martes, 11 de junio de 2024

Donde suben y bajan las mareas. Lord Dunsany (1878-1957)

Soñé que había hecho algo horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Me bajaron por una escalera cubierta de musgo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, se vieron, pálidas y pequeñas, nadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos se taparon los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos.

Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el negro muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro.

Pero pronto se apartaron las ratas y murmuraron entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo. Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea. Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango. Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol. Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y de nuevo me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso. Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad. Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo. Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

Sólo pecó contra el Hombre. -dijeron- No es cuestión nuestra.
Seamos buenas con él. -dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.

En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trínaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño.


Poemas. Elizabeth Bishop (1902-1988)

Algunos sueños que algunos olvidaron.


Los pájaros muertos cayeron sin que nadie
los hubiera visto volar o pudiera
imaginar desde dónde. Eran negros,
sus ojos estaban cerrados, y nadie
supo qué clase de pájaros eran. Pero todos
se apoderaron de ellos y miraron
hacia arriba, por el reciente y largamente
infundibilizado cielo.
También cayeron gotas oscuras. Se recogieron
en los canales del tejado, se congregaron
en los cielosrrasos sobre los hechos de todos ellos;
toda la noche, gotiformas misteriosas,
colgaron sobre sus cabezas,
(...)




Oh, respiro.


Debajo de ese amado y celebrado seno,
Silente, realmente fastidiado jaspeado a ciegas,
Se aflige, quizás vive y deja
Vivir, pasa apuesta,
Algo moviéndose pero invisiblemente,
Y con qué clamor porqué refrenado
No puedo entender siquiera un murmullo.
(Ver el delgado vuelo de nueve cabellos negros
cuatro alrededor de uno cinco el otro pezón,
volando casi intolerablemente en tu propio respiro).
Equívoco, pero lo que tenemos en común debe estar allí,
lo que debamos poseer equivalentes,
algo con lo que quizás yo puedo regatear
y hacer una paz por separado por debajo
dentro si jamás con.




Insomnio.


La luna en el espejo de tocador
contempla (tal vez orgullosa
de sí misma, pero jamás se sonríe)
millones de millas
en la distancia y más allá del sueño,
o quizá duerma de día.

Si el Universo la abandonara,
ella lo mandaría al infierno
y encontraría una extensión de agua,
o un espejo, donde morar.
Envuelve pues tus cuitas con una telaraña
y tíralas en el pozo

a ese mundo invertido
donde la izquierda es siempre la derecha,
donde las sombras son en realidad el cuerpo,
donde nos quedamos despiertos toda la noche,
donde el cielo es tan llano como el mar
es ahora profundo, y donde tú me amas.




Un milagro para el desayuno.


A las seis estábamos esperando el café,
la caritativa migaja
que estaba por sernos servida desde cierto balcón,
como reyes de antaño o de milagro.
Todavía era oscuro. Un pie del sol
se posó sobre una larga onda del río.

El primer ferry del día acababa de atravesar el río.
Hacía tanto frío que confiábamos en que el café
estuviera bien caliente, dado que el sol
no nos entibiaría; y la migaja
sería un pan para cada uno, enmantecado, por milagro.

A las siete un hombre se asomó al balcón.
Permaneció un minuto, solo en el balcón
mirando por sobre nuestras cabezas hacia el río.
Un sirviente le alcanzó los elementos del milagro,
consistían en una simple taza de café
y un panecillo que él se puso a desmigajar,
su cabeza, por así decir, en las nubes... junto con el sol.

¿Estaba loco ese hombre? ¡Qué trataba de hacer
bajo el sol, allí arriba en su balcón!
Cada cual recibió, más bien dura, su migaja,
que algunos desdeñosamente arrojaron al río
y en una taza, una gota de café.

Algunos de nosotros nos dispusimos a esperar el milagro.
Puedo contar lo que vi después; no fue un milagro.
Una hermosa villa se alzaba al sol
y de sus puertas venía el aroma del café caliente.
Al frente, con un ojo pegado en la migaja
vi un balcón barroco, de yeso blanco,
enriquecido de pájaros que anidan a lo largo del río
y corredores y salas de mármol.
Mi migaja, mi mansión, hecha para mí un milagro,
a través de las edades de insectos
y del río trabajando la piedra.

Cada día, en el sol,
a la hora del desayuno me siento en mi balcón
con los pies levantados
y bebo litros de café.

Lamemos la migaja y tragamos el café.
Una migaja al otro lado del río atrapó el sol
como si el milagro se hubiera equivocado de balcón.




Un arte.


El arte de perder no es muy difícil;
tantas cosas contienen el germen
de la pérdida, pero perderlas no es un desastre.

Pierde algo cada día. Acepta la inquietud de perder
las llaves de las puertas, la horas malgastadas.
El arte de perder no es muy difícil.

Después intenta perder lejana, rápidamente:
lugares, y nombres, y la escala siguiente
de tu viaje. Nada de eso será un desastre.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! desaparecieron
la última o la penúltima de mis tres queridas casas.
El arte de perder no es muy difícil.

Perdí dos ciudades entrañables. Y un inmenso
reino que era mío, dos ríos y un continente.
Los extraño, pero no ha sido un desastre.

Ni aun perdiéndote a ti (la cariñosa voz, el gesto
que amo) me podré engañar. Es evidente
que el arte de perder no es muy difícil,
aunque pueda parecer (¡escríbelo!) un desastre.




El iceberg imaginario.


" Es mejor tener el iceberg que el barco,
aunque ello signifique el fin del viaje.
Aunque permanezca totalmente inmóvil como una nublada roca
y todo el mar fuera móvil mármol.
Es mejor tener el iceberg que el barco;
poseeríamos más bien esta llanura de nieve
aunque las velas del barco anduvieran por el mar
como la nieve yace no disuelta sobre el agua.
Oh, solemne y flotante campo,
¿Te das cuenta que un iceberg reposa
contigo y cuando despierte puede pacer en sus nieves?

Esta es una escena por la que un marino daría sus ojos.
El barco es ignorado. El iceberg se alza
y se hunde de nuevo; sus vítreas puntas
corrigen las elipses del cielo.
Esta es una escena donde quien pasea por la borda
es incultamente retórico. El telón
es demasiado ligero para alzarse en las más finas cuerdas
que las aéreas torsiones de la nieve provean.
La gracia de estos blancos picos
hace sombras con el sol. El iceberg desafía su peso
sobre un movedizo escenario y se está y observa.

El iceberg corta sus facetas desde dentro.
Como las joyas de una tumba
continuamente se protege y adorna
sólo él mismo, quizás las nieves
que tanto nos sorprenden flotando en el mar.

Adiós, decimos, adiós, el barco se pierde
adonde las olas se entregan a otras olas
y las nubes pasan a un cielo más cálido.
Los iceberg son necesarios al alma
(haciéndose ambos de los elementos menos visibles)
para verlos así: encarnados, bellos, indivisiblemente erigidos. "




Llueve hacia el amanecer.


La gran jaula de luz se ha roto en el aire,
liberando, creo, más de un millón de pájaros
cuyas salvajes sombras ascendientes no volverán,
y todos los cables vienen cayendo.
Ni jaulas, ni pájaros que asustan; la lluvia
se hace ahora más ligera. Es pálido el rostro
que desafió el enigma de su prisión
y lo resolvió con un inesperado beso,
cuyas pecosas e insospechadas manos encendieron.




Mientras alguien llama por teléfono.


Gastados, gastados minutos que no podrían ser peores,
Minutos de un barbárico consentimiento.
—Mirar desde la ventana del baño los pinos,
sus oscuras agujas, crecimientos sin propósito
cristalizados en madera y donde dos cocuyos
están solamente perdidos.
Oír sólo un tren que pasa, que debe pasar, como una tensión;
nada. Y esperar:
pudiera ser que incluso ahora los huéspedes de estos minutos
emerjan, algún relajado y poco deferente extraño,
liberación del corazón.
Y mientras los cocuyos
no logran iluminar estos árboles de pesadilla
que no sean sus alegres verdes ojos.




El pez.


Agarré un tremendo pez
y lo sostuve al lado del bote
medio fuera del agua, mi anzuelo
asido firmemente a una comisura de su boca.
No dio pelea.
No había luchado en lo m mínimo.
Colgaba como peso desgarrador,
golpeado y venerable
y sin pretensiones. En un par de sitios
su piel marrón colgaba hecha jirones
como un empapelado antiguo,
y su diseño de marrón subido
se parecía al de un empapelado:
formas semejantes a las rosas florecidas,
descoloridas y acabadas por el tiempo.
Estaba moteado de lapas,
admirables rosetas de cal,
e infectado
de blancos piojillos de mar,
y de su parte inferior dos o tres
hilachas de algas verdes le colgaban.
Mientras sus branquias respiraban
el terrible oxígeno
—las temibles branquias,
avivadas y henchidas de sangre,
que pueden producir severas cortaduras—
pensé en la ordinaria carne blanca,
comprimida como un colchón de plumas,
en las espinas grandes y pequeñas,
en ios dramáticos rojos y negros
de sus relucientes entrañas,
y en la vejiga rosada
cual una inmensa flor de peonía.
Lo miré a los ojos
que eran bastante m grandes que los míos
pero más chatos y amarillentos,
los iris reforzados y comprimidos
por papel de aluminio empañado,
a través de los lentes
de mica vieja y rayada.
Se movieron un poco, pero no
para devolverme la mirada.
—Más bien parecía como cuando
un objeto se inclina hacia la luz.
Admiré su cara hinchada,
el armazón de su quijada,
y entonces noté
que de su labio inferior
—si pudiera llamársele a esto labio—
amenazantes, mojados y como armas de guerra,
colgaban cinco viejos trozos de cordel,
o cuatro y un sedal
con el «alacrán» todavía asido,
los cinco grandes anzuelos
firmemente incrustados en su boca.
Un cordel verde, raído hacia el extremo
donde lo rompió, dos cordeles más gruesos,
y un delgado hilo negro
aún torcido por el forcejeo y la dentellada
de cuando se partió y él huyó.
Como medallas con cintas
desgastadas y ondeantes,
cinco pelos de una barba de sabio
colgando de su adolorida quijada.
Lo miré fijamente
y la victoria se apoderó
del pequeño bote alquilado,
desde el charco de la quilla
donde el aceite había desparramado un arcoiris
alrededor del corroído motor
hasta el latón de sacar agua, anaranjado por el óxido,
el banco de remar hendido por el sol,
la chumacera con sus cuerdas,
la borda— ¡todo, todo, todo
se transformó en arcoiris!
Y dejé escapar el pez.




En la sala de espera.


