lunes, 19 de agosto de 2024

El ser en el umbral. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Admito que he disparado seis balas la cabeza de mi mejor amigo. Ahora bien, pese a esta confesión, me propongo demostrar que no puedo considerarme un asesino. Muchos dirán que estoy loco tal vez bastante más loco que el hombre a quien di muerte en una de las celdas del manicomio de Arkham. Confió en que mis lectores juzguen los elementos que iré relatando, los contrapongan con las evidencias conocidas y lleguen a preguntarse si alguien podría haber tenido una conducta distinta a la mía frente a un horror como el que debí experimentar, ante aquel ser en el umbral. Hasta cierto momento, muy al comienzo, no alcancé a ver más que locura en las singulares historias que paulatinamente me fueron envolviendo. Aún hoy me pregunto si mi percepción era la correcta o si, a pesar de mi convicción, también yo no estaré extraviado en la demencia. No puedo saberlo a ciencia cierta; sin embargo existen otros que pueden contar, sí quieren, cosas muy extrañas acerca de Edward y Asenath Derby. Ni siquiera los pragmáticos policías saben cómo explicar aquella visita final cuya memoria tratan de abandonar. Rutinariamente han elaborado la endeble teoría de un terrible escarnio o venganza de unos criados despedidos, pero aun ellos saben en su fuero íntimo que la verdad es más más vasta, terrible y casi increíble. Como decía, afirmo que no soy el asesino de Edward Derby. Por el contrario: he sido un vengador y con mi acto ahorré al mundo un horror que, si sobreviviera, podría haber causado una insospechable devastación en toda la humanidad. Junto a nuestros rutinarios senderos cotidianos existen regiones de sombras; de tanto en tanto algún alma maligna avanza desde ellos hacia nosotros. Si alguien advierte esa incursión tiene la obligación moral de aniquilarla sin piedad sí no quiere exponerse a pagar un inmenso y terrible precio. Edward Pickman Derby era alguien a quien conocía de toda la vida. Si bien ocho años menor que yo, lo cierto era que cuando yo tenía dieciséis, ya manteníamos muchos intereses en común. Nunca he conocido a un estudiante más genial que él: a los siete era ya un consumado poeta de versos lóbregos, fantásticos, morbosos, que causaban el asombro de sus preceptores. Tal vez la razón de su precocidad deba buscarse en la esmerada educación privada que recibió desde muy temprano y en los excesivos mimos que colmaron su existencia. Fue hijo único, con fragilidades físicas que fueron desvelo de sus amantísimos padres, quienes no dejaban que en ningún momento estuviera fuera del alcance de la vista y de sus excedidos cuidados. Nunca nadie lo vio fuera de su casa sin estar flanqueado por su niñera y podría decirse que jamás llegó a jugar libremente con los demás niños. Todos estos factores operaron sin duda alguna forjando en el joven Derby una vida interior peculiar, reservada, reprimida, con una sola vía de escape: la imaginación.

Consecuentemente, sus estudios lo revelaron como un joven sorprendente, de noble capacidad, y su pasión por escribir me maravilló desde un comienzo, pese a que lo aventajaba en casi diez años. Por esa época yo mismo estaba atraído por singulares inclinaciones artísticas hacía lo grotesco, característica que me hizo encontrar en aquel joven un espíritu gemelo. Compartíamos un mismo entusiasmo por lo tenebroso y lo fantástico, pasión que descargábamos inicialmente en la antigua, decrépita y ciertamente amenazante ciudad en la que ambos vivíamos: la encantada y mágica Arkham, cuyos arracimados y desvencijados tejados de tipo holandés y desbastadas balaustradas georginas desgranaban el paso del tiempo junto a las márgenes de las sibilantes y negras aguas del río Miskatonic. Con el correr del tiempo, terminé por decidirme a seguir estudios de arquitectura y archivé el proyecto de ilustrar un libro con los siniestros poemas de Edward, sin que ese renunciamiento significara la menor mella para nuestra amistad. El exuberante talento del joven Derby continuó manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justín Geoffrey. el autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de Hungría cuya memoria es mejor no conservar. Sin embargo, en materia de autoestima y resolución de cuestiones prácticas, la mimada existencia a que había sido acostumbrado convertía a Edward en un verdadero desastre. Al cabo del tiempo, su salud fue mejorando; todo lo contrario ocurrió con sus costumbres de dependencia infantil inculcadas por padres extraordinariamente sobreprotectores. Era natural entonces que de mayor mostrara una exasperante incapacidad para cuestiones tales como viajar solo, tomar decisiones o asumir responsabilidades. Rápidamente advirtió que sin duda su futuro no estaba en el campo de los negocios o en el profesional. Pero ni él ni la familia se preocuparon demasiado puesto que el patrimonio familiar era lo suficientemente cuantioso como para demorarse siquiera en estas preocupaciones. En plena madurez conservaba el mismo aspecto de rozagante y engañosa juventud de sus tiempos de estudiante. Rubio, de ojos azules, con el cutis de un niño; sólo después de muchos sacrificios lograba que los demás reparasen en sus intentos de dejarse el bigote. Su voz era suave y nítida; la tranquila vida que llevaba le permitía conservar un saludable y estilizado aspecto juvenil desestimando ‘la proverbial panza que delataba casi siempre una madurez prematura. Tenía una estatura conveniente y sus hermosas facciones le habrían permitido ser un cotizado galán sí su timidez no hubiese representado una infranqueable barrera para tales frivolidades que en él siempre eran conjuradas con una prudente reclusión en el mundo de los libros.

Sus padres lo llevaban a Europa todos los veranos, por lo que no demoró demasiado en captar con perspicacia los rasgos más nítidos del pensamiento y la expresión artística del viejo continente. Paralelamente, su talento, de extracción claramente asociable a Poe, fue degradándose mientras Otros fantasmas e inclinaciones artísticas iban naciendo en él. Era el tiempo en que nos sumíamos en interminables discusiones. Por entonces yo ya había conseguido licenciarme en Harvard, había trabajado en un estudio de arquitecto en Boston, había contraído enlace y había regresado a Arkham a ejercer la profesión. Me había instalado en la casa familiar de Saltonstalí Street, ya que mi padre decidió trasladarse a Florida debido a su salud. Todas las tardes recibía la visita de Edward, con lo que en poco tiempo fue considerado como un familiar más de la casa. Era inconfundible su manera de tocar el timbre o de golpear en el llamador, características que con el tiempo acabaron convirtiéndose en contraseña. Así, todos nos preparábamos después de la cena para escuchar los tres golpes secos que, luego de una pausa, eran acompañados de otros igualmente secos. La frecuencia con que yo iba a su casa era mucho menor, donde me entretenía en admirar los antiguos volúmenes que con ritmo sostenido acrecentaba su biblioteca.

Derby obtuvo su licenciatura en la Universidad de Miskatonic; era natural que así fuese ya que sus padres no le habrían dejado vivir por nada del mundo fuera del alcance de sus cuidados personales. Llegó a la Universidad a los dieciséis años y tres años después ya era licenciado en literatura francesa e inglesa, con las mejores notas en todas las materias, excepto en matemáticas y ciencias. Hizo escasas y nulas amistades con los demás estudiantes, por más que fue perceptible una cierta admiración por ese grupo de jóvenes a los que cabria denominar “audaces”, “bohemios”, “vanguardistas”, cuyas costumbres iconoclastas, lenguaje ingenioso y poses irritantes le habría gustado imitar. El tránsito por esas regiones literarias lo empujó hacia los rincones esotéricos y mágicos, saberes sobre los que la biblioteca de Miskatoníc contaba, y aún cuenta, con volúmenes de una riqueza que la han hecho justamente famosa. Se convirtió en un voraz especialista en estos temas. A espaldas de sus padres, se entregaba a consumir cosas tales como el horrible, Book of Echínoderm, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt y el ancestral Necronomicón del enajenado árabe Abdul Alhazred. Edward contaba con veinte años cuando nació mi primer y único hijo, y pareció muy complacido al saber que le pondría de nombre Edward Derby Upton como homenaje a él. Cumplidos los veinticinco años, Edward era hombre afamado por su inmensa cultura, poeta y narrador de relatos muy conocidos entre el público, pero no obstante en su obra aparecía con claridad la carencia de relaciones humanas y el exceso de formación puramente libresca que aquejaba a su autor. Sin duda, yo era su amigo más cercano. El me proporcionaba una cantera inagotable de tópicos teóricos. Por su parte, él buscaba mí opinión sobre los temas que no quería consultar con sus padres. Continuaba soltero, aunque cabe señalar que más por timidez, negligencia y sobreprotección paterna que por genuina opción al celibato. Al desatarse la guerra, su mala salud y los rasgos más ostensibles de su personalidad determinaron que se quedara en casa. Mi destino inicial fue Plattsburg, aunque en los hechos nunca llegué a cruzar el Atlántico.

Así transcurrió el tiempo. Cuando Edward tenía treinta y cuatro años, falleció su madre, hecho que lo sumió en una suerte de bloqueo psicológico que le produjo una inactividad total. Su padre se lo llevó de nuevo a Europa, donde logró reponerse de la enfermedad en forma aparentemente total. Poco después se sintió asaltado por una extraña euforia, como si se hubiera liberado de un opresivo cautiverio. Fueron los tiempos en que se le veía siempre junto al grupo de estudiantes a los que se consideraba “vanguardistas” y tomó parte en ciertos actos de gran turbulencia. Cierta vez fue objeto de un chantaje y debió pagar -con dinero que le presté yo- una crecida suma para que alguien no contara al padre su intervención en un asunto por cierto turbio. Los rumores que circulaban sobre la violenta banda de Miskatonic eran realmente alarmantes. Se llegó a hablar de magia negra y de ejecución de actos que estaban más allá de todo lo sensatamente creíble.

II.
Asenath Waite apareció en la vida de Edward cuando éste tenía treinta y ocho años. Por entonces ella debía tener unos veintitrés y tomaba curso especial sobre la metafísica de la Edad Media en la Universidad de Miskatonic. La hija de un buen amigo mío era amiga de la infancia de la muchacha -habían cursado juntas la escuela Hall de Kingsport-, pero últimamente se veía obligada a rehuirla a causa de la mala fama de la joven. Esta era morena, pequeña y muy atractiva pese a sus ojos saltones; sin embargo, algo indefinible en su expresión hacía que la gente sensible evitara su trato. A los demás, los ahuyentaba el origen de la joven y los temas que excluyentemente monopolizaban su conversación. Era descendiente de la rama de los Waite de Innsmouth; generación tras generación, se habían urdido docenas de tétricas leyendas sobre la devastada y semiabandonada población de lnnsmouth y sus habitantes. Aún hoy se oye hablar de horrendos pactos firmados alrededor de 1850 y de un abominable ser “no del todo humano” que se imbricó en las más antiguas familias del hoy casi inexistente puerto de pescadores, historias todas que sólo un yanqui de antigua prosapia puede lucubrar y difundir con el debido sentimiento de horror. Volviendo a Asenath, su situación genealógica se complicaba por ser hija de Ephraim White y por representar el fruto de sórdidas relaciones que éste había mantenido en plena senectud con una desconocida a la que nunca nadie consiguió ver. Ephraím vivía en una arruinada mansión de Washington Street. Los conocedores del lugar -hay que establecer que la gente de Arkham hace lo posible para evitar el paso por Innsmouth- contaban que las ventanas de la buhardilla siempre permanecían tapiadas con gruesos tablones burdamente clavados y que al caer la noche se oían extrañas voces en el interior de la destartalada casa. El viejo Waite tenía fama de haber sido en sus tiempos mozos un gran conocedor de los temas de magia y se dice que por entonces podía causar o sofocar temporales en el mar. Por mi parte, de joven lo había visto una o dos veces, cuando había venido a Arkham a consultar unos antiquísimos volúmenes dedicados a saberes arcanos que enriquecían la biblioteca de la Universidad. Recuerdo que me resultaron insoportables el patibulario y melancólico mirar y las completamente descuidadas matas de barba que colgaban de la cara. Murió loco en circunstancias nunca debidamente aclaradas, poco antes de que la hija llegara a la escuela Hall. La muchacha tenía rasgos del padre, en especial su a veces diabólica mirada.

Mí amigo, el padre de la muchacha que había sido compañera de Asenath, me recordó muchos episodios curiosos cuando empezó a divulgarse la relación entre ella y Edward. Según esos datos. Asenath se hacia pasar por maga en la escuela y, en efecto, asombraba a sus compañeros con algunos prodigios en verdad inexplicables. Sostenía que podía desencadenar tormentas, pero su habilidad más notoria era la capacidad de predecir con exactitud cuanto se proponía o le proponían. Los animales rehuían su presencia y, a distancia, con unos casi imperceptibles movimientos de una mano derecha hacia aullar a cualquier perro. Otras veces demostraba conocimientos prodigiosos y hablaba lenguas absolutamente inusuales para una adolescente. Mucho más alarmantes eran los casos completamente verificados de su influencia sobre otras personas. Manejaba el hipnotismo como si fuera un juego de niños. La compañera que era mirada fijamente a los ojos por Asenath tenía la sensación de estar en proceso de transmutación de la personalidad, como si quien estuviera bajo hipnosis pasara a habitar el cuerpo de la hechicera y consiguiera mirar desde otro punto a su verdadero cuerpo, en el que resaltaban unos ojos siempre resplandecientes, con una expresión de enajenación. Famosas eran las afirmaciones de Asenath acerca de la naturaleza de la conciencia y de su independencia de la estructura física. La única insatisfacción que revelaba la joven era la de no haber nacido varón, pues. según ella, el cerebro del hombre poseía unas facultades cósmicas singulares, de alcance infinito. Sí tuviera el cerebro de un hombre, decía, estaría en condiciones no sólo de igualar sino hasta de sobrepasar al padre en el manejo de las fuerzas cósmicas. Edward conoció a Asenath en una de las reuniones que celebraba la “vanguardia” universitaria. Al día siguiente, cuando vino a yerme, no era capaz de hablar otra cosa que no fuera la joven Waite. Según él, compartían los mismos intereses e inclinaciones intelectuales y, además, estaba encantado con su aspecto físico. Por mi parte, nunca había visto a Asenath, pero tenía referencias de ella. Y ellas me hacían parecer lamentable que Edward estuviera tan locamente enamorado de semejante mujer, pero me cuidé mucho de decirle nada, pues bien sé que las criticas suelen hacer más vigorosas estos encaprichamientos. Por su parte, el joven Derby parecía dispuesto a no hablar del asunto a su padre.

Las semanas siguientes, Derby las dedicó a hablarme sólo de Asenath. Por entonces ya eran de dominio público los amores otoñales de Edward, a pesar de que él distaba mucho de representar la edad que tenía y no hacía mal papel junto a tan peculiar belleza. No importaba demasiado un incipiente abdomen producto de su descuido físico y en el rostro no había asomos de arrugas. Por su parte, Asenath tenía a ambos lados de los ojos las características patas de gallo que suelen verse en las personalidades férreas como consecuencia de las tensiones constantes a que están expuestas. Finalmente, un día Edward vino a yerme en compañía de la muchacha y entonces pude comprobar que la corriente de afecto entre ellos no era unilateral. Ella permanecía casi comiéndoselo con la mirada y supe que la relación de ambos sabría vencer cualquier obstáculo que se le opusiera. Pocos días después de aquella ocasión llegó hasta mí casa el anciano señor Derby, hombre que me inspiraba el mayor de los respetos y admiración. Enterado de la nueva amistad de su hijo, había logrado sonsacarle toda la verdad al joven. Edward pensaba en matrimonio y ya se había puesto la búsqueda de casa en el barrio residencial de la ciudad. Perfectamente al tanto de la influencia que solía ejercer sobre el joven Derby, el padre había acudido a mi para rogarme que hiciera algo con el fin de evitar tal destino, pero, decidido a ser honesto antes que caritativo, le transmití mis serias dudas de un logro en aquel sentido. El punto no era esta vez el carácter poco firme de Edward, sino el extraordinariamente fuerte de la mujer. El sempiterno niño que era Edward había transferido la dependencia de la imagen paterna a otra imagen mucho más poderosa y sobre eso nada se podía hacer.

Un mes después se celebró la boda ante el juez de paz, según deseo de la novia. Convencí al señor Derby para que no se opusiera y así él, mi mujer yo asistimos a la ceremonia. Los demás invitados eran unos cuantos estudiantes universitarios más que "vanguardistas” francamente exaltados. Asenath compró la vieja finca de Crowninshield, ubicada en campo abierto al final de High Street, donde pensaba instalarse la pareja de recién casados, luego de un corto viaje a Inssmouth. de donde traerían tres criados, algunos libros y unos pocos utensilios para el nuevo hogar. Daba la impresión de que lo que volcó a Asenath hacia Arkham no fue tanto una consideración hacia Edward y su padre, sino más bien la satisfacción de su deseo de estar cerca de la Universidad, de la biblioteca y de su grupo de jóvenes universitarios. Al volver a ver a Edward tras su luna de miel, lo noté algo cambiado. Por complacer a su esposa se había afeitado el incipiente bigote, pero eran perceptibles Otros cambios. Se mostraba más reservado, más pensativo, más triste. En un comienzo no pude establecer si me gustaba o no el cambio operado en mi amigo, pero era evidente, que parecía haber madurado. Tal vez el matrimonio fuese algo que lo ayudara. Me contó que Asenath se había quedado en casa pues estaba muy atareada con el imponente montón de libros y objetos que habían traído desde Innsmouth -pronunció este nombre y se estremeció-y, además, se ocupaba personalmente de arreglar la casa y la finca de Crowninshield. Esa casa -que era la de Asenath- tenía un aspecto bastante desagradable, pero allí la joven había aprendido cosas sorprendentes a partir de ciertos objetos que se encontraban en ella. Con la ayuda de Asenath. Edward hacía grandes progresos en materia de conocimientos esotéricos. Algunos experimentos que le enseñaba la joven eran ciertamente drásticos -tanto que Edward nunca se animó a detallármelos-, pero no tenía dudas sobre las intenciones de su esposa. Los tres criados eran muy extraños. Dos de ellos eran incalculablemente ancianos y habían trabajado para el viejo Ephrairn; de tanto en tanto se referían a él y la madre de Asenath de un modo inexplicable. La tercera era una joven trigueña de rasgos deformes y que constantemente despedía olor a pescado.

