lunes, 24 de junio de 2024

El anarquista. Joseph Conrad (1857-1924)

Aquel año pasé dos meses de la estación seca en una de las haciendas –en realidad, la princi pal hacienda ganadera– de una famosa compa ñía fabricante de extracto de carne. BOS. Ya habrán visto ustedes estas tres letras mágicas en las páginas de anuncios de las revistas y periódicos, en los escaparates de las tiendas de comestibles y en los calendarios del próximo año que se reciben por correo en el mes de noviembre. También se reparten folletos, es critos en un estilo de un empalagoso entusiasmo y en varias lenguas, con estadísticas sobre ma taderos y efusiones de sangre que bastarían por sí mismos para hacer desmayar a un turco. El «arte» que ilustra esta «literatura» representa, en vividos y brillantes colores, la estampa de un toro negro, grande y bravo, encima de una ser piente amarilla que se retuerce entre la hierba verde esmeralda, con un cielo azul cobalto al fondo. Es atroz y alegórico. La serpiente simbo liza la enfermedad, la debilidad, quizá simple mente el hambre, que después de todo es la enfermedad crónica de la mayoría de los seres hu manos. Por supuesto, todos conocen a BOS, S.A. y sus incomparables productos: Vinobos, Jellybos, y la última e impar maravilla, Tribos, ali mento que no sólo se ofrece altamente concen trado, sino además semidigerido. Tal es, al pa recer, el amor que la compañía siente hacia su prójimo: como el amor de los pingüinos machos y hembras por sus hambrientas crías.

Lógicamente, el capital de un país debe estar colocado de un modo productivo. No tengo nada que decir en contra de la compañía. No obstan te, puesto que yo también estoy animado por sentimientos de afecto hacia mi prójimo, el mo derno sistema de publicidad me entristece. Por más que evidencie el espíritu de empresa, el inge nio, la desenvoltura y los recursos de ciertos individuos, para mí es la prueba del absoluto predominio de esa forma de degradación men tal que se llama credulidad. En diversas partes del mundo civilizado e inci vilizado he tenido que tragar los productos BOS con más o menos provecho aunque con escaso placer. Preparado con agua caliente y sazonado con abundante pimienta para resaltar el gusto, el extracto no resulta del todo desagradable. Pero nunca he podido soportar sus anuncios. Quizá no hayan ido lo bastante lejos. Por lo que recuerdo, no prometen la eterna juventud a los consumidores de BOS, ni han atribuido todavía a sus estimables productos la facultad de resucitar a los muertos. ¿Por qué esta austera reser va, me pregunto? Pero creo que ni con eso llegarían a convencerme. Si alguna forma de de gradación mental estoy sufriendo (como huma no que soy), no es en cualquier caso la popular. Yo no soy crédulo.

Mucho me he esforzado en hacer esta acla ración acerca de mi persona en vistas a la his toria que sigue a continuación. He comprobado los hechos en la medida de lo posible. He con sultado los archivos de los periódicos fran ceses y también hablé con el oficial que está al mando de la guardia militar de la Ile Royale cuando en el curso de mis viajes visité Cayena. Creo que la historia es cierta en líneas genera les. Es una de esas historias que ningún hom bre, creo yo, inventaría jamás sobre sí mismo, ya que no es ni grandiosa ni lisonjera, ni siquie ra lo suficientemente divertida como para hala gar a una vanidad pervertida.

La historia atañe al mecánico del vapor per teneciente a la hacienda ganadera que en Marañón tiene la BOS, S.A. Esta hacienda es también una isla, una isla tan grande como una pequeña provincia, situada en el estuario de un gran río de Sudamérica. Es agreste, aunque no hermosa, y la hierba que crece en sus llanuras es al pare cer de un excepcional poder nutritivo y propor ciona a la carne un gusto exquisito. En el aire resuena el mugido de innumerables manadas, un sonido profundo y lastimero bajo el cielo despejado, que se eleva como una monstruosa pro testa de prisioneros condenados a muerte. En tierra firme, separada por veinte millas de aguas descoloridas y turbias, hay una ciudad cuyo nombre, digamos, es Horta.

Pero la característica más interesante de esta isla (que parece una especie de establecimiento penitenciario para ganado condenado) consiste en que es el único habitat conocido de una es pléndida mariposa, sumamente rara. Esta espe cie es aún más rara que bella, lo que ya es decir. Ya aludí antes a mis viajes. En aquella época yo vivía entregado a los viajes, pero estricta mente por placer y con una moderación desco nocida en nuestros días de viajes alrededor del mundo. Incluso viajaba con un propósito deter minado. En honor a la verdad, soy «¡Ja, ja, ja! un furioso asesino de mariposas. ¡Ja, ja, ja!.

Ese era el tono en que míster Harry Gee, ge rente de la explotación ganadera, aludía a mis aficiones. Parecía considerarme la cosa más ab surda del mundo. Por otra parte, la BOS, S.A. representaba para él la cima de las realizaciones del siglo XIX. Creo que dormía con las polainas y las espuelas puestas. Pasaba los días sobre su silla de montar, galopando por las llanuras, se guido de un tropel de jinetes semisalvajes que le llamaban don Enrique y no tenían una idea clara de lo que era la BOS, S.A. que pagaba sus salarios. Era un magnífico gerente, pero, no sé por qué, cuando nos encontrábamos a la hora de comer, me daba una palmada en la espal da mientras inquiría ruidosa y burlonamente: «¿Cómo se le ha dado hoy el mortal deporte? ¿Sigue con sus mariposas? ¡Ja, ja, ja! sobre todo teniendo en cuenta que me cobraba dos dólares diarios por hospedarme en la BOS, S.A. (capital de 1.500.000 £ totalmente desembolsa do), dinero incluido sin ninguna duda en el ba lance de aquel año. «No creo que pueda hacer nada menos justo con mi compañía», observó con gran gravedad, mientras conveníamos las condiciones de mi estancia en la isla.

Su zumba habría resultado bastante inofen siva si la intimidad de nuestro trato, careciendo de todo sentimiento amistoso, no hubiera sido algo detestable de por sí. Y más aún, sus chistes no eran muy graciosos. Consistían en la aburri da repetición de frases descriptivas aplicadas a la gente mientras se carcajeaba. «Furioso asesi no de mariposas. ¡Ja, ja, ja!» era una muestra de ese ingenio peculiar que a él tanta gracia le hacía. Y esa misma vena de humor exquisito hizo que llamara mi atención sobre el mecánico del vapor, cierto día, mientras paseábamos por el sendero que bordeaba la ensenada.

La cabeza y los hombros del mecánico sur gieron por encima de la cubierta, sobre la que estaban esparcidas varias de sus herramientas de trabajo y unas pocas piezas de maquinaria. Estaba reparando las máquinas. Ante el ruido de nuestras pisadas levantó ansiosamente su cara tiznada de barbilla puntiaguda y con un pequeño bigote rubio. Cuanto podía verse de sus delicados rasgos bajo el tizne negro me pareció estar consumido y lívido, en medio de la sombra verdosa del enorme árbol que extendía su folla je sobre el barco amarrado cerca de la orilla. Ante mi gran sorpresa, Harry Gee se dirigió a él llamándole Cocodrilo, en tono medio bur lón y fanfarrón característico de su deleitable autosatisfacción:

–¿Cómo va el trabajo, Cocodrilo? Hubieran tenido que avisarme con anteriori dad de que el amable Harry había aprendido en alguna parte –en cualquier colonia– un extraño francés que pronunciaba con una precisión forza da y desagradable aun cuando quisiera darle una expresión burlona a cuanto decía. El hombre del barco le contestó rápidamente con voz agradable. Sus ojos tenían una dulzura líquida y sus dien tes, de una deslumbrante blancura, centelleaban entre sus finos labios caídos. El gerente se vol vió hacia mí, jovial y chillón, para explicarme: –Le llamo Cocodrilo porque vive indistinta mente dentro y fuera de la ensenada. Como un anfibio, ¿comprende? En la isla no hay otros anfibios que los cocodrilos; así es que debe per tenecer a esa especie, ¿eh? Pero en realidad es nada menos que un citoyen anarchiste de Barcelone.
–¿Un ciudadano anarquista de Barcelona? –repetí, estúpidamente, mirando a aquel hombre. Había vuelto a su trabajo en la máquina del barco y nos daba la espalda. En esta actitud, le oí protestar claramente:
–Ni siquiera sé español.
–¿Eh? ¿Qué dice? ¿Se atreve a negar que viene de allí? –dijo el gerente encarándosele cruelmente.

Ante esto el hombre se enderezó, dejando caer la llave que había estado usando, y nos miró; pero un temblor recorría todo su cuerpo.

–¡No niego nada, nada, absolutamente nada! –dijo con gran excitación.
Recogió la llave y prosiguió trabajando sin prestarnos más atención. Tras observarle duran te uno o dos minutos, nos marchamos.
–¿Es realmente un anarquista? –le pregun té, cuando era imposible ya que nos oyera.
–Me importa un bledo lo que sea –contestó el chistoso funcionario de la BOS, S.A.– Le llamo así porque me conviene darle ese nombre. Es bueno para la compañía.
–¡Para la compañía! –exclamé deteniéndo me de sopetón.
–¡Aja! –dijo triunfante ladeando su cara de perro barbilampiño, plantado sobre sus largas y delgadas piernas–. Le sorprende, ¿no? Estoy obli gado a hacer lo mejor por mi compañía. Tiene unos gastos enormes. Nuestro agente en Horta me ha dicho que gasta cincuenta mil libras al año en publicidad en todo el mundo. No se puede hacer economías durante las exhibiciones. Pues bien, escuche. Cuando me hice cargo de la ha cienda, no teníamos el vapor. Pedí uno, una y otra vez, en cada carta, hasta que lo conseguí; pero el hombre que mandaron con él se largó al cabo de dos meses, dejando la lancha atracada en el pontón de Horta. Consiguió un trabajo mejor en una serrería, río arriba, ¡maldito sea! Y a partir de entonces siempre pasaba lo mismo. Cualquier vagabundo escocés o yanqui que se dice mecánico cobra dieciocho libras al mes y la siguiente cosa de la que uno se entera es que se ha largado, tras causar quizás algún destrozo. Le doy mi palabra de que algunos de los tipos que he tenido como maquinistas no sabían distinguir la caldera de la chimenea. Pero éste conoce su oficio y no creo que quiera largarse. ¿Entiende? Y me golpeó ligeramente en el pecho para dar mayor énfasis a sus palabras. Pasando por alto sus peculiares modales, quise saber qué tenía que ver todo eso con que el hombre fuera un anar quista.
–¡Mire! –se burló el gerente–. Si usted vie ra, de pronto, a un hombre descalzo, despeinado, escondiéndose entre los matorrales de las orillas de la costa de la isla y, al mismo tiempo, obser vara a menos de una milla de la playa una pe queña goleta llena de negros virando de repente, no iría a creer que el hombre había caído del cielo, ¿verdad? Y no podía provenir más que de allí o de Cayena. Conservé la calma. En cuan to vi ese curioso juego, me dije: «Presidiario fugitivo.» Estaba tan seguro de eso como de que está usted aquí ahora mismo. De modo que ca balgué directamente hacia él. Permaneció de pie durante un instante sobre un montículo de arena, gritando: «Monsieur! Monsieur! Arrétez!» Luego, en el último momento, cambió de opinión y salió corriendo. Yo me dije: «Te domaré antes de en tendérmelas contigo.» Así que, sin decir una pa labra, le seguí, cortándole el paso en todas di recciones. Le alcancé en la playa y, por fin, le acorralé en una punta, con el agua a los tobillos y con sólo el mar y el cielo a su espalda, mien tras mi caballo piafaba en la arena y sacudía la cabeza a una yarda de él.

«Cruzó los brazos sobre el pecho y alzó la barbilla en una especie de gesto de desespera ción; pero yo no me dejé impresionar por la actitud de aquel bribón.
«–Eres un convicto fugitivo –le dije.
«Cuando me oyó hablar en francés, bajó su barbilla y mudó la expresión de su rostro.
»–No niego nada –me dijo, jadeando, por que le había hecho correr delante de mi caballo durante un buen rato. Le pregunté qué hacía allí. En ese momento ya había recobrado el alien to y me explicó que pretendía dirigirse hacia una granja que, según había oído (a la gente de la goleta, supongo), se encontraba por allí cerca. Ante eso me eché a reír estrepitosamente y él se inquietó ¿Le habían engañado? ¿No había una granja cerca de allí?

»Me reí aún más ruidosamente. Iba a pie y, sin duda, la primera manada de ganado que se hubiera cruzado le habría hecho trizas bajo sus pezuñas. Un hombre a pie atrapado en los pastizales no tiene ni la más remota posibilidad de escapar.

»–El que llegara yo le ha salvado ciertamen te la vida –le dije. Él comentó que quizá fuera cierto; pero que él había pensado que quería aplastarle bajo los cascos de mi caballo.
»Le aseguré que nada hubiera sido más fácil para mí de haberlo querido. Y entonces llega mos a una especie de punto muerto. A fe mía que no había nada que hacer con ese presidiario, a no ser arrojarlo al mar. Se me ocurrió pre guntarle qué le había llevado hasta allí. Movió la cabeza.
»–¿Qué fue? –le dije–. ¿Hurto, asesinato, violación, o qué?
«Quería oír de sus propios labios lo que tu viera que decir, aunque, por supuesto, esperaba que fuera alguna mentira. Pero todo cuanto dijo fue:
»–Haga lo que quiera. No niego nada. No es bueno negar.
»Le miré detenidamente y entonces me asaltó un pensamiento.
»–Han mandado anarquistas allí también –le dije–. Quizá eres uno de ellos.
»–No niego nada de nada, monsieur –re pitió.

»Esta respuesta me hizo pensar que quizá no fuese un anarquista. Creo que esos condenados lunáticos están más bien orgullosos de sí mis mos. Si hubiera sido uno de ellos, probablemen te lo habría confesado abiertamente.

»–¿Qué eras antes de convertirte en un pre sidiario?
–Ouvrier –dijo–. Y un buen obrero ade más.

