lunes, 22 de julio de 2024

Un asunto de otro tiempo. John Galsworthy (1867-1933)

Cuando en el verano de 1921 Hubert Marsland, el paisajista, regresaba de pasar el día haciendo bosquejos junto al río, tuvo que detener su coche de dos plazas a unas diez millas de Londres para una pequeña reparación; y, mientras lo arreglaban, se alejó del taller para echar un vistazo a la casa donde solía pasar sus vacaciones cuando era niño. Después de franquear una verja y de dejar a su izquierda una gravera, llegó en seguida ante la casa, que se alzaba en medio del jardín. ¡Cuánto había cambiado! Resultaba más pretenciosa y menos acogedora que cuando sus tíos vivían allí, y él jugaba al cricket en el terreno de enfrente, que parecía haberse convertido en un campo de golf. Era tarde... hora de cenar, y, como no vio a ningún jugador, se adentró en el campo y empezó a reconocer sus rincones. Allí debía de haber estado la vieja caseta. Y un poco más lejos, aún cubierto de césped, el lugar donde había bateado tan bien la pelota y, después de marcar trece puntos, había terminado su turno, el último del equipo, sin ser eliminado. Hacía treinta y nueve años, el día que cumplía dieciséis. ¡Con qué claridad recordaba sus nuevas espinilleras! A. P. Lucas había jugado contra ellos y sólo había marcado treinta y dos; en aquellos días todos copiaban su estilo: el pie delante del bate, un poco hacia fuera, con elegancia; algo que ya no se veía, afortunadamente... ¡puede uno sacrificar tanto en aras del estilo! Ahora, sin embargo, se tendía a lo contrario; el estilo era quizá algo totalmente pasado de moda...

Retrocedió hacia el sol y se sentó en la hierba. ¡Qué paz! ¡Cuánta quietud! La neblina que cubría las lejanas colinas resultaba visible entre la antigua casa de su tío y la vivienda vecina. Y en el lado opuesto estaba el grupo de olmos, tras los que se pondría el sol como en los viejos tiempos. Hundió la palma de las manos en el césped. Un verano maravilloso... muy parecido a aquel otro verano de su adolescencia. Y la calidez de la hierba, o tal vez del pasado, se apoderó de su corazón y sintió cómo le invadía la nostalgia. Debía de haberse sentado en aquel mismo lugar después de su turno de lanzamiento, junto a los pies de la señora Monteith, que asomaban por debajo de un vestido de volantes. ¡Dios mío! ¡Qué necios eran los jóvenes! Y ¡cuán precipitados e imprudentes sus afectos! Un poco de dulzura en una voz o en una mirada, una sonrisa, un pequeño roce o dos, ¡y ya eran unos esclavos! Necios, pero también generosos. Y, detrás de la silla de la señora Monteith, podía ver con claridad al capitán MacKay, ese otro ídolo, con su rostro de color marfil oscuro (exactamente igual que aquel colmillo de elefante de su tío, que con el tiempo se había vuelto tan amarillo), su soberbio bigote negro, su corbata blanca, traje de cuadros, clavel en la solapa, polainas cortas, bastón de Malaca... ¡todo tan fascinante! La señora Monteith, «la separada», ¡así la llamaban! Recordaba el modo en que la gente la miraba, el tono de sus voces. ¡Y era tan hermosa! Se había enamorado de ella a primera vista... de su perfume, de su voz, de su elegancia. Y aquel día en el río, cuando ella le hizo tanto caso, y el capitán MacKay estuvo tan pendiente de Evelyn Curtiss que todos pensaron que iba a declararse. ¡Qué época tan extraña! Entonces empleaban la palabra «cortejar», y vestían faldas amplias y corsés muy, altos; y él llevaba un cinturón elástico de color azul alrededor de su cintura de franela blanca. Y aquella noche su tía le había dicho, con una sonrisa maliciosa: «¡Buenas noches, tontuelo!». Y la verdad es que lo era, con aquella flor que la señora Monteith había dejado caer al suelo entre su mejilla y la almohada. ¡Qué locura! Y el domingo siguiente... deseando ir a la iglesia... cepillando con fervor su sombrero de copa; había pasado todo el servicio espiando su pálido perfil, dos bancos delante de él, a la izquierda, entre su tío Hallgrave, un anciano con barba de chivo, y su gorda y sonrosada tía de pelo blanco; ideando cómo acercarse a ella cuando saliera, indeciso, acecharte, sin conseguir más que una sonrisa y el frufrú de sus volantes. ¡Ay! ¡El menor detalle significaba tanto en aquella época! Y su último día de vacaciones... la noche en que por primera vez entrevió la realidad. ¿Quién dijo que la era victoriana estuvo llena de inocencia?

Marsland se llevó la mano a la mejilla. ¡No, el relente todavía no se notaba! Y, de igual modo que un hombre remueve y sacude el heno para airearlo, sintió que algo se removía en su interior y sacudía los recuerdos de otras mujeres; pero nada despertaba en él un sentimiento parecido a aquella primera experiencia.

¡El baile de su tía! Su primer chaleco blanco, comprado ad hoc en la sastrería local; la corbata con la que trataba de emular a su héroe, el capitán MacKay. Se acordaba tan bien de todos los detalles en medio de aquella paz: la expectación, el tímido y discreto nerviosismo, la petición de un baile con voz entrecortada, el nombre de la señora Monteith escrito dos veces en su pequeña libreta de bordes dorados con el diminuto lápiz blanco con borlas; la lentitud con que ella movía el abanico, su sonrisa... Y el primer baile; su infinito cuidado para no pisar las puntas de sus zapatos de satén blanco; la emoción cuando el brazo de ella apretaba el suyo en medio del tumulto... Qué grande su embeleso, especialmente en la primera parte de la velada, cuando todavía le quedaba otro baile. ¡Si hubiera podido hacerla girar en ambos sentidos, como su héroe el capitán MacKay! Su exaltación fue en aumento al acercarse el segundo baile, lo que le hizo despedirse bruscamente de su pareja. Recordaba con claridad el frescor del aire y el aroma de la hierba en la oscura terraza, el zumbido de los abejorros, la asombrosa altura de los álamos a la luz de las estrellas... y el cuidadoso arreglo de su corbata y chaleco, la vigilante limpieza del sudor de su rostro. Un respiro hondo, y entrar en la casa a buscarla. El salón de baile, el comedor, las escaleras, la biblioteca, la sala de billar, y todo en vano... Los músicos seguían tocando el vals Estudiantina, y él vagando por las habitaciones con su chaleco blanco, como un joven fantasma. ¡Ah, el invernadero! ¡Cómo corrió hacia allí! Y luego aquel instante del que seguía guardando, incluso ahora, una impresión borrosa, muy confusa. El sonido de voces ahogadas entre las flores: «La he visto», «¿Quién era el hombre?». La visión momentánea de un rostro de color marfil, de un bigote negro. Y entonces la voz de ella: «¡Hubert!»; y una mano febril cogiendo la suya, acercándolo a ella; su perfume, su sonrisa forzada. Cuchicheos detrás de las flores, aquella gente espiando; y, súbitamente, los labios de ella en su mejilla, el beso resonando en sus oídos, su voz exclamando con dulzura: «¡Hubert, querido muchacho!». Los susurros disminuyeron, cesaron. ¡Qué minuto tan largo y silencioso entre los helechos y las flores, en aquella penumbra, con el semblante de ella junto al suyo... pálido, inquieto, antes de ser conducido nuevamente a la luz, comprendiendo poco a poco que ella le había utilizado. Un muchacho... demasiado joven para ser su amante, ¡pero no para salvar su reputación y la del capitán MacKay! El beso de ella... el último de muchos... pero no en sus labios, en sus mejillas. ¡Qué duro había sido darse cuenta del engaño! Besar a un muchacho... sin importancia... un muchacho que, al día siguiente, volvería al colegio, ¡para que él y ella pudieran reanudar su relación libres de sospecha!

Después de ver su amor cubierto de fango, ¿cómo se había comportado el resto de la velada? Apenas lo recordaba. ¡Traicionado con un beso! ¡Dos ídolos caídos! ¿Acaso se preocuparon ellos de lo que él sentía? En absoluto. ¡Su única inquietud fue servirse de él para ocultar sus relaciones! Sin embargo, no sé por qué motivo... él nunca había dado a entender a la señora Monteith que lo sabía. Sólo cuando terminaron de bailar y alguien vino en busca de ella, huyó a su pequeño dormitorio, se arrancó los guantes, el chaleco; luego se tendió en la cama y le asaltaron amargos pensamientos. ¡Le había llamado muchacho! Y siguió allí, con el runrún de la música en sus oídos, hasta que finalmente se fue desvaneciendo, los carruajes se marcharon y la noche quedó en silencio.

Poniéndose en cuclillas sobre la hierba, todavía tibia y seca, Marsland se frotó las rodillas. ¡Nada tan generoso como un muchacho! Con una pequeña sonrisa, se acordó de su tía al día siguiente, y de la mezcla de ironía y de inquietud con que ésta le había dicho: «No está bien, querido, sentarse en rincones oscuros y.. bueno, es posible que la culpa no fuera tuya, pero, a pesar de todo, no está bien... no está nada...». Y cómo se había detenido de pronto, contemplando el rostro de su sobrino, mientras los labios de éste anunciaban su primera risa sarcástica. Su tía jamás le había perdonado aquella reacción. ¿Le habría creído un joven y cínico Lotario*? Y Marsland pensó: «¡Vivir para ver!». ¿Qué habría sido de los dos? ¡La era victoriana! Sabían cubrirse las espaldas, pero hablar de inocencia! ¡Habrase visto!

¡Ah! El sol estaba a punto de ocultarse y se sentía el relente. Hubert se levantó, frotándose las rodillas para quitarse el entumecimiento. Más allá, en el bosque, las palomas zureaban. Una ventana de la antigua casa de su tío brillaba como una joya entre los álamos, bajo los últimos rayos de sol. ¡Ah! ¡Aquel insignificante asunto de otro tiempo!


La aureola equivocada. Henry Kuttner (1915-1958)

Apenas se podría culpar al ángel más joven por el error. Le habían dado una aureola flamante y brillosa, y le habían señalado el planeta en cuestión. Él había obedecido incondicionalmente, muy orgulloso de la responsabilidad. Era la primera vez que al ángel más joven le encomendaban otorgar la santidad a un humano. Así que descendió a la Tierra, localizó el Asia y se detuvo ante la boca de una caverna que bostezaba en la ladera de un pico del Himalaya. Entró en la caverna, el corazón desbocado de excitación, dispuesto a materializarse y dar al lama sagrado la bien ganada recompensa. Durante diez años el asceta tibetano Kai Yung había permanecido inmóvil, pensando pensamientos sagrados. Durante más de diez años había vivido en la cúspide de una columna, sumándose más méritos. Y en la última década había vivido como ermitaño en esta caverna, desdeñando las cosas mundanas.
El ángel más joven cruzó el umbral y se detuvo con un jadeo de asombro. Obviamente se había equivocado de lugar. Un abrumador aroma a sake fragante le penetró las fosas nasales, y miró azorado al hombrecillo marchito y borracho que se acuclillaba feliz junto al fuego mientras asaba un trozo de carne de cabra. ¡Un antro de iniquidad! Naturalmente, el ángel más joven, que conocía poco de las cosas del mundo, no podía entender qué había despojado al lama de la gracia. El gran cuenco de sake que alguien había dejado ante la boca de la caverna con equívoca piedad era una ofrenda. El lama había probado, y había vuelto a probar. Y a esta altura por cierto ya no era un candidato apropiado para la santidad. El ángel más joven titubeó. Las instrucciones eran explícitas. Pero sin duda este réprobo borracho no podía ser el destinatario de una aureola. El lama hipó ruidosamente y tomó otro tazón de sake, lo cual terminó de decidir al ángel, que desplegó las alas y se marchó con aire de dignidad ofendida. Ahora bien, en un estado del Medio Oeste de Estados Unidos hay un pueblo llamado Tibbett. ¿Quién puede culpar al ángel de descender allí y descubrir, tras una breve búsqueda, a un hombre aparentemente apto para la santidad, cuyo nombre, según lo declaraba la puerta de su pequeño hogar suburbano, era K. Young?

—Habré entendido mal —pensó el ángel más joven—. Dijeron que era Kai Yung. Pero este es Tibbett, sin duda. El debe ser el hombre. En todo caso, parece bastante puro. Bien, allá va. Veamos, ¿dónde está esa aureola?

El señor Young estaba sentado en el borde de la cama, la cabeza gacha, pensando. Un espectáculo deprimente. Al fin se levantó y se vistió. Luego se afeitó y lavó y peinó y bajó las escaleras para desayunar. Jill Young, su esposa, estaba sentada leyendo el diario y bebiendo zumo de naranjas. Era una mujer menuda, bastante joven y muy bonita, que había renunciado a comprender la vida hacía mucho tiempo. Había llegado a la conclusión de que era excesivamente complicada; continuamente ocurrían cosas raras. Lo mejor era hacer de espectador y dejarlas suceder. Como resultado de su actitud, conservaba la hermosa cara sin arrugas y añadía numerosas canas a la cabeza del marido. Enseguida habrá más referencias a la cabeza del señor Young. Desde luego, había sido transfigurada durante la noche. Pero todavía no lo había advertido, y Jill bebía zumo de naranjas y aprobaba plácidamente el sombrero estrafalario de un aviso comercial.