III.
A partir de entonces fui viendo a Edward cada vez menos. Al principio pasaban hasta tres semanas sin que sonaran en mi puerta los tres golpes familiares seguidos de los otros dos. Cuando me visitaba -o cuando muy excepcionalmente iba yo a su casa- era notorio su desinterés por conversar de los temas que hasta en entonces nos habían sido comunes. Se mostraba muy reservado para referirse a los estudios esotéricos que antes tan animadamente solía describir y discutir, y nunca mencionaba a su mujer. Esta se veía terriblemente envejecida desde el momento de la boda hasta el extremo que parecía ser la mayor de la pareja. La decisión se había tornado mucho más marcada en su rostro y una serie de detalles de por sí indescriptibles confluían para darle un aspecto decididamente repulsivo. Esa impresión caló tanto en mí mujer como en mí hijo, por lo que al cabo de poco tiempo dejamos de visitarlos, circunstancia que, según Edward -con su proverbial falta de tacto-, provocaba gran alivio en Asenath. De tanto en tanto, los Derby emprendían algún viaje; por lo general comunicaban que el destino era Europa, pero a veces Edward sugería lugares bastante más lóbregos.

Un año después del matrimonio, la gente rumoreaba acerca de los cambios experimentados por Edward. Sí bien la variación advertida era de orden fundamentalmente psicológicos, las habladurías no pasaban por alto ciertos otros datos de interés. Se decía que en algunas ocasiones Edward adoptaba conductas en absoluto compatibles con su naturaleza para nada robusta. Se decía, por ejemplo que, por más que antes de casarse no sabía conducir, ahora se le veía constantemente entrar y salir de Crowninshield manejando el poderoso Packard de Asenath e introducirse con una envidiable habilidad en el enmarañado tránsito ciudadano. En esos momentos, dejaba la impresión de estar regresando de algún sitio o de disponerse a emprender algún viaje, aunque nadie podía establecer ni el sitio de partida ni el de llegada; la gente sólo podía asegurar que la mayor parte de las veces se le veía transitar por el camino que lleva a lnnsmouth. Estos cambios no cayeron bien. Para la gente, ahora Edward se parecía mucho a su mujer y al viejo Ephraim, al menos en ciertas ocasiones. Otras veces lo veían regresar, muchas horas después de haber salido; con un aspecto ausente y negligentemente tirado sobre el asiento trasero del coche, que era conducido por un chofer especialmente contratado para tal efecto. Quienes le conocían de vieja data reparaban el acentuamiento de la pusilanimidad que desde siempre lo había acompañado. En tanto el rostro de Asenath mostraba un aceleradísimo envejecimiento, el de Edward denotaba una mayor inmadurez, excepto en los pocos momentos en que se teñía con esporádicas manchas de tristeza. Era difícil entenderlo. A esa altura, los Derby prácticamente no frecuentaban los ambientes de universitarios desprejuiciados, no tanto porque tales formas de vida los hubiesen hastiados, sino más bien debido a que los estudios e inclinaciones que absorbían su tiempo espantaban incluso a los más osados de aquellos estudiantes.

Durante el tercer año de su matrimonio, Edward comenzó a confiarme muy esporádicamente que sentía temor e insatisfacción. De vez en cuando dejaba caer la enigmática observación de que las cosas habían llegado demasiado lejos” y más a menudo se refería a una cierta necesidad de “recobrar la identidad”. Inicialmente no hice caso de tales manifestaciones, pero como él insistiera, con mucho tacto, me animé a hacerle preguntas, sobre todo porqué no podía apartar de la memoria lo que había oído a la hija de mi amigo sobre la capacidad de Asenath para dominar por hipnosis a sus compañeras de estudios, quienes sostenían que durante los trances sentían que habitaban otro cuerpo desde el que miraban al suyo propio en otro lugar de la habitación. Edward recibía mis inquisiciones con una mezcla de alarma y tranquilidad, pero llegado hasta cierto punto de la confesión, la cerraba prometiéndome que ya más adelante hablaríamos sin ninguna clase de obstáculos. Poco después falleció el padre del joven Derby y entonces no supe que llegaría el momento en que yo me alegraría de que hubiese abandonado este mundo en aquel momento. Edward se sintió lógicamente afectado por la pérdida, pero dentro de una modalidad que sólo cabría dominar normal. Desde su boda, sólo había visto a su padre unas pocas veces. Asenath se las había ingeniado para que concentrara en ella toda la necesidad de Edward de volcar en alguien los vínculos familiares. La gente comentaba que en realidad poco le había importado la muerte del padre y asociaban la pérdida del afecto filial al aumento de la petulancia que ostentaba sentado ante el volante diel auto. Mi amigo sintió una profunda necesidad de mudarse a la vieja casa familiar, pero no pudo convencer a Asenath; quien manifestó obstinadamente sentirse muy a gusto donde estaba.

Los Derby conservaban apenas una amistad, una mujer que también era amiga de mi esposa. Cierta vez le confió que en ocasión de llegar hasta más allá del final de High Street para hacer una visita a los Derby, fue sorprendida al llegar por una de aquellas raudas y ostentas salidas de Edward frente al volante. Se acercó a la puerta tocó el timbre y acudió la horrible criada para anunciarle que Asenath tampoco se encontraba en la casa. Mientras se retiraba, pudo ver el interior de la casa y junto a la biblioteca de Edward alcanzó a divisar fugazmente un rostro con una indecible expresión de dolor y desesperanza. En principio lo confundió con el de Asenath, pese a lo que habitualmente mostraban los rasgos de la mujer de Edward, pero más tarde la amiga de mi esposa no tuvo dudas de que los ojos de aquel rostro eran sin duda alguna los tristes y melancólicos del propio Edward. Mi amigo aumentó la frecuencia de las visitas y ciertas veces consiguió explayarse sobre algunas de sus enigmáticas afirmaciones. Lo que dijo en esas raras ocasiones no es de fácil credibilidad ni siquiera en Arkham pero la lógica con que volcó entonces las cuestiones esotéricas que lo preocupaban, amenazaban con perturbar el equilibrio mental del espectador más sensato. Se refería a siniestras reuniones en lugares apartados, a fantásticas ruinas en el corazón de Maine, bajo las que se encontraban infinitas escaleras que conducían a abismos indescriptibles, a peculiares ángulos que permitían ingresar a otras dimensiones del tiempo y el espacio, a transmutaciones de la personalidad, a otros mundos, a otros espacios y otros tiempos.

Para afirmar su discurso, de tanto en tanto me aportaba objetos que me producían una total perplejidad. Eran objetos de extraños colores y texturas, con curvas o planos que escandalizarían a cualquier geometría conocida Ante mi curiosidad, sólo se limitaba a informarme que procedían del exterior y que Asenath era quien sabía cómo conseguirlos. Con voz cargada de temor, - solía mencionar al viejo Ephraim Waite, a quien sólo había visto un par de veces en la biblioteca de la Universidad; su miedo giraba en torno a la duda sobre si el viejo se encontraba realmente muerto, en sentido físico y también espiritual. En determinados momentos interrumpía abruptamente su relato quedando todo él como suspendido en el vacío. Entonces no podía dejar de pensar que la interrupción era obra de Asenath, quien molesta por lo que mi amigo me confesaba, desde la distancia, por algún procedimiento, extraordinario, lo - dejaba sin habla. Y, efectivamente, algo debió haber sospechado, puesto que poco después sus palabras y miradas hacia mí estaban inequívocamente cargadas de una terrible ferocidad Derby también comenzó a tener enormes dificultades para llegar hasta mi casa: aunque declarase ir a otro lugar, al encaminarse hacia casa, una fuerza inexplicable lo paralizaba o su mente quedaba en blanco sin poder discernir ya adonde se dirigía. Sólo llegaba hasta mi casa cuando Asenath se hallaba lejos, “lejos dentro de su propio cuerpo”, como llegó a decir cierta vez. Pero ella siempre terminaba enterándose de los movimientos de Edward, porque para eso tenía a los criados que vigilaban celosamente los desplazamientos de su marido. Lo cual demuestra que nunca consideró necesario adoptár medidas más contundentes para cortar de cuajo nuestra relación.

IV.
Un día de agosto, recibí un telegrama desde Maine. Hacía unos dos meses que no veía a Edward y sólo sabía de él que se encontraba afuera por cuestiones de negocios. Creía que Asenath lo acompañaba, pero la gente rumoreaba que en la casa, tras las cortinas de las ventanas del primer piso, se entreveía a alguien. Se hablaba también de las compras que realizaban los criados. En el telegrama, el alguacil de Chesuncook me hablaba de un loco con la ropa totalmente destrozada que había salido del bosque, delirando y mencionando mi nombre para pedirme ayuda. Chesuncook es una zona boscosa y abrupta que rodea a Maine. Estuve todo un día traqueteando sobre el lomo de impresionantes barrancos antes de llegar en coche al lugar citado por el alguacil. Encontré a Edward encerrado en una pieza de la granja que hacía las veces de cárcel; estaba mitad delirante, mitad apático. Enseguida me reconoció y me propinó un torrente de palabras cuyo sentido se me escapaba.

-¡Por amor de Dios! ¡El infierno de los shaggoths! Hay que descender de los seis mil escalones...allí está lo abominable... ¡Ia!...¡Shub-Niggurath!... La figura en el altar... el aullido de quinientos.., el encapuchado decía “Kamog, Kamog”... es el nombre secreto de Ephraim en el aquelarre... y yo estaba allí... Asenath prometió que nunca me llevaría... Un instante antes estaba encerrado bajo llave en la biblioteca.., y de pronto estaba ella allí con mi cuerpo... el más atroz de los infiernos.., el reino de las tinieblas.., el cancerbero custodia la puerta... apareció un shaggoth... vi cómo cambiaba de forma... no lo pude aguantar... la mataré si vuelve a enviarme a ese lugar... lo mataré a él... mataré lo que sea... lo haré con mis propias manos...

Más de una hora pasé tratando de tranquilizarlo. Finalmente lo conseguí. Le compré ropa en el pueblo y al día siguiente volvimos a Arkham. El furioso delirio había dado paso a un reconcentrado silencio, pero cuando pasamos por Augusta se puso a mascullar como si la simple vista de una ciudad le despertara recuerdos odiosos. Era evidente que no deseaba volver a su casa y tomando en consideración los delirios que le inspiraba su mujer -estados que atribuí a alguna experiencia hipnótica a que ella lo habría sometido- decidí que lo más conveniente sería no llevarlo a su hogar. Por lo tanto, lo albergué en mi casa por algún tiempo, conciente de los problemas que semejante decisión podría acarrearme con Asenath. Con el tiempo lo ayudaría en los trámites para lograr el divorcio, ya que resultaba indudable que seguir con aquella mujer significaría el suicidio para Edward. Mientras cavilaba acerca de estos temas, mi acompañante dormitaba en el asiento junto a mí mientras yo conducía. Ya de noche, cuando pasábamos por Portland, Derby volvió a mascullar una violenta ristra de insultos destinados a Asenath. Era innegab1e que la mujer había quebrado el equilibrio nervioso de mi amigo y ahora no conseguía escapar de una red de alucinaciones que tejía en torno a ella. En voz baja, con toda claridad, me confió que la circunstancia por la que entonces atravesaba no era más que una dentro de una larga serie. Se lamentaba que llegaría el día en que ya no podría escapar de las redes tendidas por la mujer. Sí ahora lo soltaba, sin duda que se debía a que no le era posible otra cosa, ya que aún era incapaz de apresarlo por demasiado tiempo. Casi constantemente se apoderaba de su cuerpo, luego se iba cualquier parte para participar en singulares ritos, mientras lo dejaba a él encerrado en el piso superior dentro de su cuerpo de mujer. Algunas veces no lograba someterlo por demasiado tiempo.

Y así, de pronto, Edward se reencontraba con su cuerpo en cualquier lugar, por lo general horrible. Fue lo que sucedió cuando lo encontró el alguacil a la vera del denso bosque. Supe que no era la primera vez que se veía obligado a regresar a casa desde tremendas distancias, suplicándole a alguien de buena voluntad que se ocupara de manejar el coche. Con el transcurso del tiempo, los lapsos por los que se apoderaba de su cuerpo eran mayores. Asenath procuraba ser hombre y esto era lo que explicaba sus intentos con el pobre Edward. El joven Derby tenía características ideales para sus proyectos: una esclarecida inteligencia en una débil voluntad. Tal vez no estuviese lejano el día en que se apropiaría definitivamente de su cuerpo para transformarse en un gran hechicero, como su padre, mientras que Edward quedaría confinado dentro de aquella carcasa femenina que ni siquiera cabía pensar como humana. Derby hablaba y mascullaba en el asiento contiguo al mío. En un momento determinado giré la cabeza y lo contemplé: pude verificar entonces una impresión previa que había recibido. Aunque parezca un contrasentido, daba la impresión de encontrarse en mejores condiciones físicas que nunca, lucía más robusto y no se notaba en su cuerpo las flaccideces propias de su indolencia para el cuidado físico. Era como si por primera vez en su holgada existencia estuviese obligado a a1guna actividad física sostenida, circunstancia que me llevó a inferir que Asenath era la responsable de aquel nuevo dinamismo corporal y mental en mi amigo. Sin embargo, en aquellos precisos instantes las manifestaciones de su mente eran más bien deplorables, puesto que de su boca sólo escapaban incoherencias acerca de su mujer, de la magia negra, del viejo Ephraim y de otros dislates. A veces reconocía algunos de los nombres que pronunciaba por la memoria que conservaba de inconsistentes y esporádicas frecuentaciones de volúmenes dedicados a saberes esotéricos. El hilo de la conversación, monólogo mejor dicho, de Edward era discontinuo; cada poco se detenía y parecia como si estuviera tornando aliento para emprender una revelación final y agobiante.

-Dan, Dan, ¿recuerdas sus Ojos feroces, la descuidada barba que nunca encaneció? Una vez me asestó su mirada terrible. Nunca lo olvidaré. Ahora esa mirada está en los ojos de ella. Sé por qué. El viejo encontró en el Necronomicón la fórmula. No sé bien en qué página está, pero cuando lo averigüe podrás leerlo y enterarte. Enterarte de por qué me encuentro en este estado lamentable. Paso de... de... de un cuerpo a Otro y luego a otro... Así nunca morirá... El fuego de la vida... él sabe cómo apagarlo.., sabe cómo hacerlo brillar incluso una vez que el cuerpo ha muerto... Si te doy algunas pistas, podrás adivinar... Escúchame Dan... ¿Tienes idea de por qué mi mujer evita escribir con una inclinación de las letras hacia la izquierda? ¿Viste aIguna vez algún texto escrito por el viejo Ephraim? ¿Sabes por qué sentí morirme cuando ví el modo en que escribía Asenath? Asenath... ¿existe realmente una persona con ese nombre?... ¿Por qué se dijo que se había encontrado veneno en las vísceras del viejo Ephraim? Nunca oíste los rumores de los Gilman acerca del modo en que gritaba el viejo cuando se volvió loco y Asenath lo recluyó en el acolchado cuarto de la buhardilla, el mismo donde había estado el otro?... Tal vez allí sólo se encontraba encerrada el alma del viejo... ¿Se puede determinar quién encerró a quién? ¿Recuerdas que el viejo buscó durante muchísimo tiempo alguien que tuviese una gran inteligencia y muy poca voluntad? ¿Recuerdas cómo maldecía a su hija por no ser varón? ¿Puedes decirme, Daniel Upton, qué siniestro cambio ocurrió en aquelIa pesadillesca casa en la que el monstruo implacable manejaba a aquella confiada, pusilánime y no del todo humana criatura su antojo’ ¿No se produjo acaso un cambio como el que ahora está ocurriendo conmigo? ¿Sabes por qué ese ser llamado Asenath escribe de manera peculiar cuando nadie la ve, de una manera en que no es posible diferenciar su escritura de la de...?

En ese preciso instante sucedió aquello. La voz de Derby venía haciéndose cada vez más estridente a medida que avanzaba en su monólogo hasta lindar eón el inminente grito histérico, cuando súbitamente se apagó tras un chasquido en apariencia metálica. Recordé que en mi casa otras veces también se había interrumpido intempestivamente, como obedeciendo Órdenes; no tuve dudas de que alguna poderosa onda mental de Asenath le ordenaba callar. Sin embargo, esta vez la situación se tomaba mucho más horrible. Los rasgos de la cara de Edward se retorcieron hasta volverla prácticamente irreconocible; en tanto su cuerpo era presa de espantosas convulsiones. Era como si todos sus huesos y músculos y nervios se vieran obligados a adoptar violentamente una posición, una tensión, una personalidad diferente. Me ganó el horror. Sentí un indecible malestar, una aguda repugnancia y mis manos dejaron de sujetar el volante. El ser que tenía junto a mí en el asiento ya no era la del amigo de toda la vida; era una monstruosa criatura que parecía provenir de los espacios siderales e irradiaba desconocidas y malsanas fuerzas. Durante mi indecisión horrorizada, mi nuevo compañero de viaje me arrebató el volante y me obligó a cambiar de asiento con él. Era noche sin luna y las luces de Portland resplandecían tenuemente a nuestras espaldas, por lo que casi no pude verle el rostro. Percibí el fulgor que se desprendía de sus ojos y comprobé que la gente tenía toda la razón cuando afirmaba que a veces se convertía en un arrogante desatado al mando del volante. No podía creer que el indolente y apocado. Edward Derby estuviera dándome órdenes y demostrando tal petulante soberbia como conductor, precisamente él, quien nunca se atrevía a entablar una discusión y que siempre se mostraba orgulloso de no saber conducir. Pero entonces esa era la situación y en medio de mí desasosiego lo único que me aliviaba era que - toda la escena transcurriese sin que él se decidiera a abrir la boca.

Al pasar por Biddeford y Saco, las luces me permitieron comprobar que mantenía la boca apretada con fuerza y renové mí estremecido horror al reencontrar el fulgor de sus ojos. Pude verificar también algo que había oído; durante esos trances se parecía mucho a su esposa y al viejo Ephraim. Eran desagradables sus actitudes, sus gestos no parecían naturales, Pero lo más perturbador era la clara conciencia deque aquel hombre, a quien toda la vida había conocido como Edward Pickman Derby, no era más que un extraño, una endemoniada presencia proveniente de algún averno sideral. Al retomar un tramo oscuro de la carretera volvió a hablar con una voz que casi no pude reconocer corno, la de mi amigo. Era mucho más áspera, más cortante y tanto su acento como el énfasis de la pronunciación diferían radicalmente - de los que yo podía recordar. En el fondo de aquella voz subyacía una yeta de -ironía agresiva, también en las antípodas de la pseudoironía desenfadada y algo torpe que Edward solía manejar; ahora se había cargado de algo siniestro, maligno, corrosivo.

