miércoles, 24 de julio de 2024

Azathoth. H.P. Lovecraft (1890-1937)

Cuando la vejez se derramó sobre el mundo, y la maravilla abandonó las mentes de los hombres; cuando ciudades grises elevaron altas torres, sombrías y lúgubres, bajo cuyos mantos nadie puede soñar con el sol, o los campos florecientes de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su alfombra de belleza, y los poetas no cantaron sino fantasmas distorsionados, vistos con ojos legañosos; cuando estas cosas hubieron pasado, y los anhelos infantiles se esfumaron para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo..

Poco hay registrado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al Mundo Despierto, aunque se cree que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros, donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se debatía diariamente entre sombras y alborotos, volviendo al hogar durante el atardecer, a una habitación cuya ventana no se abría sobre hierbas y árboles, sino a un brumoso patio, sobre el que muchas otras ventanas se abrían en penosa desesperación.

Desde aquella ventana sólo se divisaban muros y ventanas, salvo que uno se inclinara para atisbar hacia las alturas, hacia las tímidas estrellas que allí habitaban. Y ya que tanto los desnudos muros como las ventanas conducen pronto a la locura (al hombre que lee y sueña demasiado), el inquilino de esta habitación solía asomarse noche tras noche, observando las alturas para vislumbrar alguna diminuta parte de las cosas que estaban más allá del Mundo Despierto.

Con el correr de los años, fue conociendo a los astros de curso lento por su nombre, y a seguirlos con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin, sus ojos se abrieron a esa infinidad de secretos paisajes, cuya existencia, la mirada vulgar jamás repara.

Cierta noche, los cielos cubiertos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del Solitario observador, para fundirse con la atmósfera viciada de su alcoba, y hacerle partícipe de sus ominosas maravillas.

Sobre la habitación arribaron ignotas corrientes de crepúsculos violetas, resplandeciendo con nubes de oro; huracanes de oro y fuego arremolinándose desde los más profundos espacios, inundados con perfumes de Más Allá de los universos. Mares opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, cobijando entre sus revoluciones extraños peces y ninfas marinas de olvidados abismos.

La silenciosa eternidad giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no registrados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron a reunirse con los Sueños por los que tanto había suspirado, los Sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo depositaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera verde, exuberante, exhalando dulces fragancias por los capullos de lotos y sembrado de rojos camalotes...


El barranco de las tres colinas. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

En los extraños tiempos en que los sueños fantásticos y los caprichos locos se realizaban en las circunstancias reales de la vida, dos personas se encontraron a una hora y en un lugar prefijado. Una era una dama de formas graciosas y hermosos rasgos, aunque pálida, apesadumbrada y golpeada en sus años de plenitud por un morbo imprevisto. La otra, una anciana harapienta, fea de aspecto y tan marchita, consumida y decrépita que el mero lapso de su decadencia debía de exceder el término común de una existencia humana. Tres pequeñas colinas se alzaban una junto a otra, y en medio de ellas se abría un barranco, casi circular, de sesenta o setenta metros de ancho y con tal profundidad que un cedro majestuoso apenas se habría dejado ver por encima del borde. Pinos enanos menudeaban en las colinas y cubrían en parte el límite superior de la hondonada intermedia, en cuyo interior nada había salvo la parda hierba de octubre y, aquí y allá, algún tronco caído hacía largo tiempo, enmohecido y sin verde retoño alguno en sus raíces. Uno de estos leños corrompidos, antes un roble imponente, yacía cerca de una poza de mansa agua verde que había al fondo de la hondonada. Escenarios como éste (cuenta la tradición antigua) fueron en un tiempo refugio de un Poder del Mal y de sus súbditos jurados, y se decía que allí se reunían, a medianoche o en el crepúsculo vespertino, en torno a la sima encharcada para perturbar el agua pútrida ejecutando un impío rito baustimal. Ahora, la fría belleza de un ocaso de otoño doraba las cumbres de las Tres Colinas, de donde un tinte más pálido se derramaba hasta el barranco por las laderas.

―De acuerdo con tus deseos ―dijo la vieja― he aquí que hemos venido a reunirnos. Deprisa: di qué quieres de mí, que no podemos demorarnos más de una hora.

Mientras decía esto, una sonrisa titiló en su cara mustia como una lámpara en la pared de un sepulcro. Temblando, la dama alzó la vista al borde del barranco, como si meditara la posibilidad de marcharse sin haber logrado su próposito. Pero no estaba ordenado así.