»Ante estas palabras, comencé a pensar que debía ser un anarquista, después de todo. Esta es la clase de la que provienen casi todos, ¿no? Odio a esos salvajes que arrojan bombas cobar demente. Casi pensé en dar media vuelta a mi caballo y dejarle morir de hambre o ahogarse allí mismo como él quisiera. Si pretendía cruzar la isla para molestarme de nuevo, el ganado daría buena cuenta de él. No sé qué me indujo a preguntarle:

»–¿Qué clase de obrero?
»No me importaba gran cosa que contestara o no. Pero cuando, inmediatamente, dijo "Mécanicien, monsieur", casi salté de la silla de exci tación. La lancha había permanecido estropeada y ociosa en la ensenada durante tres semanas. Mi deber hacia la compañía estaba claro. El también notó mi sobresalto y durante un mi nuto o dos permanecimos mirándonos de hito en hito como hechizados.
«–Monta a la grupa de mi caballo –le dije–. Pondrás mi barco en condiciones.

En estos términos el digno gerente de la hacienda del Marañón me relató la llegada del supuesto anarquista. Pretendía que se quedara allí –movido de un sentimiento del deber hacia la compañía– y el nombre que le había dado le impediría conseguir ningún empleo en Horta. Los vaqueros de la hacienda, cuando fueran allí de permiso, lo difundirían por toda la ciudad. No sabían qué era un anarquista, ni lo que sig nificaba Barcelona. Le llamaban Anarquisto de Barcelona, como si fuera su nombre y apellido. Pero la gente de la ciudad leía en los periódicos noticias de los anarquistas europeos y estaba muy impresionada. En cuanto a la jocosa cole tilla «de Barcelona», míster Harry Gee se reía con inmensa satisfacción. «Los de esa raza son especialmente sanguinarios, ¿no? Eso hace que la gente de la serrería se sienta aterrorizada ante la idea de tener algo que ver con él, ¿compren de? –se regocijaba cándidamente–. Con este nombre le tengo más sujeto que si tuviera una pierna encadenada a la cubierta del barco.»

–Y observe –añadió, tras una pausa– que no lo niega. En cualquier caso, no cometo con él ninguna injusticia. Es un presidiario, de todos modos.
–Pero supongo que le pagará un salario, ¿no? –le pregunté.
–¡Un salario! ¿Para qué quiere dinero aquí? Consigue comida en mi cocina y ropa en el alma cén. Por supuesto, le daré algo al final del año, pero ¿no pensará usted que voy a dar trabajo a un presidiario y a pagarle lo mismo que le daría a un hombre honrado? Yo miro ante todo por los intereses de mi compañía.

Admití que una compañía que gastaba cincuen ta mil libras al año en publicidad necesitaba obviamente la más estricta economía. El gerente de la estancia de Marañón emitió un gruñido de aprobación.

–Y le diré –continuó– que si estuviera se guro de que es un anarquista y tuviera la cara dura de pedirme dinero, le daría un buen pun tapié. Sin embargo, le concedo el beneficio de la duda. Estoy totalmente dispuesto a creer que no ha hecho nada peor que clavarle un cuchillo a alguien –en circunstancias atenuantes– al estilo francés, ya sabe. Pero esa estupidez sub versiva y sanguinaria de suprimir la ley y el orden en el mundo hace que me hierva la sangre. Con eso no hacen sino darle la razón a las per sonas decentes, respetables y trabajadoras. Le diré que la gente que tiene conciencia, como usted y como yo, debe estar protegida de alguna forma; si no, el más despreciable de los picaros que andará suelto por ahí sería en todos los aspectos tan bueno como yo. ¿No es cierto? ¡Y eso es absurdo!

Me miró. Sacudí ligeramente la cabeza y mur muré que sin duda había muchas verdades suti les en su punto de vista. La principal verdad perceptible en el punto de vista de Paul, el mecánico, era que cosas muy pequeñas pueden labrar la ruina de un hombre.

–Il ne faut pas beaucoup pour perdre un homme –me dijo, pensativo, una tarde.

Cito esta reflexión en francés porque el hom bre era de París, y no de Barcelona. En Mar anón vivía lejos de la casa, en un pequeño cobertizo de techo metálico y paredes de paja al que él llamaba mon atelier. Tenía allí un banco de tra bajo. Le habían dado varias mantas de caballo y una silla, no porque tuviera jamás ocasión de cabalgar, sino porque los peones, que eran todos vaqueros, no usaban otro lecho. Y sobre estos arneses, como un hijo de las praderas, solía dormir entre los instrumentos propios de su oficio, en una litera de hierro roñoso, con una fragua portátil sobre su cabeza, bajo el banco de trabajo que sostenía su mugriento mosqui tero.

De vez en cuando le llevaba unos pocos cabos de vela procedentes de las escasas provisiones de la casa del gerente. Me estaba muy agrade cido por ello. No le gustaba permanecer despier to en la obscuridad, me confesó. Se quejaba de que el sueño le huía. «Le sommeil me fuit», declaraba, con su habitual aire de manso estoicis mo, que le hacía simpático y conmovedor. Le hice saber que no prestaba excesiva importancia al hecho de que hubiera sido un presidiario. Así fue como una tarde se sintió inclinado a hablar de sí mismo. Uno de los cabos de vela colocado en una esquina del banco estaba a punto de apagarse, y se apresuró a encender otro.

Había hecho el servicio militar en una guar nición de provincias y luego regresó a París para seguir trabajando en su oficio. Estaba bien pa gado. Me contó con orgullo que durante un breve tiempo estuvo ganando por los menos diez francos diarios. Pensaba establecerse por su cuenta poco después y casarse. Al llegar a este punto suspiró profundamente e hizo una pausa. Luego recobró su aire estoico:

–Parece ser que no me conocía lo suficiente.
El día que cumplió veintiocho años, dos de sus amigos del taller de reparaciones donde tra bajaba le propusieron invitarle a cenar. Se sintió enormemente conmovido por la atención.
–Era un hombre serio –observó–, pero no soy por eso menos sociable que otros.

El festejo se celebró en un pequeño café del Boulevard de la Chapelle. Con la cena tomaron un vino especial. Era excelente. Todo era exce lente; y el mundo –según sus propias pala bras– parecía un buen lugar para vivir. Tenía buenas perspectivas, algún dinero ahorrado, y el afecto de dos excelentes amigos. Se ofreció a pa gar todas las bebidas después de cenar, lo que era justo por su parte. Bebieron más vino; también licores, coñac, cerveza, y luego más licores y más coñac. Dos desconocidos que estaban sentados en la mesa de al lado le miraron, me dijo, con tanta cor dialidad, que les invitó a unirse a la fiesta. Nunca había bebido tanto en su vida. Su alegría era extremada y tan agradable que cuan do decaía se apresuraba a pedir más bebidas. –Me parecía –me dijo con su tono tranqui lo, mirando al suelo en el lóbrego cobertizo cu bierto de sombras– que estaba a punto de al canzar una felicidad grande y maravillosa. Otro trago, pensaba, y lo conseguiría. Los otros me acompañaban, vaso tras vaso.

Pero sucedió algo extraordinario. Algo que dijeron los desconocidos hizo que su alegría se disipara. Lóbregas ideas –des idees noires– se agolparon en su mente. Todo el mundo fuera del café le pareció un lugar obscuro y malo, donde una multitud de pobres desgraciados te nían que trabajar como esclavos con el solo fin de que unos pocos individuos pudieran pasear en coche y vivir desenfrenadamente en palacios. Se quedó avergonzado de su felicidad. La piedad por la suerte cruel de la humanidad inundó su corazón. Con una voz sofocada por el dolor trató de expresar estos sentimientos. Creo que lloraba y maldecía alternativamente.

Sus dos nuevos amigos se apresuraron a aplaudir su humana indignación. Sí. La mucha injusticia que había en el mundo era realmente escandalosa. Sólo había una forma de acabar con esta sociedad podrida. Demoler toda la sacrée boutique. Hacer saltar por los aires todo este inicuo espectáculo. Sus cabezas revoloteaban sobre la mesa. Le susurraban palabras elocuentes; no creo que ellos mismos esperaran el resultado. Estaba muy borracho, completamente borracho. Con un au llido de rabia saltó de pronto encima de la mesa. Dando puntapiés a las botellas y a los vasos, gritó: «Vive l'anarchie! ¡Muerte a los capitalis tas!» Lo gritó una y otra vez. A su alrededor caían vasos rotos, se blandían sillas en el aire, la gente se cogía por la garganta. La policía irrum pió en el café. Él golpeó, mordió, arañó y luchó, hasta que algo se estrelló contra su cabeza... Volvió en sí en una celda de la policía, encar celado bajo la acusación de asalto, gritos sedi ciosos y propaganda anarquista. Me miró fijamente con sus ojos líquidos y brillantes, que parecían muy grandes en la luz mortecina.

–Aquello estaba feo. Pero aun así, podría haberme librado, quizá –dijo lentamente.

Lo dudo. Pero toda posibilidad se esfumó a causa del joven abogado socialista que se ofreció a hacerse cargo de su defensa. En vano le aseguró que no era anarquista; que era un tranquilo y respetable mecánico deseoso de tra bajar diez horas al día en su oficio. Fue presen tado en el juicio como una víctima de la socie dad, y sus gritos de borracho como la expresión de su infinito sufrimiento. El joven abogado tenía que hacer carrera y este caso era justo lo que deseaba para empezar. El alegato de la defensa fue magnífico. El pobre hombre hizo una pausa, tragó sa liva y declaró:

–Fui condenado a la pena máxima aplicable a un primer delito.
Emití un murmullo apropiado a las circuns tancias. Él agachó la cabeza y se cruzó de brazos. –Cuando me soltaron –comenzó, suavemen te–, fui corriendo a mi antiguo taller, natural mente. Mi patrón sentía especial simpatía por mí antes; pero cuando me vio se puso lívido de terror y me mostró la puerta con mano tem blorosa.

Mientras permanecía en la calle, inquieto y desconcertado, fue abordado por un hombre de mediana edad, que se presentó como ajustador mecánico, también. «Sé quién eres –dijo–. Asis tí a tu juicio. Eres un buen camarada y tus ideas son firmes. Pero lo malo de esto es que no conseguirás trabajo en ninguna parte ahora. Estos burgueses se confabularán para que te mueras de hambre. Eso es lo que hacen siempre. No esperes clemencia del rico.» Estas amables palabras en la calle le reconfortaron mucho. Era al parecer de esa clase de gente que necesita apoyo y simpatía. La idea de no poder conseguir trabajo le había trastor nado completamente. Si su patrón, que le cono cía tan bien y sabía que era un obrero tran quilo, obediente y competente, no había querido saber nada de él, los demás tampoco lo harían. Era evidente. La policía, que no le quitaba el ojo de encima, se apresuraría a poner en ante cedentes a cualquier patrón tentado de darle una oportunidad. De pronto se sintió impotente, alarmado e inútil. Siguió al hombre de mediana edad hasta el estaminet de la esquina, donde se encontraron con otros buenos compañeros. Le aseguraron que no le dejarían morir de ham bre, con trabajo o sin él. Bebieron y brindaron por la derrota de todos los patronos y por la destrucción de la sociedad.

Se sentó mordisqueando su labio inferior.
–Así fue como me convertí en un compagnon, monsieur –dijo. La mano que se pasó por la frente temblaba– A pesar dé todo, hay algo que no marcha en un mundo donde un hombre puede perderse por un vaso más o menos.
Siguió con la vista baja, aunque yo podía ver que cada vez se excitaba más en su abatimiento. Dio una palmada en el banco con la mano abierta.
–No –gritó–. ¡Era una existencia imposi ble! Vigilado por la policía, vigilado por los camaradas, yo ya no era dueño de mí mismo. ¡Ni siquiera podía sacar unos pocos francos de mis ahorros del banco sin que un camarada se aso mara a la puerta para comprobar que no me escapaba! Y la mayoría de ellos eran ni más ni menos que ladrones. Los inteligentes, quiero decir. Robaban al rico; no hacían más que re cuperar lo que era suyo, decían. Cuando había bebido, les creía. También había tontos y locos. Des exaltes, quoi! Cuando había bebido, les quería. Cuando aún estaba más bebido, me ponía furioso con el mundo. Eran los mejores momen tos. Encontraba refugio de la miseria en la rabia. Pero no se puede estar siempre borracho, n'est-ce pas, monsieur? Y cuando estaba sobrio, temía romper con ellos. Me habrían matado como a un cerdo.

Se cruzó otra vez de brazos y levantó su barbilla afilada con una sonrisa amarga.

–Pronto empezaron a decirme que ya era hora de que me pusiera a trabajar. El trabajo consistía en robar un banco. Luego lanzarían una bomba para destruir el lugar. Mi papel, como principiante, sería vigilar la calle de atrás y cuidar de un saco negro con la bomba dentro hasta que fuera preciso. Después de la reunión en que se decidió el asunto, un camarada de confianza me seguía a todas partes. No me atreví a protestar; temía que me mataran tranquila mente allí mismo; sólo una vez, mientras pa seábamos juntos, me pregunté si no sería mejor que me lanzara al Sena. Pero mientras daba vueltas a la idea, ya habíamos cruzado el puente y luego no tuve oportunidad de hacerlo.

A la luz de la vela, con sus rasgos afilados, su bigotillo esponjoso y su rostro ovalado, pa recía unas veces delicada y tiernamente joven, y otras parecía muy viejo, y decrépito, apesa dumbrado, apretando sus brazos cruzados contra el pecho. Como permanecía callado, me sentí obligado a preguntar:

–¡Bueno! ¿Y cómo acabó?
–Deportación a Cayena –contestó.

Parecía creer que alguien había denunciado el plan. Mientras permanecía vigilado en la calle de atrás, con el saco en la mano, fue atacado por la policía. «Esos imbéciles» le pusieron fuera de combate sin darse cuenta de lo que tenía en la mano. Se preguntaba cómo era que la bomba no había explotado al caer. Pero el caso es que no explotó.

–Traté de contar mi historia ante el tribu nal –continuó–. El presidente se divirtió mu cho. Hubo en la sala algunos idiotas que se rieron.

Le expresé la esperanza de que algunos de sus compañeros hubieran sido apresados tam bién. Se estremeció levemente antes de decirme que fueron dos: Simon, apodado Biscuit, el ajus tador de mediana edad que le habló en la calle, y un tipo llamado Mafile, uno de los simpáticos desconocidos que aplaudieron sus palabras y consolaron su dolor humanitario cuando se embo rrachó en el café.

