lunes, 1 de julio de 2024

El mensajero de la muerte. John Stagg (1770-1823)

Levántate de tu lecho, bella Lady Jane,
y remueve de tus ojos el sueño,
levántate de tu lecho, bella Lady Jane,
pues vengo noticias que traigo para ti.

Pero rara vez duerme Lady Jane,
casi nunca el sueño visita sus ojos;
desvelada y rendida por su pena,
aún así pregunta: ¿Qué noticias traes para mí?

Alto y soberbio aulla el gélido vendaval,
¡Escucha cómo corren los cercanos torrentes!
Temo que sea la caprichosa penumbra
que se ríe de mí en la medianoche.

Despójate del sueño, Lady Jane,
levántate de tu lecho, y vete;
quita de ti el sueño, Lady Jane,
pues tengo prisa y no debemos quedarnos.

Di, extraño, ¿cuál puede ser tu prisa
o cuál puede ser tu recado?
¿Quién y de dónde te envían,
o di qué noticias me traes?

Lord Walter, mi querido marido,
ahora vence en las llanuras de Hesperia,
donde con ondean con orgullo los estandartes de Bretaña,
donde la muerte y la devastación reinan.

Tres meses apenas han pasado,
aunque tres largos y penosos meses para mí,
desde que el valiente Lord abandonó estas armas,
y con sus valientes se hizo a la mar.

Aunque parezca largo y tedioso el tiempo,
todavía es poco lo que añoro
pensar en noticias de mi lord
o en noticias de la lamentable guerra.

Levántate de tu lecho, bella Lady Jane,
deja la solitaria alcoba y sígueme;
es de parte de Lord Walter que vengo,
yo soy su mensajero para ti.

Pero dime, extraño, dime dónde
Lord Walter vence, y como le está;
pues, aunque de buena gana oiría sobre él,
mi pecho espera por cuidarte.

¿Lo hará la esposa de Lord Walter,
lo hará su lady Jane,
a medianoche abandonar su lecho
y con un extraño por la llanura caminar?

Levántate de tu lecho, Lady Jane,
levántate, y no demores más;
la noche ha casi culmina, y tengo prisa,
y aquí no puede permanecer más.

Cerca de donde el espumoso Derwent corre,
sus corrientes hacia el oeste van al mar,
allí en la playa, del lado de Solway,
Lord Walter os espera ansioso.

Rápido a la llamada de su bien conocido amo,
por el bosque aparece el halcón,
y a los silbidos acude volando,
de forma rápida, con las alas extendidas.

Y así de su lecho Lady Jane salta,
en realidad, no es perezosa ni lenta,
ni teme por una vez la lluvia torrencial,
ni por los gélidos vientos que puedan soplar.

Se coloca su sobrefalda verde,
su bufanda y su capa azul,
se cierra todo con mucha rapidez
para comenzar su viaje de medianoche.

Ya está fuera de la puerta de entrada
y se aventura entre el viento y la lluvia
con una urgente y extraña rapidez,
por la triste pradera azotada por la tormenta.

Más allá de la colina y el valle, por el pantano y el arroyo
y por muchos páramos ellos se apresuran.
No hablan ni una vez, no paran a descansar
hasta alcanzar el lado del Solway.

La noche es oscura, el turbulento océano
golpea impetuoso contra la costa,
y fuera del agua se escucha un duende
gritando con terrible estruendo.

¿Dónde está mi amado?" ( dijo Lady Jane)
Traedme pronto a Lord Walter.
Veo el mar, veo la costa
pero no puedo ver a mi Señor.

Oh Lady Jane ( el extraño gritó)
Dulce dama, siempre amable y fiel;
¿Porqué te encoges con inocente pavor?
¡El espíritu de tu Señor quien te habla!

En la famosa y tormentosa bahía de Biscay,
nuestro navío se hundió para no navegar más.
Allí, enterrados en una tumba salada,
tu amado marido yace inerte.

Fiel y amable conmigo en vida
tuviste dominio sobre mi alma.
Nuestro amor era mutuo, por eso
¿nuestro será quebrado por la muerte?

Un horror frío sacudió a Lady Jane.
Sus huesos temblaron de horror.
Un frío terrible heló su sangre
y el pulso la abandonó.

Con mirada silenciosa e insensible,
observó y observó al espectro.
Era tan terrible y horrorosa visión
como sus ojos jamás habían visto.

La voracidad oscurecía su cara oscura,
Voracidad de carne arrancada por monstruos insensibles.
Burbujas del mar llenaban sus ojos vacíos,
y de su ropa el agua brotaba.

Sus sienes, una vez gentilmente rubias
se acompasaban ahora con las algas marinas;
y una maraña inmunda de sucias cuerdas
unían las partes de su hermoso cuerpo.

Luego así, con sepulcral voz, una vez más,
el fantasma dijo: ‘Sea como sea
tú debes, mi bella dama,
compartir mi lecho en la muerte.

Ella tembló, y sin vida, sobre la orilla,
Ella cayó; y una gran ola, rápidamente
sobre ella rodó, y con su retroceso
la arrastró hacia una tumba marina.

Nada más se oyó de Lady Jane;
Lord Walter no fue visto más.
Sin embargo los viajeros suelen ver
dos luces vagando por la costa.

Y entre las ráfagas de la tormenta,
se escucha un grito estremecedor,
y dos extrañas figuras a menudo se deslizan
a lo largo de la orilla del arroyo Derwent.


Alonzo el bravo y la bella Imogina. Matthew Lewis (1775-1818)

Un aguerrido soldado y una radiante doncella
Conversaban sentados en la hierba.
Con tierno gozo se miraban;
Alonso el Bravo se llamaba el caballero;
La doncella, la hermosa Imogina.

«¡Ay! –dice el joven–, mañana partiré
A luchar en lejanas tierras;
Pronto acabarán vuestros llantos por mi ausencia,
Otro os cortejará, y vos concederéis
A más rico pretendiente vuestra mano.»

«¡Oh, dejad esos recelos –dijo la hermosa Imogina–,
Que ofenden al amor y a mí!
Pues ya estéis vivo o muerto,
Os juro por la Virgen que nadie en vuestro lugar
Será esposo de Imogina.
«¡Si alguna vez, movida por el placer o la riqueza,
Olvidase a mi Alonso el Bravo,
Quiera Dios que para castigar mi orgullo,
Vuestro espectro en mis nupcias se presente
Y me acuse de perjurio, me reclame como esposa,
Y me arrastre con él a su tumba!»

A Palestina marchó el héroe esforzado;
Su amor lloró la doncella amargamente;
Pero apenas transcurridos doce meses,
Se vio a un barón cubierto de oro y joyas
Llegar a la puerta de la hermosa Imogina.

Su tesoro, sus regalos, su dilatado dominio
No tardaron en hacerla quebrar sus votos;
Le deslumbró los ojos, le ofuscó el cerebro;
Y conquistó su ligero y vano afecto,
Y la llevó a su casa como esposa.

Bendecido el matrimonio por la iglesia,
Ahora empezaba el festín.
Las mesas gemían con el peso de los manjares,
Aún no había cesado la diversión y la risa,
Cuando la campana del castillo dio la una.

Entonces vio la hermosa Imogina con asombro
A un extraño junto a ella;
Su gesto era terrible; no hizo ruido,
Ni habló, ni se movió, ni se volvió en torno suyo,
Sino que miró gravemente a la esposa.

Tenía la visera bajada, y era gigantesco;
Y su armadura parecía negra;
Toda risa y placer se acalló con su presencia,
Los perros retrocedieron al verle;
¡Las luces se volvieron azules!
Su presencia pareció paralizar todos los pechos.

Los invitados enmudecieron de terror.
Por último habló la esposa, temblando:
«¡Señor caballero, quitaos ya vuestro yelmo,
Y dignaos compartir nuestra alegría!».
La dama guarda silencio; el extraño obedece,
Y levanta lentamente su visera.

¡Oh, Dios! ¡Qué visión presenció la hermosa Imogina!
¡Cómo expresar su estupor y desmayo,
Al descubrir el cráneo de un esqueleto!
Todos los presentes gritaron aterrados.
Todos huyeron despavoridos. Los gusanos entraban y salían,
Y se agitaban en las cuencas y las sienes,
Mientras esto decía el espectro a Imogina:

«¡Mírame, perjura! ¡Mírame! –exclamó–,
¡Recuerda a Alonso el Bravo!
Dios permite castigar tu falsedad,
Mi espectro viene a ti en tu boda,
Te acusa de perjurio, te reclama como esposa,
¡Y va a llevarte a la sepultura!».

Dicho esto, rodeó a la dama con sus brazos,
Que profirió un grito al desmayarse,
Y se hundió con su presa en el suelo abierto.
Nunca volvieron a ver a la hermosa Imogina,
Ni al espectro que por ella vino.
No vivió mucho el barón, que desde entonces
No quiso habitar más el castillo.

Pues cuentan las crónicas que, por orden sublime,
Imogina sufre el dolor de su crimen
Y lamenta su destino deplorable.
A medianoche, cuatro veces al año, su espectro,
Cuando duermen los mortales,
Ataviada con su blanco vestido de esposa
Aparece en el castillo con el caballero–esqueleto
Y grita mientras él la acosa.

Mientras, bebiendo en los cráneos sacados de las tumbas,
Se ven danzar espectros en torno a ellos.
Sangre es su bebida, y este horrible canto entonan:
«¡A la salud de Alonso el Bravo,
Y su esposa la falsa Imogina!».