―Ya sabe usted que soy una extranjera en esta comarca ―dijo al fin―. No importa de dónde vengo, he dejado atrás a quienes más íntimamente me enlazaba el destino y estoy separada de ellos para siempre. Pero siento en el pecho un peso que no cede y he venido a preguntar cómo viven.
―¿Y quién hay en esta charca verde que puede traerte nuevas del confín de la Tierra?―clamó la vieja escrutándole el rostro―. No será de mis labios que las oigas. Pero atrévete, y antes de que la luz del día se apague en aquella cumbre te será concedido el deseo.
―Haré su voluntad aunque muera ―replicó desesperada la dama.

La vieja se sentó en el tronco caído, apartó la capucha que le amortajaba los grises mechones e indicó a su compañera que se acercase.

―Híncate ―dijo― y apoya la cabeza sobre mis rodillas.

Aunque la otra dudaba, la angustia que tan largamente había ardido dentro de ella se redobló. Al arrodillarse, hundió en la charca la orla del vestido. Apoyó la frente en las rodillas de la vieja, y ésta, cubriéndole el rostro con una capa, la dejó a oscuras. Luego oyó murmurar una oración, en medio de la cual la dama dio un respingo e hizo amago de levantarse.

―Déjeme huir... ¡Me ocultaré para que no me miren! ―exclamó. Pero se recompuso y, callando permaneció quieta como una muerta.

Pues parecía como si con los acentos de la plegaria se estuviera mezclando otras voces, familiares en la niñez, nunca olvidads pese a las peripecias y las vicisitudes del corazón y la suerte. Al principio eran palabras tenues, indistintas, no a causa de la distancia, sino al modo de esas páginas de libro que pugnamos por leer bajo una luz imperfecta y paulatinamente más intensa. De esa suerte, las voces fueron cobrando fuerza a medida que avanzaba la oración, hasta que el ruego concluyó y a la arrodillada se le hizo claramente audible una conversación entre un hombre de edad y una mujer tan rota y menoscabada como él. No parecía, con todo, que los extraños estuvieran en el barranco. Lo que rodeaba las voces y devolvía sus ecos eran las paredes de una habitación cuyas ventanas tintineaban con la brisa; la vibración regular de un reloj, el crepitar de un fuego y el crujido de las ascuas al caer en la ceniza volvían la escena tan vívida como si el ojo la viera pintada. Sentados frente a un hogar melancólico ―el hombre, sereno y desanimado; la mujer, llorosa y plañidera―, los dos ancianos sólo decían palabras de pena. Hablaban de una hija, errante no sabían por dónde, portadora de deshonra, que había dejado a la vergüenza y la aflición la tarea de llevar sus cabezas canas a la tumba. Aludían también a un sinsabor más reciente, pero en medio del diálogo, las voces se fundieron con un lúgubre gemido de viento entre hojas de otoño; y al levantar los ojos, la dama se encontró arrodillada en el barranco entre las Tres Colinas.

―Vaya cansancio y soledad la de esos ancianos ―comentó la vieja con una sonrisa.
―¡Los ha oído usted también! ―exclamó la dama, y un sentimiento de humillación intolerable se impuso al dolor y al miedo.
―Sí. Y aún nos queda más por oír ―replicó la otra―. Así que tápate la cara. Deprisa.

Otra vez la marchita bruja se puso a verter las monótonas palabras de una oración no dirigida a la venia del Cielo, y en las pausas del aliento no tardaron en condensarse extraños murmullos, cada vez más intensos, que fueron ahogando y sojuzgando el conjuro del que habían surgido. Gritos perforaban a veces la tiniebla de sonidos, seguidos de trinos de voces femeninas, y luego de carcajadas violentas interrumpidas de golpe por sollozos, o por gemidos, de modo que el conjunto era una atroz confusión de terror, risa y llanto. Se oía un ruido de cadenas, voces brutales proferían amenazas y a sus órdenes restallaba un látigo. Todos estos sonidos aumentaron y cobraron sustancia en el oído de la mujer, hasta que ella alcanzó a distinguir cada suave matiz de ensueño de unas canciones de amor que, sin causa, se disiparon en himnos funerarios. Una cólera inmotivada, que relampaqueaba como una llama espontánea, le provocó escalofríos, y la pavorosa algazara que condía a a su alrededor la hizo flaquear. En medio de aquella escena desenfrenada, del choque de pasiones en carrera ebria, la única voz solemne era la de un hombre; y a fe que en un tiempo debía de haber sido una voz solemne y viril. Iba de aquí para allá sin cesar, los pies resonando en el suelo. En cada integrante del frenético grupo, ninguno de los actuales atendía sino a sus pensamientos inflamados, él buscaba un oyente para su falta individual e interpretaba risas o lágrimas como pago en desprecio o piedad. Hablaba de la perfidia de las mujeres, de una esposa que había quebrado los votos sagrados, de un hogar y un corazón desolados. Mientras él hablaba, gritos, risas, chillidos y sollozos se elevaron al unísono hasta trocarse en un viento de silbido hueco, caprichoso, dispar que se debatía entre los pinos de las colinas desiertas. La dama alzó los ojos. La ajada vieja le sonreía a la cara.