–Sí –prosiguió con esfuerzo–, pude disfru tar de su compañía allí, en la isla de San José, entre otros ochenta o noventa presidiarios. Es tábamos todos clasificados como peligrosos.

»La isla de San José es la más bella de las Iles de Salut. Es rocosa y verde, con pequeños barrancos, matorrales, arbustos, bosquecillos de mangos y muchas palmeras de hojas como plu mas. Seis guardianes armados con revólveres y carabinas están encargados de los presidiarios allí encerrados. Una galera de ocho remos mantiene comu nicada durante el día a la He Royale, al otro lado de un canal de un cuarto de milla de an chura, donde hay un puesto militar. Hace el primer viaje a las seis de la mañana. A las cuatro de la tarde termina el servicio y entonces es atracada en un pequeño muelle de la He Royale, donde, junto a otros pequeños barcos, quedan bajo la vigilancia de un centinela. Desde ese mo mento y hasta la mañana siguiente, la isla de San José permanece incomunicada del resto del mundo, mientras los guardianes patrullan por turnos por el camino que va de su casa a las cabañas de los presidiarios y una multitud de tiburones patrulla por el agua. En estas circunstancias, los presidiarios pla nearon un motín. Esto era algo desconocido en la historia del penal. Pero su plan no dejaba de tener algunas posibilidades de éxito. Los guar dianes serían cogidos por sorpresa y asesinados durante la noche. Sus armas permitirían a los presidiarios disparar contra los tripulantes de la galera cuando repostara por la mañana. Una vez en posesión de la galera, capturarían otros barcos y todos ellos se alejarían remando de la costa.

»Al anochecer, los dos guardianes de servicio pasaron revista a los presidiarios, como de cos tumbre. Luego procedieron a inspeccionar las cabañas para asegurarse de que todo estaba en orden. En la segunda cabaña en la que entraron fueron abatidos y ahogados bajo la multitud de asaltantes. El crepúsculo se extinguió rápidamen te. Había luna nueva; y los pesados y negros nubarrones que se cernían sobre la costa aumen taban la profunda obscuridad de la noche. Los presidiarios se reunieron al aire libre, deliberan do sobre el próximo paso que darían y discutien do entre ellos en voz baja:

–¿Usted tomó parte en todo esto? –le pre gunté.
–No. Sabía, por supuesto, lo que iban a hacer. Pero ¿por qué iba a matar yo a esos guardianes? No tenía nada contra ellos. Y al mismo tiempo me aterrorizaban los demás. Pasara lo que pa sara, no podría escapar de ellos. Me senté, solo, en el tocón de un árbol, con la cabeza entre las manos, angustiado ante el pensamiento de una libertad que para mí no podía ser sino una burla. De pronto me asusté al percibir la figura de un hombre en el camino, cerca de donde yo me encontraba. Estaba de pie, inmóvil; luego su silueta se desvaneció en la noche. Debía de ser el jefe de los guardianes que iba a ver lo que les había ocurrido a sus hombres. Nadie reparó en él. Los presidiarios siguieron discu tiendo sus planes. Los cabecillas no conseguían ser obedecidos. El feroz cuchicheo de esa obscura masa de hombres era realmente horrible. Finalmente, se dividieron en dos grupos y se alejaron. Cuando hubieron pasado, me levanté, cansado e impotente. El camino hacia la casa de los guardianes estaba obscuro y silencioso, pero a ambos lados de los matorrales susurraban le vemente. Al poco rato, vi un débil rayo de luz ante mí. El jefe de los guardianes, seguido de tres de sus hombres, se acercaba cautelosamente. Pero no había cerrado bien su linterna. Los pre sidiarios vieron también el débil destello. Se oyó un grito terrible y salvaje, un tumulto en el obscuro camino, disparos, golpes, gemidos: y entre el ruido de los matorrales aplastados, las voces de los perseguidores y los gritos de los persegui dos, la caza del hombre, la caza del guardián, pasó junto a mí y se dirigió hacia el interior de la isla. Estaba solo. Y le aseguro, monsieur, que todo me era indiferente. Tras permanecer allí durante un rato, eché a andar a lo largo del camino hasta que tropecé con algo duro. Me detuve y recogí el revólver de un guardián. Comprobé con mis dedos que tenía cinco balas en la recámara. Entre las ráfagas de viento oí a los presidiarios llamándose allá lejos; luego el re tumbo de un trueno cubrió el murmullo de los árboles. De pronto, un fuerte resplandor se cruzó en mi camino, a lo largo del suelo. Pude ver una falda femenina y el borde de un delantal.

»Imaginé que la persona que los llevaba sería la mujer del jefe de los guardianes. Se habían olvidado de ella, al parecer. Sonó un disparo en el interior de la isla y ella ahogó un grito mien tras echaba a correr. La seguí y pronto la vi de nuevo. Estaba tirando de la cuerda de la gran campana que cuelga junto al embarcadero, con una mano, mientras que con la otra columpia ba la linterna de un lado a otro. Era la señal convenida para requerir la ayuda de la He Ro yale durante la noche. El viento se llevaba el sonido desde nuestra isla y la luz que colum piaba quedaba oculta por los pocos árboles que crecían junto a la casa de los guardianes. Me acerqué a ella por detrás. Seguía sin parar, sin mirar atrás, como si hubiese estado sola en la isla. Una mujer valiente, monsieur. Puse el revólver dentro de mi blusa azul y es peré. Un relámpago y un trueno apagaron la luz y el sonido de su señal durante un momento, pero ella no vaciló; siguió tirando de la cuerda y columpiando la linterna con la regularidad de una máquina. Era una mujer bien parecida, de no más de treinta años. Pensé para mí: "Esto no es bueno en una noche como ésta." Y me dije que si alguno de mis compañeros presidia rios bajaba al embarcadero –lo que sin duda sucedería pronto– le dispararía a ella un tiro en la cabeza antes de matarme. Conocía bien a los "camaradas". Esta idea me devolvió el in terés por la vida, monsieur; e inmediatamente, en lugar de permanecer estúpidamente en el muelle, me retiré a poca distancia de allí y me agaché detrás de un arbusto. No quería que sal taran sobre mí de improviso y me impidieran quizá prestar un servicio supremo al menos a un ser humano antes de morir a mi vez.

»Pero es de suponer que alguien vio la señal, porque la galera volvió de He Royale en un tiempo asombrosamente corto. La mujer perma neció de pie hasta que la luz de su linterna ilu minó al oficial en jefe y las bayonetas de los soldados que iban en el barco. Entonces se sentó en el suelo y comenzó a llorar. Ya no me necesitaba. No me moví de allí. Algunos soldados estaban en mangas de camisa, a otros les faltaban las botas, tal como la llama da a las armas les había cogido. Pasaron corrien do a paso ligero junto a mi arbusto. La galera había regresado en busca de refuerzos; la mujer seguía sentada, sola, llorando, al final del muelle, con la linterna a su lado en el suelo. Entonces, de pronto, vi gracias a su luz, al final del muelle, los pantalones rojos de otros dos hombres. Me quedé estupefacto. Ellos también salieron corriendo. Sus blusas desabrocha das revoloteaban a su alrededor y llevaban la cabeza descubierta. Uno de ellos dijo, jadeando, al otro:

»–¡Sigue, sigue!

»Me pregunté de dónde habrían salido. Len tamente me dirigí hacia el muelle. Vi la figura de la mujer, sacudida por los sollozos, y oí de forma cada vez más clara sus gemidos:
–¡Oh, mi hombre! ¡Mi pobre hombre! ¡Mi pobre hombre!
»Me fui de allí sin hacer ruido. Ella no podía ver ni oír nada. Se había cubierto la cabeza con el delantal y se mecía rítmicamente en su dolor. Pero de pronto observé que había un pequeño barco amarrado al final del muelle.

»Los dos hombres –parecían sous officiers– debían de haber venido en él, al no poder subir a tiempo a la galera, supongo. Es increíble que infringieran el reglamento por un sentido del deber. Y además era estúpido. No podía dar cré dito a mis ojos cuando salté dentro del barco. Me deslicé sigilosamente a lo largo de la orilla. Una nube negra se cernía sobre las Iles de Salut. Oí disparos, gritos. Había comenzado otra caza: la caza del presidiario. Los remos eran demasiado largos para manejarlos con co modidad. Los movía con dificultad, aunque el barco en sí era ligero. Pero cuando di la vuelta a la isla se desató un temporal de viento y lluvia. Era incapaz de luchar contra él. Dejé que el barco, a la deriva, se dirigiera hacia la orilla y lo amarré. Conocía el lugar. Había un viejo cobertizo destartalado cerca del agua. Acurrucado allí oí a través del ruido del viento y del aguacero que alguien se acercaba aplastando los matorrales. Estaba yo junto a la orilla. Quizá soldados. La violenta luz de un relámpago me permitió ver lo que me rodeaba. ¡Dos presidiarios!
»Inmediatamente, una voz asombrada excla mó:

»–¡Es un milagro!
Era la voz de Simón, por otro nombre Bis cuit.
»Y otra voz refunfuñó:
–¿Qué es lo que es un milagro?
»–¡Hay un barco ahí!
»–¡Debes estar loco, Simon! Pero, espera, sí... ¡Es un barco!
«Parecían ensimismados, en completo silen cio. El otro hombre era Mafile. Habló de nuevo, cautelosamente.
»–Está amarrado. Debe de haber alguien ahí.
«Entonces me dirigí a ellos desde el cober tizo:
»–Soy yo.
«Entraron y pronto me dieron a entender que el bote era suyo, no mío.
»–Somos dos contra uno –dijo Mafile.

«Salí afuera para estar seguro de ellos, por miedo a recibir un golpe a traición en la cabeza. Pude haber disparado contra ellos allí mismo. Pero no dije nada. Contuve la risa, que subía a mis labios. Les pedí humildemente que me permitieran ir con ellos. Se consultaron en voz baja sobre mi suerte, mientras yo sujetaba con mi mano el revólver en la pechera de mi blusa. Sus vidas estaban en mi poder. Les dejé vivir. Quería que remaran. Les dije con abyecta humildad que conocía el manejo de un barco y que, siendo tres a remar, podríamos descansar por tumos. Esto les decidió finalmente. Ya era hora. Un poco más y habría estallado en sono ras carcajadas ante el cómico espectáculo.

Al llegar a este punto, su excitación creció. Saltó del banco, gesticulando. Las sombras alar gadas de sus brazos, lanzadas como flechas hacia el techo y las paredes, hacían que el cobertizo pareciera demasiado pequeño para contener su agitación.

–No niego nada –exclamó–. Estaba rego cijado, monsieur. Saboreaba una especie de feli cidad. Pero permanecí muy quieto. Me tocó remar toda la noche. Salimos a altar mar, con fiando en que pasara un barco. Era una acción descabellada. Les persuadí de ello. Cuando salió el sol, la inmensidad del agua estaba en calma y las Iles de Salut parecían pequeñas manchas en lo alto de las olas. En ese momento yo go bernaba el barco. Mafile, que estaba remando encorvado, dejó escapar un juramento y dijo: –Debemos descansar. Había llegado por fin la hora de reír. Y lo hice a gusto, puedo asegurárselo. Apretándome los costados, me retorcía en mi asiento, ante sus caras sorprendidas.

»–¿Qué le pasa a este idiota? –grita Mafile.
»Y Simon, que estaba más cerca de mí le dice por encima del hombro:
»–El diablo me lleve si no creo que se ha vuelto loco.

«Entonces les mostré el revólver. ¡Aja! En un momento su mirada se llenó de odio, como no puede usted imaginar. ¡Ja, ja, ja! Estaban ate rrados. Pero remaron. Oh, sí, remaron todo el día, a ratos con aire feroz y a ratos con aire desfa llecido. No perdí detalle, porque no les podía quitar los ojos de encima ni un momento o –¡zas!– se me echarían encima en una décima de segundo. Mantuve mi revólver sujeto sobre mis rodillas con una mano, mientras gobernaba el barco con la otra. Sus caras comenzaron a lle narse de ampollas. El cielo y el mar parecían de fuego a nuestro alrededor y el mar hervía al sol. El barco se deslizaba con un siseo sobre el agua. A veces Mafile echaba espuma por la boca y a veces gemía. Pero remaba. No se atrevía a de tenerse. Sus ojos se inyectaron de sangre y mor día su labio inferior como si quisiera hacerlo pe dazos. Simon estaba ronco como una corneja. »–Cantarada... –comienza. »–Aquí no hay camaradas. Soy vuestro patrón.

–Patrón, entonces –dice–, en nombre de la humanidad, permítenos descansar.

»Se lo permití. Había agua de lluvia en el fondo del barco. Les dejé que la bebieran en el hueco de la mano. Pero cuando di la orden "En route", les sorprendí intercambiando miradas significativas. ¡Pensaban que alguna vez tendría que dormir! ¡Aja! Pero yo no quería dormir. Es taba más despierto que nunca. Fueron ellos los que se durmieron mientras remaban, dejando caer bruscamente los remos uno tras otro. Les dejé acostarse. El cielo estaba cuajado de estre llas. El mundo se hallaba en calma. Salió el sol. Un nuevo día. Allez! En route! Remaban de mala gana. Sus ojos giraban de un lado a otro y sus lenguas colgaban de su boca. A media mañana, Mafile gruñó:

»–Vamos a atacarle, Simon. Prefiero recibir un tiro que morir de sed, hambre y fatiga re mando.

»Pero mientras hablaba seguía remando; y Si mon también remaba. Me sonrió. ¡Ah! Amaban la vida, esos dos, en este maldito mundo suyo, como la amaba yo también antes de que me la amargaran con sus frases. Les hice remar hasta el agotamiento y sólo entonces señalé las velas de un barco en el horizonte. ¡Ajá! Tendría que haberles visto revivir y afa narse en su trabajo. Porque les hice que siguieran remando en dirección al rumbo del barco. Habían cambiado. La especie de piedad que había sentido por ellos se desvaneció. Se parecían más a sí mismos por momentos. Me miraban con unos ojos que recordaba muy bien. Eran felices. Son reían.

»–Bien –dice Simon–, la energía dé este joven nos ha salvado la vida. Si no nos hubiera obligado, no habríamos remado jamás hasta el derrotero de los barcos. Camarada, te perdono. Te admiro.
»Y Mafile desde delante:
»–Tenemos una deuda de gratitud contigo, camarada. Tienes madera de jefe.

