; y desde Séndara el rumor se esparcirá por las dos orillas del río sagrado Zoth, e incluso los constructores de cercas de las llanuras oirán hablar de tu belleza y la cantarán. Más tarde, los heraldos irán hacia el norte atravesando las colinas hasta llegar a Sooma. Y en esa ciudad de oro informarán a los reyes, sentados en sus arrogantes tronos de alabastro, de tu extraña e inesperada sonrisa. Y, a menudo, tu historia será contada en mercados lejanos por los mercaderes de Sooma, entre otros cuentos despreocupados con los que atraen a la gente hacia sus mercancías.

Y los heraldos llegarán incluso a Ingra, donde la gente está siempre bailando. Y allí hablarán de ti, de manera que tu nombre será cantado en aquella alegre ciudad. Y pedirán allí camellos prestados y atravesarán las arenas y, por caminos desiertos, irán a la distante Nirid a hablar de ti a los hombres solitarios de los monasterios de las montañas.

Ven conmigo ahora, pues es primavera.

Y, cuando dije aquello, ella movió su cabeza, ligera aunque perceptiblemente. Y sólo entonces recordé que yo había perdido la juventud y que ella estaba muerta desde hacía cuarenta años.


El sobretodo. Nikolai Gógol (1809-1852)

En el departamento ministerial de **F; pero creo que será preferible no nombrarlo, porque no hay gente más susceptible que los empleados de esta clase de departamentos, los oficiales, los cancilleres..., en una palabra: todos los funcionarios que componen la burocracia. Y ahora, dicho esto, muy bien pudiera suceder que cualquier ciudadano honorable se sintiera ofendido al suponer que en su persona se hacía una afrenta a toda la sociedad de que forma parte. Se dice que hace poco un capitán de Policía -no recuerdo en qué ciudad- presentó un informe, en el que manifestaba claramente que se burlaban los decretos imperiales y que incluso el honorable título de capitán de Policía se llegaba a pronunciar con desprecio. Y en prueba de ello mandaba un informe voluminoso de cierta novela romántica, en la que, a cada diez páginas, aparecía un capitán de Policía, y a veces, y esto es lo grave, en completo estado de embriaguez. Y por eso, para evitar toda clase de disgustos, llamaremos sencillamente un departamento al departamento de que hablemos aquí.

Pues bien: en cierto departamento ministerial trabajaba un funcionario, de quien apenas si se puede decir que tenía algo de particular. Era bajo de estatura, algo picado de viruelas, un tanto pelirrojo y también algo corto de vista, con una pequeña calvicie en la frente, las mejillas llenas de arrugas y el rostro pálido, como el de las personas que padecen de hemorroides... ¡Qué se le va a hacer! La culpa la tenía el clima petersburgués. En cuanto al grado -ya que entre nosotros es la primera cosa que sale a colación-, nuestro hombre era lo que llaman un eterno consejero titular, de los que, como es sabido, se han mofado y chanceado diversos escritores que tienen la laudable costumbre de atacar a los que no pueden defenderse. El apellido del funcionario en cuestión era Bachmachkin, y ya por el mismo se ve claramente que deriva de la palabra zapato; pero cómo, cuándo y de qué forma, nadie lo sabe. El padre, el abuelo y hasta el cuñado de nuestro funcionario y todos los Bachmachkin llevaron siempre botas, a las que mandaban poner suelas sólo tres veces al año. Nuestro hombre se llamaba Akakiy Akakievich. Quizá al lector le parezca este nombre un tanto raro y rebuscado, pero puedo asegurarle que no lo buscaron adrede, sino que las circunstancias mismas hicieron imposible darle otro, pues el hecho ocurrió como sigue:

Akakiy Akakievich nació, si mal no se recuerda, en la noche del veintidós al veintitrés de marzo. Su difunta madre, buena mujer y esposa también de otro funcionario, dispuso todo lo necesario, como era natural, para que el niño fuera bautizado. La madre guardaba aún cama, la cual estaba situada enfrente de la puerta, y a la derecha se hallaban el padrino, Iván Ivanovich Erochkin, hombre excelente, jefe de oficina en el Senado, y la madrina, Arina Semenovna Belobriuchkova, esposa de un oficial de la Policía y mujer de virtudes extraordinarias.

Dieron a elegir a la parturienta entre tres nombres: Mokkia, Sossia y el del mártir Josdasat. «No -dijo para sí la enferma-. ¡Vaya unos nombres! ¡ No!» Para complacerla, pasaron la hoja del almanaque, en la que se leían otros tres nombres, Trifiliy, Dula y Varajasiy.

-¡Pero todo esto parece un verdadero castigo! -exclamó la madre-. ¡Qué nombres! ¡Jamás he oído cosa semejante! Si por lo menos fuese Varadat o Varuj; pero ¡Trifiliy o Varajasiy!

Volvieron otra hoja del almanaque y se encontraron los nombres de Pavsikajiy y Vajticiy.

-Bueno; ya veo -dijo la anciana madre- que este ha de ser su destino. Pues bien: entonces, será mejor que se llame como su padre. Akakiy se llama el padre; que el hijo se llame también Akakiy.

Y así se formó el nombre de Akakiy Akakievich. El niño fue bautizado. Durante el acto sacramental lloró e hizo tales muecas, cual si presintiera que había de ser consejero titular. Y así fue como sucedieron las cosas. Hemos citado estos hechos con objeto de que el lector se convenza de que todo tenía que suceder así y que habría sido imposible darle otro nombre. Cuándo y en qué época entró en el departamento ministerial y quién le colocó allí, nadie podría decirlo. Cuantos directores y jefes pasaron le habían visto siempre en el mismo sitio, en idéntica postura, con la misma categoría de copista; de modo que se podía creer que había nacido así en este mundo, completamente formado con uniforme y la serie de calvas sobre la frente. En el departamento nadie le demostraba el menor respeto. Los ordenanzas no sólo no se movían de su sitio cuando él pasaba, sino que ni siquiera le miraban, como si se tratara sólo de una mosca que pasara volando por la sala de espera. Sus superiores le trataban con cierta frialdad despótica. Los ayudantes del jefe de oficina le ponían los montones de papeles debajo de las narices, sin decirle siquiera: «Copie esto», o «Aquí tiene un asunto bonito e interesante», o algo por el estilo como corresponde a empleados con buenos modales. Y él los cogía, mirando tan sólo a los papeles, sin fijarse en quién los ponía delante de él, ni si tenía derecho a ello. Los tomaba y se ponía en el acto a copiarlos.

Los empleados jóvenes se mofaban y chanceaban de él con todo el ingenio de que es capaz un cancillerista -si es que al referirse a ellos se puede hablar de ingenio-, contando en su presencia toda clase de historias inventadas sobre él y su patrona, una anciana de setenta años. Decían que ésta le pegaba y preguntaban cuándo iba a casarse con ella y le tiraban sobre la cabeza papelitos, diciéndole que se trataba de copos de nieve. Pero a todo esto, Akakiy Akakievich no replicaba nada, como si se encontrara allí solo. Ni siquiera ejercía influencia en su ocupación, y a pesar de que le daban la lata de esta manera, no cometía ni un solo error en su escritura. Sólo cuando la broma resultaba demasiado insoportable, cuando le daban algún golpe en el brazo, impidiéndole seguir trabajando, pronunciaba estas palabras:

-¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?

Había algo extraño en estas palabras y en el tono de voz con que las pronunciaba. En ellas aparecía algo que inclinaba a la compasión. Y así sucedió en cierta ocasión: un joven que acababa de conseguir empleo en la oficina y que, siguiendo el ejemplo de los demás, iba a burlarse de Akakiy, se quedó cortado, cual si le hubieran dado una puñalada en el corazón, y desde entonces pareció que todo había cambiado ante él y lo vio todo bajo otro aspecto. Una fuerza sobrenatural le impulsó a separarse de sus compañeros, a quienes había tomado por personas educadas y como es debido. Y aun mucho más tarde, en los momentos de mayor regocijo, se le aparecía la figura de aquel diminuto empleado con la calva sobre la frente, y oía sus palabras insinuantes.

«¡Dejadme! ¿Por qué me ofendéis?»

Y simultáneamente con estas palabras resonaban otras: «¡Soy tu hermano!» El pobre infeliz se tapaba la cara con las manos, y más de una vez, en el curso de su vida, se estremeció al ver cuánta inhumanidad hay en el hombre y cuánta dureza y grosería encubren los modales de una supuesta educación, selecta y esmerada. Y, ¡Dios mío!, hasta en las personas que pasaban por nobles y honradas. Difícilmente se encontraría un hombre que viviera cumpliendo tan celosamente con sus deberes... y, ¡es poco decir!, que trabajara con tanta afición y esmero. Allí, copiando documentos, se abría ante él un mundo más pintoresco y placentero. En su cara se reflejaba el gozo que experimentaba. Algunas letras eran sus favoritas, y cuando daba con ellas estaba como fuera de sí: sonreía, parpadeaba y se ayudaba con los labios, de manera que resultaba hasta posible leer en su rostro cada letra que trazaba su pluma. Si le hubieran dado una recompensa a su celo tal vez, con gran asombro por su parte, hubiera conseguido ser ya consejero de Estado. Pero, como decían sus compañeros bromistas, en vez de una condecoración de ojal, tenía hemorroides en los riñones. Por otra parte, no se puede afirmar que no se le hiciera ningún caso. En cierta ocasión, un director, hombre bondadoso, deseando recompensarle por sus largos servicios, ordenó que le diesen un trabajo de mayor importancia que el suyo, que consistía en copiar simples documentos. Se le encargó que redactara, a base de un expediente, un informe que había de ser elevado a otro departamento. Su trabajo consistía sólo en cambiar el título y sustituir el pronombre de primera persona por el de tercera. Esto le dio tanto trabajo, que, todo sudoroso, no hacía más que pasarse la mano por la frente, hasta que por fin acabó por exclamar:

-No; será mejor que me dé a copiar algo, como hacía antes.

Y desde entonces le dejaron para siempre de copista. Fuera de estas copias, parecía que en el mundo no existía nada para él. Nunca pensaba en su traje. Su uniforme no era verde, sino que había adquirido un color de harina que tiraba a rojizo. Llevaba un cuello estrecho y bajo, y, a pesar de que tenía el cuello corto, éste sobresalía mucho y parecía exageradamente largo, como el de los gatos de yeso que mueven la cabeza y que llevan colgando, por docenas, los artesanos. Y siempre se le quedaba algo pegado al traje, bien un poco de heno, o bien un hilo. Además. tenía la mala suerte, la desgracia, de que al pasar siempre por debajo de las ventanas lo hacía en el preciso momento en que arrojaban basuras a la calle. Y por eso, en todo momento, llevaba en el sombrero alguna cáscara de melón o de sandía o cosa parecida. Ni una sola vez en la vida prestó atención a lo que ocurría diariamente en las calles, cosa que no dejaba de advertir su colega, el joven funcionario, a quien, aguzando de modo especial su mirada, penetrante y atrevida, no se le escapaba nada de cuanto pasara por la acera de enfrente, ora fuese alguna persona que llevase los pantalones de trabillas, pero un poco gastados, ora otra cosa cualquiera, todo lo cual hacía asomar siempre a su rostro una sonrisa maliciosa.

