viernes, 5 de julio de 2024

El reflejo afortunado. Catulle Mendés (1841-1909)

Mi bella vecina de enfrente, a la que no conozco y a la que conozco tan bien, se desviste en el suntuoso cuarto de baño iluminado con candelabros de oro, y como, por descuido, no ha cerrado los pesados cortinajes, yo puedo ver a través del vidrio y la muselina como se mueve su imagen entre el marco engalanado de un espejo que se inclina.

Una a una caen las estolas, las batistas a continuación, y, una vez que saca las medias negras, toda la sonrosada blancura de su maravilloso cuerpo desnudo llena el espejo, mientras que al regreso del baile mi bella vecina de enfrente, a la que no conozco y a la que conozco tan bien, se desviste en el suntuoso cuarto de baño iluminado con candelabros de oro.

Por desgracia, marquesa tal vez, o duquesa, o real alteza, ella no me juzgaría digno de aspirar el perfume de uno de sus guantes perdidos. Pero, en mi balcón, yo me inclino y me sitúo como es debido, y, en el espejo, mi reflejo, mezclado con el suyo, enlaza con brazos ardientes y besa con mil besos a mi hermosa vecina de enfrente a la que no conozco y que conozco tan bien.


El abanderado. Alphonse Daudet (1840-1897)

I.
El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: "¡acostaos!" pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, perdíase entre el humo; y una voz grave y fiera, hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: "A la bandera, hijos míos, a la bandera"... Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído... Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento -un puñado de hombres apenas- se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.

II.
El tal sargento Hormus era un viejo tonto que casi no sabía ni escribir su nombre y que había empleado veinte años en ganar los galones que adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del expósito y todos los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja, en su espalda abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado humilde. Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado no se necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le dijo; "Tú tienes la bandera, mi bravo sargento; guárdala." Y sobre su viejo uniforme de campaña, bien pasado ya a causa de la lluvia y el fuego, la cantinera sobrecosió al instante, une cordoncillo dorado de subteniente.

Ese orgullo, único en su vida de humildad, irguió el cuerpo del viejo militar; y la costumbre de caminar encorvado, con los ojos bajos, se cambió desde entonces en el hábito de marchar orgullosamente, con la mirada en alto para ver flotar el fragmento de tela que se mantenía en sus manos, siempre derecho, siempre fiero, por encima de la muerte, por encima de la traición y por encima de la derrota.

Nadie ha visto, en época alguna, un hombre tan dichoso como Hormus, cuando en los días de batalla tenía el asta entre las manos afirmándola en su estuche de cuero negro. Ni hablaba ni se movía; y serio como un sacerdote, tenía el aspecto de guardar una cosa sagrada. Toda su vida, y toda su fuerza estaban concentradas en esos dedos que se crispaban al rededor de un harapo glorioso sobre el cual rodaban las balas. Sus ojos llenos de fiereza, miraban de frente a los prusianos, y parecían decir: "Atreveos pues; tratad siquiera de venir a robármela!..."

Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo intentaba. Después de Borny, después de Gravelotte, después de las batallas más terribles, la bandera continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente, llena de heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.

III.
Después... llegó septiembre, el ejército en Metz, el bloqueo, y esa larga parada en el fango donde rodaban los cañones sin dirección y donde las primeras tropas del mundo desmoralizábanse por el ocio y por la falta de víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie de sus fusiles.
Ni los jefes ni los soldados creían ya en cosa alguna; solo Hormus guardaba aún la confianza. Su harapo tricolor le hacía creer en todo; y mientras él lo sentía a su lado, estaba seguro de que nada se había perdido. Desgraciadamente, como ya nadie se batía, el coronel guardaba las banderas en su casa misma, en un barrio de Metz; y el bravo subteniente vivía como una madre que tuviese a su hijo en nodriza, pensando en él sin cesar. Cuando el fastidio lo atormentaba, hacía un viaje a Metz, de donde regresaba contento después de mirar su bandera siempre en el mismo sitio, siempre tranquila, siempre recostada majestuosamente contra el muro. Esos viajes que él verificaba en una sola jornada, hacían nacer en su alma el valor y la paciencia; hacíanle sonar con campos de batalla, con marchas gloriosas y con las grandes enseñas tricolores flotando a lo lejos sobre las trincheras prusianas...

La orden del día del mariscal Bazaine, hizo rodar por tierra las bellas ilusiones. Una mañana, Hormus vio, al despertarse, mucha agitación en el campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos, murmuraban, animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños hacia un punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable... "Atrapadle!... Fusilémosle..." Y los oficiales guardaban silencio, apartándose del bullicio, avergonzados... avergonzados de haber leído a cincuenta mil valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del mariscal que los entregaba sin combate al enemigo...

-¿Y las banderas? -preguntó Hormus palideciendo... Las banderas también habían sido entregadas con los fusiles, con el resto de los equipajes, con todo...
- ¡Ra... Ra... Rayo de Dios!... -balbuceó el pobre hombre- ..."En todo caso aún no tendrán la mía...
Y, ligero como una bala, se echó a correr hacia la ciudad.

IV.
También en Metz la animación era inmensa. Los guardias nacionales, los guardias móviles y los burgueses, se agitaban gritando; las diputaciones recorrían las calles vibrantes y precisadas, dirigiéndose a la casa del mariscal. -Hormus no veía nada, no oía una palabra; hablando consigo mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.

-¡Robarme mi bandera!... Pues no faltaba más!... ¡Acaso es posible robar una bandera!... ¡Acaso tienen derecho!... Si les quiere dar algo a los prusianos que les dé lo suyo... sus carrozas doradas, su vajilla magnífica traída de Méjico... Pero mi pabellón... El pabellón es mío... El pabellón es mi dicha, mi fortuna... ¡Y yo prohibo terminantemente que lo toquen!

Todas estas frases incompletas, estaban cortadas por la marcha y por la tartamudez. Pero en el fondo él tenía su idea: una idea bien firme, bien precisa: tomar la bandera, llevarla flotante al seno del regimiento y pasar luego sobre el vientre de los prusianos con todos los que quisieran seguirle.

Cuando llegó al fin de su camino, ni siquiera le dejaron entrar. El coronel, furioso también, no quería recibir a nadie... Pero el viejo Hormus no entendía así el asunto y jurando, gritando y empujando al plantón: "Mi bandera -decía-, dadme mi bandera...!"

Al fin se abrió una ventana:

-¿Eres tú, Hormus?
-Sí, mi coronel, yo...
-Todos los pabellones están en el Arsenal..., no tienes necesidad sino de presentarte ahí para que te den un recibo...
-Un recibo?... Para qué?...
-Es la orden del mariscal...
-Pero... coronel...
-¡Déjame en paz!... Y la ventana se cerró...
El viejo Hormus vaciló como si estuviese borracho y repitió entre dientes:
-¡Un recibo!... Un recibo!...
Al fin púsose en marcha por segunda vez, no pensando sino en que su bandera estaba en el Arsenal y que era necesario volverla a ver, costara lo que costara.

V.
Las puertas del Arsenal estaban completamente abiertas para dejar el paso libre a los carros prusianos que esperaban su cargamento en el patio inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío agitaba sus nervios. Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales silenciosos e indignados, estaban allí... Y todos aquellos hombres tristes, con las cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enprmes carros sombríos, daban a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción de tristeza...

Los pabellones del ejército de Bazaine estaban amontonados en un rincón, confundiéndose sobre el suelo fangoso. Nada más terrible que el espectáculo de esos fragmentos de rica seda, pedazos de franjas de oro y de astas trabajados, arreos gloriosos echados por tierra y manchados de lluvia y de lodo. -Un oficial de administración los iba cogiendo, uno por uno; y al nombre de su regimiento, pronunciado en alta voz, cada abanderado se acercaba para recoger un recibo. Derechos e impasibles, dos oficiales prusianos vigilaban el cargamento.

¡Y vosotros os ibais así ¡oh santos jirones gloriosos! desplegando vuestros agujeros y barriendo tristemente la tierra, como banda de pájaros que tuviesen las alas rotas!... ¡Vosotros os ibais con la vergüenza de las grandes cosas humilladas... y cada uno de vosotros se llevaba un pedazo de la Francia!... El sol de las largas jornadas dejó su sello entre vuestras arrugas marchitas... Vosotros guardáis, en las marcas de las balas, el recuerdo de muchos héroes desconocidos que cayeron muertos, al azar, bajo vuestras franjas tricolores!.....

-Ya llegó tu turno, Hormus... Ahí te llaman... Vea buscar tu recibo...

Se trataba de un recibo cuando una bandera francesa, la más bella, la más mutilada, la suya estaba delante de sus ojos?... El viejo sargento se figuraba estar aún allá arriba, de pie sobre el repecho de la vía férrea... Su ilusión le hacía oír de nuevo el canto de las balas, el ruido de las gábatas que rodaban y la voz robusta del coronel: "A la bandera, hijos míos, a la bandera"... Luego, sus veintidós camaradas muertos y él, vigésimo tercio abanderado, precipitándose a su vez para levantar y sostener el pobre pabellón que vacilaba falto de brazo... ¡Ah! ese día había jurado defenderlo, guardarlo hasta la muerte... Y ahora...

Sólo de pensarlo, toda la sangre del corazón le subía a la cabeza... Ebrio, sin sentido, lanzóse sobre el oficial prusiano arrancándole su enseña idolatrada, para agitarla de nuevo entre sus manos, para levantarla aún, bien alta, bien recta y para gritar: - "A la ban....." Pero su grito fue cortado entre su garganta... y sintió temblar el asta, que se escapaba de sus manos... En ese aire malsano, en ese aire de muerte que pesa terriblemente sobre las ciudades rendidas, la bandera no podía flotar... Nada de orgulloso, nada de fiero podía vivir ahí... Y el viejo Hormus cayó fulminado...


Las abominaciones de Yondo. Clark Ashton Smith (1893-1961)

La arena del Yondo no es como la de otros desiertos. Se encuentra justo en el extremo del mundo, y vientos extraños que soplan desde un abismo, cuya profundidad no ha podido determinar ningún astrónomo, han sembrado sus campos con el polvo gris de planetas corroídos, y las cenizas negras de soles extinguidos. Las montañas sombrías y con esferas que se elevan sobre una planicie áspera y erosionada no son tan sólo montañas, algunas son asteroides que han caído en la arena abismal. Cosas extrañas han surgido de espacios distantes, cuya exploración está prohibida por los dioses de todas las tierras bien gobernadas. Pero no existen dioses semejantes en Yondo, donde habitan los genios de las estrellas desaparecidas, y los demonios decrépitos cuyas casas fueron destruidas en infiernos antiguos.

Era un mediodía de primavera cuando logré salir del interminable bosque de cactus donde me habían dejado los inquisidores de Ong, cuando vi el comienzo gris de las llanuras de Yondo. Repito que se trataba de un mediodía de primavera, pero durante mi estancia en ese bosque fantástico no había encontrado nada que me recordase a la primavera; la vegetación, hinchada, moribunda, no se parecía a los demás cactus, sino que tenía siluetas abominables. El aire estaba densamente cargado de olores fétidos, y los helechos leprosos moteaban la tierra negra. Serpientes de un verde pálido levantaban la cabeza entre los arbustos, y me observaban con ojos de un ocre brillante, sin párpados ni pupilas. Todo esto me inquietó; no me gustaban los fungus monstruosos de brazos descoloridos y cabezas de un malva venenoso que crecían a los bordes de los charcos hediondos y el oleaje siniestro que cubría las aguas amarillentas no suponía precisamente un tranquilizante para alguien cuyos nervios estuviesen aún alterados por las torturas recientes. Entonces, cuando hasta los enfermizos y horrendos cactus comenzaron a escasear mientras que aparecía ya la arena cenicienta, comencé a sospechar hasta qué punto mi herejía había despertado un tremendo odio en los sacerdotes de Ong, y la perversidad infinita de su venganza.