»¡Camarada, monsieur! ¡Ah, bonita palabra! Y ellos, esos dos hombres, la habían hecho odiosa para mí. Les miré. Recordé sus mentiras, sus promesas, sus amenazas y todos mis días de miseria. ¿Por qué no me dejaron en paz cuando salí de la prisión? Les miré y pensé que mientras vivieran jamás podría ser libre. Jamás. Ni yo ni otros como yo, de corazón ardiente y voluntad débil. Porque sé muy bien que mi voluntad no es fuerte, monsieur. La ira me invadió –la ira de una atroz borrachera–, pero no contra la injusticia de la sociedad. ¡Oh, no! »–¡Debo ser libre! –grité, furioso.

–Vive la liberté! –aúlla el rufián de Ma file–. Mort aux bourgeois que nos enviaron a Cayena! Pronto sabrán que somos libres.

»El cielo, el mar, todo el horizonte pareció volverse rojo, de un rojo de sangre, alrededor del barco. Mi pulso latía tan fuerte que me pregunté si no lo oirían. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que no lo entendieran?
»Oí a Simon preguntar:
»–¿No hemos remado suficiente ya?
»–Sí. Suficiente –dije. Lo sentía por él; a quien odiaba era al otro. Soltó el remo con un profundo suspiro y mientras levantaba la mano para enjugarse la frente con el aire de un hom bre que ha cumplido con su deber, apreté el gatillo de mi revólver y le disparé desde la cur va apuntando al corazón.

»Se desplomó sobre la borda, con la cabeza colgando. No le eché un segundo vistazo. El otro gritó desgarradoramente. Fue un chillido de ho rror. Luego todo quedó en silencio. Dejó caer el remo sobre su rodilla y levantó las manos apretadas ante su rostro en actitud de súplica.

«–¡Piedad! –murmuró desmayadamente–. ¡Ten piedad de mí, camarada!
»–¡Ah, camarada! –murmuré en voz baja–. Sí, camarada, por supuesto. Bien, grita, pues Vive l'anarchie.

«Levantó los brazos, la cara hacía el cielo y abrió la boca de par en par en un grito de des esperación:

»–Vive l'anarchie! Vive...!
»Se derrumbó en un ovillo, con una bala en la cabeza.
»Les arrojé a los dos por la borda. También tiré el revólver. Luego me senté en silencio.

¡Era libre, al fin! Al fin. Ni siquiera miré hacia el barco; no me importaba; en realidad creo que debí caer dormido, porque de repente oí gritos y vi el barco casi encima de mí. Me izaron a bordo y amarraron el bote a popa. Eran todos negros, excepto el capitán, que era un mulato. Sólo conocía unas palabras de francés. No pude averiguar a dónde iban ni quiénes eran. Me die ron algo de comer todos los días; pero no me gustaba la forma en que solían discutir acerca de mí en su lengua. Quizá estaban pensando en lanzarme por la borda para apoderarse del bote. ¿Cómo iba yo a saberlo? Cuando pasamos fren te a esta isla, pregunté si estaba habitada. Me pareció oírle decir al mulato que había una casa en ella. Una granja, imaginé qué quería decir. De modo que le pedí que me dejara desembarcar en la playa y que se quedara con el bote por las molestias. Esto es, supongo, lo que deseaban. El resto ya lo conoce.

Tras pronunciar estas palabras, perdió de re pente el dominio de sí mismo. Caminaba de un lado a otro rápidamente, hasta que echó a co rrer; sus brazos giraban como un molino de viento y sus exclamaciones se hicieron mucho más delirantes. Su estribillo era que «no negaba nada, nada». No podía hacer más que dejarle que siguiera así y apartarme de su camino, repi tiendo: «Calmez vous, calmez vous», a interva los, hasta que su agitación le dejó exhausto. Debo confesar, también, que permanecí a su lado mucho tiempo después de que se metiera bajo su mosquitero. Me había rogado que no le dejara; así pues, del mismo modo que uno per manece sentado junto a un niño nervioso, me senté junto a él –en nombre de la humanidad–basta que cayó dormido.

En general, mi opinión es que tenía más de anarquista de lo que me confesó o se confesaba a sí mismo; y que, dejando a un lado las carac terísticas especiales de su caso, era muy pareci do a muchos otros anarquistas. El corazón ardien te y la mente débil: ésa es la clave del enigma. Y es un hecho que las contradicciones más acu sadas y los conflictos más agudos del mundo se producen en todo pecho humano capaz de expe rimentar sentimientos y pasiones. Por una encuesta personal puedo garantizar que la historia del motín de los presidiarios fue, en todos sus detalles, tal como él me la contó.

Cuando volví a Horta desde Cayena y vi de nuevo al «anarquista», no tenía buen aspecto. Estaba aún más cansado, aún más débil y lívido de veras bajo los sucios tiznones de su oficio. Evidentemente, la comida del peonaje de la com pañía (en forma no concentrada) no le convenía en absoluto. Nos encontramos en el pontón de Horta. Yo traté de inducirle a que dejara la lancha anclada donde estaba y me siguiera a Europa. Habría sido delicioso pensar en la sorpresa y el disgus to del buen gerente ante la huida del pobre hombre. Pero se negó con invencible obstina ción.

–¡Pero no querrá vivir siempre aquí! –grité.
El movió la cabeza.
–Moriré aquí –dijo. Y luego añadió caviloso–: Lejos de ellos.

A veces pienso en él, tumbado con los ojos abiertos sobre el arnés de caballo en el pequeño cobertizo lleno de herramientas y pedazos de hierro, en el anarquista esclavo de la hacienda de Marañón, esperando con resignación ese sue ño que «huye» de él, como solía decir de esa forma inenarrable.


El alambre de púa. Horacio Quiroga (1878-1937)

Durante quince días el caballo alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera –desmonte que ha rebrotado inextricable–, no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo. Evidentemente no era por allí por donde el malacara pasaba. El alazán recorría otra vez la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero con los suyos cortos y rápidos, en que había una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena.

Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: cruzando por frente al chircal, que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vio un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles. La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que el alazán, acostumbrado a recorrer éste de sur a norte y jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.

En un instante el viejo caballo estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de memoria. El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aun a caballos. Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo. Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo.

–Un alambrado –dijo el alazán.
–Sí, alambrado –asintió el malacara. Y ambos, pasando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.

Dos minutos después pasaban; un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.
–Es yerba –constató el malacara, con sus trémulos labios a medio centímetro de las duras hojas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal prosiguieron su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno camino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. Mas por infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El día, en verdad, la favorecía. La bruma matinal de Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente azul, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento. Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno...

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! Y entrarían ellos, los caballos libres! Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada fuera obstáculo para ellos. Habían visto cosas extraordinarias, salvado dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera. En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.

–¿Por qué no entran? –preguntó el alazán a las vacas.
–Porque no se puede –le respondieron.
–Nosotros pasamos por todas partes –afirmó el alazán, altivo–. Desde hace un mes pasamos por todas partes.

Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.

–Los caballos no pueden –dijo una vaquillona movediza–. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.
–Tienen soga –añadió una vieja madre sin volver la cabeza.
– ¡Yo no, yo no tengo soga! –respondió vivamente el alazán–. Yo vivía en las capueras y pasaba.
–¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo:

–El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces...? ¿Ustedes no pasan?
–No, no pasamos –repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia.
–¡Nosotras sí!

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impertinentes invasoras de chacras y el Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.

–Esta tranquera es mala –objetó la vieja madre.
–¡El sí! Corre los palos con los cuernos.
–¿Quién? –preguntó el alazán.

Todas las vacas, sorprendidas de esa ignorancia, volvieron la cabeza al alazán.

–¡El toro, Barigüí! Él puede más que los alambrados malos.
–¿Alambrados...? ¿Pasa?
–¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.

Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante. De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad. Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado. Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.

El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes. Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa tendiéndolo violentamente hacia arriba con él testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. Los caballos miraban siempre.

–No pasan –observó el malacara. No pasan,
–El toro pasó –dijo el alazán. Come mucho. Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero que con un palo trataba de alcanzarlo.
–¡Añá...! Te voy a dar saltitos... –gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión con la decisión pesada y bruta de bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de alambre y grampas lanzadas a veinte metros.

Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra. Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles dado así oír conversación.
Es evidente, por lo que de ella se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran estado dentro del monte; alambrados, por grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquélla. Pero como los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto. De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro.

–¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y meloso falsete.
–¡Ah, toro malo! ¡Mi no puede! ¡Mi ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro sigue vaca!
–¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!
–¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!
–¡Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!
–¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe...!
–¡Bueno! Vea, don Zaninski; yo no quiero cuestiones con vecinos, pero tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo: en el camino voy a poner alambre nuevo.
–¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!
–Es que ahora no va a pasar Por el camino.
–¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!
–No va a pasar.
–¿Qué pone?
–Alambre de púa... Pero no va a pasar.
–¡No hace nada púa!
–Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar.

El chacarero se fue. Es como lo anterior evidente que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:

–¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí haba cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de ideas desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo a la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando. Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos, despreciativas:

–Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.
–¡Barigüí sí pasó!
–A los caballos un solo hilo los contiene.
–Son flacos.
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:
–Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí –añadió señalando con los belfos los alambres caídos, obra de Barigüí.
–¡Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.
–No va a pasar más. Lo dijo el hombre.
–Él comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.

El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a construir el hombre. La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas. Tarde ya, cuando el sol acababa de entrar, los dos caballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio que, detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

–Le digo que va a pasar –decía el pasajero.
–No pasará dos veces –replicaba el chacarero.
–¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar!
–No pasará dos veces –repetía obstinadamente el otro.
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
–...reír!
–...veremos.

Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

–¡Curioso! –observó el malacara después de largo rato–. El caballo va al trote, y el hombre al galope...

Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el frío cielo crepuscular, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa semisombra una transparencia casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, había oído su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar. Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún. La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.

Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los nuevos postes –oscuros y torcidos– había dos simples alambres de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos. No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras de monte había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes.

–Son de madera de ley –observó el malacara.
–Sí, cernes quemados –comprobó el alazán.
Y tras otra larga mirada de examen, el malacara añadió:
–El hilo pasa por el medio, no hay grampas...
Y el alazán:
–Están muy cerca uno de otro de otro...

Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro?

–El hombre dijo que no iba a pasar –se atrevió sin embargo el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente.
Pero las vacas los habían oído.
–Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
–¿Pasó? ¿Por aquí? –preguntó descorazonado el malacara.
–Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.
Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso a los caballos.
–Los alambres están muy estirados –dijo el alazán después de largo examen.
–Sí. Más estirados no se puede...

Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos. Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

–Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.
–Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan –comprobó el alazán.
–¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!

Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.

–¡Come toda la avena! ¡Después pasa!
–Los hilos están muy estirados... –observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si...
–¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! –lanzó la vaquilla locuaz.

En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído. El animal esperó que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos de siempre, con fintas de cornadas. El hombre avanzó más, el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado.

–¡Viene Barigüí! ¡La pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! –alcanzaron a clamar las vacas.

Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó el testuz y hundió la cabeza entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó. Pero de su lomo y de su vientre, profundamente canalizados desde el pecho a la grupa, llovía ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó enseguida al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un ronco suspiro.

A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho curarlo –si esto aún era posible–, lo carneó esa tarde. Y el día siguiente tocóle en suerte al malacara llevar a su casa en la maleta, dos kilos de carne de toro muerto.


El alma de Laploshka. Saki (1870-1916)

Laploshka fue uno de los tipos más mezquinos que yo haya conocido, y uno de los más divertidos. Decía cosas horribles de la otra gente, con tal encanto que uno le perdonaba las cosas igualmente horribles que decía de uno por detrás. Puesto que odiamos caer en nada que huela a maledicencia, agradecemos siempre a quienes lo hacen por nosotros y lo hacen bien. Y Laploshka lo hacía de veras bien.

Naturalmente, Laploshka tenía un vasto círculo de amistades; y como ponía cierto esmero en seleccionarlas, resultaba que gran parte de ellas eran personas cuyos balances bancarios les permitían aceptar con indulgencia sus criterios, bastante unilaterales, sobre la hospitalidad. Así, aunque era hombre de escasos recursos, se las arreglaba para vivir cómodamente de acuerdo a sus ingresos, y aún más cómodamente de acuerdo a los de diversos compañeros de carácter tolerante.

Pero con los pobres o los de estrechos fondos como él, su actitud era de ansiosa vigilancia. Parecía acosarlo el constante temor de que la más mínima fracción de un chelín o un franco, o cualquiera que fuera la moneda de turno, extraviara el camino de su bolso o provecho y cayera en el de algún compañero de apuros. De buen grado ofrecía un cigarro de dos francos a un rico protector, bajo el precepto de obrar mal para lograr el bien; pero me consta que prefería entregarse al paroxismo del perjurio antes que declararse en culpable posesión de un céntimo cuando hacía falta dinero suelto para dar propina a un camarero. La moneda le habría sido debidamente restituida a la primera oportunidad -él habría tomado medidas preventivas contra el olvido de parte del prestatario-, pero a veces ocurrían accidentes, e incluso una separación temporal de su penique o sou era una calamidad que debía evitarse.

El conocimiento de esta amable debilidad daba pie a la perpetua tentación de jugar con el miedo que Laploshka tenía de cometer un acto de largueza involuntaria. Ofrecerse a llevarlo en un coche de alquiler y fingir no tener dinero suficiente para pagar la tarifa, o confundirlo pidiéndole prestados seis peniques cuando tenía la mano llena de monedas de vuelta, eran algunos de los menudos tormentos que sugería el ingenio cuando se presentaba la ocasión. Para hacer justicia a la habilidad de Laploshka, hay que admitir que, de una forma u otra, solucionaba los dilemas más embarazosos sin comprometer en absoluto su reputación de decir siempre "No". Pero, tarde o temprano, los dioses brindan una ocasión a la mayoría de los hombres, y la mía me llegó una noche en que Laploshka y yo cenábamos juntos en un barato restaurante de bulevar. (A no ser que estuviera expresamente convidado por alguien de renta intachable, Laploshka acostumbraba refrenar su apetito por la vida lujosa; y sólo en tan felices ocasiones le daba rienda suelta). Al final de la cena recibí aviso de que se requería mi presencia con cierta premura y, sin hacer caso a las agitadas protestas de mi compañero, alcancé a gritarle, con sevicia: "¡Paga lo mío; mañana arreglaremos!" Temprano en la mañana, Laploshka me atrapó por instinto mientras yo caminaba por una callejuela que casi nunca frecuentaba. Tenía cara de no haber dormido.