Pero Akakiy Akakievich, adonde quiera que mirase, siempre veía los renglones regulares de su letra limpia y correcta. Y sólo cuando se le ponía sobre el hombro el hocico de algún caballo, y éste le soplaba en la mejilla con todo vigor, se daba cuenta de que no estaba en medio de una línea, sino en medio de la calle. Al llegar a su casa se sentaba en seguida a la mesa, tomaba rápidamente la sopa de schi, y después comía un pedazo de carne de vaca con cebollas, sin reparar en su sabor. Era capaz de comerlo con moscas y con todo aquello que Dios añadía por aquel entonces. Cuando notaba que el estómago empezaba a llenársele, se levantaba de la mesa, cogía un tintero pequeño y empezaba a copiar los papeles que había llevado a casa. Cuando no tenía trabajo, hacía alguna copia para él, por mero placer, sobre todo si se trataba de algún documento especial, no por la belleza del estilo, sino porque fuese dirigido a alguna persona nueva de relativa importancia. Cuando el cielo gris de Petersburgo oscurece totalmente y toda la población de empleados se ha saciado cenando de acuerdo con sus sueldos y gustos particulares; cuando todo el mundo descansa, procurando olvidarse del rasgar de las plumas en las oficinas, de los vaivenes, de las ocupaciones propias y ajenas y de todas las molestias que se toman voluntariamente los hombres inquietos y a menudo sin necesidad; cuando los empleados gastan el resto del tiempo divirtiéndose unos, los más animados, asistiendo a algún teatro, otros saliendo a la calle, para observar ciertos sombreritos y las modas últimas, quiénes acudiendo a alguna reunión en donde se prodiguen cumplidos a lindas muchachas o a alguna en especial, que se considera como estrella en este limitado círculo de empleados, y quiénes, los más numerosos, yendo simplemente a casa de un compañero, que vive en un cuarto o tercer piso compuesto de dos pequeñas habitaciones y un vestíbulo o cocina, con objetos modernos, que denotan casi siempre afectación, una lámpara o cualquier otra cosa adquirida a costa de muchos sacrificios, renunciamientos y privaciones a cenas o recreos. En una palabra: a la hora en que todos los empleados se dispersan por las pequeñas viviendas de sus amigos para jugar al whist y tomar algún que otro vaso de té con pan tostado de lo más barato y fumar una larga pipa, tragando grandes bocanadas de humo y, mientras se distribuían las cartas, contar historias escandalosas del gran mundo a lo que un ruso no puede renunciar nunca, sea cual sea su condición, y cuando no había nada que referir, repetir la vieja anécdota acerca del comandante a quien vinieron a decir que habían cortado la cola del caballo de la estatua de Pedro el Grande, de Falconet...; en suma, a la hora en que todos procuraban divertirse de alguna forma, Akakiy Akakievich no se entregaba a diversión alguna.

Nadie podía afirmar haberle visto siquiera una sola vez en alguna reunión. Después de haber copiado a gusto, se iba a dormir, sonriendo y pensando de antemano en el día siguiente. ¿Qué le iba a traer Dios para copiar mañana? Y así transcurría la vida de este hombre apacible, que, cobrando un sueldo de cuatrocientos rublos al año, sabía sentirse contento con su destino. Tal vez hubiera llegado a muy viejo, a no ser por las desgracias que sobrevienen en el curso de la vida, y esto no sólo a los consejeros de Estado, sino también a los privados e incluso a aquellos que no dan consejos a nadie ni de nadie los aceptan. Existe en Petersburgo un enemigo terrible de todos aquellos que no reciben más de cuatrocientos rublos anuales de sueldo. Este enemigo no es otro que nuestras heladas nórdicas, aunque, por lo demás, se dice que son muy sanas. Pasadas las ocho, la hora en que van a la oficina los diferentes empleados del Estado, el frío punzante e intenso ataca de tal forma los narices sin elección de ninguna especie, que los pobres empleados no saben cómo resguardarse. A estas horas, cuando a los más altos dignatarios les duele la cabeza de frío y las lágrimas les saltan de los ojos, los pobres empleados, los consejeros titulares, se encuentran a veces indefensos. Su única salvación consiste en cruzar lo más rápidamente posible las cinco o seis calles, envueltos en sus ligeros abrigos, y luego detenerse en la conserjería, pateando enérgicamente, hasta que se deshielan todos los talentos y capacidades de oficinistas que se helaron en el camino.

Desde hacía algún tiempo, Akakiy Akakievich sentía un dolor fuerte y punzante en la espalda y en el hombro, a pesar de que procuraba medir lo más rápidamente posible la distancia habitual de su casa al departamento. Se le ocurrió al fin pensar si no tendría la culpa de ello su abrigo. Lo examinó minuciosamente en casa y comprobó que precisamente en la espalda y en los hombros la tela clareaba, pues el paño estaba tan gastado, que podía verse a través de él. Y el forro se deshacía de tanto uso. Conviene saber que el abrigo de Akakiy Akakievich también era blanco de las burlas de los funcionarios. Hasta le habían quitado el nombre noble de abrigo y le llamaban bata. En efecto, este abrigo había ido tomando una forma muy curiosa; el cuello disminuía cada año más y más, porque servía para remendar el resto. Los remiendos no denotaban la mano hábil de un sastre, ni mucho menos, y ofrecían un aspecto tosco y antiestético. Viendo en qué estado se encontraba su abrigo, Akakiy Akakievich decidió llevarlo a Petrovich, un sastre que vivía en un cuarto piso interior, y que, a pesar de ser bizco y picado de viruelas, revelaba bastante habilidad en remendar pantalones y fraques de funcionarios y de otros caballeros, claro está, cuando se encontraba tranquilo y sereno y no tramaba en su cabeza alguna otra empresa.

Es verdad que no haría falta hablar de este sastre; mas como es costumbre en cada narración esbozar fielmente el carácter de cada personaje, no queda otro remedio que presentar aquí a Petrovich. Al principio, cuando aún era siervo y hacía de criado, se llamaba Gregorio a secas. Tomó el nombre de Petrovich al conseguir la libertad, y al mismo tiempo empezó a emborracharse los días de fiesta, al principio solamente los grandes y luego continuó haciéndolo, indistintamente, en todas las fiestas de la Iglesia, dondequiera que encontrase alguna cruz en el calendario. Por ese lado permanecía fiel a las costumbres de sus abuelos, y riñendo con su mujer, la llamaba impía y alemana. Ya que hemos mencionado a su mujer, convendría decir algunas palabras acerca de ella. Desgraciadamente, no se sabía nada de la misma, a no ser que era esposa de Petrovich y que se cubría la cabeza con un gorrito y no con un pañuelo. Al parecer, no podía enorgullecerse de su belleza; a lo sumo, algún que otro soldado de la guardia es muy posible que si se cruzase con ella por la calle le echase alguna mirada debajo del gorro, acompañada de un extraño movimiento de la boca y de los bigotes con un curioso sonido inarticulado .

Subiendo la escalera que conducía al piso del sastre, que, por cierto, estaba empapada de agua sucia y de desperdicios, desprendiendo un olor a aguardiente que hacía daño al olfato y que, como es sabido, es una característica de todos los pisos interiores de las casas petersburguesas; subiendo la escalera, pues, Akakiy Akakievich reflexionaba sobre el precio que iba a cobrarle Petrovich, y resolvió no darle más de dos rublos. La puerta estaba abierta, porque la mujer de Petrovich, que en aquel preciso momento freía pescado, había hecho tal humareda en la cocina, que ni siquiera se podían ver las cucarachas. Akakiy Akakievich atravesó la cocina sin ser visto por la mujer y llegó a la habitación, donde se encontraba Petrovich sentado en una ancha mesa de madera con las piernas cruzadas, como un bajá, y descalzo, según costumbre de los sastres cuando están trabajando. Lo primero que llamaba la atención era el dedo grande, bien conocido de Akakiy Akakievich por la uña destrozada, pero fuerte y firme, como la concha de una tortuga. Llevaba al cuello una madeja de seda y de hilo y tenía sobre las rodillas una prenda de vestir destrozada. Desde hacía tres minutos hacía lo imposible por enhebrar una aguja, sin conseguirlo, y por eso echaba pestes contra la oscuridad y luego contra el hilo, murmurando entre dientes:

-¡Te vas a decidir a pasar, bribona! ¡Me estás haciendo perder la paciencia, granuja!

Akakiy Akakievich estaba disgustado por haber llegado en aquel preciso momento en que Petrovich se hallaba encolerizado. Prefería darle un encargo cuando el sastre estuviese algo menos batallador, más tranquilo, pues, como decía su esposa, ese demonio tuerto se apaciguaba con el aguardiente ingerido. En semejante estado, Petrovich solía mostrarse muy complaciente y rebajaba de buena gana, más aún, daba las gracias y hasta se inclinaba respetuosamente ante el cliente. Es verdad que luego venía la mujer llorando y decía que su marido estaba borracho y por eso había aceptado el trabajo a bajo precio. Entonces se le añadían diez kopeks más, y el asunto quedaba resuelto. Pero aquel día Petrovich parecía no estar borracho y por eso se mostraba terco, poco hablador y dispuesto a pedir precios exorbitantes. Akakiy Akakievich se dio cuenta de todo esto y quiso, como quien dice, tomar las de Villadiego; pero ya no era posible. Petrovich clavó en él su ojo torcido y Akakiy Akakievich dijo sin querer:

-¡Buenos días, Petrovich!
-¡Muy buenos los tenga usted también! -respondió Petrovich, mirando de soslayo las manos de Akakiy Akakievich para ver qué clase de botín traía éste.
-Vengo a verte, Petrovich, pues yo...

Conviene saber que Akakiy Akakievich se expresaba siempre por medio de preposiciones, adverbios y partículas gramaticales que no tienen ningún significado. Si el asunto en cuestión era muy delicado, tenía la costumbre de no terminar la frase, de modo que a menudo empezaba por las palabras: «Es verdad, justamente eso...», y después no seguía nada y él mismo se olvidaba, pensando que lo había dicho todo.

-¿Qué quiere, pues? -le preguntó Petrovich, inspeccionando en aquel instante con su único ojo todo el uniforme, el cuello, las mangas, la espalda, los faldones y los ojales, que conocía muy bien, ya que era su propio trabajo.
Esta es la costumbre de todos los sastres y es lo primero que hizo Petrovich.
-Verás, Petrovich...; yo quisiera que... este abrigo..; mira el paño...; ¿ves?, por todas partes está fuerte..., sólo que está un poco cubierto de polvo, parece gastado; pero en realidad está nuevo, sólo una parte está un tanto..., un poquito en la espalda y también algo gastado en el hombro y un poco en el otro hombro... Mira, eso es todo... No es mucho trabajo...

Petrovich tomó el abrigo, lo extendió sobre la mesa y lo examinó detenidamente. Después meneó la cabeza y extendió la mano hacia la ventana para coger su tabaquera redonda con el retrato de un general, cuyo nombre no se podía precisar, puesto que la parte donde antes se viera la cara estaba perforada por el dedo y tapada ahora con un pedazo rectangular de papel. Después de tomar una pulgada de rapé, Petrovich puso el abrigo al trasluz y volvió a menear la cabeza. Luego lo puso al revés con el forro hacia afuera, y de nuevo meneó la cabeza; volvió a levantar la tapa de la tabaquera adornada con el retrato del general y arreglada con aquel pedazo de papel, e introduciendo el rapé en la nariz, cerró la tabaquera y se la guardó, diciendo por fin:

-Aquí no se puede arreglar nada. Es una prenda gastada.

Al oír estas palabras, el corazón se le oprimió al pobre Akakiy Akakievich.

-¿Por qué no es posible, Petrovich? -preguntó con voz suplicante de niño-. Sólo esto de los hombros está estropeado y tú tendrás seguramente algún pedazo...
-Sí, en cuanto a los pedazos se podrían encontrar -dijo Petrovich-; sólo que no se pueden poner, pues el paño está completamente podrido y se deshará en cuanto se toque con la aguja.
-Pues que se deshaga, tú no tiene más que ponerle un remiendo.
-No puedo poner el remiendo en ningún sitio, no hay dónde fijarlo, además, sería un remiendo demasiado grande. Esto ya no es paño; un golpe de viento basta para arrancarlo.
-Bueno, pues refuérzalo...; como no..., efectivamente, eso es...
-No -dijo Petrovich con firmeza-; no se puede hacer nada. Es un asunto muy malo. Será mejor que se haga con él unas onuchkas para cuando llegue el invierno y empiece a hacer frío, porque las medias no abrigan nada, no son más que un invento de los alemanes para hacer dinero -Petrovich aprovechaba gustoso la ocasión para meterse con los alemanes-. En cuanto al abrigo, tendrá que hacerse otro nuevo.

Al oír la palabra nuevo, Akakiy Akakievich sintió que se le nublaba la vista y le pareció que todo lo que había en la habitación empezaba a dar vueltas. Lo único que pudo ver claramente era el semblante del general tapado con el papel en la tabaquera de Petrovich.

-¡Cómo uno nuevo! -murmuró como en sueño-. Si no tengo dinero para ello.
-Sí; uno nuevo -repitió Petrovich con brutal tranquilidad.
-...Y de ser nuevo..., ¿cuánto sería...?
-¿Que cuánto costaría?
-Sí.
-Pues unos ciento cincuenta rublos -contestó Petrovich, y al decir esto apretó los labios.

