miércoles, 31 de julio de 2024

El fantasma del mayor Sydenham. Joseph Glanvill (1636-1680)

Concerniente a la aparición del fantasma del Mayor George Sydenham, (muerto en Dulverton, en el condado de Somerset) al Capitán William Dyke, fallecido también en Skilgate, en el mismo condado: conténtense con tomar la relación del hecho tal como la obtuve del entendido y digno de confianza Dr. Thomas Dyke, pariente cercano del Capitán, de este modo:

Poco después de la muerte del Mayor, el Doctor marchó a su casa para atender a un niño que estaba enfermo, y en su camino hacia allá, él invitó al Capitán, que tenían deseos de ir al lugar, ya que debía, según dijo, haber ido a la casa esa noche, a pesar que no había tenido anteriormente el ánimo necesario. Luego de su arribo al lugar, fueron oportunamente conducidos a sus aposentos, según sus preferencias, en el mismo dormitorio. Luego de un rato, el Capitán se golpeó con algo, y de inmediato pidió a la servidumbre que le trajeran algunas velas para alumbrar la estancia.

El Doctor le preguntó que significaba todo esto. Y el Capitán le respondió: “Usted sabe que con el Mayor tuvimos algunas disputas acerca de la naturaleza de Dios y de la inmortalidad del alma; un punto en el que jamás nos llegábamos a poner de acuerdo, por más que quisimos. Hasta que al final surgió una gran concordancia, cuando pactamos que el primero que muriera de nosotros, debería volver la tercera noche luego de su funeral, entre la medianoche y la una, a la casita del jardín, y brindar un completo relato al superviviente acerca de estos asuntos; el otro debería asegurarse de estar presente en el lugar indicado y al momento oportuno, de manera que ambos quedamos satisfechos; y esta —dijo el Capitán— es la noche indicada, y he venido con el propósito de cumplir mi promesa.”

El Doctor le disuadió entonces, llamándole la atención sobre los peligros de continuar con esas extrañas sugerencias; el Capitán replicó agradeciéndole su buena voluntad, y que si quería podía continuar descansando, pero que por su parte, había decidido esperar y vigilar, de manera que se aseguraría de estar presente a la hora citada: para este propósito sincronizó su reloj. Tan pronto como se dio cuenta que eran once y media, se levantó y tomó los candelabros, uno en cada mano, y salió por una puerta trasera de la que previamente se había munido de llave, y caminó hacia la casita del jardín, donde permaneció durante las siguientes dos horas y media. A su regreso declaró que no había visto ni escuchado nada más que lo usual. Pero, según dijo, “sé que mi Mayor hubiera seguramente venido, si hubiera podido”.

Cerca de seis semanas después, el Capitán marchó a Eaton para llevar a su hijo a una escuela de ahí. El Doctor le acompañó. Se hospedaron en una posada, llamada el Signo, y se quedaron allí durante dos o tres noches, esta vez descansando cada uno en su recámara, no como en Dulverton. La mañana anterior a la que se fueron de allí, el Capitán se quedó en su recámara más de lo normal; finalmente entró en la recámara del Doctor, pero su cara y aspecto era muy diferente al suyo normal, su pelo estaba erizado y su vista fija, el cuerpo temblaba por completo. El Doctor le preguntó cuál era su afección, y el Capitán replicó:

“He visto a mi Mayor”. El Doctor pareció sonreír, y el Capitán inmediatamente confirmó su aseveración, relatándole tal cuál lo que le sucedió: “Cuando salió el sol, alguien apareció a un lado de mi lecho, y súbitamente corrió las cortinas, llamándome 'Cap, Cap' (que es el término con el cual familiarmente el Mayor me llamaba). Yo repliqué casi en sueños '¿Qué, mi Mayor, qué?' y por respuesta: 'No pude ir en el plazo estipulado, pero aquí estoy para contarte, hay un Dios, y es muy justo y terrible, y si tu no comienzas a hacerte una nueva vida (su expresión aquí fue puntualmente recordada por el Doctor), lo encontrarás terrible.”

El Capitán prosiguió: “En la mesa había una espada, que el Mayor me había dado hacía mucho tiempo. Ahora, luego de que la aparición había dado un par de vueltas alrededor de la recámara, tomó su espada, y la desenvainó, encontrándola no tan brillante y limpia que como cuando él la poseía, 'Cap, Cap' me dijo, 'esta espada no acostumbraba a estar así cuando yo la usaba'. Luego de estas palabras, desapareció súbitamente.

El Capitán no estaba solamente persuadido de lo que había visto y escuchado, sino que también se vio afectado por ello. Su anterior humor cambió, antes era jovial y enérgico, y luego extrañamente se alteró, de manera que, en la cena apenas probó bocado.

Tiempo después se observó que lo que el Capitán había visto y oído tuvo una perdurable influencia sobre él, y esto fue observado por aquellos que tuvieron detallado conocimiento de esta conversación, y el recuerdo de este hecho permaneció siempre cercano a él, de manera que las palabras de su amigo muerto frecuentemente resonaron en sus oídos, durante el resto de su vida, que fue de unos dos años.”


El fantasma inexperto. Herbert George Wells (1866-1946)

La escena en que Clayton narró su última historia vuelve vívidamente a mi memoria. Estuvo sentado casi todo el tiempo en el extremo del confortable sofá que está junto a la espaciosa chimenea, y Sanderson, que se sentaba a su lado, fumaba una de esas pipas de arcilla Broseley que llevan su nombre. También estaban Evans y Wish, actor maravilloso y hombre modesto al mismo tiempo. Todos habíamos llegado al Mermaid Club aquel sábado por la mañana, excepto Clayton, que durmió allí la noche anterior, acontecimiento que propició su historia. Habíamos estado jugando al golf hasta que la bola se hizo invisible; tras la cena, nos encontrábamos en ese estado de bondad apacible en que los hombres pueden soportar una historia. Cuando Clayton empezó a contar una, supusimos naturalmente que la estaba inventando. Tal vez la inventaba de hecho, y el lector podrá juzgarlo en seguida tan bien como yo. Empezó, es verdad, como si relatara una anécdota real, pero pensamos que sólo era el artificio incorregible del hombre.

-¡Oídme! -comentó después de haber observado largamente la lluvia de chispas que ascendía desde el tronco que Sanderson había atizado-. ¿Sabéis que he estado solo aquí esta noche?
A excepción del servicio -dijo Wish.
-Que duermen en el otro ala -dijo Clayton-. Bien, pues...

Dio unas caladas a su cigarrillo durante un rato, como si todavía dudara de su confidencia. Entonces dijo en voz muy baja:

-He atrapado un fantasma.
-¿Que has atrapado un fantasma? ¿En serio? -dijo Sanderson-. ¿Dónde está?

Y Evans, que admiraba a Clayton de una forma inconmensurable y que había estado cuatro semanas en América, exclamó:

-¿En serio que has atrapado un fantasma, Clayton? ¡Me alegro! ¡Cuéntanoslo ahora mismo!
Clayton dijo que lo haría en seguida y le pidió que cerrara la puerta. Me miró excusándose.
-Por supuesto que no hay chismosos, pero no quiero perturbar a nuestro excelente servicio con rumores de que hay fantasmas en el club. Ya hay suficientes tinieblas y paneles de roble como para andar jugando con estas cosas. Y además, este no era un fantasma cualquiera. No creo que vuelva nunca más.
-¿Quieres decir que no lo retuviste? -dijo Sanderson.
-No tuve corazón para ello -dijo Clayton.
Y Sanderson dijo a su vez que estaba sorprendido.
Nos reímos, y Clayton pareció ofenderse.
-Ya -dijo con una sonrisa trémula-, pero el caso es que era un fantasma de verdad, y estoy tan seguro de ello como de que estoy hablando ahora con vosotros. No bromeo. Sé lo que digo.
Sanderson aspiró profundamente de su pipa mientras dirigía una mirada rojiza hacia Clayton; luego expulsó un hilo delgado de humo más elocuente que muchas palabras. Clayton ignoró el gesto.
-Es la cosa más extraña que me ha sucedido en la vida. Ya sabéis que yo no había creído nunca en cosas de ese estilo; y entonces, mira por dónde, cazo uno en un rincón y me encuentro con todo el asunto en mis manos.

Meditó todavía más profundamente y, tras haber sacado un segundo cigarro, comenzó a perforarlo con un curioso punzón por el que sentía afecto.

-¿Hablaste con él? -preguntó Wish. -Alrededor de una hora.
-¿Animadamente? -dije, uniéndome al círculo de escépticos.
-El pobre diablo estaba en un apuro -dijo Clayton, inclinado sobre el extremo del cigarro y con un leve tono de reprobación.
-¿Sollozaba? -preguntó alguien.
Clayton exhaló un auténtico suspiro cuando esto le vino a la memoria.
-¡Santo Dios! -dijo-. ¡Pobre hombre! Sí, claro que sí.
-¿Dónde lo descubriste? -preguntó Evans con su mejor acento americano.
-Nunca llegué a concebir -dijo Clayton sin hacerle caso- qué cosa tan penosa puede ser un fantasma -y mientras buscaba las cerillas en el bolsillo y prendía su cigarro, nos volvió a dejar en suspenso.
-Lo sorprendí -contestó al fin.
Ninguno de nosotros tenía prisa.
-Un carácter -dijo- permanece exactamente igual, aun cuando haya sido privado de su cuerpo. Es algo que olvidamos con demasiada frecuencia. La gente dotada con cierta fuerza o firmeza de voluntad tiene un espectro con igual fuerza y firmeza de voluntad; la mayor parte de los fantasmas que se aparecen deben de estar dominados por una idea fija, como los monomaníacos, y ser tan obstinados como burros para regresar hasta la saciedad. Esta pobre criatura no era así.

De repente levantó los ojos y recorrió la habitación con la mirada.