En Worcester, Massachusetts,
fui a acompañar a tía Consuelo
a una cita con e dentista
y me senté a esperarla
en la sala de espera.
Era invierno. Oscurecía
temprano. La sala de espera
estaba llena de adultos,
zapatones de goma y abrigos,
lámparas y revistas.
Mi tía estuvo lo que me pareció
un largo rato adentro
y mientras esperaba leí
el National Geographic
(ya sabía leer) y examiné
en detalle las fotografias:
el interior de un volcán,
negro y lleno de cenizas;
luego aparecía vomitando
riachuelos de fuego.
Osa y Martin Johnson
vestidos con pantalones de montar,
botines y cascos protectores.
Un hombre muerto colgando de un poste
—«Carne para caníbales», leía la inscripción.
Bebés con las cabezas afiladas,
enrolladas en espiral con cordón;
negras desnudas con los cuellos
enrollados en espiral con alambre
como los cuellos de las bombillas eléctricas.
Sus senos eran horribles.
Lo leí todo sin ninguna pausa.
Era demasiado tímida para detenerme.
Luego miré la portada:
los márgenes amarillos, la fecha.

De repente, de adentro
surgió un ¡ah! de dolor
—la voz de tía Consuelo—
ni muy escandaloso ni muy prolongado.
No me sorprendió en lo absoluto;
para entonces ya sabía que ella era
una mujer tímida y tonta.
Podía haberme sentido avergonzada,
pero no lo estaba. Lo que me tomó
enteramente por sorpresa
fue que resulté ser yo:
mi voz, en mi boca.
Sin darme cuenta
yo era mi tontísima tía.
Caía —ambas— caíamos y seguíamos cayendo,
con nuestros ojos fijos en la portada
del National Geographic,
febrero de 1918.
Me dije: dentro de tres días
vas a tener siete años.
Lo decía para detener
la sensación de estar cayéndome
del mundo redondo que seguía girando,
hacia el frío espacio negri-azul.
Pero sentí: tú eres un yo,
eres una Elizabeth,
eres una de ellas.
¿Por qué también tú debes serlo?
Apenas me atrevía a mirar
para averiguar qué es lo que yo era.
Miré de reojo
—no podía mirar de frente—
las sombreadas rodillas grises,
los pantalones, las faldas y las botas
y los diferentes pares de manos
reposando bajo las lámparas.
Sabía que nada tan raro
había sucedido antes, que nada
más raro podría suceder jamás.
¿Por qué debía ser yo mi tía,
o yo misma, o cualquier otra persona?
¿Qué semejanzas—
botas, manos, la voz de nuestra familia
que sentía en mi garganta, o inclusive
el National Geographic
y esos terribles senos colgando—
nos mantenían unidas
o hacían de todas una sola?
Cuán —no sabía ninguna palabra
que pudiera describirlo— «improbable»...
¿Cómo había llegado yo aquí,
igual que ellas, y oído por casualidad
un quejido que pudo tornarse
grito pero que no lo fue?

La sala de espera era calurosa
y estaba bien iluminada. Se desvanecía
bajo una gigantesca ola negra,
otra ola y otra ola más.

Entonces volví a sentirme otra vez en ésta.
La Guerra continuaba. Afuera
en Worcester, Massachusetts,
estaban la noche y la nieve derretida y el frío,
y aún era el cinco
de febrero de 1918.




En las pesquerías.


Aunque la noche es fría,
en una de las pesquerías
hay un viejo sentado preparando
sus redes en el casi invisible anochecer
de un oscuro marrón-púrpura,
su lanzadera, bruñida y gastada.
El aire lleva un olor a bacalao tan fuerte
que hace llorar los ojos y moquear la nariz.
Las cinco pesquerías tienen techos muy puntiagudos
y angostos, con pasarelas afianzadas y en declive,
que dan a almacenes en los desvanes
para que los barriles puedan empujarse hacia arriba y seguidamente hacia abajo.
Todo es de plata: la borrascosa superficie del mar,
hinchándose despacio como si contemplara derramarse,
es opaca, pero el plateado de los bancos,
las trampas langosteras, y los mástiles, desperdigados
entre las peligrosas rocas dentadas,
son de una transparencia manifiesta,
como los pequeños edificios viejos con musgo esmeralda
sobre sus paredes que dan a la costa.
Los toneles de pescado están totalmente forrados
con capas de hermosas escamas de arenques
y las carretillas también están cubiertas
de cremosos, iridiscentes revestimientos de carapachos,
con moscas iridiscentes que se posan sobre éstos.
Allá arriba, en la lomita detrás de las casas,
sobre el ralo y brillante montoncito de yerba,
hay un viejo cabrestante de madera,
rajado, con dos largas y descoloridas manivelas,
y, cual sangre seca, con algunas marcas melancólicas,
donde el herraje se ha oxidado.
El viejo acepta un Lucky Strike.
Era amigo de mi abuelo.
Hablamos de la baja en la población
y del bacalao y el arenque
mientras espera a que llegue el bote arenquero.
Hay lentejuelas sobre su chaleco y sobre su pulgar.
Ha raspado las escamas, lo más hermoso,
de incontables pescados con ese viejo cuchillo negro
que tiene la hoja casi bota.

Abajo, a la orilla,
donde halan los botes por la larga rampa
que baja hasta el agua, hay unos troncos
delgados y plateados, colocados horizontalmente,
cada cuatro o cinco pies, a todo lo largo,
frente a las piedras grises.

Fría oscura profunda y absolutamente diáfana,
la fuerza natural que ninguno de los mortales puede soportar,
ni los peces ni las focas... Atardecer tras atardecer,
he visto aquí una foca en particular.
Sentía curiosidad por mí. Le interesaba la música;
creía, como yo, en la inmersión total,
así que le cantaba himnos bautistas.
También le cantaba «Una poderosa fortaleza es Nuestro Dios».
Se levantaba por sobre el agua y me miraba
fijamente, meneando un poco la cabeza.
Entonces desaparecía, y luego de repente salía del agua
casi en el mismo sitio, con una cierta indiferencia,
como si lo hiciera en contra de su discernimiento.
Fría oscura profunda y absolutamente diáfana,
la diáfana y gris agua helada... A alguna distancia, detrás de nosotros,
comienzan los graves, altos pinos.
Azulosos, reunidos con sus sombras,
un millón de árboles de navidad esperan
la llegada de la Navidad. El agua parece suspendida
sobre las piedras pulidas, grises y azul-grisáceas.
Lo he visto una y otra vez, el mismo mar, el mismo,
meciéndose levemente, con indiferencia, sobre las piedras,
libre, en su frigidez, sobre las piedras,
sobre las piedras y después sobre el mundo.
Si metieras la mano en él,
en el acto te dolería la muñeca,
comenzarían a dolerte los huesos y te quemarías la mano
como si el agua fuera una transmutación del fuego
que se alimenta de las piedras y arde con una llama gris oscuro.
Si lo probaras, al principio te sabría amargo,
luego salado, y después seguramente te quemaría la lengua.
Es como imaginamos el conocimiento,
oscuro, agudo, diáfano, en movimiento, totalmente libre,
sacado de la fría, penosa desembocadura
del mundo, nacido siempre de los pechos
rocosos, fluyendo y contrayéndose, y ya que
nuestro conocimiento es histórico, como una corriente que pasa y ha pasado.




Porfia.


Días que no pueden o no quieren
acercarte a mí,
Distancia que pretende parecer
todo menos terca
porfían y porfian y porfían conmigo
incesantemente
sin lograr demostrar que te quiero o te deseo menos.

Distancia: ¿Recuerdas toda aquella tierra
bajo el avión:
aquella costa
de playas apagadas y rebosantes de arena,
extendiéndose borrosas
hasta donde mis razones no alcanzan?

Días: Y piensa
en todos aquellos instrumentos amontonados,
cada cual para su uso,
anulando mutuamente su experiencia;
en cómo se parecían
a un horrible calendario
«Saludos de Nunca & Siempre, Inc.»

El sonido intimidante
de estas voces
que tenemos que encontrar cada cual por separado
puede y debe ser vencido:
Días y Distancia derrotados
e idos
ambos, definitivamente, del apacible campo de batalla.




Anáfora.


a la memoria de Marjorie Carr Stevens

Con harta ceremonia cada día
comienza, con pájaros, con toques de campanas,
con los pitazos de una fábrica;
nuestros ojos despiertan ante semejantes
cielos de un blanco áureo, semejantes muros relucientes
que por un momento nos preguntamos
« dónde viene la música, la energía?
¿Para qué criatura inefable que no acertamos a ver
estaba destinado el día?» Ah rápidamente él
aparece y asume su calidad mundana
al instante, instantáneamente cae
víctima de una vieja intriga,
apropiándose del recuerdo
y de un mortal mortal cansancio.

Haciéndose visible con una mayor lentitud
y derramándose sobre las caras punteadas,
oscureciéndose, condensando toda su luz;
a pesar de todos los sueños
derrochados en él con esa mirada,
tolera nuestras costumbres y abusos,
se hunde en la corriente de los cuerpos,
se hunde en la corriente de las clases
hasta la noche hasta el mendigo del parque
que, rendido, sin lámpara ni libro
prepara estudios formidables:
el fogoso acontecer
de cada día, con interminable,
perpetuo beneplácito.




Paisaje marino.


Este celestial paisaje marino, con garzas erguidas como ángeles,
volando cuan alto y cuan lejos quieren lateralmente
en incontables hileras de reflejos inmaculados;
toda la región, desde la garza de más alto vuelo
hasta el más leve islote de mangles
de relucientes hojas verdes ribeteadas nítidamente con excrementos de pájaros
cual iluminación plateada,
y hasta los arcos de insinuaciones góticas que forman las raíces de los mangles,
y el hermoso herbaje verde guisante
donde de vez en cuando un pez brinca, como una flor silvestre,
en una ornamental rociada de espuma;
este boceto de Rafael para un tapiz destinado a algún papa:
en efecto se parece al cielo.
Pero un faro esquelético que allí se encuentra
con vestido blanco y negro de oficinista,
y que vive de la desfachatez, se cree sabihondo.
Cree que el infierno brama bajo sus pies de hierro,
que por eso es que el agua llana es tan tibia,
y que él sabe que así no es el cielo.
El cielo no es como volar o nadar,
más bien tiene que ver con la oscuridad y con un fuerte resplandor,
y cuando oscurezca recordará alguna
frase sentenciosa que decir sobre el particular.




El mapa.


La tierra yace en el agua; es un verde sombreado.
Sombras ¿o son bajíos? que muestran
el contorno de extendidos arrecifes llenos de algas marinas por las orillas
donde la maleza cuelga desde el verde hasta el simple azul.
¿O acaso la tierra se inclina para levantar el mar por debajo,
atrayéndolo, imperturbado, a su alrededor?
¿Está la tierra halando el mar por debajo
a lo largo del primoroso y curtido banco de arena?

La sombra de Terranova yace plana y amortiguada.
La de Labrador es amarilla, donde el soñador esquimal
la ha aceitado. Podemos acariciar estas agradables bahías,
cubiertas por un cristal como si esperásemos que florecieran,
o cual si proveyéramos un limpio recipiente para peces invisibles.

Los nombres de los pueblos costeros se precipitan al mar,
los nombres de las ciudades cruzan las montañas adyacentes
—el impresor experimenta en esto la misma agitación
que cuando la emoción excede por mucho su causa—.
Estas penínsulas cogen el agua entre el dedo pulgar y el índice
como mujeres que palpan la suavidad de las telas.