―¿Habrías imaginado que en un manicomio pueda haber tal jolgorio? ―preguntó.
―Sí, es cierto ―dijo la dama para sí―. Dentro de los muros se divierten. Pero fuera hay desgracia, desgracia.
―¿Quieres oír más?
―Hay otra voz que volvería a aescuchar.
―Pues no pierdas tiempo. Apoya la cabeza en mis rodillas antes de que pase la hora.

Si bien la falda dorada del día se demoraba aún sobre las colinas, la hondonada y la charca ya estaban sumidas en sombras, como si de allí surgiera la noche para extenderse sobre el mundo. Una vez más, la vieja empezó a urdir su conjuro. Luego de un largo momento sin que obtuviera respuesta, entre palabra y palabra asomó un repique de campana, un tañido que al cabo de un largo viaje por valles y elevaciones se aprestaba a morir en el aire. Oyendo ese sonido funesto, la dama tembló contra las rodillas de la vieja.

Cunato más crecía más triste era, y más profundo el tono de duelo; como desde una torre cubierta de hiedra, llevaba nuevas de mortalidad a la cabaña, el templo y el viajero solitario, para que cada uno llorase el destino que le estaba asignado. Luego se oyó un rumor de pasos mesurados, lentos, como si pasara un cortejo con un ataúd, arrastrando las vestiduras para sugerir al oído cuán larga era su melancolía. A la cabeza iba el sacerdote, leyendo el servicio fúnebre, las hojas del libro agitadas por la brisa. Y aunque sólo a él se lo oía hablar en voz alta, de mujeres y hombres sergían injurias y anatemas, susurrados pero distintos, contra la hija que había partido el corazón a sus padres, la esposa que había defraudado la amorosa confianza de su esposo, la pecadora contra el efecto natural que había dejado morir a su hijo. El sonido y aplastante del cortejo se desvaneció como vapor, y el viento, que un momento antes había querido levantar el paño del ataúd, gimió tristemente al borde del barranco de las Tres Colinas. Pero cuando la vieja intentó moverla, la mujer arrodillada no levantó la cabeza.

―¡Bonita hora de diversión hemos tenido! ―dijo la arpía, y rió para sus adentros.


El barón de Grogzwig. Charles Dickens (1812-1870)

El barón Von Koéldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario q diga que vivía en un castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en u: nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le han clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que tos hechos milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se sintió despues tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a cuenta.

El hecho de haber hablado del antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir con seguridad cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había tenido muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede esperarse que tuviera antes que él tantos parientes como un hombre que haya nacido ahora. Éste último, quienquiera que sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.

¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de caza colgado del hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando soplaba su cuerno, otros veinticuatro caballeros de rango inferior, vestidos con paño verde de Lincoln un poco más basto, y botas de cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso el barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.

Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan festivos, fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de Grogzwig.

Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sienta diariamente ante la misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. A principio aquello resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.

Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwi ter, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el barón Von KoéldwethOL se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda le imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.

-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.
-Me refiero a la dama de Grogzwig -repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.
-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.
-La hermosa hija del barón Von Swillenhausen -añadió KoMwethout, condescendiendo a explicarse-. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.

Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial!

Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas jaculatorias, la: posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, c habrían echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero madrugador llevó o la mañana siguiente la petición de Von Kodldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo un guiño de alegría.

Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koéldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón Von Koéldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.

Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Kodldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbra ron, y el cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos. Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse. -Querido mío -dijo la baronesa. -Mi amor -le respondió el barón. -Esos hombres toscos y ruidosos...

-¿Cuáles, señora? -preguntó el barón sorprendido.

Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.

-Son mi grupo de caza, señora -le informó el barón.
-Licéncialos, amor-murmuró la baronesa.
-¡Licenciarlos! -gritó el barón con asombro.
-Para complacerme, amor -contestó la baronesa.
-Para complacer al diablo, señora -respondió el barón.

Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.

¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás, les pidió que se marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.

No me corresponde a mí decir mediante qu¿ medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koéldwethout adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von KoUldwethout, y que poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.

Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vicio; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón de Grogzwig.

El pobre barón lo soportó todo mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von Koéldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.

-No veo qué se puede hacer -dijo el barón-. Creo que me suicidaré.
Fue una idea brillante. El barón cogió un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos llaman «una oferta».
-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.

El barón lo afiló de nuevo e hizo otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.

-Si hubiera sido soltero -dijo el barón suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.

Una de las criadas ejecutó de la manera más amable posible la orden del barón en el curso de una media hora, y Von Koéldwethout, tras apreciar que así había sido hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.

-Deja la lámpara-ordenó el barón.
-¿Alguna otra cosa, mi señor? -preguntó la criada. -Soledad -contestó el barón.
La criada obedeció y el barón cerró la puerta.
-Fumaré una última pipa y luego pondré fin a todo -dijo el barón.

El señor de Grogzwig dejó el cuchillo sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas delante del fuego y se desinfló. Pensó en muchísimas cosas, en sus problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos, cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba solo.

No, no lo estaba; pues al otro lado del fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas grejas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía una especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al barón, pues miraba fijamente el fuego.

-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención. -¡Hola! -replicó el otro dirigiendo la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué pasa?
-¿Que qué pasa? -contestó el barón sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
-Por la puerta -contestó la figura. -¿Quién es? -preguntó el barón. -Un hombre -contestó la figura. -No le creo -dijo el barón.
-Pues no lo crea-contestó la figura. -Eso es lo que haré -replicó el barón.
La figura se quedó mirando un tiempo al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo: -Ya veo que nadie le puede persuadir. ¡No soy un hombre!
-Entonces ¿qué es? -preguntó el barón. -Un genio -contestó la figura.
-Pues no se parece mucho a ninguno -contestó burlonamente el barón.
-Soy el genio de la desesperación y el suicidio. Ahora ya me conoce.

Tras decir esas palabras, la aparición se puso de cara al barón, como si se preparara para una conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.

-¿Está dispuesto ya para mí? -preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.
-No del todo. Primero he de terminar esta pipa. -Entonces aligere -exclamó la figura.
-Parece tener prisa-contestó el barón.
-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está ocupadísimo.
-¿Bebe? -preguntó el barón tocando la botella con la cazoleta de la pipa.
-Nueve veces de cada diez, y siempre con exageración -replicó secamente la figura.
-¿Nunca con moderación?
-Jamás -contestó la figura con un estremecimiento-. Eso produce alegría.
El barón echó otra ojeada a su nuevo amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño, y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos como los que había, estado contemplando.
-No -contestó la figura en tono evasivo-. Pero estoy siempre presente.
-Para contemplar imparcialmente, supongo -dijo el barón.
-Exactamente -contestó la figura jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o eso me parece.
-¿Va a suicidarse porque tiene demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja, ja! Ésa sí que es buena.
(Aquella fue la primera vez que el barón se rió desde hacia mucho tiempo.)
-Le ruego que no vuelva a hacer eso -le reconvino la figura, que parecía muy asustada.
-¿Y por qué no? -preguntó el barón.
-Porque me produce un gran dolor. Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra, el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo, le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
-Y, sin embargo, no es mala idea, un hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el barón al tiempo que sentía el borde del arma.
-¡Bah! No mejor que la de un hombre que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó la aparición con petulancia.

No tengo manera de saber si el genio se comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado por primera vez una luz nueva.

-Bueno, la verdad es que no hay nada que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello -dijo Von Koéldwethout.
-Salvo las arcas vacías -gritó el genio.
-Bien, pero un día pueden llenarse de nuevo -añadió el barón.
-Las esposas regañonas -le reconvino el genio. -¡Ah! Se las puede hacer callar-contestó el barón. -Trece hijos -gritó el genio.
-Seguramente no todos saldrán malos -replicó el barón.

Evidentemente el genio se estaba enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba a dejar de tomárselo a risa.

-Pero si no estoy bromeando, nunca estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
-Bueno, me alegra oír eso -respondió el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este mundo terrible!
-No sé -dijo el barón jugueteando con el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no cree que el suyo sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener alga mejor si abandonaba este mundo... -de pronto lanzó un grito y se incorporó-:nunca había pensado en esto.
-¡Concluya! -gritó la figura castañeteando los dientes.
-¡Fuera! -le contestó el barón-. Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.