-Lo digo -prosiguió- sin mala intención, pero es la pura verdad. Incluso a primera vista me pareció débil.
Hizo una pausa llevándose el cigarro a la boca.
-Lo encontré en el corredor. Estaba de espaldas a mí y yo le vi primero. En seguida me di cuenta de que se trataba de un fantasma. Era transparente y blanquecino; a través de su pecho pude ver con nitidez la luz tenue de la pequeña ventana del fondo. Y no sólo su físico, también su actitud me dio una impresión de debilidad. Parecía como si no supiera en absoluto qué hacer. Una mano se apoyaba en el panel y la otra se agitaba sobre su boca. ¡Así...!
-¿Cómo era? -preguntó Sanderson.
-Flaco. Ya sabéis cómo es ese cuello que tienen algunos jóvenes, y que forma una especie de surcos cuando se une con la espalda, aquí y aquí... ¡Así era el suyo! La cabeza pequeña e innoble, con pelo tieso y escaso, y orejas más bien deformes. Los hombros contrahechos, más estrechos que las caderas. Llevaba un cuello vuelto, una chaqueta corta y unos pantalones con rodilleras y algo deshilachados por abajo. Así fue como apareció ante mí. Subí en silencio las escaleras. Yo tenía puestas mis zapatillas a rayas, y no llevaba ninguna luz -ya sabéis que las velas están en la mesa del rellano, y allí sólo hay una lámpara-; entonces vi cómo subía. Me detuve de repente para observarle. No sentía ningún miedo. Creo que en la mayoría de estas situaciones uno no se asusta, ni se excita tanto como podría haber imaginado. Yo estaba sorprendido e intrigado. Pensé: «¡Dios mío! ¡Por fin un fantasma! Y yo que no había creído en ellos ni un sólo instante en los últimos veinticinco años.
-Humm -dijo Wish.
-Me parece que justo antes de llegar al rellano, descubrió mi presencia. Volvió la cabeza con brusquedad y pude ver la cara de un joven inmaduro de nariz fofa, bigotito esmirriado y barbilla escuálida. Así nos mantuvimos un instante, uno frente a otro, y él mirándome por encima del hombro. Entonces pareció recordar su alta vocación. Se volvió por completo, se elevó sobre sí mismo, adelantó la cara, levantó los brazos, desplegó las manos al modo clásico de los fantasmas y avanzó hacia mí. Mientras se mantenía en esta postura, dejó caer su pequeña mandíbula y emitió un «Uhh» débil y prolongado. No, aquello no infundía terror en absoluto. Yo ya había cenado; había bebido una botella de champán y, cuando me quedé solo, tal vez dos o tres -tal vez cuatro o cinco- whiskies, de modo que estaba tan firme como una roca y no más asustado que si me hubiera atacado una rana.
-Uhh -dije-. ¡Qué disparate! Tú no perteneces a este club. ¿Qué haces aquí?
Pude ver cómo se estremecía.
-Uhh... uhh -dijo él.
-Uhh... ¡Que te cuelguen! ¿Eres miembro del club? -dije, y para demostrarle que no me inspiraba ni una pizca de miedo caminé a través de uno de sus costados para encender mi vela.
-¿Eres miembro del club? -repetí mirándole de lado.
Se movió un poco para distanciarse de mí y mostró un gesto de abatimiento.
-No -dijo respondiendo a la pregunta persistente de mi mirada-; no soy miembro del club... Soy un fantasma.
-Bueno, eso no te da derecho a entrar en el Mermaid Club. ¿Quieres ver a alguien, o algo parecido?

Y encendí la vela con la mayor calma posible por temor a que confundiera la torpeza producida por el whisky con la perturbación del miedo. Me volví hacia él con la vela en la mano.

-¿Qué haces aquí? -dije.
Dejó caer sus manos y cesó de decir «Uhh». Y allí se erguía, torpe y avergonzado, el fantasma de un joven débil, simple e indeciso.
-Estoy de ronda -dijo.
-No tienes nada que hacer aquí -dije en tono tranquilo.
-Soy un fantasma -dijo a modo de justificación.
-Puede ser, pero no tienes por qué rondar por aquí. Este es un club privado, respetable; aquí vienen con frecuencia personas con niñeras y niños, y como andas con tanto descuido, algún pobre niño te puede encontrar y asustarse horriblemente. Supongo que no has reparado en ello.
-No, señor -dijo.
-Pues deberías haberlo hecho. ¿No tendrás alguna justificación para venir aquí, verdad? Haber sido asesinado en el club o algo parecido.
-No, señor; pero pensé que como era un edificio viejo y tenía paredes de roble...
-Eso es una excusa -dije, mirándole fijamente-. Es un error haber venido aquí –continué en un tono de superioridad amistosa. Hice como que buscaba mis cerillas y luego lo miré con franqueza-. Si yo fuera tú, no esperaría al canto del gallo... me desvanecería al instante. Pareció aturdirse.
-Es que, señor... -comenzó.
-Me desvanecería -repetí, dándole a entender que regresara a su mundo.
-Es que, señor, por alguna razón, no puedo.
-¿Que no puedes?
-No, señor. Hay algo que he olvidado. He estado vagando por aquí desde medianoche, ocultándome en los armarios de los dormitorios vacíos y en lugares parecidos. Estoy confundido. Nunca antes había salido a rondar y esta situación me desconcierta.
-¿Te desconcierta?
-Sí, señor. He intentado hacerlo varias veces, pero no lo he conseguido. Hay algo que se me ha ido de la memoria y no puedo volver.
Esto me impresionó profundamente. Me miraba con tanta humildad que por nada del mundo habría mantenido yo el tono tan agresivo que había adoptado.
-Es extraño -dije, y mientras hablaba imaginé oír a alguien que se movía por abajo-.Ven a mi cuarto y cuéntame algo más sobre el asunto -yo, por supuesto, no entendía nada.

Intenté cogerle del brazo, pero, evidentemente, era como intentar coger un soplo de humo. Había olvidado mi número, me parece. De cualquier forma, recuerdo haber entrado en varios dormitorios -fue una suerte que yo fuera el único que se encontraba en ese ala- hasta que al fin vi mis cosas.

-Ya estamos -dije, y me senté en el sillón-. Siéntate y cuéntamelo todo. Me parece que te has metido en un buen lío, amigo.

Bueno, el fantasma dijo que no quería sentarse y que prefería ir y venir por la habitación, si a mí no me importaba. Así lo hizo y en un instante nos vimos sumidos en una conversación larga y seria. En ese momento, los efluvios de los whiskies y del soda se desvanecieron y empecé a tomar conciencia del extraordinario y fantástico asunto en que estaba metido. Allí estaba, semitransparente, el fantasma convencional, silencioso excepto cuando emitía su voz fantasmal, revoloteando de aquí para allá, en aquel dormitorio viejo, limpio, agradable y tapizado de quimón. Se podía ver, a través de él, la tenue luz de las palmatorias de cobre, el resplandor de los guardafuegos de bronce y las esquinas de los grabados enmarcados en la pared; y allí estaba él, contándome su desdichada y corta vida, que acababa de concluir en la tierra. No tenía una cara especialmente honesta, pero, al ser transparente, no podía eludir decir la verdad.

-¿Eh? -dijo Wish, levantándose repentinamente de la silla.
-¿Cómo? -dijo Clayton.
-Por ser transparente... no podía evitar decir la verdad... No lo entiendo -dijo Wish.
-Yo tampoco -dijo Clayton, con una seguridad inimitable-; pero es así. Puedo asegurarlo.

No creo que se haya desviado un ápice de la verdad. Me contó cómo había muerto –bajó con una vela a un sótano de Londres para descubrir el lugar donde se producía un escape de gas- y que era profesor de inglés en una escuela privada de Londres cuando sucedió el escape.

-Pobre desdichado -dije.
-Lo mismo pensaba yo, y a medida que me hablaba, más lo pensaba. Allí estaba, sin meta en la vida, sin meta fuera de ella. Habló de su padre, de su madre, de su profesor y de todos aquellos con quienes había tenido trato, con desprecio. Había sido demasiado sensible, demasiado nervioso; nadie le había valorado en su justa medida, ni entendido, dijo. Nunca había tenido en el mundo un amigo de verdad, sospecho. Nunca había tenido éxito. Había rehuido las diversiones y suspendido los exámenes.
-Hay mucha gente así -me dijo-; cuando entraba en el aula del examen, parecía que todo se esfumaba.

Se había prometido con otra persona extremadamente impresionable, supongo, cuando la imprudencia con el escape de gas puso fin a su aventura amorosa.

-¿Y dónde estás ahora? -pregunté-. ¿No estarás en...?

No fue nada claro en su respuesta. Me dio la impresión de que se trataba de un estado vago, intermedio, un lugar reservado especialmente a las almas con muy poca existencia para cosas tan positivas como el pecado o la virtud. No lo sé. Era demasiado egoísta y distraído para darme una idea clara sobre la clase de lugar, de región que se extiende al Otro Lado de las Cosas. Estuviera donde estuviera, parece que había caído entre un grupo de espíritus afines: fantasmas de jóvenes débiles de los barrios bajos de Londres, que tenían el mismo nombre y que hablaban a menudo de «ir de ronda» y cosas parecidas. Al parecer, pensaban que «ir de ronda» era una aventura tremenda y la mayoría de ellos se rajaban siempre. Y así, apremiado por los otros, había llegado al club.

-¡Increíble! -dijo Wish, absorto frente al fuego.
-En todo caso, eso es lo que me dio a entender -dijo Clayton con modestia-. Es posible que yo no me encontrara en el estado más apropiado para juzgar, pero ese es el panorama que describió. Continuó revoloteando de un lado para otro, sin dejar de hablar con su delgada voz, de su yo desdichado, pero sin decir una palabra clara ni una frase coherente en todo el tiempo.

Era más delgado, más simple y más inútil que cuando estaba vivo; en ese caso, si hubiera estado vivo, no habría permanecido en mi dormitorio, le habría echado a patadas.

-Sin duda -dijo Evans-, hay pobres mortales de esa naturaleza.
-Y tienen tantas posibilidades de convertirse en fantasmas como cualquiera de nosotros -admití yo.
-Lo que tenía cierta importancia para él era que, dentro de unos límites, parecía descubrirse así mismo. El desorden producido por la ronda le había deprimido terriblemente. Le habían dicho que sería una «juerga»; él había venido esperando que fuera una juerga y sólo había conseguido un nuevo fracaso que añadir a su larga lista. Se definía a sí mismo como un fracasado completo y consumado. Decía, y le creo totalmente, que nunca había intentado hacer algo en la vida que no le hubiera salido fatal y que le seguiría ocurriendo a través de la inmensidad de la eternidad. Si hubiera recibido más comprensión, tal vez... Se interrumpió y se quedó mirándome. Observó que, por extraño que pudiera parecerme, nadie, absolutamente nadie le había dado la comprensión que yo le estaba dando en ese momento. En seguida me di cuenta de lo que quería y decidí librarme de él de una vez por todas. Puedo ser un bestia, pero ser el Único Amigo Verdadero, el receptáculo de las confidencias de uno de esos egoístas enfermizos, ya sea hombre o fantasma, es algo que está más allá de mi resistencia física.