Era muy amigo de los efectos fuertes y le gustaba dejar pasmado al cliente y luego mirar de soslayo para ver qué cara de susto ponía al oír tales palabras.

-¡Ciento cincuenta rublos por el abrigo! -exclamó el pobre Akakiy Akakievich.

Quizá por primera vez se le escapaba semejante grito, ya que siempre se distinguía por su voz muy suave.

-Sí -dijo Petrovich-. Y además, ¡qué abrigo! Si se le pone un cuello de marta y se le forra el capuchón con seda, entonces vendrá a costar hasta doscientos rublos.
-¡Por Dios, Petrovich! -le dijo Akakiy Akakievich con voz suplicante, sin escuchar, es decir, esforzándose en no prestar atención a todas sus palabras y efectos-. Arréglalo como sea para que sirva todavía algún tiempo.
-¡No! Eso sería tirar el trabajo y el dinero... -repuso Petrovich.

Y tras aquellas palabras, Akakiy Akakievich quedó completamente abatido y se marchó. Mientras tanto, Petrovich permaneció aun largo rato en pie, con los labios expresivamente apretados, sin comenzar su trabajo, satisfecho de haber sabido mantener su propia dignidad y de no haber faltado a su oficio. Cuando Akakiy Akakievich salió a la calle se hallaba como en un sueño.

«¡Qué cosa! -decía para sí-. Jamás hubiera pensado que iba a terminar así...¡Vaya! -exclamó después de unos minutos de silencio-. ¡He aquí al extremo que hemos llegado! La verdad es que yo nunca podía suponer que llegara a esto... -y después de otro largo silencio, terminó diciendo-: ¡Pues así es! ¡Esto sí que es inesperado!... ¡Qué situación! ...»

Dicho esto, en vez de volver a su casa se fue, sin darse cuenta, en dirección contraria. En el camino tropezó con un deshollinador, que, rozándole el hombro, se lo manchó de negro; del techo de una casa en construcción le cayó una respetable cantidad de cal; pero él no se daba cuenta de nada. Sólo cuando se dio de cara con un guardia, que habiendo colocado la alabarda junto a él echaba rapé de la tabaquera en su palma callosa, se dio cuenta porque el guardia le gritó:

-¿Por qué te metes debajo de mis narices? ¿Acaso no tienes la acera?

Esto le hizo mirar en torno suyo y volver a casa. Solamente entonces empezó a reconcentrar sus pensamientos, y vio claramente la situación en que se hallaba y comenzó a monologar consigo mismo, no en forma incoherente, sino con lógica y franqueza, como si hablase con un amigo inteligente a quien se puede confiar lo más íntimo de su corazón

-No -decía Akakiy Akakievich-; ahora no se puede hablar con Petrovich, pues está algo...; su mujer debe de haberle proporcionado una buena paliza. Será mejor que vaya a verle un domingo por la mañana; después de la noche del sábado estará medio dormido, bizqueando, y deseará beber para reanimarse algo, y como su mujer no le habrá dado dinero, yo le daré una moneda de diez kopeks y él se volverá más tratable y arreglará el abrigo...

Y esta fue la resolución que tomó Akakiy Akakievich. Y procurando animarse, esperó hasta el domingo. Cuando vio salir a la mujer de Petrovich, fue directamente a su casa. En efecto, Petrovich, después de la borrachera de la víspera, estaba más bizco que nunca, tenía la cabeza inclinada y estaba medio dormido; pero con todo eso, en cuanto se enteró de lo que se trataba, exclamó como si le impulsara el propio demonio:

-¡No puede ser! ¡Haga el favor de mandarme hacer otro abrigo!

Y entonces fue cuando Akakiy Akakievich le metió en la mano la moneda de diez kopeks.

-Gracias, señor; ahora podré reanimarme un poco bebiendo a su salud -dijo Petrovich-. En cuanto al abrigo, no debe pensar más en él, no sirve para nada. Yo le haré uno estupendo.., se lo garantizo.

Akakiy Akakievich volvió a insistir sobre el arreglo; pero Petrovich no le quiso escuchar.

-Le haré uno nuevo, magnífico... Puede contar conmigo; lo haré lo mejor que pueda. Incluso podrá abrochar el cuello con corchetes de plata, según la última moda.

Sólo entonces vio Akakiy Akakievich que no podía pasarse sin un nuevo abrigo y perdió el ánimo por completo. Pero ¿cómo y con qué dinero iba a hacérselo? Claro, podía contar con un aguinaldo que le darían en las próximas fiestas. Pero este dinero lo había distribuido ya desde hace tiempo con un fin determinado. Era preciso encargar unos pantalones nuevos y pagar al zapatero una vieja deuda por las nuevas punteras en un par de botas viejas, y, además, necesitaba encargarse tres camisas y dos prendas de ropa de esas que se considera poco decoroso nombrarlas por su propio nombre. Todo el dinero estaba distribuido de antemano, y aunque el director se mostrara magnánimo y concediese un aguinaldo de cuarenta y cinco a cincuenta rublos, sería solo una pequeñez en comparación con el capital necesario para el abrigo, era una gota de agua en el océano. Aunque, claro, sabía que a Petrovich le daba a veces no sé qué locura y entonces pedía precios tan exorbitantes, que incluso su mujer no podía contenerse y exclamaba:

-¡Te has vuelto loco, grandísimo tonto! Unas veces trabajas casi gratis y ahora tienes la desfachatez de pedir un precio que tú mismo no vales.

Por otra parte, Akakiy Akakievich sabía que Petrovich consentiría en hacerle el abrigo por ochenta rublos. Pero, de todas maneras, ¿dónde hallar esos ochenta rublos ? La mitad quizá podría conseguirla, y tal vez un poco más. Pero ¿y la otra mitad?. Pero antes el lector ha de enterarse de dónde provenía la primera mitad. Akakiy Akakievich tenía la costumbre de echar un kopek siempre que gastaba un rublo, en un pequeño cajón, cerrándolo con llave, cajón que tenía una ranura ancha para hacer pasar el dinero. Al cabo de cada medio año hacía el recuento de esta pequeña cantidad de monedas de cobre y las cambiaba por otras de plata. Practicaba este sistema desde hacía mucho tiempo y de esta manera, al cabo de unos años, ahorró una suma superior a cuarenta rublos. Así, pues, tenía en su poder la mitad, pero ¿y la otra mitad? ¿Dónde conseguir los cuarenta rublos restantes?

Akakiy Akakievich pensaba, pensaba, y finalmente llegó a la conclusión de que era preciso reducir los gastos ordinarios por lo menos durante un año, o sea dejar de tomar té todas las noches, no encender la vela por la noche, y si tenía que copiar algo, ir a la habitación de la patrona para trabajar a la luz de su vela. También sería preciso al andar por la calle pisar lo más suavemente posible las piedras y baldosas e incluso hasta ir casi de puntillas para no gastar demasiado rápidamente las suelas, dar a lavar la ropa a la lavandera también lo menos posible. Y para que no se gastara, quitársela al volver a casa y ponerse sólo la bata, que estaba muy vieja, pero que, afortunadamente, no había sido demasiado maltratada por el tiempo. Hemos de confesar que al principio le costó bastante adaptarse a estas privaciones, pero después se acostumbró y todo fue muy bien. Incluso hasta llegó a dejar de cenar; pero, en cambio, se alimentaba espiritualmente con la eterna idea de su futuro abrigo. Desde aquel momento diríase que su vida había cobrado mayor plenitud; como si se hubiera casado o como si otro ser estuviera siempre en su presencia, como si ya no fuera solo, sino que una querida compañera hubiera accedido gustosa a caminar con él por el sendero de la vida. Y esta compañera no era otra, sino... el famoso abrigo, guateado con un forro fuerte e intacto. Se volvió más animado y de carácter más enérgico, como un hombre que se ha propuesto un fin determinado. La duda e irresolución desaparecieron en la expresión de su rostro, y en sus acciones también todos aquellos rasgos de vacilación e indecisión. Hasta a veces en sus ojos brillaba algo así como una llama, y los pensamientos más audaces y temerarios surgían en su mente: «¿Y si se encargase un cuello de marta?» Con estas reflexiones por poco se vuelve distraído. Una vez estuvo a punto de hacer una falta, de modo que exclamó «¡Ay!», y se persignó. Por lo menos una vez al mes iba a casa de Petrovich para hablar del abrigo y consultarle sobre dónde sería mejor comprar el paño, y de qué color y de qué precio, y siempre volvía a casa algo preocupado, pero contento al pensar que al fin iba a llegar el día en que, después de comprado todo, el abrigo estaría listo. El asunto fue más de prisa de lo que había esperado y supuesto. Contra toda suposición, el director le dio un aguinaldo, no de cuarenta o cuarenta y ocho rublos, sino de sesenta rublos. Quizá presintió que Akakiy Akakievich necesitaba un abrigo o quizá fue solamente por casualidad; el caso es que Akakiy Akakievich se enriqueció de repente con veinte rublos más. Esta circunstancia aceleró el asunto. Después de otros dos o tres meses de pequeños ayunos consiguió reunir los ochenta rublos. Su corazón, por lo general tan apacible, empezó a latir precipitadamente. Y ese mismo día fue a las tiendas en compañía de Petrovich. Compraron un paño muy bueno -¡y no es de extrañar!-; desde hacía más de seis meses pensaban en ello y no dejaban pasar un mes sin ir a las tiendas para cerciorarse de los precios. Y así es que el mismo Petrovich no dejó de reconocer que era un paño inmejorable. Eligieron un forro de calidad tan resistente y fuerte, que según Petrovich era mejor que la seda y le aventajaba en elegancia y brillo No compraron marta porque, en efecto, era muy cara; pero, en cambio, escogieron la más hermosa piel de gato que había en toda la tienda y que de lejos fácilmente se podía tomar por marta.

Petrovich tardó unas dos semanas en hacer el abrigo, pues era preciso pespuntear mucho; a no ser por eso lo hubiera terminado antes. Por su trabajo cobró doce rublos, menos ya no podía ser. Todo estaba cosido con seda y a dobles costuras, que el sastre repasaba con sus propios dientes estampando en ellas variados arabescos. Por fin, Petrovich le trajo el abrigo. Esto sucedió..., es difícil precisar el día; pero de seguro que fue el más solemne en la vida de Akakiy Akakievich. Se lo trajo por la mañana, precisamente un poco antes de irse él a la oficina. No habría podido llegar en un momento más oportuno, pues ya el frío empezaba a dejarse sentir con intensidad y amenazaba con volverse aún más punzante. Petrovich apareció con el abrigo como conviene a todo buen sastre. Su cara reflejaba una expresión de dignidad que Akakiy Akakievich jamás le había visto. Parecía estar plenamente convencido de haber realizado una gran obra y se le había revelado con toda claridad el abismo de diferencia que existe entre los sastres que sólo hacen arreglos y ponen forros y aquellos que confeccionan prendas nuevas de vestir.

Sacó el abrigo, que traía envuelto en un pañuelo recién planchado; sólo después volvió a doblarlo y se lo guardó en el bolsillo para su uso particular. Una vez descubierto el abrigo, lo examinó con orgullo, y cogiéndolo con ambas manos lo echó con suma habilidad sobre los hombros de Akakiy Akakievich. Luego, lo arregló, estirándolo un poco hacia abajo. Se lo ajustó perfectamente, pero sin abrocharlo. Akakiy Akakievich, como hombre de edad madura, quiso también probar las mangas. Petrovich le ayudó a hacerlo, y he aquí que aun así el abrigo le sentaba estupendamente. En una palabra: estaba hecho a la perfección. Petrovich aprovechó la ocasión para decirle que si se lo había hecho a tan bajo precio era sólo porque vivía en un piso pequeño, sin placa, en una calle lateral y porque conocía a Akakiy Akakievich desde hacía tantos años. Un sastre de la perspectiva Nevski sólo por el trabajo le habría cobrado setenta y cinco rublos Akakiy Akakievich no tenía ganas de tratar de ello con Petrovich, temeroso de las sumas fabulosas de las que el sastre solía hacer alarde. Le pagó, le dio las gracias y salió con su nuevo abrigo camino de la oficina.