Las aguas de los mapas son más tranquilas que la tierra,
otorgándole a ésta la configuración de sus olas:
sr la liebre de Noruega corre hacia el sur, agitada
los contornos escudriñan el mar, que es donde la tierra yace.
¿Se les imponen o pueden los países escoger sus colores?
—Lo que mejor se ajuste al carácter o a las aguas nacionales—.
La topografía no tiene preferencias; tan accesible el norte, como el oeste.
Más delicados que los de los historiadores son los colores de los cartógrafos.




Cabo Bretón.


En las altas «islas de los pájaros», Ciboux y Hertford,
las alcas y los «frailecillos», de un aspecto ridículo, están todos de espaldas a tierra firme
en filas solemnes e irregulares a lo largo del borde marrón y cubierto de yerba del despeñadero,
mientras las pocas ovejas que allí pastan dicen «Béee, béee.»
(A veces, asustadas por los aviones, se precipitan al mar o caen sobre las rocas.)
El agua, sedosa, continuamente teje,
desapareciendo bajo la bruma en todas direcciones por igual,
la levanta y la penetra a ratos
el cuello serpenteado y chorreante de los corvejones,
y en algún lugar la bruma incorpora el pulso,
veloz pero inurgente, de un bote de motor.

Esa misma bruma cuelga en capas delgadas,
por los valles y desfiladeros de la tierra firme,
cual escarcha derritiéndose reducida
casi al espíritu; los fantasmas de los glaciares van a la deriva
entre los numerosos rebaños de pinos: abetos y alerces—
colores chatos, apagados, y subidos como los de pavos reales,
cada rama se distingue de la otra
por su filo irregular e inquieto como el de una sierra,
pero certero, como la mira de un estereoscopio—.

La peligrosa carretera se encarama por e borde del litoral.
De vez en cuando se ven pequeños tractores amarillos,
pero sin sus conductores, porque hoy es domingo.
Las pequeñas iglesias blancas han sido colocadas sobre las esteradas colinas
cual perdidas puntas de flecha de cuarzo.
La carretera parece abandonada.
Lo que podía significar el paisaje parece abandonado,
a no ser que la carretera lo esté escondiendo hacia el interior,
adonde no llega nuestra vista,
famoso por sus lagos de gran profundidad
y veredas desusadas y montañas rocosas
y millas de bosques quemados que parecen raspaduras grises
como las admirables inscripciones hechas con piedras,
sobre las piedras— y estas comarcas tienen muy poco que ofrecer
salvo las miles de alegres melodías de los gorriones cantores,
que flotan hacia lo alto,
libre y serenamente, atravesando la bruma y enredándose
en las redes delgadas y rotas de los pescadores, que la
humedad ha pintado de marrón—

Un minibús se aproxima, avanzando a brincos,
abarrotado de gente hasta el estribo.
(Durante los días de semana trae víveres, piezas de repuesto para autos y piezas para las bombas mecánicas,
pero hoy sólo trae dos predicadores más, uno de ellos lleva la levita en un colgador de ropa.)
Pasa la tiendita cerrada, la escuela cerrada,
donde hoy no ondea bandera alguna
en el asta de madera devastada, con una perilla de porcelana blanca por remate.
Se detiene y un hombre con un bebé al hombro baja,
brinca un postigo, y cruza una pequeña pradera en cuesta
que declara su pobreza con una nevada de margaritas,
hacia su casa, que no puede verse, frente al mar.

Los pájaros siguen cantando, un becerro berrea, el minibús comienza la marcha,
la tenue bruma persigue el llamado
de las blancas mutaciones de su sueño;
un frío antiguo riza las oscuras quebradas.




Canción para la estación de la lluvias.


Escondida, oh escondida
entre la alta niebla,
la casa donde vivimos,
bajo la roca magnética,
con lluvia llena de arcoiris,
de donde las bromelias negro
sangre, líquenes,
búhos y las hilachas
de las cascadas, familiares,
espontáneos, están asidos.

En una confusa época
de agua
el arroyo canta recio,
desde la caja torácica
de un helecho gigante; el vapor
trepa sin dificultad
por la tupida
maleza, se retrotrae,
envolviendo a ambas,
roca y casa,
en una nube privada.

Por la noche, gotas ciegas
se arrastran sobre el techo
y el búho, por lo común, marrón
nos demuestra
que sabe contar:
cinco veces —siempre cinco—
patea y se va
después que las gordas ranas,
croando de amor,
se encaraman y suben.

Casa, casa abierta
al blanco rocío
y al alba de un blanco lácteo
agradable a los ojos,
a la matrícula
de lepismas, ratón,
polilla,
mariposas nocturnas; con un muro
para el ignorante
mapa del moho;

oscurecida y mancillada
por el cálido tacto
de la cálida respiración,
maculada, adorada,
regocíjate! Pues una época
futura será diferente.
( diferencia que mata,
o intimida, tanto
en nuestra pequeña vida
umbría!) Sin agua

la gran roca quedará
desimantada, pelada,
sin ostentar ya
ni arcoiris, ni lluvia,
ni el generoso aire esfumado
ni la alta niebla disipada;
los búhos mudarán su morada
y las diversas cascadas
se marchitarán
bajo el sol constante.




Visita a Saint Elizabeth's.


Esta es la casa de los locos.

Este es el hombre
que está en la casa de los locos.

Este es el tiempo
del hombre trágico
que está en la casa de los locos.

Este es un reloj pulsera
que da la hora
del hombre conversador
que está en la casa de los locos.

Este es un marinero
que lleva el reloj pulsera
que da la hora
del hombre laureado
que está en la casa de los locos.

Esta es la rada toda de madera
a la que llegó el marinero
que lleva el reloj pulsera
que da la hora
del hombre viejo y valiente
que está en la casa de los locos.

Estos son los años y las paredes del dormitorio,
los vientos y las nubes del mar de tablas
por el que navegó el marinero
que lleva el reloj pulsera
que da la hora
del hombre cascarrabias
que está en la casa de los locos.

Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila sollozando por el pasillo
sobre el crujiente mar de tablas
más allá del marinero
que le da cuerda a su reloj
que da la hora
del hombre cruel
que está en la casa de los locos.

Este es un mundo de libros desinflados.
Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila sollozando por el pasillo
sobre el crujiente mar de tablas
del marinero chiflado
que le da cuerda a su reloj
que da la hora
del hombre laborioso
que está en la casa de los locos.

Este es un muchacho que da golpecitos contra el piso
para ver si el mundo está allí, si es plano,
para ayudar al judío enviudado con gorro de papel periódico
que baila sollozando por el pasillo
valsando con pasos del tamaño de una tabla de tejer
al lado del marinero callado
que escucha en su reloj
el tictac del tiempo
del hombre tedioso
que está en la casa de los locos.

Estos son los años y las paredes y la puerta
que se cerró a un muchacho que da golpecitos contra el piso
para ver si el mundo está allí y si es plano.
Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila alegremente por el pasillo
hacia los mares de tabla que se van
más allá del marinero de la vista fija
que sacude su reloj
que da la hora
del poeta, e hombre
que está en la casa de los locos.

Este es el soldado que regresó de la guerra.
Estos son los años y las paredes y la puerta
que se cerró a un muchacho que da golpecitos contra el piso
para ver si el mundo es redondo o si es plano.
Este es un judío con gorro de papel periódico
que baila alegremente por el pasillo
caminando sobre la tapa de un ataúd
con el marinero loco
que muestra su reloj
que da la hora del hombre malvado
que está en la casa de los locos.




El monumento.


Puedes ver ahora el monumento? Es de madera
construido un poco como una caja. No. Construido
como varias cajas una encima de la otra
de mayor a menor.
Cada una está girada a medias para que
las esquinas queden en dirección de los lados
de la que está debajo y los ángulos alternen.
Y sobre el cubo más alto hay
como una flor de lis de madera desgastada,
largos pétalos de tabla atravesados por hoyos desiguales,
un cuadrilátero ceremonioso, eclesiástico.
De él salen cuatro palos finos combados
(colocados al sesgo, como varas de pescar o astas de bandera)
y de éstos cuelga una construcción aserrada,
cuatro líneas de adorno vagamente tallado
sobre los bordes de las cajas
hasta el suelo.
El monumento está instalado una tercera parte contra
un mar; dos terceras partes contra un cielo.
La escena está montada
(esto es, la perspectiva de la escena)
tan baja que no hay «distancia»,
y estamos situados a mucha distancia con respecto a su interior.
Un mar de tablas estrechas y horizontales
sobresale detrás de nuestro monumento solitario,
sus largas vetas alternando a derecha e izquierda
como las tablas de un piso —manchadas, agitadas-tranquilas
e inmóviles. Un cielo corre paralelo
y es una empalizada más áspera que la del mar:
sol astillado y nubes de fibras alargadas.
« qué no produce sonidos ese extraño mar?
¿Será que estamos bien lejos?
¿Dónde estamos? ¿En Asia Menor
o en Mongolia?»

Un antiguo promontorio,
un principado antiguo cuyo príncipe-artista
pudo haber querido construir un monumento
para marcar una tumba o un límite, o para expresar
una escena melancólica o romántica...
«Pero ese extraño mar parece hecho de madera,
brillando a medias, como un mar de tablas flotantes.
Y el cielo parece de madera veteado de nubes.
Es como un escenario; ¡todo es tan plano!
¡Esas nubes están llenas de briznas relucientes!
¿Qué es esto?
Es el monumento.
«Son cajas apiladas,
con un borde calado de mala calidad y desprendiéndose,
agrietado y sin pintar. Parece viejo.»
—El sol intenso y el viento del mar,
todas las condiciones de su existencia,
pudieron haber descascarado la pintura, si es que en algún momento estuvo pintado,
y lo han hecho más acogedor.
« qué me trajiste a verlo?
Un templo de tablas en un escenario apretado y entablado,
¿qué prueba?
Estoy harta de respirar este aire malsano,
esta sequedad que agrieta el monumento.»

Es un artefacto
de madera. La madera retiene su forma mejor
que el mar o una nube o la arena,
mucho mejor que ci mar o una nube o la arena reales.
Decidió crecer de ese modo, sin moverse.
El monumento es un objeto pero esos adornos,
claveteados con descuido, que no se parecen a nada,
revelan que hay vida y que desea,
quiere ser monumento, demostrar el aprecio de algo.
La más cruda inscripción dice: «conmemorar»,
mientras una vez al día la luz lo rodea
acechándolo como un animal,
o la lluvia cae sobre él, o el viento lo sopla.
Quizá esté lleno, quizá vacío.
Los huesos del artista-príncipe pudieran estar adentro
o lejos en un suelo más seco.
Pero mínima pero adecuadamente ampara
lo que está adentro (que después de todo
no está destinado a ser visto).
Es el comienzo de una pintura,
una escultura, o poema o monumento,
y todo, hecho de madera. Obsérvalo atentamente.




Ciudad nocturna.