Amor y locura. Thomas Campbell (1777-1844)

¡Escuchad! ¡Desde las almenas de las lejanas torres
La solemne campana ha golpeado en la medianoche!
Arrebatado de las visiones de su inquieto sueño,
El pobre Broderick despierta, y se lamenta en soledad.

Cesad, Memoria, cesad (sin amigos y apenada llora)
De castigar este pecho abrumado con severas pruebas.
Oh, nunca cesa mi alma pensativa al extraviarse
En los brillantes campos de la Fortuna, en los días mejores,
Cuándo la esperanza era joven, y la música de la mente
Alababa todos sus encantos, y Errington era agradable.

Sin embargo puedo cesar, mientras temblorosa me agito,
De suspirar y murmurar tu nombre melancólico.
Oigo tu espíritu en cada gemido de la tormenta.
En las sombras nocturnas veo pasar tu figura,
Pálida como los condenados en su triste locura.
Veo en lo profundo de tu corazón perjuro, el sangriento acero.

¡Demonios de la Venganza! Bajo vuestro mando
Empuñé la espada con algo más que delicadas manos,
Decid: ¿es la vacilante voz de la piedad,
O es aquel húmedo horror el propósito del alma?
¡No! Mi corazón salvaje se sentó triste sobre la llanura,
Hasta que el Odio complete lo que el Amor comenzó.

Si, dejad que el seno frío que nunca supo
De la ternura súbita y generosa de la naturaleza,
Mezclando la piedad con la hiel de la burla,
Condene este corazón que sangró con amor abandonado.

¡Y vosotros, orgullosos, cuyas almas no agitan la alegría,
Salvad con brillante encanto el homenaje del enamorado!
Plácidos ídolos de un sendero sangrante,
Vuestros cálidos sentimientos pueden ser huéspedes del dolor,
Cuando el inocente, fiel corazón, inspire la prueba
De la amistad refinada, la tranquila delicia del amor;
Y sientan que sus tiernas cadenas os desgarran con angustia,
Quebrando el perjurio del orgullo en inhumano desprecio.

Decid, entonces ¿el piadoso Cielo condena tus lágrimas,
Cuando la Venganza te ordena, enamorado, sangrar?
Largo tiempo he visto surgir tu oscura aprensión,
Con el pecho desgarrado y tus votos despreciados,
Triste, lloré con mi amigo, el amante cambiado,
Tu mirada era fría, altiva y extraviada,
Hasta que el refugio de tu amor me fue arrebatado,
Entonces erré sin esperanzas, sin amigos, en soledad.

¡Oh, Cielo de los Justos! ¡Fue entonces cuando mi alma torturada
Cedió su control y dio lugar a la ira más descontrolada!
¡Adiós a la silenciosa mirada, a los ojos extraviados,
A las planicies murmurantes, a lo profundo de tu corazón perjuro!
El largo sueño despierta los actos de la Venganza;
Él grita, él cae, su desgarrado corazón sangra.
Ahora, la última sonrisa de la agonía se ha borrado,
Pálido y ensangrentado duerme, y no despertará jamás.

¡Está Hecho! ¡La llama del odio ya no arderá:
La vida regresa, pero es demasiado tarde para comenzar!
¿Por qué mi alma siente el vago vuelo de la aflicción?
¡Tembloroso y débil, suelto el culpable acero!
Frío sobre mi corazón yace la mano del terror,
Y sombras de horror se agitan ante mis lánguidos ojos.

¡Oh, fue el asesinato la más amarga de las espigas!
¿Retornará la justa ira del frío espíritu de Broderick?
Siempre un fiel amigo, un amante tierno que ha caído.
¿Dónde brilló el Amor no podría habitar la Piedad?

¡Juventud desdichada! Mientras su palidez asciende
Para observar el profundo y silencioso reposo del crepúsculo,
Tu espectro insomne, respirando desde la tumba,
Predice mi suerte y me convoca a la oscuridad.
Una vez más veo tu lúgubre espíritu de pie,
Tus ojos oscuros y tus manos lívidas que me llaman.

Pronto, este efímero eco de la llama vital
Olvidará su lánguida melancolía.
Pronto, estos ojos húmedos cerrarán sus ventanas.
¡Bienvenido el largo reposo de las noches sin sueños!
Pronto, este desgastado lamento callará;
Porque en el calmo letargo del ocaso
Hasta el Dolor se olvida de llorar.


Annabel Lee. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Fue hace ya muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
habitaba una doncella a quien tal vez conozcan
por el nombre de Annabel Lee;
y esta dama vivía sin otro deseo
que el de amarme, y de ser amada por mí.

Yo era un niño, y ella una niña
en aquel reino junto al mar;
Nos amamos con una pasión más grande que el amor,
Yo y mi Annabel Lee;
con tal ternura, que los alados serafines
lloraban rencor desde las alturas.

Y por esta razón, hace mucho, mucho tiempo,
en aquel reino junto al mar,
un viento sopló de una nube,
helando a mi hermosa Annabel Lee;
sombríos ancestros llegaron de pronto,
y la arrastraron muy lejos de mi,
hasta encerrarla en un oscuro sepulcro,
en aquel reino junto al mar.

Los ángeles, a medias felices en el Cielo,
nos envidiaron, a Ella a mí.
Sí, esa fue la razón (como los hombres saben,
en aquel reino junto al mar),
de que el viento soplase desde las nocturnas nubes,
helando y matando a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte, más intenso
que el de todos nuestros ancestros,
más grande que el de todos los sabios.
Y ningún ángel en su bóveda celeste,
ningún demonio debajo del océano,
podrá jamás separar mi alma
de mi hermosa Annabel Lee.

Pues la luna nunca brilla sin traerme el sueño
de mi bella compañera.
Y las estrellas nunca se elevan sin evocar
sus radiantes ojos.
Aún hoy, cuando en la noche danza la marea,
me acuesto junto a mi querida, a mi amada;
a mi vida y mi adorada,
en su sepulcro junto a las olas,
en su tumba junto al rugiente mar.


Cuando veas millones de los muertos sin boca. Charles Hamilton Sorley (1895-1915)

Cuando veas millones de los muertos sin boca
Atravesando tus sueños en pálidos batallones,
No pronuncies palabras suaves como otros hombres,
Pues no necesitas hacerlo.
No les regales elogios ¿cómo los sordos pueden saber
Que no son maldiciones las que se acumulan en sus cabezas?
Tampoco lágrimas, sus ojos ciegos no pueden ver tu llanto.
Ni honor; es fácil estar muerto.
Sólo dí esto: Ellos están muertos; y luego agrega:
Muchos mejores han muerto antes.
Entonces, observa la multitud apretada,
Y percibirás un rostro que antaño has amado.
Un espectro. Nadie viste aquel rostro abandonado.
La Gran Muerte hace tiempo los ha arrebatado.


Después de la muerte. Sara Teasdale (1884-1933)

Ahora, mientras mis labios viven
Sus palabras eternamente deben callar,
¿Pues mi alma habrá de recordar
Su voz cuando esté muerta?

Sin embargo, si mi alma lo recuerda
Tu atención ya no será mía, querido;
Pues ya nunca entenderás el latido
De aquello que no puede oírse.


Poemas. Alain Bosquet (1919-1998)

Vacilación.


Preséntame a la desconocida
Que tú te vuelves al momento
En que el poema se insinúa
Como un insecto entre tus dedos,
Y, al repartirte con los lobos,
Vuelve golondrinas tus senos.
¿Eres mía, mujer rebelde,
Que transformada en piedra veo?
Mírame ahora, soy tu amo
Y el infinito aquí te enseño:
A cada paso que avanzamos
Hay que renacer ante el verbo
Que une obediencia y aventura.
Reconstruyo tu brazo nuevo
Y reconstruyo tu figura,
Mas nos lleva este movimiento
Hasta el fondo de nuestra sangre
-Niños que acosa un blanco vértigo
Y cuyo sueño vale apenas
La sílaba que está muriendo.





Retrato de un hombre inquieto.


Se retira hacia el fondo de sí mismo a pensar
Lo poca cosa que es. Tal vez se vuelve al árbol
Que le sugiere un gesto. Al cabo de una hora,
Es la arena más bien quien le influye. Indolente
Recuerda un viejo amor. Se cree bien conservado
A pesar del olvido y la sangre agolpada
Sobre su corazón. No estaría tan inerme
Si tuviera un amigo: por ejemplo un guijarro,
Un ave moribunda, una colina cálida.
Cierra primero un ojo, luego el otro, escrutándose
Con furor. No descubre nada fundamental
En sus pulmones ni en sus almas, que se quita
Una detrás de otra, igual que sus camisas.
Toda serenidad le parece una ofensa.





Los dioses desconfiados.


"No, no", decían los dioses,
"Si ha de haber un ojo,
Que pertenezca a la montaña".
"No, no", decían los dioses,
"Si ha de haber una risa,
Ofrezcámosela al océano para que se anime.
¡La palabra para el pavo,
Para el cactus, para el arroyo!
Y el pensamiento,
Que de él se adueñe la roca
Para reconocerse mejor".
"No, no", decían los dioses,
"Ahorrémonos
El error humano".





Interrogación.


¿Y con quién os pensáis que conversa una rosa?
¿Hacia quién creéis que va un perro solitario?
¿Habéis visto que alguno dé consuelo a una piedra
Que llora? El cielo azul, asentado en sus vértigos,
¿Os creéis que soporta un silencio tan frío?
No seáis inocentes: la silla siempre es viuda,
La ceniza se queja de ser sólo ceniza
Ignorando de qué. Preguntad al cometa
Si a pesar de su brillo halla más soportable
La vida que la muerte. Nosotros compartimos
Nuestros afectos con las cosas desvalidas,
El polen trashumante, el lagarto espasmódico,
El pedernal dormido; ¿pensáis que ellos aceptan
Tantas burlas y tantos falsos remordimientos?