Petrovich salió detrás de él y, parándose en plena calle, le siguió largo rato con la mirada, absorto en la contemplación del abrigo. Después, a propósito, pasó corriendo por una callejuela tortuosa y vino a dar a la misma calle para mirar otra vez el abrigo del otro lado, es decir, cara a cara. Mientras tanto, Akakiy Akakievich seguía caminando con aire de fiesta. A cada momento sentía que llevaba un abrigo nuevo en los hombros y hasta llegó a sonreírse varias veces de íntima satisfacción. En efecto, tenía dos ventajas: primero, porque el abrigo abrigaba mucho, y segundo, porque era elegante. El camino se le hizo cortísimo, ni siquiera se fijó en él y de repente se encontró en la oficina. Dejó el abrigo en la conserjería y volvió a mirarlo por todos los lados, rogando al conserje que tuviera especial cuidado con él. No se sabe cómo, pero al momento, en la oficina, todos se enteraron de que Akakiy Akakievich tenía un abrigo nuevo y que el famoso batín había dejado de existir. En el acto todos salieron a la conserjería para ver el nuevo abrigo de Akakiy Akakievich. Empezaron a felicitarle cordialmente de tal modo, que no pudo por menos de sonreírse: pero luego acabó por sentirse algo avergonzado. Pero cuando todos se acercaron a él diciendo que tenía que celebrar el estreno del abrigo por medio de un remojón y que, por lo menos, debía darles una fiesta, el pobre Akakiy Akakievich se turbó por completo y no supo qué responder ni cómo defenderse. Sólo pasados unos minutos y poniéndose todo colorado intentó asegurarles, en su simplicidad, que no era un abrigo nuevo, sino uno viejo.

Por fin, uno de los funcionarios, ayudante del Jefe de oficina, queriendo demostrar sin duda alguna que no era orgulloso y sabía tratar con sus inferiores, dijo:

-Está bien, señores; yo daré la fiesta en lugar de Akakiy Akakievich y les convido a tomar el té esta noche en mi casa. Precisamente hoy es mi cumpleaños.

Los funcionarios, como hay que suponer, felicitaron al ayudante del jefe de oficina y aceptaron muy gustosos la invitación. Akakiy Akakievich quiso disculparse, pero todos le interrumpieron diciendo que era una descortesía, que debería darle vergüenza y que no podía de ninguna manera rehusar la invitación. Aparte de eso, Akakiy Akakievich después se alegró al pensar que de este modo tendría ocasión de lucir su nuevo abrigo también por la noche. Se puede decir que todo aquel día fue para él una fiesta grande y solemne. Volvió a casa en un estado de ánimo de lo más feliz, se quitó el abrigo y lo colgó cuidadosamente en una percha que había en la pared, deleitándose una vez más al contemplar el paño y el forro y, a propósito, fue a buscar el viejo abrigo, que estaba a punto de deshacerse, para compararlo. Lo miró y hasta se echó a reír. Y aun después, mientras comía, no pudo por menos de sonreírse al pensar en el estado en que se hallaba el abrigo. Comió alegremente y luego, contrariamente a lo acostumbrado, no copió ningún documento. Por el contrario, se tendió en la cama, cual verdadero sibarita, hasta el oscurecer. Después, sin más demora, se vistió, se puso el abrigo y salió a la calle.

Desgraciadamente, no pudo recordar de momento dónde vivía el funcionario anfitrión; la memoria empezó a flaquearle, y todo cuanto había en Petersburgo, sus calles y sus casas se mezclaron de tal suerte en su cabeza, que resultaba difícil sacar de aquel caos algo más o menos ordenado. Sea como fuera, lo seguro es que el funcionario vivía en la parte más elegante de la ciudad, o sea lejos de la casa de Akakiy Akakievich. Al principio tuvo que caminar por calles solitarias escasamente alumbradas, pero a medida que iba acercándose a la casa del funcionario, las calles se veían más animadas y mejor alumbradas. Los transeúntes se hicieron más numerosos y también las señoras estaban ataviadas elegantemente. Los hombres llevaban cuellos de castor y ya no se veían tanto los veñkas con sus trineos de madera con rejas guarnecidas de clavos dorados; en cambio, pasaban con frecuencia elegantes trineos barnizados, provistos de pieles de oso y conducidos por cocheros tocados con gorras de terciopelo color frambuesa, o se veían deslizarse, chirriando sobre la nieve, carrozas con los pescantes sumamente adornados.

Para Akakiy Akakievich todo esto resultaba completamente nuevo; hacía varios años que no había salido de noche por la calle. Todo curioso, se detuvo delante del escaparate de una tienda, ante un cuadro que representaba a una hermosa mujer que se estaba quitando el zapato, por lo que lucía una pierna escultural: a su espalda, un hombre con patillas y perilla, a estilo español, asomaba la cabeza por la puerta. Akakiy Akakievich meneó la cabeza sonriéndose y prosiguió su camino. ¿Por qué sonreiría? Tal vez porque se encontraba con algo totalmente desconocido, para lo que, sin embargo, muy bien pudiéramos asegurar que cada uno de nosotros posee un sexto sentido. Quizá también pensara lo que la mayoría de los funcionarios habrían pensado decir: «¡Ah, estos franceses! ¡No hay otra cosa que decir! Cuando se proponen una cosa, así ha de ser...» También puede ser que ni siquiera pensara esto, pues es imposible penetrar en el alma de un hombre y averiguar todo cuanto piensa. Por fin, llegó a la casa donde vivía el ayudante del jefe de oficina. Este llevaba un gran tren de vida; en la escalera había un farol encendido, y él ocupaba un cuarto en el segundo piso. Al entrar en el recibimiento, Akakiy Akakievich vio en el suelo toda una fila de chanclos. En medio de ellos, en el centro de la habitación, hervía a borbotones el agua de un samovar esparciendo columnas de vapor. En las paredes colgaban abrigos y capas, muchas de las cuales tenían cuellos de castor y vueltas de terciopelo. En la habitación contigua se oían voces confusas, que de repente se tornaron claras y sonoras al abrirse la puerta para dar paso a un lacayo que llevaba una bandeja con vasos vacíos, un tarro de nata y una cesta de bizcochos. Por lo visto los funcionarios debían de estar reunidos desde hacía mucho tiempo y ya habían tomado el primer vaso de té. Akakiy Akakievich colgó él mismo su abrigo y entró en la habitación. Ante sus ojos desfilaron al mismo tiempo las velas, los funcionarios, las pipas y mesas de juego mientras que el rumor de las conversaciones que se oían por doquier y el ruido de las sillas sorprendían sus oídos.

Se detuvo en el centro de la habitación todo confuso, reflexionando sobre lo que tenía que hacer. Pero ya le habían visto sus colegas; le saludaron con calurosas exclamaciones y todos fueron en el acto al recibimiento para admirar nuevamente su abrigo. Akakiy Akakievich se quedó un tanto desconcertado; pero como era una persona sincera y leal no pudo por menos de alegrarse al ver cómo todos ensalzaban su abrigo. Después, como hay que suponer, le dejaron a él y al abrigo y volvieron a las mesas de whist. Todo ello, el ruido, las conversaciones y la muchedumbre... le pareció un milagro. No sabía cómo comportarse ni qué hacer con sus manos, pies y toda su figura; por fin, acabó sentándose junto a los que jugaban: miraba tan pronto las cartas como los rostros de los presentes; pero al poco rato empezó a bostezar y a aburrirse, tanto más cuanto que había pasado la hora en la que acostumbraba acostarse. Intentó despedirse del dueño de la casa; pero no le dejaron marcharse, alegando que tenía que beber una copa de champaña para celebrar el estreno del abrigo. Una hora después servían la cena: ensaladilla, ternera asada fría, empanadas, pasteles y champaña. A Akakiy Akakievich le hicieron tomar dos copas, con lo cual todo cuanto había en la habitación se le apareció bajo un aspecto mucho más risueño. Sin embargo, no consiguió olvidar que era media noche pasada y que era hora de volver a casa. Al fin, y para que al dueño de la casa no se le ocurriera retenerle otro rato, salió de la habitación sin ser visto y buscó su abrigo en el recibimiento, encontrándolo, con gran dolor, tirado en el suelo. Lo sacudió, le quitó las pelusas, se lo puso y, por último, bajó las escaleras.

Las calles estaban todavía alumbradas. Algunas tiendas de comestibles, eternos clubs de las servidumbres y otra gente, estaban aún abiertas; las demás estaban ya cerradas, pero la luz que se filtraba por entre las rendijas atestiguaba claramente que los parroquianos aún permanecían allí. Eran éstos sirvientes y criados que seguían con sus chismorreos, dejando a sus amos en la absoluta ignorancia de dónde se encontraban. Akakiy Akakievich caminaba en un estado de ánimo de lo más alegre. Hasta corrió, sin saber por qué, detrás de una dama que pasó con la velocidad de un rayo, moviendo todas las partes del cuerpo. Pero se detuvo en el acto y prosiguió su camino lentamente, admirándose él mismo de aquel arranque tan inesperado que había tenido.

Pronto se extendieron ante él las calles desiertas, siendo notables de día por lo poco animadas y cuanto más de noche. Ahora parecían todavía mucho más silenciosas y solitarias. Escaseaban los faroles, ya que por lo visto se destinaba poco aceite para el alumbrado; a lo largo de la calle, en que se veían casas de madera y verjas, no había un alma. Tan sólo la nieve centelleaba tristemente en las calles, y las cabañas bajas, con sus postigos cerrados, parecían destacarse aún más sombrías y negras. Akakiy Akakievich se acercaba a un punto donde la calle desembocaba en una plaza muy grande, en la que apenas si se podían ver las cosas del otro extremo y daba la sensación de un inmenso y desolado desierto. A lo lejos, Dios sabe dónde, se vislumbraba la luz de una garita que parecía hallarse al fin del mundo. Al llegar allí, la alegría de Akakiy Akakievich se desvaneció por completo. Entró en la plaza no sin temor, como si presintiera algún peligro. Miró hacia atrás y en torno suyo: diríase que alrededor se extendía un inmenso océano. «¡No! ¡Será mejor que no mire!», pensó para sí, y siguió caminando con los ojos cerrados. Cuando los abrió para ver cuánto le quedaba aún para llegar al extremo opuesto de la plaza, se encontró casi ante sus propias narices con unos hombres bigotudos, pero no tuvo tiempo de averiguar más acerca de aquellas gentes. Se le nublaron los ojos y el corazón empezó a latirle precipitadamente.

-¡Pero si este abrigo es mío! -dijo uno de ellos con voz de trueno, cogiéndole por el cuello.

Akakiy Akakievich quiso gritar pidiendo auxilio, pero el otro le tapó la boca con el pañuelo, que era del tamaño de la cabeza de un empleado, diciéndole: «¡Ay de ti si gritas!»

Akakiy Akakievich sólo se dio cuenta de cómo le quitaban el abrigo y le daban un golpe con la rodilla que le hizo caer de espaldas en la nieve, en donde quedó tendido sin sentido. Al poco rato volvió en sí y se levantó, pero ya no había nadie. Sintió que hacía mucho frío y que le faltaba el abrigo. Empezó a gritar, pero su voz no parecía llegar hasta el extremo de la plaza. Desesperado, sin dejar de gritar, echó a correr a través de la plaza directamente a la garita, junto a la cual había un guarda, que, apoyado en la alabarda, miraba con curiosidad, tratando de averiguar qué clase de hombre se le acercaba dando gritos. Al llegar cerca de él, Akakiy Akakievich le gritó todo jadeante que no hacía más que dormir y que no vigilaba, ni se daba cuenta de cómo robaban a la gente. El guarda le contestó que él no había visto nada: sólo había observado cómo dos individuos le habían parado en medio de la plaza, pero creyó que eran amigos suyos. Añadió que haría mejor, en vez de enfurecerse en vano, en ir a ver a la mañana siguiente al inspector de policía, y que éste averiguaría sin duda alguna quién le había robado el abrigo.