Tras decir aquello, el barón volvió a sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la habitación resonó. La figura retrocedió uno o dos pasos mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido atemorizador y desapareció. Von Koéldwethout no volvió a verla nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de Grogzwig.


Aventura incompresible. Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814)

Hace menos de cien años, en varios lugares de Francia perduraba aún la absurda tradición de que, entregando el alma al demonio, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese espíritu infernal todo lo que se deseara, y no ha pasado un siglo desde que la aventura que vamos a narrar tuvo lugar en una de nuestras provincias meridionales. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla verificado; por supuesto no le garantizamos el hecho, pero le certificamos que más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.

El Barón de Vaujour combinaba desde su juventud el desenfrenado libertinaje con el cultivo de las ciencias y muy especialmente el de aquellas que inducen al hombre al error y le hacen perder un tiempo precioso que podría emplear de alguna otra manera infinitamente mejor; era alquimista, astrólogo, brujo, nigromante, astrónomo -bastante notable, por cierto- y físico mediocre; a la edad de veinticinco años, el barón, dueño ya de su patrimonio y de sus actos, descubrió en sus libros -según afirmaba- que inmolando un niño al demonio, empleando determinadas palabras y contorsiones durante la execrable ceremonia, se conseguía que el demonio se apareciera y se obtenía de él todo lo que se deseaba, siempre que se le prometiera el alma, y entonces se decidió a perpetrar esa monstruosidad con el único propósito de vivir felizmente su duodécimo lustro, de que nunca le faltara dinero y de conservar asimismo en el más alto grado de potencia sus facultades prolíficas hasta esa edad.

Cometida la infamia y firmado el pacto, ocurrió lo siguiente:

Hasta la edad de sesenta años, el Barón, que disponía tan sólo de quince mil libras de renta, había gastado regularmente doscientas mil y jamás debió un céntimo. En lo que respecta a sus proezas amorosas, hasta esa misma edad fue capaz de gozar a una mujer quince o veinte veces en una noche, y a los cuarenta y cinco ganó cien luises en una apuesta con unos amigos suyos que habían afirmado que no podría satisfacer a veinticinco mujeres, una después de otra; lo hizo y entregó los cien luises a las mujeres. En otra cena, tras la que se inició un juego de azar, el Barón advirtió al empezar que no podía participar, pues no tenía un céntimo. Le ofrecieron dinero, pero lo rechazó; mientras que jugaban, dio dos o tres vueltas por la sala, volvió, se hizo hacer un sitio y apostó diez mil luises a una carta, luises que fue sacando en diez o doce fajos de su bolsillo; el envite no fue aceptado, el Barón preguntó el motivo y uno de sus amigos le contestó bromeando que la carta no iba lo bastante bien servida y el Barón añadió otros diez mil. Todo esto está registrado en dos ayuntamientos respetables y lo hemos podido leer.

Cuando cumplió cincuenta años, el Barón decidió casarse; lo hizo con una joven de su provincia con la que siempre ha vivido en los mejores términos, sin que las infidelidades tan propias de su temperamento provocaran nunca el menor roce; tuvo siete hijos de esa esposa y desde hacía algún tiempo los encantos de su mujer habían ido volviéndole más sedentario; habitualmente vivía con su familia en el castillo donde en su juventud había hecho la espantosa promesa que hemos mencionado, invitando a hombres de letras, apreciando su trato y cultivando su amistad. Sin embargo, a medida que se aproximaba al término de los sesenta años, se acordaba de su desdichado pacto y como ignoraba si el demonio iba a contentarse con retirarle sus favores o le quitaría entonces la vida, su humor cambiaba por completo, se ponía triste y meditabundo y ya casi no salía de su casa.

El día señalado, a la hora exacta en que el barón cumplía sesenta años, un criado le anuncia a un desconocido que había oído hablar de sus conocimientos y solicita el honor de entrevistarse con él; el Barón, que en ese momento no estaba pensando en aquello que no había dejado de preocuparle desde hacía varios años, contesta que le haga pasar a su gabinete. Sube allí y encuentra a un forastero que, por su manera de hablar, le parece que es de París, un hombre bien vestido, con una figura hermosísima y que en seguida se pone a discutir con él sobre las ciencias más elevadas; el Barón le va contestando a todo y la conversación se anima.

El señor de Vaujour propone a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él acepta y nuestros dos filósofos salen del castillo; era época de faenas y todos los labradores estaban en el campo; algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, piensan que se ha vuelto loco y corren a avisar a la señora pero nadie contesta en el castillo; aquella buena gente vuelve a su sitio y siguen observando a su señor, que, creyendo que está conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual en esos casos; por fin, nuestros dos sabios llegan a una especie de paseo cerrado al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie de alameda cubierta.