Futuro.


Serás puro:
Tres vestidos,
Una escudilla para recoger la limosna.
Serás bueno:
La mejilla,
Luego la otra mejilla para que te abofeteen.
Serás fuerte:
Tu vida,
Luego la otra vida en la que te transformarás en Dios.
Serás humilde como un guijarro,
Como un pichón que sale del huevo.
Serás lo que debes ser
Para alguna verdad,
Para algún amor,
Para algún orden invisible.
Y serás recompensado,
Bestia de carga y de ensueños.
Y serás castigado,
Animal cargado de piedras
Y de nada.
Nunca serás tú mismo.





Fechorías del verbo.


Tengo el recuerdo
De un recuerdo
Donde todo era rostro de rocío
Sol íntimo entre los dedos
Río puesto de rodillas
Para recibir una caricia.
Tengo el recuerdo
De un recuerdo
Donde eras precisa y pura
Y ahora es el poema
Quien te invita al suicidio
Porque según respiro
Te invento y te invento y te invento
Y nos pierdes a los dos
Por reinventarte.





Dice Dios.


Dice Dios:
Era un asunto urgente; me pregunté
Para qué servían mis criaturas
Más extrañas:
El dragón, el ángel, el unicornio.
Convoqué a aquellos en los que creía,
Reales, poderosos, incontestables;
El baobab, el caballo de labor, la montaña acodada en el mar.
Celebraron diez conferencias
Sin ponerse de acuerdo.
Así que he conservado
Al dragón, al ángel y al unicornio;
Pero para evitar algunos malentendidos
He creído conveniente volverlos invisibles.





Como un deseo.


Como un deseo,
Y nadie sabe si será de silencio
O de perfume.
Como un impulso,
Y nadie sabe si lo proporcionan las hormigas,
Las nubes de la noche, las yeguas locas.
Como un enigma,
Y nadie sabe si le corresponde a Dios,
Al hombre, al polvo,
Resolverlo.
Como un prólogo,
Y nadie sabe si le seguirán los frutos,
Las palabras, los reproches disimulados.
Como una ciencia
Y nadie sabe a quién corresponde,
Útil o caprichosa
O mil veces contradictoria.
Como un asombro,
Y nadie sabe si existe alguien
Para asombrarse, para ser feliz,
Para determinar las grandes desgracias.
Como una ley,
Y nadie sabe si hay que proferirla,
Callarla, escribirla de nuevo
O llevarle cada mañana máscaras nuevas.





Ave.


No eres más que la coma
De una frase en el cielo.
¿No es en verdad ridículo
Este mundo fingido:
La palmera con alas,
El desierto elocuente,
La cascada que bala,
El tigre hecho volcán?
¡La riqueza es penuria!
Las lunas regordetas
Siempre están mal nutridas.
Tú vuelves a mis versos
Donde naciste, coma
Hecha águila demente
Que da vueltas y vueltas
Y cae sobre mi cuello.





Acuérdate de ti. 


¡Oh, acuérdate de ti!
En un jardín cogías algunas fábulas.
Unas personas muy justas
Hablaban del mundo y de su caída.
Tú te decías: "¿Tiene usted un sobrenombre?",
Y te contestabas: "Me llamo
Joya ahogada, fruta que se niega a abrirse,
Infanta sin castillo".
Te cogías de tu mano para no estar sola
Entre las flores de aprendizaje.
La época era núbil.
Si esta tarde pasaras
Ante la adolescente que fuiste,
¿Te atreverías a reconocerte
Y a invitarte a tomar el suspiro?
No tienes que acordarte de ti.


Poemas. Robert Bridges (1840-1930)

Ruiseñores.


Bellas deben ser las montañas de las que vienes
Y luminosos los arroyos de esos fructíferos valles,
Aprendo tu canción:
¿Dónde están esos bosques estrellados? Puede que yo vague por allí,
Entre esas flores de aire celestial
Que florecen todo el año.
No, se han consumido esas montañas y se han secado los arroyos:
Nuestra canción es sólo la voz de un deseo que frecuenta nuestros sueños,
Un trozo del corazón,
De quien afligiéndose las visiones, oscuras esperanzas prohíben sueños profundos,
Ninguna cadencia agonizante, ningún suspiro largo puede permanecer
Para todo nuestro ser.
Solos, resonando los oídos de arrebatados hombres,
Vertemos nuestro secreto nocturno y oscuro; y entonces,
Cuando la noche se retira
De estos dulces licores saltando y estallando ramas de mayo,
Sueña, mientras el inabarcable coro del día
Da la bienvenida al alba.





Qué dulce parecía el amor esa mañana de Abril.


Qué dulce parecía el amor esa mañana de abril,
Cuando por primera vez nos besamos junto al espino.
Tan extrañamente dulce, que no fue extraño
Pensar que el amor nunca cambiaría.
Pero he de decir – la verdad sea dicha –
Que el amor cambiará con el tiempo;
Aunque día a día no pueda verse,
Tan delicados son sus movimientos.
Y al final vendrá a ocurrir
Que olvidaremos casi lo que una vez fue;
Ni siquiera en la fantasía recordaremos
El placer que había en todo.
Su pequeña primavera, que dulce encontramos,
En las inundaciones de verano, profunda, se ahoga.
Me pregunto, bañado en completo gozo,
Cómo un amor tan joven pudo ser tan dulce.





Mi deleite, tu deleite.


Mi deleite y tu deleite
Caminando, como dos ángeles blancos,
En los jardines de la noche.
Mi deseo y tu deseo
Danzando en una lengua de fuego,
Brincando viven y riendo crecen,
A través de la disputa eterna
En el misterio de vida.
El amor, desde el cual surgió el mundo,
Guarda el secreto del Sol.
El amor puede decir y amar exclusivamente
Donde, entre millones de estrellas,
Cada átomo se sabe a sí mismo;
Cómo, a pesar de las penas y la muerte,
La vida es alegre y dulce es la respiración.
Esto que él nos enseñó, esto que nosotros supimos
Cierto, en su ciencia verdadero,
Mano sobre mano, como estábamos
Entre las sombras del bosque,
Corazón con corazón, como nosotros nos poníamos
En el alba del día.





La tarde va oscureciendo.


La tarde va oscureciendo
Después de este día tan luminoso,
Olas bravías descubren
Que salvaje será la noche.
Suena a lo lejos un profundo trueno.
Las últimas gaviotas cubren el horizonte
A lo largo de la pura altura del precipicio;
Como vagos recuerdos en la memoria,
Los últimos estremecimientos de deleite,
Las alas blancas ya perdieron su blancura.
No queda una sola nave a la vista;
Y, cuando el sol se va ocultando,
Las espesas nubes conspiran para cubrir
A la Luna, que debe subir más allá.
Únicamente vida, anhelada amante.





He amado flores que se marchitaron.


He amado flores que se marchitaron,
Dentro de cuyos mágicos pétalos
Ricos colores se mezclan
Con olores de dulces esencias:
El deleite de la luna de miel,
La alegría de un amor a primera vista,
Sensaciones que envejecen en una hora
¡Mi poema es como esa flor!
He amado aires que mueren
Antes de que su encanto haya sido escrito
A lo largo de un cielo líquido
Que tiembla para recibirles.
Notas que, con el pulso de fuego,
Proclaman el deseo del espíritu,
Y entonces mueren, y se van a ninguna parte
¡Mi poema es como ese aire!
Muere, poema, muere como una exhalación,
Y marchita como una flor;
No temas una muerte florida,
¡No temas una tumba de aire!
¡Vuela con deleite, vuela!
Es este el sentido de tu amor.
Para festejarlo, ahora en tu féretro
La Belleza verterá una lágrima.





Barómetro bajo.


Vientos del Sur fortalecen el vendaval,
Las nubes vuelan veloces atravesando la Luna,
La casa es golpeada con violencia,
Y la chimenea se estremece en la explosión.
En esta noche, cuando el aire ha desatado
Su abrazo guardián en sangre y mente,
Viejos temores de Dios o de fantasmas
Se arrastran de nuevo desde sus cuevas a la vida.
Y la vaga razón que todavía queda
Una casa frecuentada, arrendatarios desconocidos
Afirman su escuálido arriendo de pecado
Con un título más temprano que el propio.
Presencias incorpóreas, condensadas,
La polución y remordimiento del Tiempo
Resbalaron entre olvidos
Los horrores de crímenes pasados.
Algunos sofocarían la angustia con una oración
De quien los ciegos pasos forran el suelo,
De quien las montañas traspasan ilegales barreras
O estallan una prohibida puerta cerrada con llave.
Algunos han visto los cadáveres anhelando descanso eterno,
Escapando de un santificante control
Forman un pálido conjunto, nunca escuchado
Es el chillar de almas en pena.
Así vagan hasta cruzar el alba
Con dolorosa oscuridad o desde la profunda herida de la Tierra,
Más cerca cada vez de la tormenta protectora, y empujando
Esos fantasmas malsanos bajo tierra.





Amo las cosas bellas. 


Amo las cosas bellas,
Las busco y las adoro;
Son la mejor alabanza para Dios,
Y para el hombre de estos apresurados días
Son el mayor honor.
También yo haré algo
Y disfrutaré de ellas mientras tanto,
Aunque mañana parezcan ser tan solo
Como palabras de un sueño
Débilmente recordado al despertar.