Akakiy Akakievich volvió a casa en un estado terrible. Los cabellos que aún le quedaban en pequeña cantidad sobre las sienes y la nuca estaban completamente desordenados. Tenía uno de los costados, el pecho y los pantalones, cubiertos de nieve. Su vieja patrona, al oír cómo alguien golpeaba fuertemente en la puerta, saltó fuera de la cama, calzándose sólo una zapatilla, y fue corriendo a abrir la puerta, cubriéndose pudorosamente con una mano el pecho, sobre el cual no llevaba más que una camisa. Pero al ver a Akakiy Akakievich retrocedió de espanto. Cuando él le contó lo que le había sucedido ella alzó los brazos al cielo y dijo que debía dirigirse directamente al Comisario del distrito y no al inspector, porque éste no hacía más que prometerle muchas cosas y dar largas al asunto. Lo mejor era ir al momento al Comisario del distrito, a quien ella conocía, porque Ana, la finlandesa que tuvo antes de cocinera, servía ahora de niñera en su casa, y que ella misma le veía a menudo, cuando pasaba delante de la casa. Además, todos los domingos, en la iglesia pudo observar que rezaba y al mismo tiempo miraba alegremente a todos, y todo en él denotaba que era un hombre de bien.

Después de oír semejante consejo se fue, todo triste, a su habitación. Cómo pasó la noche..., sólo se lo imaginarían quienes tengan la capacidad suficiente de ponerse en la situación de otro. A la mañana siguiente, muy temprano, fue a ver al Comisario del distrito, pero le dijeron que aún dormía. Volvió a las diez y aún seguía durmiendo. Fue a las once, pero el Comisario había salido. Se presentó a la hora de la comida, pero los escribientes que estaban en la antesala no quisieron dejarle pasar e insistieron en saber qué deseaba, por qué venía y qué había sucedido. De modo que, en vista de los entorpecimientos, Akakiy Akakievich quiso, por primera vez en su vida, mostrarse enérgico, y dijo, en tono que no admitía réplicas, que tenía que hablar personalmente con el Comisario, que venía del Departamento del Ministerio para un asunto oficial y que, por tanto, debían dejarle pasar, y si no lo hacían, se quejaría de ello y les saldría cara la cosa. Los escribientes no se atrevieron a replicar y uno de ellos fue a anunciarle al Comisario. Éste interpretó de un modo muy extraño el relato sobre el robo del abrigo. En vez de interesarse por el punto esencial empezó a preguntar a Akakiy Akakievich por qué volvía a casa a tan altas horas de la noche y si no habría estado en una casa sospechosa. De tal suerte, que el pobre Akakiy Akakievich se quedó todo confuso. Se fue sin saber si el asunto estaba bien encomendado. En todo el día no fue a la oficina (hecho sin precedente en su vida). Al día siguiente se presentó todo pálido y vestido con su viejo abrigo, que tenía el aspecto aún más lamentable. El relato del robo del abrigo -aparte de que no faltaron algunos funcionarios que aprovecharon la ocasión para burlarse- conmovió a muchos. Decidieron en seguida abrir una suscripción en beneficio suyo, pero el resultado fue muy exiguo, debido a que los funcionarios habían tenido que gastar mucho dinero en la suscripción para el retrato del director y para un libro que compraron a indicación del jefe de sección, que era amigo del autor. Así, pues, sólo consiguieron reunir una suma insignificante. Uno de ellos, movido por la compasión y deseos de darle por lo menos un buen consejo, le dijo que no se dirigiera al Comisario, pues suponiendo aún que deseara granjearse las simpatías de su superior y encontrar el abrigo, este permanecería en manos de la Policía hasta que lograse probar que era su legítimo propietario. Lo mejor sería, pues, que se dirigiera a una «alta personalidad», cuya mediación podría dar un rumbo favorable al asunto. Como no quedaba otro remedio, Akakiy Akakievich se decidió a acudir a la «alta personalidad».

¿Quién era aquella «alta personalidad» y qué cargo desempeñaba? Eso es lo que nadie sabría decir. Conviene saber que dicha «alta personalidad» había llegado a ser tan sólo esto desde hacía algún tiempo, por lo que hasta entonces era por completo desconocido. Además su posición tampoco ahora se consideraba como muy importante en comparación con otras de mayor categoría. Pero siempre habrá personas que consideran como muy importante lo que los demás califican de insignificante. Además, recurriría a todos los medios para realzar su importancia. Decretó que los empleados subalternos le esperasen en la escalera hasta que llegase él y que nadie se presentara directamente a él sino que las cosas se realizaran con un orden de lo más riguroso. El registrador tenía que presentar la solicitud de audiencia al secretario del Gobierno, quien a su vez la transmitía al consejero titular o a quien se encontrase de categoría superior. Y de esta forma llegaba el asunto a sus manos. Así, en nuestra santa Rusia, todo está contagiado de la manía de imitar y cada cual se afana en imitar a su superior. Hasta cuentan que cierto consejero titular, cuando le ascendieron a director de una cancillería pequeña, en seguida se hizo separar su cuarto por medio de un tabique de lo que él llamaba «sala de reuniones». A la puerta de dicha sala colocó a unos conserjes con cuellos rojos y galones que siempre tenían la mano puesta sobre el picaporte para abrir la puerta a los visitantes, aunque en la «sala de reuniones» apenas si cabía un escritorio de tamaño regular.

El modo de recibir y las costumbres de la «alta personalidad» eran majestuosos e imponentes, pero un tanto complicados. La base principal de su sistema era la severidad. «Severidad, severidad, y... severidad», solía decir, y al repetir por tercera vez esta palabra dirigía una mirada significativa a la persona con quien estaba hablando aunque no hubiera ningún motivo para ello, pues los diez empleados que formaban todo el mecanismo gubernamental, ya sin eso estaban constantemente atemorizados. Al verle de lejos, interrumpían ya el trabajo y esperaban en actitud militar a que pasase el jefe. Su conversación con los subalternos era siempre severa y consistía sólo en las siguientes frases: «¿Cómo se atreve? ¿Sabe usted con quién habla ? ¿Se da usted cuenta? ¿Sabe a quién tiene delante?»

Por lo demás, en el fondo era un hombre bondadoso, servicial y se comportaba bien con sus compañeros, sólo que el grado de general le había hecho perder la cabeza. Desde el día en que le ascendieron a general se hallaba todo confundido, andaba descarriado y no sabía cómo comportarse. Si trataba con personas de su misma categoría se mostraba muy correcto y formal y en muchos aspectos hasta inteligente. Pero en cuanto asistía a alguna reunión donde el anfitrión era tan sólo de un grado inferior al suyo, entonces parecía hallarse completamente descentrado. Permanecía callado y su situación era digna de compasión, tanto más cuanto él mismo se daba cuenta de que hubiera podido pasar el tiempo de una manera mucho más agradable. En sus ojos se leía a menudo el ardiente deseo de tomar parte en alguna conversación interesante o de juntarse a otro grupo, pero se retenía al pensar que aquello podía parecer excesivo por su parte o demasiado familiar, y que con ello rebajaría su dignidad. Y por eso permanecía eternamente solo en la misma actitud silenciosa, emitiendo de cuando en cuando un sonido monótono, con lo cual llegó a pasar por un hombre de lo más aburrido.

Tal era la «alta personalidad» a quien acudió Akakiy Akakievich, y el momento que eligió para ello no podía ser más inoportuno para él; sin embargo, resultó muy oportuno para la «alta personalidad». Ésta se hallaba en su gabinete conversando muy alegremente con su antiguo amigo de la infancia, a quien no veía desde hacía muchos años, cuando le anunciaron que deseaba hablarle un tal Bachmachkin.

-¿Quién es? -preguntó bruscamente.
-Un empleado.
-¡Ah! ¡Que espere! Ahora no tengo tiempo -dijo la alta personalidad. Es preciso decir que la alta personalidad mentía con descaro; tenía tiempo; los dos amigos ya habían terminado de hablar sobre todos los temas posibles, y la conversación había quedado interrumpida ya más de una vez por largas pausas, durante las cuales se propinaban cariñosas palmaditas, diciendo:
-Así es, Iván Abramovich.
-En efecto, Esteban Varlamovich.

Sin embargo, cuando recibió el aviso de que tenía visita, mandó que esperase el funcionario, para demostrar a su amigo, que hacía mucho que estaba retirado y vivía en una casa de campo, cuánto tiempo hacía esperar a los empleados en la antesala. Por fin. después de haber hablado cuanto quisieron o, mejor dicho, de haber callado lo suficiente, acabaron de fumar sus cigarros cómodamente recostados en unos mullidos butacones, y entonces su excelencia pareció acordarse de repente de que alguien le esperaba, y dijo al secretario, que se hallaba en pie, junto a la puerta, con unos papeles para su informe:

-Creo que me está esperando un empleado. Dígale que puede pasar.

Al ver el aspecto humilde y el viejo uniforme de Akakiy Akakievich, se volvió hacia él con brusquedad y le dijo:

-¿Qué desea?

Pero todo esto con voz áspera y dura, que sin duda alguna había ensayado delante del espejo, a solas en su habitación, una semana antes que le nombraran para el nuevo cargo. Akakiy Akakievich, que ya de antemano se sentía todo tímido, se azoró por completo. Sin embargo, trató de explicar como pudo o mejor dicho, con toda la fluidez de que era capaz su lengua, que tenía un abrigo nuevo y que se lo habían robado de un modo inhumano, añadiendo, claro está, más particularidades y más palabras innecesarias. Rogaba a su excelencia que intercediera por escrito... o así.... como quisiera.... con el jefe de la Policía u otra persona para que buscasen el abrigo y se lo restituyesen. Al general le pareció, sin embargo, que aquel era un procedimiento demasiado familiar, y por eso dijo bruscamente:

-Pero, ¡señor!, ¿no conoce usted el reglamento? ¿Cómo es que se presenta así? ¿Acaso ignora cómo se procede en estos asuntos? Primero debería usted haber hecho una instancia en la cancillería, que habría sido remitida al jefe del departamento, el cual la transmitiría al secretario y éste me la hubiera presentado a mí.
-Pero, excelencia... -dijo Akakiy Akakievich recurriendo a la poca serenidad que aún quedaba en él y sintiendo que sudaba de una manera horrible-. Yo, excelencia, me he atrevido a molestarle con este asunto porque los secretarios..., los secretarios... son gente de poca confianza..
-¡Cómo! ¿Qué? ¿Qué dice usted?.-exclamó la «alta personalidad»-. ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¿De dónde ha sacado usted esas ideas? ¡Qué audacia tienen los jóvenes con sus superiores y con las autoridades!

Era evidente que la «alta personalidad» no había reparado en que Akakiy Akakievich había pasado de los cincuenta años, de suerte que la palabra «joven» sólo podía aplicársele relativamente, es decir, en comparación con un septuagenario.

-¿Sabe usted con quién habla? ¿Se da cuenta de quién tiene delante? ¿Se da usted cuenta, se da usted cuenta? ¡Le pregunto yo a usted!

Y dio una fuerte patada en el suelo y su voz se tornó tan cortante, que aun otro que no fuera Akakiy Akakievich se habría asustado también. Akakiy Akakievich se quedó helado, se tambaleó, un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo, y apenas si se pudo tener en pie. De no ser porque un guardia acudió a sostenerle, se hubiera desplomado. Le sacaron fuera casi desmayado. Pero aquella «alta personalidad», satisfecha del efecto que causaron sus palabras, y que habían superado en mucho sus esperanzas, no cabía en sí de contento, al pensar que una palabra suya causaba tal impresión, que podía hacer perder el sentido a uno. Miró de reojo a su amigo, para ver lo que opinaba de todo aquello, y pudo comprobar, no sin gran placer, que su amigo se hallaba en una situación indefinible, muy próxima al terror. Cómo bajó las escaleras Akakiy Akakievich y cómo salió a la calle, esto son cosas que ni él mismo podía recordar, pues apenas si sentía las manos y los pies. En su vida le habían tratado con tanta grosería, y precisamente un general y además un extraño. Caminaba en medio de la nevasca que bramaba en las calles, con la boca abierta, haciendo caso omiso de las aceras. El viento, como de costumbre en San Petersburgo, soplaba sobre él de todos los lados, es decir, de los cuatro puntos cardinales y desde todas las callejuelas. En un instante se resfrío la garganta y contrajo una angina. Llegó a casa sin poder proferir ni una sola palabra: tenía el cuerpo todo hinchado y se metió en la cama. ¡Tal es el efecto que puede producir a veces una reprimenda!