Me levanté bruscamente.
-No te obsesiones demasiado con estas cosas -dije-. Lo que tienes que hacer es irte, irte ya... Serénate e inténtalo.
-No puedo -dijo.
-Inténtalo -dije, y lo intentó.
-¡Intentarlo! -dijo Sanderson-. ¿Cómo?
-Con pases -dijo Clayton.
-¿Pases?
-Series complicadas de gestos y pases hechos con las manos. Así vino y así tenía que irse. ¡Señor! ¡El trabajo que me costó!
-Pero, ¿cómo una serie de pases puede...? -comencé a decir.
-Amigo mío -dijo Clayton, volviéndose hacia mí y poniendo mucho énfasis en ciertas palabras-, quieres tenerlo todo claro. No sé cómo. Sé lo que tú: al final lo hizo, pero no sé cómo. Después de un rato espantoso, consiguió hacer bien sus pases y desapareció súbitamente.
-¿Te fijaste en esos pases? -dijo Sanderson con lentitud.
-Sí -dijo Clayton, y pareció meditar unos instantes-. Era tremendamente extraño. Allí estábamos los dos, yo y ese fantasma impreciso y delgado, en esa habitación silenciosa, en esta casa silenciosa y vacía, en esta pequeña ciudad silenciosa el viernes por la noche. Ningún sonido, salvo nuestras voces y el jadeo casi imperceptible que el fantasma producía cuando gesticulaba. La vela de la habitación y la que había encima del tocador estaban encendidas, eso era todo; a veces, una de las dos lanzaba una llama alta, delgada y temblorosa durante un corto espacio de tiempo. Y sucedieron cosas extrañas.
-No puedo -decía el fantasma-, ¡nunca podré...!
Y de repente se sentó en una silla junto al pie de la cama y empezó a sollozar. ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan horrible y quejumbrosa parecía!
-Domínate -le decía yo, y trataba de darle palmaditas en la espalda... ¡y mi condenada mano pasaba a través de él!
En ese momento no me sentía tan... entero como cuando estaba en el rellano. Sentía plenamente la singularidad de la situación. Recuerdo que alejé mi mano de él con un leve temblor y que fui hacia el tocador.
-Sobreponte -le dije- e inténtalo.
Y para animarle y ayudarle, me puse a intentarlo yo también.
-¡Qué! -dijo Sanderson-. ¿Los pases?
-Sí, los pases.
-Pero... -dije yo, movido por una idea que se me escapaba.
-Esto es interesante -dijo Sanderson, con un dedo metido en el hornillo de la pipa-.¿Quieres decir que ese fantasma tuyo reveló...?
-¿Que si hizo todo lo que pudo para revelar el secreto de la maldita barrera? Sí.
-No -dijo Wish-, no pudo hacerlo. De otro modo, te hubieras ido tú también.
-Eso es precisamente... -dije, al ver mi esquiva idea expresada con palabras.
-Eso es precisamente -repitió Clayton, mirando el fuego con ojos pensativos.
Se produjo un breve silencio.
-¿Y al final lo consiguió? -dijo Sanderson.
-Al fin lo consiguió. Tuve que emplearme a fondo para mantenerle a flote, pero al fin lo consiguió... y de forma inesperada. Se desesperaba, discutimos violentamente, y entonces se levantó de un salto y me pidió que ejecutara despacio todos los movimientos para que él pudiera fijarse.
-Creo -dijo- que si pudiera verlo, descubriría en seguida lo que va mal.
Y lo descubrió.
-Ya lo sé -dijo.
-¿Qué sabes? -pregunté.
-Ya lo sé -repitió. Después añadió malhumorado-: Si me mira, no puedo hacerlo... de verdad que no puedo; eso ha sido, en parte, lo que me lo ha impedido hasta ahora. Soy tan nervioso que usted me desconcierta.

Bueno, discutimos un poco. Yo quería verlo, naturalmente, pero él era tan terco como una mula; y, de pronto, me sentí extenuado... me había dejado sin fuerzas.

-Está bien, no te miraré -dije, y me volví hacia el espejo del armario que está junto a la cama.
Empezó muy rápido. Yo traté de seguir mirándole en el espejo para ver lo que había omitido. Sus brazos y manos giraban así y así, y entonces, de golpe, llegó al movimiento final -el cuerpo erguido y los brazos abiertos-, y así se quedó. Y después, ¡ya no estaba! ¡No estaba! ¡Desapareció! Giré sobre mis talones, desde el espejo hacia el lugar donde él se encontraba. ¡No había nada! Estaba solo entre velas llameantes y un espíritu fluctuante. ¿Qué había pasado? ¿Había pasado algo realmente? ¿Había estado soñando...? Y entonces, con un timbre absurdo de finalidad, el reloj del rellano descubrió que era el momento adecuado para dar la una. Así: ¡Ping! Y yo estaba tan grave y sobrio como un juez, con todo mi champán y todo mi whisky que se habían ido a tomar el fresco. Y con una sensación extraña, ¿sabéis...? ¡Condenadamente extraña! ¡Dios mío!

Contempló la ceniza de su cigarro un instante.
-Esto es todo lo que pasó.
-¿Te fuiste a la cama después?
-¿Qué otra cosa podía hacer?
Miré a Wish a los ojos. Queríamos reírnos, pero había algo, tal vez algo, en la voz y en la actitud de Clayton que impedía nuestro deseo.
-¿Y los pases? -dijo Sanderson.
-Creo que los podría hacer ahora.
-¡Oh! -dijo Sanderson, y sacó una navaja y se puso a limpiar de restos de tabaco el hornillo de su pipa de arcilla.
-¿Por qué no los haces ahora? -continuó Sanderson, cerrando su navaja con un chasquido.
-Es lo que voy a hacer -dijo Clayton.
-No funcionará -dijo Evans.
-Y si... -sugerí.
-Prefiero que no lo hagas -dijo Wish, estirando las piernas.
-¿Por qué? -preguntó Evans.
-Prefiero que no lo haga -dijo Wish.
-Pero si no los sabe hacer bien -dijo Sanderson, cargando su pipa con un montón de tabaco.
-Me da igual, preferiría que no lo hiciera -dijo
Wish.
Discutimos con Wish. Decía que si Clayton ejecutaba esos gestos, sería burlarse de una cosa muy seria.
-¿Pero tú no habrás creído...? -dije.
Wish miró a Clayton, quien, mirando fijamente al fuego, sopesaba algo en su mente. –Lo creo... al menos más de la mitad, sí –dijo Wish.
-Clayton -dije-, eres demasiado bueno para engañarnos. La mayor parte estaba bien. Pero esa desaparición... tendría que ser más convincente. Confiesa que se trataba de un cuento fantástico.
Se levantó sin haberme prestado atención, se situó en el centro de la alfombra y se volvió hacia mí. Durante un rato contempló sus pies con aire pensativo, después sus ojos se clavaron en la pared opuesta y los mantuvo con expresión abstraída durante el resto del tiempo. Levantó las manos lentamente hasta la altura de los ojos y así empezó... Ahora bien, Sanderson es un francmasón, miembro de la logia de los Cuatro Reyes, la cual se dedica con acierto al estudio y elucidación de todos los misterios de la masonería del pasado y del presente, y entre los estudiosos de esta logia, Sanderson no es en absoluto el menos importante. Siguió, con sus ojos enrojecidos, los movimientos de Clayton con singular interés.
-No está mal -dijo cuando Clayton terminó-. Realmente ejecutas los movimientos de una manera asombrosa: pero falta un pequeño detalle.
-Ya lo sé -dijo Clayton-, creo que podría decirte cuál es.
-¿Cuál?
-Este -dijo Clayton, y giró extrañamente la mano, la retorció y la impulsó hacia delante. -Exacto.
-Esto, sabes, es lo que él no conseguía hacer bien -dijo Clayton-. Pero, ¿cómo tú...?
-No comprendo casi nada de este asunto, y especialmente cómo has podido inventártelo -dijo Sanderson-, pero esto último... -reflexionó- me resulta familiar. Tienen que ser series de gestos conectados con cierta rama de la Masonería esotérica... Supongo que lo sabes. De otra forma... ¿cómo?
Reflexionó de nuevo.
-No creo que pueda hacerte ningún daño si te digo cuál es el giro adecuado. Al fin y al cabo da lo mismo que lo sepas o no.
-Sólo sé -dijo Clayton- lo que el pobre diablo me reveló anoche.
-De acuerdo, no importa -dijo Sanderson, y colocó su pipa en la repisa de la chimenea con sumo cuidado. Entonces gesticuló con las manos vertiginosamente.
-¿Así? -dijo Clayton, repitiendo los movimientos.
-Así -dijo Sanderson, y volvió a coger su pipa.
-¡Ah! Ahora -dijo Clayton- puedo hacerlo todo... bien.
Se irguió frente al fuego mortecino y nos sonrió. Pero creo que había cierta vacilación en su sonrisa. -Y si empiezo -dijo.
-Yo no empezaría -dijo Wish.
-¡No hay motivo de preocupación! elijo Evans-. La materia es indestructible. No irás a pensar que una patraña de ese tipo va a arrojar a Clayton al mundo de las sombras. ¡Ni mucho menos! Por mí, Clayton, puedes intentarlo hasta que los brazos se te desprendan de las muñecas.
-Yo no pienso lo mismo -dijo Wish, levantándose y poniendo un brazo sobre el hombro de Clayton-; has conseguido que me crea esa historia y no quiero que lo hagas.
-¡Dios mío! -dije- ¡Mirar qué asustado está Wish!
-Lo estoy -dijo Wish, con una intensidad real o fingida admirablemente-. Creo que si ejecuta esos movimientos, desaparecerá.
-No le ocurrirá nada parecido -exclamé-. Los hombres sólo tienen un camino para salir de este mundo y a Clayton le quedan treinta años para llegar a él. Además... ¡Vaya fantasma! ¿Piensas que...?
Wish me interrumpió al moverse. Salió del círculo de los sillones y se paró junto a la mesa.
-Clayton -dijo-, ¡estás loco!
Clayton se volvió y le sonrió con una mirada alegre y luminosa.
-Wish -dijo-, tienes razón, y los demás estáis equivocados. Desapareceré. Ejecutaré hasta el último de estos pases y, cuando el último silbido cruce el aire... ¡allez hop! Esta alfombra estará vacía, la habitación rebosará de profundo asombro y un caballero respetablemente vestido, de noventa y cinco kilos de peso, se precipitará en el mundo de las sombras. Estoy tan seguro como vosotros lo estaréis. Me niego a seguir discutiendo. ¡Probemos!
-No -dijo Wish, y dio un paso y se paró.

Clayton levantó una vez más las manos para repetir los pases del fantasma. En ese momento todos nos hallábamos en un estado de tensión, a causa, en gran parte, del comportamiento de Wish. Estábamos sentados con los ojos fijos en Clayton, y yo, al menos, me sentía rígido y tirante, como si mi cuerpo, desde la nuca hasta la mitad de los muslos, se hubiera convertido en acero. Y allí, con una gravedad imperturbablemente serena, Clayton se inclinaba, se balanceaba y agitaba las manos frente a nosotros. Cuando estaba a punto de finalizar, nos apretujamos unos contra otros y sentimos un hormigueo entre los dientes. El último gesto, como ya he dicho, consistía en girar los brazos y abrirlos por completo con la cara hacia arriba; y, cuando por fin inició ese gesto definitivo, dejé incluso de respirar. Era ridículo, sin duda, pero ya conocen ustedes el sentimiento que producen los relatos de fantasmas. Era después de cenar, en una casa poco común, vieja y oscura. ¿Podría, después de todo...?

Durante un periodo de tiempo asombroso permaneció con los brazos abiertos y la cara hacia arriba, sereno y resplandeciente bajo la luz deslumbrante de la lámpara. Nos mantuvimos inmóviles durante un momento que se nos hizo un siglo, y entonces nació de todos nosotros un suspiro que expresaba un alivio infinito y un ¡no! tranquilizador. Porque, evidentemente, no había desaparecido. Todo era una invención. Nos había contado una historia infundada y casi había conseguido que le creyésemos, ¡eso era todo...! Y entonces, en ese preciso momento, la cara de Clayton cambió.