No detallaré las indiscreciones que me habían conducido, a mí, un incauto extranjero de tierras lejanas, hasta las manos de esos temibles magos que están al servicio de Ong. Me duele recordar las indiscreciones cometidas así como las circunstancias que rodearon mi detención; pero lo peor de todo fueron los tableros enlazados con intestino de dragón y rociado de polvos, donde estiraban a los hombres desnudos; o esa habitación sin luz, con ventanas de seis pulgadas en el alféizar, por donde se paseaban cientos de gusanos que se alimentaban en una catacumba cercana. Para terminar, diré que después de agitar conmigo todos los recursos de su temible fantasía, mis inquisidores me obligaron a cabalgar durante horas y horas a lomos de un camello, para abandonarme al amanecer en ese bosque siniestro. Me dijeron que estaba libre, que podía ir adonde quisiera; y, como muestra de la clemencia de Ong, me entregaron una hogaza de pan de centeno, y una bota de vino con agua pasada a modo de provisiones. El día rayaba su hora doce, cuando yo llegaba al desierto de Yondo.

Hasta entonces no había considerado retroceder, impresionado por el horror de los cactus y las cosas infernales que crecían a su alrededor. Pero al llegar al desierto recordé la leyenda aterradora que rodeaba esa tierra, ya que Yondo es un lugar donde muy pocos se aventuran por propia voluntad. Menos aún son los que han regresado, y cuando lo han conseguido balbucean horrores desconocidos y tesoros inconmensurables; además, no supone ningún estímulo el constante movimiento que sacude sus miembros, ni la mirada extraviada de sus ojos inquietos. Por esta razón dudé al borde de las arenas cenicientas, y sentí el temor de un miedo en lo más íntimo de mis vísceras. Tan horroroso era seguir adelante como retroceder, estaba seguro de que los sacerdotes se habían asegurado de que así fuera. Caminé, hundiéndome en una blandura desagradable; me seguía una larga hilera de insectos que había encontrado entre los cactus. Tenían color de muerto y eran del tamaño de las tarántulas; pero cuando me volví y aplasté algunos con el pie, llegó hasta mi nariz una pestilencia más vomitiva aún que su propio color.

No eran más que pequeños temores en comparación con otras monstruosidades. Bajo un enorme sol escarlata, se extendía un Yondo interminable, una tierra de pesadilla contra el cielo negro. Lejos, muy lejos, se erguían las montañas esféricas; pero entre ellas había horribles vacíos de desolación, y colinas bajas, yermas. Después de una dificultosa caminata vi grandes pozos donde se habían hundido meteoros, desapareciendo de la vista; y muchas piedras preciosas de diversos colores, resplandecían y brillaban entre el polvo. Cipreses caídos se pudrían junto a mausoleos derrumbados, por cuyos mármoles cubiertos de verdín se paseaban camaleones con perlas maravillosas en sus fauces. Ocultas tras apriscos surgían ciudades donde no quedaba intacta piedra sobre piedra; ciudades inmensas y antiquísimas hundiéndose centímetro a centímetro, átomo a átomo, para alimentar la desolación infinita. Me arrastré, debilitado por la tortura, por montañas de escombros, que en otro tiempo fueron templos; a mis pies fruncían el ceño las estatuas de los dioses. Pero la nota dominante era el silencio, roto únicamente por la risa satánica de las hienas y el silbido de las serpientes entre los setos, o por los jardines antiguos, reino actual de insectos y alimañas.

Al llegar a la cumbre de uno de los numerosos apriscos en forma de montículo, me encontré ante las aguas de un extraño lago, oscuro y tan verde como la malaquita; estaba separado por barras de sal brillante. Las aguas yacían muy por debajo de mí en una hondonada en forma de taza; pero casi a mis pies surgían las lomas y montones de una sal antiquísima, bañada incesantemente por el agua del lago. Yo sabía que ese lago no era más que el amargo y triste residuo de un mar anterior. Descendiendo, me aproximé a las oscuras aguas y comencé a lavarme las manos; pero había algo cortante y corrosivo y desistí de mi propósito, prefiriendo el polvo del desierto, que hasta entonces me había envuelto como una capa.

Descansé a la orilla del lago, y empujado por un punzante apetito consumí parte de las escasas provisiones. Mi propósito era reunir todas mis fuerzas y llegar como pudiera a las tierras que se extienden al norte de Yondo. Estas tierras están desiertas, pero su desolación es más natural que la de Yondo; además, se sabe que en ocasiones se asientan allí ciertas tribus de nómadas. Si la fortuna me sonriese, podría encontrarme con alguna.

La escasa colación me reanimó, y por primera vez en semanas sentí una ligera esperanza. Los insectos con aspecto de cadáveres ya no me seguían, y a pesar del silencio sepulcral y de las ruinas polvorientas, no había vuelto a encontrar nada tan horrible. Hubo un instante en que pensé que había cierta exageración en los terrores de Yondo.

Fue en ese instante cuando oí una carcajada diabólica desde la colina, sobre mi cabeza. El ruido comenzó de repente, sobresaltándome, y continuó sin parar, sin variar una sola nota, como si fuera la risa de un demonio idiota. Me volví y vi la boca de una oscura cueva, dentada con estalactitas verdes, que hasta entonces no había visto. Al parecer, el ruido provenía de ahí.

Con una intensidad producida por el pánico, observé la abertura negra. La carcajada se hizo más intensa, pero no pude ver nada. Por fin capté un destello blanco en la profundidad, y entonces, con la rapidez de un rayo, salió una cosa monstruosa. Su cuerpo era pálido, lampiño, en forma de huevo, del tamaño de una cabra; se movía sobre nueve patas largas, flexibles y peludas, como las de una araña gigante. La extraña criatura pasó corriendo por mi lado hacia el borde del lago, y entonces vi que su rostro carecía de ojos; sin embargo, por encima de su cabeza destacaban dos largas orejas en forma de cuchillos, y un pellejo delgado y arrugado colgaba sobre su boca, de labios húmedos, separados en una carcajada eterna, dejaban entrever filas de colmillos de murciélago.

Bebió con avidez de las amargas aguas del lago; después, cuando calmó su sed, se volvió y pareció notar mi presencia, ya que el pellejo se erizó, y me olfateó. No sé si me hubiera atacado, y si habría escapado de allí, pero como yo no podía tolerar tan desagradable visión, corrí temblando entre los grandes peñascos y los bloques de sal que bordeaban el lago. Agotado y sin aliento, me detuve, pero al volver la cabeza advertí que nadie me seguía. Temblando aún, me senté a la sombra de una roca. Pero no duraría mucho mi descanso, porque en ese momento comenzó la segunda de esas extrañas aventuras que me obligaron a creer en todas las leyendas que había oído.

Mucho más alarmante que la carcajada diabólica fue el grito que se elevó a mi lado, procedente de la arena silícea; era el grito de una mujer en medio de una atroz agonía. Al volverme, pude contemplar a una Venus, desnuda, con una perfección blanca que podía resistir cualquier escrutinio, ya que estaba incrustada en la arena hasta el ombligo. Sus ojos, abiertos por el terror, me imploraban, y sus manos de loto se extendían hacia mí, mendicantes. Corrí a su lado, y toqué una estatua de mármol, cuyos párpados tallados caían en un sueño enigmático; sus manos estaban enterradas junto a la hermosura perdida de las caderas y los muslos. Escapé, aturdido por un nuevo miedo, y una vez más oí el grito de agonía de una mujer. Pero en esta ocasión no me volví.

Cuesta arriba por una ladera al norte del lago, tropezando con piedras de basalto y bordes afilados de metales, tambaleando por pozos de sal o terrazas desgastadas por las mareas de eones antiquísimos, huí y escapé como un hombre que pasa de una pesadilla a otra, en el transcurso de una noche cacodemoniaca. De cuando en cuando sentí un suspiro helado, ajeno al viento, y al mirar atrás advertí una sombra que corría siguiendo mis huellas. No era la sombra de un hombre, ni de un mono o bestia conocida; tenía una cabeza grotescamente alargada y un cuerpo ancho. Tampoco pude determinar si la sombra tenía cinco patas o si la quinta era una cola.

El miedo renovó mi fuerza, y cuando llegué arriba me atreví a mirar atrás. Pero la sombra extraña seguía aún mis huellas, y entonces llegó hasta mí un hedor repugnante, hediondo como el de los murciélagos que cuelgan en los desolladeros entre los montones de carnes podridas. Corrí durante muchas leguas, mientras el sol rasgaba las montañas que yacen al oeste; pero la extraña sombra se alargaba igual que la mía, conservando siempre la misma distancia detrás de mí.

Una hora antes del ocaso llegué a un círculo formado por pequeños dólmenes que milagrosamente seguían intactos. Al pasar, me pareció oír un gemido, similar al quejido de un animal salvaje, una mezcla de rabia y miedo; entonces advertí que la sombra no me había seguido dentro del círculo. Me detuve, concluyendo que había encontrado un santuario donde mi perseguidor no se atrevía a entrar. Pronto confirmé mis sospechas. La cosa dudó, y corrió alrededor del círculo, parando de vez en cuando entre las mismas; pero en ningún momento dejó de gemir, y por último se alejó desapareciendo por el desierto hacia el sol poniente.

Durante media hora no me atreví a moverme; pero luego, la proximidad de la noche, con todas sus posibilidades de nuevos terrores, me obligó a seguir adelante, siempre hacia el norte. Me encontraba en ese momento en el mismo corazón de Yondo, donde bien podían habitar demonios o fantasmas que no respetarían necesariamente el santuario de columnas intactas.

A medida que avanzaba, la luz solar cambió; el disco rojo, al aproximarse al horizonte, se hundió deshaciéndose en un cinturón de resplandores y miasmas, donde el polvo flotante de las ruinas de la metrópolis de Yondo se mezclaba con los desagradables vapores que se elevaban en forma de columna hacia el cielo desde los enormes golfos negros que se encuentran más allá del extremo del mundo. A la luz roja, las montañas redondas, las colinas serpenteadas y las ciudades perdidas adquirían un tono escarlata oscuro y fantasmal.

Entonces, desde el lejano norte, donde las sombras cobran un color mostaza, surgió una extraña figura; era un hombre alto, completamente cubierto por una cota de malla, o al menos pensé que se trataba de un hombre. Al aproximarse, resonando su armadura a cada paso, observé que su cota de malla era de cobre cubierta de verdín; llevaba un casco del mismo metal, adornado con cuernos retorcidos y una afilada cresta que sobresalía encima de la cabeza; y digo cabeza porque estaba oscureciendo y no podía ver con claridad a cierta distancia. Pero cuando la aparición estuvo más próxima pude advertir que bajo el yelmo no había rostro alguno, y por un momento el perfil del casco vacío se dibujó en las sombras crepusculares. La figura pasó a mi lado, haciendo sonar tristemente su armadura, y desapareció.