—Hola, Roña —dijo Young—. Buenos días.
No se dirigía a la esposa. Un scotch terrier pequeño e impulsivo acababa de aparecer y correteaba histéricamente alrededor de los pies del amo, y cuando el hombre le tiraba de las orejas peludas caía en ataques de locura absoluta. El impulsivo animal inclinó la cabeza sobre la alfombra y patinó por la habitación apoyado en el hocico, soltando sofocados chillidos de placer. Cuando por fin se hartó de esto, el scotch terrier, que se llamaba Roña McFastidio, se puso a chocar la cabeza contra el suelo con el aparente propósito de destrozarse los sesos. Young ignoró ese cotidiano espectáculo. Se sentó, desplegó la servilleta y examinó la comida. Con un ligero gruñido aprobatorio se puso a comer. Notó que la esposa le observaba con una expresión extraña y distante. Se apresuró a pasarse la servilleta por los labios. Pero Jill seguía mirándole. Young se examinó el pecho de la camisa. Estaba, ya que no inmaculado, libre al menos de jirones de tocino o manchas de huevo. Miró a su esposa, y comprendió que ella observaba un punto por encima de la cabeza de él. Miró hacia arriba. Jill se sobresaltó ligeramente.

—Kenneth —susurró—. ¿Qué es eso?
Young se alisó el cabello.
—Eh... ¿Qué, querida?
—Eso que tienes sobre la cabeza.
El hombre se exploró el cráneo con los dedos.
—¿La cabeza? ¿A qué te refieres?
—Brilla —explicó Jill—. ¿Qué diablos te has hecho?
El señor Young se irritó un poco.
—No me he hecho nada... La calvicie nos llega a todos.
Jill frunció el ceño y bebió zumo de naranjas. Alzó cautamente los ojos fascinados.
—Kenneth —dijo por fin—, quisiera que tú...
—¿Qué...?

Ella señaló un espejo en la pared. Con un gruñido de disgusto Young se levantó y enfrentó la imagen del espejo. Al principio no vio nada anormal. Era la misma cara que los espejos le mostraban desde hacía años. No sería una cara extraordinaria —no de las que se señalan con orgullo diciendo: Mirad. Mi cara —, pero tampoco era, por cierto, uno de esos semblantes que causan consternación. Una cara ordinaria, limpia, bien rasurada, y rosada. Una prolongada relación con ella había inspirado al señor Young un sentimiento de tolerancia, sino de franca admiración. Pero coronada por una aureola adquiría un aire perturbador. La aureola colgaba en el aire a unos quince centímetros de la cabeza. Medía tal vez veinte centímetros de diámetro, y parecía un aro reluciente, luminoso, de luz blanca. Era impalpable; Young le pasó varias veces las manos, atónito.

—Es una... aureola —articuló por fin, y se volvió hacia Jill.
El terrier, Roña McFastidio, reparó por primera vez en ese adorno. Le interesó muchísimo. Desde luego no sabía qué era, pero siempre cabía la posibilidad de que fuera comestible. No era un perro muy brillante. Roña se irguió y gimoteó. Lo ignoraron. Ladrando estrepitosamente, brincó hacia adelante y trató de escalar el cuerpo del amo en un desesperado intento por apoderarse de la aureola. Ya que la aureola no hacía ningún movimiento hostil, sería sin duda una presa fácil. Young se defendió, aferró al terrier por la cerviz y se lo llevó aullante a otra habitación, donde lo dejó. Luego regresó y miró nuevamente a Jill.

—Los ángeles llevan aureola —observó ella, por fin.
—¿Tengo aspecto de ángel? —preguntó Young—. Es una manifestación... científica. Como... Como esa chica cuya cama brincaba de un lado al otro. Tú lo has leído.
Jill lo había leído.
—Lo hacía con los músculos.
—Bueno, yo no —dijo rotundamente Young—. ¿Cómo habría de hacerlo? Es científico. Muchas cosas tienen brillo propio.
—Oh, sí. Los hongos venenosos.
El hombre torció la cara y se frotó la cabeza.
—Gracias, querida. Supongo que te das cuenta de que no estás colaborando en nada.
—Los ángeles tienen aureola —dijo Jill con una especie de terrible obstinación.
Young se miró de nuevo en el espejo.
—Querida, ¿te importaría callarte un rato? Tengo un susto del demonio, y tú no eres precisamente alentadora.

Jill rompió a llorar, salió de la cocina, y poco después se le oyó hablar en voz baja con Roña. Young terminó el café pero no le encontró gusto. No estaba tan atemorizado como había dicho. El fenómeno era extraño, inquietante, pero de ningún modo terrible. Unos cuernos, tal vez, le habrían causado horror y consternación, pero una aureola... El señor Young leía los suplementos dominicales de los diarios, y había aprendido que todo lo estrambótico podía ser atribuido a los extravagantes trabajos de la ciencia. En alguna parte había oído que toda la mitología está basada en hechos científicos. Esto le consoló hasta que se preparó para ir a la oficina. Se puso un sombrero hongo; lamentablemente la aureola era muy amplia, el sombrero parecía tener dos alas, la de arriba blanca y resplandeciente.

—¡Diantres! —exclamó Young con franca irritación. Buscó en el armario y se probó un sombrero tras otro. Ninguno tapaba la aureola. Por cierto que no podría subir al autobús atestado en esas condiciones.

Un objeto peludo y grande le llamó la atención. Lo recogió y lo examinó con disgusto. Era un sombrero deforme, gigantesco y lanudo, parecido a un chacó, que una vez había formado parte de un disfraz. El traje en sí había desaparecido hacía tiempo, pero el sombrero había quedado para comodidad de Roña, que a veces se recostaba en él. Pero ocultaría la aureola... De mala gana, Young se puso esa monstruosidad en la cabeza y se acercó al espejo. Una mirada era suficiente. Articulando una breve plegaria, abrió la puerta y huyó. Elegir entre dos males es con frecuencia difícil. Más de una vez, durante el pesadillesco viaje al centro, Young se arrepintió de su elección. Pero le costaba decidirse a quitarse el sombrero y pisotearlo, aunque se moría por hacerlo. Acurrucado en un rincón del autobús, se empeñaba en contemplarse las uñas y deseaba estar muerto. Oía bisbiseos y risas ahogadas, y sentía las miradas exploratorias que le sondeaban la cabeza gacha. Un niñito desgarró el tejido cicatricial del corazón de Young y escarbó la herida abierta con dedos rosados e inmisericordes.

—Mamá —dijo en voz alta el niñito—. Mira qué gracioso.
—Sí, amor —dijo una voz de mujer—. Cállate.
—¿Qué tiene en la cabeza? —preguntó la criatura. Hubo una pausa muy significativa.
—Bueno, realmente no sé —dijo al fin la mujer con voz de asombro.
—¿Para qué se lo puso? No hubo respuesta.
—¡Mamá!
—Sí, amor.
—¿Está chiflado?
—Cállate —dijo la mujer evitando responderle.
—¿Pero qué es?

Young no aguantó más. Se levantó y se abrió paso dignamente en el autobús, los ojos vidriosos y ciegos. De pie frente a la puerta, desvió la cara de la mirada fascinada del cobrador. Cuando el autobús llegaba a la parada, Young sintió que le tomaban el brazo. Se volvió. La madre del niño estaba frente a él con el ceño fruncido.

—¿Sí? —preguntó Young con voz cortante.
—Es Billy —dijo la mujer—. Trato de no ocultarle nada. ¿Le importaría decirme qué se ha puesto usted en la cabeza?
—Es la barba de Rasputín —vociferó Young—. Me la dejó como herencia —saltó del autobús ignorando una nueva pregunta de la perpleja mujer, y trató de perderse en la multitud.
Fue difícil. Ese notable sombrero intrigaba a muchos. Pero afortunadamente Young estaba a pocas calles de la oficina, y por fin, jadeando roncamente, subió al ascensor, clavó una mirada asesina en el ascensorista y dijo:
—Piso noveno.
—Disculpe, señor Young —dijo tímidamente el joven—. Tiene algo en la cabeza.
—Lo sé —replicó Young—. Yo mismo me lo he puesto.

Esto pareció dar por terminada la cuestión. Pero cuando el pasajero bajó, el ascensorista sonrió de oreja a oreja. Minutos más tarde, al encontrar a un portero, le dijo:

—¿Conoces al señor Young? El fulano...
—Lo conozco. ¿Por qué?
—Totalmente borracho.
—¿Él? Estás loco.
—Hecho un cuero —declaró el joven—. Dios me libre...

Entretanto, el santificado señor Young se dirigía a la oficina del doctor French, un médico al que conocía de vista pues trabajaba en el mismo edificio. No tuvo que esperar mucho. La enfermera, tras echar una mirada perpleja al notable sombrero, entró en el consultorio y casi de inmediato reapareció para hacer entrar al paciente. El doctor French, un hombre corpulento y fofo de bigote lustroso y amarillo, saludó a Young casi efusivamente.

—Adelante, adelante. ¿Cómo está hoy? Ningún problema, espero. Alcánceme el sombrero, por favor.
—Espere —dijo Young, eludiendo al médico—. Antes, deje que le explique. Tengo algo en la cabeza.
—¿Corte, magulladura o fractura? —preguntó el poco imaginativo doctor—. Le curaré en un santiamén.
—No estoy enfermo —dijo Young— . Espero que no, al menos. Tengo una... eh, una aureola.
—Ja, ja —festejó el doctor French—. Una aureola, ¿eh? No creo que su bondad llegue a tanto...
—¡Oh, al cuerno! —barbotó Young y se sacó el sombrero; el doctor retrocedió un paso y luego, interesado, se acercó y trató de palpar la aureola, pero no pudo.
—Maldita sea mi... Qué raro —dijo por fin—. Parece una aureola de veras, ¿no?
—¿Qué es? Eso es lo que quiero saber.
French titubeó. Se atusó el bigote.
—Bien, en realidad no está dentro de mi especialidad. Un físico podría... No. Quizá Mayo's. ¿Se lo puede quitar?
—Claro que no. Ni siquiera se puede tocar.
—Ah, entiendo. Bueno, me gustaría contar con la opinión de algunos especialistas. Entretanto, déjeme ver...

Irrumpieron enfermeros y enfermeros. El corazón, la temperatura, la presión, la sangre, la saliva, la orina y la epidermis de Young fueron analizados y aprobados.

—Goza de excelente salud —dijo por fin el doctor—. Venga mañana a las diez.
Llamaré a otros especialistas.
—Usted... eh, ¿podrá librarme de esto?
—Oh, todavía no conviene intentarlo. Obviamente es una forma de radiactividad. Quizá sea necesario un tratamiento de radio...

Young dejó al hombre farfullando sobre rayos alfa y gamma. Abatido, se puso el extraño sombrero y bajó a su oficina. La Agencia de Publicidad Atlas era la más tradicionalista de todas las agencias de publicidad. Dos hermanos de patillas blancas habían inaugurado la firma en 1820, y la compañía parecía usar todavía respetables patillas mentales. Los cambios irritaban al directorio, que sólo en 1938 se había convencido de que la radio estaba destinada a perdurar y había aceptado contratos para irradiar avisos. Una vez un joven vicepresidente fue despedido por usar corbata roja. Young entró sigilosamente en la oficina. Estaba desierta. Se deslizó en la silla detrás del escritorio, se quitó el sombrero y lo miró con odio. Le parecía aún más detestable que al principio. Se estaba deshilachando, y para colmo despedía el perfume tenue pero inequívoco de un perro sucio. Tras examinar la aureola y comprobar que aún seguía firmemente instalada en su lugar, Young se puso a trabajar. Pero las diosas del destino se habían ensañado con él, pues enseguida la puerta se abrió y entró Edwin G. Kipp, el presidente de Atlas. Young apenas tuvo tiempo de agachar la cabeza bajo el escritorio y esconder la aureola. Kipp era un sujeto menudo, atildado y decoroso que usaba impertinentes y barba puntiaguda con el aire de un pez engreído. Hacía tiempo que la sangre se le había metamorfoseado en amoníaco. Le rodeaba un aura, ya que no de belleza, de conservadurismo gris y casi visible.

—Buenos días, señor Young —dijo—. Eh... ¿Es usted?
—Sí —dijo el invisible Young—. Buenos días. Me estoy atando los cordones de los zapatos.
La única respuesta de Kipp consistió en un carraspeo casi inaudible. Pasó el tiempo. El escritorio callaba.
—Eh... ¿Señor Young?
—Todavía... estoy aquí —dijo el desdichado Young—. Ya están atados. Los cordones, quiero decir. ¿Me necesita?
—Sí.

Kipp esperó con creciente impaciencia. Young no manifestaba intenciones de incorporarse. El presidente consideró la posibilidad de acercarse al escritorio y atisbar debajo. Pero la imagen mental de una conversación entablada en postura tan grotesca era ultrajante. Simplemente desistió y le dijo a Young lo que quería.

—Acaba de telefonear el señor Devlin. Llegará enseguida —comentó Kipp—. Desea que le muestren el pueblo, según su propia expresión.

El invisible Young asintió. Devlin era uno de los mejores clientes. O mejor dicho, lo había sido hasta el año anterior, cuando de pronto comenzó a tratar con otra empresa para disgusto de Kipp y el directorio. El presidente continuó:

—Me dijo que no estaba seguro respecto del nuevo contrato. Había planeado dárselo a World, pero me he carteado con él y sugirió que tal vez convenga una discusión personal. De modo que visitará nuestra ciudad. Y desea... hmm, echar una ojeada –Kipp se puso confidencial—. Añadiré que el señor Devlin me explicó con bastante claridad que prefiere una firma menos tradicionalista. “Aburrida” fue el término que usó. Cenará conmigo esta noche, y yo intentaré convencerle de que nuestros servicios serán valiosos. No obstante... —Kipp carraspeó otra vez—, no obstante, la diplomacia es importante, desde luego. Apreciaría que usted entretuviera hoy al señor Devlin. El escritorio, que había guardado silencio durante la alocución, gimió por fin, convulsivamente.
—Estoy enfermo. No puedo...
—¿Se siente mal? ¿Quiere que llame a un médico?
Young se apresuró a rechazar la oferta, pero permaneció oculto.
—No, yo... pero me refiero a...
—Se comporta usted del modo más extravagante —dijo Kipp con loable contención —. Hay algo que usted debería saber, señor Young. Aún no tenía intenciones de decírselo, pero... sea como fuere, el directorio ha reparado en usted. Hemos discutido durante la última reunión, y resolvimos ofrecerle una vicepresidencia en la casa.
El escritorio quedó mudo de sorpresa.
—Usted se ha comportado irreprochablemente durante quince años —dijo Kipp— Su persona jamás fue asociada con ningún escándalo. Le felicito, señor Young.