Cambió. Cambió como cambia una casa con las luces encendidas cuando las apagan de golpe. Sus ojos se quedaron inmóviles bruscamente, su sonrisa se heló en sus labios y se mantenía de pie. Se mantenía balanceándose muy suavemente. También aquel momento se nos hizo eterno. Y entonces las sillas chocaron entre sí, cayeron cosas y todos nos movimos. Sus rodillas parecieron doblarse, se desplomó, y Evans se levantó y lo cogió entre sus brazos... Nos quedamos pasmados. Me parece que nadie dijo nada coherente durante un minuto. Lo veíamos, y sin embargo, no podíamos creerlo... Yo salí de una estupefacción desordenada para encontrarme arrodillado junto a él; su chaqueta y su camisa estaban desgarradas y la mano de Sanderson descansaba sobre su corazón. Bueno... el simple hecho al que nos enfrentábamos en ese momento podía esperar nuestra interpretación; no teníamos prisa por comprenderlo. Allí yació durante una hora. Hoy sigue yaciendo, negro y espantoso, a través de mi memoria. Clayton había pasado, en efecto, al mundo que está tan cerca y tan lejos del nuestro, y había ido por el único camino que pueden tomar los mortales. Pero si entró allí a causa del conjuro del pobre fantasma, o si sufrió un ataque repentino de apoplejía en el transcurso de la narración de un cuento inventado –como nos hizo creer el juez- es algo que está fuera del alcance de mi juicio; es uno de esos misterios inexplicables que deben quedar sin resolver hasta que llegue la solución final de todo. Lo único que puedo asegurar es que en el mismo momento, en el mismo instante en que Clayton concluía aquellos pases, se demudó, se tambaleó y cayó delante de nosotros... ¡muerto!


El fantasma de Madame Crowl. Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)

Ahora soy una vieja: pero la noche que llegué a Applewale House tenía trece años recién cumplidos. Mi tía era allí ama de llaves, y una especie de carricoche de un caballo bajó para recogernos a mí y a mi equipaje en Lexhoe, y subirnos a Applewale. Al llegar a Lexhoe me encontraba un poco asustada, y cuando vi venir al vehículo y el caballo, me dieron ganar de volverme otra vez a Hazelden, con mi madre. Cuando entré en el shay —que así solemos llamar a esa clase de coche— iba hecha un mar de lágrimas, y el viejo John Mulberry, el cochero, que era muy buen hombre, me compró un puñado de manzanas en El León de Oro, por ver si así me iba consolando; también me contó que había pastel de grosellas, y té y chuletas de cerdo, esperándome, todo ello bien caliente, en el cuarto de mi tía en la casa grande. Era una bonita noche de luna, y me comí las manzanas mientras miraba por la ventanilla del shay.

Es una vergüenza que unos caballeros disfruten metiendo miedo a una pobre niña ignorante como era yo. A veces pienso que, en realidad, lo hacen en broma. Pero el caso es que hubo dos de ellos sentados junto a mí en la diligencia que me había llevado hasta Lexhoe, quienes, después de caída la noche, cuando salió la luna, empezaron a preguntarme adónde iba. Bueno, pues yo les contesté que iba a servir a casa de la señora Arabella Crowl, de Applewale House, cerca de Londres.

—¡Anda, Dios! —dijo uno de ellos—. Entonces no durarás allí mucho tiempo.

Yo le miré como preguntándole: «¿Y por qué no?», pero no abrí la boca, ya que les había hablado una vez cuando les dije dónde me dirigía, y no me ha gustado nunca hablar con desconocidos.

—Porque sí —dijo él—; y por tu vida, no digas a nadie ni media palabra; más sin decir nada, no le quites ojo; mírala y verás: la vieja está poseída por el demonio, y también por más de un fantasma. ¿Ya te habrás traído una Biblia contigo, no?
—Sí, señor —dije yo, dado que mi madre había puesto mi pequeña Biblia en el baúl y yo sabía que estaba allí; y por cierto, aunque tiene una letra que es ya demasiado pequeña para mis viejos ojos, todavía la tengo en mi poder.

Al mirarle, cuando dije «sí, señor» me pareció verle hacer un guiño a su amigo, pero no estoy segura.

—Vaya —dijo él—, entonces que no se te olvide ponerla todas las noches debajo de la almohada, a ver si así te libra de las zarpas de la vieja.

¡Cuando dijo esto, me entró tanto miedo que no os lo podéis ni imaginar! Y me entraron muchas ganas de preguntarle un sinfín de cosas acerca de la anciana señora, pero yo era muy tímida entonces, y él y su amigo se pusieron a hablar de sus asuntos, y no me atreví; conque, al llegar a Lexhoe, me bajé muy asustada. Y me desesperé de miedo y de tristeza cuando me vi en el shay por la oscura carretera. Los árboles eran muy gruesos y enormes, casi tan viejos como la vieja casa, y algunos de ellos tenían un tronco tan gordo que apenas lo habrían podido abarcar entre cuatro personas.

Bueno, yo estiraba el cuello por la ventanilla para ver cuándo aparecía la casa grande; y, de repente, nos paramos en seco frente a ella. La casa era bien grande, ya lo creo, blanca y negra, con grandes vigas negras que asomaban, y torretas en lo alto, blancas como sábanas a la luz de la luna; y a las sombras de los árboles en la pared se les habría podido contar hasta las hojas; también tenía vidrieras con dibujos en forma de rombos, sobre todo en el gran ventanal del vestíbulo, y grandes contraventanas de estilo antiguo, abiertas hacia afuera; pero todas las demás ventanas estaban cerradas con cerrojo, debido a que no había en la casa más que tres o cuatro criados y la señora, y casi todas las habitaciones se hallaban cerradas también. El corazón se me salía por la boca cuando me dijeron que el viaje había terminado y que la casa grande se encontraba allí, delante de mí; dentro estarían mi tía, a quien nunca había visto hasta entonces, y Madam Crowl, a cuyo servicio iba a entrar yo, y que ya me daba miedo.

En el vestíbulo, mi tía me dio un beso y me llevó a su cuarto. Era alta y delgada, de cara pálida, negros ojos y manos largas y finas, siempre calzadas con guantes negros. Tenía más de cincuenta años y hablaba poco, pero sus palabras eran ley. De ella no guardo queja alguna; sin embargo, era una mujer dura, y creo que hubiera sido más cariñosa conmigo si yo hubiese sido hija de su hermana en vez de serlo de su hermano. Pero dejemos eso, que ya pasó. El señorito se llamaba Mr Chevenix Crowl; era nieto de Madam Crowl, y se dejaba caer por allí unas dos o tres veces al año para ver si la anciana señora estaba bien atendida. Yo no le vi más que dos veces en todo el tiempo que estuve en Applewale House. Por mi parte, lo único que sé decir es que sí que estaba bien atendida, pese a todo, a causa de que mi tía y Meg Wyvern, la doncella, eran mujeres de conciencia y hacían las cosas bien.

Mrs Wyvern —mi tía la llamaba Meg Wyvern, pero para mí debía ser Mrs. Wyvern— era una mujerona gruesa y alegre, de unos cincuenta años, metida en carnes, siempre de buen humor, que hacía las cosas muy despacio. Tenía un buen sueldo, mas resultaba un poquito roñosa, y tenía todos sus vestidos buenos guardados bajo llave, y llevaba puesto de continuo un trajecito de algodón de color chocolate, con puntillas y bordados rojos, amarillos y verdes, que le duraba una barbaridad de tiempo. Nunca me dio nada, ni siquiera por valor de un penique, en todo lo que estuve allí; pero tenía buen humor, siempre se estaba riendo y hablando sin parar y, viéndome tan triste y callada, procuraba animarme con sus risas e historias: creo que la quería más que a mi tía —así son los chicos, sólo quieren al que les da alegría y les cuenta cuentos—,aunque ésta era muy buena para mí, pero un poco dura en muchas ocasiones, y siempre tan callada...

Mi tía me llevo a su cuarto y tuve que quedarme allí sola un buen rato mientras ella preparaba el té en otra habitación. Pero antes de irse me dio unos golpecitos en la espalda, me dijo que estaba muy alta y desarrollada para mi edad, y me preguntó si sabía coser y bordar; mirándome a la cara, dijo que era igual que mi padre, o sea su hermano, que ya estaba muerto y enterrado el pobre, y también que esperaba que fuese buena cristiana, y trabajase y me portase bien.

Para ser la primera vez que puse el pie en su cuarto estuvo un tanto seca, digo yo. Cuando entré a tomar el té en la habitación de al lado, el cuarto de llaves —muy confortable, con todas las paredes de roble—, había un hermoso fuego de carbón, turba y leña ardiendo en la chimenea; y en la mesa, té, pastel caliente y comida humeante; allí estaba Mrs. Wyvern, tan lucida y tan alegre, charlando en una hora más que mi tía en todo un año. Mientras yo tomaba el té, la tía subió al piso de arriba a ver a Madam Crowl.

—Ha subido a cerciorarse de si esa vieja Judith Squailes está despierta o no —dijo Mrs. Wyvern—. Judith es la que hace compañía a Madam Crowl cuando yo y Mrs. Shutters (éste era el nombre de mi tía) estamos fuera. La señora es una vieja muy molesta. Tendrás que tener los ojos bien abiertos con ella, porque si no, se te caerá al fuego o se te tirará por la ventana. Parece andar como movida por alambres a pesar de ser tan mayor.
—¿Qué edad tiene, señora? —pregunté.
—Noventa y tres son los últimos que cumplió, y de esto hace ya más de ocho meses —dijo, y se rió—, y no andes haciendo preguntas sobre ella delante de tu tía, fijate bien lo que te digo; tú tómala como es, y no pretendas saber más.
—¿Cuál será mi trabajo para con ella, por favor?
—¿Con la señora? Bueno —dijo—, ya te lo dirá tu tía, Mrs. Shutters; aunque me figuro que tendrás que hacerle compañía en su cuarto, mientras haces tus labores, ocuparte de que no haga diabluras, dejarla que se entretenga con sus cosas en la mesa, llevarle de comer o de beber cuando lo pida, cuidar de que no cometa tonterías, y sobre todo tocar la campanilla bien fuerte si ves que te da demasiada guerra.
—¿Está sorda?
—No, ni ciega tampoco —dijo—; es tiesa como un hueso, pero está un poco chiflada y no se acuerda bien de las cosas; lo mismo le da Jack el Matador de Gigantes o Juanito Dos zapatos, que la corte del Rey o los asuntos del país.
—¿Qué hizo la otra chica para que la echaran, señora; la que se fue el viernes? Mi tía le escribió a mi madre que se había ido.
—Se fue, sí.
—¿Por qué? —volví a preguntar.
—Me figuro que no acudiría cuando la llamó Mrs. Shutters —respondió—, no sé. No hables tanto. A tu tía no le gustan las niñas charlatanas.
—Señora, por favor, ¿la anciana señora se encuentra bien de salud?
—No hay mal alguno en preguntar eso, hija. Estuvo un poco pachucha últimamente, pero ya está mejor desde la semana pasada, y yo me atrevo a asegurar que durará aún hasta llegar a los cien años. ¡Chst! Ya está aquí tu tía, viene por el pasillo.

Entró y se puso a hablar con Mrs. Wyvern, y yo, que empezaba a sentirme más a gusto como en mi propia casa, estuve dando vueltas por el cuarto, curioseándolo todo por aquí y por allá. Había cosas preciosas, de china, en el vasar, y cuadros en la pared; y una puerta abierta en la madera que revestía la pared, y vi una especie de camisa vieja y extraña, de cuero, toda llena de correas y hebillas, con unas mangas colgando tan largas que llegaban casi al suelo; camisa que estaba allí dentro del armario.

—Niña, ¿qué andas enredando por ahí? —dijo mi tía, bastante enfadada, volviéndose hacia mí cuando menos lo esperaba yo—. ¿Qué has cogido?
—Esto, señora —respondí, volviéndome con la chaqueta de cuero en las manos—.No sé que es.