Pero inmediatamente después, cuando el sol estaba en su punto más bajo, llegó una segunda aparición galopando a toda carrera y parando cuando estuvo a mi altura; era la momia monstruosa de un antiguo rey, cuya cabeza estaba coronada por una tiara de oro sin mancillar. Al volver su rostro advertí el paso del tiempo y el asiduo trabajo de los gusanos. Sobre el esqueleto flotaban ropajes destrozados, y encima de la corona, de zafiros y rubíes anaranjados, colgaba algo negro que asentía macabramente. Por un instante no pude adivinar de qué se trataba. Entonces se abrieron dos ojos oblicuos de color rojo, que resplandecían como dos carbones, y dos fauces triangulares que parecían una boca de simio. Una cabeza cuadrada, sin pelo y deforme se inclinaba desde un cuello largo y susurraba algo inaudible al oído de la momia. Entonces, y de una sola zancada, el monstruo salvó la mitad de la distancia que nos separaba y apareció un brazo con guantelete de debajo de las ropas rasgadas, brazo de cuyo extremo colgaban dedos descarnados y agarrotados, cargados de pesadas sortijas, que trataban de aferrar mi cuello.

Retrocediendo lejos, muy lejos a través de años de luz llenos de locura y terror, en una huida alocada y precipitada, escapé de los dedos insidiosos que quedaron colgando en el crepúsculo. Retrocediendo lejos, muy lejos, hasta el infinito, sin pensar, sin dudar, lanzándome hacia todas las abominaciones que abandonara. Huí retrocediendo hacia el denso anochecer, hacia las ruinas indefinidas y estáticas, hacia el lago encantado, y el bosque de los cactus malignos; huí retrocediendo hasta que llegué a los crueles y cínicos inquisidores de Ong, que aguardaban mi regreso.


El abrazo frío. Mary Elizabeth Braddon (1837-1915)

Él era un artista; las cosas como las que le pasaron, algunas veces les pasan a los artistas.

Él era alemán; las cosas como las que le pasaron, algunas veces le pasan a los alemanes.

Él era joven, apuesto, estudioso, entusiasta, metafísico, descuidado, incrédulo, despiadado.

Y siendo joven, apuesto, y elocuente, también fue amado.

Él era un huérfano, bajo la tutoría del hermano de su difunto padre, su tío Wilhelm, en cuya casa él había vivido desde su temprana infancia; y aquella que lo amó era su prima, Gertrude, a quien le juró que amaba, a cambio.

¿Él la amaba? Sí, cuando por primera vez se lo juró, sí. Pero pronto su pasión terminó; ¡y cómo al final se convirtió en un sentimiento miserable en el egoísta corazón del estudiante! ¡Pero que bello sueño, cuando él tenía solo diecinueve años, y había regresado de su aprendizaje con un gran pintor en Amberes, y ellos vagaban juntos en los más románticos alrededores de la ciudad, con rosado crepúsculo o con la divina luz de luna o la brillante y jovial luz matinal!

Ellos tenían un secreto, que era la ambición del padre de la chica de que ella tuviera un rico pretendiente. Era una lúgubre visión frente al amor soñado.

Así que se comprometieron; y estando uno al lado del otro, cuando la agonizante luz del sol y la pálida luz de la luna dividían los cielos, él puso el anillo de compromiso en el dedo de ella, en su blanco e inmaculado dedo, cuya delgada forma él conocía bien. Este anillo era bastante particular, tenía la forma de una gran serpiente dorada, la cola en la boca, que era el símbolo de la eternidad; había pertenecido a su madre, y él lo podría haber reconocido de entre cientos. Si se hubiera vuelto ciego al otro día, él podría distinguirlo entre cientos con solo el tacto.

Lo puso en el dedo de ella, y ambos se juraron fidelidad, el uno al otro, por siempre jamás, sin importar peligros o dificultades, en los pesares y en los cambios, en la riqueza o la miseria. Aún debían conseguir el consentimiento del padre para consumar su unión, pero ya estaban comprometidos, y solo la muerte podría separarlos.

Pero el joven estudiante, burlón de las revelaciones, y entusiasta adorador de lo místico, preguntó:

"¿Puede la muerte separarnos? Yo podría regresar a ti, Gertrude. Mi alma podría volver para estar cerca de mi amor. Y tú, tú, si tu mueres antes que yo, la fría tierra no podría separarte de mí; si me amas, tu regresarías, y nuevamente estos bellos brazos estarían alrededor de mi cuello, como lo están ahora."

Pero ella le respondió, con un extraño brillo en sus profundos ojos azules, que el que muriera lo haría en paz con Dios e iría feliz al cielo, y no podría regresar a la atribulada tierra; y solamente el suicidio, la pérdida que provoca que los afligidos ángeles cierren las puertas del Paraíso, provoca que el infausto espíritu persiga a los vivos.

Transcurrió el primer año de su compromiso, y ella se quedó sola, a causa del viaje de él a Italia, por comisión de algún hombre rico, para copiar Rafaeles, Tizianos y Guidos en una galería en Florencia. Quizás habría marchado para ganar fama; pero esto no era lo peor... ¡sino que se había ido! Por supuesto, su padre extrañó a su joven sobrino, quien había sido como un hijo para él; y pensó que la tristeza de su hija no era más que la que una prima puede sentir por la ausencia de un primo.

Durante ese tiempo, las semanas y los meses pasaron. Los amantes se escribían, primero muy seguido, luego con menos frecuencia, al final dejaron de hacerlo.

¡Cuántas excusas ella se inventó para él! ¡Cuántas veces ella fue a la lejana oficina postal, a la que él dirigía sus cartas! ¡Cuántas veces ella esperó, solo para verse decepcionada! ¡Cuántas veces ella desesperó, solo para tener una nueva esperanza!

Pero la real desesperación vino, al final, y no se fue más. El rico pretendiente apareció en escena, y el padre se decidió. Ella tenía que casarse de inmediato, y la fecha de la boda se fijó para el quince de junio.

La fecha parecía abrasarle la mente.

La fecha, escrita en fuego, danzaba permanentemente frente a sus ojos. Esa fecha, gritada por las Furias, sonaba continuamente en sus oídos.

Pero aún no era tiempo, estábamos a mediados de mayo, estábamos a tiempo para escribirle una carta a Florencia; era tiempo de que regrese a Brunswick, para tomarla y unirse en matrimonio a ella. A pesar de su padre, a pesar del mundo entero.

Pero los días y las semanas volaron, y él no escribió. Y tampoco vino. Esto en verdad la desesperó, y ese sentimiento se adueñó de su corazón y ya no se marchó.

Llegó el catorce de junio. Por última vez ella fue a la pequeña oficina postal; por última vez hizo la vieja pregunta, y por última vez le respondieron: "No; no hay carta."

Por última vez, ya que al otro día sería la fecha fijada para la boda. Su padre no escucharía apelaciones; su rico pretendiente no escucharía sus oraciones. Ellos no querían demorarse ni un solo día, ni una hora; esa noche sería suya, esa noche, ella podría hacer lo que quisiera.

Ella tomó otro camino que el que llevaba a su casa; se dio prisa a través de algunas callejuelas de la ciudad, pasó por un solitario puente, donde ella y su amado habían estado de pie frente al crepúsculo, mirando el cielo tornarse rosado, y el sol caer sobre el horizonte del río.

Él regresó de Florencia. Él había recibido la carta de ella. Esa carta, borroneada con lágrimas, surcada de ruegos y llena de desesperanza. Él la había recibido, pero ya no la amaba. Una joven florentina, quien había posado para él como modelo vivo, poblaba sus ilusiones. Y Gertrude había quedado casi olvidada. Si ella tenía algún pretendiente rico, bien; la iba a dejar que se casara; mejor para ella, mejor para él. Él ya no tenía deseos de encadenarse a ninguna mujer. ¿No tenía su arte? Su eterna novia, su constante mujer.

De esta manera él decidía demorar su vuelta a Brunswick, de manera que cuando arribara, el casamiento ya se hubiera celebrado, y él pudiera saludar a la novia.

¿Y los votos, las ilusiones místicas, la creencia en su regreso después de la muerte, para abrazar a su amada? Oh, extinguidos para siempre de su vida; desaparecidos para siempre, solo sueños irracionales de su juventud.

Así que el quince de junio él entró en Brunswick, por ese mismo puente en el que había estado de pie, con las estrellas cayendo sobre ella, bajo el cielo nocturno. Caminó a través del puente, un perro tosco le seguía el paso, y el humo de su corta pipa rizándose en forma de guirnaldas fantásticas en el puro aire de la mañana. Llevaba su cuaderno de bocetos bajo el brazo, y se su ojo artístico se vio atraído por algunos objetos, ante los cuales se paró a dibujarlos: unas hierbas y unos guijarros sobre la ribera del río; un despeñadero sobre la orilla opuesta; un grupo de sauces a la distancia. Cuando hubo terminado, admiró su dibujo, cerró el cuaderno, vació las cenizas de la pipa, volvió a llenarla con su bolsa de tabaco, y cantó el refrán del feliz bebedor, llamó al perro, fumó nuevamente, y siguió caminando. Súbitamente volvió a abrir el cuaderno; esta vez le atrajo un grupo de figuras, pero ¿qué eran?

No era un funeral, puesto que no estaban de luto.

No era un funeral, pero había un cadáver en un tosco ataúd, cubierto con una vieja vela, llevada por dos de los portadores.

No es un funeral, puesto que los portadores son pescadores, pescadores en su atuendo de todos los días. A unas cien yardas de donde él estaba, hicieron un alto en el camino y tomaron un respiro. Uno se quedó parado a la cabeza del ataúd, los otros se sentaron a los pies.

Y de esta manera, él dio dos o tres pasos para atrás, seleccionó su punto de vista, y comentó a esbozar un rápido contorno. Lo pudo terminar antes que volvieran a ponerse en marcha; pudo escuchar sus voces, a pesar que no podía entender sus palabras, y se preguntó de que podrían estar hablando. Caminó hacia ellos y se les unió.

"Mis amigos, ¿llevan ahí un muerto?" preguntó.

"Sí; un muerto que fue echado a tierra hace una hora."

"¿Ahogado?"

"Sí, ahogado. Una joven, muy bonita."

"Las suicidas siempre son bonitas," dijo el pintor; y entonces se quedó para un rato de pipa y meditación, mirando la sutil forma del cuerpo y los pliegues de la lona que lo cubría.

La vida era una temporada de verano para él, joven, ambicioso, listo, ya que aquello que parecía luto y congoja, no parecía tener parte en su destino.

Al final, pensó que, si esta pobre suicida era tan bonita, él tenía que hacer un boceto de ella.

Dio a los pescadores algún dinero, y ellos accedieron a remover la lona que cubría sus facciones.

No; se diría a sí mismo. Él levantó la áspera, tosca y húmeda lona de su rostro. ¿Qué rostro? El mismo que había brillado en los irracionales sueños de su juventud; el rostro que una vez fue la luz de la casa de su tío. Su prima Gertrude... ¡Su prometida!

Él vio, como en un atisbo, mientras respiraba profundo, las facciones rígidas, los brazos fríos, las manos cruzadas sobre el pecho helado; y, sobre el tercer dedo de la mano izquierda, el anillo, el mismo que había sido de su madre, esa serpiente dorada; el anillo, el mismo que si él hubiera sido ciego, podría reconocer solo al tacto entre cientos de anillos.