El cobrador. Rubem Fonseca (1925-2020)

En la puerta de la calle, una dentadura enorme; debajo, escrito, Dr. Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía, un cartel, Espere, por favor, el doctor está atendiendo a un cliente.
Esperé media hora, con la muela rabiando. La puerta se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grandulón, de unos cuarenta años, con bata blanca.
Entré en el consultorio, me senté en el sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca y dije que la muela de atrás me dolía mucho. Él miró con un espejito y preguntó por qué había descuidado la boca de aquella manera.
Como para partirse de risa. Tienen gracia estos tipos.
Voy a tener que arrancársela, dijo, le quedan ya pocos dientes, y si no hacemos un tratamiento rápido los va a perder todos, hasta estos – y dio un golpecito sonoro en los de delante.
Una inyección de anestesia en la encía. Me mostró la muela en la punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo como al desgaire. Son cuatrocientos cruceiros.
De risa. Ni hablar, dije.
¿Ni hablar, qué?
Que no tengo los cuatrocientos cruceiros. Me encaminé hacia la puerta.
Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor que pague, dijo. Era un tipo alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su cara: ¿qué tal si te meto esto culo arriba? Se quedó blanco, retrocedió. Apuntándole al pecho con el revolver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con los frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban. Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de saltar sobre mí, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en aquel barrigón lleno de mierda.
¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quién cobra!
Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que haber matado a aquel hijo de puta.
La calle abarrotada de gente. A veces digo para mí, y hasta para fuera ¡todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide limosna agitando una escudilla de aluminio con unas monedas. Le arreo una patada en la escudilla, el tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, armería, farmacia, banco, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, gente a montones. Por las mañanas no hay quien avance camino de la Central, la multitud viene arrollando como una enorme oruga ocupando toda la acera.
Me cabrean estos tipos que tiran de Mercedes. También me fastidia la bocina de un coche. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una Mágnum con silenciador para vender y cuando estaba atravesando la calle tocó la bocina un fulano que había ido a jugar al tenis en uno de aquellos clubs finolis de por allá. Yo iba distraído, que estaba pensando en la Mágnum, cuando sonó la bocina. Vi que el auto venía lentamente y me quedé parado.
¡Eh! ¿Qué pasa?, gritó.
Era de noche y no había nadie por allí. Él iba vestido de blanco. Saqué el 38 y disparé contra el parabrisas, más para cascarle el vidrio que para darle a él. Arrancó a toda prisa, como para atropellarme o huir, o las dos cosas. Me eché a un lado, pasó el coche, los neumáticos chirriando sobre el asfalto. Se paró un poco más allá. Me acerqué. El tipo estaba tumbado con la cabeza hacia atrás, la cara y el cuerpo cubiertos de millares de astillitas de cristal. Sangraba mucho, con una herida en el cuello, y llevaba ya el traje blanco todo manchado de rojo.
Volvió la cabeza, que estaba apoyada en el asiento, los ojos muy abiertos, negros y el blanco parecía de un azul lechoso, como una nuez de jabuticaba por dentro. Y como le vi los ojos así, azulados, le dije – oye, que vas a morir, ¿quieres que te pegue el tiro de gracia?
No, no, me dijo con esfuerzo, por favor.
En una ventana vi un tío mirándome. Se escondió cuando miré hacia allá. Debía de haber llamado a la policía.
Salí andando tranquilamente, volví a la Cruzada. Había sido una buena idea, aquella de partirle el parabrisas del Mercedes. Tendría que haberle pegado un tiro en el capot y otro en cada puerta, el carrocero lo iba a agradecer.
El tío de la Mágnum ya había vuelto. A ver, los treinta perejiles. Ponlos aquí, en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Tenía la mano blanca, lisita, pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo lleno de cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.
También quiero comprar una radio, le dije.
Mientras iba a buscar la radio, yo examiné a fondo mi Mágnum. Bien engrasadita, cargada. Con el silenciador puesto, parecía un cañón.
El perísta volvió con una radio de pilas. Era japonesa, me dijo.
Dale, para que lo oiga.
Lo puso.
Más alto, le pedí.
Aumentó el volumen.
Puf. Creo que murió del primer tiro. Pero le aticé dos más sólo para oír puf, puf.
Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, bocadillo de mortadela en la tasca de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de fútbol.
Me quedo ante la televisión para aumentar mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar lo que me deben, me siento frente a la televisión y al poco tiempo me viene el odio. Me gustaría pegarle una torta al tipo ese que hace el anuncio del güisqui. Tan atildado tan bonito, tan sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa unos cubitos de hielo en el vaso y sonríe con todos los dientes, sus dientes, firmes y verdaderos, me gustaría atraparlo y rajarle la boca con una navaja, por los dos lados, hasta las orejas, y esos dientes tan blancos quedarían todos fuera, con una sonrisa de calavera encarnada. Ahora está ahí, sonriendo, y luego besa a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre.
Mi arsenal está casi completo: tengo la Mágnum con silenciador, un Colt cobra 38, dos navajas, una carabina 12, un Taurus 38, un puñal y un machete. Con el machete voy a cortarle a alguien la cabeza de un solo tajo. Lo vi en el cine, en uno de esos países asiáticos, aún en tiempo de los ingleses. El ritual consistía en cortar la cabeza a un animal, creo que un búfalo, de un solo tajo. Los oficiales ingleses presidían la ceremonia un poco incómodos, pero los decapitadores eran verdaderos artistas. Un golpe seco, y la cabeza del animal rodaba chorreando sangre.
En casa de una mujer que me atrapó en la calle Corona, dice que estudia de noche en una academia. Ya pasé por eso, mi escuela fue la más nocturna de todas las escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni existe. La derribaron. Hasta la calle donde estaba la han derribado. Me pregunta qué hago, y le digo que soy poeta, cosa que es rigurosamente cierta. Me pide que le recite un poema mío. Ahí va: A los ricos les gusta acostarse tarde / sólo porque saben que los currantes tienen que acostarse temprano para madrugar / Esa es otra oportunidad suya para mostrarse diferentes: / hacer el parásito, / despreciar a los que sudan para ganarse el pan / dormir hasta tarde, / tarde / un día / por fortuna / demasiado tarde, /
Me interrumpe preguntándome si me gusta el cine, ¿Y el poema? Ella no entiende. Sigo: sabia bailar la samba y enamorarse / y rodar por el suelo /sólo por poco tiempo. / Del sudor de su rostro nada se había construido. / Quería morir con ella, / pero eso fue otro día, / realmente otro día, / En el cine Iris, en la calle Carioca / El Fantasma de la Opera / Un tipo de negro, cartera negra, el rostro oculto, / en la mano un pañuelo blanco inmaculado, / metía mano a los espectadores; / en aquel tiempo, en Copacabana. / otro / que ni apellido tenía, / se bebía los orines de los mingitorios de los cines / y su rostro era verde e inolvidable. / La Historia está hecha de gente muerta / y el futuro de gente que va a morir. / ¿Crees tú que sufre? / Ella es fuerte, aguantará. / Aguantaría también si fuera débil. / Ahora bien, tú, no sé. / Has fingido tanto tiempo, pegaste bofetadas y gritos, mentiste / Estas cansado, / has terminado / no sé qué es lo que te mantiene vivo. /
No entendía la poesía. Estaba sólo conmigo y quería fingir indiferencia, bostezaba desesperadamente. La eterna trapacería de las mujeres.
Me das miedo, acabó confesando.
Este pendejo no me debe nada, pensé, vive con estrechuras en su pisito, tiene los ojos hinchados de beber porquerías y de leer la vida de las niñas bien en la revista Vogue.
¿Quieres que te mate?, pregunté mientras bebíamos güisqui de garrafa.
Quiero que me revuelques en la cama, se rió ansiosa, dubitativa.
¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado a nadie con mis propias manos. No queda bien, ni siquiera resulta dramático, estrangular a alguien; es como si fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía hasta ganas de estrangular a alguien, pero no a una desgraciada como aquella. Para un don nadie basta quizá con un tiro en la nuca.
Lo he venido pensando últimamente. Se había quitado la ropa: pechos mustios y colgantes; los pezones, como pasas gigantescas que alguien hubiera pisoteado; los muslos, flácidos, con celulitis, gelatina estragada con pedazos de fruta podrida.
Estoy muerta de frío, dijo.
Me eché encima de ella. Me cogió por el cuello, su boca y la lengua en mi boca, una vagina chorreante, cálida y olorosa.
Jodimos.
Ahora se ha quedado dormida.
Soy justo.
Leo los periódicos. La muerte del perista de Cruzada ni viene en las noticias. El señoritingo del Mercedes con ropa de tenista murió en el Miguel Couto y los periódicos dicen que fue atacado por el bandido Boca Ancha. Es como para morirse de risa.
Hago un poema titulado Infancia o Nuevos Olores de Coño con U: Aquí estoy de nuevo / oyendo a los Beatles / en Radio Mundial / a las nueve de la noche / en un cuarto / que podría ser / y era / el de un santo mártir / No había pecado / y no sé por qué me condenaban / ¿por ser inocente o por estúpido? / De todos modos /el suelo seguía allí / para zambullirse. / Cuando no se tiene dinero / es conveniente tener músculos / y odio.
Leo los periódicos, para saber qué es lo que están comiendo, bebiendo, haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de matarlos a todos.