-Espero que no te preocupes por el acceso que tuve hace un rato, mi querido Upton -me dijo mi acompañante-. Sabes muy bien como son mis nervios. Te pido disculpas por las molestias que te causo y te agradezco mucho qué me lleves a casa. Te pido que olvides todas la majaderías que haya podido decir acerca de mi mujer y, en general, todos los demás dislates con que te haya abrumado. Son las consecuencias de dedicarme excesivamente a una materia como la mía. Mi filosofía se asienta sobre conceptos y nociones muy extrañas, y cuando la mente no resiste comienza a imaginar toda clase de delirios. Voy a tomarme un prolongado descanso. Es posible que no nos veamos durante algún tiempo. Pero no vayas a pensar que es culpa de Asenath. Tal vez este viaje te resulte incomprensible en muchos de sus aspectos, pero en realidad tiene una explicación sencilla. En los bosques del norte existen unas ruinas pertenecientes a los indios, por lo general piedras, de gran valor para el folklore; Asenath y yo nos hemos dedicado intensivarnente a - su estudio. Ha sido un trabajo extenuante que bien puede hacer que uno pierda momentáneamente la lucidez. Cuando llegue a casa mandaré a alguien para que busqué el coche. Y, como te decía, me tomaré al menos un mes de vacaciones.

Ignoro si por mi parte llegué a pronuncia? palabra alguna, pues la transmutación de mi amigo me tenía paralizado. Experimentaba una creciente sensación de enfrentar un inexplicable horror cósmico y lo único que me obsesionaba era que aquel viaje terminara de una vez por todas. Derby insistía en no abandonar el volante y con cierto alivio noté la velocidad con que dejábamos atrás Portsmouth y Newburyport. Cuando llegamos al cruce donde la carretera principal se desvía para evitar el paso por Innsmouth, tuve miedo de que el conductor optara por aquel lugar infausto. Afortunadamente no lo hizo, con lo que pasamos rápidarnente por Rowley y por Ipswich hasta que al fin llegamos a nuestro destino. Era poco antes de la medianoche cuando llegamos a Arkham y vimos cómo la luz en la vieja casa de Crowninshield seguía encendida. Derby se bajó; apresuradamente me volví a mi casa Con una eufórica sensación de alivio. Alivio también me causaba la advertencia de Derby de que pasaría algún tiempo antes de que volviésemos a vemos. El tiempo que siguió a aquel viaje terrible fue una época de desbocados rumores. La gente decía que ahora se veía a Edward cada vez más en su versión dinámica y petulante y que, por el contrario, casi no se veía nunca a Asenath; Derby sólo me visitó una vez; llegó fugazmente en el coche de Asenath para llevarse unos libros que me había prestado. Me dirigió unas pocas palabras de cortesía, ya que cuando se encontraba en su impostación dinámica y arrogante no tenía qué decirme. En esos momentos tampoco aparecía la característica de los tres golpes en la puerta seguidos por los otros dos. Volvió a ocurrirme lo mismo que la noche en que lo dejé frente a su casa: cuando se retiró sentí un profundo alivio.

Promediado setiembre, Edward se ausentó por una semana; uno de los más activos integrantes del grupo “vanguardista” de estudiantes dejó caer la hipótesis de que habria ido hasta Nueva York a reunirse con el cabecilla de culto prohibido en Inglaterra. Por mi parte, no podía dejar de pensar en el horrible viaje que hicimos desde Maine. La transmutación que tuve ocasión de presenciar me afectó mucho y no cejaba en el intento de darle una. explicación a aquel horrible enigma. La gente de los alrededores comenzó a hablar acerca de los lastimeros sollozos que provenían. de la vieja casa de Crowninshield. Parecían de mujer y, según algunos, pertenecían a Asenath, quien las escasas veces en que podía vérsela, daba la impresión de estar bajo una fuerte represión. Llegó a pensarse en dar cuenta a la policía para que abriera una investigación de los hechos, pero la idea fue abandonada cuando sorpresivamente apareció Asenath en la calle conversando animadamente con un grupo de conocidos a los que pedía disculpas por las molestias que podría haber causado el reciente ataque de histeria que había afectado a un visitante en cuestión, pero la rotunda y convincente presencia de la mujer fue más que suficiente como para aventar todas las suposiciones.

A mediados de octubre, una tarde en mi puerta la sucesión de los tres golpes seguidos por los otros dos. Abrí y me encontré con Edward de los viejos tiempos, al que no veía desde el preciso momento en que experimentó el cambio durante el viaje a Maine. Se le veía tenso, presa de emociones encontradas y mientras yo cerraba la puerta tras él noté como echaba una temerosa mirada a sus espaldas. Fuimos hasta mi estudio y me pidió un trago para tranquilizarse. Preferí no preguntarle nada y dejé que fuese él quien estableciera los hilos de la conversación. Pasó un rato antes de empezar a monologar con voz sobresaltada.

-Asenath se fue.- Anoche, mientras los criados estaban ausentes, hablé con ella y le arranqué la promesa de que dejaría de acosarme. Por supuesto que tengo algunas garantías de las que aún no te he hablado. La obligué a que me dejara tranquilo. Se puso furiosa, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Puso unas pocas ropas en las maletas y salió para Nueva York. Apenas pudo tomar el expreso de las ocho y veinte para Boston. Ahora todos volverán a murmurar, como siempre, pero me tiene bien sin cuidado. No cuentes a nadie que tuvimos una disputa; será bueno que digas tan sólo que Asenath ha emprendido un largo viaje de estudios. Es probable que se quede a vivir con esas fanáticos. ¡Cómo me gustaría que se quedara en la costa oeste y pidiera el divorcio! Al menos, me prometió que se mantendría alejada de mí y que no me molestaría. No sabes lo horrible que era, Dan... me robaba el cuerpo... estaba tomando mi lugar... me había convertido en un prisionero. Opté por la pasividad, dejándole llevar la delantera, pero tenía que estar constantemente en guardia. Con mucho cuidado podía lograrlo, ya que ella no es capaz de leer mis pensamientos en detalle. Apenas podía saber que yo estaba elaborando alguna rebelión, pero me salvaba el hecho de que ella creyese que yo era más pusilánime de lo que en realidad soy. Nunca imaginé que podría dominarla... pero me había reservado uno o dos conjuros que afortunadamente funcionaron.

Derby repitió el gesto de la mirada atemorizada por encima del hombro y apuró un generoso trago de Whisky.

-Hoy de mañana eché a esos endemoniados criados. Fue al regresar y protestaron con energía, pero al fin se fueron. Son de Innsmouth y responden incondicionalmente a Asenath. Voy a buscar a los antiguos criados de mi padre, ya que he decidido mudarme a casa de inmediato. Sé que debo parecerte loco, Dan, pero piensa en las historias de Arkham y convendrás conmigo que en ella hay elementos suficientes como para respaldar lo que te he contado... y lo que te contaré, Tú mismo fuiste testigo de una de esas mutaciones. ¿Lo recuerdas? Fue en tu propio coche. En un determinado momento Asenath se apoderó de mí... me expulsó de mi cuerpo. Recuerdo que fue en el preciso instante en que me disponía a contarte qué clase de ser es Asenath. Ahí fue cuando se apoderó de mí y yo me vi súbitamente instalado en mi biblioteca, que los malditos criados cerraban bajo llave y en aquel diabólico cuerpo que ni siquiera es humano. Se trataba de ella, y no de mí, quien te acompañó durante el resto del viaje, ella, como un lobo feroz dentro de mi cuerpo. No pudo escapársete la diferencia.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo mientras proseguía. Por supuesto que había notado el cambio. ¿Cómo no hacerlo? Pero, ¿era verosímil semejante explicación? El monólogo de Edward era incontenible.

-Salvarme, Dan, salvarme era mi único objetivo. Debía hacerlo. El designio de Asenath era apoderarse de mí para siempre en ocasión del día de ‘Todos los Santos. Ese día oficiaban un aquelarre pasando Chesuncook y con el sacrificio ritual yo ya no tendría escapatoria. Quedaría para siempre en manos de ella... ella habría sido para siempre yo y yo habría sido ella. Para el resto de los tiempos. Habría cumplido entonces su sueño de ser un hombre de carne y hueso. Supongo que luego trataría de deshacerse de mí, dando muerte a su ex cuerpo conmigo adentro, tal como lo hizo antes.

Llegado a este punto de su relato, el rostro de Edward fue presa de una descomunal tensión; se inclinó más hacia mí y bajando la voz, casi en un susurro, continuó:

-En el coche se me ocurrió que ella ‘no es Asenath sino el mismísimo viejo Ephraim. En verdad ya antes lo había sospechado, pero en aquel momento tuve la evidencia. Es posible comprobarlo en su caligrafía cuando está desprevenida. A veces escribe largos textos con la misma letra del viejo. Este se refugió en el cuerpo de su hija cuando sintió que iba a morir. Ella fue la única persona a mano con el cerebro adecuado y una personalidad apocada. Se apoderó de su cuerpo dc manera permanente, igual que lo que ella pretendió hacer conmigo. Luego envenenó el anciano cuerpo donde había alojado a su hija. ¿Acaso no has visto relucir docenas de veces en los ojos de Asenath los diabólicos ojos del viejo? ¿No has reparado que esa misma mirada aparece en mis ojos cuando ella se apodera de mí?

Derby debió detenerse para retomar aliento. No me atrevía a decir nada. Al cabo de un momento el tonó de su voz volvió a ser normal. Para mí, Edward estaba loco rematado, pero por cierto que no sería yo quien lo empujara a un manicomio. Tal vez todo volviese a la normalidad con el paso del tiempo y la ausencia de Asenath. Era evidente que mi amigo estaba lo suficientemente escaldado como para volver a sus prácticas de ocultismo.

-Con el tiempo te contaré otras cosas que ignoras. Ahora me siento muy cansado. Ya te hablaré sobre los horrores en que me involucré por causa de Asenath, horrores que aún alientan entre nosotros por causa de unos cuantos fanáticos que se encargan de mantenerlos vivos. Hay gente capaz de hacer ciertas cosas que nadie debería hacer. He sido uno de ellos, pero todo eso ya acabó para mí. Si estuviese a mi cargo la biblioteca de Miskatonic, yo mismo reduciría a cenizas el maldito Necronomicón y todos los libros de su estirpe. Pero ahora Asenath ya no podrá apoderarse de mí. Pronto abandonaré esa casa y volveré a mi hogar. Sé que puedo contar contigo. Te he hablado de esos diabólicos criados... en especial de lo que son capaces si la gente insiste en preguntarse acerca del paradero de Asenath. ¿Te das cuenta de que no puedo dar la dirección de ella? Quien quiera indagar podría malinterpretar nuestra separación y sé muy bien que algunos de esos fanáticos tienen ideas y métodos contundentes. Sé que estarás de mi parte si llega a ocurrir algo... incluso si me veo obligado a decirte cosas que te provocarán una gran perturbación....

Casi naturalmente, Edward se quedó en casa aquella noche, alojado en una de las habitaciones de huéspedes; por la mañana parecía mucho más tranquilo. Examinamos sus planes para el regreso al hogar familiar; por mi parte sentía la necesidad de que no perdiera tiempo alguno en la implementación del proyecto. Durante las siguientes semanas nos encontramos muy frecuentemente. En nuestras reuniones no se mencionó casi ninguna cosa extraña; la conversación se concentraba exclusivamente en las tareas de restauración que se practicaban sobre la vieja casa de los Derby y sobre los viajes que planeábamos realizar el próximo verano.
Asenath había desaparecido completamente de nuestras conversaciones; por cierto que el tema desagradaba profundamente a Edward. Mientras tanto, en la ciudad corrían rumores acerca de la singular pareja que vivía en Crowninshield aunque a esa altura esto no significaba novedad alguna. Sin embargo, no me gustó lo que una vez oí decir al banquero de Derby en el club de Miskatonic: que Edward remitía frecuentemente cheques a algunos vecinos de Innsmouth llamados Moses y Abigail Sargent y Eunice Babson. Temí que mi amigo estuviese siendo víctima de un chantaje por parte de los malditos criados. Edward nunca me comunicó nada al respecto.

Yo esperaba con ansiedad la llegada del verano y de las vacaciones para realizar los viajes que habíamos planeado con Edward. Sin embargo, la salud de mi amigo no progresaba con la rapidez deseable. Aun en sus escasos momentos de alegría, subyacían matices de histeria y la sucesión de estados de depresión y aprensión ocupaban buena parte de su día. En diciembre, la casa de los Derby quedó en condiciones de habitarse, pero inexplicablemente Edward demoraba la mudanza.’ Detestaba y temía a la casa de Crowninshield, pero algo misterioso lo retenía a ella. Todos los días recurría a un nuevo pretexto para demorar el traslado de sus cosas a la casa familiar. Cierta vez se lo hice notar y entonces pareció más asustado que de costumbre. El viejo mayordomo de su padre -a quien había ubicado y contratado- llegó a confiarme acerca de los extraños merodeos de Edward por la casa, especialmente por el sótano, de sus malos presentimientos al respecto. Le pregunté si había recibido alguna correspondencia de Asenath, pero el anciano me confirmó que no había visto carta alguna en el correo.

Sería hacia la Navidad cuando una tarde Derby sufrió un ataque mientras se encontraba de visita en mi casa. Yo dirigía la conversación hacia el viaje que proyectábamos hacer durante el verano cuando, de repente, Derby lanzó un grito y saltó de la silla en que estaba sentado, adquiriendo su rostro un aire de espantoso e irrefrenable temor; su expresión reflejaba un pánico y aversión tales como sólo las más infernales pesadillas pueden producir en una mente sana.

« ¡Mi cerebro! ¡Mi cerebro! ¡Dios mio, Dan! ... tira con fuerza... desde la lejanía... golpea... desgarra... esa bruja... ahora mismo... Ephraim... ¡Kamog! ¡Kamog!
El averno de los shaggoths! ... ¡ Iä! ¡ Shub-Niggurath!
¡El Chivo con las Mil Crías! ... La llama .. la llama... más allá del cuerpo, más allá de la vida... en las profundidades de la tierra... ¡Oh, Dios mio! . . . »

Volví a sentarle en la silla y le obligué a beber un vaso de vino, mientras su agitación daba paso a una mortecina apatía. No opuso la menor resistencia, pero sus labios no cesaban de moverse como si estuviera hablándose a sí mismo. Al instante advertí que era a mí a quien trataba de hablar, y pegué el oído a su boca en un intento de captar sus débiles palabras.

«Otra vez, otra vez.., trata de volver a hacerlo.., debía suponerlo.., nada puede detener esa fuerza, ni la lejanía, ni los conjuros, ni la muerte... se abalanza una y otra vez, sobre todo por la noche... no puedo escapar... es horrible... ¡ Oh, Dios mio! Dan, si te hicieras una mínima idea de lo horrible que es todo esto... »

Luego cayó en una especie de sopor, le coloqué unos almohadones debajo del cuerpo y dejé que el sueño se apoderase de él. No llamé al médico, pues sabía muy bien lo que iba a decir sobre su estado mental y quería dejar obrar a la naturaleza.., si es que aún podía albergarse alguna esperanza. Edward se despertó a medianoche y entonces le acosté en el piso de arriba, pero al despertarme a la mañana siguiente se había ido ya. Había salido sin hacer mido, y cuando le llamé por teléfono en su casa el mayordomo me dijo que se encontraba dando vueltas por la biblioteca. La salud de Edward se agravó mucho a partir de aquella noche. Ya no venía a visitarme, si bien ahora yo iba a verle todos los días. Siempre me lo encontraba sentado en la biblioteca, con la mirada perdida en el vacío como si estuviese escuchando algo fuera de lo normal. A veces hablaba razonando, pero siempre sobre temas intrascendentes. La menor mención de su enfermedad, de futuros planes o de Asenath le hacía montar en có¬lera. Su mayordomo dijo que sufría espantosos ataques por la noche, en el curso de los cuales llegaba a producirse lesiones. Tras consultar detenidamente con su médico de cabecera, su banquero y su abogado, me decidí finalmente a que fuera a verle su médico junto con dos especialistas. A las primeras preguntas que le formularon Edward sufrió unos violentos espasmos que le hicieron digno de la mayor compasión, y aquella misma tarde se lo llevaron forcejeando, en un coche cubierto, al sanatorio de Arkham. Hube de hacerme cargo de su curatela y le visitaba dos veces por semana. Sus gritos estridentes, sus pavo¬rosos murmullos y su terrible e insaciable repetición de frases como « Tenía que hacerlo.., tenía que hacerlo... se apoderará de mí... se apoderará de mí... allá abajo... allá abajo en las tinieblas... ¡Madre! ¡Madre! ¡Dan! ¡Salvadme! ... ¡Salvadme! », casi me hacían saltar las lágrimas.

Si había posibilidades de que se recuperase es algo que nadie se atrevía a vaticinar, pero en todo caso me esforcé por no perder el optimismo. Si lograba salir de aquélla, Edward iba a necesitar una casa, por lo que mandé trasladar a toda su servidumbre a la mansión de los Derby que, a no dudar, sería el lugar elegido por él de conservar el sano juicio. No supe qué hacer con la finca de Crowninshield, con su ingente mobiliario y todas aquellas colecciones de las más inexplicables cosas. Así que, de momento, opté por no hacer nada en ella, limitándome a decirles a los criados de Derby que fuesen por allí una vez por semana a limpiar el polvo de las habitaciones principales y a ordenar al encargado de la calefacción que encendiera la caldera en tales días. La contrariedad definitiva tuvo lugar unas fechas antes de la Candelaria y, para cruel ironía, vino precedida de un falso destello de esperanza. A últimas horas de una mañana de enero, telefonearon del sanatorio para decir que Edward había recobrado repentinamente la razón. Según decían, su memoria se había resentido mucho, pero no cabía duda de que se hallaba en su sano juicio. Naturalmente, durante algún tiempo debía seguir en observación, pero apenas podían albergarse dudas sobre cuál sería el desenlace. Si todo iba bien, en una semana le darían de alta.