Al cabo de una hora, la persona con la que cree estar, le dice:

-Y bien, Barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa? ¿has olvidado cómo yo la he cumplido?

El Barón se estremece.

-No temas- le dice el espíritu-, no soy dueño de tu vida, pero sí lo soy de retirarte todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido; vuelve a tu casa y verás en qué estado la encuentras, en ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia y a tus crímenes... A mí me gustan los crímenes, Barón, incluso los deseo, pero mi destino me obliga a castigarlos; vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza de poder estar un día con Dios te haya sido negada... Adiós.

Y el Barón, que sólo entonces se da cuenta de que está solo y que no ha visto que nadie se despidiera de él, vuelve a toda prisa sobre sus pasos y pregunta a todos los campesinos que encuentra si no le han visto entrar en la alameda con un hombre; todos le contestan que había entrado solo, que asustados al verle gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la señora, pero que no había nadie en el castillo.

-¿Que no hay nadie? -exclama el Barón terriblemente turbado- ¡Pero si he dejado dentro a diez criados, a siete niños y a mi mujer!
-Pues no hay nadie, señor -le contestan.

Cada vez más asustado corre hacia su casa, llama, nadie le contesta, fuerza una puerta, entra, y la sangre que inunda los escalones le está ya anunciando la catástrofe que se ha abatido sobre él; abre una gran sala y descubre a su mujer, a sus siete hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas, en medio de un mar de sangre, todos ellos decapitados.

Se desmaya, varios campesinos, cuyas declaraciones constan, entran y tienen ocasión de contemplar el mismo espectáculo; ayudan a su señor, que poco a poco va volviendo en sí, les ruega que faciliten los últimos auxilios a la desdichada familia, y sin pérdida de tiempo se encamina hacia la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más elevada piedad.

No emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar, pero es incomprensible.

Hay que andar con cuidado y no creer sin duda en quimeras, pero cuando una cosa es atestiguada por todo el mundo y pertenece como ésta a un género tan singular, hay que bajar la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en el espacio, así también pueden existir cosas sobre la tierra que no acierte a comprender.


La barquera. Robert Chambers (1865-1933)

Cuando terminó de fumar la pipa golpeó suavemente su cazoleta contra la chimenea, hasta que las cenizas cayeron en forma de gris polvillo sobre los chamuscados leños. Luego tomó asiento en su sillón, tocó distraídamente la cazoleta de la pipa con la yema de los dedos y así la dejó que se enfriara para guardarla luego en su bolsillo. Por dos veces consultó el pequeño reloj americano que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Aún tenía que esperar media hora.

Las tres velas que iluminaban la estancia aún podrían durar mucho tiempo. Y, en consecuencia, podría hacer algunas cosas, Había un par de tijeras abiertas sobre el bureau y se levantó para recogerlas. Durante un rato permaneció abriéndolas y cerrándolas distraídamente, mientras sus ojos examinaban la estancia. Había un caballete de pintor en un rincón y una pila de lienzos tras él; detrás de las pinturas había una sombra... aquella sombra gris y amenazadora que jamás se movía.

Tras haber recortado un poco los pabilos de las velas, limpió las ahumadas tijeras con un trapo ya sucio de pintura y volvió a colocarlas sobre el bureau. El reloj marcaba las diez; había estado ocupado exactamente tres minutos.

El bureau estaba lleno de corbatas, pipas, peines, cepillos, cerillas, libros, cuellos, pasadores de camisa, un par nuevo de calcetines de caza escoceses y una cesta de costura de mujer.

Recogió todas las corbatas, las plegó por la mitad y las colgó en un perchero en forma de rústica cama que sobresalía junto al espejo; los pasadores de camisa los guardó en el cajón superior en compañía de los cepillos, peines y calcetines. Limpió el polvo de los libros y colocó éstos metódicamente sobre la repisa de la chimenea. Por dos veces extendió la mano para coger la cesta de la costura, pero la mano cayó de nuevo a lo largo de su costado y se volvió para contemplar el moribundo fuego.

En el exterior de la ventana cuajada de nieve, un postigo suelto golpeaba rítmicamente contra la pared a impulsos del viento, hasta que abrió la ventana y lo sujetó firmemente. La nieve blanda que se había estado acumulando en la ventana durante el día se había endurecido ya, y tuvo que quebrar su pulida superficie para encontrar la oxidada bisagra del postigo.