Desde la calle veo la fiesta en Vieira Souto, las mujeres con vestido de noche, los hombres de negro. Ando lentamente, de un lado a otro, por la calle; no quiero despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro de la pernera, amarrado, no me deja andar bien. Parezco un lisiado, me siento como un lisiado. Un matrimonio de media edad pasa a mi lado y me mira con pena; también yo siento pena de mí, cojo, y me duele la pierna.
Desde la acera veo a los camareros sirviendo champán francés. A esa gente le gusta el champán francés, la ropa francesa, la lengua francesa.
Estaba allí desde las nueve, cuando pasé por delante, bien pertrechado de armas, entregado a la suerte y al azar, y la fiesta surgió ante mí.
Los aparcamientos que había ante la casa se ocuparon pronto todos, y los coches de los asistentes tuvieron que estacionarse en las oscuras calles laterales. Me interesó mucho uno, rojo, y en él, un hombre y una mujer, jóvenes y elegantes los dos. Fueron hasta el edificio sin cruzar palabra; él, ajustándose la pajarita, y ella, el vestido y el peinado. Se preparaban para una entrada triunfal, pero desde la acera veo que su llegada fue, como la de los otros, recibida con total desinterés. La gente se acicala en el peluquero, en la modista, en los salones de masaje, y sólo el espejo les presta, en las fiestas, la atención que esperan. Vi a la mujer con su vestido azul flotante y murmuré: te voy a prestar la atención que te mereces, por algo te pusiste tus mejores braguitas y has ido tantas veces a la modista y te has pasado tantas cremas por la piel y te has puesto un perfume tan caro.
Fueron los últimos en salir. No andaban con la misma firmeza y discutían irritados, con voz pastosa, confusa.
Llegué junto a ellos en el momento en que el hombre abría la puerta del coche. Yo venía cojeando y él apenas me lanzó una mirada distraída, a ver quién era, y descubrió sólo a un inofensivo inválido de poca monta.
Le apoyé la pistola en la espalda.
Haz lo que te diga o vais a morir los dos, dije.
Entrar con la pata rígida en el estrecho asiento de atrás no fue cosa fácil. Quedé medio tumbado, con la pistola apuntando a su cabeza. Le mandé que tirara hacia la Barra de Tijuca. Saqué el cuchillo de la pernera cuando me dijo llévate el dinero y el coche y déjanos aquí. Estábamos frente al Hotel Nacional. De risa. Él estaba ya sereno y quería tomarse el último güisqui mientras daba cuenta a la policía por teléfono. Hay gente que se cree que la vida es una fiesta. Seguimos por el Recreio dos Bandeirantes hasta llegar a una playa desierta. Saltamos. Dejé los faros encendidos.
Nosotros no le hemos hecho nada, dijo él.
¿Qué no? De risa. Sentí el odio inundándome los oídos, las manos, la boca, todo mi cuerpo, un gusto de vinagre y de lágrimas.
Está en estado, dijo él señalando a la mujer, va a ser nuestro primer hijo.
Miré la barriga de aquella esbelta mujer y decidí ser misericordioso, y dije, puf, allá donde debía estar su ombligo y me cargué al feto. La mujer cayó de bruces. Le apoyé la pistola en la sien y dejé allí un agujero como la boca de una mina.
El hombre no decía ni palabra, la cartera del dinero en su mano tendida. Cogí la cartera y la tiré al aire y cuando iba cayendo le largué un taconazo, así, con la zurda, echándola lejos.
Le até las manos a la espalda con un cordel que llevaba. Después le amarré los pies.
Arrodíllate, le dije.
Se arrodilló.
Los faros iluminaban su cuerpo. Me arrodillé a su lado, le quité la pajarita, doble el cuello de la camisa, dejándole el pescuezo al aire.
Inclina la cabeza, ordené.
La inclinó. Levanté el machete, sujeto con las dos manos, vi las estrellas en el cielo, la noche inmensa, el firmamento infinito e hice caer el machete, estrella de acero, con toda mi fuerza, justo en medio del pescuezo.
La cabeza no cayó, y él intentó levantarse agitándose como una gallina atontada en manos de una cocinera incompetente. Le di otro golpe, y otro más y otro, y la cabeza no rodaba por el suelo. Se había desmayado o había muerto con la condenada cabeza aquella sujeta al pescuezo. Empujé el cuerpo sobre el guardabarros del coche. El cuello quedó en buena posición. Me concentré como un atleta a punto de dar un salto mortal. Esta vez, mientras el cuchillo describía su corto recorrido mutilante zumbando, hendiendo el aire, yo sabía que iba a conseguir lo que quería. ¡Broc!, la cabeza saltó rodando por la arena. Alcé el alfanje y grité: ¡Salve al Cobrador! Di un tremendo grito que no era palabra alguna, sino un aullido prolongado y fuerte, para que todos los animales se estremecieran y se largaran de allí. Por donde yo paso, se derrite el asfalto.
Una caja negra bajo el brazo. Digo, trabada la lengua, que soy el fontanero y que voy al apartamento doscientos uno. Al portero le hace gracia mi lengua estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último piso. Soy el fontanero (lengua normal ahora) vengo a arreglar eso. Por la abertura, dos ojos: nadie ha llamado al fontanero. Bajo al séptimo: lo mismo. Sólo tengo suerte en el primero.
La criada me abrió la puerta y gritó hacia dentro, es el fontanero. Salió una muchacha en camisón, con un frasquito de esmalte de uñas en la mano, guapilla, de unos veinticinco años.
Debe de ser un error, dijo, no necesitamos al fontanero.
Saqué la Cobra de dentro de la funda. Claro que lo necesitáis, y quietas o me cargo a las dos.
¿Hay alguien más en casa? El marido estaba trabajando, y el chiquillo, en la escuela. Agarré a la criadita, le tapé la boca con esparadrapo. Me llevé a la mujer al cuarto.
Desnúdate.
No me da la gana, dijo con la cabeza erguida.
Me lo deben todo, calcetines, cine, solomillos, me lo deben todo, coño, todo. Anda, rápido. Le dí un porrazo en la cabeza. Cayó en la cama, con una marca roja en la cara. No disparo. Le arranqué el camisón, las braguitas. No llevaba sostén. Le abrí las piernas. Coloqué las rodillas sobre sus muslos. Tenía una pelambrera basta y negra. Se quedó quieta, con los ojos cerrados. No fue fácil entrar en aquella selva oscura, la abertura era apretada y seca. Me incliné, abrí la vagina y escupí allá dentro, un gargajo gordo. Pero tampoco así fue fácil. Sentía la verga desollada. Empezó a gemir cuando se la hundí con toda mi fuerza hasta el fin. Mientras la metía y sacaba le iba pasando la lengua por los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba levemente el dedo por el culo, le acariciaba la barriguita. Empezó a quedárseme lubricada por los jugos de su vagina, ahora tibia y viscosa.
Como ya no me tenía miedo, o quizá porque lo tenía, se corrió antes que yo. Con lo que me iba saliendo aún, le dibujé un círculo alrededor del ombligo.
A ver si ahora no abrirás al fontanero cuando llame, le dije antes de marcharme.
Salgo de la buhardilla de la calle del Vizconde de Maranguape. Un agujero en cada muela lleno de cera del Dr. Lustosa / masticar con los dientes de delante / caray con la foto de la revista / libros robados. / Me voy a la playa.
Dos mujeres charlan en la arena; una está bronceada por el sol, lleva un pañuelo en la cabeza; la otra está muy blanca, debe ir poco a la playa; tienen las dos un cuerpo muy hermoso; la barriguita de la más pálida es la más hermosa que he visto en mi vida. Me siento cerca y me quedo mirándola. Se dan cuenta de mi interés y empiezan a menearse inquietas, a decir cosas con el cuerpo, a hacer movimientos tentadores, de trasero. En la playa todos somos iguales, nosotros los jodidos, y ellos. Y nosotros quedamos incluso mejor, porque no tenemos esos barrigones y el culazo blando de los parásitos. Me gusta la paliducha esa. Y ella parece interesada por mí, me mira de reojo. Se ríen, se ríen, enseñando los dientes. Se despiden, y la blanca se va andando hacia Ipanema, el agua mojando sus pies. Me acerco y voy andando junto a ella, sin saber qué decir.
Soy tímido, he llevado tantos estacazos en la vida, y el pelo de la chica se ve cuidado y fino, tiene el pecho altito, los senos pequeños, los muslos sólidos, torneados, musculosos, y el trasero formado por dos hemisferios consistentes.
Cuerpo de bailarina.
¿Estudias ballet?
Estudié, me dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener alguien una boca tan bonita? Me dan ganas de lamer su boca diente a diente. ¿Vives por aquí?, me pregunta. Si, miento. Ella me señala una casa en la playa, toda de mármol.
De vuelta a la calle del Vizconde de Maranguape. Voy matando el tiempo hasta el momento de ir a casa de la paliducha. Se llama Ana. Me gusta Ana. Me gusta Ana, palindrómico. Afilo el cuchillo en una piedra especial. Los periódicos dedicaron mucho espacio a la pareja que maté en la Barra. La chica era hija de uno de esos hijos de puta que se hacen ricos, en Segipe o Piauí, robando a los muertos de hambre, y luego se vienen a Rio, y los hijos de cara chata ya no tienen acento, se tiñen el pelo de rubio y dicen que descienden de holandeses.
Los cronistas de sociedad estaban consternados. Aquel par de señoritingos que me cargué estaban a punto de salir hacia París. Ya no hay seguridad en las calles, decían los titulares de un periódico. De risa. Tiré los calzoncillos al aire e intenté cortarlos de un tajo como hacía Saladito (con un lienzo de seda) en la película.
Ahora ya no hacen cimitarras como las de antes / Yo soy una hecatombe / No fue ni Dios ni el Diablo / quien me hizo un vengador / Fui yo mismo / Yo soy el Hombre-Pene / Soy el Cobrador.
Voy al cuarto donde doña Clotilde está acostada desde hace tres años. Doña Clotilde es la dueña de la buhardilla.
¿Quiere que le barra la habitación?, le pregunto.
No, hijo mío; sólo quería que me pusieras la inyección de trinevral antes de marcharte.
Pongo la jeringuilla a hervir, preparo la inyección. El culo de doña Clotilde está seco como una hoja vieja y arrugada de papel de arroz.
Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha sido Dios quien te ha enviado, dice.