Pese a su palidez, se le arrebolaron las mejillas, sus ojos brillaron de ira, y pensé que, si quisiera pegarme, apenas tendría que dar media docena de pasos, pero no me dio más que un cachete en la espalda y me dijo: -Mientras estés aquí, no te metas en nada que no te importe, volvió a colgarla otra vez en la percha, cerró la puerta del armario de golpe y echó a toda prisa la llave. Mrs. Wyvern no paró en todo el tiempo de reír y alzar las manos, sin abandonar su silla, y de retorcerse como solía cuando le daba por soltar carcajadas. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas, y ella hizo un guiño a mi tía, y dijo, secándose los ojos, que le lloraban de tanto reír:

—Vamos, déjela, la chica no lo ha hecho con mala intención. Ven aquí conmigo, guapa. Esa chaqueta no es más que un camisón para niñas malas; y si no nos preguntas cosas y eres obedientes, no te tendremos que decir mentiras. Conque, ¡hala!, ven aquí, siéntate, y después de beber un vasito de cerveza, vete a la cama.

Mi habitación, fijaos bien, estaba en el piso de arriba, justamente al lado de la que ocupaba la anciana señora; Mrs. Wyvern dormía en una cama situada junto a la de aquélla, dentro del cuarto de Madam, y yo debía estar atenta a las llamadas por si me necesitaba. La anciana señora tenía esa noche una de sus pataletas, que ya arrastraba de todo el día. Solía tener los ataques cuando le entraba morriña. A veces no dejaba que la vistieran y otras no les dejaba que la desnudasen. Decían que, de joven, había sido una gran belleza. Pero no había nadie en todo Applewale que la recordase en sus años mozos. Todavía era muy presumida, le gustaban muchísimo los vestidos, poseía pesadas sedas, almidonados satenes, terciopelos y encajes, y de todo, lo bastante para abastecer lo menos siete tiendas. Todos sus vestidos estaban pasados de moda y eran muy raros, mas valían una fortuna. Bien, me fui a la cama. Y allí estuve un buen rato despierta, porque todas las cosas me resultaban nuevas y extrañas, y además debía de tener el té agarrado a los nervios, ya que no estaba acostumbrada a tomarlo; no lo hacía más que en fiestas y ocasiones por el estilo. Oí a Mrs. Wyvern hablar, y para ello me puse la mano en la oreja, pero no pude escuchar a Madam Crowl, y ni siquiera sé si ésta dijo una sola palabra.

Todos se preocupaban mucho de ella. La servidumbre de Applewale sabía que, en el momento que muriese, quedarían sin nada, y sus empleados eran cómodos y bien pagados. El doctor venía dos veces por semana a ver a la anciana señora, y podéis estar seguros de que todos hacían lo que él ordenaba. Siempre había el mismo mandato: no debían nunca regañarla ni llevarle la contraria de ningún modo, sino seguirle la corriente y darla gusto en todo. Conque, por lo visto, se pasó toda la noche tumbada vestida en la cama, y todo el día siguiente sin decir ni una sola palabra; por mi parte, pasé todo el día en mi cuarto dedicada a la costura, y sólo bajé a comer. Tenía ganas de ver a la anciana señora, y también de oírle hablar. Pero, por lo que a mí me toca, igual hubiera dado que estuviera en Londres. Después de comer, mi tía me mandó fuera a dar un paseo durante una hora. Me alegré de volver otra vez a la casa, de tan grandes como eran los árboles y lo oscuro y solitario del paraje; pensando en mi casa me había hartado de llorar mientras paseaba a solas por allí. Aquella noche, estaban ya encendidas las velas y yo sentada en mi cuarto cuando se abrió la puerta de la habitación de Madam Crowl, donde también se hallaba mi tía. Entonces fue la primera vez que oí lo que me figuro que sería la voz de la vieja señora.

Era un ruido extraño, parecido no sé bien a qué, si al hecho por un pájaro o una bestia, sólo que tenía como un algo de balido, y era muy débil. Agucé mis oídos para no perder nada de lo que decía. Pero no pude entender ninguna de las palabras que pronunció. Únicamente que mi tía le contestaba:

—El demonio no puede hacer daño a nadie, señora, si no lo permite el Señor.
Entonces la misma vocecilla extraña que salía de la cama dijo algo más que tampoco pude entender. Y mi tía volvió a contestar:
—Déjeles que pongan las caras que quiera, señora, y que digan lo que se les antoje; si el Señor está con nosotras nadie nos podrá hacer ningún mal.

Yo seguía escuchando, la oreja vuelta hacia la puerta, conteniendo la respiración, pero no salió del cuarto ni una palabra ni un ruido más. Durante unos veinte minutos estuve sentada a la mesa, mirando los santos de un libro de fábulas del viejo Esopo, y me di cuenta de que algo se movía en la puerta de mi cuarto y, levantando la vista, vi la cara de mi tía, quien me miraba desde allí mientras se llevaba un dedo a los labios.

—¡Chist! —dijo muy bajito, se acercó a mí de puntillas y me dijo en un susurro—:Gracias a Dios se ha quedado dormida por fin; no hagas ruido hasta que yo vuelva, voy abajo a tomar una taza de té y en seguida regresaremos yo y Mrs. Wyvern; ella dormirá con la señora en su cuarto, tú podrás bajar cuando subamos nosotras, y Judith te llevará la cena a mi cuarto.

Dicho esto, se fue. Seguí mirando el libro de los dibujos, como antes, y escuchando a cada paso, pero no pude oír ni un ruido ni un suspiro; y me puse a decirles cosas en voz baja a los dibujos y a hablar conmigo misma para mantener mi moral, pues empezaba a tener miedo, sola como estaba en aquel cuarto tan grande. Luego me levanté y empecé a pasearme por él, mirando esto, atisbando lo otro, para entretenerme, ya comprenderéis. Por fin me atreví a echar alguna mirada a hurtadillas en la alcoba de Madam Crowl.

Era una alcoba grande, tenía una cama enorme con dosel y cortinas de seda floreada, tal altas que llegaban cerradas alrededor de la cama. Había un espejo, el más grande que había visto en mi vida, y la habitación era una ascua de luz. Conté hasta veintidós candelabros, todos encendidos. Tal era su capricho, que nadie se atrevía a negárselo. Escuché desde la misma puerta, sin atreverme a pasar, boquiabierta y maravillada de todo. Como no se oía ni un suspiro ni se veía el menor movimiento de las cortinas, me armé de valor, entre de puntillas en el cuarto y volví a mirar a mi alrededor. Entonces, me eché una ojeada en el espejo grande, y por fin me vino la idea a la cabeza: «¿Por qué no acercarme y echar una mirada a la vieja señora que está en la cama?».
Me tomaréis por loca con sólo saber la mitad de las ganas que tenía de ver a Madam Crowl. Por mi parte, me dije que si no la veía en aquel momento, tendría que esperar a lo mejor muchos días antes de que se me presentase otra ocasión. Pues bien, escuchadme, me acerqué a la cama, que tenía corridas las cortinas; casi se me paraba el corazón. Pero cogí valor, pasé un dedo por entre los pesados cortinones, y después la mano entera. Y así me quedé, esperando un poco, mas todo estaba callado como la muerte. Conque, despacio, despacito, fui corriendo la cortina, y allí vi ante mí, extendida como la mujer esa que hay en una tumba de la iglesia de Lexhoe, a la famosa Madam Crowl de Applewale House. Allí estaba, vestida por completo. Nunca veréis nada parecido en estos tiempos. Satenes y sedas, escarlata y verde, oro y brocados. ¡Dios mío, qué espectáculo! Tenía puesta en la cabeza una peluca toda empolvada, enorme, casi tan grande como ella. ¡Y qué de arrigas, Señor mío! ¡Con la vieja garganta llena de bolsas, toda empolvada de blanco, las mejillas pintadas de rojo, y con las cejas postizas, que le solía pegar Mrs. Wyvern, allí estaba, grande y tiesa, con un par de medias de seda a cuadros, y unos tacones en los zapatos como de un palmo de altos! ¡Virgen Santa! Tenía una nariz ganchuda y delgada, y los ojos medio abiertos, de modo que se le veía casi la mitad de lo blanco. Tal como aparecía vestida ahora, solía ponerse en pie y mirarse en el espejo, dando paseítos y sonriéndose ante él, y haciendo monerías con un abanico en la mano y un ramillete de flores prendido en el corpiño. Sus arrugadas manitas estaban extendidas a ambos lados, y uñas tan largas y puntiagudas como las suyas no las he visto en mi vida jamás. ¿Puede haber sido moda alguna vez entre los ricos gastar unas uñas así?

Bueno, creo que también vosotros os hubieseis asustado de contemplar un espectáculo como aquél. Yo no podía soltar la cortina ni moverme una pulgada ni quitarle los ojos de encima; hasta el corazón se me había parado. Y de repente vi que abría los ojos, se incorporaba, se daba la vuelta, se me bajaba de la cama, metiendo ruido al dar con sus tacones, comiéndome el rostro con sus grandes ojos vidriosos, mientras sonreía de forma pícara y maligna con sus labios arrugados y sus largos dientes postizos. Vaya; un muerto es cosa natural, digo yo pero éste es la visión más espantosa que he visto en mi vida. Me apuntaba con los dedos y su espalda estaba encorvada por la edad. Dijo:

—¡Tú, pequeña! ¿Por qué andas por ahí diciendo que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte más tiesa que un muerto!

Si lo hubiera pensado un momento, me habría dado la vuelta y hubiera escapado. Pero no podía quitar mis ojos de ella, de forma que, tan pronto como pude, empecé a retroceder; mas ella vino detrás de mí, taconeando, moviéndose como con alambres, los dedos apuntados hacia mi garganta, y haciendo todo el tiempo ruido con la lengua, algo que sonaba así como zizz-zizz-zizz. Seguí retrocediendo y retrocediendo tan deprisa como podía, sus dedos estaban ya sólo a pocas pulgadas de mi cuello, y sentí que perdería el juicio sólo con que llegase a tocarme.

Continué retrocediendo hasta alcanzar el rincón del cuarto, y lancé tal grito que cualquiera diría que se me partía cuerpo y alma; en ese momento mi tía, desde la puerta, pegó fuerte una voz, la vieja señora se tornó hacia ella, y yo me di la vuelta, salí corriendo, atravesé mi cuarto, y luego fui escaleras abajo todo lo aprisa que podían llevarme las piernas. Lloré con toda el alma, os lo puedo asegurar, cuando, por fin, me vi en el cuarto de llaves. Mrs. Wyvern se rió mucho cuando le conté lo que me había pasado. Pero cambió de tono cuando oyó las palabras que me había dicho la vieja señora.

—A ver, repítemelas otra vez —dijo.
Así lo hice yo:
—¡Tú pequeña! ¿Por qué andas diciendo por ahí que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte más tiesa que un muerto!
—¿Y tú habías dicho que ella había matado a un niño? —preguntó ella.
—No, señora —dije yo.