Pero él es un genio y un metafísico, una pena, una verdadera pena. Su primer pensamiento fue la huida, una huida hacia cualquier otro lugar, fuera de aquella maldita cuidad, cualquier lugar, lejano a aquel espantoso río, cualquier lugar libre de los recuerdos, lejos del remordimiento: cualquier lugar para olvidar.

Solo cuando su perro se echó a sus pies, fue que se sintió exhausto, y buscó sentarse en algún banco, para descansar. ¡Cómo le daba vueltas el paisaje frente a sus obnubilados ojos, mientras en su cuaderno el boceto de los pescadores y el féretro cubierto con una lona resplandecía por sobre la penumbra!

Al final, luego de quedarse un largo rato sentado a un costado del camino, un rato jugando con el perro, otro rato fumando, otro rato despatarrándose, mirando todo como cualquier estudiante feliz y haragán podría haber mirado, aunque por dentro devorándose la mente con un mismo pensamiento, el de aquella escena matinal, recuperó la compostura, y trató de pensar en sí mismo, ya no más en el suicidio de su prima. Aparte de esto, él no estaba peor de lo que había estado el día anterior. No había perdido su genio; el dinero que había ganado en Florencia aún permanecía en su bolsillo; él era su propio maestro, libre de ir adonde quisiera.

Y mientras seguía sentado en el costado del camino, tratando de separarse a sí mismo de la escena que vio a la mañana, tratando de expulsar de su mente la imagen del cadáver cubierto con la lona de vela, tratando de pensar que haría al siguiente momento, donde iría, lo más lejos posible de Brunswick y del remordimiento, la vieja diligencia vino a los tumbos. Él la recordó; iba desde Brunswick a Aix-la-Chapelle.

Él le silbó al perro, gritó al cochero que detuviera su vehículo y brincó dentro del carro.

Durante toda la tarde, y luego, toda la noche, a pesar que no pudo cerrar sus ojos, nunca dijo una palabra; pero cuando la mañana volvió a romper, y los otros pasajeros se despertaron, comenzando a hablarse unos con otros, él se plegó a la conversación. Les contó que era un artista y que iba a Colonia y a Amberes para copiar unos Rubens, y la gran pintura de Quentin Matsys, en el museo. Recordó, luego de hablar y reír bulliciosamente, y antes, mientras hablaba y reía de manera ruidosa, a un pasajero, mayor y más serio que el resto, que abrió su ventana, cerca suyo, y le dijo que pusiera su cabeza fuera. Recordó el aire fresco golpeando en su cara, el canto de los pájaros en sus oídos, y los campos que se extendían hacia el horizonte frente a sus ojos. Él recordó esto, y luego cayó en un estado inánime, en el piso de la diligencia.

Fue la fiebre que lo mantuvo en el lecho durante unas seis largas semanas, en un hotel de Aix-la-Chapelle. Él se puso bien, y, acompañado por su perro, comenzó a caminar a Colonia. Nuevamente era su antiguo ser. De nuevo el humo azulado de su corta pipa daba vueltas por el aire de la mañana, mientras él cantaba una vieja canción de la universidad que festejaba el buen beber, y de nuevo parando aquí y allá, meditando y dibujando bosquejos.

Él era feliz, y había olvidado a su prima, y así se dirigía a Colonia.

Fue en la gran catedral que se quedó parado, con el perro a su lado. Era de noche, las campanas habían terminado de anunciar la hora, y dieron las once; la luz de la luna llena iluminaba el magnífico edificio, sobre el cual el ojo del artista vagaba en busca de la belleza de la forma.

No estaba pensando en su prima ahogada, ya que la había olvidado y ahora se sentía feliz.

Súbitamente alguien, algo, por detrás suyo, le colocó dos fríos brazos alrededor de su cuello, y abrazó las manos sobre su pecho.

Y no había nadie detrás suyo, ya que en la calle bañada por la luz lunar, se proyectaban solo dos sombras, la propia y la de su perro. Rápidamente se dio la vuelta, pero no había nadie, nada que ver a lo largo y a lo ancho de la cuadra, más que él mismo y su perro; y a pesar que lo sintió, no pudo ver los frígidos brazos que se abrazaron a su cuello.

No era un abrazo fantasma, ya que él pudo sentirlo al tacto, aunque no podía ser real, ya que no podía ver nada.

Trató de quitarse de encima esa gélida caricia. Se puso sus propias manos en el cuello para desunir aquellas que lo rodeaban. Pudo sentir los largos y delicados dedos, húmedos al tacto, y sobre el tercer dedo de la mano izquierda, logró palpar el anillo que había sido de su madre, la serpiente dorada, el anillo que él había dicho que podría reconocer al tacto entre cientos de ellos. ¡Él ahora lo sabía!

Los helados brazos de su prima muerta estaban rodeándole el cuello, las manos de ella estaban firmemente agarradas entre sí sobre su pecho. Se dijo a sí mismo que si se estaría volviendo loco.

"¡Up, Leo!" se gritó. "¡Vamos, muchacho!" y el Terranova saltó a sus hombros, y cuando sus patas tocaron las manos de la muerta, el animal lanzó un terrorífico aullido, y salió disparado del lado de su amo.

El estudiante se quedó parado a la luz de la luna, con los brazos muertos alrededor de su cuello, y el perro a distancia considerable, aullando lastimosamente.

Un sereno, alarmado por el aullido del animal, llegó a la escena para ver que era lo que ocurría.

Al siguiente instante el gélido abrazo se desvaneció.

El joven marchó a la casa del sereno y luego al hotel. Antes le dio un dinero; en gratitud podría haberle dado la mitad de su pequeña fortuna.

¿Volvió a aparecer este abrazo mortal?

Intentó no volver a quedarse solo; se hizo con cientos de conocidos, y compartió los cuartos de otros estudiantes. La gente comenzó a notar su extraño comportamiento, y comenzaba a creer que estaba loco.

Pero, a pesar de estos intentos, otra vez se quedó solo; fue una noche en que la plaza quedó desierta por un momento, y él comenzó a caminar por la calle, pero la calle estaba también desierta, y por segunda vez sintió los fríos brazos sobre su cuello, y por segunda vez, cuando llamó a su animal, este saltó lejos de su amo con un lastimero aullido.

Luego de dejar Colonia, ahora viajando a pie por necesidad (ya que su dinero comenzaba a escasear), se unió a unos vendedores ambulantes, de manera que podía estar todo el día con gente, y hablar con quien quiera que se encontraba, tratando de llegar a la noche y estar en compañía de alguien.

A la noche dormía cerca del fuego de la cocina de la posada en la que paraba; pero cualquier cosa que hiciera, él se quedaba solo con frecuencia, y siendo cosa común para él, volvía a sentir el frío abrazo alrededor de su cuello.

Muchos meses pasaron desde la muerte de su prima, otoño, invierno, hasta que llegó la primavera. Su dinero casi se había agotado, su salud estaba severamente dañada, y él era la sombra de quien solía ser. Se encontraba cerca de París. Había acudido a esta ciudad durante la época del Carnaval. En París, la época del Carnaval le significaba que no se volvería a quedar solo, y no volvería a sentir esa mortal caricia, hasta que podría recobrar su alegría perdida, su estado de salud, y una vez más reiniciar su oficio y profesión, para una vez más ganar dinero y fama por su arte.

¡Cuánto que intentó salvar la distancia que lo separaba de París, mientras día a día se debilitaba más y más, y su caminar se hacía más lento cada vez!

Pero al final, luego de mucho tiempo, logró alcanzar la ciudad. Esta es París, en la que él ingresa por primera vez, París, la que había soñado tanto, París cuyo millón de voces podía exorcizar su fantasma.

París le pareció esa noche un vasto caos de luces, música y confusión. Luces que danzaban ante sus ojos y que jamás se quedaban quietas, música que sonaba en su oído y lo ensordecían, confusión que hacía que su cabeza se vea presa de un inacabable remolino.

Llegó a la Casa de la Opera, donde se daba el baile de máscaras. Había ahorrado un dinero para comprar un boleto de admisión, y para alquilar un disfraz de dominó para cubrir su zaparrastrosa indumentaria. Parecía que había pasado solo un momento desde que había pasado las puertas de la ciudad y ahora se encontraba en medio de un salvaje alboroto en el baile de la Casa de la Opera.

No más oscuridad, no más soledad, sino que una multitud enloquecida, gritando y bailando frenéticamente, del brazo de una chica.

La tempestuosa alegría que sentía seguramente haría que regrese su vieja despreocupación. Él pudo escuchar a la gente a su alrededor hablando de la salvaje conducta de algunos estudiantes borrachos, y fue a él a quien señalaron mientras decían esto, a él, que no se había mojado los labios desde la noche anterior; a pesar que sus labios estaban deshidratados y su garganta seca, él no podía beber. Su voz era densa y ronca, y su articulación poco clara; pero su vieja despreocupación volvió, y él se hizo poco problema.

La chica se cansó, su brazo permaneció en su hombro, mientras las otras bailarinas se fueron yendo, una por una.

Las luces de los candelabros, fueron extinguiéndose una por una.

Los decorados comenzaron a oscurecerse ante la disminución de la iluminación.

Una débil luz de las últimas lámparas, y un pálido haz de luz grisácea proveniente del nuevo día, comenzó a avanzar por entre las persianas medio abiertas.

Y por esta luz la chica se fue desvaneciendo. Él miró en su rostro. ¡Cómo iba sucumbiendo el brillo de sus ojos! De nuevo volvió a mirar en su rostro. ¡Qué pálido se había puesto su rostro! Y una vez más volvió a mirar, y ahora observaba la sombra del que fue un rostro.

De nuevo, el brillo de los ojos, el rostro, la sombra del rostro. Todo se había ido. Y él volvió a quedarse solo; solo en un salón tan vasto.

Solo, y, en un terrible silencio, escuchó los ecos de sus propios pasos en una tétrica danza que no tenía música.

Sin ninguna otra música más que el golpeteo del corazón contra su propio pecho. Los brazos helados volvían a rodearle el cuello, a arremolinarse en torno suyo, ellos no iban a soltarse, tampoco a fundirse; él ya no podía escapar de aquel álgido abrazo más de lo que podía escapar de la muerte. Miró detrás suyo, no había nada más que él mismo en un gran salón vacío; pero podía sentirlo, el frío mortecino, y aquellos largos y delgados dedos, y el anillo que había sido de su madre.

Trató de gritar, pero ya no tenía más poder en su garganta reseca. El silencio del lugar únicamente fue roto por los ecos de sus propios pasos en aquella danza de la que no podía liberarse a sí mismo. ¿Quién podía decir que no tenía pareja de baile? Los gélidos brazos que estaban prendidos a su pecho. Y él no rehuiría de tal caricia. ¡No! Una polka más y caería muerto.

Las luces se apagaron del todo, y media hora después, los gendarmes llegaron con una linterna para ver si el salón había quedado vacío; un perro los seguía, un gran perro que habían encontrado sentado frente a la entrada del teatro. Cerca de la entrada principal tropezaron con...

El cadáver de un estudiante, que había muerto de inanición, y por la rotura de los vasos sanguíneos.


Poemas. Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873)

Suplicio de amor. 