Doña Clotilde no tiene nada, podría levantarse e ir de compras al supermercado. Su mal está en la cabeza. Y después de pasarse tres años acostada, sólo se levanta para hacer pipí y caquitas, que ni fuerzas debe tener.
El día menos pensado le pego un tiro en la nuca.
Cuando satisfago mi odio, me siento poseído por una sensación de victoria, de euforia, que me da ganas de bailar – doy pequeños aullidos, gruño sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía, y mis pies se deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho de esguinces y de saltos, como un salvaje, o como un mono.
Quien quiera mandar en mí, puede quererlo, pero morirá. Tengo ganas de acabar con un figurón de esos que muestran en la tele su cara paternal de bellaco triunfador, con una de esas personas de sangre espesa a fuerza de caviares y champán. Come caviar / tu hora va a llegar./ Me deben una mocita de veinte años, llena de dientes y perfume. ¿La de la casa de mármol? Entro y me está esperando, sentada en la sala, quieta, inmóvil, el pelo muy negro, la cara blanca, parece una fotografía.
Bueno, vámonos, le digo. Me pregunta si traigo coche. Le digo que no tengo coche. Ella sí tiene. Bajamos por el ascensor de servicio y salimos en el garaje, entramos en un Puma descapotable.
Al cabo de un rato le pregunto si puedo conducir y cambiamos de sitio. ¿Te parece a Petrópolis?, pregunto. Subimos a la sierra sin decir palabra, ella mirándome. Cuando llegamos a Petrópolis me pide que pare en un restaurante. Le digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero ella tiene las dos cosas, come vorazmente, como si temiera que el cualquier momento viniesen a retirarle el plato. En la mesa de al lado, un grupo de muchachos bebiendo y hablando a gritos, jóvenes ejecutivos que suben el viernes y que beben antes de encontrarse con madame toda acicalada para jugar a cartas o para cotillear mientras van catando quesos y vinos. Odio a los ejecutivos. Acaba de comer y dice, ¿qué hacemos ahora? Pues ahora nos volvemos, le digo, y bajamos sierra abajo, yo conduciendo como un rayo, ella mirándome. Mi vida no tiene sentido, hasta a veces he pensado en suicidarme, dice. Paro en la calle del Vizconde de Maranguape. ¿Vives aquí? Salgo sin decir nada. Ella viene detrás: ¿cuándo te volveré a ver? Entro, y mientras subo las escaleras oigo el ruido del coche que se pone en marcha.
Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de cariño y comprensión. Masajistas expertas. Elegancia y distinción.
Anoto la dirección y me encamino a un local, una casa, en Ipanema. Espero a que él salga, vestido de gris ceniza, cuello duro, cartera negra, zapatos brillantes, pelo planchado. Saco un papel del bolsillo, como alguien que anda en busca de una dirección, y voy siguiéndole hasta el coche. Estos cabrones siempre cierran el coche con llave, saben que el mundo está lleno de ladrones, también ellos lo son, pero nadie los agarra. Mientras abre el coche le meto el revolver en la barriga. Dos hombres, uno ante el otro, hablando, no llama la atención. Meter el revolver en la espalda asusta más, pero eso sólo debe hacerse en lugares desiertos.
Estate quieto o te lleno de plomo esa barrigota ejecutiva.
Tiene el aire petulante y al mismo tiempo ordinario del ambicioso ascendente inmigrado del interior, deslumbrado por las crónicas de sociedad, elector, inversor, católico, cursillista, patriota, mayordomista y bocalibrista, los hijos estudiando en la Universidad, la mujer dedicada a la decoración de interiores y socia de una boutique.
A ver, ejecutivo, ¿qué te hizo la masajista? ¿Te hizo una paja o te la chupó?
Bueno, usted es un hombre y sabe de estas cosas, dijo. Palabras de ejecutivo con chofer de taxi o ascensorista. Desde Bazucada a la Dictadura, cree que se ha enfrentado ya con todas las situaciones de crisis.
Qué hombre ni qué niño muero, digo suavemente, soy el Cobrador.
¡Soy el Cobrador!, grito.
Empieza a ponerse del color del traje. Piensa que estoy loco y aún no se ha enfrentado con ningún loco en su maldito despacho con aire acondicionado.
Vamos a tu casa, le digo.
No vivo aquí, en Rio, vivo en Sao Paulo, dice.
Ha perdido el valor, pero no las mañas. ¿Y el coche?, le pregunto., ¿El coche? ¿Qué coche? ¿Ese con matrícula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta cambiar de conversación. ¿Qué es esto? ¿Una disculpa, una contraseña, habeas corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por cada hijo en el pecho. El de la mujer, en la cabeza. Puf.
Para olvidar a la chica de la casa de mármol, voy a jugar al fútbol a un descampado. Tres horas seguidas, tengo las piernas hechas un Cristo de los patadones que me llevé, el dedo gordo del pie izquierdo hinchado, tal vez roto. Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un mulato que lee O Dia. Los titulares me interesan, le pido el periódico, el tío me dice ¿por qué no compras uno, si quieres leerlo? No me enfado. El tipo tiene pocos dientes, dos o tres retorcidos y oscuros. Digo, bueno, no vamos a pelearnos por eso. Compro dos bocadillos calientes de salchichas y dos coca-colas, le doy la mitad y entonces me deja el periódico. Los titulares dicen: La policía anda a la busca del loco de la Mágnum. Le devuelvo el periódico, él no lo acepta, sonríe para mí mientras mastica con los dientes de delante, o mejor, con las encías de delante, que de tanto usarlas, las tiene afiladas como navajas. Noticias del diario: Un grupo de peces gordos de la zona sur haciendo preparativos para el tradicional Baile de Navidad, Primer Grito del Carnaval. El baile empieza el día veinticuatro y termina el día de Año Nuevo. Vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artistas norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La Navidad se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, despilfarro.
El Primer Grito de Carnaval. De risa. Tienen gracia estos tipos…
Un loco se tiró desde el puente de Niteroi y estuvo nadando doce horas hasta que dio con el una lancha de salvamento. Y no agarró ni un resfriado.
Cuarenta viejos mueren en el incendio de un asilo. Las familias lo celebrarán.
Estoy acabando de ponerle la inyección de trinevral a doña Clotilde cuando llaman al timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las compras, arreglo la casa. Doña Clotilde no tiene parientes. Miro desde la galería. Es Ana Palindrómica.
Hablamos en la calle. ¿Es que andas huyendo de mí?, pregunta. Más o menos eso, digo. Subo con ella a la buhardilla. Doña Clotilde, estoy aquí con una chica, ¿puedo llevármela al cuarto? Hijo mío, la casa es tuya, haz lo que quieras; pero me gustaría verla.
Nos quedamos de pie al lado de la cama. Doña Clotilde se queda mirando a Ana un tiempo inmenso. Se le llenan los ojos de lágrimas. Yo rezaba todas las noches, solloza, todas las noches, para que encontraras una chica como esta. Alza los brazos flacos cubiertos de colgajos de piel flácida, junta las manos y dice, oh Dios mío, gracias, gracias.
Estamos en i cuarto, de pie, ceja contra ceja, como en el poema, y la desnudo, y ella me desnuda a mí, y su cuerpo es tan hermoso que siento una opresión en la garganta, lágrimas en mi rostro, ojos ardiendo, mis manos tiemblan
y ahora
estamos tumbados, uno junto a otro, entrelazados, gimiendo,
y más, y más, sin parar, ella grita la boca abierta, los dientes blancos, como de elefante joven;
¡ay, ay adoro tu obsesión!, grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos sin parar.
Ahora, mucho después, tumbados, mirándonos hipnotizados hasta que anochece y nuestros rostros brillan en la oscuridad y el perfume de su cuerpo traspasa las paredes de la habitación.
Ana despertó antes que yo y la luz está ya encendida. ¿Sólo tienes libros de poesía? Y todas estas armas ¿para qué? Coge la Mágnum del armario, carne blanca y acero negro, apunta hacia mí. Me siento en la cama.
¿Quieres disparar? Puedes disparar, la vieja no va a oír. Pero un poco más arriba. Con la punta del dedo alzo el cañón hasta la altura de mi frente. Aquí no duele.
¿Has matado a alguien alguna vez? Ana apunta el arma a mi cabeza.
Si.
¿Y te gustó?
Me gustó.
¿Qué sentiste?
Como un alivio.
¿Cómo nosotros dos en la cama?
No, no. Otra cosa. Lo contrario.
Yo no te tengo miedo, dice Ana.
Ni yo a ti. Te quiero.
Hablamos hasta el amanecer. Siento una especie de fiebre. Hago café para doña Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a salir con Ana, digo. Dios oyó mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago.
Hoy es veinticuatro de diciembre, el día del Baile de Navidad o primer Grito de Carnaval. Ana Palindrómica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio ahora es diferente. Tengo una misión. Siempre he tenido una misión y ni lo sabía. Ahora lo sé. Ana me ha ayudado a ver. Sé que si todos los jodidos hicieran lo que yo, el mundo sería mejor y más justo. Ana me ha enseñado a usar los explosivos y creo que estoy ya preparado para este cambio de escala. Andar matándolos uno a uno es cosa mística, y ya me he librado de eso. En el Baile de Navidad mataremos convencionalmente a los que podamos. Será mi último gesto romántico inconsecuente. Elegimos para iniciar la nueva fase a los consumistas asquerosos de un supermercado de la zona sur. Los matará una bomba de gran poder explosivo. Adiós machete, adiós puñal, adiós mi rifle, mi Colt Cobra, mi Mágnum, hoy será el último día que os use. Beso mi cuchillo. Hoy usaré explosivos, reventaré a la gente, lograré fama, ya no seré sólo el loco de la Mágnum. Tampoco volveré a salir por el parque de Flamenco mirando a los árboles, los troncos, la raíz, las hojas, la sombra, eligiendo el árbol que querría tener, que siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada. Y los ví crecer en el parque, y me alegraba cuando llovía, y la tierra se empapaba de agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las ramas, mientras los automóviles de los canallas pasaban velozmente sin que ellos miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo en sueños.
El mundo entero sabrá quién eres tú, quienes somos nosotros, dice Ana.