Se inclinó hacia fuera durante un momento, apoyando las ateridas manos sobre la nieve. Más allá del jardín desolado y del vallado vio el río negro, que se perdía en la tristona distancia.

Una vela chisporroteó a su espalda; una hoja de papel de dibujo cayó al suelo, y cerró la ventana, volviéndose hacia el cuarto, con ambas manos metidas en los bolsillos.

El pequeño reloj americano que descansaba sobre la repisa de la chimenea continuaba funcionando normalmente, dejando oír su regular tic-tac, pero las manecillas parecían avanzar lentamente, aun cuando se daba cuenta de que no había estado ocupado esta vez más que cinco minutos. Se acercó hasta la repisa y contempló de cerca las manecillas del reloj. Un minuto transcurrió... un minuto que para él fue más largo que un año.

Examinó una vez más el cuarto y comprobó que el mobiliario estaba bien dispuesto... una silla o dos de pino amarillo, una mesa, el caballete y, en un rincón, la cama bajo dosel acortinado; y detrás de cada pieza de mobiliario, sombras, sombras que nunca se movían.

Una pequeña llama pálida surgió del humeante tronco que quemaba en la chimenea; se escuchó en el silencio de la estancia el extraño siseo de los gases de la madera. Al cabo de un momento comenzó a arder el leño definitivamente; lo envolvía una alegre llama amarilla.

Entonces se movieron las sombras; no las sombras que había detrás de los muebles... éstas jamás se movían..., sino otras, delgadas, grises, confusas, que parecían envolverle con sus finos dibujos, y que parecían temblar.

No se atrevía a pisarlas porque le parecían demasiado reales; llenaban el suelo alrededor de sus pies, tocaban sus rodillas, y caían sobre ,su pecho como sogas. Alguna noche, en el silencio de los pantanos, cuando el viento y el río guardaban silencio, había temido que aquellos retazos de sombra pudieran ceñirle... trepar más alto hasta llegar a su garganta y ahogarle. Pero aún así sabía que aquellas otras sombras jamás se moverían, aquellas grises formas que parecían arrodillarse en cada rincón.

Cuando miró de nuevo al reloj, habían transcurrido diez minutos más. El tiempo resultaba perturbador en el cuarto, los retazos de sombra parecían mezclarse con las manecillas del reloj impidiéndoles el avance. Se preguntó si las sombras serían capaces de estrangular. De estrangular al Tiempo, alguna noche, cuando el viento y el tranquilo río guardasen silencio.

Los tablones del suelo crujieron. Se inclinó y arrastró hacia sí sus almadreñas, que estaban colocadas muy cerca del guardafuegos de la chimenea, y las calzó sobre las zapatillas; cuando se incorporó sus ojos se clavaron mecánicamente en la repisa de la chimenea, donde, entre sombras, había otro par de almadreñas, un poco más pequeñas y de línea más esbelta, unas almadreñas delicadas, talladas en haya roja. El polvo de un año cubría su superficie; y un año de herrumbre oscurecía la banda de plata que cubría el empeine de las almadreñas. Se dijo esto a sí mismo en voz alta, sabiendo que faltaban pocos minutos para que se cumpliese el año.

Sus propias almadreñas procedían de Mort-Dieu; eran completamente lisas y rodeadas por una banda de cuero. Pero en días anteriores había pensado que ninguna clase de almadreñas de Mort-Dieu eran lo suficientemente delicadas para tocar el empeine de la barquera de Mort-Dieu. Así, envió almadreñas al faro de la costa y a Lorient, donde las mujeres son coquetas y muestran sus cabellos bajo la cofia, y usan almadreñas refinadas; y en aquella ciudad, donde la vanidad corrompe y hay mucho encaje en las cofias y escotes, se encontró un par de delicadas almadreñas ceñidas por banda de plata y talladas en haya roja. Y en aquel momento las almadreñas se hallaban sobre la repisa de la chimenea, polvorientas y deslucidas.

Sonó un ruido suave en la ventana. Era el blando murmullo de la nieve que tocaba los cristales. El viento también murmuraba algo bajo los aleros. Muy pronto comenzaría a murmurarle algo desde la chimenea... él lo sabía, y así se llevó ambas manos a los oídos y miró al reloj.