-Me debes los dos francos de anoche -fue su saludo jadeante.

Le hablé evasivamente de la situación en Portugal, donde al parecer se fermentaban más conflictos. Pero Laploshka me escuchó con la abstracción de una víbora sorda y pronto volvió al tema de los dos francos.

-Me temo que quedaré debiéndotelos -le dije, con tanta ligereza como brutalidad-. No tengo ni un centavo.

Y añadí, falsamente:

-Me marcho por seis meses, si no más.

Laploshka no dijo nada, pero sus ojos se abultaron un poco y sus mejillas adquirieron los abigarrados colores de un mapa etnográfico de la península balcánica. Ese mismo día, al ocaso, falleció. "Ataque al corazón", dictaminó el doctor. Pero yo, que estaba más al tanto, supe que había muerto de aflicción.

Surgió el problema de qué hacer con sus dos francos. Una cosa era haber matado a Laploshka; pero haberme quedado con su dinero habría sido muestra de una dureza de sentimiento de la que soy incapaz. La solución usual de dárselo a los pobres de ningún modo se habría acomodado a la presente situación, ya que nada habría afligido más al difunto que semejante malbaratamiento de sus posesiones. Por otra parte, la donación de dos francos a los ricos era una operación que requería cierto tacto. No obstante, una manera fácil para salir de apuros pareció presentarse al domingo siguiente, estando yo apiñado entre la multitud cosmopolita que atestaba la nave lateral de una de las más populares iglesias parisinas. Un bolso de limosnas, para "los pobres de Monsieur le Curé", bregaba por cumplir su tortuoso derrotero a través de la aparentemente impenetrable marejada humana; y un alemán que había frente a mí y que evidentemente no deseaba que el pedido de una contribución le estropeara el disfrute de la sublime música, expresaba en voz alta a un compañero sus críticas sobre la validez de dicha caridad.

-No necesitan el dinero -dijo-; ya tienen demasiado. Y no tienen pobres. Están ahítos.

Si en realidad eso era cierto, mi camino se hallaba despejado. Dejé caer los dos francos de Laploshka en el bolso y musité una bendición para los ricos de Monsieur le Curé.

Al cabo de unas tres semanas el azar me había llevado a Viena, en donde me deleitaba yo una noche en una modesta pero excelente Gasthaus en el barrio de Wäringer. El decorado era algo primitivo, pero las chuletas de ternera, la cerveza y el queso eran inmejorables. La buena mesa traía buena clientela y, a excepción de una mesita junto a la puerta, todos los puestos estaban ocupados. A mitad de la cena miré por casualidad en dirección de la mesa vacía y descubrí que ya no lo estaba. La ocupaba Laploshka, que estudiaba el menú con el absorto escrutinio del que busca lo más barato de lo más barato. Reparó en mí una sola vez, abarcó de un vistazo mi convite como si quisiera decir: "Te estás comiendo mis dos francos", y desvió rápidamente la mirada. Evidentemente, los pobres de Monsieur le Curé eran pobres auténticos. Las chuletas se me volvieron de cuero en la boca, la cerveza se me hizo insulsa; no toqué el Emmenthaler. Sólo se me ocurrió alejarme del recinto, alejarme de la mesa donde eso estaba sentado; y al huir sentí la mirada de reproche que Laploshka dirigió a la suma que le di al piccolo... sacada de sus dos francos. Al día siguiente almorcé en un costoso restaurante, en donde estaba seguro de que el Laploshka vivo jamás habría entrado por cuenta propia. Tenía la esperanza de que el Laploshka muerto observara las mismas restricciones. No me equivoqué; pero al salir lo encontré leyendo con rostro miserable el menú pegado en el portón. Y luego echó a andar lentamente hacia una lechería. Por vez primera fui incapaz de experimentar la alegría y encanto de la vida vienesa.

De allí en adelante, en París, en Londres o dondequiera que estuviese, seguí viendo con frecuencia a Laploshka. Si estaba sentado en el palco de un teatro, tenía la permanente sensación de que me echaba vistazos furtivos desde un oscuro rincón de la galería. Al entrar a mi club en una tarde de lluvia, lo alcanzaba a ver precariamente guarecido en un portal de enfrente. Incluso si me daba el modesto lujo de alquilar una silla en el parque, él por lo general me confrontaba desde uno de los bancos públicos, sin fijar nunca en mí la vista pero en actitud de estar siempre al tanto de mi presencia. Mis amigos empezaron a comentar lo desmejorado de mi aspecto y me aconsejaron olvidarme de montones de cosas. A mí me hubiera gustado olvidar a Laploshka.

Cierto domingo -probablemente de Resurrección, pues el hacinamiento era peor que nunca- me encontraba otra vez apiñado entre la multitud que escuchaba la música en la iglesia parisina de moda, y otra vez el bolso de limosnas se abría paso a través de la marejada humana. Detrás de mí había una dama inglesa que en vano trataba de hacer llegar una moneda al apartado bolso, de modo que tomé la moneda a petición suya y le ayudé a alcanzar su destino. Era una pieza de dos francos. Se me ocurrió de pronto una idea brillante: dejé caer sólo mi sou en el bolso y deslicé la moneda de plata en mi bolsillo. Les quité así los dos francos de Laploshka a los pobres, que nunca debieron haber recibido ese legado. Mientras retrocedía para alejarme de la multitud, oí una voz femenina que decía: "No creo que haya puesto mi dinero en el bolso. ¡París está repleto de gente así!". Pero salí con la conciencia más liviana que había tenido en mucho tiempo. Todavía quedaba por delante la delicada misión de donar la suma recuperada a los ricos que la merecían. Otra vez puse mi confianza en la inspiración del momento y otra vez el destino me sonrió.

Un aguacero me obligó, dos días después, a refugiarme en una de las iglesias históricas de la orilla izquierda del Sena, en donde me encontré, dedicado a escudriñar las viejas tallas de madera, al barón R., uno de los hombres más ricos y más zarrapastrosos de París. O era ahora, o nunca. Dándole un fuerte acento americano al francés que yo solía hablar con inconfundible acento británico, interrogué al barón sobre la fecha de construcción de la iglesia, las dimensiones y demás pormenores que con seguridad desearía conocer un turista americano. Tras recibir la información que el barón estuvo en condiciones de suministrar sin previo aviso, con toda seriedad le puse la moneda de dos francos en la mano y, afirmándole cordialmente que era pour vous, di media vuelta y me marché. El barón se quedó un poco desconcertado, pero aceptó la situación de buen talante. Caminó hasta una cajita adosada a la pared y echó por la ranura los dos francos de Laploshka. Encima de la caja había un letrero: Pour les pauvres de M. le Curé. Aquella noche, en el hervidero de la esquina del Café de la Paix, avisté fugazmente a Laploshka. Me sonrió, alzó un poco el sombrero y se esfumó. No volví a verlo nunca. Después de todo, el dinero había sido donado a los ricos que lo merecían, y el alma de Laploshka descansaba en paz.


El alma del guerrero. Joseph Conrad (1857-1924)

El viejo oficial de largos bigotes canos dio rienda suelta a su indignación.

—¡Cómo es posible que los jóvenes tengáis tan poco sentido común! ¡Más os valdría a algunos de vosotros limpiaros la leche de la boca antes de dictar sentencia contra los escasos y pobres rezagados de una generación que tanto hizo y tanto sufrió en sus tiempos!

Después de que sus oyentes expresaran su gran remordimiento, el viejo guerrero se mostró satisfecho, pero no por ello calló.

—Yo soy uno de ellos..., uno de los rezagados, quiero decir —prosiguió pacientemente—. Y, ¿qué es lo que hicimos? ¿Qué fue lo que logramos? Él -el gran Napoleón— saltó sobre nosotros, dispuesto a emular a Alejandro el Macedonio, seguido de un montón de naciones. Nosotros opusimos a la impetuosidad francesa los espacios desiertos y luego presentamos una batalla interminable, de modo que al final sus tropas acabaron dormidas en sus posiciones, acostadas sobre montones de cadáveres de sus propios compañeros. Después vino el muro de fuego de Moscú, que se derrumbó sobre ellos.

Entonces empezó la larga desbandada del Gran Ejército. Yo lo he visto avanzar en tropel, como una fatal estampida de demacrados y espectrales pecadores, a lo largo del más profundo y helado de los círculos del Infierno de Dante, que iba abriéndose incesantemente ante sus desesperadas miradas. Para poder salir de Rusia a través de una helada capaz de partir piedras, los que lograron escapar debían de tener el alma clavada al cuerpo con remaches dobles. Pero decir que si uno solo logró huir fue por culpa nuestra no es más que simple ignorancia. ¡Vaya que sí! Nuestros propios soldados padecieron hasta el límite de sus fuerzas. ¡De sus fuerzas de rusos! Claro que nuestro ánimo no estaba abatido; y, por otro lado, luchábamos por una causa justa, una causa sagrada. Pero eso no bastaba para templar el viento que soplaba sobre los hombres y los caballos. La carne es débil. Para bien o para mal, la Humanidad tiene que pagar el precio. ¡Vaya que sí! En la misma batalla por la conquista de la aldea de que os estaba hablando, luchábamos tanto por la victoria como por encontrar refugio en sus viejas casas. Y lo mismo los franceses.

No luchábamos por la gloria ni por estrategia. Los franceses sabían que tendrían que retirarse antes del amanecer, y nosotros sabíamos que acabarían yéndose. Desde el punto de vista de la guerra, no había nada por lo que luchar. Pero las tropas de las dos infanterías pelearon entre las casas como gatos salvajes, o como héroes si lo preferís —cualquiera entraba así en calor—, mientras las tropas de apoyo se congelaban a la intemperie bajo un tempestuoso viento del norte que, a una terrible velocidad, arrastraba por tierra la nieve y por el cielo grandes masas de nubes. El aire mismo estaba indescriptiblemente sombrío en contraste con la blanca tierra. En mi vida he visto lo creado con un aspecto tan siniestro como aquel día. Nosotros, la caballería (no éramos más que un puñado), apenas si podíamos hacer otra cosa que volver las espaldas al viento y recibir alguna bala perdida de la artillería francesa. Convendría quizá que os dijera que eran los últimos cañones que les quedaban, y que ésa fue la última vez que los colocaron en posición. Aquella batería no salió nunca de allí. A la mañana siguiente encontramos los cañones abandonados. Pero esa tarde mantenían un fuego infernal contra nuestra columna de ataque; el furioso viento se llevaba el humo e incluso el ruido, pero podíamos ver el constante llamear de las lenguas de fuego a lo largo del frente francés. Luego, una veloz ráfaga de nieve lo ocultaba todo excepto los destellos de color rojo oscuro en medio del blanco remolino.

Durante los intervalos en los que cesaba el fuego dominábamos toda la llanura que se extendía a la derecha, por la que veíamos avanzar interminablemente una sombría columna; la gran desbandada del Gran Ejército reptaba ininterrumpidamente mientras a nuestra izquierda la lucha continuaba con gran estrépito y furia. El cruel torbellino de nieve barría aquel escenario de muerte y desolación. Y luego el viento amainó con la misma brusquedad con que se había levantado por la mañana. Al cabo de un tiempo recibimos órdenes de cargar contra la columna en retirada; ignoro el motivo de la orden, como no fuera que pretendieran, dándonos una ocupación, evitar que pereciésemos helados sobre nuestras sillas. Giramos hacia la derecha y avanzamos al paso con intención de atacar por el flanco aquella lejana línea oscura. Serían las dos y media de la tarde. Tenéis que saber que hasta ese momento de la campaña mi regimiento no había entrado nunca en contacto con el grueso de las tropas de Napoleón. Durante los meses transcurridos desde el inicio de la invasión, el ejército al que pertenecíamos había estado combatiendo en el norte contra Oudinot. Sólo últimamente habíamos descendido, empujándole ante nosotros hacia el Beresina. Ésta fue, por tanto, la primera ocasión en la que mis camaradas y yo pudimos ver de cerca el Gran Ejército de Napoleón. Era una imagen pasmosa y terrible. Había oído hablar de él; había visto a los rezagados: pequeñas bandas de merodeadores, grupos de prisioneros a lo lejos. ¡Pero éste era el grueso del ejército! Una turba semi-enloquecida y hambrienta que andaba a rastras y dando traspiés. Emergía del bosque a casi dos kilómetros de distancia, y su vanguardia se perdía entre la oscuridad de los campos. Avanzamos hacia ella al trote, al máximo rendimiento que podíamos sacarles a nuestros caballos, y arremetimos contra esa masa humana como si de una ciénaga ambulante se tratara. No hubo resistencia. Oí algunos disparos, media docena quizá. Parecía que se le hubiesen congelado hasta los sentidos. Mientras cabalgaba al frente de mi escuadrón tuve tiempo de echarle una buena ojeada. Pues bien, puedo aseguraros que entre los hombres que caminaban en el margen exterior de la columna había algunos tan ajenos a todo lo que no fuera su propia desdicha que ni siquiera volvieron la cabeza para mirar nuestra carga. ¡Soldados!

Mi caballo empujó con el pecho a uno de esos hombres. El pobre desgraciado llevaba sobre los hombros, roto y chamuscado, el capote azul de los dragones, y ni siquiera levantó la mano para arrancarme las riendas y salvarse. No hizo más que caer. Nuestros soldados blandían y clavaban sus sables; bueno, yo también lo hice al principio, naturalmente... ¡Qué queríais que hiciésemos! Un enemigo es un enemigo. Pero una especie de pavor nauseabundo embargó mi corazón. No se oía ningún tumulto, solamente un profundo murmullo sordo con el que de vez en cuando se mezclaban algunos gritos y gruñidos más fuertes, mientras la turba seguía empujando y avanzando en desorden, dejándonos atrás, ciega e insensible. Flotaba en el aire un olor a andrajos chamuscados y heridas ulceradas. Mi caballo se tambaleaba en los remolinos de aquella marea humana. Pero era como derribar cadáveres galvanizados a los que nada importaba. ¡Invasores! Sí... Dios ya estaba dando buena cuenta de ellos.