Al día siguiente amaneció con una fiebre muy alta. Gracias a la generosa ayuda del clima petersburgués, el curso de la enfermedad fue más rápido de lo que hubiera podido esperarse, y cuando llegó el médico y le cogió el pulso, únicamente pudo prescribirle fomentos, sólo con el fin de que el enfermo no muriera sin el benéfico auxilio de la medicina. Y sin más ni más, le declaró en el acto que le quedaban sólo un día y medio de vida. Luego se volvió hacia la patrona, diciendo:

-Y usted, madrecita, no pierda el tiempo: encargue en seguida un ataúd de madera de pino, pues uno de roble sería demasiado caro para él.

Ignoramos si Akakiy Akakievich oyó estas palabras pronunciadas acerca de su muerte, y en el caso de que las oyera, si llegaron a conmoverle profundamente y le hicieron quejarse de su Destino, ya que todo el tiempo permanecía en el delirio de la fiebre. Visiones extrañas a cuál más curiosas se le aparecían sin cesar. Veía a Petrovich y le encargaba que le hiciese un abrigo con alguna trampa para los ladrones, que siempre creía tener debajo de la cama, y a cada instante llamaba a la patrona y le suplicaba que sacara un ladrón que se había escondido debajo de la manta; luego preguntaba por qué el abrigo viejo estaba colgado delante de él, cuando tenía uno nuevo. Otras veces creía estar delante del general, escuchando sus insultos y diciendo: «Perdón, excelencia.» Por último se puso a maldecir y profería palabras tan terribles, que la vieja patrona se persignó, ya que jamás en la vida le había oído decir nada semejante; además, estas palabras siguieron inmediatamente al título de excelencia. Después sólo murmuraba frases sin sentido, de manera que era imposible comprender nada. Sólo se podía deducir realmente que aquellas palabras e ideas incoherentes se referían siempre a la misma cosa: el abrigo. Finalmente, el pobre Akakiy Akakievich exhaló el último suspiro.

Ni la habitación ni sus cosas fueron selladas por la sencilla razón de que no tenía herederos y que sólo dejaba un pequeño paquete con plumas de ganso, un cuaderno de papel blanco oficial, tres pares de calcetines, dos o tres botones desprendidos de un pantalón y el abrigo que ya conoce el lector. ¡Dios sabe para quién quedó todo esto! Reconozco que el autor de esta narración no se interesó por el particular. Se llevaron a Akakiy Akakievich y lo enterraron; San Petersburgo se quedó sin él como si jamás hubiera existido.

Así desapareció un ser humano que nunca tuvo quién le amparara, a quien nadie había querido y que jamás interesó a nadie. Ni siquiera llamó la atención del naturalista, quien no desprecia de poner en el alfiler una mosca común y examinarla en el microscopio. Fue un ser que sufrió con paciencia las burlas de sus colegas de oficina y que bajó a la tumba sin haber realizado ningún acto extraordinario; sin embargo, divisó, aunque sólo fuera al fin de su vida, el espíritu de la luz en forma de abrigo, el cual reanimó por un momento su miserable existencia, y sobre quien cayó la desgracia, como también cae a veces sobre los privilegiados de la tierra. Pocos días después de su muerte mandaron a un ordenanza de la oficina con orden de que Akakiy Akakievich se presentase inmediatamente, porque el jefe lo exigía. Pero el ordenanza tuvo que volver sin haber conseguido su propósito y declaró que Akakiy Akakievich ya no podía presentarse. Le preguntaron:

-¿Y por qué?
-¡Pues, porque no! Ha muerto; hace cuatro días que lo enterraron.

Y de este modo se enteraron en la oficina de la muerte de Akakiy Akakievich. Al día siguiente su sitio se hallaba ya ocupado por un nuevo empleado. Era mucho más alto y no trazaba las letras tan derechas al copiar los documentos, sino mucho más torcidas y contrahechas. Pero ¿quién iba a imaginarse que con ello termina la historia de Akakiy Akakievich, ya que estaba destinado a vivir ruidosamente aún muchos días después de muerto como recompensa a su vida que pasó inadvertido? Y, sin embargo, así sucedió, y nuestro sencillo relato va a tener de repente un final fantástico e inesperado.

En San Petersburgo se esparció el rumor de que en el puente de Kalenik, y a poca distancia de él, se aparecía de noche un fantasma con figura de empleado que buscaba un abrigo robado y que con tal pretexto arrancaba a todos los hombres, sin distinción de rango ni profesión, sus abrigos, forrados con pieles de gato, de castor, de zorro, de oso, o simplemente guateados: en una palabra: todas las pieles auténticas o de imitación que el hombre ha inventado para protegerse. Uno de los empleados del Ministerio vio con sus propios ojos al fantasma y reconoció en él a Akakiy Akakievich. Se llevó un susto tal, que huyó a todo correr, y por eso no pudo observar bien al espectro. Sólo vio que aquel le amenazaba desde lejos con el dedo. En todas partes había quejas de que las espaldas y los hombros de los consejeros, y no sólo de consejeros titulares, sino también de los áulicos, quedaban expuestos a fuertes resfriados al ser despojados de sus abrigos.

Se comprende que la Policía tomara sus medidas para capturar de la forma que fuese al fantasma, vivo o muerto, y castigarlo duramente, para escarmiento de otros, y por poco lo logró. Precisamente una noche un guarda en una sección de la calleja Kiriuchkin casi tuvo la suerte de coger al fantasma en el lugar del hecho, al ir aquél a quitar el abrigo de paño corriente a un músico retirado que en otros tiempos había tocado la flauta. El guarda, que lo tenía cogido por el cuello, gritó para que vinieran a ayudarle dos compañeros, y les entregó al detenido, mientras él introducía sólo por un momento la mano en la bota en busca de su tabaquera para reanimar un poco su nariz, que se le había quedado helada ya seis veces. Pero el rapé debía de ser de tal calidad que ni siquiera un muerto podía aguantarlo. Apenas el guarda hubo aspirado un puñado de tabaco por la fosa nasal izquierda, tapándose la derecha, cuando el fantasma estornudó con tal violencia, que empezó a salpicar por todos lados. Mientras se frotaba los ojos con los puños, desapareció el difunto sin dejar rastros, de modo que ellos no supieron si lo habían tenido realmente en sus manos.

Desde entonces los guardas cogieron un miedo tal a los fantasmas, que ni siquiera se atrevían a detener a una persona viva, y se limitaban solo a gritarle desde lejos: «¡Oye, tú! ¡Vete por tu camino!» El espectro del empleado empezó a esparcirse también más allá del puente de Kalenik, sembrando un miedo horrible entre la gente tímida. Pero hemos abandonado por completo a la «alta personalidad», quien, a decir verdad, fue el culpable del giro fantástico que tomó nuestra historia, por lo demás muy verídica. Pero hagamos justicia a la verdad y confesemos que la «alta personalidad» sintió algo así como lástima, poco después de haber salido el pobre Akakiy Akakievich completamente deshecho. La compasión no era para él realmente ajena: su corazón era capaz de nobles sentimientos, aunque a menudo su alta posición le impidiera expresarlos. Apenas marchó de su gabinete el amigo que había venido de fuera, se quedó pensando en el pobre Akakiy Akakievich. Desde entonces se le presentaba todos los días, pálido e incapaz de resistir la reprimenda de que él le había hecho objeto. El pensar en él le inquietó tanto, que pasada una semana se decidió incluso a enviar un empleado a su casa para preguntar por su salud y averiguar si se podía hacer algo por él. Al enterarse de que Akakiy Akakievich había muerto de fiebre repentina, se quedó aterrado, escuchó los reproches de su conciencia y todo el día estuvo de mal humor. Para distraerse un poco y olvidar la impresión desagradable, fue por la noche a casa de un amigo, donde encontró bastante gente y, lo que es mejor, personas de su mismo rango, de modo que en nada podía sentirse atado. Esto ejerció una influencia admirable en su estado de ánimo. Se tornó vivaz, amable, tomó parte en las conversaciones de un modo agradable; en un palabra: pasó muy bien la velada. Durante la cena tomó unas dos copas de champaña, que, como se sabe, es un medio excelente para comunicar alegría. El champaña despertó en él deseos de hacer algo fuera de lo corriente, así es que resolvió no volver directamente a casa, sino ir a ver a Carolina Ivanovna, dama de origen alemán al parecer, con quien mantenía relaciones de íntima amistad. Es preciso que digamos que la «alta personalidad» ya no era un hombre joven. Era marido sin tacha y buen padre de familia, y sus dos hijos, uno de los cuales trabajaba ya en una cancillería, y una linda hija de dieciséis años, con la nariz un poco encorvada sin dejar de ser bonita, venían todas las mañanas a besarle la mano, diciendo: «Bonjour, papa.» Su esposa, que era joven aún y no sin encantos, le alargaba la mano para que él se la besara, y luego, volviéndola hacia fuera tomaba la de él y se la besaba a su vez. Pero la «alta personalidad», aunque estaba plenamente satisfecho con las ternuras y el cariño de su familia, juzgaba conveniente tener una amiga en otra parte de la ciudad y mantener relaciones amistosas con ella. Esta amiga no era más joven ni más hermosa que su esposa; pero tales problemas existen en el mundo y no es asunto nuestro juzgarlos.

Así, pues, la «alta personalidad» bajó las escaleras, subió al trineo y ordenó al cochero:

-¡A casa de Carolina Ivanovna!

Envolviéndose en su magnífico abrigo permaneció en este estado, el más agradable para un ruso, en que no se piensa en nada y entre tanto se agitan por sí solas las ideas en la cabeza, a cual más gratas, sin molestarse en perseguirlas ni en buscarlas. Lleno de contento, rememoró los momentos felices de aquella velada y todas sus palabras que habían hecho reír a carcajadas a aquel grupo, alguna de las cuales repitió a media voz. Le parecieron tan chistosas como antes, y por eso no es de extrañar que se riera con todas sus ganas.

De cuando en cuando le molestaba en sus pensamientos un viento fortísimo que se levantó de pronto Dios sabe dónde, y le daba en pleno rostro, arrojándole además montones de nieve. Y como si ello fuera poco, desplegaba el cuello del abrigo como una vela, o de repente se lo lanzaba con fuerza sobrehumana en la cabeza, ocasionándole toda clase de molestias, lo que le obligaba a realizar continuos esfuerzos para librarse de él.

De repente sintió como si alguien le agarrara fuertemente por el cuello; volvió la cabeza y vio a un hombre de pequeña estatura, con un uniforme viejo muy gastado, y no sin espanto reconoció en él a Akakiy Akakievich. El rostro del funcionario estaba pálido como la nieve, y su mirada era totalmente la de un difunto. Pero el terror de la «alta personalidad» llegó a su paroxismo cuando vio que la boca del muerto se contraía convulsivamente exhalando un olor de tumba y le dirigía las siguientes palabras:

-¡Ah! ¡Por fin te tengo!... ¡Por fin te he cogido por el cuello! ¡Quiero tu abrigo! No quisiste preocuparte por el mío y hasta me insultaste. ¡Pues bien: dame ahora el tuyo!

La pobre «alta personalidad» por poco se muere. Aunque era firme de carácter en la cancillería y en general para con los subalternos, y a pesar de que al ver su aspecto viril y su gallarda figura, no se podía por menos de exclamar: «¡Vaya un carácter!», nuestro hombre, lo mismo que mucha gente de figura gigantesca, se asustó tanto, que no sin razón temió que le diese un ataque. Él mismo se quitó rápidamente el abrigo y gritó al cochero, con una voz que parecía la de un extraño:

-¡A casa, a toda prisa!

El cochero, al oír esta voz que se dirigía a él generalmente en momentos decisivos, y que solía ser acompañado de algo más efectivo, encogió la cabeza entre los hombros para mayor seguridad, agitó el látigo y lanzó los caballos a toda velocidad. A los seis minutos escasos la «alta personalidad» ya estaba delante del portal de su casa.

Pálido, asustado y sin abrigo había vuelto a su casa, en vez de haber ido a la de Carolina Ivanovna. A duras penas consiguió llegar hasta su habitación y pasó una noche tan intranquila, que a la mañana siguiente, a la hora del té, le dijo su hija:

-¡Qué pálido estás, papá!