Loco de contento por la noticia que acababan de darme, me dirigí rápidamente al hospital, pero me quedé anonadado al entrar tras una enfermera en la habitación de Edward. El paciente se levantó para saludarme, alargándome la mano con una cordial sonrisa, mas al instante advertí que se encontraba en aquel estado extrañamente sobreexcitado tan opuesto a su natural forma de ser, tenía aquella engreída personalidad que tan indeciblemente horrible me había parecido y de la que el mismo Edward dijo en cierta ocasión que no era sino el alma intrusa de su mujer. Era exactamente la misma mirada abrasadora —la misma de Asenath y del viejo Ephraim— y la misma expresión firme de la boca, y cuando hablaba pude notar la misma lúgubre y aguda ironía en su voz, aquella profunda ironía que tanto hacía pensar en la inminencia de un mal. De nuevo me encontraba ante la persona que había conducido mi coche aquella noche cinco meses atrás, la persona que no había vuelto a ver desde aquella breve visita en que olvidó la vieja señal del timbre y suscitó temores harto difusos en mí, y ahora me producía la misma tenebrosa sensación de espantosa demencia e inefable horror cósmico. Me estuvo hablando en tono afable de los trámites que debía hacer para salir de allí, ante lo cual sólo me quedó asentir a pesar de sus fallos de memoria sobre hechos bien recientes. Pero me dio la impresión de que le sucedía algo terrible, inexplicable, erróneo y anormal. Aquella criatura encerraba horrores que no podía discernir. Sin duda, estaba en su sano juicio, pero ¿era el mismo Edward Derby que había conocido? De lo contrario, ¿quién o qué era, y dónde estaba el verdadero Edward? ¿Estaría en libertad o confinado en algún lugar? ¿O quizás habría desaparecido de la faz de la tierra? Se percibía una sensación de abominable sarcas¬mo en todo cuanto aquella criatura decía; sus ojos, muy parecidos a los de Asenath, reflejaban una ironía harto desconcertante al aludir a ciertas palabras sobre la libertad ganada años atrás gracias a un confinamiento de lo más estricto. Debí comportarme con suma torpeza, pero lo cierto es que me alegré al salir de allí.

Aquel día y el siguiente no cesé de devanarme los sesos reflexionando sobre el problema. ¿ Qué había sucedido? ¿Qué inteligencia miraba a través de aquellos ojos ajenos a la cara de Edward? Apenas podía pensar en otra cosa que en tan terrible y complejo enigma, hasta el punto de que hube de dejar a un lado mi trabajo cotidiano. Al día siguiente por la mañana llamaron del hospital para decir que el estado del paciente seguía igual, y ya avanzada la tarde estuve a punto de sufrir una crisis nerviosa —un estado pasajero que admito, aunque otros dirán que tiñó de color la visión que tuve después. No tengo nada que decir al respecto, salvo que ninguna locura mía puede llegar a explicar toda la evidencia. Fue por la noche —tras aquella segunda tarde— cuando el más espantoso horror se abatió sobre mí, sumiéndome en un pánico atroz y atenazador del que jamás lograré yerme libre. Todo comenzó por una llamada de teléfono al filo de la medianoche. Yo era la única persona levantada en toda la casa y, somnoliento, descolgué el auricular que había en la biblioteca. No parecía haber nadie al aparato, y ya estaba a punto ‘de colgar e irme a la cama cuando mi oído creyó captar un tenue sonido al otro extremo de la línea. ¿ Sería acaso alguien que tenía grandes dificultades para hablar? Escuché atentamente y me pareció oír una especie de chapoteo semiliquido —un «glub... glub....... glub....... »— que daba extrañamente la impresión de evocar una palabra inarticulada e ininteligible o una sucesión de sílabas entrecortadas. Seguidamente, pregunté « ¿ Quién es? », pero por toda respuesta volví a oír aquel «glub... glub....... glub....... glub». No me quedó más remedio que suponer se trataba de un ruido automático; pero imaginando que quizá se debiese a que el aparato estaba estropeado y sólo podía escucharse desde él pero no hablar, añadí «No puedo oírle. Cuelgue, por favor, y llame a información». Al instante oí cómo colgaban el auricular al otro extremo del hilo.

Esto, como decía, sería sobre la medianoche poco más o menos. Cuando más tarde se investigó la procedencia de la llamada pudo averiguarse que fue hecha desde la vieja casa de Crowninshield, pese a que aún faltaba media semana hasta el día en- que le correspondía a la criada ir por allí. Me limitaré a dar una idea aproximada de lo que se encontró al entrar en la casa: una barahúnda en el trastero más recóndito del sótano, huellas, tierra, un armario desvalijado apresuradamente, huellas enigmáticas en el teléfono, papel de escribir desmañadamente utilizado y un detestable hedor que impregnaba todos los rincones de la casa. Estos idíotas de policías se han forjado sus harto manidas teorías y andan tras los criados despedidos, los cuales han desaparecido de la vista ante el actual estado de cosas. La policía habla de una horrible venganza por lo que se les hizo, y dicen que me incluyeron a mi en ella por ser el mejor amigo y consejero de Edward.

¡Serán majaderos! ¿Cómo pueden pensar que esos mamarrachos supieron imitar aquella escritura? ¿Acaso se figuran que fueron ellos los culpables de lo que más tarde sucedería? ¿Pero tan ciegos están que no ven los cambios operados en el cuerpo que fue de Edward? Por lo que a mí se refiere, ahora creo cuanto Edward Derby me dijo. Hay horrores que rebasan los confines mismos de la vida y que ni siquiera sospechamos, y sólo de vez en cuando la maligna curiosidad humana pone a nuestro alcance. Ephraim... Asenath... el diablo los atrapé en sus redes, y ellos acabaron con Edward y ahora tratan de hacer otro tanto conmigo. ¿Acaso tengo garantías de estar a salvo? Esos poderes sobreviven a la vida corpórea. Al día siguiente —por la tarde, tras recuperarme del estado de postración en que me encontraba y lograr ponerme en pie y articular al¬gunas palabras coherentemente— fui al manicomio y le maté de varios tiros por el bien de Edward y de la humanidad entera, pero ¿cómo estar seguro hasta tanto no le incineren? Conservan el cuerpo para que varios médicos efectúen en él una absurda autopsia, pero sostengo que deben incinerarlo. Deben incinerar a aquel que no era Edward Derby cuando le disparé. Me volveré loco si no lo hacen, pues es muy probable que yo sea la siguiente víctima. Pero no me falta coraje, y no dejaré que se apoderen de mi los monstruosos terrores que están continuamente al acecho. Ephraim, Asenath, Edward, ¿quién de los tres vive? Pero a mi no me arrebatarán mi cuerpo... ¡No dejaré que me cambien por ese cadáver acribillado a balazos que hay en el manicomio!

Pero trataré de contar coherentemente el horror final y definitivo. No hablaré de lo que la policía se empeña en ignorar, de las historias que corren sobre ese ser raquítico, grotesco y maloliente con el que al menos tres transeúntes que pasaban por High Street se tropezaron al filo de las dos de la madrugada y de las huellas que se han encontrado en ciertos lugares. Sólo díré que serían las dos cuando el timbre y la aldaba me despertaron; timbre y aldaba, los dos, uno detrás de otro y con un repique vacilante, como una sofocada desesperación, y en ambos casos tratando de imitar la antigua señal de Edward de tres llamadas seguidas de otras dos. Tras despertar de un profundo súeño mi mente se vio sumida en un mar de confusión. Derby en la puerta... ¡y recordaba la vieja contraseña! En su nueva personalidad no parecía recordarla... ¿Habría vuelto Edward a su estado normal? ¿Le habrían soltado antes de lo previsto o se habría escapado? Posiblemente, pensé mientras me enfundaba en una bata y bajaba aprisa las escaleras, el hecho de recobrar su identidad le habría producido irritación y delirio, tras lo que le habrían anulado el alta forzándole a emprender una desesperada huida en pos de la libertad. Fuese lo que fuese, volvía a ser mi buen y viejo amigo Edward, ¡claro que podía contar con mi ayuda!

Al abrir la puerta a aquellas tinieblas arqueadas por la sombra de los olmos, una corriente de viento insoportablemente fétido casi me hizo rodar por los suelos. Sofocado por la náusea que invadió todo mi cuerpo, pude ver en el umbral una figura raquítica y jorobada. Los golpes en la puerta eran sin duda de Edward, pero ¿quién era aquel pestilente y canijo mamarracho? ¿Dónde podría haberse metido Edward en tan escaso tiempo? El último timbrazo que dio apenas había sonado un segundo antes de abrir yo la puerta. Quien llamaba al timbre llevaba encima un abrigo de Edward, los bajos rozaban el suelo, y las mangas, si bien estaban vueltas, le cubrían por completo las manos. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de ala plegada y una bufanda de seda negra le ocultaba el rostro. Al dirigirme hacia él con paso vacilante, aquella figura emitió un sonido semilíquido semejante al que había oído por teléfono...

—«glub... glub....... »— y, espetado en la punta de un largo lápiz, me alargó un papel grande, escrito con apretujada letra. Aún bajo los efectos de aquel repugnante y extraño hedor, cogí el papel y traté de leerlo bajo la luz de la puerta. No había la menor duda, aquella era la letra de Edward. Pero ¿por qué habría escrito la nota cuando podía perfectamente llamar al timbre? ¿y por qué era tan torpe, fea y temblorosa su escritura? Apenas podía descifrar nada en aquella semipenumbra, así que retrocedí unos pasos hacia el vestíbulo mientras el raquítico mensajero me seguía maquinalmente a duras penas, deteniéndose una vez traspuesto el umbral. El olor que despedía aquel extraño personaje era verdaderamente insoportable y rogué (no en vano, a Dios gracias) para que mi mujer no se despertara y se viese frente a semejante criatura. Luego, a medida que leía el papel, sentí que mis piernas comenzaban a flaquear y mi vista se nublaba por completo. Cuando recobré el sentido me hallaba tendido en el suelo, todavía con aquella endiablada hoja de papel entre las manos, crispadas por el espanto que se había apoderado de mí. He aquí lo que decía:

«Dan, vé al sanatorio y mátalo. ¡Aniquilalo! Ya no es Edward Derby. Asenath se apoderó de mi, pero hace tres meses y medio que está muerta. Mentí al decirte que se había ido. La maté. Me vi obligado a hacerlo. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, pero en aquel momento estábamos solos y me encontraba en mi auténtico cuerpo. Vi un candelabro y le descargué un fuerte golpe con él en la cabeza. De haber seguido con vida se habría apoderado definitivamente de mí el día de Todos los Santos. La enterré en el trastero más recóndito del sótano, bajo unas viejas cajas, y borré todas las huellas. A la mañana siguiente, los criados sospecharon lo que había sucedido, pero son tantos los secretos que esa gente oculta en sus entrañas que no se atrevieron a ir a contárselo a la policía. Los despedí, pero sólo Dios sabe qué intentarán hacer, al igual que otros sectarios de su culto.

Por unos instantes pensé que todo iba bien, pero al cabo de un rato sentí como si me desgarrasen el cerebro. Sabía perfectamente de qué se trataba, debía haberlo recordado. Un alma como la de Asenath —o la de Ephraim— se separa a medias pero sigue con vida hasta después de la muerte, en tanto dura el cuerpo. Asenath estaba apoderándose de mí —intercambiaba su cuerpo con el mío—, estaba usurpando mi cuerpo al tiempo que me introducía en su cadáver enterrado allá en el sótano. Sabía muy bien lo que me esperaba, por eso perdí el control y tuvieron que encerrarme en el manicomio. Luego lo que me temía sucedió. Me encontré asfixiado por las tinieblas dentro del cadáver putrefacto de Asenath y enterrado en el sótano bajo unas cajas. Ella debía estar ocupando mi cuerpo en el sanatorio para siempre, pues ya había pasado Todos los Santos y el sacrificio valdría aun cuando ella no estuviese presente... Ella estaría sana, recuperada y lista para cerner su amenaza sobre el mundo. Estaba desesperado, y pese a todo me las arreglé para escapar de allí.

Me encuentro demasiado débil para intentar hablar —ni siquiera pude hablar por teléfono—, pero aún me quedan fuerzas para escribir. Confío en que me recuperaré y en que sean escuchadas las siguientes palabras y recomendación que te hago: mata a ese taimado demonio si valoras en algo la paz y el bienestar del mundo. Y asegárate de que se incinera el cadáver. Si no lo haces, seguirá viviendo, irá pasando de un cuerpo a otro eternamente, y huelga todo comentario sobre qué pueda hacer. No te dejes atrapar por la magia negra, Dan, es algo verdaderamente diabólico. Hasta siempre, has sido un excelente amigo. Cuenta a la policía cualquier patraña que creas que puedan tragarse. No sabes cuánto siento haberte metido en todo esto. A no tardar, espero disfrutar de paz, pues la vida de este monstruo que me atenaza no puede prolongarse mucho más. Espero que esta nota llegue a tus manos. ¡Y mata a ese monstruo! ¡Mátalo!

Tuyo, Ed.»

Sólo al cabo de un buen rato acabé de leer la segunda mitad de tan desconcertante carta, .pues al final del tercer párrafo caí desmayado al suelo. Volví a perder el sentido al ver y oler aquello que obstruía el umbral, por donde se filtraba el aire caliente. El mensajero no volverá a moverse ni a recobrar la conciencia. El mayordomo, hombre bastante más duro que yo, no desfalleció ante el espectáculo que se ofreció a su vista en el vestíbulo a la mañana siguiente, sino que llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes ya me habían metido en la cama, en la habitación de arriba; pero aquello otro, aquella informe masa, seguía yaciendo allí donde se había desplomado por la noche. Era tal el hedor que despedía que los policías hubieron de taparse la nariz con un pañuelo.
Lo que encontraron a la postre dentro de la extraña y variopinta indumentaria de Edward fue esencialmente, una monstruosidad licuada. Encontraron también unos cuantos huesos... y un cráneo aplastado. Posteriormente y por una prótesis dental que llevaba, pudo identificarse aquel cráneo como el de Asenath.


El señor de las ciudades. Lord Dunsany (1878-1957)

Me topé un día con un camino que erraba tan sin destino que se adecuaba a mi ánimo y lo seguí; y me llevó sin demora a las profundidades de un bosque. En medio de él, en cierto sitio el Otoño tenia su corte coronada de espléndidas guirnaldas; y era víspera de su festival anual del Baile de las Hojas, el festival cortesano en el que el Invierno hambriento se precipita como la chusma, y resuenan allí los clamores del Viento del Norte que triunfa; y todo el esplendor y la gracia de los bosques desaparece y huye el Otoño destronado y olvidado para nunca volver. Otros Otoños se levantan, otros Otoños, que sucumben ante otros Inviernos. Otro camino conducía a la izquierda, pero el mío continuaba recto. El camino de la izquierda tenía aspecto transitado; había huellas de ruedas en él y parecía ser el que con tino debía seguirse. Daba la impresión de que nadie tuviera nada que hacer con el camino que continuaba recto colina arriba. Por tanto, continué recto colina arriba; y aquí y allí en el camino, crecían hojas de hierba imperturbadas en el reposo y la quietud que se había ganado el camino con subir y bajar por el mundo; porque se puede ir por este camino, como por todos los caminos, a Londres, a Lincoln, al Norte de Escocia, al Oeste de Gales y a Wrellisford, donde los caminos acaban. En seguida el bosque llegó a su término y llegué a campo abierto y, al mismo tiempo, a la cima de la colina; vi los sitios elevados de Somerset y las colinas de Wilts extenderse a lo largo del horizonte. De pronto vi por debajo de mí la aldea de Wrellisford sin otra voz en sus calles que la del Wrellis que rugía al verterse en una esclusa por sobre la aldea. De modo que seguí mi camino cuesta abajo desde la cima de la colina y el camino iba haciéndose más lánguido a medida que descendía por él y cada vez menos concentrado en los cuidados de una carretera. Aquí brotaba una fuente en pleno camino y allí otra. Él seguía como si tal cosa. Un arroyo lo atravesaba y él avanzaba aún. De pronto exhibió precisamente la cualidad que un camino nunca debe poseer y renunciando a toda conexión con Caminos Reales, a su parentesco con Piccadilly, se redujo a un mero sendero que sólo podía transitarse a pie. Me condujo entonces al viejo puente que se tendía sobre el arroyo y, de ese modo, llegué a Wrellisford y encontré, después de haber recorrido múltiples tierras, una aldea que no tenía huellas de ruedas en sus calles. Al otro lado del puente, mi amigo el camino se afanaba cuesta arriba unos pocos pies por un declive cubierto de hierbas, y acababa. Una gran quietud descendía sobre toda la aldea, sólo atravesada del rugido del Wrellis y, ocasionalmente, del ladrido de un perro que vigilaba la quietud interrumpida y la santidad del camino intransitado. Esa terrible y devastadora fiebre que, a diferencia de muchas pestes, no viene del Oriente sino del Occidente, la fiebre del apuro, no había llegado aquí; sólo el Wrellis se apresuraba en su eterna búsqueda, pero era el suyo un apresuramiento sereno y plácido, que le daba tiempo a uno para una canción. Era temprano por la tarde y no había nadie en derredor. O se encontraban trabajando más allá del misterioso valle que alimentaba a Wrellisford y la ocultaba a los ojos del mundo o se mantenían recluidos en sus casas de construcción antigua, techadas con tejas de piedra. Me senté en el viejo puente de piedra y observé el Wrellis, que me pareció el único viajero que venía de lejos a la aldea en que los caminos terminan, para seguir luego de largo. Y, sin embargo, el Wrellis llega cantando desde la eternidad, se demora por un breve tiempo en la aldea en que terminan los caminos y sigue luego adelante hacia la eternidad otra vez; y con seguridad hace lo mismo todo lo que mora en Wrellisford. Mientras me inclinaba sobre el puente me pregunté dónde se toparía el Wrellis con el mar por primera vez, si mientras serpenteaba sereno por prados en su larga búsqueda lo vería de pronto y, saltando por sobre un rocoso escarpado le llevaría sin demora el mensaje de las colinas; o si ensanchándose lentamente en un gran estero alimentado por las mareas, le llevaría al mar el sobrante de sus aguas y el poder del río le saldría al encuentro al poder de las olas como dos emperadores vestidos de resplandeciente armadura se encuentran a mitad de camino entre sus dos ejércitos dispuestos para la guerra; y el pequeño Wrellis se convertiría en puerto para los barcos que retornan y en lugar de partida para los hombres aventureros.