Espoleé a mi caballo para alejarme. Cuando nuestro segundo escuadrón les atacó por la derecha, hubo unas carreras repentinas y se oyó una especie de gemido iracundo. Mi caballo corcoveó y alguien me agarró de una pierna. Como no tenía intención de permitir que me derribasen de la silla, di, sin mirar, un revés con el sable. Oí un grito y, bruscamente, mi pierna quedó libre. Justo entonces descubrí al alférez de mi escuadrón, que se encontraba no muy lejos de mí. Se llamaba Tomassov. Aquella multitud de cadáveres resucitados de ojos vidriosos hervía alrededor de su caballo como un montón de ciegos, aullando enloquecidamente. Él permanecía sentado muy erguido en su silla, sin mirarles, y manteniendo envainado su sable a propósito. Este Tomassov, bueno, llevaba barba. Todos llevábamos barba entonces, naturalmente. Por las circunstancias y por la falta de tiempo libre y también de navajas. No, en serio, durante aquellos días inolvidables que tantos, tantísimos de nosotros, no lograron sobrevivir, parecíamos una partida de salvajes. Sí, teníamos un aspecto salvaje. Des russes sauvages, ¡nada menos! Así que llevaba barba; me refiero a ese tal Tomassov; pero él no parecía un sauvage. Era el más joven de todos nosotros. Lo que equivale a decir que era verdaderamente joven. Visto a cierta distancia pasaba bastante bien, sobre todo por la mugre y el sello especial que la campaña imprimía a nuestros rostros. Pero si estabas lo bastante cerca para mirarle a los ojos, podías notarle, justo en ellos, su escasa edad, pese a que no fuera exactamente un muchacho.

Esos ojos eran azules, de un azul como el de los cielos de otoño, y también soñadores y alegres; unos ojos inocentes, confiados. Un copete de pelo rubio coronaba su frente como una diadema de oro en los tiempos que podríamos llamar normales. Quizá os parezca que hablo de él como si se tratase del héroe de una novela. Bien, pues eso no es nada en comparación con lo que observó el ayudante en Tomassov. Descubrió que tenía «labios de amante», sea eso lo que fuere. Si el ayudante se refería a que los tenía bonitos, hombre, eran bastante bonitos, pero la frase pretendía, naturalmente, ser despectiva. Ese ayudante nuestro no era un tipo muy delicado. «Mirad qué labios de amante», decía en alta voz mientras Tomassov hablaba. Esa clase de observaciones no acababa de gustar a Tomassov. Pero hasta cierto punto era él mismo quien se había expuesto a las chanzas por culpa de lo duraderas que fueron en él las impresiones producidas por la pasión amorosa, unas impresiones que quizá no fueran tan extraordinarias como creía. Pero si sus camaradas le toleraban sus efusiones era porque estaban relacionadas con Francia, ¡con París! Vosotros, los que pertenecéis a la generación actual, no podéis concebir siquiera el prestigio que esos nombres tenían entonces para todo el mundo. París era la ciudad de las maravillas para todo hombre con un poco de imaginación. Y allí estábamos nosotros, jóvenes y bien relacionados la mayoría, pero casi recién salidos de nuestros nidos hereditarios de provincias; sencillos siervos de Dios; simples palurdos, si se me permite la expresión. De modo que estábamos no poco dispuestos a escuchar los cuentos que de Francia traía nuestro camarada Tomassov. El año antes de la guerra había sido agregado de nuestra embajada en París. Seguramente porque tenía influencias en altas esferas, o quizá por pura suerte.

No creo que hubiese podido ser un miembro muy útil de la misión diplomática, debido a su juventud y a su absoluta falta de experiencia. Y aparentemente, mientras estuvo en París pudo disponer del tiempo a su antojo. Lo utilizó para enamorarse, para permanecer en ese estado, para cultivarlo, podría decirse que para existir sólo para el amor. Así que fue algo más que simples recuerdos lo que se trajo de Francia. Los recuerdos son cosas fugaces. Se pueden falsificar, se pueden borrar, se pueden incluso poner en duda. ¡Vaya que sí! Yo mismo dudo a veces de haber llegado a estar en París. Y aquel largo camino en el que las batallas hicieron las veces de etapas incluso parecería más increíble si no fuera por cierta bala de mosquete que llevo en el cuerpo desde una pequeña escaramuza de caballería ocurrida en Silesia, al comienzo mismo de la campaña de Leipzig. Los episodios amorosos son, sin embargo, más impresionantes quizá que los episodios de peligro. Digamos que nadie afronta el amor en compañía de los demás miembros de una patrulla. Los primeros son más raros, más personales y más íntimos. Y recordad que para Tomassov todo aquello estaba todavía muy fresco. Apenas habían transcurrido tres meses desde su regreso a casa cuando empezó la guerra. Tenía el corazón y la mente empapadas de esa experiencia. Estaba realmente sobrecogido por ella, y era lo bastante candoroso como para dejar que se trasluciera su estado cada vez que hablaba. Se consideraba algo así como una persona privilegiada, no porque una mujer le hubiese mirado con aprobación, sino simplemente porque, cómo podría decirlo, había experimentado la maravillosa iluminación que fue su adoración por ella, como si se tratase de un favor del cielo.

Sí, era muy cándido. Un agradable jovencito nada tonto, sin embargo; y aun así, profundamente desprovisto de experiencia, de recelos y de ideas. A veces se encuentran tipos así, aquí o allá, en provincias. Había además en él cierta poesía, una poesía que solamente podía ser natural, algo muy propio, no adquirido. Imagino que en el padre Adán había también un poco de esa poesía natural. Por lo demás, era un Russe sauvage como los franceses nos llaman en algunas ocasiones, pero no de esos que, según ellos aseguran, comen velas de sebo a la hora de los postres. En cuanto a la mujer francesa, bueno, aunque yo también estuve en Francia junto con otros cien mil rusos, nunca la he visto. Es muy probable que no estuviera en París entonces. Y en cualquier caso, las suyas no eran puertas de esas que se le abren de par en par a tipos corrientes como yo, ya me entendéis. Jamás entré en salones dorados. No puedo deciros qué aspecto tenía esa mujer, lo cual es extraño teniendo en cuenta que yo era, si se me permite decirlo, el principal confidente de Tomassov.

Muy pronto ya no se atrevió a hablar delante de los otros. Supongo que los comentarios normales en torno al fuego del campamento chocaban con sus delicados sentimientos. Pero le quedaba yo, y no tuve verdaderamente más remedio que someterme. No se puede esperar que un jovencillo que se encuentra en el estado de Tomassov refrene por completo su lengua; y yo —imagino que os costará muchísimo creerme—, yo soy por naturaleza una persona bastante silenciosa. Es muy probable que mis silencios le parecieran fruto de la comprensión. Durante todo el mes de septiembre nuestro regimiento, acuartelado en aldeas, pasó una temporada de tranquilidad. Fue entonces cuando oí la mayor parte de esa..., no puede llamarse historia. La historia que yo tengo en la cabeza no es eso. Llamémoslo efusiones. Yo permanecía sentado, muy satisfecho de no tener que decir palabra, quizá una hora entera, mientras Tomassov hablaba exaltadamente. Y cuando él terminaba yo seguía callado. Y entonces se producía un solemne efecto de silencio que, imagino, omplacía en cierto modo a Tomassov. Ella no era, naturalmente, una mujer que estuviera en su primera juventud. Quizá fuera viuda. En cualquier caso, nunca oí que Tomassov mencionase a su marido. Tenía un salón, muy distinguido; un centro social en el que reinaba con gran esplendor. No sé por qué razón, imagino que su corte estaba compuesta únicamente de hombres. Pero debo decir que Tomassov tenía una maravillosa habilidad para excluir estos detalles de sus discursos. Os doy mi palabra que no sé si el cabello de la mujer era moreno o rubio, si sus ojos eran azules o castaños; ni cuáles eran su estatura, sus rasgos o el color de su tez. El amor de Tomassov se remontaba muy por encima de las simples impresiones físicas. No me hizo nunca una descripción de conjunto; pero estaba dispuesto a jurar que en presencia de ella era inevitable que los pensamientos y sentimientos de todos girasen a su alrededor. Era de esa clase de mujeres. En su salón discurrían maravillosas conversaciones sobre toda clase de temas: pero a través de todas ellas fluía muda, como una melodía misteriosa, la afirmación, el poder, la tirania de su absoluta belleza. Así que, al parecer, aquella mujer era hermosa. Era capaz de alejar a todos esos conversadores de sus intereses cotidianos e incluso de sus vanidades. Era un secreto placer y una secreta inquietud. Cuando la miraban, todos los hombres se quedaban melancólicamente pensativos, como asaltados por la idea de que habían malgastado su vida. Ella era la alegría y el estremecimiento mismos de la felicidad, y no proporcionaba más que tristeza y tormentos a los corazones de los hombres.

En pocas palabras, que debía de ser una mujer extraordinaria, o si no Tomassov tenía que ser un jovencito extraordinario, para poder sentir de ese modo y hablar así de ella. Ya os he dicho que había en aquel tipo mucha poesía y he advertido que todo lo que contaba sonaba a verdad. Debía de ser la clase de hechicería que es capaz de ejercer una mujer muy fuera de lo corriente. Los poetas se acercan de algún modo a la verdad, eso es algo que nadie puede negar. Mi reconstrucción, ya lo sé, carece de poesía, mas no me falta cierta dosis de perspicacia común, y no me cabe ninguna duda de que la dama se mostró amable con el joven en cuanto éste logró abrirse paso hasta su salón. Que entrase en él es el verdadero portento. Sin embargo, entró, el muy cándido, y se encontró rodeado de una distinguida compañía de hombres de considerable posición. Y ya sabéis lo que eso significa: gruesas cinturas, calvas cabezas y dientes que no son tales, como dice algún satírico. Imaginaos entre ellos a un guapo muchacho, fresco e ingenuo, como una manzana recién caída del árbol; un sencillo, apuesto, impresionable y adorador joven bárbaro. ¡Caramba! ¡Menudo cambio! ¡Qué alivio para los que han perdido el entusiasmo! Y además, con esa poesía que puede salvar incluso a un inocentón del ridículo.

Tomassov se convirtió en un esclavo torpe e incondicionalmente devoto. Como premio recibió algunas sonrisas y, al cabo de un tiempo, fue admitido en la intimidad de la casa. Es posible que este joven bárbaro y sencillo divirtiera a la exquisita dama. Quizá —ya que no se alimentaba de velas de sebo— satisficiera alguna necesidad de ternura en aquella mujer. Ya sabéis, las mujeres muy civilizadas son capaces de sentir muchas clases de ternura. Me refiero a esas mujeres con cabeza e imaginación, nada temperamentales, ya me entendéis. Pero, ¿quién es capaz de desentrañar sus necesidades o sus caprichos? Ni ellas mismas saben casi nunca nada acerca de sus humores más íntimos, y van de uno en otro dando tumbos, a veces con resultados catastróficos. ¿Y quién hay, entonces, más sorprendido que ellas mismas? Sin embargo, el caso de Tomassov era, debido a su carácter, bastante idílico. Para el mundo elegante, era una diversión. Su devoción le proporcionó una especie de éxito social. Pero eso a él no le importaba. Tenía una sola divinidad, y tenía el templo, adonde podía ir y de donde podía salir cuando quisiera, sin tener en cuenta las horas oficiales de recepción.

Él se aprovechó con entera libertad de ese privilegio. Bueno, ya sabéis que no tenía deberes oficiales que cumplir. Se suponía que la Misión Militar era más honorífica que otra cosa, y estaba presidida por un amigo personal de nuestro emperador Alejandro; el cual, además, se dedicaba exclusivamente a buscar éxitos en la vida elegante, al menos aparentemente. Al menos aparentemente. Una tarde Tomassov fue a ver a la señora de sus sueños más temprano que de costumbre. La mujer no estaba sola. La acompañaba un hombre que no era uno de esos personajes de gran barriga y cabeza calva, pero que aun así no era un don nadie: un hombre de treinta y pocos años, un oficial francés que, hasta cierto punto, gozaba también del privilegio de la intimidad. Tomassov no sintió celos de él. Un sentimiento así le hubiese parecido presuntuoso a un tipo tan cándido. Sintió, por el contrario, admiración por ese oficial. No os podéis hacer una idea del prestigio que tenían los militares franceses en aquellos tiempos, incluso entre nosotros, los soldados rusos, que habíamos conseguido hacerles frente quizá mejor que los demás. Llevaban marcadas en la frente, se diría que para siempre, sus victorias. Hubiesen sido más humanos de no haber tenido tanta conciencia de ese hecho; pero eran buenos camaradas y manifestaban cierto sentimiento fraternal por todos los que llevaban armas, aunque fuese contra ellos.

Y éste era un ejemplar de la mejor categoría, un oficial del Estado Mayor de un general de división, y además un hombre de la buena sociedad. Era muy corpulento y masculino, a pesar de que iba tan esmeradamente acicalado como una mujer. Tenía el aplomo de un hombre de mundo. Su frente, blanca como el alabastro, contrastaba de manera impresionante con el saludable color de su cara. No sé si él sintió celos de Tomassov, pero sospecho que le molestó como una especie de absurda encarnación del tipo sentimental. Pero estos hombres de mundo son impenetrables, y exteriormente tuvo la condescendencia de reconocer la existencia de Tomassov en un grado que iba más allá de lo estrictamente imprescindible. Tomassov se sintió completamente conquistado por esa prueba de amabilidad aparente bajo el frío brillo de la mejor sociedad. Tomassov, introducido en el petit salón, encontró a esas dos exquisitas personas sentadas una al lado de la otra en un sofá y tuvo la sensación de haber interrumpido una conversación especial. Pensó que le miraban de una forma extraña; pero no le dieron a entender que fuera un intruso. Al cabo de un rato la dama le dijo al oficial —se llamaba De Castel:

—Me gustaría que os tomaseis la molestia de confirmar la veracidad de ese rumor.
—Es mucho más que un simple rumor —observó el oficial.
Pero se levantó dócilmente y se fue. La dama se volvió a Tomassov y dijo:
—Podéis quedaros conmigo.