En la aldea de Mort-Dieu, las ventanas cantan todo el día los secretos del mar, pero por las noches los espectros de los pequeños pájaros grises llenan las ramas de los árboles, cantando a la luz del sol de pasados años. Se escuchaba la canción cuando volvió a tomar asiento, y se oprimió los oídos con ambas manos; pero los pájaros grises se unieron al viento de la chimenea y así recibió todo lo que no se atrevía a escuchar, y pensó en todo cuanto no se atrevía a meditar, a la vez que unas súbitas lágrimas quemaban sus ojos.

En Mort-Dieu las noches son más largas que en ningún otro lugar de la tierra; él lo sabía... ¿Por qué no iba a saberlo? Esto había sido así durante un año. Antes había sido diferente. ¡Hubo antes tantas cosas diferentes! Días y noches entonces se esfumaban como si fueran minutos; los pinos no cantaban los secretos del mar y los pájaros grises aún no habían llegado a Mort-Dieu. Y también estaba Jeanne, la barquera de Carmes.

Cuando la vio por primera vez ella estaba impeliendo el ferry-esquife que iba desde Carmes a Mort-Dieu, con la roja falda ondulando por debajo de la rodilla. La próxima vez que la vio tuvo que llamarla desde el otro lado del plácido río.

—¡En... eh... barquera!

Y ella llegó, impulsando con su larga pértiga el chato esquife, fijando sus ojos pensativamente en él, mientras la roja falda y el pañuelo flameaban bajo el viento de abril. Luego los días fueron pasando y diariamente sonaba el grito de «¡Barquera!», grito que se fue haciendo más alegre, y la lejana respuesta de «¡Ya voy!» surcaba el agua como música teñida de risas. Después llegó la primavera, y con la primavera el amor..., un amor libre que cruzaba en el ferry desde Carmes hasta Mort-Dieu.

Silbó una llama en la chimenea, parpadeó, y estalló una burbuja de vapor de madera, apagándose y encendiéndose nuevamente. El reloj sonó con más fuerza y la canción de los pinos invadió la estancia. Pero en sus ojos enrojecidos se reflejaba un paisaje de verano, un paisaje en el que navegaban las nubes y una blanca espuma se rizaba bajo la proa del pequeño esquife. Y él se oprimió más los oídos con sus manos para ahogar el grito de «¡Barquera!»

Y entonces, durante un momento, el tic-tac del reloj cesó. Era hora de irse... ¿quién si no él Ib sabría mejor? Él, que había salido a la noche desde el primer... desde aquel primero y extraño invierno, por la noche cuando una voz le respondió desde el río. La voz del nuevo barquero. Nunca había vuelto a oír la voz de «ella».

Y así descendió por los escalones de madera sosteniendo en la mano una lámpara, hasta salir al exterior, bajo la tormenta. Avanzó a través de torbellinos de nieve, sobre montones de algas congeladas, balanceando la lámpara hasta que su reflejo sobre el agua le detuvo. Luego gritó a la noche:

—¡Barquera!

Salpicó su rostro el agua helada y la lámpara se apagó; escuchó el distante tronar de las olas que atacaban la barra, y el ruido de poderosos vientos entre los arrecifes cubiertos de algas.

—¡Barquera!

Al otro lado del río, negro como un mar de pez, brilló durante un momento una, luz diminuta. Y de nuevo gritó:

—¡Barquera!
—¡Ya voy!

Palideció terriblemente porque aquella era la voz de ella... ¿o acaso se había vuelto loco?... y así saltó al interior de la helada corriente hundiéndose en ella hasta la cintura y gritó otra vez, pero su voz se quebró en un sollozo.

Lentamente, destacándose entre la niebla, el esquife tomó forma acercándose más y más. Pero ella no blandía la larga pértiga... él se dio cuenta inmediatamente; allí había un hombre alto y delgado y cubierto hasta los ojos por un traje de tela encerada, y él saltó a bordo y apremió al barquero para que se diera prisa.

En medio del río se puso en pie y gritó:

—¡Jeanne!

Pero el rugir de la tormenta y el crujido de las olas heladas ahogaron su voz. Sin embargo, la oyó otra vez, y ella mencionó su nombre.

Cuando finalmente el esquife tocó tierra, él encendió de nuevo la lámpara y temblando corrió tropezando por entre las rocas, y llamándola, como si su voz pudiese silenciar aquella otra voz que había hablado en aquella misma noche hacía un año. No pudo lograrlo. Se dejó caer de rodillas, temblando, y miró hacia la oscuridad, donde el océano rugía al mundo. Entonces se movieron sus rígidos labios, y repitió el nombre de ella, pero la mano del barquero se apoyó suavemente sobre su cabeza.

Y cuando alzó los ojos vio que el barquero estaba muerto.