¡Feliz quien junto a ti por ti suspira,
Quien oye el eco de tu voz sonora,
Quien el halago de tu risa adora
Y el blando aroma de tu aliento aspira!
Ventura tanta, que envidioso admira
El querubín que en el empíreo mora,
El alma turba, el corazón devora,
Y el torpe acento, al expresarla, expira.
Ante mis ojos desaparece el mundo
Y por mis venas circular ligero
El fuego siento del amor profundo.
Trémula, en vano resistirte quiero.
De ardiente llanto mi mejilla inundo.
¡Delirio, gozo, te bendigo y muero!





Soledad del alma. 


La flor delicada, que apenas existe una aurora,
Tal vez largo tiempo al ambiente le deja su olor...
Mas ¡ay!, que del alma las flores que un día atesora
Muriendo marchitas no dejan perfume en redor.
La luz esplendente del astro fecundo del día
Se apaga, y sus huellas aún forman hermoso arrebol.
Mas ¡ay!, cuando el alma le llega la noche sombría,
Qué guarda el fuego sagrado que ha sido su sol?
Se rompe, gastada, la cuerda del arpa armoniosa,
Aún su eco difunde en los aires fugaz vibración.
Mas todo es silencio profundo, de muerte espantosa,
Si dan un pecho amante el postrero tristísimo son.
Mas nada, ni noche, ni aurora, ni tarde indecisa
Cambian del alma desierta la lúgubre faz.
A ella no llegan crepúsculo, aroma ni brisa;
A ella no brindan las sombras ensueños de paz.
Vista los campos de flores gentil primavera,
Doren las mieses los besos del cielo estival,
Pámpanos ornen de otoño la faz placentera,
Lance el invierno brumoso su aliento glacial,
Siempre perdidas, vagando en su estéril desierto,
Siempre abrumadas de peso de vil nulidad,
Gimen las almas do el fuego de amor está muerto...
Nada hay que pueble o anime su gran soledad.





Significado de la palabra "yo amé". 


Con yo amé dice cualquiera
Esta verdad desolante:
-Todo en el mundo es quimera,
No hay ventura verdadera
Ni sentimiento constante.
Yo amé significa: -Nada
Le basta al hombre jamás:
La pasión más delicada,
La promesa más sagrada,
Son humo y viento... ¡y no más!





Paisaje guipuzcoano. 


Suspende, mi caro amigo,
Tus pasos por un instante:
No está la ermita distante,
Y apenas las cinco son.
Ven a admirar -bajo el toldo
De aquellos verdes ramajes-
Los pintorescos paisajes
De esta encantada región.
Mira a tus pies ese río,
Cuyas herbosas orillas
Millones de florecillas
Cubren, difundiendo olor;
Y desde el borde escarpado
Oye las mansas corrientes
Deslizarse transparentes
Con soñoliento rumor.
Hileras de álamos blancos,
Que el hondo cauce sombrean,
Sus altas copas cimbrean
Del viento al soplo fugaz;
Mientras pescan silenciosos,
Con luengas cañas y anzuelos,
Dos vigorosos chicuelos
De viva y morena faz.
Mira en torno cuál se extienden
Cuadros de trigos dorados,
Por ricas franjas cortados
De verde-oscuro maíz;
Y esos tan varios helechos
-Fieles hijos de las sombras-
Que prestan al bosque alfombras
De primoroso matiz.
¿Ves allá los caseríos
-Que siembran el valle a trechos-
Levantar sus rojos techos
De entre el verde castañar?
¿Ves cuál visten sus paredes
De parra lindos festones,
Y cómo van los gorriones
Sus racimos a picar?
Mas que ya las chimeneas
Despiden humo, repara,
Anunciando se prepara
La cena del segador;
Y a las vacas lentamente
Mira bajar de esos cerros,
Llamando con sus cencerros
Al perezoso pastor.
Mas, ¡oh, ve! También desciende,
Saltando por entre breñas,
Turba de niñas risueñas
Que acá parece venir.
Sí; no hay duda: ramilletes
Nos ofrecen con empeño.
¿Comprendes tú, caro dueño,
Lo que nos quieren decir?
¡Ah!, sabe que esos perfumes,
Que rinden cual homenaje,
Sólo son mudo lenguaje
De un triste y constante afán;
Pues -con rara poesía-
El mendigo guipuzcoano,
Cubre de flores la mano
Que tiende pidiendo pan.

Acepta al punto, ¡querido!
¿Quién hay que negarse pueda
A cambiar una moneda
Por cada hermoso clavel?
Venid, niñas, cada tarde;
Yo en el trueque me intereso,
Y si al ramo unís un beso
Garante os salgo de él.
¡Pero no entienden! ¡Se alejan!
Mira por esos barrancos
Saltar, desnudos y blancos,
Sus breves y lindos pies...
Se detienen, se sonríen
Viendo en mi pecho sus ramos,
Y ligeras como gamos
Desaparecen después.
Mientras tanto las montañas
Sus picachos desiguales
Van envolviendo en cendales
De gualda, azul y arrebol,
Y en su carro majestuoso
-Surcando el tibio occidente-
Hunde a su espalda la frente,
Cansado de vida, el Sol.
A su postrera mirada
Y a su postrera sonrisa,
Suspiros vuelve la brisa,
Perfumes vuelve la flor,
Y llanto puro los cielos
Vierten en el valle umbrío,
Que lo convierte en rocío
De delicioso frescor.
¡Oh, mira! Ya por las faldas,
Que cubren altos castaños,
Bajando van los rebaños
Para acogerse al redil...
Ya los niños sus anzuelos
Han recogido y su pesca,
Y se van armando gresca
Con regocijo infantil.





Oración al Cristo del Calvario. 


En esta tarde, Cristo del Calvario,
Vine a rogarte por mi carne enferma;
Pero, al verte, mis ojos van y vienen
De tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza.
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
Cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
Cuando las tuyas están llenas de heridas?
¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
Cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
Cuando tienes rasgado el corazón?
Ahora ya no me acuerdo de nada,
Huyeron de mí todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
Se me ahoga en la boca pedigüeña.
Y sólo pido no pedirte nada,
Estar aquí, junto a tu imagen muerta,
Ir aprendiendo que el dolor es sólo
La llave santa de tu santa puerta.
Amén.





Mi mal. 


En vano ansiosa tu amistad procura
Adivinar el mal que me atormenta;
En vano, amigo, conmovida intenta
Revelarlo mi voz a tu ternura.
Puede explicarse el ansia, la locura
Con que el amor sus fuegos alimenta.
Puede el dolor, la saña más violenta,
Exhalar por el labio su amargura...
Mas de decir mi malestar profundo,
No halla mi voz, mi pensamiento, medio,
Y al indagar su origen me confundo:
Pero es un mal terrible, sin remedio,
Que hace odiosa la vida, odioso el mundo,
Que seca el corazón... ¡En fin, es tedio!





Las contradicciones. 


No encuentro paz, ni me permiten guerra;
De fuego devorado, sufro el frío;
Abrazo un mundo, y quédome vacío;
Me lanzo al cielo, y préndeme la tierra.
Ni libre soy, ni la prisión me encierra;
Veo sin luz, sin voz hablar ansío;
Temo sin esperar, sin placer río;
Nada me da valor, nada me aterra.
Busco el peligro cuando auxilio imploro;
Al sentirme morir me encuentro fuerte;
Valiente pienso ser, y débil lloro.
Cúmplese así mi extraordinaria suerte;
Siempre a los pies de la beldad que adoro,
Y no quiere mi vida ni mi muerte.





La pesca en el mar. 


¡Mirad!, ya la tarde fenece...
La noche en el cielo
Despliega su velo
Propicio al amor.
La playa desierta parece;
Las olas serenas
Salpican apenas
Su dique de arenas,
Con blando rumor.
Del líquido seno la Luna
Su pálida frente
Allá en Occidente
Comienza a elevar.
No hay nube que vele importuna
Sus tibios reflejos,
Que miro de lejos
Mecerse en espejos
Del trémulo mar.
¡Corramos! ¡Quién llega primero!
Ya miro la lancha...
Mi pecho se ensancha,
Se alegra mi faz.
¡Ya escucho la voz del nauclero,
Que el lino despliega
Y al soplo lo entrega
Del aura que juega,
Girando fugaz!
¡Partamos! La plácida hora
Llegó de la pesca,
Y al alma refresca
La bruma del mar.
¡Partamos, que arrecia sonora
La voz indecisa
Del agua, y la brisa
Comienza de prisa
La flámula a hinchar!
¡Pronto, remero!
¡Bate la espuma!
¡Rompe la bruma!
¡Parte veloz!
¡Vuele la barca!
¡Dobla la fuerza!
¡Canta, y esfuerza
Brazos y voz!
Un himno alcemos
Jamás oído,
Del remo al ruido,
Del viento al son,
Y vuele en alas
Del libre ambiente
La voz ardiente
Del corazón.
Yo a un marino le debo la vida,
Y por patria le debo al azar
Una perla -en un golfo nacida-
Al bramar
Sin cesar
De la mar.
Me enajena al lucir de la luna
Con mi bien estas olas surcar,
Y no encuentro delicia ninguna
Como amar
Y cantar
En el mar.
Los suspiros de amor anhelantes
¿Quién, ¡oh amigos!, querrá sofocar,
Si es tan grato a los pechos amantes
A la par
Suspirar
En el mar?
¿No sentís que se encumbra la mente
Esa bóveda inmensa al mirar?
Hay un goce profundo y ardiente
En pensar
Y admirar.
En el mar.
Ni un recuerdo del mundo aquí llegue
Nuestra paz deliciosa a turbar;
Libre el alma al deleite se entregue
De olvidar
Y gozar
En el mar.
¡Prestos todos! ¡Las redes se tiendan!
¡Muy pesadas las hemos de alzar!
¡Prestos todos, los cantos suspendan,
Y callar
Y pescar
En el mar!





Deseo de venganza. 


¡Del huracán espíritu potente,
Rudo como la pena que me agita!
¡Ven, con el tuyo mi furor excita!
¡Ven con tu aliento a enardecer mi mente!
¡Que zumbe el rayo y con fragor reviente,
Mientras -cual a hoja seca o flor marchita-
Tu fuerte soplo al roble precipita.
Roto y deshecho al bramador torrente!
Del alma que te invoca y acompaña,
Envidiando tu fuerza destructora,
Lanza a la par la confusión extraña.
¡Ven al dolor que insano la devora
Haz suceder tu poderosa saña,
Y el llanto seca que cobarde llora!





Contemplación. 


Tiñe ya el Sol extraños horizontes;
El aura vaga en la arboleda umbría;
Y piérdese en la sombra de los montes
La tibia luz del moribundo día.
Reina en el campo plácido sosiego,
Se alza la niebla del callado río,
Y a dar al prado fecundante riego,
Cae, convertida en límpido rocío.
Es la hora grata de feliz reposo,
Fiel precursora de la noche grave
Torna al hogar el labrador gozoso,
El ganado al redil, al nido el ave.
Es la hora melancólica, indecisa,
En que pueblan los sueños, los espacios,
Y en los aires -con soplos de la brisa-
Levantan sus fantásticos palacios.
En Occidente el Héspero aparece,
Salpican perlas su zafíreo asiento
Y -en tanto que apacible resplandece-
No sé qué halago al contemplarlo siento.