(desde el avión)

No hay pie que lo resista,
los zapatos son demasiado frágiles.
Vidrio roto, botellas rotas,
ardiendo a montones.

Nadie podría caminar
sobre esos fuegos:
ácidos rutilantes
y sangres jaspeadas.

La ciudad hace arder lágrimas.
Un lago acumulado
de aguamarina
comienza a sahumarse.

La ciudad hace arder culpas.
—Para la eliminación de culpas
el calor central
debe ser de esa intensidad.

Diáfana linfa,
sangre hinchada y brillante,
salpica
en coágulos dorados

adonde, fundidos, fluyen,
por los oscuros alrededores,
verdes y luminosos
ríos de silicio.

Él solito,
un magnate lloró
un charco de betún,
una luna ennegrecida.

Otro construyó
un rascacielos con su llanto.
¡Cuidado! Sus cables
chorrean, incandescentes.

La conflagración
pugna por aire
en medio de un vacío espantoso.
El cielo ha muerto.

(Sin embargo, hay criaturas,
y criaturas solícitas, más adelante.
Ponen sus pies en el suelo, caminan:
verde, roja; verde, roja.)


Sor Aparición. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:

-¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un no sé qué en los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos surcos de las mejillas que de cerca parecen canales, se los han abierto las lágrimas. ¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en tantos días... El caso es que el agua no le ha apagado las brasas de la mirada... ¡Pobre sor Aparición! Le puedo descubrir a usted el quid de su vida mejor que nadie, porque mi padre la conoció moza y hasta creo que le hizo unas miajas el amor... ¡Es que era una deidad!

Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente hidalga, ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde nació se llama A. Y el Destino, que con las sábanas de la cuna empieza a tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo viese la luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta...

Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el glorioso nombre del autor del Arcángel maldito, tal vez el más genuino representante de la fiebre romántica; nombre que lleva en sus sílabas un eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba ironía y de nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el mirar de la religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía el uno me diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer unidos, un drama del corazón de esos que chorrean viva sangre.

-El mismo -repitió mi interlocutor-, el ilustre Juan de Camargo orgullo del pueblecito de A, que ni tiene aguas minerales, ni santo milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar a los que lo visitan, pero repite, envanecido: En esta casa de la plaza nació Camargo.
-Vamos- interrumpí, ya comprendo; sor Aparición.... digo, Irene, se enamoró de Camargo, él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el claustro...
-¡Chis!- exclamó el narrador, sonriendo-. ¡Espere usted, espere usted, que si no fuese más...! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de contarlo. No; el caso de sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya llegaremos al fin.

De niña, Irene había visto mil veces a Juan Camargo, sin hablarle nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo, huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía a casa de su tutor durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A, el estudiante levantó por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y reparó en la muchacha, que fijaba en él los suyos.... unos ojos de date preso, dos soles negros, porque ya ve usted lo que son todavía ahora. Refrenó Camargo el caballejo de alquiler para recrearse en aquella soberana hermosura; Irene era un asombro de guapa. Pero la muchacha, encendida como una amapola, se quitó de la ventana, cerrándola de golpe. Aquella misma noche, Camargo, que ya empezaba a publicar versos en periodiquillos, escribió unos, preciosos, pintando el efecto que le había producido la vista de Irene en el momento de llegar a su pueblo... Y envolviendo en los versos una piedra, al anochecer la disparo contra la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la muchacha recogió el papel y leyó los versos, no una vez, ciento, mil; los bebió, se empapó en ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en la colección de las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas, sino algo raro, mezcla de queja e imprecación. El poeta se dolía de que la pureza y la hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él, que era un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena... Después del episodio de los versos, Camargo no dio señales de acordarse de que existía Irene en el mundo, y en octubre se dirigió a Madrid. Empezaba el período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad literaria.

Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando a enfermar de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron algún tiempo a Badajoz, le hicieron conocer jóvenes, asistir a bailes; tuvo adoradores, oyó lisonjas...; pero no mejoró de humor ni de salud.

No podía pensar sino en Camargo, a quien era aplicable lo que dice Byron de Larra: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo acudía siempre a la memoria; pues hombres tales lanzan un reto al desdén y al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada, juzgábase solo víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y a todas horas veía aparecer a Camargo, pálido, serio, el rizado pelo sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que su hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron llevarla a la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también grandes distracciones.

Cuando Irene llegó a Madrid, era célebre Camargo. Sus versos, fogosos, altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de perdidos, de bohemios desenfadados e ingeniosos, cada noche inventaban nuevas diabluras, ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya realizaban las orgiásticas proezas a que aluden ciertas poesías blasfemas y obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de Camargo en realidad. Con las borracheras y el libertinaje alternaban las sesiones en las logias masónicas y en los comités; Camargo se preparaba ya la senda de la emigración. No estaba enterada de todo esto la provinciana y cándida familia de Irene; y como se encontrasen en la calle al poeta, le saludaron alegres, que al fin era de allá.

Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven, notando que al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan preciosa, los acompañó, y prometió visitar a sus convecinos. Quedaron lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que de allí a pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene revivía. Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno posible, y consintieron que menudeasen las visitas.

Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo adivina! Irene, fascinada, trastornada, como si hubiese bebido zumo de hierbas, tardó, sin embargo, seis meses en acceder a una entrevista a solas, en la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña fue causa de que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el orgullo, que es la raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de Byron y el de Camargo, inspiró a éste una apuesta, un desquite satánico, infernal. Pidió, rogó, se alejó, volvió, dio celos, fingió planes de suicidio, e hizo tanto, que Irene, atropellando por todo, consintió en acudir a la peligrosa cita. Gracias a un milagro de valor y de decoro salió de ella pura y sin mancha, y Camargo sufrió una chacota que le enloqueció de despecho.

A la segunda cita se agotaron las fuerzas de Irene; se oscureció su razón y fue vencida. Y cuando confusa y trémula, yacía, cerrando los párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada, descorrió unas cortinas, e Irene vio que la devoraban los impuros ojos de ocho o diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban irónicamente.

Irene se incorporó, dio un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y los hombros desnudos, se lanzó a la escalera y a la calle. Llegó a su morada seguida de una turba de pilluelos que le arrojaban barro y piedras. Jamás consintió decir de dónde venía ni qué le había sucedido. Mi padre lo averiguó porque casualmente era amigo de uno de los de la apuesta de Camargo. Irene sufrió una fiebre de septenarios en que estuvo desahuciada; así que convaleció, entró en este convento, lo más lejos posible de A. Su penitencia ha espantado a las monjas: ayunos increíbles, mezclar el pan con ceniza, pasarse tres días sin beber; las noches de invierno, descalza y de rodillas, en oración; disciplinarse, llevar una argolla al cuello, una corona de espinas bajo la toca, un rallo a la cintura...

Lo que más edificó a sus compañeras que la tienen por santa fue el continuo llorar. Cuentan -pero serán consejas- que una vez llenó de llanto la escudilla del agua. ¡Y quién le dice a usted que de repente se le quedan los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que ha notado usted! Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes piadosas creen que fue la señal del perdón de Dios. No obstante, sor Aparición, sin duda, no se cree perdonada, porque, hecha una momia, sigue ayunando y postrándose y usando el cilico de cerda...

-Es que hará penitencia por dos -respondí, admirada de que en este punto fallase la penetración de mi cronista-. ¿Piensa usted que sor Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?


La araña. Hanns Heinz Ewers (1871-1943)

Cuando el estudiante de medicina Richard Bracquemont decidió ocupar la habitación número siete del pequeño hotel Stevens, situado en el número 6 de la rue Alfred Stevens, tres personas se habían ahorcado en esa misma habitación colgándose del dintel de la ventana en tres viernes sucesivos. El primero era un viajante de comercio suizo. Su cuerpo no se encontró hasta la tarde del domingo; pero el médico dedujo que su muerte debió de haberse producido entre las cinco y las seis de la tarde del viernes. El cuerpo colgaba de un robusto gancho hincado en el dintel de la ventana, que normalmente se utilizaba para colgar ropa. La ventana estaba cerrada. El muerto había utilizado el cordón de la cortina. Como la ventana era bastante baja, sus piernas arrastraban por el suelo casi hasta las rodillas. El suicida debió desarrollar, por tanto, una considerable fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito. Se comprobó además que estaba casado y que era padre de cuatro niños, así como que se encontraba en una situación completamente desahogada y segura y que era de talante jovial y estaba casi permanentemente satisfecho. No se encontró ningún escrito que pudiera tener relación con el suicidio, ni testamento alguno. Tampoco había hecho jamás manifestación alguna en ese sentido a ninguno de sus conocidos.

El segundo caso no era muy diferente. El artista Karl Krause, empleado como equilibrista sobre bicicleta en el cercano circo Medrano, alquiló la habitación número 7 dos días más tarde. Al no comparecer el siguiente viernes para su actuación, el director envió al hotel a un acomodador, que se lo encontró colgado del dintel de la ventana, exactamente en las mismas circunstancias (la habitación no había sido cerrada por dentro). Este suicidio no parecía menos misterioso: a sus veinticinco años, el prestigioso artista recibía un buen sueldo y parecía disfrutar plenamente de la vida. Una vez más no apareció nada escrito, ningún tipo de manifestación alusiva al caso. Dejaba a una anciana madre, a la que acostumbraba enviar puntualmente los primeros días de cada mes trescientos marcos para su manutención. Para la señora Dubonnet, propietaria del pequeño y barato hotel, cuya clientela estaba formada casi exclusivamente por miembros de los cercanos espectáculos de variedades de Montmartre, esta extraña segunda muerte en la misma habitación tuvo consecuencias ciertamente desagradables. Algunos de sus clientes abandonaron el hotel y otros huéspedes habituales regresaron. En vista de ello, acudió al comisario del distrito IX, al que conocía bien, el cual le prometió hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarla. Así pues, no sólo prosiguió las investigaciones, tratando de averiguar con especial celo las razones de los suicidios de ambos huéspedes, sino que puso a su disposición a un oficial que se alojó en la misteriosa habitación.

Se trataba del policía Charles-Marie Chaumié, que se había ofrecido voluntariamente para el caso. Este sargento era un viejo lobo de mar que había servido durante once años en la infantería de marina, y durante muchas noches había guardado en solitario numerosos puestos en Tonkín y Annan, dando la bienvenida con un vivificante disparo de su fusil a cualquier pirata de río que se acercara furtivamente. Por lo tanto, se sentía perfectamente capacitado para hacer frente a los «fantasmas» de los que se hablaba en la rue Stevens. Se instaló, pues, en la habitación el domingo por la tarde y se retiró satisfecho a dormir, después de hacer los honores a la abundante comida y bebida que la señora Dubormet le había ofrecido. Cada mañana y cada tarde Chaumié hacía una rápida visita al cuartel de la policía para presentar un informe. Durante los primeros días los informes se limitaron a constatar que no había advertido nada en absoluto fuera de lo normal. El miércoles por la tarde, sin embargo, anunció que creía haber encontrado una pista. Al pedírsele más detalles, suplicó permiso para guardar silencio por el momento. No estaba seguro de que lo que creía haber descubierto tuviera en realidad relación alguna con las muertes de ambos individuos, y temía hacer el ridículo y convertirse en el hazmerreir de la gente. El jueves parecía menos seguro, aunque más serio; una vez más no tenía nada de que informar. La mañana del viernes parecía en extremo excitado; opinaba, medio en broma medio en serio, que la ventana de la habitación indudablemente ejercía un extraño poder de atracción. No obstante, seguía insistiendo en que este hecho no guardaba relación con los suicidios, y que si decía algo más, sólo sería motivo de risa. Aquella tarde no se presentó en la comisaría de distrito: lo encontraron colgado del gancho en el dintel de la ventana.