Algo más allá del puente se erguía un viejo molino con el techo en ruinas y un pequeño ramal del Wrellis se precipitaba a través del vacío gritando como un niño que jugara solo en el pasillo de alguna casa desolada. La rueda del molino había desaparecido, pero había todavía esparcidas barras, ruedas dentadas, los huesos de alguna industria muerta. No sé qué industria fue otrora señor de esa casa, no sé qué séquito de trabajadores guarda ahora luto por ella; sólo sé quién es ahora señor en todas estas cámaras vacías. Pues tan pronto como entré, vi todo un muro recubierto de un maravilloso tapizado negro, inapreciable por inimitable y demasiado delicado como pasar de mano en mano entre los mercaderes. Contemplé la maravillosa complejidad de sus infinitas hebras; mi dedo se hundió en el más de una pulgada antes de percibir su tacto; tan negro era y tan cuidadosamente trabajado, tan sombríamente cubría toda la pared, que podría haberse fabricado para conmemorar la muerte de todo lo que alguna vez hubiera vivido allí, como en verdad sucedía. Miré por un agujero abierto en la pared una cámara interior en la que una correa de transmisión gastada se extendía entre varias ruedas y allí esta inimitable tela sin precio no meramente vestía las paredes, sino que colgaba desde barras y el cielorraso en hermosos cortinados, en maravillosos festones. Nada era feo en esta casa desolada, porque la afanada alma de artista de su actual señor lo había embellecido todo en su desolación. Era el inconfundible trabajo de la araña, en cuya casa me encontraba, y la casa era enteramente desolada, salvo para ella, y estaba totalmente sumida en el silencio con excepción del rugido de Wrellis y la voz de la pequeña corriente. Luego volví a casa; y mientras ascendía la colina y perdía la aldea de vista, vi el camino blanquearse, endurecerse y gradualmente ensancharse hasta que aparecieron huellas de ruedas; y siguió avanzando a lo lejos para llevar a los jóvenes de Wrellisford a las amplias sendas de la tierra: al nuevo Occidente, al misterioso Oriente y al perturbado Sur.

Y esa noche, cuando la casa estuvo acallada y el sueño se encontraba lejos silenciando los villorrios y trayendo paz a las ciudades, mi fantasía erró por el camino sin destino y me llevó de pronto a Wrellisford. Y me pareció que el tránsito de tantos viajeros durante tantos años entre Wrellisford y John o' Groat's, al conversar entre sí o musitar solitarios, le había dado una voz al camino. Y me pareció esa noche que el camino le hablaba al río junto al puente de Wrellisford, con la voz de muchos peregrinos. Y el camino le decía al río:

—Este es mi lugar de descanso ¿Y el tuyo?
Y el río, que no cesa nunca de hablar, respondió:
—Yo no descanso nunca de ejecutar el Trabajo del Mundo. Llevo el murmullo de las tierras interiores al mar y a las voces abisales de las colinas.
—Soy yo—dijo el camino—el que ejecuta el Trabajo del Mundo, y llevo de ciudad en ciudad el rumor de cada una de ellas. Nada hay más grande que el Hombre y la edificación de las ciudades. ¿Qué haces tu por el hombre?
Y el río respondió:
—La belleza y el canto son más grandes que el hombre. Yo llevo la nueva al mar de la primera canción del zorzal después de la furiosa retirada del invierno hacia el Norte. Y la primera tímida anámina se entera por mí de que está a salvo y que la primavera ha en verdad llegado. ¡Oh, la canción de todos los pájaros en primavera es más hermosa que el Hombre, y más deleitable que su cara es la llegada del jacinto! Cuando la primavera se desvanece en los días del verano me llevo con luctuosa alegría por la noche pétalo por pétalo la flor del rododendro. No hay procesión iluminada de reyes purpurados en la noche que sea tan bella. Ninguna muerte hermosa de hombre bienamado tiene semejante gloria de olvido. Y me llevo lejos los pétalos rosas y blancos de la juventud del manzano cuando el tiempo laborioso viene a hacer su trabajo en el mundo y a recolectar manzanas. Y cada día y todas las noches me arrebata la belleza del cielo y tengo maravillosas visiones de los árboles. Pero ¡el Hombre! ¿Qué es el hombre? En el antiguo parlamento de las más viejas colinas, cuando los encanecidos conversan entre sí, no dicen nada del Hombre, sino que se centran sólo en sus hermanas las estrellas. O cuando se envuelven en capas de púrpura al caer la tarde, se lamentan por algún viejo mal irreparable o, cantando algún himno de montaña, se conduelen todos por la puesta de sol.

—La belleza a que te refieres—dijo el camino—y la belleza del cielo, de la flor del rododendro y de la primavera sólo viven en la mente del Hombre, y salvo en la mente del Hombre, las montañas no tienen voz. Nada es hermoso que no haya sido visto por el ojo del Hombre. O si tu flor del rododendro fue hermosa por un instante, pronto se marchita y se ahoga y la primavera no tarda en acabar; la belleza sólo perdura en la mente del Hombre. Yo traigo de prisa pensamientos a la mente del Hombre todos los días desde lugares remotos. Conozco el Telégrafo, lo conozco bien; él y yo hemos andado centenares de millas en compañía. No hay tarea en el mundo salvo que esté destinada al hombre y a la edificación de las ciudades. Yo llevo y traigo bienes de ciudad en ciudad.

—En mi pequeña corriente que ves allí en el campo —dijo el río—solía otrora producir bienes para esa casa.
—Ah—dijo el camino—, lo recuerdo, pero yo los traje más baratos desde ciudades distantes. Nada tiene importancia salvo edificar ciudades para el Hombre.
—Sé tan poco de él —dijo el río—, pero tengo mucho que hacer: tengo toda esta agua que llevar al mar; además, mañana o el día después, todas las hojas del Otoño vendrán por aquí. Será muy hermoso. El mar es un lugar extremadamente bello. Lo sé todo a su respecto; oí a los pastorcillos cantar canciones sobre él y a veces, antes de una tormenta, llegan las grullas. Es un lugar enteramente azul y resplandeciente y está lleno de perlas; tiene islas de coral e islas donde abundan las especias; tormentas, galeones y los huesos de Drake. El mar es mucho más grande que el Hombre. Cuando llegue al mar, sabrá que he trabajado bien para él. Pero debo apurarme, porque tengo mucho que hacer. Este puente me demora un tanto; algún día me lo llevaré.
—Oh, no debes hacer eso—dijo el camino.
—Oh, no lo haré por un largo tiempo todavía—respondió el río—. Dentro de algunos siglos, quizás. Además, tengo mucho que hacer. Tengo mi canción que cantar, por ejemplo y eso, por sí solo, es más hermoso que ningún sonido hecho por el hombre.
—Todo trabajo es para el Hombre—dijo el camino—y para la edificación de ciudades. No existe belleza ni encanto ni misterio en el mar, salvo para los hombres que viajan por él al extranjero, o para los que permanecen en su casa y sueñan con él. En cuanto a tu canción, suena noche y mañana, año tras año en el oído de los hombres nacidos en Wrellisford; de noche forma parte de sus sueños, a la mañana es la voz del día y, así, se vuelve parte de sus almas. Pero la canción no es hermosa de por sí. Yo llevo a estos hombres con tu canción en el alma por sobre el borde del valle y mucho más allá todavía, donde soy un fuerte camino polvoriento, y ellos van con tu canción en el alma y la convierten en música que alegra a las ciudades. Pero nada es el Trabajo del Mundo, salvo el trabajo para el Hombre.

—Quisiera tener certeza sobre el Trabajo del Mundo—dijo el río—. Quisiera saber de cierto para quien trabajamos. Creo casi sin la menor duda que lo hacemos para el mar. Es muy grande y hermoso. No creo que pueda haber amo mayor que el mar. Creo que algún día estará tan lleno de encanto y misterio, tan lleno de los cencerros de las ovejas y el murmullo de las colinas escondidas en la niebla que nosotros los ríos le llevamos, que ya no quedará música o belleza en el mundo, y el mundo llegará a su fin; y quizá los ríos nos recojamos por fin, todos juntos, en el mar. O quizás el mar nos dé por fin a cada cual lo que le es propio y devuelva todo lo almacenado con los años: los pequeños pétalos de la flor del manzano, los llorados del rododendro y nuestras antiguas visiones de los árboles y el cielo; tantos recuerdos nos han dejado las colinas. Pero ¿quién puede saberlo? Porque ¿quién conoce las alas del mar?

—Ten seguridad de que todo es para el Hombre —dijo el camino—. Para el Hombre y la edificación de las ciudades.
Algo se había acercado con pasos del todo silenciosos.
—¡Paz, paz!—dijo—. Perturbáis a la noche principesca que, llegada a este valle, es huésped de mis oscuros recintos. Pongamos fin a esta discusión.
Era la araña la que hablaba.
—El Trabajo del Mundo es la edificación de ciudades y palacios. Pero no es para el hombre. ¿Qué es el hombre? Él sólo prepara las ciudades para mí y las sazona. Todas sus obras son feas, sus más ricos tapices son ásperos y torpes. Es un ocioso que mete ruido. Sólo me protege de mi enemigo, el viento; y el hermoso trabajo de las ciudades, los trazados curvos y los delicados tejidos, todos me pertenecen. De diez a cien años lleva la edificación de una ciudad, durante cinco o seis siglos más entra en sazón y se prepara para mí, luego yo la habito y oculto todo lo que en ella es fea; y trazo hermosas líneas de aquí para allá. No hay nada tan hermoso como las ciudades y los palacios; son los sitios más encantadores del mundo, porque son los más silenciosos y los que más se parecen a las estrellas. Son ruidosos en un principio, durante cierto tiempo, hasta que yo llego a ellos; tiene rincones feos que no han sido todavía redondeados y ásperos tapices; entonces están listos para mí y mi exquisito trabajo, y así se vuelven silenciosos y bellos. Y allí recibo a las noches principescas cuando llegan enjoyadas de estrellas y todo su séquito de silencio, y las regalo con polvo precioso. En una ciudad de la que tengo conocimiento, ya cabecea adormilado un centinela solitario cuyos señores están muertos, que se ha vuelto demasiado viejo y somnoliento como para expulsar el denso silencio que infecta las calles; mañana iré a ver si se encuentra todavía en su puesto. Para mi se construyó Babilonia y la rocosa Tiro; y los hombres todavía construyen mis ciudades. Todo el Trabajo del Mundo es la creación de ciudades y yo soy la que las hereda todas.


El ser bajo la luz de la luna. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Morgan no es hombre letrado; de hecho, su inglés carece del más mínimo atisbo de coherencia. Por eso me tienen fascinado las palabras que escribió, aunque otros las han encontrado ridículas.

Estaba sólo aquella noche, cuando ocurrió. Súbitamente lo asaltaron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:

Mi nombre es Howard Phillips. Vivo en la Calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 (no sé siquiera en qué año estamos) me dormí y tuve un sueño. Desde entonces me ha sido imposible despertar.

Mi sueño comienza en un páramo húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de musgo. Estimulado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, contemplando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la roca.

En varios sitios, el paso estaba cerrado por la estrechez de la bóveda superior de la fisura; en dichos lugares, la oscuridad era notable, y no se distinguían las madrigueras que pudiesen haber allí. En uno de aquellos tramos umbrosos me asaltó un miedo atenazante, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.

Por último, salí a una meseta cubierta de roca húmeda, alumbrada por una débil luna que había sustituído al moribundo astro del día. Miré en torno y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña por debajo, allí entre los suspirantes juncos de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.

Después de avanzar unos metros, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué rápidamente a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré inútilmente a mi alrededor intentando de descubrir un interruptor de la luz... entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la hierba escasa a la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.

Me incorporé de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el agotamiento me forzó a detenerme... Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.

Percibí de que había sido sólo un sueño; sin embargo, no por ello me tranquilicé.

Desde esa noche espantosa lo único que deseo es despertar..., ¡pero aún no he podido!

¡Al contrario, se me ha revelado que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al alba, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía... ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!

Todos los días sucede lo mismo. La noche me atrapa siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.

¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?

Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la Calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.


El señor Humphreys y su herencia. M.R. James (1862-1936)

Hace unos quince años, un día de últimos de agosto o primeros de septiembre llegaba el tren a Wilsthorpe, estación rural del este de Inglaterra. Junto con otros viajeros descendió un joven más bien alto y de aspecto agradable, con una bolsa de mano y unos cuantos documentos atados en un paquete. Por la manera de mirar en torno suyo se diría que esperaba encontrar a alguien a su llegada, y en efecto, le esperaban. El jefe de estación inició uno o dos pasos presurosos hacia él, pero luego, como cambiando de parecer, dio media vuelta y le hizo señas a un señor gordo y pomposo de barba redonda que escudriñaba el tren con cierto aturullamiento.

—Señor Cooper —gritó—, señor Cooper, creo que ése es el joven que usted espera —y a continuación, dirigiéndose al viajero que se había apeado, preguntó—: ¿Es usted el señor Humphreys, por favor? Espero que haya hecho bien el viaje. Un coche de la residencia recogerá su equipaje; aquí está el señor Cooper, a quien seguramente conoce.
El señor Cooper se acercó presuroso, luego se quitó el sombrero y le estrechó la mano.
—Me alegro muchísimo —dijo— de poder hacerme eco de las amables palabras del señor Palmer. Habría sido el primero en expresarle mi satisfacción, pero su cara no me era familiar, señor Humphreys. Quede su llegada a nuestro pueblo marcada como un día en rojo sobre el calendario.
—Muchas gracias, señor Cooper, por sus amables deseos —dijo Humphreys—, y a usted también, señor Palmer. Confío en que este cambio de..., esto..., de propietario (cosa que les había debido de afectar mucho, estoy seguro) no supondrá ningún detrimento para aquellos con quienes voy a tener que relacionarme.
Creyendo que sus palabras no iban por buen camino, se detuvo, e intervino el señor Cooper:
—En ese sentido puede usted quedar tranquilo, señor Humphreys. Le puedo asegurar, por mi parte, que será bien recibido en todas partes. Y en cuanto a eso de que pueda perjudicar a la vecindad el cambio de propietario, bueno, su tío...

Aquí el señor Cooper se interrumpió también, puede que obedeciendo a una voz interior, o porque el señor Palmer, tras carraspear ruidosamente, le pidió al señor Humphreys su billete. Salieron los dos hombres de la estación y, a sugerencia del señor Humphreys, se dirigieron a pie a casa del señor Cooper, donde les esperaba una ligera colación. La relación que existía entre uno y otro personaje puede resumirse en pocas líneas. Humphreys había heredado —de la manera más inesperada— la propiedad de su tío; pero ni a su tío ni a la finca los había visto en su vida. Estaba solo en el mundo; era hombre de buena disposición y de carácter amable, y su empleo en una oficina del Estado durante los últimos cuatro o cinco años no le había servido de mucho para emprender una vida de rico hacendado. Era estudioso y algo retraído, y había pocas cosas que le sacaran de casa, si no era el golf y la jardinería. Hoy venía por primera vez a Wilsthorpe a visitar al señor Cooper, el administrador, y a hablar con él de ciertos asuntos que requerían inmediata atención. Podría preguntarse uno cómo es que era ésta su primera visita. ¿Acaso no debía haber asistido por decoro al entierro de su tío? La respuesta no es difícil de averiguar; en el momento en que ocurrió la muerte estaba fuera de la ciudad, y no fue posible dar inmediatamente con su paradero. Así que aplazó su viaje a Wilsthorpe hasta que le tuvieran dispuestas todas las cosas. Y aquí le tenemos ahora en casa del señor Cooper, sentado frente a él, tras haber estrechado la mano de las sonrientes señora y señorita Cooper. Durante los minutos que precedieron al anuncio de que la merienda estaba servida, estuvieron reunidos en el salón, acomodados en sendos sillones primorosos; Humphreys, por su parte, se limitaba a sudar con paciencia, consciente de que estaba siendo objeto de un inventario.

—Como le decía, señor Humphreys —dijo el señor Cooper—, espero y confío en que su llegada a este pueblo quede señalada en rojo sobre el calendario.
—Pues claro que sí, de eso estoy segura —dijo la señora Cooper con animación—; y muchos, muchos días más.
La señorita Cooper murmuró unas cuantas palabras en el mismo sentido, y Humphreys sugirió bromeando que, puestos a eso, podrían pintar de rojo todos los días del calendario; broma que, a pesar de reírsela estrepitosamente no la entendieron del todo. Acto seguido se dispusieron a merendar.
—¿Conoce usted esta región, señor Humphreys? —preguntó la señora Cooper, tras un corto silencio. Era la mejor manera de empezar.
—No, siento tener que confesar que no —dijo Humphreys—; parece muy agradable, a juzgar por lo que he podido observar cuando venía en tren.
—Es una parte muy agradable. A decir verdad, no conozco ninguna provincia que la supere en cuanto al campo; y en cuanto a la gente, tampoco. Siempre están ideando cosas. Y es una lástima que haya llegado tarde para asistir a alguna de nuestras mejores fiestas, señor Humphreys.
—Me temo que sí. ¡Es una lástima! —dijo Humphreys con un suspiro de alivio; luego, comprendiendo que era mejor disipar definitivamente ese tema, añadió:— de todos modos, señora Cooper, aunque hubiese llegado a tiempo, me habría sido imposible asistir, ¿no cree? La muerte de mi pobre tío...
—¡Válgame Dios, señor Humphreys, por supuesto que sí! ¡Qué estúpida soy! —el señor y la señorita Cooper secundaron sus palabras con gestos de asentimiento—.Cuánto lo siento, le ruego que me perdone. ¿Qué habrá pensado usted?
—Nada en absoluto, señora Cooper, se lo aseguro. Hablando sinceramente, no puedo decir que la muerte de mi tío me haya afectado hondamente, porque no lo había visto nunca. Lo que quiero decir es que no se espera de mí que tome parte en esa clase de festejos, al menos durante unos días.
—Bueno, verdaderamente, es muy amable de su parte tomarlo de esa manera, señor Humphreys, ¿verdad, George? ¿Me perdona? ¡Vaya por Dios, conque no llegó a conocer al pobre anciano señor Wilson!
—No le llegué a ver en mi vida, ni he recibido nunca carta suya. A propósito, ustedes sí que tienen que perdonarme a mí. Todavía no les he dado las gracias, salvo por carta, por la molestia que se han tomado en buscarme servidumbre para la casa.
—No tiene ninguna importancia, señor Humphreys, se lo aseguro. Creo que quedará satisfecho con ella. Conocemos desde hace años a la pareja que hemos contratado para mayordomo y ama de llaves; son un honrado matrimonio. Y estoy segura de que mi marido puede responder por los criados que atienden los establos y jardines.
—Sí, señor Humphreys, son buena gente. El jefe jardinero es el único que queda del tiempo del señor Wilson. A la mayoría de los empleados, como sin duda sabrá ya por el testamento, les ha legado algo su antiguo señor, de manera que han dejado sus puestos, y lo que dice mi mujer: el ama de llaves y el mayordomo son personas capaces de prestarle toda clase de servicios.
—Así que todo está dispuesto para que pase usted a ocupar la casa hoy mismo, señor Humphreys, de acuerdo con lo que a mí me pareció entender que eran sus deseos —dijo la señora Cooper—. Todo, salvo la compañía, pero eso no se puede remediar.
Nosotros hemos pensado que su intención era instalarse inmediatamente en ella. De lo contrario, estoy segura de que comprenderá el placer que nos habría producido tenerle aquí con nosotros.
—Estoy convencido de ello, señora Cooper, y se lo agradezco mucho. Pero confieso que es mejor que me haga cargo inmediatamente. Estoy acostumbrado a vivir solo, y tengo asuntos de sobra en que ocupar las tardes (revisar documentos y libros y demás) durante algún tiempo. He pensado que si pudiera usted, señor Cooper, acompañarme a inspeccionar la casa y los terrenos esta misma tarde...
—Por supuesto, por supuesto, señor Humphreys. Mi tiempo es suyo hasta la hora que sea.
—Hasta la hora de la cena querrás decir, papá —dijo la señorita Cooper—. No olvides que tienes que ir a casa de los Brasnetts. ¿Tienes todas las llaves del jardín?
—¿Es usted experta en jardinería, señorita Cooper? —preguntó Humphreys—. Me gustaría que me dijera qué tal está el de la casa.
—Bueno, yo no entiendo de alta jardinería, señor Humphreys, me gustan las flores... El jardín de la casa podría ser maravilloso, lo he dicho muchas veces. Pero resulta muy anticuado tal como está, y tiene demasiado matorral. Además, tiene un viejo templo y un laberinto.
—¿De veras? ¿Y lo ha explorado alguna vez?
—¡Nooo! —dijo la señorita Cooper, metiendo los labios para adentro y moviendo la cabeza negativamente—. Siempre he soñado hacerlo, pero el viejo señor Wilson lo tenía cerrado con llave. No le habría permitido entrar ni a lady Wardrop (una señora que vive cerca de aquí, en Bentley, y que es experta en alta jardinería, por si le interesa).
Por eso le preguntaba a mi padre si tiene todas las llaves.
—Comprendo. Bueno, evidentemente, tendré que ocuparme de eso; yo se lo enseñaré, una vez que haya aprendido el camino.
—¡Oh, muchas gracias, señor Humphreys! Entonces me podré reír de la señorita Foster, la hija de nuestro párroco; es una chica muy simpática; ahora está fuera de vacaciones. Siempre hemos estado apostando ella y yo a ver quién era la primera en entrar en el laberinto.
—Creo que las llaves del jardín están en la casa —dijo el señor Cooper, que había estado revisando un gran manojo—. En la biblioteca hay unas cuantas. Bueno, señor Humphreys, si está dispuesto, podemos despedirnos de las mujeres y emprender nuestra pequeña inspección.