Pasado esto, Judith siempre se quedaba conmigo cuando las dos mujeres dejaban a la señora. Antes me hubiera tirado por la ventana que quedarme a solas con ella en la misma habitación. Cosa de una semana después, si mal no recuerdo, Mrs Wyvern, un día que estábamos las dos solas, me dijo una cosa de Madam Crowl que no sabía yo. Resulta que, de joven, siendo una gran belleza, hacía ya de eso lo menos setenta años, se casó con el señor Crowl de Applewale. Él era viudo y tenía un hijo de unos nueve años. A partir de cierta mañana, nunca se volvió a saber nada del niño. Ninguna persona pudo decir qué había sido de él. Le dejaban demasiada libertad, y solía irse de paseo por las mañanas; unos días iba a la casita de los guardas, desayunaba con ellos, luego se dirigía a las conejeras y no volvía a casa, a lo mejor, hasta la noche; y otras veces bajaba hasta el estanque, se bañaba y pasaba el día pescando o remando en un bote. Bien, el caso es que nadie pudo decir qué había sido de él; sólo esto: que encontraron un sombrero junto al estanque, bajo un espino que hay allí y todavía sigue hoy en día, y se pensó que se habría ahogado. Entonces le correspondió toda la herencia al hijo segundo matrimonio del señor Crowl, o sea al que tuvo con esta Madam Crowl que tanto ha vivido. Y el hijo de éste, o sea el nieto de la anciana señora, Mr. Chevenix Crowl, era el propietario de todos los bienes de la época en que yo estuve en Applewale.

Relacionado con aquello había habido muchas habladurías, mucho tiempo antes de que mi tía se colocase allí, y éstas sugerían que la madrastra sabía mucho más del asunto de lo que parecía. Y también que sabía manejar a su esposo, al viejo señor Crowl, y sacar de él lo que deseaba con sus halagos y gramática parda. Pero como el niño no se le volvió a ver más, con el transcurso del tiempo las cosas se fueron borrando de la memoria de las gentes. Ahora os contaré lo que vi con mis propios ojos. Todavía no llevaba yo seis meses en la casa, cuando aquel invierno la anciana señora cogió su última enfermedad. El doctor tenía mucho miedo de que fuese a darle un ataque de locura, ya que le había dado una hacía quince años y la tuvieron que tener sujeta durante mucho tiempo con una camisa de fuerza, que era la misma de cuero que había visto yo en el armario trasero del cuarto de mi tía.

Bueno, pues no le dio. Se consumió, se retorció, se fue yendo poquito a poco y bastante tranquila hasta un día o dos antes de pasar a mejor vida, en que se le ocurrió blasfemar y a veces soltar unos gritos que no parecían sino que la estuvieran cortando el cuello; también la daba por escaparse de la cama, y como no estaba lo bastante fuerte para andar, ni siquiera para tenerse en pie, se caía al suelo con sus viejas manos marchitas extendidas hacia adelante, y desde allí seguía pidiendo clemencia a gritos. Como os podéis figurar, yo no entraba para nada en la habitación, solía quedarme en la cama, temblando de miedo al oír sus gritos y pataleos. ¡Y gritaba unas palabras que ponían la carne de gallina!

Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe no se apartaban de su lado. Pero, por fin, le vinieron los ataques, y éstos terminaron con su vida. El párroco estuvo allí y rezó por ella, pero ella dijo que no estaba para oraciones. Me figuro que, cuando lo dijo, sus motivos tendría, pero a nadie de los reunidos le pareció bien; y así fue como pasó definitivamente a mejor vida, todo se acabó, y la anciana Madam Crowl fue amortajada y metida dentro de la caja, y se avisó por escrito a Mr. Chevenix. Pero éste estaba entonces en Francia, y dado que la tardanza en regresar iba a ser tan grande, el párroco y el doctor se pusieron de acuerdo, conviniendo que no se la debía tener mucho tiempo sin enterrar; y al entierro no se atrevió a ir nadie más que ellos dos, junto con mi tía y el resto de nosotros, los de Applewale. De modo que a la vieja señora de Applewale la pusieron en la cripta que hay debajo de la iglesia de Lexhoe, y nosotras seguimos viviendo en la casa grande hasta que volviese el señor y nos dijera qué pensaba hacer con nosotras, nos pagase lo que le pareciese y nos despidiera si quería.

A mí me trasladaron a otra habitación, dos puertas más allá de la que había sido de Madam Crowl antes de su muerte, y esto sucedió la noche antes de que llegase a Applewale Mr. Chevenix. El cuarto que yo habitaba ahora era grande y cuadrado, con las paredes de roble, pero sin más muebles que mi cama, que no era de cortina, y una silla y una mesa que no abultaban nada en una habitación tan grande. Y aquel enorme espejo donde se solía mirar y admirar de pies a cabeza la vieja señora, ahora que no servía para nada, lo habían quitado de allí y lo habían traído a mi cuarto, dejándolo apoyado contra la pared, pues habían tenido que mudar de sitio y quitar muchas cosas en su habitación, como os podéis figurar, cuando la metieron en la caja.

Aquel día tuvimos la noticia de que Mr. Chevenix llegaría a Applewale a la mañana siguiente; y no era yo quien lo sentía, porque estaba segura de que me mandaría otra vez a casa, con mi madre. Y qué contenta me ponía al pensar en mi hogar, en mi hermana Janet, en el gatito y en las empanadas, en Trimmer y todo lo demás, sintiéndome tan feliz que no podía dormir. El reloj dio las doce, yo seguía completamente despierta, y el cuarto tan negro como la tinta. Mi posición era dando la espalda a la puerta y la cara a la pared de enfrente. Pues bien, no serían más de las doce y cuarto cuando, de pronto, veo una luz contra la pared frente a mí, como si hubiera algo encendido a mis espaldas; las sombras de la cama, de la silla y de mi vestido, colgado en el muro, bailoteaban arriba y abajo; rápidamente, giré la cabeza por encima del hombro, pensando que debía haber algo ardiendo allí detrás.

Y lo que vi, ¡Virgen Santa!, fue la apariencia de la vieja bruja, adornado con sedas y terciopelos su cuerpo de muerta, sonriendo tontamente, los ojos tan abiertos como platos, y una cara como la del mismo demonio. Había una luz roja que salía de ella igual que un resplandor, como si sus vestidos estuvieran ardiendo. Venía derecho a mí con sus viejas manos sarmentosas engarfiadas, como si fuera a arañarme. Yo no podía ni moverme, pero ella pasó de largo, a mi lado, con una ráfaga de aire frío, y la vi llegar a la pared de enfrente, a la rinconera (como llamaba mi tía a aquel cuartucho), donde solían poner la cama de gala en los viejos tiempos, y allí en el fondo abrir una puerta y buscar a tientas con las manos algo que allá tenía que haber. Yo nunca había visto la puerta aquella, o no me había fijado. Luego se volvió hacia mí, como girando sobre un eje, se puso a hacer gestos y, de repente, ya estaba otra vez toda la habitación a oscuras y yo de pie en el rincón más alejado de la cama. Ni sé cómo llegué hasta allí, pero, por fin, recobré otra vez el habla y empecé a dar unos gritos horribles que resonaron por toda la galería y que casi arrancaron de cuajo la puerta de Mrs. Wyevern, asustándola tanto que estuvo a punto de perder el juicio.

Os podéis figurar lo que dormiría yo en lo que quedó de noche; con el alba, bajé al cuarto de mi tía tan aprisa como pudieron llevarme mis piernas. Bueno, mi tía no me regañó ni me castigó, como temía, sino que me cogió de la mano y me estuvo mirando a la cara fijamente todo el tiempo. Me dijo que no tuviera miedo, y me preguntó:

—¿Tenía la aparición una llave en la mano?
—Sí —contesté teniendo que hacer un esfuerzo para acordarme—, una llave grande con un puño de bronce muy raro.
—Aguarda un poco —me dijo, soltando mi mano y abriendo la puerta del parador—,¿era como ésta? —preguntó, sacando una y enseñándomela, mientras me lanzaba una extraña mirada.
—Esa misma —respondí en seguida.
—¿Estas segura? —dijo, y sentí como si fuera a marearme.
—Bueno, niña, está bien —dijo en voz baja, y la guardó otra vez—. Hoy vendrá el señor en persona, antes de las doce, y le contarás todo lo que sabes; y como me figuro que pronto me despedirán, lo mejor que puedes hacer es volverte esta misma tarde a tu casa, yo te buscaré, cuando pueda, otro sitio para que trabajes.

Como imaginaréis, escuché con gusto esas palabras. Mi tía empaquetó mis cosas y las tres libras que me debían, para que me lo llevase todo a casa, y el señor Crowl en persona llegó ese día a Applewale; era un hombre guapo, de unos treinta años de edad, a quien veía por segunda vez. Aunque ésta fue la primera que me dirigió la palabra. Mi tía estuvo hablando con él en el cuarto de llaves y no sé qué dirían. Yo estaba un poco cortada por la presencia del señor, un gran caballero de Lexhoe, y no atrevía a hablar si no me preguntaban. Él me dijo, sonriendo:

—¿Qué es lo que viste, guapa? Tuvo que ser un sueño, pues ya sabes que esas cosas no existen en el mundo. Pero sea lo que fuere, jovencita, te vas a sentar y nos vas a contar todo lo que sabes del principio al fin.
Bien, cuando terminé de contarlo, quedó pensando un rato y luego dijo a mi tía:
—Conozco bien el sitio. En tiempos del viejo sir Oliver, el cojo Wyndel me dijo una vez que había una puerta en esa especie de nicho, a la izquierda, precisamente en el sitio donde soñó la chica que se dirigía mi abuela. Él tenía más de ochenta años cuando me lo dijo, y yo era sólo un chiquillo. De esto hace veinte años. Antiguamente, antes de que construyeran la caja de caudales que hay ahora en el salón de los tapices, se solían guardar allí los cubiertos y las joyas. Me contó el cojo que la llave tenía una empuñadura de bronce, y ésta dice usted que la ha encontrado en la caja de los abanicos de mi abuela. Ahora bien, ¿no tendría gracia que encontrásemos allí algunas cucharillas o diamantes olvidados? Tú sube con nosotros, mocita, y nos señalarás el sitio exacto.

A mí, en cambio, aquello no me hacía gracia alguna, y tenía el corazón en la boca, así que en cuanto entré en la espantosa habitación, me cogí de la mano de mi tía y les explique cómo había ocurrido la aparición de la vieja señora, cómo pasó de largo junto a mí y el sitio donde se puso y dónde pareció abrirse la puerta.

Había una viejo armario vacío en la pared y, al correrlo, encontramos en el artesonado señales de una puerta, con una cerradura atascada con tacos de madera, tan cepillada y pintada que no se la distiguía del resto, ya que tenía todas las juntas rellenas de masilla del mismo color del roble; y, si no hubiera sido por los goznes, que sí se notaban, nunca se nos hubiera ocurrido imaginar que existía cuando corrimos el armario.

—¡Ah! —dijo él, con una rara sonrisa—. Ésta parece que es.
Tardó unos cuantos minutos en sacar el tarugo de madera de la cerradura, con ayuda de un pequeño formón y un escoplo. La llave agarró y, haciéndola girar con fuerza, el pestillo se corrió rechinando terriblemente, empujó él la puerta y ésta se abrió. Allí dentro había otra puerta más, todavía más extraña que la primera, pero la cerradura estaba quitada y se abrió fácilmente. Daba a un cuartito pequeñísimo, con su bóveda y sus paredes de ladrillo; no pudimos ver lo que había dentro, pues aquello estaba negro como boca de lobo. Mi tía encendió una vela y el señor Crowl la cogió y entró. Ella se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de éste, yo no vi nada.