El presidente se adelantó extendiendo la mano. Un brazo emergió desde abajo del escritorio, estrechó el de Kipp, y desapareció apresuradamente. No ocurrió nada más. Young se obstinaba en permanecer en su santuario. Kipp comprendió que, a menos que le sacara a la rastra, no podría tener una visión completa de Kenneth Young por el momento. Se retiró con un carraspeo admonitorio. El desdichado Young se levantó, gesticulando para distender sus músculos entumecidos. En buena se había metido. ¿Cómo divertiría a Devlin llevando aureola? Y era vital divertir a Devlin. De lo contrario, la elusiva vicepresidencia se le escurriría de inmediato. Young sabía demasiado bien que los empleados de la Agencia de Publicidad Atlas hollaban sendas de tribulación. Sus cavilaciones fueron interrumpidas por la brusca aparición de un ángel sobre la biblioteca. No era una biblioteca muy alta, y el visitante sobrenatural estaba tranquilamente sentado, meciendo los talones y encogiendo las alas. Una exigua túnica de seda blanca constituía toda su indumentaria de ángel, además de una aureola brillante que a Young le causó náuseas de sólo verla.

—Esto es el acabóse —dijo, conteniéndose rígidamente—. Una aureola puede ser efecto de hipnotismo masivo. Pero si empiezo a ver ángeles...
—No temas —dijo el otro—. Soy real.
Young le miró con ojos desorbitados.
—¿Y cómo lo sabré? Obviamente estoy hablando con el aire. Es esquizoalgo. Lárgate.
El ángel arqueó los dedos de los pies con embarazo.
—No puedo, todavía no. Lo cierto es que he cometido un error serio; habrás notado que tienes una pequeña aureola, ¿verdad...?
Young soltó una risita amarga.
—Oh sí. Claro que lo he notado.

Antes que el ángel pudiera replicar se abrió la puerta. Kipp se asomó, vio que Young estaba conversando, murmuró unas excusas y salió. El ángel se rascó los rizos dorados.

—Bien. Tu aureola estaba destinada a otra persona... Un lama tibetano, para ser exactos. Pero cierta concatenación de circunstancias me indujo a creer que tú eras el candidato a santo. Así es que... —el visitante abrió los brazos.
Young estaba desconcertado.
—Yo no...
—El lama... Bien, pecó. Ningún pecador puede llevar aureola. Y, como digo, te la he dado a ti por error.
—¿Entonces puedes quitármela? —un asombrado deleite alteró la expresión de Young. Pero el ángel alzó una mano benévola.
—No temas. He consultado con el ángel administrador. Has llevado una vida intachable. Como recompensa, se te permitirá conservar la aureola de santidad.
Young se levantó horrorizado, braceando débilmente como si nadara.
—Pero... Pero... Pero...
—La paz y la bendición sean contigo —dijo el ángel, y desapareció.

Young se desplomó en la silla y se masajeó la frente dolorida. Simultáneamente la puerta se abrió y apareció Kipp en el umbral. Por fortuna, las manos de Young alcanzaron a tapar a tiempo la aureola.

—Ha llegado el señor Devlin —dijo el presidente—. Eh... ¿Quién era el de la biblioteca?
Young estaba demasiado abrumado para inventar mentiras creíbles.
—Un ángel —musitó.
Kipp cabeceó satisfecho.
—Sí, claro... ¿Qué? Un ángel, dice usted... ¿Un ángel? ¡Oh, cielo santo! —el hombre palideció y se marchó presurosamente.

Young contempló su sombrero. El objeto yacía todavía en el escritorio, algo amedrentado por la mirada amenazante del dueño. Ir por la vida con una aureola puesta era apenas menos soportable que llevar siempre puesto ese sombrero aborrecible. Young descargó un puñetazo airado en el escritorio.

—¡No lo soportaré! Yo... Yo no tengo... —se interrumpió de golpe, y le brillaron los ojos—. Seré... ¡Eso es! No tengo que soportarlo. "Ningún pecador puede llevar aureola." ¡Seré un pecador, pues! Infringiré todos los Mandamientos...

La cara de Young se transformó en una máscara de maldad absoluta. Reflexionó. En ese momento no podía recordar cuáles eran. "No codiciarás a la mujer de tu prójimo". Ese era uno. Young recordó a la mujer del vecino, su prójimo más próximo. Era una tal señora Clay, una damisela bahamótica con cincuenta primaveras y una cara que parecía un budín disecado. Ese era un pecado que Young no tenía intención de cometer... Pero tal vez un pecado rotundo y saludable haría volver al ángel raudamente en busca de la aureola. ¿Qué crímenes acarreaban los menores inconvenientes? Young arrugó el entrecejo. No se le ocurrió nada. Decidió dar un paseo. Sin duda se le presentaría alguna oportunidad pecaminosa. Se obligó a ponerse el chacó. Acababa de llegar al ascensor cuando una voz ronca bramó a sus espaldas. Un hombre gordo corría a lo largo del hall. Instintivamente, Young supo que era el señor Devlin. El adjetivo “gordo” le quedaba corto a Devlin. Realmente el hombre sobraba por todas partes. Los pies, estrangulados en zapatos amarillo bilioso, sobresalían en los tobillos como capullos en flor. Se fundían con pantorrillas que parecían cobrar ímpetu con la expansión y el ascenso, lanzándose hacia lo alto en un loco abandono para revelarse en una gloria plena y abrumadora en la cintura de Devlin. La silueta del hombre evocaba una piña con elefantiasis. Una gran masa de carne brotaba del cuello y formaba un bulto pálido y lánguido en el que Young distinguió algo vagamente parecido a una cara. Así era Devlin, y trotaba a lo largo del hall con pasos de mamut, haciendo temblar la tierra con los cascos trepidantes.

—¡Usted es Young! —gorjeó—. ¿Casino me encuentra, en? Estuve esperándole en la oficina —Devlin se interrumpió al ver, fascinado, el sombrero. Luego, esforzándose por ser cortés, rió falsamente y desvió los ojos—. Bien, estoy listo y ansioso por entrar en acción.

Young se sintió dolorosamente empalado en las astas del toro antes de tomarlas. Si no entretenía a Devlin, perdería la vicepresidencia. Pero la aureola le pesaba como una plancha en la cabeza palpitante. Una idea primordial le acuciaba: tenía que librarse de esa cosa bendita. Después confiaría en la suerte y la diplomacia. Obviamente, salir ahora con su huésped sería fatal, una locura. El sombrero solo sería fatal.

—Lo siento —gruñó Young—. Tengo un compromiso importante. Vendré a buscarle en cuanto pueda.
Con una risa sibilante, Devlin tomó con firmeza el brazo del otro.
—De ninguna manera. ¡Me mostrará la ciudad! ¡Ahora mismo! —un inconfundible tufo alcohólico inundó las narices de Young, quien pensó rápidamente.
—De acuerdo —dijo por fin—. Venga conmigo. Abajo hay un bar. Echaremos un trago, ¿eh?
—Así se habla —dijo el jovial Devlin, casi lisiando a Young con una palmada amistosa en la espalda—. Aquí está el ascensor.

Entraron. Young cerró los ojos. Sufría mientras miradas curiosas le examinaban el sombrero. Cayó en un estado de coma del que sólo se recuperó en la planta baja, donde Devlin le arrastró fuera del ascensor y dentro del bar. El plan de Young era éste: echaría un trago tras otro en el voluminoso gaznate de su compañero, y esperaría la oportunidad de escabullirse inadvertidamente. Era un plan astuto, pero tenía una falla: Devlin se negaba a beber solo.

—Uno para usted y uno para mí —decía—. Es lo justo. Sírvase otro.
Young no pudo rehusarse, dadas las circunstancias. Lo peor de todo era que el licor de Devlin parecía filtrarse en cada célula de ese corpachón, y al fin le dejaba en el mismo estado de felicidad radiante en que originalmente estaba. En cambio el pobre Young se encontraba, por expresarlo del modo más caritativo posible, achispado. Sentado calladamente en la mesa, miraba con furia a Devlin. Cada vez que llegaba el mozo, Young sabía que los ojos del hombre no se apartaban del sombrero. Y cada ronda hacía más exasperante la idea. Además, Young estaba preocupado por la aureola. Meditaba pecados: incendio, hurto, sabotaje y asesinato desfilaron en rápida revista por la mente aturdida. Una vez intentó birlarle el cambio al mozo, pero el hombre estaba demasiado alerta. Rió agradablemente y puso un vaso lleno delante de Young, que miró el vaso con disgusto. De pronto tomó una decisión. Se levantó y caminó a los tumbos hasta la puerta. Devlin le alcanzó en la acera.

—¿Qué pasa? Tomemos otro...
—Tengo trabajo que hacer —dijo Young, articulando penosamente. Le arrebató el bastón a un transeúnte y gesticuló amenazadoramente hasta que la víctima dejó de protestar y echó a correr. Con el bastón empuñado, cavilaba sombríamente.
—Pero, ¿para qué trabajar? —preguntó Devlin—. Muéstreme la ciudad.
—Tengo asuntos importantes que atender —Young examinó a un niñito que se había detenido junto a la calzada, y le devolvía la mirada con interés. Se parecía notoriamente a la criatura impertinente del autobús.
—¿Importantes? —preguntó Devlin—. ¿Asuntos importantes, eh? ¿Cómo cuál?
—Como aporrear niños —dijo Young, y se abalanzó sobre el asombrado niño blandiendo el bastón; el chico soltó un alarido y huyó. Young le persiguió unos metros y luego se enredó en un poste de luz. El poste, descortés y tiránico, le cerró el paso. Young protestó y rezongó, pero fue inútil. El niño había desaparecido hacía rato. Después de endilgarle un buen sermón al poco amable poste, Young se volvió.
—¿Qué trata de hacer, en nombre del cielo? —preguntó Devlin—. Ese policía nos está mirando. Vamos —tomó del brazo a Young y le condujo por la acera atestada.
—¿Que qué trato de hacer? —se burló Young—. Es obvio, ¿no? Quiero pecar.
—Eh... ¿Pecar?
—Pecar.
—¿Por qué?

Young se tocó el sombrero significativamente, pero Devlin interpretó el gesto de manera totalmente errónea.

—¿Está chiflado?
—Oh, cállese —bramó Young en un brusco arrebato de furia, y metió el bastón entre las piernas de un presidente de banco que pasaba y al que conocía de vista. El pobre hombre cayó pesadamente en el cemento, pero se levantó herido solamente en la dignidad.
—¿Qué demonios hace? —ladró.

Young había iniciado una extraña serie de gesticulaciones. Había corrido hacia el espejo de un escaparate y le hacía cosas increíbles al sombrero, tratando de levantarlo para echar un vistazo a la cabeza, al parecer, un espectáculo que por lo visto ocultaba celosamente a los ojos profanos. Al final maldijo en voz alta, se volvió, clavó una mirada de desprecio en el presidente de banco y echó a correr arrastrando al asombrado Devlin como un globo cautivo. Young no cesaba de murmurar entre dientes:

—Tengo que pecar... Pecar de veras. Algo grande. Incendiar un orfanato. Matar a mi suegra. ¡Matar a cualquiera! —se volvió hacia Devlin, que se encogió aterrado. Pero finalmente Young soltó un gruñido de insatisfacción—. No, demasiada grasa. No servirían una pistola ni un cuchillo. Tengo que destruir... ¡Mire! —dijo aferrando el brazo de Devlin —. Robar es un pecado, ¿no?
—Claro que sí —convino diplomáticamente Devlin—. Pero usted no irá...
—No —dijo Young, meneando la cabeza—. Aquí hay demasiada gente. No sirve de nada ir a la cárcel.

Siguió caminando. Devlin le siguió. Y Young cumplió su promesa de mostrarle la ciudad, aunque después ninguno de los dos pudiera recordar qué había sucedido exactamente. Devlin paró en una licorería por más provisión, y salió con botellas que le asomaban de las ropas aquí y allá. Las horas se confundieron en una bruma alcohólica. La vida cobró un aire de neblinosa irrealidad para el desdichado Devlin. No tardó en caer en coma, y percibió vagamente los diversos acontecimientos que se acumularon aceleradamente durante la tarde y hasta muy tarde en la noche. Finalmente se despejó lo bastante para advertir que estaba con Young frente a un indio de madera que custodiaba tiesamente una cigarrería. Era tal vez el último indio de madera. Esa vieja reliquia de días pasados parecía mirar con turbios ojos de vidrio el manojo de cigarros de madera que sostenía en la mano extendida. Young ya no llevaba sombrero. Y Devlin de pronto le notó una característica francamente peculiar.

—Tiene aureola —dijo en voz baja.
Young se sobresaltó ligeramente.
—Sí —respondió—. Tengo aureola. Este indio... —se interrumpió.

Devlin observó la imagen, disgustado. Para su cerebro algo aturdido el indio de madera era aún más espantoso que la asombrosa aureola. Tiritó y se apresuró a eludir los ojos del indio.

—Robar es pecado —jadeó Young, y luego, con un grito exultante, se agachó para levantar al indio. El peso le derribó de inmediato, y mientras trataba de librarse del íncubo recitó un rosario de airados juramentos.
—Pesa mucho —dijo cuando por fin se levantó—. Déme una mano.