Al salir de la casa del señor Cooper, Humphreys tuvo que hacer frente no a una manifestación organizada, aunque sí a una infinidad de saludos —sombrero en mano— y miradas curiosas de los hombres y mujeres que se habían congregado en número sorprendentemente crecido. Más adelante, tuvo que cambiar unas palabras con la mujer del guarda al cruzar la entrada del parque, y con el guarda propiamente dicho, a quien encontraron por la alameda del parque. No puedo, sin embargo, entretenerme en consignar los detalles del trayecto. Mientras atravesaban la media milla que había entre la casa del guarda y el edificio principal, Humphreys tuvo ocasión de hacerle a su acompañante unas cuantas preguntas, las cuales encauzaron la conversación hacia su difunto tío, y poco después el señor Cooper se embarcó en una disertación.

—No deja de ser chocante pensar, como decía mi mujer hace un momento, que no haya llegado a conocer a nuestro antiguo señor. De todos modos, confío en que no interpretará mal mis palabras, señor Humphreys, si le digo que no habría congeniado mucho con él. No pretendo decir una sola palabra de crítica..., ni una sola. Lo único que quiero es informarle de cómo era —dijo el señor Cooper, deteniéndose súbitamente y clavando los ojos en Humphreys—. Y se lo puedo resumir en dos palabras, como se suele decir. Era un hombre enfermizo y aprensivo. Eso lo describe cabalmente. Eso es lo que era: un hipocondríaco. Nunca tomó parte en lo que hacían los demás. Ya me tomé la libertad de enviarle, creo, el recorte de un artículo de nuestro periódico local, que publiqué con ocasión de su muerte. Si no recuerdo mal, ésa es la imagen que todos tenían de él. Pero, por favor, señor Humphreys —prosiguió Cooper, dándole expresivas palmaditas en el pecho—, no vaya usted a creer que hablo por hablar; lo que digo es la verdad, la pura verdad, sobre lo que le ocurría a su respetado tío y antiguo señor mío.

Era honrado a carta cabal, señor Humphreys..., y claro como la luz del día, y liberal en todos los aspectos. Tenía el corazón sensible y la mano abierta. Pero mire usted, tenía un handicap; su desventurada salud, o para ser más exactos, su falta de salud.
—Sí, pobre hombre. ¿Sufría alguna dolencia antes de su última enfermedad..., que, por lo que veo, no fue otra cosa que la edad?
—Eso nada más, señor Humphreys..., eso, y nada más. Es la llama vacilante que va extinguiéndose lentamente —dijo Cooper, haciendo un gesto que a él le pareció muy apropiado—, la fuente de oro que deja gradualmente de vibrar. En cuanto a su segunda pregunta, debo darle una respuesta negativa. ¿Era una falta general de vitalidad?, sí; ¿sufría alguna dolencia en especial?, no, a menos que tengamos en cuenta la horrible tos que le daba. Mire, ya estamos. Una hermosa mansión, ¿no le parece?

En general, merecía tal epíteto, pero tenía unas proporciones extrañas; era un edificio alto, de ladrillo rojo, rematado por arriba con un antepecho que ocultaba casi enteramente el tejado. Hacía el efecto de un edificio urbano en medio del campo; tenía basamento y un imponente tramo de escaleras que subían hasta la entrada principal. A juzgar por su altura, parecía pedir sendas alas a cada lado, pero no las tenía. Los establos y demás dependencias estaban ocultas entre los árboles. Humphreys calculó que databa de 1770, más o menos. El maduro matrimonio que había contratado para mayordomo y cocinera ama de llaves, respectivamente, aguardaba en la entrada principal, y al llegar el nuevo amo abrieron las puertas. Humphreys sabía ya cómo se llamaban, eran los Calton. De los pocos minutos de conversación que sostuvo con ellos sacó una impresión favorable en cuanto a aspecto y modales. Se puso de acuerdo con Calton para revisar juntos la vajilla y visitar la bodega, y con su mujer para tratar de la ropa blanca, sábanas y demás, lo que había y lo que hacía falta. Luego, él y Cooper dejaron a los Calton un momento y empezaron a pasar revista a la casa. Su topografía no tiene interés alguno para esta historia. Encontró a su gusto las amplias habitaciones de la planta baja, especialmente la biblioteca, que era casi tan espaciosa como el comedor y tenía tres altas ventanas de cara al Este. El dormitorio que le habían destinado a Humphreys estaba situado justamente encima de la biblioteca. Había muchos cuadros antiguos, algunos francamente buenos.

No había un solo mueble que fuera nuevo, y apenas encontró libros publicados después de los setenta. Tras escuchar y verlos pocos cambios que su tío había introducido en la casa, y después de contemplar el gran retrato suyo que adornaba el salón, Humphreys se vio obligado a coincidir con Cooper en que no habría simpatizado mucho con su predecesor. Le entristecía el hecho de no sentir dolor —dolebat se dolere non posse— por la muerte del hombre que, con o sin afecto hacia su desconocido sobrino, había contribuido tanto a su bienestar, porque presentía que Whilsthorpe era un lugar donde podría vivir feliz, y hasta muy feliz, quizá, con su biblioteca.

Y ya era hora de ir a echar una mirada al jardín; los establos vacíos podían aguardar, lo mismo que el lavadero. Así que se dirigieron al jardín, donde no tardó en comprobar que la señorita Cooper estaba en lo cierto al decir que tenía posibilidades. Y también que el señor Cooper había hecho bien en conservar al jardinero. Puede que no, que el difunto señor Wilson no estuviera al tanto de las últimas ideas sobre jardinería; pero, evidentemente, todo lo que habían hecho se realizó bajo la dirección de un hombre que sabía lo que hacía; y tanto el conjunto como la variedad eran excelentes. Cooper disfrutaba viendo lo complacido que se mostraba Humphreys y las sugerencias que de cuando en cuando manifestaba.

—Veo que ha encontrado aquí su elemento, señor Humphreys; usted convertirá este lugar en un señorío antes de que pasen por nosotros muchos años. Cómo me gustaría que estuviera aquí Clutterham, el jardinero; desde luego, lo estaría, si no fuera porque, como ya le he dicho, tiene a su hijo con fiebre; ¡pobre muchacho! Quisiera que le oyese cantar las alabanzas de la finca.
—Sí, ya me ha dicho usted que no podría estar aquí hoy, y siento que sea por esa causa, pero ya tendremos tiempo de sobra por la mañana. ¿Qué es aquel edificio blanco que se ve allá arriba, al final de la cuesta del paseo de césped? ¿Es el templo del que hablaba su hija?
—El mismo, señor Humphreys, el «templo de la amistad». Está construido con mármol traído expresamente de Italia por el abuelo de su difunto tío. ¿Quiere que demos un paseo hasta allá? Desde aquel sitio se domina una maravillosa perspectiva del parque.

En conjunto, recordaba bastante el «templo de la sibila», de Tívoli, con el aditamento de una cúpula, aunque era bastante pequeño. En el muro había adosados antiguos relieves sepulcrales; todo, en fin, tenía el agradable sabor de los rincones de Europa. Cooper sacó la llave y abrió la pesada puerta, no sin cierta dificultad. El interior tenía un techo elegante, pero escaso mobiliario. Casi todo el suelo estaba ocupado por una serie de bloques de piedra de forma circular, cada una de las cuales tenía profundamente grabada una letra en su cara superior, ligeramente convexa.
—¿Qué significado tienen? —preguntó Humphreys.
—¿Significado? Bueno, según tenemos nosotros entendido, cada cosa tiene su finalidad, señor Humphreys; así que supongo que estos bloques tendrán la suya también, sea la que sea. Pero cuál es o era esa finalidad —aquí adoptó Cooper un aire doctoral—, es cosa que no sabría explicarle. Todo lo que sé puedo resumírselo en dos palabras, y es lo siguiente: que estaban en el laberinto, y su tío las trasladó aquí en una época en que yo aún no había entrado a su servicio. Eso es, señor Humphreys, lo que...
—¡Ah, el laberinto! —exclamó Humphreys—. Se me había olvidado. ¿Dónde está? Cooper le llevó a la puerta del templo, señaló con el bastón y dijo (un poco a la manera del anciano segundo de la Susanna de Händel: Dirige tus ojos cansados al lejano poniente Donde la gran encina al cielo se eleva).
—Mire hacia allá. Siga con la vista la dirección de mi bastón, recto hacia el otro extremo de donde estamos nosotros ahora, y verá usted el arco de la entrada. Lo tiene justo al otro extremo del paseo que viene hasta este mismo edificio. ¿Piensa ir allá ahora mismo? Porque si es así, tengo que ir a la casa por la llave. Vaya usted andando, que yo le alcanzaré en unos minutos.

Conque echó a andar Humphreys por el paseo del templo, cruzó por delante de la casa, y comenzó a subir por el paseo de césped que conducía al arco que Cooper había señalado. Le sorprendió descubrir que el laberinto estaba completamente cercado por una elevada tapia, y que hubiera en el arco de la entrada una cancela de hierro cerrada con candado; pero luego recordó que la señorita Cooper había hablado de la oposición de su tío a permitir la entrada a esta parte del jardín. Había llegado, pues, a la entrada, y Cooper aún no venía. Se entretuvo unos minutos en leer la sentencia labrada sobre el dintel: Secretum meum mihi et filiis domus meae, y en tratar de recordar de dónde la habían sacado. Luego empezó a impacientarse y a considerar la posibilidad de escalar la tapia.

Pero, evidentemente, no merecía la pena; de haber llevado un traje más viejo, tal vez. Pero ¿podría forzar el candado, dado que era tan viejo? No, evidentemente, no; finalmente, irritado, le dio una patada a la cancela, cedió la cadena, y el candado cayó a sus pies. Empujó la cancela, obstruida por las ortigas, y pasó al interior. Era un laberinto de forma circular, y los setos de tejo, sin recortar desde hacía muchísimo tiempo, habían crecido lateral y verticalmente de la manera más anárquica. Los paseos, también eran casi impracticables. Sólo haciendo caso omiso de los arañazos, picaduras de ortiga y charcos, pudo Humphreys abrirse paso; no obstante, reflexionó, estas mismas dificultades facilitarían su camino de regreso, porque el rastro que dejaba era bien visible. Por lo que él recordaba, era la primera vez que estaba en un laberinto, aunque hasta ahora no le parecía que se había perdido gran cosa. La humedad y la oscuridad, el olor a presera y a ortiga, eran todo menos encantadores. Sin embargo, no parecía un laberinto demasiado intrincado. Se hallaba ya (a propósito, ¿había llegado por fin Cooper?, ¡no!) muy cerca del corazón sin poner demasiada atención en el camino que seguía. ¡Ah!, aquí estaba el centro, al que había llegado sin gran esfuerzo. Y encontró algo que compensaba su hazaña. Su primera impresión fue que el ornamento del centro consistía en un reloj de sol, pero apartó la maraña de zarzas y enredaderas que lo cubrían, y vio que se trataba de un adorno poco corriente: consistía en una columna de piedra de unos cuatro pies de alto, con una esfera metálica —de cobre, a juzgar por la pátina que la cubría— en la parte superior, la cual tenía grabadas, además, algunas figuras y letras. Eso fue lo que vio Humphreys, y tras examinar brevemente las figuras, comprendió que se trataba de una de esas cosas misteriosas llamadas esferas celestes de las que, como uno se siente inclinado a pensar, jamás ha sacado nadie información alguna sobre el cielo. No obstante, estaba demasiado oscuro —al menos en el laberinto— para poder examinar detenidamente esta rareza, y además oía los gritos de Cooper, que sonaban como los de un elefante en la selva. Humphreys le gritó que entrara siguiendo el rastro que había ido dejando él, y no tardó Cooper en aparecer, jadeante, en el círculo central. Se deshizo en excusas por su tardanza; por fin no había podido encontrar la llave.

—Pero vaya —dijo—, después de todo ha logrado entrar solo y sin quebrarse la cabeza hasta el corazón del misterio, como se suele decir. ¡Bien! Creo que desde hace unos treinta o cuarenta años es la primera vez que unos pies humanos pisan el suelo de este recinto. Lo que sí puedo asegurar es que yo no había entrado jamás. ¡Bien, bien! ¿Qué dice el viejo proverbio sobre lugares en donde los ángeles temen entrar? En este caso, ha demostrado ser cierto una vez más.
La familiaridad de Humphreys con Cooper, aunque reciente, era suficiente como para comprender que, con toda seguridad, no había intención alguna en esta alusión, así que la pasó por alto y se limitó a sugerir que ya era hora de regresar a la casa a tomar una última taza de té y dejar libre a Cooper para que atendiera al compromiso que tenía esa noche. Así que salieron del laberinto, y al hacerlo casi experimentaron los dos el mismo alivio en regresar.

—¿Tiene usted alguna idea —preguntó Humphreys, camino de la casa— de por qué mantenía tan escrupulosamente cerrado este sitio?
Cooper se detuvo, y Humphreys presintió que se hallaba al borde de una revelación.
—Le mentiría, señor Humphreys, y además inútilmente, si me arrogara la pretensión de poseer cualquier información al respecto. Cuando entré yo aquí por primera vez a ejercer mis funciones, hará unos dieciocho años, el laberinto este estaba a punto tal como lo ve usted ahora, y la única ocasión en que salió a relucir este asunto fue la que ha oído mencionar a mi hija. Lady Wardrop —contra la que no tengo una sola palabra que decir— escribió solicitando que se le permitiera visitar el laberinto. Su tío me la enseñó; se trataba de una nota muy cortés, como era de esperar de una vecina de tal categoría. Entonces me dijo su tío: «Cooper, quiero que conteste en mi nombre a esa nota». «Desde luego, señor Wilson —dije yo; pues ya estaba acostumbrado a hacer de secretario suyo—; ¿qué le debo contestar?» «Bien —dijo—, transmítale a lady Wardrop mis respetos, y dígale que si alguna vez limpiamos esa parte del parque, tendré sumo placer en brindarle la oportunidad, antes que a nadie, de visitarlo, pero que lleva cerrado bastantes años, y le estaría muy agradecido si no me insistiera en ello». Ésa fue, señor Humphreys, la última palabra de su bondadoso tío sobre el asunto; creo que no puedo añadir nada más. A no ser —prosiguió Cooper tras una pausa— que ocurriera una cosa: que, y esto es sólo una opinión mía, tuviera aversión (como suele sucederle a la gente por una u otra razón) a la memoria de su abuelo, quien, como ya le he dicho, fue el que mandó construir el laberinto. Era un hombre de extrañas manías, señor Humphreys, y muy aficionado a viajar. Ya tendrá ocasión el domingo que viene de ver la lápida, en el cementerio de nuestra pequeña iglesia parroquial; la pusieron algún tiempo después de su muerte.

—¡Vaya! Casi me esperaba que un hombre de sus gustos hubiera diseñado un mausoleo para sí mismo.
—Bueno, yo no he observado jamás nada de lo que usted dice, y de hecho, pensándolo bien, no estoy seguro ni mucho menos de que su tumba esté aquí; no estoy muy convencido de que sus restos descansen en la cripta de la iglesia; ¡Es curioso que no me encuentre yo en condiciones de informarle sobre ese particular! Pero, al fin y al cabo, no creo que el sitio donde hayan sido depositados sus pobres restos sea una cuestión de capital importancia, ¿no le parece?
Entraron en ese momento en la casa, y las consideraciones de Cooper se vieron interrumpidas.
El té fue servido en la biblioteca, donde el señor Cooper abordó temas que estaban en consonancia con el decorado.
—¡Preciosa colección de libros! Una de las mejores, según he oído decir a los entendidos de esta parte del país; algunas de las obras están ilustradas con espléndidos grabados también. Recuerdo que su tío me enseñó uno que tenía vistas de ciudades extranjeras..., era de lo más fascinante, con un estilo fuera de serie. Tenía otro, hecho completamente a mano, cuya tinta estaba fresca como si lo acabaran de escribir, y sin embargo, según me dijo él, lo había escrito un antiguo monje que vivió hace cientos de años. Yo siempre he tenido afición a la literatura. No hay nada que pueda compararse a una buena hora de lectura después de toda una jornada de trabajo; eso es infinitamente mejor que perder la tarde entera en casa de un amigo..., y eso me recuerda una cosa.