—¡Ah! ¡Ah! —dijo el señor, dando un paso atrás—. ¿Qué es eso? ¡Rápido, tráigame una atizador! —dijo a mi tía. Y cuando ella se dirigió a la chimenea a cogerlo, yo miré junto al brazo de él, y vi acurrucado en el suelo, en el rincón del fondo, un mono o algo parecido, con todo el pecho desollado, una cosa de lo más arrugada, marchita y seca que he visto en mi vida.
—¡Virgen Santa! —dijo mi tía, mirando por encima del hombro del señor Crowl y viendo la nada agradable cosa, al darle el atizador—. ¡Tenga, señor, cuidado con lo que hace! Salgamos y cierre bien la puerta.

Pero él, en lugar de hacerle caso, avanzó con cuidado, con el atizador cogido como si fuera una espada, y dio a la cosa un golpecito con el hierro, ésta se vino abajo, con su cabeza y todo, y quedó convertida en un montón de huesos y polvo, poco más de un puñado. Eran los huesos de un niño; todo lo demás se deshizo con sólo tocarlo. Quedaron callados durante un rato, él estuvo dándole vueltas a la calavera que había en el suelo. A pesar de ser entonces yo muy joven, creo que sabía bastante bien en qué estaban pensando.

—¡Un gato muerto! —dijo él, empujándome hacia afuera, soplando la vela y cerrando la puerta—. Volveremos usted y yo, Mrs. Shutters, y miraremos luego por las estanterías. Tengo antes otros asuntos que tratar con usted. Esta chica que regrese a su casa, ya lo sabe usted. Se le ha pagado lo que se le debía, además yo le haré un regalo —dijo, dándome golpecitos en el hombro con una mano.

Me dio nada menos que una libra entera, me fui a Lexhoe cosa de una hora después, luego a casa en la diligencia, ¡y poco contenta que me vi de encontrarme en mi hogar otra vez! Nunca más volví a ver a la anciana Madam Crowl de Applewale, gracias a Dios, ni en aparición ni en sueño. Pero, cuando crecí y me hice mujer hecha y derecha, mi tía pasó una vez un día y una noche conmigo en Littleham, y me contó que no había duda de que aquel pobre niño que decían que se había perdido hacía tanto tiempo, lo había encerrado aquella maldita bruja, hasta que murió en ese cuarto oscuro, desde donde no se podían oír sus gritos, sus ruegos o sus golpes, y que ella misma dejó su sombrero a la orilla del agua para hacer creer que se había ahogado. Los trajes, con sólo tocarlos, se convirtieron en polvillo fino en la celda donde se encontraron los huesos. Pero había un puñado de botones de azabache y una navaja con mango verde, junto con un par de peniques que la pobre criatura llevaba, sin duda, en los bolsillos cuando lo encerraron allí y vio la luz por última vez. Y entre los papeles del señor Crowl existía una copia del anuncio que habían puesto cuando se perdió el niño, en el cual decía el señor anterior que, a su juicio, la criatura debía de haberse escapado o que si no, tal vez, lo habrían robado unos gitanos; y también que el niño llevaba una navajita con el mango verde, y que todos los botones de sus traje eran azabache. Esto es todo lo que os sé decir en relación a la anciana Madam Crowl de Applewale House.


El fantasma de Marley. Charles Dickens (1812-1870)

Digamos primero que Marley había muerto. De ello no cabía la menor duda. Firmaron la partida de su entierro el clérigo, el sacristán, el comisario de entierros y el presidente del duelo. También la fírmó Scrooge. Y el nombre de Scrooge era prestigioso en la Bolsa, cualquiera que fuese el papel en que pusiera su firma.

El viejo Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

Esto no quiere decir que yo sepa por experiencia propia lo que hay particularmente muerto en el clavo de una puerta; pero puedo inclinarme a considerar un clavo de féretro como la pieza de ferretería más muerta que hay en el comercio. Mas la sabiduría de nuestros antepasados resplandece en los símiles, y mis manos profanas no deben perturbarla, o desaparecería el país. Me permitiré pues, repetir enfáticamente que Marley estaba tan muerto como el clavo de una puerta.

¿Sabía Scrooge que aquél había muerto? Indudablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Scrooge y él fueron consocios durante no sé cuántos años. Scrooge fue su único albacea, su único administrador, su único cesionario, su único legatario universal, su único amigo y el único que vistió luto por él. Pero Scrooge no estaba tan terriblemente afligido por el triste suceso que dejara de ser un perfecto negociante, y el mismo día del entierro lo solemnizó con un buen negocio.

La mención del entierro de Marley me hace retroceder al punto de partida. Es indudable que Marley había muerto. Esto debe ser perfectamente comprendido; si no, nada admirable se puede ver en la historia que voy a referir. Si no estuviéramos plenamente convencidos de que el padre de Hamlet murió antes de empezar la representación teatral, no habría en su paseo durante la noche, en medio del vendaval. por las murallas de su ciudad, nada más notable que otro caballero de mediana edad temerariamente lanzado, después de oscurecer, en un recinto expuesto a los vientos -el cementerio de San Pablo, por ejemplo-, sencillamente para deslumbrar el débil espíritu de su hijo.

Scrooge no borró el nombre del viejo Marley. Permaneció durante muchos años esta inscripción sobre la puerta del almacén: Scrooge y Marley. La casa de comercio se conocía bajo la razón social Scrooge y Marley. Algunas veces los clientes modernos llamaban a Scrooge Scrooge y otras veces Marley: pero él atendía por ambos nombres. Todo era lo mismo para él.

¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso. incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones. le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.

El calor y el frío exteriores ejercían poca influencia sobre Scrooge. Ningún calor podía templarle, ninguna temperatura invernal podía enfriarle. Ningún viento era más áspero que él, ninguna nieve más insistente en sus propósitos, ninguna lluvia más impía. El temporal no sabía cómo atacarle. La más mortificante lluvia, y la nieve, y el granizo, y el agua de nieve, podían jactarse de aventajarle en un sola cosa: en que con frecuencia bajaban gallardamente, y Scrooge, nunca.

Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme? Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: Es mejor ser ciego que tener mal ojo.

¡Pero qué le importaba a Scrooge! Era lo que deseaba: seguir su camino a lo largo de los concurridos senderos de la vida, avisando a toda humana simpatía para conservar la distancia.

Una vez, en uno de los mejores días del año, la víspera de Navidad, el viejo Scrooge se hallaba trabajando en su despacho. Hacía un tiempo frío, crudísimo y nebuloso, y podía oír a la gente que pasaba jadeando arriba y abajo, golpeándose el pecho con las manos y pateando sobre las piedras del pavimento para entrar en calor. Los relojes públicos acababan de dar las tres: pero la oscuridad era casi completa, y por las ventanas de las casas se veían brillar las luces como manchas rubias en el aire moreno de la tarde. La bruma se filtraba a través de todas las hendiduras y de los ojos de las cerraduras, y era tan densa por fuera que, aunque la calleja era de las más estrechas, las casas de enfrente se veían como meros fantasmas. Al ver cómo descendía la nube sombría, obscureciéndolo todo, se habría pensado que la Naturaleza habitaba cerca y que estaba haciendo destilaciones en gran escala.

Scrooge tenía abierta la puerta del despacho para poder vigilar a su dependiente, que en una celda lóbrega y apartada, una especie de cisterna, estaba copiando cartas. Scrooge tenía poquísima lumbre, pero la del dependiente era mucho más escasa mas no podía aumentarla, porque Scrooge guardaba la caja del carbón en su cuarto, y si el dependiente hubiera aparecido trayendo carbón en la pala, sin duda que su amo habría considerado necesario despedirle. Así, el dependiente se embozó en la blanca bufanda y trató de calentarse en la llama de la bujía: pero, como no era hombre de gran imaginación: fracasó en el intento.

-¡Felices Pascuas, tío! ¡Dios os guarde! -gritó una voz alegre.
Era la voz del sobrino de Scrooge, que cayó sobre él con tal precipitación que fue el primer aviso que tuvo de su aproximación.
-¡Bah! -dijo Scrooge-. ¡Patrañasl
Este sobrino de Scrooge se hallaba tan arrebatado a causa de la carrera a través de la bruma y de la helada, que estaba todo encendido: tenía la cara como una cereza, sus ojos chispeaban y humeaba su aliento.
-Pero, tío: ¿una patraña la Navidad? -dijo el sobrino de Scrooge- Seguramente no habéis querido decir eso.
-Sí. -contestó Scrooge- ¡Felices Pascuas! ¿Qué derecho tienes tú para estar alegre? ¿Qué razón tienes tú para estar alegre? Eres bastante pobre.
-¡Vamos! -replicó el sobrino alegremente- ¿Y qué derecho tenéis vos para estar triste? ¿Qué razón tenéis para estar cabizbajo? Sois bastante rico.
No disponiendo Scrooge de mejor respuesta en aquel momento, dijo de nuevo: ¡Bah! Y a continuación: ¡Patrañas!

-No estéis enfadado, tío -dijo el sobrino. -¿Cómo no voy a estarlo -replicó el tío- viviendo en un mundo de locos como éste? ¡Felices Pascuas! ¿Qué es la Pascua de Navidad sino la época en que hay que pagar cuentas no teniendo dinero; en que te ves un año más viejo y ni una hora más rico: la época en que, hecho el balance de los libros, ves que los artículos mencionados en ellos no te han dejado la menor ganancia después de una docena de meses desaparecidos? Si estuviera en mi mano -dijo Scrooge con indignación- a todos los idiotas que van con el ¡Felices Pascuas! en los labios los cocería en su propia substancia y los enterraría con una vara de acebo atravesándoles el corazón. !Eso es!

-¡Tío! -suplicó el sobrino.
-¡Sobrino! -repuso el tío secamente- Celebra la Navidad a tu modo y déjame a mí celebrarla al mío.
-¡Celebrar la Navidad! -repitió el sobrino de Scrooge- Pero vos no la celebráis.
-Déjame que no la celebre -dijo Scrooge- ¡Mucho bien puede hacerte a ti! ¡Mucho bien te ha hecho siempre!
-Hay muchas cosas que podían haberme hecho muy bien y que no he aprovechado, me atrevo a decir, -replicó el sobrino- entre ellas la Navidad. Mas estoy seguro de que siempre, al llegar esta época, he pensado en la Navidad, aparte la veneración debida a su nombre sagrado y a su origen, como en una agradable época de cariño, de perdón y de caridad; el único día, en el largo almanaque del año, en que hombres y mujeres parecen estar de acuerdo para abrir sus corazones libremente y para considerar a sus inferiores como verdaderos compañeros de viaje en el camino de la tumba y no otra raza de criaturas con destino diferente. Así, pues, tío, aunque tal fiesta nunca ha puesto una moneda de oro o de plata en mi bolsillo, creo que me ha hecho bien y que me hará bien, y digo: ¡Bendita sea!

El dependiente, en su mazmorra, aplaudió involuntariamente: pero, notando en el acto que había cometido una inconveniencia, quiso remover el fuego y apagó el último débil residuo para siempre.