Pero papá guardaba silencio y a nadie dijo una palabra de lo que le había sucedido, ni en dónde había estado, ni adónde se había dirigido en coche. Sin embargo, este episodio le impresionó fuertemente, y ya rara vez decía a los subalternos: «¿Se da usted cuenta de quién tiene delante?» Y si así sucedía, nunca era sin haber oído antes de lo que se trataba. Pero lo más curioso es que a partir de aquel día ya no se apareció el fantasma del difunto empleado. Por lo visto, el abrigo del general le había venido justo a la medida. De todas formas, no se oyó hablar más de abrigos arrancados de los hombros de los transeúntes.

Sin embargo, hubo unas personas exaltadas e inquietas que no quisieron tranquilizarse y contaban que el espectro del difunto empleado seguía apareciéndose en los barrios apartados de la ciudad. Y, en efecto, un guardia del barrio de Kolomna vio con sus propios ojos asomarse el fantasma por detrás de su casa. Pero como era algo débil desde su nacimiento -en cierta ocasión un cerdo ordinario, ya completamente desarrollado, que se había escapado de una casa particular, le derribó, provocando así las risas de los cocheros que le rodeaban y a quienes pidió después, como compensación por la burla de que fue objeto, unos centavos para tabaco-, como decimos, pues, era muy débil y no se atrevió a detenerlo. Se contentó con seguirlo en la oscuridad hasta que aquel volvió de repente la cabeza y le preguntó:

-¿Qué deseas? -y le enseñó un puño de esos que no se dan entre las personas vivas.
-Nada -replicó el guardia, y no tardó en dar media vuelta.

El fantasma era, no obstante, mucho más alto y tenía bigotes inmensos. A grandes pasos se dirigió al puente Obuko, desapareciendo en las tinieblas de la noche.


El sueño de las manos rojas. Bram Stoker (1847-1912)

Lo primero que oí acerca de Jacob Settle fue una sencilla afirmación que describía su carácter: “Es un tipo triste.” Sin embargo, más tarde me di cuenta de que esa opinión sólo expresaba lo que sus compañeros de trabajo pensaban de él. En aquellas palabras había cierto grado de intolerancia; les faltaba el lado positivo que toda opinión que se precie debe tener y que sitúa a la persona en la justa medida de la estima social. Pero había algo que no encajaba con el aspecto del personaje. Esto me dio que pensar y, poco a poco, y a medida que fui conociendo cada vez más el lugar y a sus compañeros de trabajo, fue creciendo mi interés por él. Supe que siempre estaba haciendo favores que podía cumplir y que en todo momento se dejaba guiar por la previsión, la paciencia y el autocontrol, verdaderos valores de la vida. Las mujeres y los niños confiaban ciegamente en él pero, por extraño que parezca, él los evitaba, salvo cuando alguien estaba enfermo; entonces, aparecía tímido y desgarbado para ofrecer su ayuda.

Llevaba una vida muy solitaria. Él mismo se hacía las cosas de casa. Vivía en una pequeña casa de campo, lo más parecida a una cabaña, de una sola habitación y alejada del mundo, en los límites del páramo. Su existencia parecía tan triste y solitaria que me entraron ganas de animarla. Me decidí a ello un día que nos encontramos ayudando a incorporarse a un chico herido, con el que choqué accidentalmente. Fue entonces cuando me ofrecí a prestarle unos libros. Él aceptó de buen grado y, al separarnos, ya al amanecer, sentí que entre nosotros había surgido cierto grado de confianza.

Los libros me los devolvía siempre en perfecto estado y en la fecha convenida y, con el tiempo, Jacob Settle y yo llegamos a ser buenos amigos. Una o dos veces que me decidí a cruzar el páramo en domingo, me reuní con él, pero noté que no se encontraba a gusto ni relajado, por lo que no supe si debía volver a verle o no. Lo que sí sabía es que él nunca vendría a visitarme a mí bajo ninguna circunstancia. Una tarde de domingo, regresaba yo de dar un largo paseo por el páramo y, al pasar por la cabaña de Settle, me detuve en la puerta y pregunté: “¿Qué tal está?” Como la puerta estaba cerrada, pensé que había salido. Aun así, y para guardar las formas o por simple costumbre, llamé sin esperar respuesta. Para mi sorpresa, oí una débil voz que provenía de dentro, aunque no pude descifrar lo que decía. Entré y me encontré a Jacob medio desnudo y tendido en la cama. Estaba pálido como la muerte. Las gotas de sudor le caían por el rostro. Sus manos se aferraban inconscientemente a las sábanas, del mismo modo que un hombre que se está ahogando se agarra a lo primero que encuentra. Al verme entrar, trató de incorporarse con una expresión salvaje en los ojos; los tenía muy abiertos y miraban como si algo horrible hubiese sucedido. Cuando me reconoció, volvió a tumbarse con un contenido sollozo de alivio y cerró los ojos. Permanecí de pie junto a él apenas un instante mientras jadeaba.

Entonces, abrió los ojos y me miró con una expresión de desesperación tal que, tan cierto como que estoy vivo, mejor habría sido no ver aquella mirada de terror. Me senté a su lado y le pregunté cómo se encontraba. Al principio, sólo decía que no estaba enfermo pero, entonces, después de examinarme, se incorporó apoyándose en el codo y dijo:

—Se lo agradezco, señor, le estoy diciendo la verdad. No estoy enfermo, lo que entendemos comúnmente por enfermedad, aunque sólo Dios sabe si hay peor enfermedad que la que conocen los médicos. Le contaré lo que me ocurre porque usted ha sido muy amable conmigo. Confío en que nunca se lo mencionará a nadie pues, de hacerlo, sería terrible para mí. Estoy viviendo una auténtica pesadilla.
—¿Una pesadilla? —dije con intención de animarle—. Los sueños desaparecen con la luz, incluso cuando uno despierta.

Entonces, dejé de hablar porque, antes de que pudiera decir nada más, vi la respuesta en su mirada.

—¡No, no! Eso es lo que le sucede a la gente que vive en paz y rodeada de sus seres queridos, pero es mil veces peor para los que tenemos que vivir solos. ¿Qué alegría puedo encontrar aquí cuando me despierto en medio del silencio de la noche, rodeado por este vasto páramo, lleno de voces y rostros que hacen de mi despertar una pesadilla peor que la de mis propios sueños? Usted, no tiene un pasado que le envía sus legiones en la oscuridad y en el vacío. Le ruego a Dios que nunca le ocurra.

A medida que hablaba, me di cuenta de que estaba tan seguro de sus palabras que decidí olvidarme de mi crítica. Sentí que me encontraba en presencia de una influencia que yo mismo era incapaz de comprender. No sabía qué más decirle pero, para alivio mío, continuó hablando:

—He soñado con ello las dos últimas noches. La primera noche fue bastante intenso, pero logré superarlo. Sin embargo, en la última, el temor fue casi peor que el propio sueño porque, cuando éste llegó, acabó con el recuerdo de otros momentos de dolor. Permanecí despierto justo hasta antes de que empezara a amanecer. Después, la pesadilla volvió y, desde entonces, he sentido tal angustia que he creído morir y con ella he sido presa de todos los temores que me acechan esta noche. Antes de que hubiese terminado la frase, mi mente se había repuesto lo suficiente como para darle algunas palabras de aliento:
 —Intente irse a dormir esta noche un poco más temprano, antes de que anochezca. Le aseguro que descansar le vendrá bien. A partir de hoy ya no volverá a tener más pesadillas.

Movió la cabeza resignado. Estuve un poco más a su lado y, después, le dejé solo. Cuando llegué a casa, preparé mis cosas. Había decidido pasar con Jacob Settle su vigilia en la cabaña del páramo. Pensé que si conseguía dormirse antes de la puesta de sol, se despertaría antes de medianoche y, entonces, justo cuando las campanas de la ciudad diesen las once, yo estaría apostado justo a su puerta con una bolsa con la cena, un termo grande, un par de velas y un libro. La luna brillaba e inundaba todo el páramo con una luz tan intensa que parecía de día. De repente, cruzaron el cielo unas nubes negras, que crearon una oscuridad casi tangible. Abrí la puerta con cuidado y entré sin despertar a Jacob. Dormía boca arriba y pude ver su rostro lívido. Estaba bañado en sudor. Intenté imaginar qué visiones estarían pasando por aquellos ojos cerrados, visiones capaces de llevar consigo el sufrimiento y el dolor que se plasmaban en aquel rostro. No pude hacerme a la idea, y esperé a que se despertara. Fue algo tan repentino y extraño que me estremecí. Mientras se incorporaba y volvía a echarse hacia atrás, de sus labios blanquecinos salió un gemido cavernoso que no debía de ser sino el final de una serie de pensamientos que le habían invadido con anterioridad.

—Si está soñando, debe de ser con algo terrible. ¿Cuál puede ser ese suceso desgraciado del que me habló? —pensé para mis adentros.

Mientras me detenía en este pensamiento, Jacob se dio cuenta de mi presencia. Me sorprendió que no dudase si se encontraba dormido o despierto, tal y como suele sucedemos recién despertados. Con un grito de alegría, me agarró la mano entre las suyas, húmedas y temblorosas, como un chiquillo atemorizado agarra a alguien a quien ama. Intenté tranquilizarle:

—Ya está, ya está, no pasa nada. He venido para estar con usted, juntos intentaremos luchar contra ese maldito sueño.

De repente, me soltó la mano. Se dejó caer en la cama y se cubrió los ojos con las manos.

—¿Enfrentarnos a ese maldito sueño? ¡No, señor, no! Ninguna fuerza mortal puede enfrentarse a este sueño que proviene de Dios y arde aquí —dijo mientras se golpeaba la frente. A continuación, siguió hablando:
—Es el mismo sueño, siempre el mismo, cada vez más fuerte. Me tortura una y otra vez.
—¿Con qué sueña? —le pregunté creyendo que hablar de ello podría aliviarle.

Se apartó de mí y, tras una larga pausa, dijo:

—No, creo que es mejor no contárselo. Puede que no vuelva a soñar.

Estaba claro que ocultaba algo, algo que se escondía en el sueño.

—Está bien. Espero que no sueñe más pero, si vuelve de nuevo, prometa contármelo, ¿de acuerdo? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque creo que hablar de ello puede servirle de ayuda. Me contestó con solemnidad:
—No se preocupe. Si vuelvo a soñar, le prometo que se lo contaré todo.

Intenté distraerle con cosas más mundanas. Preparé la cena y la compartí con él, incluido el contenido del termo. Después de un rato, se tranquilizó. Me encendí un puro, le di otro a él, y fumamos durante una hora y hablamos de muchos temas. Poco a poco la placidez que sentía su cuerpo se adueñó de su mente, y pude ver cómo las dulces manos del sueño le acariciaban los párpados. También él las sintió. Me dijo que se sentía mejor y que podía dejarle e irme tranquilo, pero le dije que iba a esperar a que amaneciera. Encendí la otra vela y empecé a leer, mientras él se quedaba dormido. Poco a poco me fui ensimismando de tal forma en la lectura que casi se me caía el libro de las manos. Miré y comprobé que Jacob seguía dormido. Me agradó ver en su rostro una expresión de felicidad poco habitual, mientras parecía que sus labios pronunciaban palabras mudas. Regresé de nuevo a la lectura, y me volví a despertar aterrado por una voz que procedía de la cama que estaba junto a mí.

—¡Con esas manos ensangrentadas no, nunca, nunca!

Le miré y me di cuenta de que seguía dormido. Sin embargo, se despertó al instante y no pareció sorprenderse de verme. De nuevo había en él esa extraña indiferencia. Entonces, le dije:

—Settle, cuénteme su sueño. Puede hablar sin miedo. No contaré nada. Mientras vivamos los dos, jamás contaré lo que va a decirme.
—Prometí que se lo contaría, pero es mejor que conozca antes la historia. Así podrá comprenderlo mejor. En mi juventud, fui profesor. Trabajaba en una escuela en una pequeña ciudad del Suroeste de Inglaterra. No hace falta mencionar su nombre. Es mejor que no. Me prometí en matrimonio con una joven a la que amaba y casi adoraba.