¡Tendré un disgusto con mi mujer si no regreso a casa y me arreglo para ir a desperdiciar la tarde justamente de esa manera! Conque debo marcharme, señor Humphreys
—Y eso me recuerda a mí —dijo Humphreys— que si quiero enseñarle mañana el laberinto a su hija, habrá que limpiarlo un poco. ¿Podría decirle usted a quien corresponda que se encargue de ello?
—Naturalmente. Irán un par de hombres con guadañas por la mañana, despejarán el camino. Dejaré el recado al pasar por la casa del guarda, y les diré de parte suya, si no tiene inconveniente, que coloquen una cinta para indio el camino a medida que se vayan adentrando.
—¡Muy buena idea! Sí, hágalo; esperaré a su mujer y a su hija por la tarde; a usted le espero mañana a las diez y media.
—Será un placer, tanto para ellas como para mí, señor Humphreys. ¡Buenas tardes!

Humphreys cenó a las ocho. De no haber sido su primera noche, y si Calton no hubiera tenido tanta afición a la charla, habría terminado la novela que compró para el viaje. Pero así, tuvo que escuchar los comentarios de Calton sobre el vecindario y la estación del año, y contestar de cuando en cuando; la época era buena, al parecer; en cuanto a los vecinos, habían cambiado bastan; —y no siempre para bien— desde la niñez de Calton, que había transcurrida, aquí. La tienda del pueblo, concretamente, había mejorado una barbaridad desde 1870. Ahora era posible encontrar allí casi todo lo que a uno le hacía falta, lo cual era una ventaja, porque supóngase que de repente necesita cualquier cosa (como a veces ocurre), él (Calton) puede acercarse en un momento (contando con que la tienda esté abierta todavía) y comprarlo, y no tiene que ir a pedirlo a la rectoría, mientras que antes habría sido inútil darse el paseo hasta allá, ya que no tenían más que velas, jabón, tortas de miel y cuadernos de dibujo para niños, y nueve veces de cada diez lo que necesitabas era una botella de whisky o algo parecido, o por lo menos... Total, que Humphreys decidió, en lo sucesivo, escudarse en un libro.

Como es natural, la biblioteca fue el lugar de las horas de sobremesa. Con la vela en la mano y la pipa en la boca, pasaba el tiempo dando vueltas por la habitación revisando los títulos de los libros. Le gustaban las viejas bibliotecas, y aquí se le brindaba la oportunidad de conocer una a fondo, pues Cooper le había informado que no había fichero, y que sólo existía un catálogo muy superficial, confeccionado con motivo del testamento. La tarea de elaborar un Catalogue raisonné sería una deliciosa ocupación para el invierno. Seguramente encontraría tesoros bibliográficos, incluso manuscritos, si había que hacer caso de lo que Cooper decía. Mientras proseguía su inspección, le invadió la sensación (como suele ocurrirnos a todos en lugares parecidos) de que era incapaz de leer una buena parte de la colección. «Las ediciones de los clásicos y de la patrística, y las Ceremonias religiosas, de Picart, y la Miscelánea harleyana, son todas obras interesantes, pero ¿quién es capaz de ponerse a leer al Tostatus Abulensis, o el Job de Pineda, y demás libros por el estilo?»

Sacó un volumen en cuarto, medio desencuadernado, cuyo tejuelo se había desprendido, y al ver que le habían servido el café, regresó a su butaca con él. Por fin abrió el libro. Hay que constatar que su poco favorable opinión sobre lo que tenía en sus manos se fundaba en factores puramente externos. Puede incluso que fuera una colección de piezas únicas, pero, innegablemente, el exterior del libro estaba descolorido y era ilegible. De hecho, se trataba de una colección de sermones o meditaciones, mutilada además, puesto que le faltaba la primera página. Parecía que databa de finales del siglo XVII. Empezó a pasar hojas, hasta que sus ojos descubrieron una nota al margen: Una parábola de esta desventurada situación; así que quiso ver de qué aptitudes hacía gala el autor en un tema imaginario. «He oído o leído —decía el pasaje —, no sé si en forma de parábola o de relato verídico —dejo en esto que decida el lector—,el caso de un hombre que, como el Teseo de la mitología ática, se aventuró a adentrarse en un laberinto, y dicho laberinto no estaba trazado siguiendo el estilo ornamental con que recortan nuestros artistas los arbustos, sino en inmensa área circular, en la que además, menudeaban disimuladas trampas y pozos de lobo, amén de fementidos habitantes que, según el decir de las gentes, acechaban en la sombra, y sólo poniendo en peligro la propia vida podía uno enfrentarse con ellos.

Estad seguros, empero, de que no faltaron en estos casos las disuasiones de los amigos. "Considera lo que aconteció a fulano —le dice el hermano—, cómo emprendió el camino que tú quieres emprender ahora, y no le volvieron a ver más". "O a zutano —dice la madre—, que sé arriesgó a entrar un poco nada más, y a tal punto extraviósele el juicio, que ni pudo decir después lo que había visto, ni volvió a encontrar sosiego una sola noche". "¿Y no has oído hablar —exclama un vecino— de los rostros que han visto asomarse por sobre las palizadas y entre las rejas de la entrada?" Pero todo fue inútil, determinado como estaba el hombre a llevar a cabo su propósitos pues en aquel país se hablaba a menudo, en las charlas junto al fuego, de una joya que en el corazón y centro del laberinto había, la cual era tan preciosa y singular, que haría inmensamente rico a quien la descubriera, y él lo sería cabalmente si lograba llegar hasta allí. ¿Y qué pasó? ¿Quid multa? El osado cruzó las puertas, y en el espacio de todo un día estuvieron sus amigos sin saber nada de él, sino que oyeron gritos confusos en la lejanía durante la noche, cosa que les hacía removerse inquietos en sus lechos, y el miedo les cubría de sudor y tenían por cierto que el hijo y el hermano habían pasado a aumentar el número de los desdichados que habían fracasado en ese viaje.

Así pues, acudieron al día siguiente con lágrimas en los ojos al sacristán de la parroquias pedirle que hiciera doblar a muerto la campana. Y emprendieron atribulados el camino de la entrada del laberinto, y al punto habrían dejado el lugar, tal era el horror que éste inspiraba en ellos, de no detenerles la súbita visión del cuerpo de un hombre que yacía en la misma calzada, y llegándose hasta él (con la curiosidad que fácilmente se puede uno figurar) descubrieron que era aquel a quien ya creían perdido, y no le hallaron muerto, sino preso de un desmayad tal que muerte parecía. Así pues, los que habían ido con el corazón de luto regresaron jubilosos, y se entregaron con todas sus fuerzas a hacer revivir al pródigo pariente. El cual, habiendo vuelto en sí, y tras oír los cuidados y las diligencias que los suyos hicieron esa mañana, dijo: "Sí, terminen ya vuestras tribulaciones, porque he logrado coger la joya (y la mostró a ellos, y era efectivamente rara pieza), aunque con ella he traído algo que me robará el descanso de la noche y la alegría del día". Al oír lo cual le instaron a que al punto aclarase el significado de sus palabras, y explicase dónde estaba la compañía que así lo revolvía las entrañas: "¡Ah! —dice—, aquí la tengo, en el pecho, y no consigo librarme de ella. Aunque hago lo que puedo". Así, no hubo necesidad de hechicero para saber que era el recuerdo de la visión que había tenido lo que tan prodigiosamente le turbaba. Y durante mucho tiempo no le vieron vivir sino en constante susto y sobresalto. Finalmente, tras mucho tiempo, se las arreglaron para averiguar lo siguiente: que al principio, mientras lucía el sol, anduvo alegremente y sin dificultad, llegó al corazón del laberinto y cogió la joya, tras lo cual emprendió contento el camino de regreso, pero al caer la noche, en la que bullen todas las bestias del bosque, comenzó a experimentar la sensación de que alguna criatura caminaba con él y, según le parecía, le miraba y escudriñaba desde el otro callejón vecino al suyo, y que cuando se detenía, su acompañante dejaba de andar también, cosa ésta que producía en su espíritu cierta desazón.

Y en efecto, a medida que aumentaba la oscuridad, se le iba antojando que era más de uno quien le acompañaba, y más aún, que se trataba de una banda entera de seguidores, al menos eso dedujo de los roces y crujidos que producían todos en la maleza; y que hubo además un murmullo de voces que parecía deberse a alguna deliberación entre ellos. Pero en punto a quiénes eran o qué forma tenían, no estaba decidido él a manifestar lo que pensaba. A las preguntas de sus oyentes sobre qué gritos fueron los que se habían oído durante la noche (de los que se habla más arriba), dio la siguiente respuesta: que sobre las doce de la noche (según pudo calcular) oyó que le llamaban por su nombre y que habría sido capaz de jurar que era la voz de su hermano quien le llamaba. Así pues, se detuvo y llamó a voz en cuello, y supuso que el eco o sonido de su grito ahogó de momento los ruidos más débiles, porque, cuando volvió la quietud, pudo discernir las pisadas de unos pies presurosos que corrían muy cerca de él, por lo que se sintió atemorizado a tal extremo que él mismo echó a correr, y no paró hasta que vio despuntar el alba.

A veces, cuando se quedaba sin aliento, se arrojaba de cara a tierra con la esperanza de que sus perseguidores le pasaran por encima en la oscuridad, pero cada vez que esto ocurría, hacían ellos una pausa, y aún podía oírles resollar y jadear como si se tratara de una persecución a ciegas, lo cual despertó en su espíritu tan extremado horror que se vio obligado a huir de nuevo, dando vueltas y desandando lo andado y buscando la manera de disimular su rastro. Y por si este supremo esfuerzo no fuera lo bastante terrible, tenía ante sí la amenaza constante de caer en algún pozo o trampa de las que había oído hablar, y de las que efectivamente había visto varias con sus propios ojos, ya en los rincones, ya en el centro de los callejones. Así pues, según dijo finalmente, noche tan espantosa jamás pasó criatura mortal alguna como la soportada por él en ese laberinto. Y ni la joya que llevaba en el zurrón, ni la más grande riqueza jamás traída de las Indias, habrían sido recompensa suficiente por los sufrimientos que había tenido que padecer.

Me ahorraré consignar aquí la relación de las tribulaciones que sufrió dicho hombre, por cuanto confío en que el juicio del lector atinará a ver el paralelo que yo pretendo establecer. Pues ¿no es acaso esta joya justamente el símbolo de la satisfacción que el hombre busca alcanzar corriendo en pos de los placeres de este mundo? ¿Y no sirve igualmente el laberinto de representación del mundo mismo en el que tal tesoro (si debemos dar algún crédito a la voz popular) se halla enterrado)?

Al llegar a este punto Humphreys consideró que quizá convenía un poco de paciencia, y que era mejor dejar «las enseñanzas» que el autor extraía de su parábola. Colocó el libro en su sitio primitivo, preguntándose si no habría leído su tío por casualidad este pasaje, y de ser así, si no le habría estado dando vueltas en su imaginación, al extremo de sentir aversión a los laberintos, y decidirse a cerrar el que tenía en el parque. Poco después se fue a la cama. Al día siguiente tuvo una mañana de mucho trabajo con el señor Cooper, quien, si bien era de lenguaje exuberante, tenía también los asuntos de la propiedad completamente al día. Se encontraba muy jovial esa mañana el señor Cooper; no había olvidado ordenar que limpiaran el laberinto, y en este momento se encontraban realizando dicho trabajo; y por lo que se refiere a su hija, estaba muerta de curiosidad.

También esperaba él que Humphreys hubiera dormido como un justo, y que disfrutemos del tiempo tan grato que estamos teniendo. Durante la comida se explayó en consideraciones sobre los cuadros del comedor y le enseñó el retrato del arquitecto que había dirigido la construcción del templo y del laberinto. Humphreys lo examinó con interés. Era obra de un italiano y databa de la época en que el viejo señor Wilson, siendo joven, visitó Roma (efectivamente, se veía una perspectiva del Coliseo en el fondo). Su rostro pálido y delgado y sus grandes ojos eran los rasgos más sobresalientes. En la mano sostenía un rollo de papel parcialmente desenrollado, en el que se podía distinguir el plano de un edificio circular, el del templo probablemente, así como un trozo del laberinto. Humphreys se subió a una silla para examinarlo, pero no estaba trazado con la suficiente claridad como para que valiera la pena copiarlo. Esto, sin embargo, le sugirió la idea de hacer un plano del laberinto del parque y colgarlo en el recibimiento para uso de los visitantes.

Esa misma tarde vio confirmada la necesidad de esta decisión, porque cuando llegaron la señora y la señorita Cooper, deseosas de visitar el laberinto, le fue imposible guiarlas hasta el centro. Los jardineros habían quitado todas las señales que se habían empleado, e incluso al propio Clutterham, cuando fue requerida su presencia, le fue tan imposible como a los demás.
—La cosa está, señor Wilson..., digo, señor Humphreys, en que estos laberintos los hacen expresamente para eso, para confundir. De todas maneras, si quieren seguirme, yo les llevaré derecho. Pondré mi sombrero aquí para señalar el punto de partida.
Echaron a andar, y a los cinco minutos se encontró con que había guiado al grupo adonde estaba su sombrero.
—Vaya, esto sí que tiene gracia —dijo con una sonrisita de circunstancias—. Estaba seguro de haberlo dejado exactamente sobre una zarza, pero como pueden comprobar ustedes mismos, en este paseo no hay zarzas de ninguna clase. Si usted me permite, señor Humphreys (así es como se llama, ¿verdad, señor?), llamaré a uno de mis hombres para que entre y ponga una señal.

Tras repetidos gritos, llegó William Crack. Le fue un poco difícil llegar adonde estaba el grupo. Primero lo vieron u oyeron en un callejón interior; luego, casi al mismo tiempo, en uno exterior. No obstante, consiguió por fin reunirse con ellos; en primer lugar le interrogaron, aunque no sacaron nada en limpio, y en segundo lugar le ordenaron que se quedase junto al sombrero, el cual consideró Clutterham que debía seguir en el suelo. A pesar de esta estrategia, emplearon casi tres cuartos de hora en infructuosos vagabundeos, hasta que finalmente Humphreys se vio obligado, viendo lo cansada que estaba la señora Cooper, a sugerir que era mejor regresar a tomar el té, deshaciéndose en disculpas con la señorita Cooper.

—En todo caso, le ha ganado la apuesta a la señorita Foster —dijo—, puesto que ha estado en el laberinto. Además, le prometo que lo primero que voy a hacer es trazar un plano exacto y marcar con una línea el camino para que lo pueda seguir.
—Eso es lo que hacía falta, señor —dijo Clutterham—, que venga alguien y dibuje el plano y lo podamos manejar todos. Sería peligroso que entrara alguien, le pillara un chaparrón, y no pudiera encontrar la salida; es posible que tardara horas y horas en salir, a no ser que me deje hacer una pequeña abertura por en medio; mi idea es cortar un par de árboles de cada seto en línea recta, de manera que pueda uno tener en todo momento una perspectiva clara. Naturalmente, eso echaría a perder el laberinto, pero no se me ocurre nada mejor.
—No, no haremos nada de eso de momento: trazaré un plano primero y le daré a usted una copia. Más adelante pensaré eso que dice.

Humphreys se sintió contrariado y hasta avergonzado por el fiasco, y decidió que no se quedaría satisfecho si no hacía otro intento esa misma tarde. Su irritación aumentó considerablemente cuando consiguió llegar al centro sin haber dado un solo paso en falso. Le daban ganas de empezar a dibujar el plano inmediatamente, pero estaba empezando a oscurecer y comprendió que, aun cuando hubiera traído consigo todo lo necesario, le habría sido imposible realizar este trabajo. Conque, a la mañana siguiente, cargó con un tablero de dibujo, lápices, compases, cartulina y unas cuantas cosas más (algunas se las pidió prestadas a Cooper y otras las encontró en los armarios de la biblioteca), llegó al centro del laberinto (otra vez sin una vacilación) y lo dispuso todo para empezar. Sin embargo, no se puso en seguida manos a la obra. Habían quitado las zarzas y matorrales que ocultaban la columna y la esfera, y ahora se veía por primera vez lo que eran. La columna carecía de adornos, parecía uno de esos pies sobre los que suelen colocarse los relojes de sol. No ocurría lo mismo con la esfera. Ya he dicho que estaba primorosamente grabada con figuras e inscripciones, y que Humphreys había creído al principio que era una esfera celeste, pero no tardó en darse cuenta de que no se trataba de tal cosa. Tenía un detalle que le resultaba familiar, era una serpiente alada —Draco— que rodeaba el globo por el sitio que correspondía al ecuador, pero por otro lado, una buena parte del hemisferio superior estaba cubierto por las alas extendidas de una gran figura cuya cabeza se ocultaba bajo el anillo situado en el polo superior o cima del monumento. Alrededor del lugar correspondiente a la cabeza, se podían leer las siguientes palabras: Princeps tenebrarum. En el hemisferio inferior había un espacio cubierto enteramente por un conjunto de líneas entrecruzadas, y se designaba con el nombre de umbra mortis. Al lado había una fila de montañas, y entre ellas, un valle del que brotaban llamas. Este valle estaba marcado con el nombre de (¿a que se van a sorprender?) vallis filiorum Hinnom. Por encima y por debajo del Draco se perfilaban diversas figuras que se asemejaban a las constelaciones ordinarias, aunque no eran las mismas. Así, había un hombre desnudo con una clava levantada cuyo nombre era, no el de Hércules, sino el de Caín. Otro, medio sumergido en la tierra y con los brazos extendidos con gesto desesperado, era Chore y no Ophiuclus, y un tercero, que colgaba por el pelo de un árbol retorcido, era Absalón. Junto a este último había otro con grandes ropajes y gorro alto, de pie en el centro de un círculo y en actitud de dirigirse a los demonios peludos que rondaban el exterior, al cual le asignaban el nombre Hostanes magus (desconocido para Humphreys). Desde luego, el conjunto parecía seguir el plan de un cortejo de patriarcas del mal, tal vez influido por la obra de Dante. Humphreys lo consideró como una muestra del gusto de su bisabuelo, pero, a su juicio, debió de traérselo de Italia sin tomarse la molestia de examinarlo detenidamente, porque de haberlo tenido en gran estima, no lo habría expuesto al viento y a las inclemencias del tiempo. Le dio unas palmadas al metal —parecía hueco y de poco espesor— y, dando media vuelta, se dispuso a emprender su tarea. Al cabo de media hora de trabajo se dio cuenta de que le era imposible continuar sin utilizar una guía, así que le pidió un rollo de cuerda a Clutterham y fue soltándola a lo largo de los callejones desde la entrada hasta el centro, atando el extremo en el anillo de la parte superior del globo. Este recurso le sirvió para trazar un plano rudimentario antes de la hora de comer, y por la tarde lo dibujó con más limpieza. A la hora del té, el señor Cooper se reunió con él, mostrándose muy interesado por su tarea.