¡Lucero del amor! ¡Rayo argentado!
¡Claridad misteriosa! ¿Qué me quieres?
¿Tal vez un bello espíritu, encargado
De recoger nuestros suspiros, eres?
¿De los recuerdos la dulzura triste
Vienes a dar al alma por consuelo,
O la esperanza con su luz te viste
Para engañar nuestro incesante anhelo?
¡Oh, tarde melancólica!, yo te amo
Y a tus visiones lánguida me entrego...
Tu leda calma y tu frescor reclamo
Para templar del corazón el fuego.
Quiero, apartada del bullicio loco,
Respirar tus aromas halagüeños,
A par que en grata soledad evoco
Las ilusiones de pasados sueños.
¡Oh!, si animase el soplo omnipotente
Estos que vagan húmedos vapores,
Término dando a mi anhelar ferviente,
Con objeto inmortal a mis amores.
¡Y tú, sin nombre en la terrestre vida,
Bien ideal, objeto de mis votos,
Que prometes al alma enardecida
Goces divinos, para el mundo ignotos!
¿Me escuchas? ¿Dónde estás? ¿Por qué no puedo
-Libre de la materia que me oprime-
A ti llegar, y aletargada quedo,
Y opresa el alma en sus cadenas gime?
¡Cómo volara hendiendo las esferas
Si aquí rompiese mis estrechos nudos,
Cual esas nubes cándidas, ligeras,
Del éter puro en los espacios mudos!
Mas, ¿dónde vais? ¿Cuál es vuestro camino,
Viajeras del celeste firmamento?
¡Ah!, ¡lo ignoráis!, seguís vuestro destino
Y al vario impulso obedecéis del viento.
¿Por qué yo, en tanto, con afán insano
Quiero indagar la suerte que me espera?
¿Por qué del porvenir el alto arcano
Mi mente ansiosa comprender quisiera?
Paternal Providencia puso el velo
Que nuestra mente a descorrer no alcanza,
Pero que le permite alzar el vuelo
Por la inmensa región de la esperanza.
El crepúsculo huyó; las rojas huellas
Borra la luna en su esmaltado coche,
Y un silencioso ejército de estrellas
Sale a guardar el trono de la noche.
A ti te amo también, noche sombría;
Amo tu luna tibia y misteriosa,
Más que a la luz con que comienza el día,
Tiñendo el cielo de amaranto y rosa.
Cuando en tu grave soledad respiro,
Cuando en el seno de tu paz profunda
Tus luminares pálidos admiro,
Un religioso afecto el alma inunda:
¡Que si el poder de Dios, y su hermosura,
Revela el Sol en su fecunda llama,
De tu solemne calma la dulzura
Su amor anuncia y su bondad proclama!





Amor y orgullo. 


Un tiempo hollaba por alfombras rosas,
Y nobles vates, de mentidas diosas
Prodigábanme nombres;
Mas yo, altanera, con orgullo vano,
Cual águila real al vil gusano,
Contemplaba a los hombres.
Mi pensamiento -en temerario vuelo-
Ardiente osaba demandar al cielo
Objeto a mis amores:
Y si a la tierra con desdén volvía
Triste mirada, mi soberbia impía
Marchitaba sus flores.
Tal vez por un momento caprichosa
Entre ellas revolé, cual mariposa,
Sin fijarme en ninguna;
Pues de místico bien siempre anhelante,
Clamaba en vano, como tierno infante
Quiere abrazar la luna.
Hoy, despeñada de la excelsa cumbre,
Do osé mirar del sol la ardiente lumbre
Que fascinó mis ojos,
Cual hoja seca al raudo torbellino,
Cedo al poder del áspero destino,
¡Me entrego a sus antojos!
Cobarde corazón, que el nudo estrecho
Gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho
Tu presunción altiva?
¿Qué mágico poder, en tal bajeza
Trocando ya tu indómita fiereza,
De libertad te priva?
¡Mísero esclavo de tirano dueño,
Tu gloria fue cual mentiroso sueño,
Que con las sombras huye!
Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas
De necia vanidad, débiles plantas
Que el aquilón destruye?
En hora infausta a mi feliz reposo,
¿No dijiste, soberbio y orgulloso:
-¿Quién domará mi brío?
¡Con mi solo poder haré, si quiero,
Mudar de rumbo al céfiro ligero
Y arder al mármol frío!
¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano!
Te gritó la razón. Mas, ¡cuán en vano
Te advirtió tu locura!
Tú mismo te forjaste la cadena,
Que a servidumbre eterna te condena,
Y a duelo y amargura!
Los lazos caprichosos que otros días
-Por pasatiempo- a tu placer tejías,
Fueron de seda y oro:
Los que ahora rinden tu valor primero,
Son eslabones de pesado acero,
Templados con tu lloro.
¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado,
De inmenso orgullo y presunción hinchado,
De víboras nutrido?
Tú -que anhelabas tan sublime objeto-
¿Cómo al capricho de un mortal sujeto
Te arrastras abatido?
¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos,
Que por flores tomé duros abrojos
Y por oro la arcilla?
¡Del torpe engaño mis rivales ríen,
Y mis amantes, ¡ay!, tal vez se engríen
Del yugo que me humilla!
¿Y tú lo sufres, corazón cobarde?
¿Y de tu servidumbre haciendo alarde,
Quieres ver en mi frente
El sello del amor que te devora?
¡Ah!, velo, pues, y búrlese en buen hora
De mi baldón la gente.
¡Salga del pecho -requemando el labio-
El caro nombre, de mi orgullo agravio,
De mi dolor sustento!
¿Escrito no le ves en las estrellas
Y en la luna apacible, que con ellas
Alumbra el firmamento?
¿No le oyes, de las auras al murmullo?
¿No le pronuncia -en gemidor arrullo-
La tórtola amorosa?
¿No resuena en los árboles, que el viento
Halaga con pausado movimiento
En esa selva hojosa?
De aquella fuente entre las claras linfas,
¿No le articulan invisibles ninfas
Con eco lisonjero?
¿Por qué callar el nombre que te inflama,
Si aún el silencio tiene voz, que aclama
Ese nombre que quiero?
Nombre que un alma lleva por despojo;
Nombre que excita con placer enojo,
Y con ira ternura;
Nombre más dulce que el primer cariño
De joven madre al inocente niño,
Copia de su hermosura:
Y más amargo que el adiós postrero
Que al suelo damos donde el sol primero
Alumbró nuestra vida.
Nombre que halaga, y halagando mata;
Nombre que hiere -como sierpe ingrata-
Al pecho que le anida..
¡No, no lo envíes, corazón, al labio!
¡Guarda tu mengua con silencio sabio!
¡Guarda, guarda tu mengua!
¡Callad también vosotras, auras, fuente,
Trémulas hojas, tórtola doliente,
Como calla mi lengua!





Al sol en un día de Diciembre. 


Reina en el cielo. ¡Sol, reina e inflama
Con tu almo fuego mi cansado pecho!
Sin luz, sin brío, comprimido, estrecho,
Un rayo anhela de tu ardiente llama.
A tu influjo feliz brote la grama;
El hielo caiga a tu fulgor deshecho:
¡Sal, del invierno rígido a despecho,
Rey de la esfera, Sol: mi voz te llama!
De los dichosos campos do mi cuna
Recibió de tus rayos el tesoro,
Me aleja para siempre la fortuna:
Bajo otro cielo, en otra tierra lloro,
Donde la niebla abrúmame importuna,
¡Sal rompiéndola, Sol, que yo te imploro!





Al partir. 


¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente!
¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo
La noche cubre con su opaco velo,
Como cubre el dolor mi triste frente.
¡Voy a partir! La chusma diligente,
Para arrancarme del nativo suelo
Las velas iza, y pronta a su desvelo
La brisa acude de tu zona ardiente.
¡Adiós!, ¡patria feliz, edén querido!
¡Doquier que el hado en su furor me impela,
Tu dulce nombre halagará mi oído!
¡Adiós! Ya cruje la turgente vela
¡El anda se alza... El buque, estremecido,
Las olas corta y silencioso vuela!





El árbol de Guernica.


Tus cuerdas de oro en vibración sonora
Vuelve a agitar, ¡oh lira!,
Que en este ambiente, que aromado gira,
Su inercia sacudiendo abrumadora
La mente creadora,
De nuevo el fuego de entusiasmo aspira.
¡Me hallo en Guernica! Ese árbol que contemplo,
Padrón es de alta gloria
De un pueblo ilustre interesante historia
De augusta libertad sencillo templo,
Que -al mundo dando ejemplo-
Del patrio amor consagra la memoria.
Piérdese en noche de los tiempos densa
Su origen venerable;
Mas, ¿qué siglo evocar que no nos hable
De hechos ligados a su vida inmensa,
Que en sí sola condensa
La de una raza antigua e indomable?
Se transforman doquier las sociedades;
Pasan generaciones;
Caducan leyes; húndense naciones
Y el árbol de las vascas libertades
A futuras edades
Trasmite fiel sus santas tradiciones.
Siempre inmutables son, bajo este cielo,
Costumbres, ley, idioma.
¡Las invencibles águilas de Roma
Aquí abatieron su atrevido vuelo,
Y aquí luctuoso velo
Cubrió la media luna de Mahoma!
Nunca abrigaron mercenarias greyes
Las ramas seculares,
Que a Vizcaya cobijan tutelares;
Y a cuya sombra poderosos reyes
Democráticas leyes
Juraban ante jueces populares.
¡Salve, roble inmortal! Cuando te nombra
Respetuoso mi acento,
Y en ti se fija ufano el pensamiento,
Me parece crecer bajo tu sombra,
Y en tu florida alfombra
Con lícita altivez la planta asiento.
¡Salve! La humana dignidad se encumbra
En esta tierra noble
Que tú proteges, perdurable roble,
Que el sol sereno de Vizcaya alumbra,
Y do el Cosnoaga inmoble
Llega a tus pies en colosal penumbra!
¿En dónde hallar un corazón tan frío,
Que a tu aspecto no lata,
Sintiendo que se enciende y se dilata?
¿Quién de tu nombre ignora el poderío,
O en su desdén impío,
Tu vejez santa con amor no acata?
Allá desde el retiro silencioso
Donde del hombre huía
-Al par que sus derechos defendía-,
Del de Ginebra pensador fogoso,
Con vuelo poderoso,
Llegaba a ti la inquieta fantasía;
Y arrebatado en entusiasmo ardiente
-Pues nunca helarlo pudo
De injusta suerte el ímpetu sañudo-,
Postró a tu austera majestad la frente
Y en página elocuente
Supo dejarte un inmortal saludo.
La Convención Francesa, de su seno
Ve a un tribuno afamado,
Levantarse de súbito, inspirado,
A bendecirte, de emociones lleno
Y del aplauso al trueno
Retiembla al punto el artesón dorado.
Lo antigua que es la libertad proclamas,
-¡Tú eres su monumento!-
Por eso cuando agita raudo viento
La secular belleza de tus ramas,
Pienso que en mí derramas
De aquel genio divino el ígneo aliento.
Cual signo suyo mi alma te venera,
Y cuando aquí me humillo
De tu vejez ante el eterno brillo,
Recuerdo, roble augusto, que doquiera
Que el numen sacro impera,
Un árbol es su símbolo sencillo.
Mas, ¡ah!, ¡silencio! El sol desaparece
Tras la cumbre vecina,
Que va envolviendo pálida neblina...
Se enluta el cielo, el aire se adormece,
Tu sombra crece y crece...
¡Y sola aquí tu majestad domina!