Hacía tiempo que Devlin había renunciado a toda esperanza de encontrar cordura en los actos de este demente. Young estaba obviamente decidido a pecar, y el hecho de que poseyera una aureola era algo perturbador, aun para el borracho Devlin. Como resultado, los dos hombres siguieron caminando calle abajo cargando con el cuerpo rígido de un indio de madera. El propietario de la cigarrería salió a mirar. Loco de alegría seguía con los ojos la marcha de la estatua mientras se frotaba las manos.

—Hace diez años que quiero librarme de esa cosa —susurró feliz—. Y ahora... ¡Aja!
Entró en la tienda y encendió un Corona para celebrar su emancipación. Entretanto, Young y Devlin encontraron una parada de taxis. Había un taxi; adentro, el chofer fumaba un cigarrillo y escuchaba la radio. Young le llamó.

—¿Taxi, señor? —el chofer despertó a la vida, brincó fuera del coche y abrió la puerta de un manotazo. Después el cuerpo arqueado se le paralizó, y los ojos se le revolvieron frenéticamente en las órbitas. Nunca había creído en fantasmas. Era en realidad un personaje bastante cínico. Pero ante ese demonio bulboso y ese ángel decadente que cargaba el cadáver rígido de un indio, tuvo de golpe la enceguecedora revelación de que más allá de la vida yace un abismo negro donde bullen horrores inimaginables. Con un gemido estridente, el aterrado chofer se metió en el coche de un salto, lo hizo arrancar y desapareció como el humo ante la tormenta. Young y Devlin se miraron consternados.

—¿Y ahora, qué? —preguntó Devlin.
—Bueno —dijo Young—. No vivo lejos de aquí. A unas diez calles. ¡En marcha!

Era muy tarde y había pocos peatones en la calle. Estos pocos, por el bien de su cordura, se apresuraban a ignorar a los dos hombres y tomar por otro camino. Así fue que eventualmente Young, Devlin y el indio de madera llegaron a destino. La puerta de la casa de Young estaba cerrada con llave, y él no podía encontrar la suya. Se resistía a despertar a Jill. Pero, por alguna extraña razón, le parecía vitalmente necesario ocultar al indio de madera. El sótano era el lugar indicado. Arrastró a sus dos compañeros hasta una ventana que daba abajo, la destrozó lo más silenciosamente que pudo, y deslizó la estatua por el agujero.

—¿De veras vive aquí? —preguntó Devlin, que tenía sus dudas.
—¡Sshh! —advirtió Young—. ¡Venga!

Siguió al indio de madera. Y aterrizó estruendosamente en una pila de carbón. Devlin le dio alcance entre bufidos y gruñidos. No estaba oscuro. La aureola iluminaba tanto como una lámpara de veinticinco vatios. Young dejó a Devlin masajeándose las magulladuras y se puso a buscar al indio de madera. Había desaparecido inexplicablemente. Pero al fin lo encontró tendido bajo una bañera, lo sacó a la rastra y lo instaló en un rincón. Luego retrocedió para mirarlo, contoneándose un poco.

—Ese sí es un pecado —rió—. El robo. Lo que importa no es la cantidad. Es una cuestión de principios. Un indio de madera es tan importante como un millón de dólares, ¿en, Devlin?
—Me gustaría hacer trizas a ese indio —dijo fervorosamente Devlin—. Me lo hizo cargar durante cinco kilómetros —se interrumpió para escuchar mejor—. ¿Qué es eso, en nombre del cielo?

Un pequeño tumulto se acercaba. Roña, que a menudo había sido instruido sobre sus deberes de perro guardián, contaba ahora con una oportunidad. Había ruidos en el sótano. Rateros, sin duda. El impulsivo terrier se lanzó escaleras abajo en una babel de temibles amenazas y juramentos. Declarando a voz en cuello su propósito de eviscerar a los intrusos, se arrojó sobre Young, quien se apresuró a emitir cloqueos destinados a calmar la furia desatada del perro. Pero Roña tenía otras ideas. Giraba como un derviche, sediento de sangre. Young se tambaleó, trató de aferrarse del aire y cayó tumbado en el suelo. Quedó de bruces, y Roña, al ver la aureola, se le tiró encima y pisoteó la cabeza del amo. El desdichado Young sintió que los fantasmas de generosas raciones de alcohol se elevaban para confrontarlo. Le tiró un manotazo al perro, erró y en cambio aferró los pies del indio de madera. La imagen osciló peligrosamente. Roña la miró con aprensión y huyó a lo largo del cuerpo del amo, deteniéndose a mitad de camino al recordar su deber. Masculló una maldición e hincó los dientes en la parte de Young que tenía más cerca, forcejeando para arrancarle los pantalones al pobre hombre.

Entretanto, Young seguía de bruces, asiendo los pies del indio de madera con desesperación. Un trueno estalló clamorosamente. Una luz blanca inundó el sótano. Apareció el ángel. A Devlin se le aflojaron las piernas. Cayó sentado, hecho un bollo, cerró los ojos y se puso a parlotear tranquilamente consigo mismo. Roña insultó al intruso, trató en vano de dar una dentellada a una de las alas y retrocedió arrepentido, gruñendo de disgusto. El ala tenía una insatisfactoria falta de sustancialidad. El ángel se detuvo ante Young. Llamas doradas le centelleaban en los ojos, y una benigna expresión de placer le enaltecía las nobles facciones.

—Esto —dijo serenamente— será tomado como símbolo de tu primera buena acción exitosa desde que recibiste la aureola —un ala rozó la cara oscura y ceñuda del indio. De pronto no hubo indio—. Has aligerado el corazón de un prójimo. No es mucho... sin duda, pero es algo. Y a costa de muchísimos afanes de tu parte.
-Un día entero has luchado con este individuo para redimirlo. No has sido recompensado por el éxito, aún. Pero los dolores de mañana te afligirán. Sigue adelante, K. Young, que tu aureola es recompensa y a la vez protección contra todo pecado.

El ángel más joven desapareció sin ruidos —algo que Young agradeció pues empezaba a dolerle la cabeza, y había temido la posibilidad de una retirada estruendosa— . Roña rió fastidiosamente y reanudó sus ataques contra la aureola. Young encontró necesario el desagradable acto de permanecer de pie. Aunque las paredes y tubos giraban a su alrededor como todas las huestes celestiales, Roña no podía bailarle en la cara su danza derviche.

Poco después despertó, sobrio y lamentando esa sobriedad. Yacía entre sábanas frescas. Al observar cómo el sol de la mañana atravesaba las ventanas, sentía que el cerebro se le astillaba en añicos. Su estómago hacía espasmódicos intentos para brincar y abrirse paso por la garganta inflamada. Con el despertar advirtió tres cosas: "los dolores de mañana" ciertamente le afligían; la aureola todavía se reflejaba en el espejo de la cómoda; y ahora comprendía las palabras de despedida del ángel. Lanzó un furioso gruñido triple. El dolor de cabeza pasaría, pero la aureola no. Sólo el pecado podía hacerle indigno de ella, pero esa reluciente protección lo distinguía de otros hombres. Todos sus actos debían ser buenos. Sus obras, una ayuda para los hombres. ¡No podía pecar!