También en este caso las circunstancias, hasta en los más mínimos detalles, eran las mismas que en los casos anteriores: las piernas se arrastraban por el suelo y, como soga, había empleado el cordón de las cortinas. La ventana estaba cerrada y no había cerrado la puerta con llave. La muerte se había producido alrededor de las seis de la tarde. La boca del muerto estaba totalmente abierta y de ella le colgaba la lengua. Como consecuencia de esta tercera muerte en la habitación número 7, todos los huéspedes abandonaron ese mismo día el hotel Stevens, a excepción de un profesor alemán de enseñanza superior que ocupaba la habitación número 16, el cual aprovechó la oportunidad para lograr la reducción de un tercio en el hospedaje. Fue un pobre consuelo para la señora Dubonnet que Mary Garden, la famosa cantante de la ópera Cómica, se detuviera allí con su coche algunos días más tarde para comprar el cordón rojo de las cortinas, que consiguió por doscientos francos. En primer jugar porque traía suerte y en segundo lugar... porque la noticia saldría en los periódicos.

Si esta historia hubiera sucedido en verano, por ejemplo, en julio o agosto, la señora Dubonnet habría exigido por el cordón tres veces esa cantidad. Con toda seguridad los diarios hubieran llenado sus columnas con el caso durante semanas. Pero en estas fechas tan agitadas del año (elecciones, desórdenes en los Balcanes, quiebra de bancos en Nueva York, visita de los reyes ingleses) realmente no sabrían de dónde sacar espacio. Como consecuencia, la historia de la rue Alfred Stevens consiguió menos atención de la que probablemente merecía, y las noticias, breves y concisas, se limitaron casi siempre a repetir el informe de la policía, manteniéndose al margen de cualquier tipo de exageración. A estas noticias se reducía todo lo que el estudiante de medicina Richard Bracquemont sabía acerca del asunto. Desconocía por completo un pequeño detalle, que parecía tan insignificante que ni el comisario ni ninguno de los restantes testigos lo había revelado a los periodistas. Tan sólo después, una vez pasada la aventura del estudiante, se recordó este detalle: cuando los policías descolgaron el cadáver del sargento Charles-Marie Chaumié del dintel de la ventana, de la boca abierta del muerto salió una enorme araña negra. El mozo del hotel la ahuyentó con los dedos, exclamando: «¡Demonios, otro de esos bichos!». En el curso de la siguiente investigación, es decir, la relacionada con Bracquemont, el mozo declaró que, cuando descolgaron el cadáver del viajante de comercio suizo, había visto deslizarse por su hombro una araña semejante... Pero de esto nada sabía Richard Bracquemont.

No ocupó la habitación hasta dos semanas después del último suicidio, un domingo. Lo que allí experimentó lo anotó meticulosamente en su diario.


Diario de Richard Bracquemont. Estudiante de medicina.

Lunes, 28 de febrero.
Me instalé aquí la noche pasada. Deshice mis dos maletas, ordené unas pocas cosas y después me acosté. He dormido maravillosamente; acababan de dar las nueve cuando me despertó un golpe en la puerta. Era la patrona del hotel que me traía personalmente el desayuno. Indudablemente se muestra muy solícita conmigo, a juzgar por los huevos, el jamón y el exquisito café que me trajo. Me he lavado y vestido; después, mientras fumaba mi pipa, me he puesto a observar cómo hacía la habitación el mozo. Aquí estoy, pues. Sé muy bien que este asunto es peligroso, pero también sé que si tengo suerte podré llegar al fondo de la cuestión. Y si antaño París bien valía una misa..., ahora no se consigue tan barata..., y creo que bien puedo arriesgar mi miserable vida por ello. Esta es mi oportunidad y no pienso desaprovecharla. A propósito: hay quienes se han creído tan listos corno para intentar resolverlo. Al menos veintisiete personas se han esforzado en conseguir la habitación, algunos por medio de la policía y otros a través de la patrona del hotel. Entre ellos había tres damas. Así pues, he tenido bastantes competidores; todos ellos, probablemente, unos pobres diablos como yo.

Pero sólo yo he conseguido el puesto. ¿Por qué? ¡Ah!, yo era probablemente el único que podía ofrecer una «idea» a la astuta policía. ¡Una hermosa idea! Por supuesto, se trataba de una mera argucia. Estas anotaciones van dirigidas también a la policía. Y me divierte decir a esos señores desde un principio que me he burlado de ellos. Si el comisario es sensato dirá: «¡Hum! Precisamente por ello, Bracquemont es el hombre adecuado». De cualquier forma, me tiene sin cuidado lo que diga después. Ahora estoy aquí, y me parece de buen agüero haber iniciado mi trabajo dando una buena lección a esos caballeros. Primero hice mi solicitud a la señora Dubonnet, pero ésta me mandó a la comisaría de policía. Durante una semana anduve dando vueltas por allí todos los días; mi solicitud siempre «estaba sometida a estudio», y siempre me decían lo mismo, que volviera otra vez al día siguiente. La mayoría de mis competidores hacía tiempo que había arrojado ya la toalla; probablemente encontraron algo mejor que hacer que esperar hora tras hora en el mugriento puesto de policía. Para entonces, el comisario estaba muy irritado a causa de mi obstinación. Por último, me dijo claramente que era del todo inútil que volviera. Me estaba muy agradecido, así como a los demás, por mis buenas intenciones, pero no podía recibir ayuda de «legos aficionados». A menos que tuviera un plan cuidadosamente pensado.

Así pues, le dije que tenía esa clase de plan. Naturalmente, no tenía nada por el estilo y no hubiera podido proporcionarle ni un solo detalle. Pero le dije que mi plan era bueno, aunque bastante peligroso, que probablemente podría terminar como el sargento de policía, y que se lo explicaría tan sólo si me prometía llevarlo a cabo personalmente. Me dio las gracias por ello, expresando que, desde luego, no tenía tiempo para hacer una cosa así. Pero me di cuenta de que yo dominaba la situación cuando me preguntó si al menos podía adelantarle algo. Y eso hice. Le conté una historia fantástica y bien aderezada, de la que ni yo mismo tenía idea unos minutos antes. No entiendo en absoluto cómo me vinieron de repente esos pensamientos tan extravagantes. Le dije que, entre todas las horas de la semana, había una que ejercía una misteriosa y extraña influencia. Se trataba de la hora en la que Cristo había abandonado su tumba para descender a los infiernos: la sexta hora de la tarde del último día de la semana judía. Y debería recordar que era a esa hora del viernes, entre las cinco y las seis, cuando se produjeron los tres suicidios. No le podía decir más, por el momento, pero le recordé el Apocalipsis de San Juan.

El comisario puso cara de haberlo entendido todo, me dio las gracias y me citó para esa misma tarde. Entré en su despacho puntualmente; ante él, sobre la mesa, vi un ejemplar del Nuevo Testamento. Entre tanto, yo había hecho lo mismo: había leído el Apocalipsis de cabo a rabo... y no había entendido ni palabra. De cualquier forma, me dijo con suma amabilidad, creía comprender adónde quería yo ir a parar, a pesar de mis vagas indicaciones, y se confesó dispuesto a acceder a mi petición y a apoyarla en todo lo posible. He de reconocer que su ayuda me ha facilitado mucho las cosas. Ha llegado a un acuerdo con la patrona para que, mientras dure mi estancia en el hotel, mi alojamiento sea totalmente gratuito. Me ha dado un estupendo revólver y una pipa de policía. Los agentes de servicio tienen órdenes de recorrer la pequeña rue Alfred Stevens cuantas veces les sea posible y de subir a mi habitación a la menor indicación mía. Pero lo más importante ha sido que ha hecho instalar en mi habitación un teléfono de mesa, mediante el cual estoy en contacto directo con la comisaría. Como ésta se encuentra tan sólo a cuatro minutos de aquí, podré disponer de ayuda inmediata. Por todo esto entiendo que no debo temer nada.

Martes, 1 de marzo.
Nada ha ocurrido ni ayer ni hoy. La señora Dubormet ha traído de otra habitación un cordón nuevo para la cortina..., ¡como tiene tantas libres! Aprovecha cualquier ocasión para venir a verme y siempre me trae alguna cosa. He dejado que me contara otra vez lo sucedido con todo detalle. Pero no me ha aportado nada nuevo. Tiene sus propias opiniones respecto a los motivos de esas muertes. En cuanto al artista, piensa que se trataba de un amor desgraciado. Mientras fue su huésped el año anterior, había sido visitado frecuentemente por una joven dama, que este año ni apareció. Realmente no comprendía las razones que impulsaron al caballero suizo a tomar su decisión..., pero una no puede saberlo todo. Sin lugar a dudas, el sargento se había quitado la vida sólo para fastidiarla. He de confesar que estas declaraciones de la señora Dubonnet son un poco mezquinas. Pero la dejé parlotear; eso al menos hace menos tedioso el paso del tiempo.

Jueves, 3 de marzo.
Nada todavía. El comisario me llama un par de veces al día y yo le informo de que todo marcha maravillosamente. Evidentemente, esta información no le satisface del todo. He sacado mis libros de medicina y me he puesto a estudiar; así, al menos, tiene algún sentido mi retiro voluntario.

Viernes, 4 de marzo. 2 de la tarde.
He almorzado excelentemente. Además, la patrona me ha traído media botella de champán. Ha sido una auténtica comida de última voluntad; y es que me considera ya tres cuartas partes muerto. Antes de marcharse me suplicó, con lágrimas en los ojos, que me fuera de allí con ella; tenía miedo de que yo también me ahorcara «por fastidiarla». He examinado el nuevo cordón de la cortina. ¿Así, pues, pronto tendré que colgarme con esto? ¡Hummm!, no siento grandes deseos. Además, la cuerda es tosca y dura y sería difícil hacer con ella un nudo corredizo.... necesitaría una considerable dosis de voluntad para seguir el ejemplo de los otros. Ahora estoy sentado en mi silla, con el teléfono a la izquierda y el revólver a la derecha. Miedo no ten. go, pero siento curiosidad.