A las estrellas.


Reina el silencio: fúlgidas en tanto
Luces de paz, purísimas estrellas,
De la noche feliz lámparas bellas,
Bordáis con oro su luctuoso manto.
Duerme el placer, mas vela mi quebranto,
Y rompen el silencio mis querellas,
Volviendo el eco, unísono con ellas,
De aves nocturnas el siniestro canto.
¡Estrellas, cuya luz modesta y pura
Del mar duplica el azulado espejo!
Si a compasión os mueve la amargura.
Del intenso penar porque me quejo,
¿Cómo para aclarar mi noche oscura
No tenéis ¡ay! ni un pálido reflejo?





A la poesía. 


¡Oh tú, del alto cielo
Precioso don al hombre concedido!
¡Tú, de mis penas íntimo consuelo,
De mis placeres manantial querido!
¡Alma del orbe, ardiente poesía,
Dicta el acento de la lira mía!
Díctalo, sí, que enciende
Tu amor mi seno, y sin cesar ansío
La poderosa voz, que espacios hiende,
Para aclamar tu excelso poderío,
Y en la naturaleza augusta y bella
Buscar, seguir y señalar tu huella.
¡Mil veces desgraciado
Quien -al fulgor de tu hermosura ciego-
En su alma inerte y corazón helado
No abriga un rayo de tu dulce fuego;
Que es el mundo, sin ti, templo vacío,
Cielo sin claridad, cadáver frío!
Mas yo doquier te miro;
Doquier el alma, estremecida, siente
Tu influjo inspirador; el grave giro
De la pálida luna, el refulgente
Trono del sol, la tarde, la alborada...
Todo me habla de ti con voz callada.
En cuanto ama y admira,
Te halla mi mente. Si huracán violento
Zumba, y levanta el mar, bramando de ira;
Si con rumor responde soñoliento
Plácido arroyo al aura que suspira...
Tú alargas para mí cada sonido
Y me explicas su místico sentido.
Al férvido verano,
A la apacible y dulce primavera,
Al grave otoño y al invierno cano
Me embellece tu mano lisonjera;
¡Que alcanzan, si los pintan tus colores,
Calor el hielo, eternidad las flores!
¿Qué a tu dominio inmenso
No sujetó el Señor? En cuanto existe
Hallar tu ley y tus misterios pienso:
El universo tu ropaje viste,
Y en su conjunto armónico demuestra
Que tú guiaste la hacedora diestra.
¡Hablas! ¡Todo renace!
Tu creadora voz los yermos puebla;
Espacios no hay que tu poder no enlace;
Y rasgando del tiempo la tiniebla,
De lo pasado al descubrir ruinas,
Con tu mágica luz las iluminas.
Por tu acento apremiados,
Levántanse del fondo del olvido,
Ante tu tribunal, siglos pasados;
Y el fallo que pronuncias -trasmitido
Por una y otra edad en rasgos de oro-
Eterniza su gloria o su desdoro.
Tu genio, independiente
Rompe las sombras del error grosero;
La verdad preconiza; de su frente
Vela con flores el rigor severo,
Dándole al pueblo, en bellas creaciones,
De saber y virtud santas lecciones.
Tu espíritu sublime
Ennoblece la lid; tu épica trompa
Brillo eternal en el laurel imprime;
Al triunfo presta inusitada pompa;
Y los ilustres hechos que proclama
Fatiga son del eco de la fama.
Mas, si entre gayas flores,
A la beldad consagras tus acentos;
Si retratas los tímidos amores;
Si enalteces sus rápidos contentos;
A despecho del tiempo, en tus anales,
Beldad, placer y amor son inmortales.
Así en el mundo suenan
Del amante Petrarca los gemidos;
Los siglos con sus cantos se enajenan;
Y unos tras otros -de su amor movidos-
Van de Valclusa a demandar al aura
El dulce nombre de la dulce Laura.
¡Oh! No orgullosa aspiro
A conquistar el lauro refulgente,
Que humilde acato y entusiasta admiro,
De tan gran vate en la inspirada frente;
Ni ambicionan mis labios juveniles
El clarín sacro del cantor de Aquiles.
No tan ilustres huellas
Seguir es dado a mi insegura planta...
Mas, abrasada al fuego que destellas,
¡Oh, genio bienhechor!, a tu ara santa
Mi pobre ofrenda estremecida elevo,
Y una sonrisa a demandar me atrevo.
Cuando las frescas galas
De mi lozana juventud se lleve
El veloz tiempo en sus potentes alas,
Y huyan mis dichas como el humo leve,
Serás aún mi sueño lisonjero,
Y veré hermoso tu favor primero.
Dame que puedas entonces,
¡Virgen de paz, sublime poesía!,
No transmitir en mármoles ni en bronces
Con rasgos tuyos la memoria mía;
Sólo arrullar, cantando, mis pesares,
A la sombra feliz de tus altares.





A la muerte de D. José María de Heredia. 


Le poète est semblable aux oiseaux de passage,
Qui ne batissent point leur nid sur le rivage.
Lamartine.


Voz pavorosa en funeral lamento,
Desde los mares de mi patria vuela
A las playas de Iberia; tristemente
En son confuso la dilata el viento;
El dulce canto en mi garganta hiela,
Y sombras de dolor viste a mi mente.
¡Ay!, que esa voz doliente,
Con que su pena América denota
Y en estas playas lanza el océano,
"Murió —pronuncia— el férvido patriota..."
"Murió —repite— el trovador cubano";
Y un eco triste en lontananza gime,
"¡Murió el cantor del Niágara sublime!"
¿Y es verdad? ¿Y es verdad?... ¿La muerte impía
Apagar pudo con su soplo helado
El generoso corazón del vate,
Do tanto fuego de entusiasmo ardía?
¿No ya en amor se enciende, ni agitado
De la santa virtud al nombre late?
Bien cual cede al embate
Del aquilón el roble erguido,
Así en la fuerza de su edad lozana
Fue por el fallo del destino herido...
Astro eclipsado en su primer mañana,
Sepúltanle las sombras de la muerte,
Y en luto Cuba su placer convierte.
¡Patria! ¡Numen feliz! ¡Nombre divino!
¡Ídolo puro de las nobles almas!
¡Objeto dulce de su eterno anhelo!
Ya enmudeció tu cisne peregrino...
¿Quién cantará tus brisas y tus palmas,
Tu sol de fuego, tu brillante cielo?...
Ostenta, sí, tu duelo;
Que en ti rodó su venturosa cuna,
Por ti clamaba en el destierro impío,
Y hoy condena la pérfida fortuna
A suelo extraño su cadáver frío,
Do tus arroyos, ¡ay!, con su murmullo
No darán a su sueño blando arrullo.
¡Silencio!, de sus hados la fiereza
No recordemos en la tumba helada
Que lo defiende de la injusta suerte.
Ya reclinó su lánguida cabeza
—De genio y desventuras abrumada—
En el inmóvil seno de la muerte.
¿Qué importa al polvo inerte,
Que torna a su elemento primitivo,
Ser en este lugar o en otro hollado?
¿Yace con él el pensamiento altivo?...
Que el vulgo de los hombres, asombrado
Tiemble al alzar la eternidad su velo;
Mas la patria del genio está en el cielo.
Allí jamás las tempestades braman,
Ni roba al sol su luz la noche oscura,
Ni se conoce de la tierra el lloro...
Allí el amor y la virtud proclaman
Espíritus vestidos de luz pura,
Que cantan el hosanna en arpas de oro.
Allí el raudal sonoro
Sin cesar corre de aguas misteriosas,
Para apagar la sed que enciende al alma
—Sed que en sus fuentes pobres, cenagosas,
Nunca este mundo satisface o calma—.
Allí jamás la gloria se mancilla,
Y eterno el sol de la justicia brilla.
¿Y qué, al dejar la vida, deja el hombre?
El amor inconstante; la esperanza,
Engañosa visión que lo extravía;
Tal vez los vanos ecos de un renombre
Que con desvelos y dolor alcanza;
El mentido poder; la amistad fría;
Y el venidero día
—Cual el que expira breve y pasajero—
Al abismo corriendo del olvido...
Y el placer, cual relámpago ligero,
De tempestades y pavor seguido...
Y mil proyectos que medita a solas,
Fundados, ¡ay!, sobre agitadas olas.
De verte ufano, en el umbral del mundo
El ángel de la hermosa poesía
Te alzó en sus brazos y encendió tu mente,
Y ora lanzas, Heredia, el barro inmundo
Que tu sublime espíritu oprimía,
Y en alas vuelas de tu genio ardiente.
No más, no más lamente
Destino tal nuestra ternura ciega,
Ni la importuna queja al cielo suba...
¡Murió! A la tierra su despojo entrega,
Su espíritu al Señor, su gloria a Cuba;
¡Que el genio, como el sol, llega a su ocaso,
Dejando un rastro fúlgido su paso!





A Él. 


No existe lazo ya; todo está roto:
Plúgole al Cielo así; ¡bendito sea!
Amargo cáliz con placer agoto;
Mi alma reposa al fin; nada desea.
Te amé, no te amo ya; piénsolo, al menos.
¡Nunca, si fuere error, la verdad mire!
Que tantos años de amarguras llenos
Trague el olvido; el corazón respire.
Lo has destrozado sin piedad; mi orgullo
Una vez y otra vez pisaste insano...
Mas nunca el labio exhalará un murmullo
Para acusar tu proceder tirano.
De graves faltas vengador terrible,
Dócil llenaste tu misión; ¿lo ignoras?
No era tuyo el poder que, irresistible,
Postró ante ti mis fuerzas vencedoras.
Quísolo Dios, y fue. ¡Gloria a su nombre!
Todo se terminó; recobro aliento.
¡Ángel de las venganzas!, ya eres hombre...
Ni amor ni miedo al contemplarte siento.
Cayó tu cetro, se embotó tu espada...
Mas, ¡ay, cuán triste libertad respiro!
Hice un mundo de ti, que hoy se anonada,
Y en honda y vasta soledad me miro.
¡Vive dichoso tú! Si en algún día
Ves este adiós que te dirijo eterno,
Sabe que aún tienes en el alma mía
Generoso perdón, cariño tierno.


Los agujeros de la máscara. Jean Lorrain (1855-1906)

–Quiere verlo –me había dicho mi camarada De Jacquels–, bien, consiga un dominó y un antifaz, un dominó elegante, de satén negro, póngase unos escarpines, y, por esta vez, medias de seda negra también, y aguárdeme en su casa el martes hacia las diez y media; iré a buscarle.

El martes siguiente, envuelto en los susurrantes pliegues de una larga esclavina, con una máscara de terciopelo, barba de satén atada detrás de las orejas, esperaba a mi amigo De Jacquels en mi piso de la calle Taitbout, calentando mis pies irritados por el contacto de la seda, en las brasas del hogar; fuera: bocinas, gritos espantosos de una noche de carnaval.