Noticia: El gobernador se va a disfrazar de Papá Noel. Noticia: Menos festejos y más meditación, vamos a purificar el corazón. Noticia: No faltará cerveza. No faltará pavo. Noticia: Los festejos navideños causarán este año más víctimas de tráfico y agresiones que en años anteriores. Policía y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad. El Cardenal en la televisión: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su sentido no es éste, esa historia de Papá Noel es una desgraciada invención. El Cardenal afirma que Papá Noel es un payaso ficticio.

La víspera de Navidad es un buen día para que esa gente pague lo que debe, dice Ana. Al Papá Noel del baile quiero matarlo yo mismo a cuchilladas, digo.
Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro mensaje de Navidad para los periódicos.
Nada de salir matando a diestro y siniestro, sin objetivo definido. Hasta ahora no sabía qué quería, no buscaba un resultado práctico, mi odio iba siendo desperdiciado. Estaba en lo cierto por lo que a mis impulsos se refiere, pero mi equivocación consistía en no saber quién era el enemigo y por qué era enemigo. Ahora lo sé. Ana me lo ha enseñado. Y mi ejemplo debe ser seguido por otros, sólo así cambiaremos el mundo. Esta es la síntesis de nuestro mensaje de Navidad.
Meto las armas en una maleta. Ana tira tan bien como yo, sólo que no sabe manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma obsoleta. Le decimos adiós a doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche. Vamos al baile de Navidad. No faltará cerveza, ni pavo. Ni sangre. Se cierra un ciclo de mi vida y se abre otro.


La terrible venganza. Nikolái Gógol (1809-1852)

 En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.
El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.
Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!
En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre… Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote… Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.
De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto… Al rato ve que alguien baja a lo lejos… El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza… ¡Es ella!
Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca…
-Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!
Ella permanece muda, no quiere escucharlo. Tampoco levanta sus ojos hacia la prisión, ya pasa de largo, ya no se la ve. El mundo está vacío; el Dnieper sigue con su melancólica canción y la tristeza vacía el alma. Pero, ¿conocerá el brujo la tristeza?
El día está por terminar. Ya se puso el sol, ya ni se lo ve. Ya llega la noche: está refrescando. En alguna parte muge un buey, llegan voces. Seguramente es la gente que vuelve de sus faenas y está alegre; sobre el Dnieper se ve un bote… Pero, ¿quién se acordará del preso? Brilla en el cielo el cuerpo de plata de la luna nueva. Alguien viene del lado opuesto del camino, pero es difícil distinguir las cosas en la penumbra…, ¡pero sí!… Es Katerina que está volviendo.
-¡Hija, por el amor de Cristo! Ni los feroces lobeznos despedazan a su madre. ¡Hija mía!, ¡mira al menos a este criminal padre tuyo!
Ella no lo escucha y sigue su camino.
-¡Hija!… ¡En el nombre de tu desdichada madre!
Ella se detuvo.
-¡Ven, ven a escuchar mis últimas palabras!
-¿Para qué me llamas, apóstata? ¡No me llames hija! Ningún parentesco puede existir entre nosotros. ¿Qué pretendes de mí en nombre de mi desdichada madre?
-¡Katerina! Se acerca mi fin. Sé que tu marido me atará a la cola de una yegua y luego la hará galopar por el campo… ¡Y quién sabe si no elegirá una ejecución más terrible!
-¿Acaso hay en el mundo una pena que se iguale a tus pecados? Espérala, nadie intercederá por ti.
-¡Hija! No temo el castigo, más temo los suplicios en el otro mundo… Tú eres inocente, Katerina, tu alma volará al paraíso, al reino de Dios. Mientras, el alma de tu sacrílego padre arderá en el fuego eterno, un fuego que nunca se apagará. Arderá cada vez más fuerte; ni una gota de rocío caerá sobre mí, ni soplará la más leve brisa…
-No está en mi poder aplacar aquel castigo -dijo Katerina, volviendo la cabeza.
-¡Katerina! ¡Una palabra más, tú puedes salvar mi alma! Tú no te imaginas qué bueno y misericordioso es Dios. Habrás oído la historia del apóstol Pablo, un gran pecador que luego se arrepintió y se convirtió en un santo.
-¿Qué puedo hacer yo para salvarte? -respondió Katerina-. ¿Acaso yo, una débil mujer, puede pensar en ello?
-Si pudiese salir de aquí, renunciaría a todo y me arrepentiría. Confesaría mis pecados, me iría a una cueva, aplicaría ásperos cilicios sobre mi cuerpo y, día y noche, rogaría a Dios. No sólo no comería carne, ¡ni siquiera pescado comería! No cubriría con ningún manto la tierra sobre la que me echara a dormir. ¡Y rezaría, rezaría sin descanso! Y si después de todo esto la bondad divina no me perdona, aunque sólo sea la décima parte de mis pecados, me enterraría hasta el cuello en la tierra y me amuraría dentro de una muralla de piedra. No tomaría alimento, no bebería agua. Dejaría todos mis bienes a los monjes para que durante cuarenta días con sus noches rezaran por mí…
Katerina se quedó pensativa.
-Aunque yo abriese la puerta -dijo-, no podría quitarte las cadenas…
-No son las cadenas lo que yo temo -dijo él-. ¿Crees que han encadenado mis manos y mis pies? No. Yo eché bruma en sus ojos y en lugar de mis brazos les tendí madera seca. ¡Mírame!… Ninguna cadena hay sobre mis huesos -añadió, surgiendo entre las sombras del sótano-. Tampoco temería estos muros y pasaría a través de ellos, pero tu marido no se imagina qué muros son éstos: los construyó un santo ermitaño y ninguna fuerza impura puede hacer salir a un prisionero, pues la puerta tiene que abrirse con la misma llave con que el santo cerraba su celda. ¡Una celda así cavaré para mí, pecador, el mayor de los pecadores!
-Escucha… yo te pondré en libertad, pero ¿y si me estás engañando? -dijo Katerina, deteniéndose junto a la puerta-. ¿Y si en lugar de arrepentirte sigues hermanado con el diablo?
-No, Katerina, ya me queda poca vida. Ya, aunque no fuera a ser ejecutado, mi fin estaría cerca. ¿Es posible que me creas capaz de exponerme al castigo eterno? -sonaron los candados-. ¡Adiós! ¡Que Dios todo misericordioso te ampare, hija mía! -dijo el hechicero, besándola en la frente.
-¡No me toques, horrendo pecador! ¡Vete, pronto! -decía Katerina.
Pero él ya había desaparecido.
-Lo he puesto en libertad -se dijo ella, asustada y mirando con ojos enloquecidos las paredes-. ¿Qué le diré a mi marido? Estoy perdida. Lo único que me queda es enterrarme viva -y sollozando se dejó caer en el tronco que servía de silla al prisionero-. Pero salvé un alma -dijo ella, quedamente-, hice una obra grata a Dios; ¿y mi marido?… Es la primera vez que lo engaño. ¡Oh, qué horrible! ¿Cómo podré guardar mi mentira? Alguien viene. ¡Y es él, mi marido! !Es él, mi marido! -gritó desesperadamente, y cayó a tierra desvanecida.

-Soy yo, mi niña. ¡Soy yo, mi corazón! -oyó decir Katerina, recobrándose y viendo ante sí a la vieja sirvienta. La mujer, inclinada sobre ella, parecía susurrar ciertas palabras y con su seca mano la salpicaba con gotas de agua fría.
-¿Dónde estoy? -decía Katerina, incorporándose a medias y mirando a su alrededor-. Ante mí se agita el Dnieper, y detrás de mí se alzan las montañas. ¿Adónde me has traído, mujer?
-Te he sacado en brazos de aquel sótano sofocante y luego cerré la puerta con la llave para que el amo Danilo no te castigue.
-¿Y dónde está la llave? -dijo Katerina, mirando su cinturón-. No la veo.
-La desanudó tu marido, hija mía, para ir a ver al brujo.
-¿Para verlo?… ¡Ay, mujer, estoy perdida! -exclamó Katerina.
-Dios nos libre de eso, mi niña. Tú debes permanecer callada, mi niña, nadie sabrá nada.