Los autómatas. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El Turco parlante había causado tal sensación que la ciudad entera estaba en movimiento; viejos y jóvenes, nobles y plebeyos acudían en masa desde bien temprano hasta bien entrada la noche para oír los oráculos que susurraban al curioso los labios secos de una extraordinaria figura que parecía un muerto viviente. Realmente, el autómata estaba configurado de tal modo que la persona que le viese notaba al punto la diferencia de su artificio con todos los artilugios que, a menudo, suelen mostrarse en ferias y mercados, así es que se sentía atraída.
En medio de una habitación provista de los elementos imprescindibles, hallábase una figura de tamaño natural, muy bien formada, vestida ricamente con un traje turco, sentada sobre un taburete de tres patas, que el artista solía quitar a petición de cualquiera que sospechase que pudiera haber alguna relación con el suelo. Tenía la mano izquierda puesta sobre la rodilla, y la derecha, por el contrario, estaba colocada sobre una mesita aislada. Como ya hemos dicho, la figura entera estaba muy bien construida, pero sobre todo la cabeza era de una rara perfección, y su fisonomía totalmente oriental y muy animada proporcionaba al conjunto una vida que escasamente suele encontrarse en las figuras de cera, cuando sus semblantes reproducen los seres humanos inteligentes.
Una ligera barandilla rodeaba la artificiosa figura e impedía que los presentes se acercasen, y únicamente podía aproximarse al artificio mecánico aquel que fuera a preguntar, o tratase de ver de cerca la estructura, siempre que el artista lo consintiese sin que se traicionase su secreto.
Cuando, según la costumbre, se le musitaba al Turco la pregunta en la oreja derecha, entonces éste volvía los ojos, y luego todo el cuerpo, hacia el que preguntaba. Teníase, entonces, la sensación de sentir el aliento que salía de su boca, al tiempo que una suave respuesta realmente provenía de su interior. Cada vez que daba la respuesta, el artista metía una llave en el costado izquierdo de la figura, y haciendo mucho ruido daba cuerda a un aparato de relojería. A petición del interesado abría allí una ventanita, de modo que se podía ver en el interior de la figura un artístico engranaje con muchas ruedas, que no tenía la menor relación con el habla del autómata, aunque ocupaban tanto sitio que era del todo imposible que en el resto de la figura cupiese algún hombre, aunque fuese tan pequeño como el famoso enano Augusto, el que salía del pastel.
Después del movimiento de cabeza que solía acompañar la respuesta, solía el Turco, a veces, levantar el brazo derecho, y ora amenazaba señalando con el dedo, ora rechazaba la pregunta con la mano. En el caso de que sucediese esto, al volver a repetir la misma pregunta el interesado, recibía una respuesta ambigua o desagradable, y al moverse la cabeza y el brazo podía comprobarse cómo funcionaba el mecanismo, sin que interviniera para nada un ser humano.
La gente se devanaba la cabeza para saber de qué medio se valdrían para la comunicación, y registraban en vano las paredes, la habitación de al lado, los enseres, en fin, todo. La figura y el artista, cuanto más eran observados por los ojos de Argos de los más hábiles mecánicos, más tranquilos permanecían. El artista hablaba y bromeaba desde los más alejados rincones de la habitación, con los observadores, y dejaba a la figura sola, como un ser independiente, que no tuviese ni necesitase la menor relación con él para sus movimientos y respuestas; es más, no podía evitar una cierta sonrisa irónica cuando volvían y remiraban por todos los lados el taburete y la mesita, y los golpeaban, incluso hasta llegaban a mirar al trasluz a la figura, observándola con gafas y lupas, hasta que cansados los mecánicos aseguraban que sólo el diablo sería capaz de decir algo acerca de aquel maravilloso mecanismo.
Todo fue en vano y la hipótesis de que el aliento que salía de la boca de la figura podría ser producido por un ventilador escondido, y de que el mismo artista fuese ventrílocuo y diese las respuestas, no tuvo aceptación, ya que el artista, en el mismo momento en que el Turco daba una respuesta, permanecía hablando en alto con un espectador.
No obstante la perfecta estructura que tenía la artificiosa figura y lo extraordinariamente enigmática que era, el interés del público habría decaído, si no fuera porque el artista había sido capaz de atraer al espectador por otro medio. Esto consistía en las mismas respuestas que daba el Turco observando, con penetrante mirada, la personalidad del que preguntaba, que unas veces eran secas, y otras ordinarias y burlonas, para transformarse en agudas y sabias, y más de una vez hasta extrañamente dolorosas. A menudo sorprendía con la proyección mística de su mirada en el futuro, pero lo más desconcertante era saber cómo había podido penetrar en el interior del que preguntaba. Añádase a esto que, a veces, cuando le preguntaban al Turco en alemán, y respondía en una lengua extranjera que le fuese familiar al que preguntaba, al hacerlo se veía que la respuesta no podía ser más concisa ni más precisa en ninguna otra lengua más que en la elegida.
En resumen, cada día que pasaba se hablaba más de las acertadas respuestas del sabio Turco, y no se sabía qué admirar más: si la misteriosa relación de aquel ser humano con la figura o la penetración de la individualidad del que preguntaba, y sobre todo el singular espíritu de las respuestas.
De todo esto se hablaba en la tertulia de la noche a la que acudían los dos amigos Luis y Fernando. Ambos confesaron, avergonzados, que todavía no habían visitado al Turco, no obstante ser de buen tono acudir a verle, para luego contar las milagrosas respuestas que recibían a esas preguntas capciosas.
—A mí me resultan sumamente desagradables —dijo Luis— todas estas figuras que no tienen aspecto humano, aunque, sin embargo, imitan a los hombres, y tienen toda la apariencia de una muerte viviente, o de una vida mortecina. Ya en mi más tierna infancia, yo echaba a correr llorando cuando me llevaban al gabinete de las figuras de cera, y todavía hoy no puedo entrar en uno de esos gabinetes sin que me sobrecoja un sentimiento horrible y siniestro. Tendría que gritar las palabras de Macbeth: «¿Qué miras con esos ojos que no ven?», cuando contemplo fijas en mí las miradas muertas, quietas y vidriosas de todos esos potentados y héroes famosos y asesinos y criminales. Estoy convencido de que la mayoría de los hombres participan de este mismo sentimiento, aunque no en tan alto grado como yo, no tenéis más que ver cómo la multitud desfila en silencio ante el gabinete de figuras de cera y hablan en voz baja y no se oye una palabra siquiera; ya comprenderéis que no lo hacen por respeto a los personajes importantes, sino que se ven obligados a este pianissimo debido al efecto siniestro y misterioso que reina allí. En resumen, me causan una impresión fatal los movimientos mecánicos de estas figuras muertas que imitan a los vivos, y estoy convencido de que vuestro extraordinario e ingenioso Turco me va a obsesionar como si fuera un monstruo nigromante, sobre todo en mis noches de insomnio. Sin embargo, no voy a irme, prefiero escuchar todo lo que contáis de raro y extraño.
—Bien sabes —dijo Fernando, volviendo a tomar la palabra— que todo lo que acabas de decir acerca del tremendo poder imitativo de lo humano que tienen las figuras de cera que tan vivas parecen me ha llegado al alma. Sin embargo, por lo que respecta a los autómatas mecánicos, la cuestión es saber de qué modo el artista ha concebido la obra. Uno de los autómatas más perfectos que he visto en mi vida es el acróbata de Ensler, que da volteretas, pues así como sus poderosos movimientos realmente imponen, la forma repentina de sentarse en la cuerda y su amable inclinación de cabeza tienen mucho de burlesco, aunque nadie se ha sentido sobrecogido por el sentimiento de malestar que, por lo general, tales figuras inspiran a ciertas personas muy sensibles.
»Por lo que se refiere a nuestro Turco, mis reflexiones son otras. Según las descripciones de todos los que le han visto, esta figura tan notable tiene, sin embargo, algo subordinado, y la forma de mover los ojos y de volver la cabeza está hecha de modo que atraiga nuestra atención, aunque no poseamos la clave de su secreto. No sólo es posible, sino que es cierto que sale el aliento de la boca del Turco, la experiencia nos lo demuestra; ahora bien, de ello no se deduce que ese aliento proceda realmente de las palabras que profiere. No hay duda alguna de que existe un ser humano que, no obstante estar oculto a nuestras miradas, y estar fuera de nuestra percepción acústica y óptica, está en estrecha relación con el que pregunta, y él ve y le oye y responde a sus preguntas. El que nadie, ni siquiera nuestros más hábiles mecánicos, haya podido descubrir la pista de cómo se establecen esas relaciones es buena prueba de que la invención del artista creador es extraordinaria, y desde este punto de vista su creación merece nuestra mayor atención. Ahora bien, lo que a mí me parece maravilloso, y hasta cierto punto me atrae, es el poder espiritual de ese ser humano desconocido, que le capacita para penetrar en lo más profundo del interior del que pregunta, y le permite responder con tal fuerza y penetración y, a veces, con tan estremecedora ambigüedad, que pueden considerarse las respuestas como verdaderos oráculos, en el recto sentido de la palabra.
»A este respecto, he oído algunas cosas de varios amigos, que me han dejado asombrado, así es que ya no voy a resistir más los deseos que tengo de poner a prueba a ese extraordinario y profético vidente de lo desconocido, y he decidido que mañana mismo, al mediodía, iré allí. Y a ti, querido Luis, te invito a que me acompañes y depongas el miedo que sientes ante estos muñecos vivientes.
Aunque Luis sentía gran preocupación, tuvo que ceder para que no le considerasen un tipo estrafalario, ya que muchos de los amigos insistieron en que no se apartase del divertido grupo, y al día siguiente formase parte de los que iban a sondear al Turco milagroso.
Así pues, Luis y Fernando fueron con un grupo de jóvenes muy alegres, que se habían propuesto acompañarles. El Turco, al que realmente no podía atribuírsele ninguna grandeza oriental, y cuya cabeza, como ya dijimos, estaba tan bien configurada, causó un efecto bastante ridículo a Luis, apenas hizo su entrada, y cuando el artista metió la llave en su costado y empezó a darle cuerda, le pareció el asunto de tan mal gusto y tan vulgar, que instintivamente exclamó:
—Vean, señores, vean, todos tenemos carne en el estómago, pero su Excelencia el Turco debe tener dentro todo un asador automático.
Como todos se echasen a reír, el artista, al que pareció no hacerle gracia la broma, dejó de dar cuerda. Bien fuese porque no le gustase al sabio Turco la jovial actitud del grupo, o bien fuese porque aquella mañana no estuviera de humor, lo cierto es que todas las respuestas que dio a la mayor parte de las agudas e ingeniosas preguntas fueron insustanciales, y sobre todo Luis tuvo la mala suerte de que el oráculo no le entendiese nunca y le diese respuestas equivocadas. Cuando, muy descontentos, ya parecían disponerse a dejar al autómata y al artista, evidentemente malhumorados, se le ocurrió a Fernando decir:
—En verdad, señores, que todos estamos muy descontentos con el sabio Turco, pero de seguro que la culpa es nuestra, pues probablemente nuestras preguntas no le agradaban al hombre. Fijaos cómo mueve la cabeza y levanta la mano (efectivamente, la figura lo hacía así), ¡parece confirmar mis palabras!... de pronto no sé cómo se me ha ocurrido hacerle una pregunta, que si me contesta acertadamente pondrá a salvo, de una vez para siempre, el honor del autómata.
Fernando se acercó a la figura y le susurró unas palabras al oído; el Turco levantó el brazo, como si no quisiera responder, Fernando no cejó, y entonces el Turco, volviendo la cabeza, se inclinó hacia él... Luis notó que, repentinamente, Fernando palidecía, aunque después de unos segundos, volvió a preguntar algo, y al instante recibió la respuesta. Con sonrisa forzada, Fernando dijo a la concurrencia:
—Señores, por lo que a mí respecta, puedo aseguraros que el Turco ha salvado su honor, pero como el oráculo debe ser un oráculo secreto, os suplico me dispenséis de deciros lo que he preguntado y lo que ha contestado.
Por mucho que hiciera Fernando para ocultar su emoción, sin embargo ésta se manifestaba claramente en los esfuerzos que hacía para aparentar tranquilidad y alegría, y como el Turco había dado acertada y extraordinaria respuesta, el grupo no se sintió invadido por la siniestra sensación que se había apoderado de Fernando. Aunque la alegría anterior había cesado, y en vez de aquella conversación tumultuosa, sólo intercambiaban palabras sueltas, separándose todos en total armonía.
Apenas se quedó solo Fernando con Luis, comenzó a decir:
—¡Amigo mío! No voy a ocultarte lo que me ha dicho Turco. Me ha emocionado tanto que no puedo evitar el dolor que siento, hasta el punto que si el cruel oráculo se cumple, será causante de mi muerte.
Luis miró a su amigo, lleno de asombro y sorpresa, pero Fernando continuó:
—Bien sé que el ser invisible que establece la comunicación con nosotros por medio del Turco, de manera misteriosa, posee fuerzas suficientes para penetrar, con poder mágico, en nuestros más secretos pensamientos, y quizá es poder extraño tenga capacidad para ver claramente el germen del futuro, que yace en nuestro interior, en una especie de mística unión con el mundo exterior, de tal modo que pueda llegar a saber lo que nos suceda en días lejanos, lo mismo que a los hombres les es dado el triste don de poder predecir la hora justa de su muerte.
—Debes de haber preguntado algo muy notable —repuso Luis—, quizá consideres que en la respuesta ambigua del oráculo resida toda la importancia, y por eso lo que sólo el producto y el juego de una casualidad caprichosa hace que resulte impresionante tú lo atribuyes a una fuerza mística de ese hombre ingenuo que se manifiesta a través del Turco.
Entonces Fernando, tomando de nuevo la palabra, repuso:
—En este momento estás contradiciendo aquello en que solíamos estar de acuerdo, cuando nos referíamos al azar. Así que para que sepas todo, y puedas juzgar con acierto, te voy a contar algo de mi vida, que hasta ahora he callado.
»Hace ya muchos años que regresé de B. desde las posesiones que mis padres tenían en la Prusia Oriental. En K. encontréme con algunos jóvenes curlandeses, que precisamente también regresaban a B., así es que emprendimos juntos el viaje en la diligencia conducida por tres caballos de postas. Ya puedes imaginarte lo que sería viajar por el ancho mundo, estando en los primeros años de la vida, en plena efervescencia y con una bolsa bien repleta; la alegría de la vida brotaba de nosotros a borbotones, casi con salvaje desenfreno. Las ocurrencias más disparatadas eran recibidas jubilosamente, y todavía me acuerdo de que cuando llegamos hacia eso del mediodía a M. se nos ocurrió coger la silla extensible de la dueña de las postas, y sin tener en cuenta sus protestas, nos dedicamos a dar vueltas con el robo, fumando tabaco por toda la casa, y paseamos arriba y abajo entre un gran gentío, hasta que de nuevo el alegre sonido del cuerno del postillón nos volvió a llamar. Con el más jovial talante y la más estupenda disposición, llegamos a D., en cuya hermosa región teníamos pensado pasar algunos días. Cada día hacíamos una excursión diferente y entretenida; el primer día fuimos hasta finalizar la tarde a las montañas de Karl, y recorrimos toda la región circundante, y cuando regresamos a la hostería allí nos esperaba un oloroso ponche que habíamos encargado de antemano, y al que hacíamos honor, animados por el aire del lago, sin que nunca llegara a embriagarnos. Yo notaba que me latía el pulso y me palpitaban las venas, y que la sangre, como un torrente de fuego, abrasaba mis nervios. Cuando, al fin, llegué a mi cuarto, me tiré sobre la cama, pero a pesar del cansancio, mi sueño fue más bien una dejadez somnolienta, a través de la cual seguía percibiendo mi entorno. Tuve la sensación de que hablaban en voz baja en la habitación de al lado, y finalmente pude oír la voz de un hombre que decía:
»—Ahora procura dormir bien, para que estés preparado a la hora.
»Una puerta se abrió y luego volvió a cerrarse, hízose un profundo silencio, que pronto se vio interrumpido por el suave acorde de un fortepiano. Bien sabes ¡oh Luis! qué encanto encierran los acordes de la música cuando resuenan en la noche. Tuve la sensación, entonces, de que en aquellos acordes me hablaba la voz maravillosa de un espíritu. Me entregué a aquella placentera impresión, convencido de que a continuación oiría alguna fantasía musical, pero cuál no sería mi sorpresa cuando escuché la divina voz de una mujer que cantaba una conmovedora melodía, cuyas palabras eran:
Mio ben ricordati
s'avvien ch'io mora
quanto quest'anima
fedel t'amó.
Lo se pur amano
le fredde ceneri
nel urna ancora
t'adoreró!
»¿Cómo podré expresar el sentimiento que me embargó para mí desconocido, ni siquiera presentido, cuando oí la resonante melodía que iba en crescendo? Cuando aquella melodía tan singular y nunca oída... ¡ay!, que parecía expresar la dulce melancolía del amor más intenso, alcanzó el punte más alto de su cántico en claros acordes, como si los tonos resonasen tal campanas de cristal, y luego descendiese hasta lo más profundo del canto, hasta morir con el apagado suspiro de una queja desesperada, entonces sentí un estremecimiento delicioso, como si mi pecho vibrara por el dolor de un anhelo infinito, como si fuese a quedarme sin respiración, y como si yo mismo desfalleciera presa del indecible y celestial placer. No me atreví a moverme, toda mi alma y todo mi ser eran oídos.
»Mucho después de que los tonos cesasen, un torrente de lágrimas me anegó, rompiendo así con la tensión que amenazaba aniquilarme. Finalmente el sueño debió de apoderarse de mí, pues cuando me despertó el tono agudo del cuerno del postillón, brillaba la luz del sol en mi cuarto, y fue entonces cuando me di cuenta de que sólo en sueños había gozado aquella inmensa felicidad, la más alta dicha que a mi parecer, se puede gozar en este mundo. Una hermosa y bella joven había entrado en mi cuarto; era la cantante que, dirigiéndose a mí, con voz dulcísima y maravillosa, me dijo:
»—¡ Así es como has podido reconocerme, mi querido Fernando!
»"Yo ya sabía que sólo tenía que cantar para volver a revivir en ti, pues cada tono estaba en lo más profundo de tu pecho, y al verme debería volver a resonar.
»¡Qué indecible placer se apoderó de mí cuando vi que era la amada de mi corazón, aquella que estaba grabada en mi alma desde mi más tierna infancia, de la cual me había privado un destino enemigo, y que ahora ¡oh ser afortunado!, volvía a recuperar. Así que mi intenso amor resonó justamente en aquella melodía de tan profunda nostalgia, y nuestras palabras, nuestras miradas se unieron en aquellos tonos espléndidos, que iban en crescendo y parecían desbordar como un torrente de fuego. Cuando desperté, tuve que reconocer que ningún recuerdo de tiempos anteriores tenía la menor relación con la maravillosa imagen de mis sueños —era la primera vez que veía a la hermosa muchacha.
»En el interior de la casa ya se oían voces,... de un modo mecánico me repuse y me apresuré a asomarme a la ventana; un hombre de edad, bien vestido, regañaba con el postillón, que parecía haber roto algo del elegante carruaje. Finalmente, cuando todo estuvo arreglado, el hombre gritó:
»—Todo está en orden, salimos.
»Me di cuenta, entonces, de que muy próxima a mi ventana estaba una jovencita, que se apresuró hacia el coche, pero como llevaba una gran capota, no pude verle el semblante. Cuando salió por la puerta de la casa, volvióse y me miró.
»¡Luis! Era la cantante... Era la imagen de mis sueños...
»La mirada de sus ojos celestiales se posó en mí y tuve la sensación de que penetraba en mi pecho como el rayo de un tono de cristal, y hasta sentí un dolor físico, de tal modo que todas las fibras de mi cuerpo y todos mis nervios se estremecieron, y sentí que me paralizaba un indecible placer. Rápidamente entró en el coche... el postillón tocó una alegre piececilla en tono burlesco... En un instante desaparecieron en un recodo de la calle. Como en sueños quedé apoyado en la ventana, los curlandeses entraron en la habitación para llevarme a una excursión que teníamos preparada. No pronuncié palabra alguna..., creyeron que estaba enfermo, ¡sentí que me era imposible comunicar algo de lo que me acababa de suceder! Hice todo lo posible para informarme de quiénes eran los forasteros que habían vivido junto a mí aunque tenía la sensación de que, a medida que brotaban la palabras de labios extraños, se desvelaba el dulce secreto de mi corazón. Decidí, desde ahora en adelante, no dejar entrever nada de la que sería la eterna amada de mi corazón, aun que no volviese a verla nunca más.
»¡Oh, tú, amigo de mi corazón! Tú sí que podrás comprender el estado en que me encontraba; no me reprendas; abandono todo para seguir las huellas de mi desconocida amada.
»En aquel estado de ánimo, la alegre compañía de los curlandeses me resultó muy desagradable, así es que sin que se dieran cuenta, una noche me escapé, dirigiéndome a B., siguiendo la corriente de mis pensamientos. Ya sabes que desde muy pronto he dibujado perfectamente; en B., bajo la dirección de un diestro maestro, empecé a pintar miniaturas, en poco tiempo progresé tanto que pude realizar mi oculto objetivo, dibujar dignamente el retrato más fiel de la desconocida. Secretamente, con las puertas cerradas, pinté el retrato. Ninguna mirada humana la ha visto jamás, ya que hice que pintaran un retrato igual, del mismo tamaño, y yo mismo coloqué el retrato de la amada debajo, y desde entonces lo llevo sobre mi pecho desnudo.
»Por primera vez en mi vida te he hablado del momento más importante de mi vida, tú ¡oh, Luis! eres el único al que he confiado mi secreto... ¡Pero hoy siento que un poder extraño y enemigo ha penetrado en mi interior!... Cuando me acerqué al Turco le pregunté pensando en la amada de mi corazón:
«—¿Volveré a vivir en el futuro unos instantes semejantes a los que viví y fui tan feliz?
»El Turco, como ya recordarás, trató de no darme respuesta y finalmente, como yo no cejase, dijo:
»—Mis ojos están fijos en tu pecho, pero el oro reluciente que está enfrente ofusca mi vista..., ¡vuelve el retrato!...
»No tengo palabras para expresarte el sentimiento que se apoderó de mí, y qué estremecimientos sentí. Ya puedes imaginarte en qué estado de emoción me encontré. El retrato permanecía sobre mi pecho, vuelto, tal como el Turco había dicho; sin querer le di la vuelta y repetí la pregunta, entonces la figura con tono severo dijo:
«—¡Desgraciado! ¡En el mismo instante en que vuelvas a verla, la perderás!
Trató Luis, con palabras animosas, de consolar al amigo, que permanecía sumido en profundas reflexiones, cuando fue interrumpido por varios de los conocidos que les acompañaban. Pronto se extendió por la ciudad el rumor de la respuesta que había dado el sabio Turco, y todos se devanaban los sesos por saber qué desgraciada profecía había podido desconcertar de ese modo a Fernando, siempre tan despreocupado; asediaron a los dos amigos con preguntas, y Luis se vio obligado, para salvar a Fernando de las exigencias que mostraba, de inventarse una vulgar aventura, que halló buena acogida, precisamente porque estaba muy lejos de la realidad.
Aquel grupo de amigos que animó a Fernando a visitar al extraordinario Turco solía reunirse una vez a la semana, así es que en la primera reunión volvió a hablarse del Turco, y como consecuencia trataron de sacarle algo a Fernando acerca de aquella aventura que le había dejado en un estado tan decaído, aunque en vano él tratase de ocultarlo. Luis dábase cuenta del trastorno que sentía su amigo al ver amenazado por un poder extraño y maligno el secreto de un amor fantástico que guardaba celosamente en lo más profundo de su pecho; también él, como Fernando, estaba convencido de que la penetrante mirada de aquel poder que traspasaba el misterio tenía capacidad de revelar la misteriosa relación que existe entre el futuro y el presente.
Aunque Luis creía en lo dicho por el oráculo, sin embargo, al conocer la despiadada y hostil revelación de un destino avieso que amenazaba a su amigo, concibió gran antipatía contra aquel ser humano escondido que se manifestaba a través del Turco. Frente a los innumerables admiradores de aquella obra de arte, se puso abiertamente en la oposición, y como alguien afirmase que en los movimientos naturales del autómata había algo especialmente imponente, lo que hacía que fuese mayor el efecto de las respuestas del oráculo, él, por el contrario, afirmó que encontraba algo ridículo en la forma que el honorable Turco tenía de girar las órbitas y de volver la cabeza, lo que dio lugar a que, debido a unas palabras de sorna que se le escaparon, el artista, que quizá era el mismo ser que obraba en el interior, se pusiera malhumorado, y como consecuencia, las respuestas que diera a continuación apenas si tuviesen sentido e interés alguno.
—Tengo que confesar —dijo Luis— que, nada más entrar, la figura me recordó por completo a un artístico cascanueces que me regaló un primo mío el día de Navidad, cuando era muy pequeño. El hombrecillo tenía un semblante de una seriedad extraordinariamente cómica, y por medio de una clavija que tenía en la cabeza, giraba los ojos, cuando cascaba una nuez dura, y al hacer esto, su figura entera se animaba como si estuviera viva, de una manera tan cómica, que yo me pasaba las horas enteras jugando con él, de forma que aquel enano entre mis manos se convertía en una figura viva.
»A partir de entonces todas las marionetas, por muy perfectas que fuesen me parecían como tiesas y sin vida, en comparación con mi maravilloso cascanueces. Mucho había oído hablar de los extraordinarios autómatas del Arsenal de Danzig, por lo que no dejé de acudir para verlos cuando hace unos años tuve ocasión de estar en Danzig. Apenas hube entrado en la sala, avanzó hacia mí un soldado teutónico y disparó su fusil al aire, y el disparo resonó en las amplias bóvedas, y aún hizo otros caprichosos juegos y divertimentos que realmente ya he olvidado, y que me sorprendieron, hasta que finalmente me condujeron a la sala en que el dios de la guerra, el temible Mavor, se encontraba rodeado de toda su corte.
»El mismo Marte en persona, vestido de manera grotesca, hallábase sentado en un trono adornado con armas de todas clases, rodeado de alabarderos y guerreros. Apenas nos acercamos al trono, dos soldados comenzaron a tocar sus tambores y los pífanos resonaron de un modo tan horrible, que era necesario taparse los oídos, a causa de aquel alboroto cacofónico. Hice notar que el dios de la guerra tenía una orquesta indigna de su Majestad, y me dieron la razón. Finalmente cesaron los tambores y los pífanos... y entonces los alabarderos comenzaron a volver la cabeza y junto con los guerreros, a marcar el paso, hasta que el dios de la guerra, después de haber girado los ojos numerosas veces, levantóse de su sitio y pareció que se dirigía hacia nosotros. Sin embargo, volvió a sentarse en su trono. Otra vez tocaron los tambores y los pífanos, hasta que de nuevo todo volvió a quedar como al principio, en un silencio absoluto.
»Después de ver todos estos autómatas, dije para mis adentros, al marcharme:
»—¡Me gusta más mi cascanueces!
Todos se rieron mucho, aunque estuvieron de acuerdo en que las consideraciones de Luis eran más divertidas que verdaderas, pues, haciendo caso omiso del singular ser que la mayor parte de las veces respondía por el autómata, y también aunque no fuese posible descubrir la relación del ser oculto con el Turco, que, no sólo hablaba a través de él, sino que motivaba sus movimientos, había que reconocer totalmente que el autómata era una obra maestra de la mecánica y de la acústica.
El mismo Luis tuvo que reconocerlo, y todos elogiaron unánimes al artista extranjero. A todo esto, un hombre de edad que, por regla general, hablaba muy poco, y que hasta la fecha no se había mezclado en la conversación, levantóse de la silla, según tenía costumbre de hacer cuando quería decir dos palabras, que, por cierto esta vez tenían relación con el asunto, y comenzó a decir así, de manera muy cortés:
—Señores, permitidme que os diga lo siguiente: Con gran acierto elogiáis la rara obra de arte que tanto nos atrae; injustamente dais la denominación de artista a ese hombre vulgar, que en realidad no tiene participación alguna en lo que tiene de más perfecto la figura, ya que ésta es la obra de un hombre experimentado en todas las artes, que desde hace muchos años se encuentra entre los muros de nuestra ciudad, y todos nosotros le conocemos y le tenemos en alta estimación.
Quedaron todos muy asombrados, y asediaron con preguntas al viejo, que continuó diciendo:
—No es otro, sino el Profesor X. El Turco llevaba aquí dos días, sin que nadie hubiera tenido la menor noticia de él, cuando el Profesor X manifestó que todo lo referente a los autómatas le interesaba muchísimo. Apenas oyó un par de respuestas del Turco, que, tomando aparte al artista, le dijo al oído algunas palabras. Éste, palideciendo, cerró la habitación en que estaba, para estar a salvo de los pocos curiosos que hasta entonces allí se encontraban. Los carteles de anuncio desaparecieron de las esquinas de las calles, y no se volvió a saber más del sabio Turco, hasta que pasados catorce días, volvió a verse un anuncio y apareció el Turco con una nueva y hermosa cabeza, y en la disposición en que está en la actualidad, lo que para vosotros es un enigma indescifrable. Desde entonces todas las respuestas son ingeniosas y profundas.
»No cabe la menor duda de que todo esto es obra del Profesor X, ya que el artista durante todo el tiempo que no mostró a su autómata, diariamente estaba con el Profesor X, y por cierto durante varios días en el cuarto del hotel, donde también estaba la figura. Por otra parte, señores míos, ya tenéis conocimiento de que el propio Profesor X está en posesión de uno de los autómatas musicales más preciosos que se conocen, y que desde hace mucho tiempo mantiene correspondencia con el Consejero B. acerca de toda clase de artes mecánicas y mágicas. Todo esto es suficiente para demostrar que sólo a él se debe la capacidad de sorprender al mundo en el más alto grado. Él, sin embargo, trabaja y crea en secreto, y sólo enseña su obra singular a quienes realmente se interesan por ella.
En efecto, todos sabían que la especialidad del Profesor X eran la física y la química, y aunque luego empezara a ocuparse de obras de arte mecánicas, ninguno del grupo pudo sospechar que tuviera influencia en el sabio Turco. Únicamente conocían de oídas el gabinete artístico que había mencionado el viejo.