Seis de la tarde del mismo día.
Nada ha ocurrido..., casi agregaría ¡desgraciadamente! La hora fatal llegó y se fue corno todas las demás. Cierta. mente no puedo negar que siento una especie de impulso de acercarme a la ventana... Ya lo creo, ¡pero por otras razones! El comisario llamó por lo menos diez veces entre las cinco y la seis; estaba tan impaciente como yo. Pero la señora Dubonnet está contenta: alguien ha logrado vivir en la habitación número 7 sin ahorcarse. ¡Fabuloso!

Lunes, 7 de marzo.
Ahora estoy convencido de que nada descubriré, y me inclino a pensar que los suicidios de mis predecesores han sido una rara coincidencia. He pedido al comisario que continúe con la investigación de los tres casos, pues estoy convencido de que dará finalmente con los motivos. Por mi parte, pienso quedarme aquí todo el tiempo que pueda. Probablemente no conquiste París esta vez, pero aquí me hospedo gratis y me alimento satisfactoriamente. Además, trabajo afanosamente y advierto que adelanto sobremanera. Finalmente, existe otra razón que me retiene aquí.

Miércoles, 9 de marzo.
Pues bien, he dado un paso más. Clarimonde... Por cierto, todavía no he contado nada acerca de Clarimonde. Pues bien, ella es... mi «tercera razón» para seguir aquí. Precisamente ella es la causa por la que me hubiera acercado gustoso a la ventana en aquella hora fatídica.... pero no ciertamente, para ahorcarme. Clarimonde... ¿Por qué la llamo así? No tengo ni idea de cómo se llama, pero tengo la sensación de que debo llamarla Clarimonde. Y apostaría a que algún día descubriré que ése es su verdadero nombre. Descubrí a Clarimonde los primeros días. Vive al otro lado de la estrecha calle y su ventana está exactamente frente a la mía. Está allí sentada, detrás de las cortinas. Por otra parte, debo señalarles que ella me vio antes de que yo la descubriera y que mostró visible interés por mí. No es extraño. La calle entera sabe que estoy aquí y por qué. De eso ya se ha ocupado la señora Dubonnet. No soy, en modo alguno, de esas personas enamoradizas y mis relaciones con las mujeres han sido siempre muy superficiales. Cuando uno viene a París desde Verdún para estudiar Medicina y apenas tiene suficiente dinero ni siquiera para comer decentemente cada tres días, tiene uno otras cosas en qué pensar antes que en el amor. Por lo tanto, no tengo mucha experiencia y este asunto quizá haya comenzado de un modo bastante estúpido. Sea como fuere, me gusta.

Al principio ni se me pasó por la cabeza establecer comunicación con mi extraña vecina. Sencillamente decidí que, puesto que de cualquier manera estaba allí para hacer averiguaciones y que probablemente no había nada que descubrir, bien podía observar a mi vecina. Después de todo, uno no puede pasarse el día entero delante de los libros. Así pues, llegué a la conclusión de que Clarimonde vive aparentemente sola en el pequeño piso. Tiene tres ventanas, pero se sienta únicamente ante la que está enfrente de la mía; allí sentada, hila en su rueca pequeña y anticuada. En una ocasión vi una rueca semejante en casa de mi abuela, que ella ni siquiera había usado; la había heredado de su tía abuela. No sabía que aún hoy se utilizaran. Por cierto, la rueca de Clarimonde es un artefacto diminuto y muy delicado, blanco y aparentemente de marfil. Las hebras que hila deben ser extraordinariamente finas. Está todo el día sentada detrás de los visillos, trabajando incesantemente, y sólo abandona la faena cuando oscurece. Por supuesto, en una calle tan estrecha oscurece muy temprano estos días de niebla. A las cinco de la tarde ya tenemos un hermoso crepúsculo. Nunca he visto luz en su habitación.

¿Qué aspecto tiene? Eso no lo sé realmente. Tiene cabellos negros con rizos ondulados y es bastante pálida. Su nariz es estrecha y pequeña, con aletas que palpitan dulcemente. Sus labios son pálidos y me da la impresión de que sus pequeños dientes son puntiagudos como los de un animal feroz. Sus párpados son sombríos, pero cuando los abre, brillan unos ojos grandes y oscuros. Todo esto, más que saberlo, lo presiento. Es difícil describir con exactitud algo que se encuentra detrás de unos visillos. Algo más: lleva siempre un traje negro, cerrado hasta el cuello, con grandes lunares color lila. Y siempre lleva largos guantes negros, posiblemente para no estropearse las manos mientras trabaja. Resulta curioso ver cómo esos delgados y negros dedos se mueven rápida y, en apariencia, desordenadamente, cogiendo y estirando los hilos... de forma tal que casi recuerda el movimiento de los insectos.

¿Nuestras relaciones? He de confesar que son bastante superficiales, pero, aun así, me da la impresión de que son más profundas. Comenzaron verdaderamente cuando ella miró hacia mi ventana... y yo hacia la suya. Me miró y yo a ella. Y luego debí de agradarle bastante, evidentemente, puesto que un día, mientras la observaba, me sonrió. Y yo a ella también. Continuamos así durante unos días, sonriéndonos de esa manera, cada vez más a menudo. Más adelante me propuse saludarla a todas horas, pero no sé muy bien qué es lo que me impidió hacerlo. Finalmente lo he hecho esta tarde. Y Clarimonde me ha devuelto el saludo. Casi imperceptiblemente, por supuesto; pero, a pesar de eso, he visto perfectamente cómo ha inclinado la cabeza.

jueves, 10 de marzo.
Ayer estuve sentado largo tiempo ante mis libros. A decir verdad, no estudié mucho; estuve haciendo castillos en el aire y soñando con Clarimonde. Tuve un sueño muy agitado hasta muy entrada la mañana. Cuando me acerqué a la ventana, allí estaba Clarimonde. La saludé y ella inclinó la cabeza. Sonrió y me miró durante largo tiempo. Quería trabajar, pero no encontraba la tranquilidad necesaria. Me senté en la ventana y la miré absorto. Luego advertí que ella también ponía las manos en su regazo. Tiré del cordón y aparté las cortinas blancas, y... casi al mismo tiempo ella hizo lo mismo. Los dos sonreímos y nos miramos. Creo que estuvimos sentados así quizá una hora. Luego comenzó a hilar de nuevo.

Sábado, 12 de marzo.
Los días transcurren tranquilamente. Como y bebo y me siento ante la mesa de estudio. Entonces enciendo mi pipa y me inclino sobre los libros. Pero no logro leer una sola línea. Lo intento una y otra vez, pero sé de antemano que será inútil. Luego me acerco a la ventana. Saludo a Clarimonde y ella me devuelve el saludo miramos mutuamente... Sonreímos y nos miramos durante horas. Ayer por la tarde, a eso de las seis, me sentí un poco intranquilo. Oscureció muy pronto y experimenté un miedo indescriptible. Me senté ante la mesa y esperé. Sentía un impulso irresistible de acercarme a la ventana..., no para colgarme, por supuesto, sino para mirar a Clarimonde. Me puse de pie de un salto y me coloqué detrás de las cortinas. Tenía la impresión de que nunca la había visto con tanta claridad, a pesar de que había oscurecido ya bastante. Tejía, pero sus ojos me miraban. Sentí un extraño bienestar y un ligero miedo. Sonó el teléfono. Me enfurecí contra el necio comisario que con sus estúpidas preguntas había interrumpido mis sueños.

Esta mañana ha venido a visitarme acompañado de la señora Dubonnet. Ella está satisfecha de mi trabajo: se conforma plenamente con que haya vivido dos semanas enteras en la habitación número 7. Pero el comisario quiere, además, resultados. Les insinué confidencialmente que estaba detrás de una pista muy extraña. El muy burro se creyó todo lo que le dije. En cualquier caso, podré quedarme aquí semanas... y ése es mi único deseo. No es ya por la comida y la bodega de la señora Dubormet (¡Dios mío, qué pronto se vuelve uno indiferente hacia esas cosas cuando se dispone de ellas en abundancia!) sino por su ventana, que ella tanto odia y teme, y yo tanto amo; la ventana que me muestra a Clarimonde. Cuando enciendo la lámpara dejo de verla. He escudriñado a fondo para averiguar si sale de casa, pero nunca la he visto poner el pie en la calle. Dispongo de un cómodo sillón y de una lámpara de pantalla verde, cuya luz me envuelve con su cálido reflejo. El comisario me ha traído un paquete grande de tabaco; nunca he fumado nada mejor... y a pesar de eso no puedo trabajar. Leo dos o tres páginas y, al terminar, me doy cuenta de que no he entendido ni palabra. Mis ojos leen las letras, pero mi cerebro rechaza cualquier concepto. ¡Qué extraño! Es como si mi cerebro hubiera puesto el letrero de «Prohibida la entrada». Como si no admitiera ya otro pensamiento que no sea Clarimonde. Finalmente he retirado los libros, me he recostado en el sillón y me he puesto a soñar.

Domingo, 13 de marzo.
Esta mañana he presenciado un espectáculo. Recorría el pasillo de arriba abajo, mientras el mozo ordenaba mi habitación. junto a la pequeña ventana que da al patio cuelga una tela de araña con una enorme araña negra. La señora Dubonnet no permite que la quiten: dice que las arañas traen suerte y bastantes desgracias ha tenido ya en su casa. Entonces vi que otra araña, mucho más pequeña, corría cautelosamente alrededor de la tela: era un macho. Tímidamente, se acercaba un poco por los finos hilos hacia el centro, pero, apenas se movía la hembra, se retiraba apresuradamente. Daba la vuelta a la red e intentaba acercarse por otro extremo. Finalmente, la poderosa hembra pareció prestar atención a su pretendiente, desde el centro de su tela, y dejó de moverse. El macho tiró de uno de los hilos, primero suavemente y luego con más fuerza, hasta que toda la tela de araña tembló. Pero su adorada permaneció inmóvil. Entonces se aproximó rápidamente, aunque con suma prudencia. La hembra lo recibió pacíficamente y se dejó abrazar sere namente, conservando una inmovilidad y una pasividad completas. Durante algunos minutos las dos arañas permanecieron inmóviles en el centro mismo de la tela.

Luego observé que la araña macho se liberaba lentamente, una pata tras otra; parecía como si quisiera retirarse en silencio, dejando a su compañera sola en su nido de amor. De repente, se soltó del todo y corrió tan deprisa como pudo hacia un extremo de la red. Pero, en ese mismo momento, una furiosa vitalidad se despertó en la hembra, que al instante lo persiguió. El macho negro se descolgó por un hilo, pero su amada hizo lo mismo. Cayeron las dos en el alféizar de la ventana y la araña macho intentó, con todas sus fuerzas, huir. Demasiado tarde. Su compañera lo tenía ya cogido con sus poderosas garras y se lo llevó de nuevo a la red, al mismo centro. Y ese mismo lugar, que había servido de lecho para sus lujuriosos apetitos, se convirtió en algo muy distinto. En vano agitaba el amante sus débiles patitas, intentando desembarazarse de aquel salvaje abrazo: la amada ya no lo dejaba marchar. A los pocos minutos lo tenía atrapado de tal forma que no podía mover un solo miembro. Luego introdujo sus afiladas pinzas en el cuerpo de su amante y sorbió con fruición su joven sangre. Finalmente, la vi dejar caer el lastimoso e irreconocible montón -patas, piel y hebras- y arrojarlo con indiferencia fuera de la red. Así, pues, es el amor entre esas criaturas... En fin, me alegro de no ser una araña macho.