Esa orden expresa hizo que él experimentara la felicidad suprema, aunque de hecho no tuviera la menor intención de irse. Ella le dirigió una de aquellas amables miradas que hacían que algún rincón del pecho de Tomassov ardiera y se ensanchara. Era una sensación deliciosa, aunque de vez en cuando le dejara sin aliento. Bebió en éxtasis el sonido de la tranquila y seductora conversación de la dama, llena de alegría inocente y quietud espiritual. Le pareció que su pasión se encendía y la envolvía de pies a cabeza en ardientes llamas azules y que el alma de ella reposaba en el centro como una gran rosa blanca. Bueno, esto basta. Me dijo muchas cosas semejantes. Pero ésta es la que recuerdo. Él se acordaba de todo porque esos fueron sus últimos momentos con aquella mujer. Estaba viéndola por última vez aunque él no lo supiese entonces. M. De Castel, al regresar, malogró la atmósfera encantada que Tomassov había estado absorbiendo hasta el punto de perder toda conciencia del mundo exterior. Tomassov no pudo impedir que le sorprendiera la distinción de los movimientos del oficial, la naturalidad de sus modales, su superioridad con respecto a todos los demás hombres que él conocía, y eso le hizo sufrir. Se le ocurrió que aquellos dos brillantes seres sentados en el sofá estaban hechos el uno para el otro. De Castel, que se había sentado al lado de la dama, le murmuró discretamente:

—No hay la menor duda de que es cierto.

Luego, volvieron los dos sus ojos hacia Tomassov. El despertó totalmente de su ensueño y se sintió abrumado por la timidez. Permaneció sentado sonriéndoles ligeramente. Sin apartar los ojos del azarado Tomassov, la dama dijo con una gravedad soñadora completamente desacostumbrada en ella:

—Me gustaría comprobar que vuestra generosidad puede ser absoluta, impecable. El amor supremo debería ser origen de todas las perfecciones.

Tomassov, admirado, abrió los ojos de par en par al oírlo, como si de los labios de la dama hubiesen brotado auténticas perlas. Pero aquel sentimiento no había sido expresado pensando en el primitivo joven ruso, sino en el exquisitamente maduro hombre de mundo, De Castel. Tomassov no pudo ver el efecto que producía porque el oficial francés bajó la cabeza y se quedó sentado contemplando sus botas admirablemente lustrosas. La dama susurró comprensiva:

—¿Tenéis escrúpulos?
De Castel, sin levantar la vista, murmuró:
—Podría convertirse en una magnífica cuestión de honor.
—Eso es muy artificial, sin duda. Yo estoy a favor de los sentimientos naturales. No creo en otra cosa. Pero quizá vuestra conciencia...
—En absoluto —la interrumpió él—. No tengo una conciencia infantil. El destino de esas personas no tiene importancia militar para nosotros. ¿Qué puede importar? La fortuna de Francia es invencible.
—Bien, entonces... —dijo ella significativamente, y se levantó del sofá.

El oficial francés se levantó también. Tomassov se apresuró a imitar su ejemplo. Sufría por culpa del estado de absoluta oscuridad mental en que se encontraba. Mientras alzaba la blanca mano de la dama hasta sus labios oyó decir al oficial francés con gran intensidad:

—Si tiene alma de guerrero (en aquel tiempo, ¿sabéis?, la gente hablaba realmente así), si tiene alma de guerrero debería caer a vuestros pies lleno de gratitud.

Tomassov se sintió sumido en una oscuridad más densa incluso que antes. Salió de la habitación y de la casa detrás del oficial francés, pues le daba la sensación que era eso lo que se esperaba de él.
Anochecía, hacía muy mal tiempo y la calle estaba completamente desierta. El francés retrasó extrañamente su partida. Y también Tomassov, sin impaciencia, se quedó. Nunca tenía prisa por irse de la casa donde ella vivía. Y además, le había ocurrido una cosa maravillosa. La mano que había levantado reverentemente por la punta de los dedos había oprimido sus labios. ¡Había recibido un favor secreto! Estaba casi asustado. El mundo se había tambaleado, y todavía no había vuelto a estabilizarse. De Castel se detuvo de pronto en la esquina de la tranquila calle.

—No tengo especial interés de que me vean con vos por la calle, M. Tomassov —le dijo en un tono extrañamente sombrío.
—¿Por qué? —preguntó el joven, tan desconcertado que no pudo sentirse ofendido.
—Por prudencia —respondió secamente el otro—. De modo que tendremos que separarnos aquí; pero antes de separarnos voy a revelaros una cosa cuya importancia comprenderéis inmediatamente.

Éste era, fijaos bien, un anochecer de finales de marzo del año 1812. Hacía ya bastante tiempo que se hablaba de la creciente frialdad entre Rusia y Francia. En los salones se susurraba la palabra guerra en voz cada vez más alta, y por fin había empezado a oírse en los círculos oficiales. Luego la policía de París descubrió que el jefe de nuestra Misión Militar había sobornado a algunos funcionarios del Ministerio de la Guerra y obtenido de ellos algunos documentos muy importantes. Aquellos desgraciados (eran dos) confesaron su crimen e iban a ser ejecutados esa noche. Al día siguiente toda la ciudad hablaría del asunto. Pero lo peor era que el emperador Napoleón estaba furiosamente indignado por el descubrimiento, y había decidido que el embajador ruso sería detenido. Esto fue lo que le reveló De Castel; y aunque le había hablado en voz baja, Tomassov quedó aturdido como por un gran estruendo.

—Detenido —murmuró desolado.
—Sí, y será prisionero de Estado, con todos los que han venido aquí con él...

El oficial francés cogió a Tomassov por el brazo, por encima del codo, y se lo apretó con mucha fuerza.

—Y quedará retenido en Francia —repitió en el mismo oído de Tomassov, y luego, soltándole, dio un paso atrás y permaneció en silencio.
—¡Y sois vos, vos, quien me lo cuenta! —exclamó Tomassov experimentando una gratitud tan extraordinaria como la admiración que sentía por la generosidad de su futuro enemigo.

¡Acaso un hermano hubiese podido hacer más por él! Trató de estrechar la mano del oficial francés, pero éste permaneció envuelto en su capa. Es posible que la oscuridad le hubiese impedido ver la intención de Tomassov. El francés dio otro paso atrás y con la voz serena del hombre de mundo, como si estuviese hablando en una mesa de juego o algo parecido, dijo a Tomassov que si tenía intención de aprovechar la advertencia, los momentos eran preciosos.

—Desde luego que lo son —convino el atemorizado Tomassov—. Adiós, entonces. No tengo palabras para agradeceros vuestra generosidad; pero si alguna vez tuviese una oportunidad, os lo juro, podéis hacer con mi vida...

Pero el francés se retiró, ya se había desvanecido en la oscura calle solitaria. Tomassov estaba solo, y a partir de entonces ya no perdió ni uno solo de los preciosos minutos de aquella noche. Ved cómo pasan a la historia los simples rumores y las conversaciones ociosas. En todos los libros que hablan de esa época leeréis que nuestro embajador recibió un aviso de alguna dama de elevada posición que estaba enamorada de él. Se sabe, naturalmente, que tenía éxitos entre las mujeres, y también que los solía conseguir en las altas esferas, pero la verdad es que la persona que le advirtió no fue otra que nuestro cándido Tomassov, un amante también, pero de una especie completamente distinta. Éste es, pues, el secreto de cómo consiguió evitar su detención el jefe de la Misión de nuestro emperador. Él y todos los miembros de la embajada, tal como registra la historia, salieron a tiempo de Francia. Y entre esos miembros se encontraba naturalmente nuestro Tomassov. Por decirlo con las palabras del oficial francés, tenía alma de guerrero. Y no hay perspectiva más desoladora para un hombre con un alma así que la de ser hecho prisionero en vísperas de una guerra; verse alejado de su país en peligro, de su familia militar, de su deber, de su honor y —bueno— también de la gloria. Tomassov se estremecía con sólo pensar en el tormento moral del que había escapado; y alimentó en su corazón una ilimitada gratitud por las dos personas que le habían salvado de tan cruel ordalía. ¡Eran unos seres maravillosos! Para él, amor y amistad no eran sino dos aspectos de la más exaltada perfección. Había encontrado esos dos magníficos ejemplos y les rendía algo bastante semejante a un culto. Aquello afectó también a su actitud general en relación con los franceses, a pesar de que era un gran patriota. Se sintió naturalmente indignado cuando su país fue invadido, pero no había en esa indignación la mínima animosidad personal. La suya era una naturaleza refinada. Se afligía ante la escandalosa enormidad de los sufrimientos humanos que veía a su alrededor. Sí, estaba lleno de compasión por todas las formas de miseria humana, pero de una manera varonil.

Naturalezas menos refinadas que la suya no acababan de comprender muy bien su actitud. En el regimiento le habían puesto el mote de Tomassov el Humanitario. Él no se sintió ofendido por ello. No existe ninguna incompatibilidad entre el humanitarismo y un alma de guerrero. La gente sin compasión son los civiles, los funcionarios del gobierno, los comerciantes y otros como ellos. Y en cuanto a esas feroces palabras que suelen decir muchísimas personas decentes en tiempo de guerra, bueno, en el mejor de los casos la lengua es ingobernable, y cuando las circunstancias crean un ambiente excitado no hay modo de refrenar su furiosa actividad. De modo que no me llevé ninguna sorpresa al ver que Tomassov envainaba deliberadamente su sable justo en plena carga, podríamos decir. Cuando después nos alejábamos de la columna él permanecía muy silencioso. No es que fuese un charlatán, pero era evidente que haber visto de cerca el Gran Ejército le había afectado profundamente, como una visión del otro mundo. Yo había sido siempre un individuo bastante frío; pues bien, incluso yo... ¡Figuraos aquel tipo que tenía una naturaleza tan poética! Ya podéis imaginar lo que debió pensar. Cabalgamos el uno al lado del otro sin despegar los labios. Aquella experiencia estaba sencillamente más allá de las palabras.

Establecimos nuestro vivaque en el lindero del bosque para que los caballos quedaran un poco resguardados. Sin embargo, el borrascoso viento del norte había cesado tan bruscamente como se había levantado, y del Báltico al Mar Negro reinaba la gran quietud del invierno. Casi podíamos sentir esa fría inmensidad sin vida extendiéndose hasta las estrellas. Nuestros soldados habían encendido varias hogueras para sus oficiales y habían limpiado la nieve a su alrededor. Nuestros asientos eran grandes troncos; eran en general un vivaque bastante tolerable, aun sin la exultación de la victoria. Eso era algo que sentiríamos posteriormente, pero de momento estábamos sufriendo la opresión que nos producía nuestra dura y ardua tarea. Nos habíamos sentado en torno a mi hoguera tres oficiales. El tercero era ese ayudante que ya he mencionado. Quizá fuese un tipo sin mala intención, pero no tan buena persona como hubiese podido ser sin sus rudos modales y su burda visión de las cosas. Solía razonar acerca de la conducta de las personas como si el ser humano fuese una figura tan simple como, por ejemplo, dos palos cruzados el uno sobre el otro; cuando de hecho el hombre se parece mucho más al mar, cuyos movimientos son demasiado complicados para que nadie pueda explicarlos, y de cuyas profundidades puede surgir Dios sabe qué en cualquier momento.

Charlamos un rato de esa carga. No mucho. Esa clase de cosas no se presta demasiado a la conversación. Tomassov murmuró unas cuantas palabras al efecto de considerarla una simple carnicería. Yo no tenía nada que decir. Como ya os he contado, enseguida dejé colgar ociosamente mi sable. Aquella muchedumbre hambrienta ni siquiera había intentado defenderse. Sólo unos pocos disparos. Dos de nuestros hombres estaban heridos. ¡Dos!... Y habíamos cargado contra la columna principal del Gran Ejército de Napoleón. Tomassov murmuró en tono de hastío:

—¿Y para qué ha servido?
Como yo no tenía ganas de discutir me limité a decir entre dientes:
—¡Hombre!
Pero el ayudante intervino de forma desagradable:
—Pues ha servido para calentar un poco a nuestras tropas. A mí me ha hecho entrar en calor. Y eso me parece una razón suficiente. ¡Pero nuestro Tomassov es tan humanitario! Y además ha estado enamorado de una mujer francesa, y ha sido uña y carne de un montón de franceses, y por eso le dan pena. No te preocupes, muchacho, ¡Ahora hemos emprendido el camino hacia París y pronto podrás verla!

Éste era uno de sus acostumbrados discursos, que tan necios nos parecían a nosotros. Todos pensábamos que llegar a París costaría, como mínimo, varios años. Muchos años. Y, ¡oh maravilla!, menos de dieciocho meses después me estafaban un montón de dinero en un tugurio de juego del Palais Royal. La verdad, que a menudo es la cosa más insensata del mundo, le es revelada a veces a los necios. No creo que aquel ayudante de nuestro regimiento creyera en sus propias palabras. Sólo importunaba a Tomassov por la fuerza de la costumbre. Simplemente por costumbre. Nosotros, naturalmente, no dijimos nada, y él apoyó la cabeza entre las manos y se quedó medio dormido, sentado en un tronco junto al fuego. Nuestra caballería ocupaba el extremo del ala derecha del ejército, y debo confesar que lo protegíamos muy mal. A estas alturas habíamos perdido toda sensación de inseguridad; pero todavía fingíamos que estábamos cumpliendo, a nuestra manera, esa misión. Al cabo de un rato llegó cabalgando un soldado que conducía otro caballo de las riendas; Tomassov lo montó con los envarados movimientos de un hombre entumecido, y partió para hacer una ronda de los puestos de avanzada. De esos puestos de avanzada completamente inútiles. En la silenciosa noche no se oía más que el crepitar de las hogueras. El enfurecido viento se había elevado abandonando la superficie de la tierra y no se oía ni el menor silbido. Sólo la luna se deslizó bruscamente hasta presentarse en el cielo y quedó colgada alta e inmóvil sobre nuestras cabezas. Recuerdo que levanté por un momento mi rostro hirsuto hacia ella. Luego creo que yo también me quedé medio dormido, doblándome sobre mi tronco de árbol con la cabeza dirigida hacia la ardiente hoguera.