—Bueno, esto... —dijo el señor Cooper, poniendo la mano sobre el globo, y retirándola luego repentinamente—. ¡Caramba! ¡Cómo conserva el calor! ¿Ha visto usted, señor Humphreys? Supongo que es debido a que este metal (es cobre, ¿no?) debe de ser aislador o conductor o como se diga.
—El sol ha calentado bastante esta tarde —dijo Humphreys, soslayando el aspecto científico—. Pero no me había dado cuenta de que se había calentado tanto. No..., a mí no me parece que esté tan caliente —añadió.
—¡Qué extraño! —dijo el señor Cooper—. En cambio, yo no puedo ni ponerle la mano encima. Supongo que se deberá a una diferencia de temperatura entre nosotros dos. A lo mejor es usted una persona de naturaleza fría y yo no, y en eso es donde está la diferencia. Todo este verano he estado durmiendo casi in statu quo, créame, y tomaba mis baños matinales lo más fríos que podía. Todas las mañanas... Déjeme que le ayude con la cuerda.
—Sí, muchas gracias; aunque si me recoge los lápices y las cosas que hay por el suelo se lo agradeceré mucho más. Creo que ya está todo; podemos regresar a casa.

Salieron del laberinto, y Humphreys fue enrollando la cuerda mientras caminaban. Lo más lamentable de todo, según se dieron cuenta después —tanto si tuvo Cooper la culpa como si no—, es que lo único que se dejaron olvidado fue el plano. Y como era de esperar, la lluvia lo echó a perder. No cabía hacer otra cosa que empezarlo de nuevo. Pero no costaría tanto trabajo esta vez. Así que colocó la guía en su sitio y emprendió otra vez la tarea. Pero no llevaba mucho tiempo Humphreys trabajando, cuando se vio interrumpido por la llegada de Calton, portador de un telegrama. Su antiguo jefe de Londres deseaba consultarle algo. Sería una entrevista breve, aunque le pedía que fuese cuanto antes. Era una molestia, pero no representaba ningún trastorno; había un tren que salía dentro de media hora y, a menos que se complicasen las cosa, podía estar de regreso alrededor de las cinco, y si no, con toda seguridad, a eso de las ocho. Le dio el plano a Calton para que lo llevara a la casa, pero pensó que no valía la pena quitar la guía.

Todo salió como había previsto. Después, pasó la tarde entretenido en la biblioteca, ya que había descubierto por casualidad un armario donde se guardaba cierto número de libros raros. Cuando se fue a dormir, vio con alegría que la criada se había acordado de dejarle las cortinas descorridas y las ventanas abiertas. Apagó la luz y se asomó a la ventana que dominaba una amplia perspectiva del jardín y el parque. La luna brillaba intensamente esta noche. Dentro de unas semanas, los vientos silbadores de otoño romperían esta calma. Pero ahora los bosques distantes se hallaban sumidos en profunda quietud, las laderas cubiertas de césped brillaban con el rocío, casi podía adivinar el color de algunas flores. La luz de la luna daba de lleno sobre la cornisa del templo y la curva plomiza de la cúpula, y Humphreys tuvo que reconocer que, vistas así, estas vanidades de antaño poseían una belleza innegable. En resumen, la luz, el perfume del bosque y la absoluta quietud que reinaba, despertaron en su espíritu sentimientos de tal naturaleza que siguió meditando durante mucho, mucho tiempo. Al retirarse de la ventana, tuvo la sensación de no haber visto jamás nada tan perfecto. El único detalle que le chocaba por su incongruencia era un pequeño tejo irlandés, delgado y oscuro, plantado como una avanzadilla de la arboleda a través de la cual se llegaba al laberinto. Podían haberlo plantado más lejos, pensó; era extraño que alguien hubiera juzgado que hacía bonito en ese lugar.

Sin embargo, a la mañana siguiente, con la prisa por contestar a algunas cartas y revisar los libros con el señor Cooper, se olvidó completamente del tejo irlandés. A propósito, ese día llegó una carta a la que debo hacer alusión. Era de Lady Wardrop, de quien había oído hablar a la señorita Cooper; en ella renovaba la petición que hacía tiempo le había hecho al señor Wilson. Explicaba primero que iba a publicar un «Libro de laberintos», y que deseaba seriamente incluir el plano del de Wilsthorpe, por lo que estaría inmensamente agradecida al señor Humphreys si le permitía visitarlo (caso de que esto fuera posible) en fecha próxima, ya que pensaba ausentarse durante los meses de invierno. Su casa de Bentley no quedaba muy lejos, así que Humphreys le envió una nota para entregarla en propia mano, invitándola a visitarlo el día próximo o el siguiente; puede añadirse que el mensajero regresó con las más efusivas gracias, y comunicó que el día que mejor le venía a ella era mañana. Otro acontecimiento digno de destacar ese día es que, por fin, logró Humphreys terminar el plano del laberinto.

Esta noche fue también hermosa y brillante y serena, y Humphreys se asomó un rato a la ventana. Cuando estaba a punto de correr las cortinas, le vino de nuevo al pensamiento el tejo irlandés. Pero una de dos, o le había engañado una sombra la noche anterior, o el arbolito no molestaba tanto como le había parecido. El caso es que ahora no le parecía que estorbaba. En cambio, lo que tenía que mandar quitar era un macizo de arbustos que ocupaba un espacio enorme junto a la pared de la casa y amenazaba con tapar la luz de una de las ventanas de la planta baja. No parecía que valiera la pena conservarlo; no lo veía bien desde donde estaba, pero le daba la impresión de que hacía más insano y húmedo el rincón.

Al día siguiente —era viernes, él había llegado a Wilsthorpe el lunes—, Lady Wardrop llegó en su coche después de comer. Era una mujer de edad madura, gruesa, muy parlanchina y deseosa de hacerse agradable a los ojos de Humphreys, a quien agradeció enormemente que accediera con tanta prontitud a su petición. Hicieron una exploración completa del lugar los dos juntos, y la opinión que se había formado Lady Wardrop de su anfitrión se elevó hasta las nubes cuando descubrió que entendía de jardinería. Tomó parte, entusiasmada, en sus planes de mejora, pero consideró que sería un acto de vandalismo mutilar las características del parque que rodeaba la casa. Le encantaba el templo, y dijo: «Mire usted, señor Humphreys, creo que su administrador tiene razón sobre esos bloques de piedra con letras grabadas. Uno de mis laberintos —siento tener que decir que por culpa de unas personas estúpidas ha sido destruido— tenía señalado el camino verdadero de ese modo. Eran losas lo que tenía, pero con letras grabadas exactamente igual que sus bloques, y dichas letras, correctamente ordenadas, formaban una frase (no recuerdo cuál) sobre Teseo y Ariadna. Tengo copiada la frase, igual que el plano del laberinto en cuestión. ¡Por qué hará la gente cosas así! Si llegara a destruir alguna vez su laberinto, no se lo perdonaría jamás. ¿Sabe que cada vez son más raros? Casi todos los años oigo decir que han quitado alguno. Bueno, vamos para allá; si está usted demasiado ocupado, yo conozco perfectamente el camino y no tengo miedo de perderme. Aunque recuerdo que una vez, no hace mucho, me quedé sin comer porque me extravié en el de Bursbury. Pero, naturalmente, si puede usted venir conmigo, lo prefiero.

Tras este confiado preludio, parece que lo adecuado habría sido que Lady Wardrop se encontrara desesperadamente desorientada en el laberinto de Wilsthorpe, pero nada de eso sucedió. No obstante, no se sabe si llegó a disfrutar en ese nuevo ejemplar todo lo que ella había esperado. Se interesó mucho, muchísimo, desde luego, y llamó la atención de Humphreys hacia una serie de pequeñas depresiones que descubrió en el suelo, las cuales, a juicio suyo, marcaban los antiguos emplazamientos de los bloques aquellos que tenían marcada una letra. Habló también de otros laberintos que se parecían a éste por la distribución, y explicó cómo era posible calcular, con un margen de unos veinte años más o menos, la fecha de un laberinto. Éste debía datar de 1780, y los detalles que presentaba eran exactamente los que cabía esperar. Por lo demás, el globo atrajo completamente su interés. Era un caso único en su experiencia, y lo examinó con toda minuciosidad durante un buen rato.

—Me gustaría que lo limpiaran —dijo—, si es posible, claro. Y estoy segura de que usted estaría dispuesto a complacerme, señor Humphreys; pero no vale la pena que se ponga a hacerlo sólo por darme gusto a mí; no quisiera tomarme ninguna libertad aquí. Tengo la impresión de que podría ser contraproducente. Porque, reconózcalo — prosiguió, volviéndose para mirar de frente a Humphreys—, ¿no le da a usted la sensación, desde que hemos entrado, de que nos están vigilando y de que si nos propasamos en algún sentido podríamos ser objeto de alguna..., bueno, de alguna emboscada? ¿No? Pues yo sí, así que prefiero que salgamos de aquí cuanto antes.
—Después de todo —prosiguió, cuando ya iban de regreso hacia la casa—, puede que haya sido sólo este calor agobiante, que me ha producido un exceso de presión en el cerebro. Pero le repito lo que le he dicho. No le perdonaré si la próxima primavera me entero de que ha quitado el laberinto.
—Haga lo que haga, le prometo que tendrá su plano, Lady Wardrop. He dibujado uno, y esta misma tarde le doy mi palabra de que le saco una copia.
—Magnífico; todo lo que necesito es que me dibuje a lápiz una raya indicando el camino; eso, y que me ponga a qué escala está. Con eso ya puedo incluirlo entre mis ilustraciones. Muchísimas gracias.
—De acuerdo; mañana lo tendrá. Quisiera que me aconsejara sobre cómo solucionar el rompecabezas de las piedras.
—¿El qué? ¿Las piedras del cenador? Conque es un rompecabezas. ¿Y no tienen orden alguno? Claro, claro. Pero los hombres que las pusieron ahí seguirían una dirección..., quizá encuentre usted alguna indicación sobre este particular entre los papeles de su tío. Si no, lo mejor es que llame a alguien que sea experto en claves.
—Aconséjeme usted en otra cosa, por favor —dijo Humphreys—. Se trata del macizo de arbustos que hay al pie de la ventana de la biblioteca, ¿lo quitaría usted de ahí?
—¿Cuál? ¿Ése? Bueno, creo que no —dijo Lady Wardrop—. No lo distingo bien desde aquí, pero no me parece que sea desagradable a la vista.
—Puede que tenga razón; es que, desde la ventana de mi habitación, que es la que está justamente arriba, me pareció anoche que era demasiado grande. Pero desde aquí desde luego no lo parece. Bien, pues de momento no lo tocaré.
A continuación tomaron el té, y poco después se despedía Lady Wardrop; pero cuando ya se alejaba, mandó detener el coche y le hizo una seña a Humphreys, que aún se encontraba en la escalinata de la entrada. Corrió éste a ver qué quería, y le dijo lo siguiente:
—Se me ocurre que no estaría de más mirar la parte de abajo de las piedras. A lo mejor están numeradas, ¿no cree? Adiós y buenas tardes. A casa, por favor.
De todos modos, tenía decidida su principal tarea de esa noche: confeccionarle un plano a Lady Wardrop y cotejarlo con el original sería cuestión de un par de horas de trabajo, por lo menos. Así que, poco después de las nueve, Humphreys trasladó todos los materiales a la biblioteca y se puso manos a la obra.

La noche era quieta y sofocante; tuvo que abrir las ventanas, con lo que los murciélagos le ocasionaron más de un sobresalto. Estos incidentes turbadores le obligaron a estar constantemente mirando de reojo la ventana. Una o dos veces se preguntó si lo que pretendía hacerle compañía se trataba, no de un murciélago, sino de algo más voluminoso. ¡Qué desagradable sería que alguien se hubiera deslizado sigilosamente por el antepecho de la ventana y se arrastrara por el suelo hacia él! Por fin terminó el diseño del plano; faltaba entonces confrontarlo con el original y ver si había dejado algún callejón abierto o cerrado equivocadamente. Con un dedo en cada dibujo, fue trazando el camino que se debía seguir desde la entrada. Encontró dos ligeras equivocaciones; pero aquí, ya cerca del centro, había una tremenda confusión, debido seguramente a la irrupción del segundo o tercer murciélago; antes de corregir la copia siguió minuciosamente las últimas vueltas del camino en el original. Al menos éstas estaban bien, conducían al centro del lugar sin un solo tropiezo. Aquí encontró un detalle que no hacía falta repetir en la copia: una mancha fea y negra del tamaño de un chelín. ¿Era de tinta? No. Parecía un agujero; pero ¿cómo es que había un agujero aquí? Lo examinó con ojos cansados; el trazado del dibujo había sido muy laborioso, y se sentía soñoliento y abrumado... Pero, evidentemente, este agujero era muy extraño.

Parecía que traspasaba no sólo el papel, sino la mesa sobre la que estaba. Sí, y atravesaba también el suelo, por debajo de la mesa, y penetraba más y más, hasta unas profundidades infinitas. Alargó el cuello para mirar, tremendamente asustado. Lo mismo que cuando éramos niños nos concentrábamos mirando una pulgada de la colcha hasta que se nos convertía en un paisaje de montes cubiertos de bosque con iglesias y casas y todo, y perdíamos la noción de sus dimensiones y las nuestras, del mismo modo le pareció a Humphreys en ese momento que el agujero era lo único que existía en el mundo. Por alguna razón, le resultó detestable desde el principio, pero lo contempló fijamente durante unos momentos, antes de que le dominara una cierta inquietud; luego, con más y más intensidad cada vez, sintiendo pánico de pensar que pudiera salir algo de ahí, se afirmaba en su interior la angustiosa convicción de que a través de ese agujero se abría paso algo espantoso de cuya presencia le era imposible escapar. ¡Sí!, allá, muy, muy en el fondo, percibía un movimiento..., un movimiento de algo que subía y subía hacia la superficie. Cada vez estaba más cerca, y era de color gris negruzco con cavidades oscuras. Poco a poco fue adquiriendo forma de rostro..., de rostro humano..., de un rostro humano abrasado, y con las abominables contorsiones de la avispa que se abre paso para salir de una manzana podrida, trepaba la aparición agitando sus negros brazos, prestos a atrapar la cabeza del que se asomaba. Presa de un desesperado escalofrío, Humphreys se echó atrás, se golpeó la cabeza contra una lámpara y perdió el conocimiento.

Sufrió una conmoción cerebral y una crisis nerviosa, por lo que tuvo que permanecer largo tiempo postrado en la cama. El médico se quedó completamente perplejo, no por los síntomas, sino por la petición que le hizo Humphreys tan pronto como fue capaz de hablar:
—Quiero que abra la esfera del laberinto.
—Poco hueco tendrá, me parece a mí —fue la única respuesta que se le ocurrió ante esta petición—; pero eso es más cosa suya que mía; a mí hace tiempo que se me acabaron los días de chifladuras.

A lo cual Humphreys replicó con unas palabras confusas y se sumió en profundo sueño, y el doctor anunció a las enfermeras que el paciente aún no estaba fuera de peligro. Cuando se sintió en mejores condiciones de expresar su deseo, Humphreys lo explicó claramente, obteniendo la promesa de que se llevaría a cabo inmediatamente. A la mañana siguiente estaba tan ansioso de saber los resultados, que el doctor, que se encontraba algo pensativo, comprendió que sería más perjudicial que beneficioso el ocultárselos.

—Bueno —dijo—, me temo que nos hemos cargado la bola; el metal debía de estar muy gastado, supongo. El caso es que saltó en pedazos al primer golpe de cincel.
—¿Y bien? ¡Cuente, por favor! —dijo Humphreys impaciente.
—Ah, quiere saber qué tenía dentro, comprendo. Bueno, pues la encontramos medio llena de algo así como cenizas.
—¿Cenizas? ¿Y qué ha hecho con ellas?
—Aún no las he examinado con detenimiento; no he tenido tiempo. Cooper está convencido, diría que por un comentario que he hecho yo, de que se trata de una incineración... Pero por favor, tranquilícese y no se excite, señor; sí, debo confesar que, a mi juicio, tiene razón.
El laberinto ya no existe, y Lady Wardrop ha perdonado a Humphreys; de hecho, creo que éste se casó con una sobrina suya. Por cierto, que tenía razón también al pensar que las piedras del templo estaban numeradas. Cada una tenía un número pintado en la parte de abajo. Algunos de los números se habían borrado, pero los que quedaban fueron suficientes para que Humphreys pudiera reconstruir la inscripción, que rezaba así:

PENETRANS AD INTERIORA MORTIS

A pesar de que Humphreys se sentía agradecido a la memoria de su tío, no podía perdonarle el haber quemado los diarios y cartas del tal James Wilson que le había legado Wilsthorpe con el laberinto y el templo. En cuanto a las circunstancias de la muerte y entierro de este antepasado, no quedaba la menor referencia; su testamento, no obstante, que fue el único documento a que tuvo acceso, asignaba una donación sorprendentemente generosa a un criado de nombre italiano.
La opinión de Cooper es que, humanamente hablando, toda esta serie de graves acontecimientos tiene su significado, si nuestro entendimiento es capaz de desentrañarlo; mientras que Calton se ha limitado a evocar el recuerdo de una tía, fallecida ya, que por el año 1866 estuvo vagando extraviada, durante más de hora y media, por el laberinto de Covent Gardens o el de Hampton Court, quizá.

Una de las cosas más extrañas en toda esta serie de sucesos excepcionales es que el libro que contenía la Parábola ha desaparecido por completo. Humphreys no ha vuelto a encontrarlo desde que transcribió el pasaje para enviárselo a Lady Wardrop.