Lunes, 14 de marzo.
Ahora ni siquiera echo una mirada a mis libros. Me paso los días ante la ventana. Y sigo allí sentado incluso cuando anochece. Ella ya no aparece, pero cierro los ojos y sigo viéndola. Vaya, este diario se ha convertido realmente en algo muy distinto de lo que pensaba. Habla de la señora Dubonnet, del comisario, de arañas y de Clarimonde. Pero ni una sola palabra acerca del descubrimiento que me proponía hacer... ¿Tengo yo la culpa?

Martes, 15 de marzo.
Clarimonde y yo hemos descubierto un curioso juego que practicamos durante todo el día. Yo la saludo e inmediatamente ella me devuelve el saludo. Luego tamborileo con los dedos en el cristal de la ventana y ella, en cuanto lo ve, se pone también a tamborilear. Le hago señales y ella a su vez me las hace a mí. Muevo los labios como si hablara y ella repite lo mismo. Luego, con las manos, me echo hacia atrás el cabello de mis sienes, y en seguida su mano se dirige a su frente. Un auténtico juego de niños del que nos reímos. Es decir..., ella realmente no se ríe, es una especie de sonrisa sosegada, lánguida..., como supongo que debe ser la mía. Por cierto, todo esto no es tan tonto como puede parecer. No se limita a ser una simple imitación. Creo que, si así fuera, pronto nos cansaríamos los dos. En esto debe desempeñar un papel importante una especie de transmisión de pensamiento. Pues Clarimonde repite mis más insignificantes movimientos en una fracción de segundo; sin haber tenido tiempo siquiera de verlos, ya los está representando. A veces me parece que todo ocurre al mismo tiempo. Eso es lo que me estimula a hacer algo totalmente nuevo e insólito. Y es sorprendente cómo ella hace lo mismo simultáneamente. A veces intento tenderle una trampa. Hago una serie de movimientos diversos sucesivamente; luego los repito de nuevo una y otra vez. Finalmente repito por cuarta vez toda la serie, pero cambiando el orden e introduciendo alguno nuevo, o bien olvidándome de alguno. Algo así como el juego infantil «Lo que el jefe manda». Es notable que Clarimonde no haga un movimiento en falso ni una sola vez, a pesar de que yo los cambio con tal rapidez que casi no tiene tiempo de reconocer cada uno de ellos. Y así paso el día. Pero en ningún momento tengo la sensación de perder el tiempo. Por el contrario, tengo la impresión de no haber hecho nunca nada más importante.

Miércoles, 16 de marzo.
¿No es curioso que jamás se me haya pasado seriamente por la cabeza dar una base más sólida a mis relaciones con Clarimonde que esos juegos interminables? Anoche medité sobre ello. Sí, verdaderamente sólo tendría que coger el abrigo y el sombrero, bajar dos pisos, cruzar la calle en cinco pasos y subir otra vez dos pisos. En la puerta hay una pequeña placa en la que pone «Clarimonde ... ». ¿Clarimonde qué? No lo sé. Pero sí pone Clarimonde. Después llamo y luego... Hasta aquí me lo puedo imaginar todo fácilmente, puedo ver cada movimiento que hago. Pero de ningún modo puedo imaginar lo que sucederá después. La puerta se abre, eso aún lo veo. Pero me quedo allí de pie y miro a través de la oscuridad que no permite reconocer nada en absoluto. Ella no viene..., nadie viene. En realidad allí no hay nada; tan sólo esa tenebrosa e impenetrable oscuridad.

A veces es como si sólo existiese la Clarimonde que veo allá, en la ventana, y que juega conmigo. No me puedo imaginar a esa mujer con sombrero y con otro vestido distinto del que lleva: negro con grandes lunares color lila. Ni siquiera me la imagino sin sus guantes. Si la viera por la calle, incluso en un restaurante comiendo, bebiendo, charlando... Tengo que reírme, pues la escena me parece imposible. Hay veces que me pregunto si la amo. No puedo responder con certeza a esa pregunta, puesto que nunca he amado. Pero si el sentimiento que siento hacia Clarimonde es verdaderamente amor, entonces el amor es, sin duda, muy distinto de como yo lo veía entre mis compañeros o de lo que me enseñaron las novelas. Me es muy difícil definir mis emociones. Sobre todo me es difícil pensar en algo que no esté relacionado con Clarimonde.... o mejor dicho, con nuestro juego. Pues no he de negarlo: realmente ese juego es lo único que me preocupa.... lo único. Y, francamente, no lo entiendo.

Clarimonde.. . Sí, me siento atraído por ella. Pero en esa atracción se mezcla otro sentimiento, algo así... como si la temiera. ¿Temor? No, tampoco es eso; tiene más que ver con la aprensión, un leve miedo ante algo que no conozco. Y es precisamente ese miedo -que encierra algo curiosamente atrayente, voluptuoso- lo que me mantiene a distancia y a la vez me atrae hacia ella. Es como si recorriera un amplio círculo en torno a ella, me acercara un poco más, me retirara otra vez, corriera de nuevo hacia ella y otra vez volviera a retroceder. Hasta que al final -y eso lo sé positivamente- tendría que volver a ella otra vez. Clarimonde está sentada en la ventana e hila. Hilos largos, finos, infinitamente delgados. Está haciendo un tapiz; no sé exactamente de lo que se trata. Y no puedo comprender cómo puede hacer esa red sin enredar ni romper una y otra vez tan delicados hilos. Su fino trabajo está plagado de dibujos fantásticos..., animales fabulosos y criaturas grotescas. Pero... ¿qué estoy escribiendo? La verdad es que no puedo ver lo que teje; los hilos son demasiado finos. Y, sin embargo, tengo la impresión de que su trabajo es exactamente como me lo imagino... cuando cierro los ojos. Exactamente. Una gran red con muchas criaturas, animales fabulosos y seres grotescos.

jueves, 17 de marzo.
Me encuentro en un notable estado de excitación. Ya no hablo con nadie; apenas doy los buenos días a la señora Dubonnet o al mozo. Ni siquiera me tomo el tiempo para comer; ya sólo quiero sentarme frente a la ventana y jugar con ella. Es un juego inquietante; realmente lo es. Y tengo el presentimiento de que mañana sucederá algo.

Viernes, 18 de marzo.
Sí, sí, tiene que ocurrir hoy. Me digo a mí mismo -bien alto, para oír mi voz- que para eso estoy aquí. Pero lo malo es que tengo miedo. Y ese miedo de que me pueda ocu rrir en esta habitación lo mismo que a mis predecesores se confunde curiosamente con el otro miedo: el miedo a Clarimonde. Apenas puedo separarlos. Tengo miedo. Quisiera gritar.

Seis de la tarde del mismo día.
Rápidamente, unas pocas palabras, con el sombrero y el abrigo puestos. Cuando dieron las cinco mi fortaleza me había abandonado. ¡Oh!, ahora sé con toda seguridad que esta sexta hora de la tarde del penúltimo día de la semana es bastante extraña... Ahora ya no me río del truco que le hice al comisario. He estado sentado en el sillón y me he aferrado a él con fuerza. Pero algo me arrastraba, tiraba materialmente de mí hacia la ventana... y otra vez surgió ese horrible miedo a la ventana. Los vi allí colgados. Al viajante de comercio suizo, grandote, de recio cuello y con barba de dos días. Y al esbelto artista. Y al sargento, bajo y fuerte. A los tres los vi, uno tras otro. Y luego los vi juntos en el mismo gancho, con las bocas abiertas y las lenguas fuera. Y luego me vi a mí mismo entre ellos. ¡Oh, este miedo! Sentí que era tan grande el temor que experimentaba hacia Clarimonde como el que me causaban el dintel de la ventana o el espantoso gancho. Que me perdone, pero es así. En mi vergonzoso terror, siempre la mezclaba a ella con las imágenes de los otros tres, colgando de la ventana, con las piernas arrastrando por el suelo.

La verdad es que en ningún momento sentí deseos o impaciencia por ahorcarme; tampoco tenía miedo de desearlo... No, tan sólo tenía miedo de la ventana... y de Clarimonde.... de algo terrorífico, incierto, que debía ocurrir ahora. Aun así, sentía el ardiente e invencible deseo de levantarme y acercarme a la ventana. Y tenía que hacerlo... En ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular y, antes de que pudiera oír una sola palabra, grité: «¡Venga! Fue como si ese estridente grito hubiera hecho desaparecer al instante todas las sombras por entre las grietas del pavimento. De repente me tranquilicé. Me sequé el sudor de la frente y bebí un vaso de agua; después reflexioné sobre lo que diría al comisario cuando llegara. Finalmente me acerqué a la ventana, saludé y sonreí. Y Clarimonde saludó y sonrió. Cinco minutos más tarde, el comisario estaba conmigo. Le dije que por fin había llegado al fondo del asunto y le rogué que por el momento no me hiciera preguntas, que pronto estaría en condiciones de poder hacerle una singular revelación. Lo extraño de todo es que, mientras le mentía, estaba completamente seguro de decirle la verdad. Y aún lo creo... pese a la falta de toda evidencia.

Probablemente advirtió mi singular estado de ánimo. Sobre todo cuando me excusé por mi grito de terror e intenté balbucear una explicación lo más razonable posible... sin que pudiera encontrar las palabras. Muy amablemente me sugirió que no necesitaba preocuparme por él; que estaba a mi disposición; que era su deber; que prefería realizar una docena de viajes inútiles a hacerse esperar una sola vez cuando fuera realmente necesario. Luego me invitó a salir con él aquella noche; eso me distraería; no era bueno que estuviera tanto tiempo solo. He aceptado, aunque me resultaba difícil: no me gusta separarme de esta habitación.

Sábado, 19 de marzo.
Estuvimos en el Gaieté Rochechouart, en el Cigale y en el Lune Rousee. El comisario tenía razón. Fue bueno para mí salir de aquí y respirar otra atmósfera. Al principio me sentí incómodo, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuera un desertor que hubiera abandonado su bandera. Pero luego esa sensación desapareció; bebimos mucho, reímos y charlamos. Cuando me asomé a la ventana esta mañana me pareció leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Aunque quizá sólo fue una apreciación mía. ¿Cómo podía saber ella que yo había salido la pasada noche? De cualquier forma, aquello no duró más que un segundo, pues al instante sonrió de nuevo.

Domingo, 29 de marzo.
Hoy sólo puedo repetir lo que escribí ayer: hemos jugado todo el día.

Lunes, 21 de marzo.
Hemos jugado todo el día.