Fernando y Luis, al escuchar el informe que dio el viejo acerca del Profesor X, y sobre su influencia y participación en el autómata extranjero, se sobresaltaron.
—No he de ocultarte —dijo Fernando— que entreveo una débil esperanza y posibilidad de hallar una huella del misterio que me atormenta tan cruelmente, si tengo la oportunidad de entrar en contacto con el Profesor X.
»Incluso hasta es posible que la suposición de que exista una relación maravillosa entre yo mismo y el Turco, o mejor dicho la persona escondida que le utiliza como órgano de sus sentencias proféticas, pueda servirme de consuelo y él llegue a atenuar el efecto de la impresión que me han hecho las espantosas palabras. Estoy decidido, con el pretexto de ver su autómata, a trabar conocimiento con este hombre misterioso, y como sus obras de arte, ya lo has oído, son musicales, creo que también será interesante que me acompañes.
—¡Cómo si no fuera bastante la oportunidad que tengo de prestarte ayuda y consejo en esta situación en que te encuentras! Precisamente hoy, al oír al viejo hablar de la influencia que el Profesor X ha tenido en la máquina automática, se me han pasado por la cabeza algunas ideas, y no voy a mentirte si te digo que sería muy posible que por un medio indirecto lograse saber algo que nos interesa mucho. Para tener la solución del enigma ¿no crees que podría haberse dado el caso de que la persona invisible hubiera visto el retrato que llevas en el pecho, y hubiera imaginado una afortunada combinación que tuviera todas las apariencias de ser acertada? Con el cruel vaticinio, quizá se vengase de nuestra petulancia, cuando nos burlamos de la sabiduría del Turco.
—Ya te he dicho —repuso Fernando— que ningún ser humano ha visto el retrato, a nadie le he contado el suceso aquel..., ¡así es que es imposible que el Turco se haya informado de todo por un procedimiento normal!... quizá sea más fácil estar próximos a la verdad por medio de un camino indirecto.
—Yo creo —dijo Luis— que nuestro autómata, por mucho que hayamos afirmado lo contrario, es uno de los más extraordinarios fenómenos que jamás se ha visto, y todo demuestra que la persona que dirige todo este artificio es poseedor de profundos conocimientos, más de los que pueden imaginar los papanatas que sólo admiran el prodigio. La figura no es más que una forma inventada para comunicarse, y no se puede negar que el aspecto y los movimientos del autómata son de lo más apropiado para fijar la atención en lo misterioso que encierra, y sobre todo para poner en tensión al que pregunta conforme a los deseos del que responde.
»Es un hecho comprobado que dentro de la figura es imposible que se esconda ningún ser humano, así es que cuando creemos escuchar las respuestas de boca del Turco, sin duda alguna que se debe a un efecto acústico; ahora bien, cómo se efectúa esto, en qué posición se encuentra la persona que responde, qué le permite ver al que pregunta, ésa es la cuestión, que me parece un enigma; es posible que sólo dependa de unas buenas condiciones acústicas y mecánicas y de una agudeza extraordinaria, o mejor dicho, puede ser la consecuencia de la agudeza del artista que no ha desaprovechado ningún medio para embaucarnos.
»He de confesar que la solución de este misterio me interesa menos que saber los medios de los que se vale el Turco para penetrar y ver el alma del que pregunta, y, sobre todo, como tú muy bien has dicho antes, para adentrarse en lo más profundo de nuestro ánimo. Da la sensación de que el ser que responde, valiéndose de un medio desconocido, ejerce una influencia psíquica sobre nosotros, y es más, logra establecer una relación espiritual que se apodera de todo nuestro espíritu y domina de tal forma nuestra personalidad que, no obstante ser difícil que nuestro secreto se manifieste con claridad, logra provocar una especie de éxtasis, una relación intensa con este extraño principio espiritual que reside en nuestro interior, iluminándolo y haciendo que se manifieste.
»Este poder psíquico es el que hace vibrar las cuerdas que existen en nuestro interior, y que apenas vibraban y resonaban, y es entonces cuando percibimos claramente sus puros acordes; es posible que seamos nosotros mismos quienes nos demos la respuesta, al despertar esa voz interna mediante el extraño principio espiritual, y que los confusos presentimientos tomen forma en el pensamiento y se conviertan en sentencias de oráculo, de igual modo que, a menudo, durante el sueño, una voz extraña nos alecciona sobre algunas cosas que desconocemos o que están dudosas, y esta voz nos parece que procede de un ser extraño, cuando en realidad procede de nuestro interior y se manifiesta en palabras clarísimas.
»Por otra parte, es evidente que el Turco —y al decir esto, como es natural, me refiero al ser que se esconde dentro de él— no siempre tiene necesidad de establecer una relación psíquica con el que pregunta. Más de cien de los que preguntan son tratados superficialmente, como merece su personalidad, y a veces basta una ocurrencia cualquiera para que la agudeza natural o la viveza espiritual del ser que contesta llegue a la cumbre, aunque no sea excesivamente profunda la pregunta.
»Cuando el carácter del que pregunta es muy exaltado, el Turco se las arregla de tal modo que encuentra los medios de establecer esa relación psíquica que da la posibilidad de que la propia persona que pregunta se conteste a sí misma, desde su interior. La indecisión de que da muestras, a veces, el Turco al responder a las preguntas muy profundas quizá sea sólo un pretexto para ganar tiempo y poder lograr los medios de que se vale. Ésa es mi opinión, de todo corazón te lo digo, ya veis, pues, que el artificio no me resulta tan despreciable como hoy trataba de haceros creer..., quizá es que tomo la cosa muy en serio..., ¡sin embargo, no quiero ocultarte que, aunque estés de acuerdo conmigo, no habremos logrado nada para nuestra propia tranquilidad!
—Te equivocas, amigo mío —repuso Fernando—, precisamente porque tus ideas concuerdan con las mías y con lo que yace oscuramente en el fondo de mi alma, me siento perfectamente tranquilo; ahora sé que esto es sólo cosa mía, y que mi secreto no será desvelado, pues mi amigo lo guardará fielmente, como algo sagrado. Sin embargo, voy a decirte ahora un detalle muy especial, que había olvidado. Cuando el Turco pronunció las palabras fatales, tuve la sensación de oír resonar la melodía: Mio ben ricordati s'avvien ch'io mora, en tonos entrecortados... y luego creí oír un largo acorde de aquella voz divina que escuché aquella noche.
—Entonces no quiero ocultarte —dijo Luis— que, precisamente cuando escuchaste la respuesta que te dio en voz baja, tenía yo, casualmente puesta la mano sobre la barandilla que rodea el artificio mecánico; sentí que mi mano se estremecía y yo también tuve la sensación de que algo musical, como una especie de cántico, inundaba la habitación. No presté apenas atención, pues, como bien sabes, mi fantasía está siempre henchida por la música, de aquí que puedan siempre confundirse mis sentidos, aunque sí me sorprendió vivamente observar la misteriosa relación que tenían aquellos tonos resonantes con el suceso de D., que te llevó a ver al Turco y a hacerle tu pregunta.
Fernando consideró como una prueba de la relación psíquica que existía entre él y su querido amigo el que también éste hubiese oído el mismo tono, y como siguiera meditando acerca del misterio de las relaciones psíquicas y del principio espiritual que daba resultados tan prodigiosos y vivos, finalmente viose libre de la pesada carga que oprimía su pecho desde que recibiera la respuesta, y sintió valor para enfrentarse con el destino: «¿Acaso puedo perderla —se decía— si reina eternamente en mi pecho y su existencia se afirma de modo tan intenso, que sólo podrá perecer con mi vida?»
Con la esperanza de encontrar la solución a las suposiciones que ambos consideraban como verdaderas, fueron a ver al Profesor X. Encontráronse con un hombre muy anciano, vestido a la antigua, de aspecto simpático, cuyos ojillos grises miraban de un modo penetrante y molesto, y en cuyos labios se insinuaba una sonrisa sarcástica.
Cuando manifestaron su deseo de ver al autómata, les dijo:
—¡Vaya! ¿Son ustedes acaso aficionados a los artificios mecánicos o quizá diletantes? Entonces van ustedes a encontrar lo que no encontrarían en toda Europa, y ni siquiera en el mundo entero.
La voz del Profesor cuando hablaba de su artificio mecánico tenía algo muy desagradable, era voz de tenor, con una disonancia chillona del estilo de los charlatanes. Armando mucho ruido, sacó la llave y fue a abrir la suntuosa sala, elegantemente adornada. En medio de ella había un gran piano de cola, al lado del cual se hallaba la imponente figura de un hombre con una flauta en la mano; a la izquierda una figura de mujer estaba sentada ante un instrumento parecido a un piano, detrás del cual había dos niños con un gran tambor y un triángulo. Al fondo pudieron ver los dos amigos la orquesta que ya conocían y a lo largo de las paredes numerosos relojes.
El Profesor pasó por delante de la orquesta y de los relojes, sin apenas rozar los autómatas; luego sentóse al piano de cola y empezó a tocar pianissimo el andante de una marcha. A la repetición, el flautista se puso la flauta en la boca y tocó el mismo tema, luego el muchacho, llevando el compás, tocó suavemente el tambor, mientras el otro agitó el triángulo muy ligeramente, de modo imperceptible. Al instante, la joven prorrumpió en acordes al tiempo que al tocar las teclas hacía sonar unos tonos parecidos a los de una armónica.
Cada vez iba animándose más la sala, los relojes, uno tras otro, marcaban con una precisión rítmica, el muchacho tocaba cada vez más fuerte el tambor, el triángulo resonaba en la habitación, hasta que finalmente la orquesta resonó a bombo y platillo un fortissimo, de tal modo que todo tembló y se estremeció, hasta que el Profesor dio un acorde final en su piano.
Los amigos dispensaron al Profesor los aplausos que parecía exigir con su astuta mirada, sonriente y llena de satisfacción, y ya se disponía a tocar otras producciones musicales del mismo estilo, y se acercaba a los autómatas, pero los dos amigos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, dieron como pretexto al mismo tiempo un urgente negocio que les impedía permanecer más, abandonando, pues, al mecánico y a sus máquinas.
—¿No te parece que ha sido extraordinariamente artístico y bello? —preguntó Fernando, pero Luis le interrumpió muy encolerizado diciendo:
—¡Maldito Profesor... cómo nos ha engañado! ¿A ver, dónde está la solución que buscábamos? ¿Qué se ha hecho de la conversación que pensábamos mantener con él, para que el Profesor nos adoctrinase como a los discípulos de Sais?
—Bueno —repuso Fernando—, pero entretanto hemos tenido ocasión de ver unos artificios mecánicos, ¡y hasta incluso desde el punto de vista musical, ha sido interesante! Evidentemente el flautista es la famosa máquina de Vaucason, y el mecanismo que rige el movimiento de sus dedos es también el mismo que el de la figura femenina que sabe sacar esos acordados sonidos a su instrumento. Realmente el engranaje de las máquinas es extraordinario.
—¡Eso es precisamente lo que me vuelve loco! —repuso Luis—. Ya me han vapuleado y golpeado bien la música de todas esas máquinas, incluida la música que el Profesor ha tocado al piano, y la tengo tan metida en los huesos que será difícil que la olvide. Incluso la semejanza de los seres humanos con estas figuras sin vida, que imitan sus movimientos y sus acciones, me resulta algo horrible, siniestro e insoportable. Por supuesto que puedo imaginar la posibilidad de que estas figuras se muevan por medio de un mecanismo interior oculto que hasta les permita bailar artísticamente, y hasta darse el caso de que bailen con seres humanos y den vueltas y hagan reverencias, y hasta que el danzarín vivo enlace a la bailarina de madera y gire con ella. Pero, dime, ¿crees tú que podrías resistir verlo más de un minuto sin que te sobrecogiera un terrible espanto? Añádase a esto que la música mecánica me parece algo infernal y espantoso, y que, en mi opinión, una buena máquina de hacer medias sobrepasa con mucho al más perfecto y hermoso reloj de sonería.
»¿Crees que es, acaso, solamente el aliento que sale de su boca, con el que sopla los instrumentos de viento, y los ágiles dedos articulados que hacen brotar los tonos de las cuerdas, con ese poderoso encanto que despierta en nosotros un inefable y desconocido sentimiento, lo que nos hace presentir un mundo espiritual en la lejanía, al que aspira todo nuestro ser ardientemente? ¿No será, más bien, que ese espíritu se sirve de aquel órgano físico que es el autómata, para que lo que existe en su interior salga a la luz del día y resuene de forma que todos puedan oírlo, despertando al mismo tiempo idénticas resonancias, y luego, en armoniosa música, descubran al espíritu ese reino maravilloso, de donde proceden los acordes como encendidos rayos?
»Por medio de válvulas, resortes, palancas, rodillos, y toda clase de piezas mecánicas para lograr efectos musicales, se hace esta absurda experiencia de tratar de lograr únicamente con objetos lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimientos. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimiento alguno, por lo cual realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música, de lo que se deduce que siempre tocará mejor el músico más insensible que la máquina más perfecta, ya que es de suponer que en algún instante logre despertar una momentánea emoción, lo que, evidentemente, nunca sucederá con la máquina.
»Los esfuerzos del mecánico para imitar a los órganos humanos y lograr tonos musicales por medio de mecanismos me parece que son una especie de guerra declarada contra el principio espiritual, que resplandece aún más a medida que se le oponen estas fuerzas; de ahí que prefiera una máquina construida conforme a los principios mecánicos, bien sea la más perfecta o la peor, por ejemplo un organillo, que se vale de un mecanismo para poner en movimiento lo mecánico, antes que al flautista de Vaucason y a la tocadora de la máquina armónica.
—He de reconocer que estoy de acuerdo contigo —dijo Fernando—, pues has expresado en palabras, con gran claridad, lo que yo hace tiempo sentía, sobre todo hoy cuando fuimos a ver al Profesor. Aunque no vivo y siento la música como tú, y aunque no soy tan sensible a toda clase de faltas, sin embargo, siempre me ha desagradado mucho lo muerto y lo rígido de las máquinas musicales. Todavía me acuerdo, cuando era pequeño, del malestar que me provocó un gran reloj de arpa (en casa de mi abuelo), cuando tocaba una musiquilla al dar la hora. Es un lástima que estos hábiles mecánicos dediquen todos sus esfuerzos a estos odiosos juguetes, en vez de emplearlos en el perfeccionamiento de los instrumentos musicales.
—Es cierto —repuso Luis— sobre todo por lo que respecta a los instrumentos de tecla donde hay tanto que hacer, y que ofrecen un vasto campo a los mecánicos tan diestros. Realmente es asombroso cuánto se ha progresado, por ejemplo en el piano de cola, en cuya estructura tanto influjo tienen el tono y la forma de tratarlo.