Pero ocurrió lo de siempre. Mientras esperábamos el momento en que pudiésemos tener una casa donde vivir juntos, apareció otro hombre. Tenía casi los mismos años que yo. Era elegante y amable. Tenía todos los atractivos que adoran las mujeres de nuestra clase. Mientras yo estaba trabajando en la escuela, él iba a pescar y ella se encontraba con él. Intenté convencerla, incluso llegué a implorarle que le dejase. Le prometí casarme con ella enseguida y marcharnos de allí, comenzar una nueva vida en un lugar diferente. Pero jamás habría escuchado nada de lo que yo le hubiera dicho. Estaba perdidamente enamorada de él.

A continuación, decidí hablar con aquel hombre para que la tratara bien. Pensé que la quería y que no habría posibilidad alguna de convencerle. Me dirigí a donde sabía que podría encontrarme con él a solas, y mis temores se confirmaron.

Jacob Settle tuvo que hacer una pausa; parecía como si tuviera algo que le molestara en la garganta. Casi jadeaba al respirar. Después continuó:

—Señor, pongo a Dios por testigo, juro por Dios que no me movía ningún pensamiento egoísta. Amaba tanto a mi querida Mabel que me conformaba con sólo una parte de su amor. Había pensado demasiado en mi desgracia como para no darme cuenta de que no tenía nada que hacer. Aquel hombre se comportó de forma insolente conmigo. Usted, señor, que es un caballero, tal vez no sepa lo humillante que puede llegar a ser la insolencia de alguien que se cree superior a ti. Pero conseguí soportarlo. Le supliqué que tratase bien a la joven. Le advertí que si lo que buscaba era simplemente diversión, no iba a conseguir sino romperle el corazón.

No me preocupaba que ella no le quisiera ni que sufriera. No quería que fuese desgraciada. Pero cuando le pregunté cuándo pensaba casarse con ella, su risa me hizo perder los nervios. Le dije que no me iba a cruzar de brazos para ver cómo mi amada era infeliz. Él también se enfureció y, en su furia, dijo tales crueldades de ella que juré que no iba permitir que siguiera vivo para hacerle daño a mi amada. Sólo Dios sabe cómo ocurrió. En esos momentos de ofuscación es difícil recordar cómo se pasa de las palabras a las manos. De repente, me encontré de pie junto a su cadáver. Tenía las manos manchadas del color carmesí de la sangre que le brotaba del cuello roto. Estábamos solos. Él era forastero, ningún familiar le buscaría. Sus huesos deben de estar aún en la represa del río donde lo arrojé. Su ausencia no levantó sospechas. Nadie preguntó por él, excepto mi pobre Mabel, pero no se atrevió a hablar. Mis esfuerzos no valieron de nada. Tras ausentarme durante unos meses, no podía seguir viviendo en aquel lugar, comprendí que la vergüenza había sido la causa de su muerte. Hasta la fecha pensaba que con aquel acto terrible había conseguido salvar su futuro pero, cuando supe que había llegado demasiado tarde y que mi pobre amada estaba manchada con el pecado de aquel hombre, me invadió un sentimiento de culpabilidad tal que no pude sobrellevarlo.

Señor, usted, que nunca ha cometido un pecado como aquél, no sabe lo que es cargar con ello. Quizá piense que la rutina puede hacerlo más llevadero, pero no es así. Crece y crece con cada hora que pasa, hasta que se hace insoportable.

Y con él crece también la seguridad de que ya no hay sitio para mí en el Cielo. Usted no sabe lo que es sentir esto, y le pido a Dios que nunca llegue a sentirlo. Los hombres normales, para los que todo es posible, no suelen pensar en el Cielo. Para ellos el Cielo no es más que una palabra, nada más. Se sienten satisfechos con esperar y dejar que las cosas sigan su curso. Pero para los que estamos condenados a quedarnos fuera para siempre, no puede imaginarse lo que significa, no puede adivinar el eterno deseo de ver las puertas abiertas y de acompañar a las figuras blancas que hay dentro. Ése es mi sueño. Veo la entrada delante de mí. Tiene unas enormes puertas de acero, con unos barrotes del grosor de un mástil, que se alzan hasta las mismísimas nubes. Los barrotes están tan juntos unos de otros que entre ellos sólo se alcanza a ver una gruta de cristal, en cuyos brillantes muros están talladas muchas figuras con vestiduras blancas cuyos rostros irradian alegría. Cuando estoy frente a la puerta, mi corazón y mi alma se encuentran tan extasiados y tan llenos de deseo que me olvido de todo. Y allí, junto a la puerta, hay dos poderosos ángeles que agitan sus alas con una mirada terriblemente grave. Cada uno de ellos sostiene en una mano una espada llameante y en la otra lleva un manojo de llaves que mueve suavemente de un lado a otro. Más cerca hay unas figuras cubiertas de negro, con la cabeza tapada por completo, sólo se les ven los ojos. A todo aquel que llega le dan unas vestiduras blancas como las que llevan los ángeles. Un suave murmullo anuncia que todos deben ponerse la túnica, que no deben mancharla o, de lo contrario, los ángeles no les dejarán pasar y les golpearán con las espadas. Yo estoy ansioso por ponerme mi túnica; rápidamente me la echo por encima y voy corriendo hacia la puerta. No se mueve. Los ángeles abren la cerradura y señalan mi túnica. Yo miro hacia abajo y me horrorizo al verla toda ella manchada de sangre.

Mis manos están rojas, brillan con la sangre que gotea de ellas, igual que ocurrió aquel día en la ribera del río. Y, entonces, los ángeles alzan sus ardientes espadas para acabar conmigo. Me invade un terror enorme y me despierto. Una y otra vez, este sueño regresa una y otra vez. Nunca aprendo del sueño anterior, nunca lo recuerdo. Al empezar a soñar, la esperanza siempre está ahí presente para hacer que el final sea cada vez más cruel. Sé que este sueño no viene de la oscuridad de la que provienen el resto de los sueños, Dios me lo envía como castigo. Nunca, nunca seré capaz de atravesar la puerta. La mancha de mi túnica siempre vendrá de estas manos asesinas.

Escuché medio hechizado las palabras de Jacob Settle. Había algo extraño en el tono de su voz, algo tan místico y ensoñador en sus ojos que me atravesaban como un espíritu del más allá, algo tan solemne en su acento y en tan marcado contraste con su ropa raída y la pobreza que le rodeaba que llegué a pensar que todo aquello no era más que un sueño.

Permanecimos en silencio durante mucho tiempo. Con creciente asombro, continué observando a aquel hombre que tenía frente a mí. Ahora que me había confesado su secreto, su alma, que había vuelto a la realidad, parecía erigirse de nuevo con renovada fuerza. Cualquiera se hubiera horrorizado con su historia pero, aunque resulte extraño decirlo, yo no lo estaba. No es agradable en absoluto escuchar la confesión de un asesino, pero este pobre hombre parecía no sólo haberse visto llevado a ello, sino tan arrepentido que yo no me sentía capaz de juzgarle. Quería tranquilizarle, así que le hablé con toda la calma de que fui capaz, aunque mi corazón latía con fuerza.

—No desespere, Jacob Settle. Dios es bueno y misericordioso. Viva con la esperanza de que algún día se sentirá liberado del pasado.

A continuación, me callé porque me di cuenta de que el sueño, un sueño natural esta vez, se aproximaba sigilosamente hacia él.

—Váyase a dormir —le dije—. Me quedaré aquí con usted y no tendrá más pesadillas esta noche.

Hizo un esfuerzo por calmarse y me contestó:

—No sé cómo agradecerle lo bueno que es conmigo, pero creo que es mejor que me deje a solas. Intentaré dormir. Es como si el habérselo contado todo me hubiera quitado un peso de encima. Debo luchar yo solo por mi vida.
—Me iré, si es lo que desea —le contesté—, pero deje que le dé un consejo: no viva tan solo. Vaya a donde haya otros hombres y mujeres. Viva entre ellos. Comparta sus alegrías y tristezas, eso le ayudará a olvidar. Esta soledad le hará enloquecer.
—Le haré caso ——contestó ya medio inconsciente mientras el sueño se adueñaba de él.

Me volví para marcharme y él me siguió con la mirada. Toqué el cerrojo de la puerta, lo solté y me dirigí de nuevo a la cama. Le tendí la mano; él la estrechó entre las suyas mientras se incorporaba. Entonces, le di las buenas noches e, intentando animarle, le dije:

—Valor, hombre, valor. Quedan muchas cosas por hacer en este mundo, Jacob Settle. Algún día podrá vestir esa túnica blanca y atravesará la puerta de acero.

A continuación, le dejé solo. Una semana después me encontré su cabaña vacía. Pregunté en la fábrica y me dijeron que se había marchado al Norte, aunque nadie supo decirme exactamente adonde.

Dos años más tarde, disfrutaba yo de unos días en Glasgow en compañía de mi amigo el doctor Munro. El doctor era un hombre muy ocupado y no disponía de mucho tiempo libre para estar conmigo, así que yo me pasaba el día haciendo excursiones a los Trossachs, a Loch Katrine y a El Clyde.

El segundo día de estar allí, regresé un poco más tarde de lo habitual, pero mi anfitrión tampoco estaba en casa. La criada me dijo que le habían llamado del hospital por un accidente ocurrido en las obras de la conducción del gas y que la cena se posponía una hora. Le dije que daría un paseo y que iba a buscar a su señor. Ambos regresaríamos juntos. Me encontré con él en el hospital lavándose las manos para regresar a casa.

Le pregunté cuál había sido el motivo del accidente.

—¡Lo de siempre! Una cuerda podrida y, sin más explicación, unos hombres pierden la vida. Dos hombres estaban trabajando en el gasómetro, cuando la cuerda que sostenía el andamiaje se partió. Debió de ocurrir justo antes de la hora de la cena, porque nadie se dio cuenta de que faltaban hasta que volvieron al trabajo. En el gasómetro había más de siete pies de agua. Tuvo que ser muy duro, pobre gente. Uno de ellos estaba vivo, pero nos costó mucho sacarlo. Parecía como si le debiera la vida a su compañero, nunca he visto nada tan heroico. Nadaron juntos mientras les quedaban fuerzas pero, al final, estaban tan agotados que, a pesar de las luces que tenían por encima y de los hombres que bajaron con cuerdas, no pudieron salvarse. Uno de ellos se puso de pie sobre el fondo y alzó a su compañero por encima de su cabeza. Ese esfuerzo le llevó a la muerte. Fue horrible cuando los sacaron. El agua, mezclada con el gas y el alquitrán, tenía el aspecto de un tinte de color morado. Parecía como si el hombre que estaba más arriba estuviera bañado en sangre. ¡Puuag!
—¿Y el otro?
—Ése estaba aún peor, pero debió de ser un gran compañero. La lucha bajo el agua tuvo que ser espantosa. No había más que ver cómo le chorreaba la sangre por las extremidades. Al mirarle, parecía como si tuviera estigmas. Estoy seguro de que el valor de ese hombre podría haber cambiado el mundo por completo. Con él se abrirían las puertas del Cielo. Mira esto. No es que sea muy agradable, sobre todo antes de cenar, pero eres escritor y se trata de un caso extraño. Hay algo que no puedes perderte, casi seguro que nunca vas a ver algo parecido.

Mientras hablaba, me llevó hacia el depósito de cadáveres del hospital. En el ataúd había un cuerpo cubierto con una sábana blanca, que lo envolvía.

—Parece una crisálida, ¿verdad? Jack, si alguna vez el alma del ser humano se ha representado como una mariposa, la que ha salido de esta crisálida debe de ser muy hermosa y sus alas deben de tener todos los colores del arco iris. ¡Mira!

Y descubrió el rostro del cadáver. Era horrible, parecía como si estuviera teñido de sangre. Pero le reconocí enseguida. ¡Era Jacob Settle!

Mi amigo tiró de la sábana hacia atrás. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho púrpura, como si alguien de buen corazón se hubiera preocupado en colocárselas así. Cuando las vi, mi corazón empezó a latir con fuerza y se me vino a la mente aquel sueño suyo tan terrible. Aquellas valientes manos estaban inmaculadas, no tenían ni el más mínimo rastro de tinte.

De alguna manera, mientras le miraba, supe que el maldito sueño había terminado para siempre. Aquella alma noble había encontrado la forma de cruzar la puerta. Las manos, apoyadas en la túnica blanca que le cubría, estaban limpias de culpa.