Martes, 22 de marzo.
Sí, y eso es lo que hemos hecho también hoy. Y ninguna otra cosa. A veces me pregunto ¿para qué?, ¿por qué? 0 bien, ¿qué es lo que quiero en realidad?, ¿adónde me lleva todo esto? Pero no me contesto. Pues lo más seguro es que no desee otra cosa. Y que lo que sucederá más adelante es lo único que anhelo. Por supuesto que en todos estos días no nos hemos dicho ni una sola palabra. Algunas veces hemos movido los labios; otras, simplemente nos hemos mirado. Pero nos hemos entendido muy bien. Tenía yo razón: Clarimonde me reprochaba el haberme ido el pasado viernes. Después le pedí perdón y le dije que reconocía que había sido tonto y poco amable. Me ha perdonado y yo le he prometido que nunca más abandonaré esta ventana. Y nos hemos besado: hemos apretado los labios contra los cristales durante mucho tiempo.

Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Así debe ser, estoy impregnado de ella hasta la última fibra. Es posible que el amor sea distinto en otras personas. Pero ¿existe, acaso, una cabeza, una oreja, una mano, igual a otra entre miles de millones? Todas son distintas. Por eso no puede haber un amor igual a otro. Mi amor es extraño, eso bien lo sé. Pero ¿es por eso menos hermoso? Casi soy feliz con este amor. ¡Si no fuera por ese miedo! A veces se adormece y entonces lo olvido. Pero sólo durante unos pocos minutos; luego despierta de nuevo y se aferra a mí. Es como una pobre ratita que luchase contra una enorme y fascinante serpiente para librarse de su poderoso abrazo. ¡Espera un poco, pobre y pequeño miedo, pues ya pronto te devorará este gran amor!

Jueves, 24 de marzo.
He hecho un descubrimiento: no juego yo con Clarimonde..., es ella la que juega conmigo. Sucedió de este modo: Anoche, como de costumbre, pensaba en nuestro juego. Escribí algunas complicadas series de movimientos, con los que pensaba sorprenderla esta mañana; cada movimiento tenía asignado un número. Los practiqué, para poder ejecutarlos lo más rápidamente posible, primero en orden y después hacia atrás. Luego solamente los números pares seguidos de los impares. Después sólo los primeros y últimos movimientos de cada una de las cinco series. Era algo complicado, pero me producía gran satisfacción porque me acercaba más a Clarimonde, pese a no poder verla. Practiqué durante horas y al final los hacía con la precisión de un reloj. Por fin, esta mañana me acerqué a la ventana. Nos saludamos. Entonces empezó el juego. Hacia delante, hacia atrás.... era increíble lo rápidamente que me entendía; repetía casi instantáneamente todo lo que yo hacía.

Entonces llamaron a la puerta: era el mozo que me traía las botas. Las cogí. Cuando regresaba a la ventana reparé en la hoja de papel en la que había anotado mis series. Y entonces me di cuenta de que no había ejecutado ni uno solo de esos movimientos. Estuve a punto de tambalearme; me sujeté al respaldo del sillón y me dejé caer en él. No lo podía creer. Leí la hoja una y otra vez. La verdad es que había ejecutado en la ventana una serie de movimientos.... pero ninguno de los míos. Y una vez más tuve la sensación de que una puerta se abría..., su puerta. Estoy de pie ante ella y miro a su interior ... ; nada, nada..., tan sólo esa oscuridad vacía. Entonces supe que si me marchaba en ese momento, estaría salvado. Y comprendí perfectamente que podía irme. Sin embargo, no me fui. Y no lo hice porque tenía el presentimiento de que estaba a punto de descubrir el misterio. París... ¡iba a conquistar París! Durante unos momentos París era más fuerte que Clarimonde.

¡Ay! Pero ahora ya casi no pienso en eso. Sólo siento mi amor y dentro de él ese miedo callado y voluptuoso. Pero en aquel momento eso me dio fuerzas. Leí de nuevo mi primera serie y grabé en mi mente con exactitud cada uno de sus movimientos. Luego volví a la ventana. Me fijé bien en lo que hacía: ni uno solo de los movimientos estaba entre los que me proponía ejecutar. Decidí entonces tocarme la nariz con el dedo índice. Pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre el alféizar de la ventana, pero me pasé la mano por el cabello. Así, pues, era cierto: Clarimonde no imitaba lo que yo hacía; era más bien yo quien hacía lo que ella indicaba. Y lo hacía con la celeridad del relámpago y casi tan instantáneamente que incluso ahora me parece como si lo hubiera hecho por mi propia voluntad. Y soy yo, yo, que estaba tan orgulloso de haber influido en sus pensamientos, el que estoy total y completamente dominado. Sólo que... este dominio es tan suave, tan ligero... ¡Oh! No hay nada que pudiera hacerme tanto bien.

Todavía lo intenté otra vez. Metí ambas manos en los bolsillos y decidí firmemente no moverlas de ellos, La miré. Vi cómo levantaba la mano, cómo sonreía y cómo me recriminaba suavemente con el dedo índice. No me moví. Sentía que mi mano derecha quería salir del bolsillo, pero clavé profundamente los dedos en el forro. Seguidamente, pasados unos minutos, mis dedos se relajaron..., la mano salió del bolsillo y el brazo se elevó. La reprendí con el dedo y sonreí. Era como si no fuera yo el que hacía esas cosas, sino un extraño al que observaba. No, no, no era eso. Yo, era yo quien lo hacía... en tanto que un extraño me observaba a mí. Precisamente era ese extraño, tan fuerte, el que intentaba hacer un gran descubrimiento. Pero ése no era yo. Yo..., ¿y a mí qué me importa ya el descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que quiera ella, Clarimonde, a la que amo con delicioso terror.

Viernes, 25 de marzo.
He cortado el cable del teléfono. No tengo ya ganas de que ese estúpido comisario me interrumpa, precisamente ahora que se acerca la hora fatal... ¡Dios mío! ¿Por qué escribo estas cosas? Nada de esto es cierto. Es como si alguien guiara mi pluma. Pero yo quiero..., quiero..., quiero escribir lo que ocurre. Tengo que hacer un atroz esfuerzo. Pero quiero hacerlo. Si pudiera hacer tan sólo una vez más... lo que verdaderamente quiero hacer. He cortado el cable del teléfono. ¡Ah! Porque tenía que hacerlo. ¡Por fin lo he escrito! Porque tenía, tenía que hacerlo. Esta mañana hemos estado jugando frente a la ventana. Nuestro juego ha variado desde ayer. Ella hace algún movimiento y yo me resisto todo lo que puedo, hasta que finalmente tengo que ceder, impotente, y hacer lo que ella desea. Y difícilmente puedo expresar el maravilloso placer que supone esa rendición..., esa entrega a sus deseos.

Jugamos. Y, de repente, ella se levantó y retrocedió. Su habitación estaba tan oscura que casi ya no podía verla. Parecía haber desaparecido en la oscuridad. Pero pronto volvió, trayendo en sus manos un teléfono de mesa igual que el mío. Lo colocó, sonriendo, sobre el alféizar de la ventana, cogió un cuchillo, cortó el cable y se lo llevó de nuevo. Durante un cuarto de hora me resistí. Mi temor era mayor que nunca, y esa sensación de sucumbir lentamente, cada vez más deliciosa. Finalmente traje mi teléfono, corté el cable y lo puse otra vez sobre la mesa.

Así es como sucedió. Estoy sentado ante mi mesa. He tomado el té y el mozo se ha llevado ya la bandeja. Le pregunté qué hora era, ya que mi reloj no va bien. Son las cinco y cuarto, las cinco y cuarto... Sé que si miro ahora, Clarimonde estará haciendo algo. Estará haciendo algo que yo tendré que hacer también. De todos modos, miro. Está allí, de pie y sonriente. ¡Si pudiera siquiera apartar mis ojos!... Ahora se acerca a la cortina. Coge el cordón..., es rojo, como el de mi ventana... Hace un nudo corredizo. Cuelga el cordón arriba, en el gancho del dintel de la ventana.

Se sienta y sonríe.
No, esto que experimento ya no puedo llamarlo miedo. Es un terror enloquecedor, sofocante, que aun así no cambiaría por nada del mundo. Es una fuerza de una índole desconocida, y no obstante extrañamente sensual en su ineludible tiranía. Podría correr inmediatamente a la ventana y hacer lo que ella quiere. Pero espero, lucho, me resisto. Siento que esa atracción se va haciendo más apremiante cada minuto que pasa... Así, pues, aquí estoy otra vez sentado. Me he apresurado a hacer lo que ella quería: coger el cordón, hacer un nudo corredizo y colgarlo del gancho. Y ya no quiero mirar más. Sólo quiero estar aquí y mirar fijamente el papel. Pues ahora sé lo que ella hará si la miro ... ; ahora, en la sexta hora del penúltimo día de la semana. Si la miro, tendré que hacer lo que ella quiera.... tendré entonces que...

No quiero mirarla. Entonces me río... en voz alta. No, no soy yo el que se ríe, alguien lo hace dentro de mí. Y sé por qué: por ese «no quiero». No quiero, y sin embargo sé con certeza que debo hacerlo. Debo mirarla, debo, debo mirarla... y después... todo lo demás. Si todavía no lo hago es tan sólo para prolongar esta tortura. Sí, eso es. Estos indecibles sufrimientos constituyen mi más sublime deleite. Escribo rápidamente para permanecer aquí más tiempo, con el fin de prolongar estos segundos de dolor que aumentan mi éxtasis amoroso hasta el infinito. Más, más tiempo... ¡Otra vez el miedo! Sé que la miraré, que me levantaré, que me ahorcaré. Pero eso no es lo que temo. ¡Oh, no!... ¡Eso es bueno, es dulce! Pero hay algo, algo más... que ocurrirá después. No sé lo que es... pero sucederá con toda seguridad. Pues el gozo de mis tormentos es tan inmensamente grande... ¡Oh! Siento, siento que ha de suceder algo terrible.

No debo pensar... Debo escribir algo, cualquier cosa. Pero deprisa..., para no pensar. Mi nombre... Richard Bracquemont Richard Bracquemont, Richard... ¡Oh!, no puedo seguir... Richard Bracquemont, Richard Bracquemont... Ahora..., ahora tengo que mirarla... Richard Bracquemont, tengo..., no, más, más... Richard... Richard Bracque...


Al no obtener respuesta alguna a sus repetidas llamadas telefónicas, el comisario del distrito IX entró a las seis y cinco en el hotel Stevens. Encontró en la habitación número 7 el cuerpo del estudiante Richard Bracquemont, colgado del dintel de la ventana, exactamente en la misma posición que sus tres predecesores. Tan sólo su rostro tenía una expresión distinta. Estaba desfigurado, con una mueca de terrible horror, y sus ojos, abiertos, parecían salirse de sus órbitas. Los labios estaban separados y los dientes fuertemente apretados. Y entre ellos, mordida y triturada, había una gran araña negra, con curiosos lunares violeta. Sobre la mesa se encontraba el diario del estudiante. El comisario lo leyó y se acercó inmediatamente a la casa de enfrente. Descubrió que el segundo piso había estado vacío y deshabitado desde hacía meses...