-¿Has oído, Katerina? -exclamó Danilo, acercándose a su mujer. Sus ojos llameaban, mientras el sable, tintineando, se balanceaba en su cinturón. La mujer quedó muerta de espanto-. ¡Él se escapó, el maldito Anticristo!
-¿Acaso alguien lo ha dejado huir, amado mío? -dijo ella, temblando.
-Seguramente lo dejaron salir, pero fue el diablo. Mira, en su lugar hay un tronco encadenado. ¡Por qué habrá hecho Dios que el diablo no tema las garras cosacas! Si sólo se me cruzara por la cabeza la idea de que alguno de mis muchachos me ha traicionado, y, si llegara a saber… ¡Ah!, no encontraría un castigo digno de su culpa…
-¿Y si hubiera sido yo? -dijo involuntariamente Katerina, pero enseguida se calló.
-Si tal cosa fuese verdad, no serías mi esposa. Te cosería dentro de una bolsa y te arrojaría al Dnieper.
Katerina se sintió desvanecer, le pareció que sus cabellos se separaban de su cabeza.

En la taberna del camino fronterizo se juntaron los polacos y hace dos días están de gran juerga. Hay bastante de toda esta chusma. Se habrán juntado probablemente para una incursión; algunos de ellos hasta llevan mosquete. Se oyen sonar las espuelas y tintinear los sables. Los nobles polacos beben, gritan y se vanaglorian de sus extraordinarias hazañas, se burlan de los cristianos ortodoxos, llaman a los ucranianos sus siervos, retuercen con aire digno sus mostachos y se repantigan en los bancos con las cabezas erguidas. Está con ellos el cura polaco, pero ese cura tiene la misma traza de sus compatriotas; ni por su aspecto perece un sacerdote: bebe y festeja como todos y con su impía lengua pronuncia palabras repugnantes. Tampoco los sirvientes se quedan atrás: arremangándose sus rotas casacas como si fueran hombres de bien, juegan a los naipes y pegan con ellos en las narices de los perdedores… Y se llevan mujeres ajenas… ¡Gritos, peleas!… Los señorones parecen poseídos y hacen bromas pesadas: tiran de la barba al judío tabernero y pintan, sobre su frente impura, una cruz; luego disparan contra las mujeres con balas de fogueo y bailan el krakoviak con su inmundo cura. Nunca se vio tal desvergüenza ni siquiera durante las incursiones tártaras: es posible que Dios haya querido, permitiendo estas atrocidades, castigar los pecados de la tierra rusa… Y entre el endemoniado rumor se oye mencionar la chacra del amo Danilo y de su hermosa mujer, allá, en la otra orilla del Dnieper. Para nada bueno se ha juntado esta pandilla.

El amo Danilo se halla sentado en su habitación, acodado sobre la mesa. Parece meditar. Desde el banco el ama Katerina canta una canción.
-¡Estoy muy triste, querida mía! -dijo el amo Danilo-. Me duele la cabeza, me duele el corazón. Algo me oprime… Se ve que la muerte anda rondando mi alma.
-¡Oh, mi amado Danilo! Apoya tu cabeza en mi pecho. ¿Por qué acaricias en tu corazón pensamientos nefastos? -pensó Katerina, pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Se sentía culpable y le resultaba imposible recibir caricias de su esposo.
-Escucha, querida -dijo Danilo-. No abandones jamás a nuestro hijo cuando yo deje esta vida. Dios no te daría felicidad si lo abandonaras, ni en este mundo ni en el otro. ¡Sufrirán mis huesos al pudrirse en la tierra, pero más, mucho más, sufrirá mi alma!
-¿Qué dices, esposo mío? ¿No eras tú quien se burlaba de las débiles mujeres, tú, que ahora hablas como una de ellas? Aún has de vivir mucho tiempo.
-No, Katerina, mi alma presiente su próximo fin. Se vuelve triste la vida en esta tierra; se acercan tiempos aciagos. ¡Ah, cuántos recuerdos! ¡Aquellos años que ya no volverán! Aún vivía Konashevich, gloria y honor de nuestro ejército. Veo pasar ante mis ojos los regimientos cosacos. ¡Aquélla sí fue una época de oro, Katerina! El viejo hetmán montaba en su caballo moro, en sus manos refulgía el bastón, mientras a su alrededor se agitaba la infantería cosaca… ¡Ah, cómo se movía el rojo mar de jinetes de Zaporozhie! El hetmán hablaba y todos quedaban como petrificados. Y el viejo lloraba cuando recordaba nuestras antiguas hazañas, aquellas luchas cuerpo a cuerpo. ¡Ah, Katerina, si supieras cómo peleábamos con los turcos! En mi cabeza conservo una profunda cicatriz. Cuatro balas me han atravesado y ninguna de estas heridas ha terminado de curarse, ¡Cuánto oro arrebatamos entonces! Los cosacos traían sus gorras llenas de piedras preciosas. ¡Y qué caballos, Katerina, si supieras qué caballos apresábamos entonces! No, ya no podré pelear como entonces. Parece que no estoy viejo, mi cuerpo se mantiene ágil; pero la espada cosaca se cae de mis manos, vivo sin hacer nada y yo mismo ya no sé para qué vivo. No hay orden en Ucrania. Los coroneles y los esaúles1 riñen entre sí como los perros; no hay guía que los dirija. Nuestras familias de abolengo adoptaron las costumbres polacas, aprendieron su hipócrita astucia… Vendieron sus almas al aceptar la unia2. Los judíos explotan al pobre. ¡Oh tiempos, tiempos pasados! ¿Dónde han quedado mis años juveniles? ¡Anda, muchacho! Tráeme de la bodega un jarro de hidromiel. Beberé por nuestra suerte de antaño, por los tiempos idos.
-¿Con qué vamos a convidar a las visitas, mi amo? ¡Por el lado de las llanuras se acercan los polacos! -dijo Stetzko, entrando en la jata3.
-¡Sé muy bien a qué vienen! -exclamó Danilo, levantándose de su asiento-. ¡Ensillen los caballos, mis servidores! ¡Colóquenles sus guarniciones! ¡Todos los sables fuera de las vainas! ¡Ah, y a no olvidarse de la avena de plomo: recibiremos con honra a los visitantes!
Los cosacos aún no habían tenido tiempo de montar sus caballos y cargar sus mosquetes cuando los polacos, cuál ocres hojas cayendo de los árboles en otoño, cubrieron totalmente la falda de la montaña.
-¡Bueno, bueno! ¡Aquí hay con quién charlar a gusto! -dijo Danilo, mirando a los gordos señores que muy orondos se balanceaban en sus cabalgaduras con arneses de oro-. ¡Por lo que veo nos está esperando una fiesta hermosa! ¡Goza, pues, tu última hora, alma de cosaco! Ha llegado nuestro día: ¡a festejarlo, pues, muchachos!
Y comenzó la orgía de las montañas. Comenzó el gran festín: ya se pasean las espadas, vuelan los proyectiles, relinchan los corceles. Los gritos enloquecen la mente, el humo enceguece los ojos. Todo se mezcla; pero el cosaco siente dónde está el amigo y dónde el enemigo. Y cuando estalla una bala, cae del caballo un bravo jinete; cuando silba el sable, una cabeza rueda por tierra murmurando palabras confusas.
Pero en medio de la multitud siempre sobresale el rojo tope de un gorro cosaco. Es el amo Danilo: brilla el cinto de oro de su casaca azul, vuela como un torbellino la crin de su caballo moro. Está en todas partes, parece un pájaro. Grita y agita su sable de Damasco y pega golpes a diestra y siniestra…
-¡Pega, asesta tus sablazos, cosaco! ¡Date el gusto, diviértete, cosaco! ¡Goza con tu corazón de valiente!, pero no vayas a distraerte con los arneses de oro y las ricas casacas. ¡Pisa con herraduras de tu corcel el oro y las piedras preciosas! ¡Clava tu lanza, cosaco! Goza, goza, pero mira hacia atrás, los impíos polacos están prendiendo fuego a las viviendas y se llevan el asustado ganado.
Y el amo Danilo, como un torbellino, vuelve grupas, y ya se ve su gorro con el tope rojo cerca de las jatas, y mengua la muchedumbre de los enemigos.
Varias horas duró la pelea entre cosacos y polacos. El número de éstos era cada vez menor, pero el amo Danilo parecía incansable. Con su larga lanza abatía a los jinetes enemigos, y su bravo caballo picoteaba a los que estaban de pie. Ya queda libre de invasores el patio, ya huyen los polacos, ya los cosacos se abalanzan sobre los enemigos muertos para arrancar sus casacas adornada de oro y los ricos arneses. Y el amo Danilo se disponía a reunir a su gente para iniciar la persecución, cuando… de pronto, se estremeció… Creyó ver al padre de Katerina. Estaba ahí, sobre la loma, apuntándole con un mosquete. Danilo fustigó su caballo hacia donde se hallaba el otro…
-¡Cosaco, estás ideando tu perdición!
Retumba el mosquete y el brujo desaparece detrás de la loma. Sólo el fiel Stetzko ve cómo desaparece la vestidura roja y el extraño gorro. Pero el cosaco vacila, cae a tierra. Ya se lanza el fiel Stetzko, para ayudar a su amo, tendido en tierra, cerrados sus claros ojos. Pero ya Danilo ha percibido la presencia de su fiel servidor. ¡Adiós, Stetzko! Dile a Katerina que no abandone a su hijo y no lo abandonen ustedes, mis fieles servidores -dijo, y luego calló.
Ya vuela el alma del cosaco de su cuerpo, morados están sus labios… Duerme el cosaco y ya nadie podrá despertarlo.