Resultaba curioso, e incluso inquietante, aquella solitaria velada de un enmascarado sentado en un sillón, en la penumbra de un piso atiborrado de objetos, aislado por los tapices, con la llama de una lámpara de petróleo y el vacilar de dos velas blancas, esbeltas, funerarias, reflejadas en los espejos que pendían del muro. ¡Y De Jacquels no llegaba! Los gritos de las máscaras estallando a lo lejos empeoraban la hostilidad del silencio; las dos velas ardían tan rectas que, impaciente y turbado, me levanté para apagar una.

En ese momento se abrió una cortinas y entró De Jacquels.
¿De Jacquels? No había oído golpear la puerta, tampoco abrir. ¿Cómo había entrado? He pensado a menudo en ello, luego; De Jacquels estaba allí. ¿De Jacquels? Es decir un largo dominó, una forma grande, sombría, enmascarada, como yo:

-¿Está listo? -preguntaba su voz, que no reconocí- Mi coche está aquí, nos vamos.

Su coche, no lo había escuchado rodar ni detenerse ante mis ventanas. ¿A qué pesadilla, sombra y misterio había empezado a descender?

-Es su capucha la que tapa sus oídos; no está habituado a la máscara. -pensaba en voz alta De Jacquels, que había penetrado mi silencio. Tenía pues, aquella noche, el poder de adivinar, y levantando mi dominó se aseguraba de la finura de mis medias de seda y de mi ligero calzado. Aquel gesto me tranquilizó, era De Jacquels y no otro quien hablaba. Cualquier otro no hubiese seguido la recomendación que De Jacquels me había hecho hacía una semana.

-Nos vamos -ordenaba su voz, y, en un murmullo de seda y satén, nos hundimos en la cochera, similares, creo, a dos enormes murciélagos, con el vuelo de nuestras esclavinas, repentinamente levantadas por encima de los dominós. ¿De dónde venía aquel viento, aquel soplo desconocido? ¡La temperatura de aquella noche de carnaval era a la vez tan húmeda y blanda!

II.
¿Hacia dónde íbamos, hundidos en la sombra de un carro de caballos fantásticamente silencioso, cuyas ruedas no levantaban más ruido que los cascos del caballo sobre el pavimento? ¿Hacia dónde íbamos a lo largo de muelles desconocidos, iluminados apenas por la luz borrosa de un farol? Ya habíamos perdido de vista la mágica silueta de Nôtre Dame, perfilándose al otro lado del río en un cielo de plomo. El Quai de Saint Michel, el Quai de la Tournelle, el Quai de Bercy incluso, estábamos lejos de la Opera, de las calles Drouot, Le Peletier, y del centro. Ni siquiera íbamos a Bullier, donde los vicios lamentables se dan cita y, evadiéndose bajo la máscara se arremolinan casi demoníacos y cínicamente confesados la noche de carnaval; y mi compañero callaba.

Al borde de aquel Sena taciturno y pálido, bajo los puentes cada vez más escasos, a lo largo de aquellos muelles planeados, de grandes árboles delgados, bajo el cielo lívido, como los dedos de un muerto, me sobrecogía un miedo insensato, un miedo agravado por el implacable silencio de De Jacquels; llegué a dudar de su presencia y a creerme junto a un desconocido. La mano de mi compañero había tomado la mía, y aunque blanda y sin fuerza, la tenía sujeta en un torno que me trituraba los dedos. Aquella mano de poder, de voluntad, me clavaba las palabras en la garganta, y sentía bajo su opresión fundirse y deshacerse en mí toda veleidad de rebelión; rodábamos ahora fuera de las fortificaciones y por grandes caminos bordeadas de hayas y de lúgubres tenderetes de vendedores de vino, merenderos de las afueras cerrados hacía tiempo; desfilábamos bajo la luna, que por fin acababa de perfilar su masa flotante de nubes, y parecía derramar sobre aquel paisaje una capa de sal; en ese instante me pareció que los cascos de los caballos sonaban en el terraplén de la carretera, y que las ruedas del coche, dejando de ser fantasmas, chirriaban en la grava y en los guijarros del camino.

-Aquí es, -murmuraba mi compañero-, hemos llegado, podemos bajar.
-¿Dónde estamos?
-En la Barrera de Italia, fuera de las fortificaciones. Hemos seguido el camino largo, pero el más seguro, volveremos por otro mañana por la mañana.
Los caballos se detuvieron, y De Jacquels me soltaba para abrir la puerta y tenderme la mano.

III.
Una gran sala, alta, de muros revocados con cal, contraventanas interiores cerradas, a lo largo de toda la estancia, mesas con cubiletes de hojalata blanca sujetos con cadenas. Al fondo, sobre una elevación de tres escalones, la barra de cinc, atestada de licores y de botellas con etiquetas coloreadas; allí dentro silbaba el gas alto y claro: la sala, en suma, si no más espaciosa y más limpia, de un tabernero de las afueras con una buena clientela, cuyo negocio iba bien.

-Sobre todo, ni una palabra. No hable, ni siquiera conteste. Verían que no somos de los suyos, y podríamos pasar un mal rato. A mí, me conocen. -y De Jacquels me empujaba hacia la sala.

Algunos enmascarados bebían, dispersos. Al entrar, el dueño del local se levantaba, y, pesadamente, arrastrando los pies, venía hacia nosotros, como para cerrarnos el paso; sin una palabra, De Jacquels levantaba el bajo de nuestros dominós y le mostraba nuestros pies calzados con finos escarpines: era sin duda el ¡Ábrete, Sésamo! de aquel extraño establecimiento. El patrón se volvía hacia la barra y noté, cosa curiosa, de que él también llevaba una máscara, pero de un tosco cartón, burlescamente pintado, imitando un rostro humano.

Los dos camareros, dos colosos con las mangas arremangadas, deambulaban en silencio, invisibles, ellos también, bajo la misma espantosa máscara. Los escasos disfrazados que bebían sentados en las mesas llevaban máscaras de terciopelo y de satén. Salvo un enorme coracero de uniforme, una especie de truco de mandíbula pesada y bigote rojizo, sentado junto a dos elegantes dominós de seda malva y que bebía con el rostro descubierto, los ojos azules, vagos, ninguno de los seres que allí se encontraban tenía rostro humano. En un rincón, dos figuras con blusas y gorras de terciopelo, enmascaradas de satén negro, resultaban intrigantes por su sospechosa elegancia, pues su blusa era de seda azul pálido, y del bajo de sus pantalones demasiado nuevos asomaban finos pies de mujer enguantados de seda y calzados con escarpines; y, como hipnotizado, contemplaría aún aquel espectáculo si De Jacquels no me hubiera arrastrado al fondo de la sala hacia una puerta de cristal, cerrada por una roja cortina. -Entrada al baile- estaba escrito sobre la puerta con letra de aprendiz de pintura; un guardia municipal junto a ella. Era, al menos, una garantía; pero, al pasar y chocar con su mano me di cuenta de que era de cera, de cera como su cara rosa erizada de bigotes postizos, y tuve la horrible certeza de que el único ser cuya presencia me habría tranquilizado en aquel lugar de misterio era un simple maniquí.


IV.
Cuántas horas hacía que erraba solo en medio de máscaras silenciosas, en aquel sitio abovedado como una iglesia, y era una iglesia, en efecto; una iglesia abandonada y secularizada, de amplia sala de ventanas ojivales, la mayoría medio tapiadas, entre sus columnas adornadas y encaladas con una espesa capa amarillenta donde se hundían las flores esculpidas de los capiteles.

¡Extraño baile en el que no se bailaba y en el que no había orquesta! De Jacquels había desaparecido, y estaba solo, abandonado en medio de la muchedumbre desconocida. Una vieja araña de hierro llameaba alta, suspendida en la bóveda, iluminando las losas polvorientas, algunas de las cuales, ennegrecidas por las inscripciones, cubrían quizá tumbas; al fondo, en el lugar donde ciertamente debía reinar el altar, se encontraban a media altura en el muro pesebres y comederos, y en los rincones había arreos y ronzales olvidados: el salón de baile era una cuadra. Aquí y allá grandes espejos enmarcados con papel dorado se devolvían de uno a otro el silencioso paseo de las máscaras, es decir, ya no se lo devolvían, pues todos se habían sentado ahora alineados, inmóviles, a ambos lados de la vieja iglesia, sepultados hasta los hombros en las viejas sillas del coro.

Permanecían allí, mudos, como alejados en el misterio bajo largas cogullas de paño plateado, de una plata mate, de reflejo muerto; pues ya no había ni dominós, ni blusas de seda azul, ni Colombinas, ni Pierrots, ni disfraces grotescos; pero todas aquellas máscaras eran semejantes, enfundadas en el mismo traje verde, de un verde descolorido, como sulfatado de oro, con grandes mangas negras, y todas encapuchadas de verde oscuro con los dos agujeros para los ojos de su cogulla de plata en el vacío de la capucha. Se hubiera dicho rostros de leprosos de los antiguos lazaretos; y sus manos enguantadas de negro erigían un largo tallo de lis negro de pálidas hojas, y sus capuchas, como la de Dante, estaban coronadas de flores de lis negras.

Y todas aquellas cogullas callaban en una inmovilidad de espectros y, sobre sus fúnebres coronas, la ojiva de las ventanas recortándose en claro sobre el cielo blanco de luna, las cubría con una mitra transparente. Sentía mi razón hundirse en el espanto. ¡Lo sobrenatural me envolvía! ¡La rigidez, el silencio de todos aquellos seres con máscaras! ¿Qué eran? ¡Un instante más de incertidumbre y sería la locura! No aguantaba más y, con la mano crispada de angustia, avanzando hacia una de las máscaras, levanté bruscamente su cogulla.

¡Horror! ¡No había nada, nada! Mis ojos despavoridos sólo encontraban el hueco de la capucha; el traje, la esclavina, estaban vacíos. Aquel ser que vivía sólo era sombra y nada.

Loco de terror, arranqué la cogulla del enmascarado sentado en la silla vecina: la capucha de terciopelo verde estaba vacía, vacía la capucha de las otras máscaras sentadas a lo largo del muro. Todos tenían rostros de sombra, todos eran la nada.

Y el gas llameaba más fuerte, casi silbando en la sala; a través de los cristales rotos de las ojivas, el claro de luna deslumbraba, casi cegador; entonces, un horror me sobrecogía en medio de todos aquellos seres huecos, de vana apariencia de espectro, una horrible duda me oprimió el corazón ante todas aquellas máscaras vacías. ¡Si yo también era semejante a ellos, si yo también había dejado de existir y si bajo mi máscara no había nada, sólo la nada! Corrí ante uno de los espejos. Un ser de sueño se erigía ante mí, encapuchado de verde oscuro, coronado de flores de lis negras, enmascarado de plata. Y aquel enmascarado era yo, pues reconocí mi gesto en la mano que levantaba la cogulla y, boquiabierto de espanto, lanzaba un enorme grito, pues no había nada bajo la máscara de tela plateada, nada bajo el óvalo de la capucha, sólo el hueco de tela redondeada sobre el vacío: estaba muerto y yo...

-Y tú has vuelto a beber éter. -gruñía en mi oído la voz de De Jacquels- ¡Curiosa idea para distraer tu aburrimiento mientras me esperabas!

Me encontraba tumbado en medio de mi habitación, el cuerpo en la alfombra, la cabeza apoyada en el sillón, y De Jacquels, vestido de gala bajo una túnica de monje daba órdenes a mi atolondrado sirviente, mientras las dos velas encendidas, llegado su fin, hacían estallar sus arandelas y me despertaban... ¡Por fin!