»Así pues, ¿no será, acaso, el mejor mecánico musical el que escuche los sonidos característicos de la Naturaleza, el que investigue los sonidos que pueblan los más heterogéneos cuerpos, para luego tratar de fijar esta misteriosa música en un órgano o instrumento que se adapte a la voluntad de los hombres y resuene a su contacto? Todos los ensayos que se han hecho para lograr sonidos y vibraciones por otros medios que los comunes, o sea mediante cilindros de vidrio y de metal, y por hilos de cristal, por barras de mármol, me parecen notables y dignos de consideración, y todos los progresos que se hacen en este sentido para profundizar en los secretos acústicos que yacen escondidos en toda la Naturaleza considero que más que ser un intento de ostentación o ansia de dinero tienden hacia la búsqueda de la perfección, mediante una invención lograda, lo cual es de alabar.
»De aquí resulta que, en tan poco tiempo, hayan surgido tantos instrumentos nuevos, con nombres nuevos y ostentosos, los cuales en seguida desaparecen, cayendo en el más absoluto olvido.
—La mecánica musical de que hablas —dijo Fernando—verdaderamente es muy interesante, aunque no acabe de comprender bien cuál sea el objetivo o la finalidad de todos los esfuerzos.
—Todo ello no tiene por objeto —repuso Luis— que el hallazgo del tono más perfecto; por mi parte creo que el tono es más perfecto conforme se aproximan a los misteriosos sonidos de la Naturaleza, que aún no han acabado de brotar de la tierra.
—Aunque yo no he profundizado en estos misterios —dijo Fernando—, te confieso que no te comprendo bien.
—Déjame que te lo explique un poco mejor —continuó diciendo Luis— tal como lo concibo.
»En los tiempos aquellos en que la raza humana vivía en santa armonía con la Naturaleza, y quiero servirme de la expresión de un inteligente escritor (Schubert en sus «Ensayos sobre los aspectos nocturnos de las ciencias naturales»), en la plenitud del don divino de la profecía y de la poesía, cuando la Naturaleza dominaba el espíritu de los hombres, y no a la inversa, y esta madre Naturaleza seguía alimentando desde lo más profundo de su existencia al hijo extraordinario que había engendrado; entonces también le acunaba con la sagrada música en eterno entusiasmo, y los maravillosos sonidos eran anuncio del secreto de su eterna actividad.
»Un eco de la misteriosa profundidad de aquellos tiempos es la legendaria creencia de la música de las esferas que, cuando yo era pequeño y leí por primera vez el sueño de Escipión, me llenaba de tan profundo recogimiento, que más de una vez en las silenciosas noches iluminadas por la luz de la luna me ponía a escuchar para ver si oía resonar los maravillosos acordes en las ráfagas del viento. Con todo, aún no han desaparecido de la tierra esos sonidos de la Naturaleza, de los que te acabo de hablar, pues ¿qué otra cosa es esa música aérea o las voces diabólicas de Ceilán que mencionan algunos escritores y que tienen un influjo tan grande sobre el ser humano, y hasta los observadores más tranquilos, cuando la oyen, se sienten sobrecogidos por un profundo terror y una compasión inmensa, al oír los sonidos que emite la Naturaleza, imitando los quejidos y lamentos humanos? Para decir verdad, yo mismo pasé por una experiencia semejante en mi juventud, en la proximidad de Kurisches Hoff en Prusia Oriental. Era ya muy avanzado el otoño, cuando me detuve unos días en una granja de aquella región, y en el silencio de la noche, al soplar suavemente el viento, escuché con toda claridad apagados sonidos de órgano, y a veces el sonido vibrante de campanas lejanas. A menudo podía diferenciar claramente el fa y el do, y hasta escuchaba el mi bemol, de tal modo que el penetrante acorde de la séptima alcanzaba tonos de la más profunda queja, y estremecía mi pecho con el más terrible dolor, incluso con espanto.
»A medida que nacen, van en aumento y se expanden esos sonidos de la Naturaleza, vemos que hay algo que irresistiblemente se apodera de nuestro ánimo, y el instrumento de que se vale tiene el mismo efecto sobre nosotros. Creo que la máquina armónica es el instrumento que tiene mayor parecido con esos tonos; además, precisamente este instrumento que imita de modo tan extraordinario los sonidos que emite la Naturaleza y que obra un efecto tan poderoso sobre nuestro ánimo no se deja sentir cuando hay ostentación y superficialidad, sino únicamente cuando reina una sagrada sencillez. Desde este punto de vista también hay que considerar el instrumento recién inventado que se llama armonium que, en lugar de valerse de campanas, se vale de un misterioso mecanismo que, sólo con apretar las teclas y dar vueltas a un cilindro, hace vibrar y resonar las cuerdas. El que toca puede dominar, de este modo, mucho mejor que con la máquina armónica, los sonidos que nacen, aumentan y se expanden, y puede decirse que todavía no se ha encontrado un instrumento que haya llegado con mucho a lo que puede hacer el armonium.
—He oído hablar de este instrumento —dijo Fernando— y he de confesar que sus tonos me han impresionado vivamente, a pesar de que el artista no lo tocaba muy bien. Por lo demás, te comprendo, aunque no acabo de ver bien la relación que existe entre esos sonidos de la Naturaleza, de los que hablas, con la música que hacemos por medio de instrumentos.
—¿No pudiera suceder, acaso —repuso Luis—, que la música que yace en el interior de nuestro ser fuera diferente de la que se esconde en la Naturaleza como un profundo secreto, y que únicamente resonase a través del órgano de los instrumentos, como bajo la presión de un poderoso sortilegio, del que somos dueños? Pero, únicamente cuando el espíritu obra en toda su pureza psíquica, o sea en sueños, se rompe el hechizo, y entonces hasta podemos escuchar en los conciertos de instrumentos conocidos esos sonidos de la Naturaleza y hasta percibimos cómo se engendran en el aire y luego flotan ante nosotros y se difunden y resuenan.
—Estoy pensando en las arpas eólicas —dijo Fernando, interrumpiendo a su amigo—. ¿Qué piensas de esa ingeniosa invención?
—El intento de hacer brotar sonidos y tonos de la Naturaleza —repuso Luis— me parece algo extraordinario y digno de admiración, únicamente creo que hasta ahora sólo se le ha ofrecido un mezquino juguete, que la mayor parte de las veces ella destroza en un momento de mal humor. He leído que están mucho mejor ideadas las arpas del viento que todas las arpas eólicas, que, al dejar pasar el viento, se convierten en una especie de juguete infantil. Las arpas del viento consisten en gruesos alambres tendidos en extensos espacios, que se ponen a vibrar al contacto con el aire, resonando poderosamente. Es aquí, sobre todo, donde un buen físico o un buen mecánico pueden encontrar un campo apropiado, es más, creo que con el avance que han experimentado las ciencias y la investigación, penetrando en los sagrados misterios de la Naturaleza, podremos llegar a percibir y ver a la luz del día las cosas que hemos presentido.
De pronto cruzó el aire un extraño sonido que, a medida que se hacían más poderosos sus acordes, recordaba el tono de una máquina armónica. Los amigos se sobrecogieron, y quedaron como pegados al suelo; luego, el mismo tono se convirtió en la melancólica melodía de una voz de mujer. Fernando, cogiendo la mano de su amigo, la apretó con una contracción sobre su pecho, pero Luis, temblando, musitó en voz baja: «Mio ben ricordati s'avvien ch'io mora». Encontrábanse, entonces, a las afueras de la ciudad, a la entrada de un jardín rodeado de una alta empalizada y de árboles; justamente ante ellos estaba sentada sobre la hierba una niñita muy mona que, dando un salto, dijo: «¡Ay, qué bien ha vuelto a cantar la hermanita, voy a llevarle una flor, pues sé muy bien que, en cuando ve los claveles, canta mucho mejor y más tiempo!».
Abalanzóse, con un gran ramo en la mano, hacia el jardín, dejando la puerta abierta, de modo que los amigos pudieron mirar dentro. Pero cuál no sería su sorpresa, e incluso un escalofrío les recorrió el cuerpo, cuando vieron allí al Profesor X, que estaba en medio del jardín, a la sombra de un fresno. En lugar de aquella sonrisa irónica que predisponía en contra suya, su semblante denotaba una profunda melancolía y seriedad, y su mirada dirigida hacia el cielo parecía contemplar beatíficamente el presentido más allá, que se escondía entre las nubes, y del cual daban noticia aquellos maravillosos sonidos que traía el hálito del viento a través del aire. De pronto, púsose a caminar a grandes pasos arriba y abajo del sendero, y en todos sus movimientos había algo vivo y animado. Por doquier resonaban notas de cristal refulgente, entre los oscuros arbustos y entre la arboleda, y como en un torrente de llamas de fuego que se extiende, aquel maravilloso concierto penetraba en su ánimo, encendiendo deliciosos anhelos celestiales. Hízose de noche y el Profesor desapareció tras de la empalizada, y los tonos fueron apagándose en un pianissimo. Entonces, en profundo silencio, los amigos se encaminaron hacia la ciudad. Como Luis fuese a despedirse de su amigo, Fernando, oprimiendo su brazo, le dijo:
—¡Ayúdame..., ayúdame...! ¡Tengo la sensación de que hay en mi interior una fuerza extraña que remueve las cuerdas ocultas de mi ser y las hace resonar a su antojo hasta hacerme perecer! ¿Acaso esa odiosa ironía con que nos recibió el Profesor en su casa no era la expresión del principio enemigo, y, acaso, no ha tratado de despacharnos con sus autómatas, para evitar cualquier relación conmigo?
—Es posible que tengas razón —repuso Luis— pues yo también tengo el presentimiento de que en cierto modo, aunque para nosotros sea un enigma indescifrable, el Profesor tiene parte en tu vida, o mejor dicho, en la misteriosa relación psíquica que tienes con esa mujer desconocida. Quizá él mismo, en contra de su voluntad, sea como un principio enemigo y sirva para combatir estas relaciones vuestras, y de ahí que le resulten odiosas tus amistades, ya que te afianzan contra tu fuerza psíquica y su voluntad, y más que nada te reafirman en tu relación con ella.
Los amigos decidieron no ahorrar ningún medio de aproximarse al Profesor para desentrañar el enigma que afectaba tan profundamente la vida de Fernando. A la mañana siguiente una segunda visita al Profesor X les llevó más lejos, pues Fernando recibió, inesperadamente, una carta de su padre, en la que le decía que se dirigiese, sin pérdida de tiempo, hacia B., así es que en pocas horas éste salió apresuradamente en caballo de postas, no sin antes asegurar a su amigo que nada le podría detener, y que regresaría a J. pasados catorce días.
Interesante en alto grado le resultó a Luis que, después de irse Fernando de viaje, pudo enterarse, por medio de aquel anciano que anteriormente había hablado de la participación activa del Profesor X en el Turco, que el Profesor X hacía todos estos artificios mecánicos por pura afición y capricho, pues realmente el objetivo de todas sus investigaciones eran las ciencias naturales.
El anciano elogió, sobre todo, las invenciones del Profesor referentes a la música, aunque hasta ahora no se les había comunicado nada. Su laboratorio secreto era un hermoso jardín, próximo a la ciudad, y a menudo quienes paseaban por allá habían oído resonar extraños sonidos y melodías, como si el jardín estuviera habitado por hadas y espíritus.
Pasaron los catorce días, pero Fernando no regresó. Por fin, dos meses después, Luis recibió una carta desde B. cuyo contenido era el siguiente:
«Lee y asómbrate, y entérate de lo que quizá habrás sospechado después de haber visitado al Profesor X, como me supongo que habrás hecho. En el pueblo de R, mientras cambiábamos los caballos, permanecí insensible, contemplando el paisaje. He aquí que pasa un coche y se detiene justamente ante la iglesia que estaba abierta; desciende de él una damita vestida con sencillez, a la que sigue un hombre joven y apuesto, con uniforme de cazador ornado de galones; luego dos hombres descienden de un segundo coche. El dueño de las postas comenta:
»"Ésta es la pareja forastera que hoy casa el pastor".
»De un modo mecánico me dirijo hacia la iglesia y entro justamente cuando el clérigo va a darles la bendición y termina la ceremonia. Miro y veo que la novia es la cantante, ella me mira, palidece y se desmaya, el hombre que está detrás de ella es el Profesor X.
»No sé más, no sé lo que sucedió después, ni tampoco cómo llegué hasta aquí, podrás saberlo por el Profesor X. Ahora siento en mi alma un bienestar y una alegría inusitados. El fatal oráculo del Turco era una condenada mentira, engendrada ciegamente a tientas, con falsas antenas. ¿Acaso la he perdido? ¿No será en el interior de mi ser eternamente mía? Tardarás mucho tiempo en saber de mí, pues me dirijo a K., y luego quizá vaya muy al Norte, hacia R».
Las palabras de su amigo sirvieron a Luis para ver claramente en qué estado de trastorno se encontraba su espíritu. Mucho más enigmático le resultó el resto, cuando se enteró de que el Profesor X no había abandonado la ciudad. «¿Y si fuera todo —pensó para sus adentros— el resultado del conflicto de extrañas asociaciones psíquicas que tienen lugar entre varias personas, y que una vez en nuestras vidas, atraen a su círculo algunos hechos independientes, de forma que los sentidos engañados lleguen a considerar las alucinaciones como ajenas a él? ¡Espero, sin embargo, que la alegría de la vida que yo siento en lo más hondo de mi ser quizá pueda servir de consuelo a mi amigo! El fatal oráculo del Turco se ha cumplido, y posiblemente, al cumplirse, ha desviado a tiempo el golpe aniquilador que le amenazaba».
—Y ahora, ¿qué? —dijo Otomar, cuando Teodoro se calló repentinamente—. ¿Esto es todo? ¿Ésta es la explicación que das? ¿Qué fue de Fernando, del Profesor X, de la bella cantante, del oficial ruso?
—¿No os he dicho de antemano que sólo era un fragmento lo que os iba a ofrecer? Aparte de eso, me parece que la historia del Turco parlante ya desde el principio fue esbozada de una manera fragmentaria. Quiero decir que la fantasía del lector o del oyente, al recibir poderosos impulsos, puede desplegarse luego a su voluntad. Pero, mi querido Otomar, si quieres quedarte tranquilo y saber cuál fue el destino de Fernando, recuerda la conversación sobre la ópera que leí hace poco. Es el mismo Fernando vivito y coleando el que aparece en escena, con todo su alegre ímpetu; lo que aquí ha sucedido pertenece a un período anterior de su vida, y sin duda alguna que todo le fue bien a este amante sonámbulo.
—A esto deberá añadirse —continuó diciendo Otomar—que a nuestro Teodoro desde siempre le ha gustado mucho avivar poderosamente nuestra fantasía con toda suerte de extravagantes historias, para luego interrumpirlas bruscamente. Llegará un día en que todos se quejarán de sus mixtificaciones. Hay que reconocer que desde hace tiempo toda su obra aparece de modo fragmentario. A veces, lee segundas partes sin preocuparse del principio ni del final, y en las representaciones sólo ve el segundo y el tercer actos, y así por el estilo.
—Aún conservo esta tendencia —dijo Teodoro—. No hay cosa que más me contraríe cuando leo un relato o una novela que ver el suelo en el que se edifica ese mundo fantástico, barrido al final, con una escoba histórica, que deja todo limpio, sin un granito, sin una mota de polvo, que no hay posibilidad alguna cuando se regresa a casa de sentir ni siquiera deseos de mirar entre las cortinas. En cambio, el fragmento de una historia ingeniosa impresiona mi alma de tal modo que da pie a la fantasía para tomar impulso, y el goce es más duradero. ¡A quién no le habrá pasado eso con la joven morena de Goethe!... A mí, sobre todo, ese fragmento de Goethe, del maravilloso cuento donde relata lo de la mujercita que lleva al viajero en una cajita, ¡siempre me ha producido un placer indescriptible!
—Basta —dijo Lotario, interrumpiendo al amigo—, basta; no hablemos más del Turco parlante, con esto ya está la historia terminada.