Ya sabéis lo inconstante que es esa clase de sueño. Caes repentinamente en un abismo y al instante siguiente regresas a un mundo que te parece demasiado profundo para que llegue a él ningún sonido como no sean las trompetas del Juicio Final. Y después vuelves a caer en el sueño. Es como si tu misma alma se deslizara por un negro pozo sin fondo. Y luego vuelves a sentirte sobresaltadamente despierto. En esas ocasiones no somos más que un juguete del sueño cruel. Vivimos atormentados tanto en unos momentos como en los otros. Sin embargo, cuando se acercó mi asistente, repitiendo sin cesar: «¿Desea cenar su señoría? ¿Desea cenar su señoría?», conseguí agarrar firmemente esa conciencia abismal que había logrado recobrar. El asistente estaba ofreciéndome una tiznada marmita que contenía un poco de grano hervido en agua con una pizca de sal. En la misma marmita había una cuchara de madera. En esta época ése era el único rancho que nos daban de forma regular. ¡Comida de gallinas, el Cielo la confunda! Pero el soldado ruso es maravilloso. Bien, mi asistente esperó a que terminara mi festín y luego se fue con la marmita vacía. Se me había pasado el sueño. De hecho, me había despertado tanto que tenía una exagerada conciencia mental de todo lo que existía más allá de lo que me rodeaba. La humanidad sólo experimenta cosas así en momentos excepcionales, afortunadamente. Tuve la íntima sensación de la tierra envuelta en toda su enorme extensión por una capa de nieve de la que no asomaban más que unos troncos delgados como tallos, con un verdor fúnebre en las copas; y en medio de esta visión de luto generalizado me pareció oír los lamentos de la humanidad entera que caía para morir en medio de una naturaleza sin vida. Ellos eran franceses. Nosotros no les odiábamos; ellos no nos odiaban; habíamos existido muy alejados los unos de los otros, y de repente ellos se habían alzado en armas, arremetiendo contra nosotros, sin temor de Dios, arrastrando consigo a otras naciones, y todo para perecer juntos en una larga, larguísima estela de cadáveres congelados. Tuve una visión real de esa estela: una patética multitud de pequeños túmulos oscuros que se extendía bajo la luz de la luna en medio de una atmósfera transparente, tranquila y despiadada, algo así como una paz horrible.

¿Pero qué otra paz podía haber para ellos? ¿Qué otra cosa merecían? No sé por qué extraña asociación de emociones me vino a la cabeza la idea de que la tierra era un planeta pagano y que no era una morada adecuada para las virtudes cristianas. Posiblemente os sorprenda que recuerde tan bien todo esto. ¿Qué es una pasajera emoción o un pensamiento que no ha llegado a formarse completamente para permanecer presente a lo largo de tantos años en la cambiante e intrascendente vida de un hombre? Pero lo que fijó la emoción de esa noche en mi recuerdo, de tal modo que hasta sus más leves sombras siguen siendo indelebles, fue un acontecimiento extrañamente definitivo, un acontecimiento que difícilmente podría olvidar nadie en toda su vida, como vosotros mismos comprobaréis. No creo que hubiesen pasado más de cinco minutos sumido en esos pensamientos cuando hubo algo que me indujo a volver la cabeza y mirar atrás. Dudo que fuese un ruido; la nieve amortiguaba todos los sonidos. Pero algo tuvo que ser, cierta clase de señal que llegó a mi conciencia. Fuera como fuese, volví la cabeza, y el acontecimiento estaba acercándoseme sin que yo lo supiera ni tuviese la menor premonición. Todo lo que vi a lo lejos fueron dos figuras que se acercaban a la luz de la luna. Una de ellas era nuestro Tomassov. La oscura masa que había detrás de él y que cruzaba mi campo de visión eran los caballos que su asistente se estaba llevando. Tomassov tenía un aspecto muy familiar, con sus botas altas: una figura alta terminada en una capucha puntiaguda. Pero a su lado avanzaba otra figura. Al principio no confié en mis sentidos. ¡Era asombroso! Llevaba en la cabeza un brillante casco coronado por una cimera e iba embozado en una capa blanca. La capa no era tan blanca como la nieve. No hay nada que lo sea. Era de un blanco que recordaba más bien al de la niebla, y tenía un aspecto que era a la vez marcial y fantasmal en un grado extraordinario. Era, como si Tomassov hubiese capturado al mismísimo Dios de la Guerra. Inmediatamente pude ver que llevaba a aquella resplandeciente visión cogida del brazo. Luego vi que la estaba sosteniendo. Mientras yo seguía mirando y mirando, ellos siguieron arrastrándose —porque andaban verdaderamente a rastras— y por fin se arrastraron hasta la luz de nuestra hoguera y dejaron atrás el tronco en el que yo estaba apoyado. El resplandor rieló en el casco. Estaba extremadamente abollado, y sobre el rostro congelado y plagado de heridas inflamadas que asomaba bajo él caían despeinados mechones de pelo mugriento. No era el Dios de la Guerra, sino un oficial francés. Su amplia capa de coracero blanco estaba rasgada y salpicada de agujeros chamuscados. Llevaba los pies envueltos en viejas pieles de cordero entre las que asomaban los restos de unas botas. Parecían monstruosas y el oficial tropezaba con ellas, sostenido por Tomassov, que finalmente le depositó con sumo cuidado sobre el tronco en el que yo estaba.

Mi asombro no conocía límites.
—Has traído un prisionero —le dije a Tomassov, como si no pudiese dar crédito a mis ojos.

Debéis tener en cuenta que, a no ser que se rindieran en gran número, no hacíamos prisioneros. ¿De qué nos hubiese servido? Nuestros cosacos mataban a los rezagados o les abandonaban a su suerte, según les venía en gana. En realidad, fuera como fuese, todos acababan, de uno u otro modo, igual. Tomassov se volvió hacia mí con el semblante profundamente turbado.

—Surgió de golpe no sé de dónde, justo cuando yo me iba del puesto —dijo—. Creo que lo hizo a propósito, porque avanzó ciegamente hacia mi caballo. Me cogió la pierna y naturalmente ninguno de los nuestros se atrevió a tocarle entonces.
—Se ha librado por muy poco —le dije.
—Él no se dio cuenta —dijo Tomassov, más turbado incluso que antes—. Siguió pegado a mí, agarrándose al estribo. Por eso he tardado tanto. Me dijo que era un oficial de Estado Mayor; y luego, hablando con una voz que imagino que sólo usan los condenados, con un gruñido de furia y de dolor, dijo que tenía que rogarme que le hiciese un favor. Un favor supremo. Y con un susurro diabólico me preguntó si le entendía.

Naturalmente le contesté que sí. Oui, je vous cómprends, le dije. «Entonces —dijo él—, hacedlo. ¡Ahora! Inmediatamente, si vuestro corazón alberga un poco de piedad.» Tomassov se interrumpió y me dirigió una extraña mirada por encima de la cabeza del prisionero. —¿Qué quería? —le dije. —Eso es lo que le pregunté —respondió Tomassov con un tono aturdido—, y me dijo que quería que le hiciese el favor de volarle los sesos. Como un soldado que hace un favor a otro soldado —dijo—. Como hombre sensible, como hombre humanitario. El prisionero permanecía sentado entre nosotros dos con su rostro de momia horriblemente acuchillada, como un marcial espantapájaros, como un grotesco horror de andrajos y suciedad, con unos ojos espantosamente vivos, llenos de vitalidad, llenos de un fuego inextinguible, en un cuerpo horriblemente afligido, como un esqueleto en el festín de la gloria. Y de repente aquellos ojos suyos brillantes e inextinguibles se fijaron en Tomassov. Él, pobre hombre, devolvió fascinado la cadavérica mirada de aquel alma en pena que todavía anidaba en lo que apenas si era la cascara de un hombre. El prisionero le gruñó en francés:

—Os reconozco, ¿sabéis? Vos sois su jovencito ruso. Os mostrasteis muy agradecido. Os ruego que paguéis vuestra deuda. Pagadla, os lo pido, con un disparo liberador. Sois un hombre de honor. No tengo ni siquiera un sable roto. Todo mi ser se espanta ante mi propia degradación. Vos sabéis quien soy.
Tomassov no dijo nada.
—¿Acaso no tenéis alma de guerrero? —preguntó el francés en un susurro iracundo, pero también con algo semejante a una intención burlona.
—No lo sé —dijo el pobre Tomassov.

¡Qué mirada de desprecio le lanzó el espantapájaros con sus ojos inextinguibles! Parecía que lo único que le mantenía con vida era la fuerza de su enfurecida e impotente desesperación. De repente dio una boqueada y cayó hacia delante mientras el dolor de los calambres en todos sus miembros le hacía retorcerse; es un efecto bastante corriente del calor de una hoguera de campamento. Parecía que le estuviesen aplicando algún horrible tormento. Pero al principio trató de luchar contra el dolor. Cuando nos inclinamos hacia él para impedir que rodara hasta el fuego sólo dejó oír unos leves gemidos y murmuró varias veces «Tuez moi, tuez moi...», hasta que, derrotado por el dolor, empezó a lanzar gritos a intervalos, como si cada uno de ellos se abriese paso como un estallido por entre sus apretados labios. El ayudante despertó al otro lado de la hoguera y se puso a soltar horribles juramentos quejándose del brutal alboroto que armaba el francés.

—¿Qué pasa? Nuevas muestras del infernal humanitarismo de Tomassov, supongo. ¿Por qué no le mandáis al diablo? Echadle a la nieve.

Como nosotros no prestamos atención a sus gritos, se levantó lanzando escandalosas maldiciones, y se fue a otra hoguera. Por fin el oficial francés se tranquilizó un poco. Le apoyamos contra el tronco y nos sentamos en silencio uno a cada lado de él hasta que, en cuanto amaneció, empezó a sonar la llamada de las cornetas. La enorme llama, que había permanecido viva durante toda la noche, empalideció sobre la lívida sábana de nieve, mientras el aire congelado a nuestro alrededor vibraba a los sones metálicos de las trompetas de la caballería. Los ojos del francés, fijos en una mirada vidriosa que por un momento nos hizo confiar qué hubiese muerto calladamente sentado entre nosotros dos, se agitaron lentamente a izquierda y derecha, mirando por turno nuestros rostros. Tomassov y yo intercambiamos sendas miradas de consternación. Luego la voz de De Castel, inesperada por su renovada fuerza y su horrible serenidad, hizo que nos estremeciéramos interiormente.

—Bonjour, messierus.
Su mentón cayó sobre su pecho. Tomassov se dirigió a mí en ruso:
—Es él, aquel hombre...
Yo asentí con la cabeza y Tomassov prosiguió en tono angustiado.
—¡Sí, es él! Brillante, maduro, envidiado por los hombres, amado por las mujeres... este horror, esta cosa miserable que no puede morir. Mírale los ojos. Es terrible.

Yo no miré, pero comprendí qué quería decir Tomassov. No podíamos hacer nada por él. Aquel vengador invierno que nos había traído el destino tenía aferrados en su puño de hierro tanto a los fugitivos como a los perseguidores. La compasión no era más que una palabra vana ante un destino tan inexorable. Traté de decir algo sobre el convoy que sin duda debía estar formándose en la aldea, pero mi voz desfalleció ante la mirada muda que me dirigió Tomassov. Sabíamos cómo eran esos convoyes: espantosas hordas de seres desgraciados y desesperados empujadas por la punta de las lanzas de los cosacos que les devolvían al infierno helado, alejándoles de sus hogares. Nuestros dos escuadrones ya se habían ido formando a lo largo del lindero del bosque. Transcurrieron unos minutos angustiosos. El francés hizo de repente un esfuerzo por ponerse en pie. Nosotros le ayudamos casi sin saber lo que hacíamos.

—Vamos —dijo él con voz controlada—. Éste es el momento. —Hizo una pausa que duró mucho tiempo y después, con la misma claridad, prosiguió—. Os doy mi palabra que toda mi fe ha muerto.
Su voz perdió de repente la serenidad. Tras esperar un poco añadió en un murmullo:
—Y todo mi valor... Os doy mi palabra.
Transcurrió otra larga pausa antes de que, con gran esfuerzo, susurrara con voz ronca:
-¿No basta esto para conmover a un corazón de piedra? ¿Voy a tener que ponerme de rodillas ante vos?
De nuevo se cernió el silencio sobre los tres. Entonces el oficial francés lanzó contra Tomassov su última palabra de ira:
—¡Marica!

No se movió ni un solo rasgo del semblante del pobre hombre. Yo decidí ir a buscar un par de soldados para que condujeran al miserable prisionero a la aldea. No había otra alternativa. Apenas había recorrido seis pasos hacia el grupo de caballos y asistentes que se encontraba al frente de nuestro escuadrón cuando... Pero ya lo habéis adivinado. Claro. Y yo también lo adiviné, y os doy mi palabra que el disparo de la pistola de Tomassov fue lo más insignificante que se pueda imaginar. La nieve absorbe sin duda los sonidos. No fue más que un leve chasquido. No creo que ni uno solo de los asistentes que sujetaban nuestros caballos volviera la cabeza. Sí. Tomassov lo había hecho. El destino había dirigido los pasos de De Castel hacia el hombre que podía comprenderle perfectamente. Pero al pobre Tomassov le cayó en suerte ser la víctima predestinada. Ya sabéis cómo son la justicia del mundo y el juicio de la humanidad, y ambas cayeron sobre él con una especie de hipocresía invertida. ¡Vaya que sí! ¡Aquel bruto de ayudante fue el primero que empezó a hacer correr horrorizados rumores acerca del asesinato a sangre fría de un prisionero! Tomassov, naturalmente, no fue licenciado. Pero después del asedio de Dantzig, solicitó autorización para abandonar el ejército, y se alejó para sepultarse en lo más recóndito de su provincia, donde una vaga historia de cierto acto oscuro le persiguió durante muchos años.

Sí. Lo había hecho. ¿Y qué fue lo que hizo? Un alma de guerrero había pagado con creces la deuda que contrajo con otra alma de guerrero, liberándola de un destino peor que la muerte: la pérdida de toda fe y todo valor. Podéis entenderlo de ese modo. Yo no estoy muy seguro. Y quizá tampoco lo estuviera el pobre Tomassov. Pero fui el primero que se acercó a ese horrible grupo oscuro en medio de la nieve: el francés, rígido y tendido boca arriba; Tomassov, con una rodilla en tierra, más cerca de los pies que de la cabeza del francés. Se había quitado el gorro y su cabello brillaba como el oro entre los copos de la ligera nevada que había empezado a caer. Estaba agachado sobre el muerto en actitud tiernamente contemplativa. Y su rostro joven e ingenuo, con los párpados entrecerrados, no expresaba pesar, severidad ni horror, sino que se había fijado en el reposo de una profunda, por perpetua y perpetuamente silenciosa, meditación.