-Que oiga yo otra de esas manifestaciones -dijo Scrooge- y os haré celebrar la Navidad echándoos a la calle. Eres de verdad un elocuente orador -añadió, volviéndose hacía su sobrino-. Me admira que no estés en el Parlamento.
-No os enfadéis, tío. ¡Vamos, venid a comer con nosotros mañana!
Scrooge dijo que le agradaría verle... Sí, lo dijo. Pero completó la idea, y dijo que antes le agradaría verle... en el infierno.
-Pero ¿por qué? -gritó el sobrino- ¿Por qué?
-¿Por qué te casaste? -dijo Scrooge. -Porque me enamoré.
-¡Porque te enamoraste! -gruñó Scrooge, como si aquello fuese la sola cosa del mundo más ridícula que una alegre Navidad- ¡Buenas tardes!
-Pero, tío, si nunca fuisteis a verme antes, ¿por qué hacer de esto una razón para no ir ahora?
-Buenas tardes -dijo Scrooge.
-No necesito nada vuestro: no os pido nada; ¿por qué no podemos ser amigos?
-Buenas tardes -dijo Scrooge.
-Lamento de todo corazón encontraros tan resuelto. Nunca ha habido el más pequeño disgusto entre nosotros. Pero he insistido en la celebración de la Navidad y llevaré mi buen humor de Navidad hasta lo último. Así, ¡Felices Pascuas. tío!
-Buenas tardes -dijo Scrooge. -¡Y feliz Año Nuevo! -Buenas tardes -dijo Scrooge.

Su sobrino salió de la habitación, no obstante,. sin pronunciar una palabra de disgusto. Detúvose en la puerta exterior para desearle felices Pascuas al dependiente, que, aunque tenía frío, era más ardiente que Scrooge, pues le correspondió cordialmente.

-Este es otro que tal -murmuró Scrooge, que le oyó- un dependiente con quince chelines a la semana, con mujer y con hijos. hablando de la alegre Navidad. Es para llevarle a una casa de locos.
Aquel maniático. al despedir al sobrino de Scrooge, introdujo a otros dos visitantes. Eran dos caballeros corpulentos, simpáticos. y estaban en pie, descubiertos, en el despacho de Scrooge. Tenían en la mano libros y papeles y se inclinaron ante él.

-Scrooge y Marley, supongo -dijo uno de los caballeros, consultando una lista- ¿Tengo el honor de hablar al señor Scrooge o al señor Marley?
-El señor Marley murió hace siete años. -respondió Scrooge- Esta misma noche hace siete años que murió.
-No dudamos que su liberalidad estará representada en su socio superviviente -dijo el caballero, presentando sus cartas credenciales.

Era verdad. pues ambos habían sido tal para cual. Al oír la horrible palabra liberalidad, Scrooge frunció el ceño, meneó la cabeza y devolvió al visitante las cartas credenciales.

-En esta alegre época del año, señor Scrooge dijo el caballero. tomando una pluma- es más necesario que nunca que hagamos algo en favor de tos pobres y de los desamparados, que en estos días sufren de modo atroz. Muchos miles de ellos carecen de lo indispensable; cientos de miles necesitan alivio, señor.
-¿No hay cárceles? -preguntó Scrooge -Muchísimas cárceles -dijo el caballero, dejando la pluma.
-¿Y casa de corrección? -interrogó Scrooge. ¿Funcionan todavía?
-Funcionan, sí, todavía -contestó el caballero--. Quisiera poder decir que no funcionan.
-¿El Treadmill y la Ley de Pobreza están, pues. en todo su vigor?- dijo Scrooge.
-Ambos funcionan continuamente, señor.
-Tenía miedo. por lo que decíais al principio. de que hubiera ocurrido algo que interrumpiese sus útiles servicios -dijo Scrooge-. Me alegra mucho saberlo.
-Persuadido de que tales instituciones apenas pueden proporcionar cristiana alegría a la mente o bienestar al cuerpo de la multitud -continuó el caballero-, algunos de nosotros nos hemos propuesto reunir fondos para comprar a los pobres algunos alimentos y bebidas y un poco de calefacción. Hemos escogido esta época porque es, sobre todas aquella en que la Necesidad se siente con más intensidad y la Abundancia se regocija. ¿Con cuánto queréis contribuir?
-¡Con nada! -replicó Scrooge.
-¿Queréis guardar el anónimo?
-Quiero que me dejéis en paz -dijo Scrooge-. Puesto que me preguntáis lo que quiero, señores. ésa es mi respuesta. Yo no celebro la Navidad. y no puedo contribuir a que se diviertan los vagos; ayudo a sostener los establecimientos de que os he hablado... y que cuestan bastante; y quienes estén mal en ellos, que se vayan a otra parte.
-Muchos no pueden, y otros muchos preferirán morir.
-Si prefieren morir -dijo Scrooge-, es lo mejor que pueden hacer y así disminuirá el exceso de población. Además, y ustedes perdonen, no entiendo de eso.
-Pues.. debierais entender -hizo observar el caballero.
-No es de mi incumbencia -replicó Scrooge-. Un hombre tiene bastante con preocuparse de sus asuntos y no debe mezclarse en los ajenos. Los míos me absorben por completo. ¡Buenas tardes, señores!

Comprendiendo claramente que sería inútil insistir, los dos caballeros se marcharon. Scrooge reanudó su tarea con mayor estimación de sí mismo y más animado de lo que tenía por costumbre.
Entretanto, la bruma y la oscuridad hiciéronse tan densas, que las gentes marchaban alumbrándose con antorchas, ofreciéndose a marchar delante de los caballos de los coches para mostrarles el camino. La antigua torre de una iglesia, cuya vieja y estridente campana parecía estar siempre atisbando a Scrooge por una ventana gótica del muro, se hizo invisible, y daba las horas envuelta en las nubes. resonando después con trémulas vibraciones, como si le castañeteasen los dientes a aquella elevadísima cabeza. El frío se hizo intenso. En la calle Mayor, en la esquina de la calleja, algunos obreros hallábanse reparando los mecheros de gas y habían encendido una gran hoguera, a la cual rodeaba un grupo de mendigos y chicuelos, calentándose las manos y guiñando los ojos con delicia ante las llamas. Taponados los sumideros, el agua sobrante se congelaba con rapidez y se convertía en hielo. El resplandor de las tiendas, donde las ramas de acebo cargadas de frutas brillaban con la luz de las ventanas, ponía tonos dorados en las caras de los transeúntes. Las pollerías y los comercios de comestibles estaban deslumbrantes: era un glorioso espectáculo, ante el cual era casi increíble que los prosaicos principios de ajuste y venta tuvieran algo que hacer. El alcalde de la ciudad, en la fortaleza de la poderosa Mansion-House, daba órdenes a sus cincuenta cocineros y reposteros para celebrar la Navidad de una manera digna de la casa de un alcalde, y hasta el sastrecillo, que había sido multado con cinco chelines el lunes anterior por estar borracho y sentirse escandaloso en las calles, preparaba en su guardilla la confección del postre del día siguiente, mientras su flaca esposa iba con el nene a comprar la carne indispensable.

Más niebla aún y más frío. Frío agudo, penetrante, mordiente. Sí el buen San Dunstan hubiera sólo rasguñado la nariz del espíritu maligno con un tiempo como aquél, en vez de usar sus armas habituales, en verdad que el diablo habría rugido.

El propietario de una naricilla juvenil, roída y mordisqueada por el hambriento frío, como los huesos roídos por los perros, se detuvo ante la puerta de Scrooge para obsequiarle por el ojo de la cerradura con una canción de Navidad; pero no había hecho más que empezar: Bendigaos Dios, alegre caballero; que nada pueda nunca disgustaros... cuando Scrooge cogió la regla con tal decisión, que el cantor corrió lleno de miedo. abandonando el ojo de la cerradura a la bruma y a la penetrante helada. Por fin llegó la hora de cerrar el despacho. De mala gana se alzó Scrooge de su asiento y tácitamente aprobó la actitud del dependiente en su cuchitril, quien inmediatamente apagó su luz y se puso el sombrero.

-Supongo que necesitaréis todo el día de mañana -dijo Scrooge.
-Si no hay inconveniente, señor.
-Pues sí hay inconveniente -dijo Scrooge- y no es justo. Si por ello os descontara media corona, pensaríais que os perjudicaba. ¿Pero estoy obligado a pagarla?
El dependiente sonrió lánguidamente.
-Sin embargo -dijo Scrooge- no pensáis que me perjudico pagando el sueldo de un día por no trabajar.
El dependiente hizo notar que eso ocurría una sola vez al año.
-¡Una pobre excusa para morder en el bolsillo de uno todos los días veinticinco de diciembre! -dijo Scrooge. abrochándose el gabán hasta la barba-. Pero supongo que es que necesitáis todo el día. Venid lo más temprano posible pasado mañana.

El dependiente prometió hacerlo. y Scrooge salió gruñendo. Cerróse el despacho en un instante, y el dependiente, con los largos extremos de su bufanda blanca colgando hasta más abajo de la cintura (pues no presumía de abrigo), bajó veinte veces un resbaladero en Cornhill, al final de una calleja llena de muchachos. para celebrar la Nochebuena. y luego salió corriendo hacia su casa para jugar a la gallina ciega.

Scrooge cenó melancólicamente en su melancólica taberna habitual; y después de leer todos los periódicos, se entretuvo et resto de la noche con los libros comerciales y se fue a acostar. Ocupaba las habitaciones que habían pertenecido anteriormente a su difunto socio. Eran una serie de cuartos lóbregos en un sombrío edificio al final de una calleja, y en el cual había tan poco movimiento, que no se podía menos de imaginar que había llegado allí corriendo, cuando era una casa de pocos años, mientras jugaba al escondite con las otras casas, y había olvidado el camino para salir. Era ésta entonces bastante vieja y bastante lúgubre; sólo Scrooge vivía en ella, pues los otros cuartos estaban alquilados para oficinas. La calleja era tan oscura, que el mismo Scrooge, que la conocía piedra por piedra, veíase obligado a cruzarla a tientas. La niebla y la helada se agolpaban de tal modo ante la negra entrada de la casa, que parecía como si el Genio del Invierno se hallase en triste meditación sentado en el umbral.

Hay que advertir que no había absolutamente nada de particular en el llamador de la puerta, salvo que era de gran tamaño: hay que hacer notar también que Scrooge lo había visto, de día y de noche, durante toda su residencia en aquel lugar, y también que Scrooge poseía tan poca cantidad de lo que se llama fantasía como otro cualquier hombre de la ciudad de Londres, aun incluyendo -la frase es algo atrevida- las Corporaciones, los miembros del Concejo municipal y los de los Gremios. Téngase también en cuenta que Scrooge no había dedicado un solo pensamiento a Marley desde que aquella tarde hizo mención de los siete años transcurridas desde su muerte. Y ahora, que me explique alguien, si puede, cómo sucedió que Scrooge, al meter la llave en la cerradura, vio en el llamador -sin mediar ninguna mágica influencia- no un llamador, sino la cara de Marley.

La cara de Marley no era una sombra impenetrable, como los demás objetos de la calleja, pues la rodeaba un medroso fulgor semejante al que presentaría una langosta en mal estado puesta en un sótano. No aparecía colérico ni feroz, sino que miraba a Scrooge como Marley acostumbraba: con espectrales anteojos levantados hacía la frente espectral. Agitábanse curiosamente sus cabellos, como ante un soplo de aire ardoroso, y sus ojos, aunque hallábanse abiertos por completo, estaban absolutamente inmóviles. Todo eso, y su palidez, le hacían horrible: pero este horror parecía ajeno a la cara, fuera de su dominio, más bien que una parte de su propia expresión. Cuando Scrooge se puso a considerar atentamente aquel fenómeno, ya el llamador era otra vez un llamador.

Decir que no se sintió inquieto o que su sangre no experimentó una terrible sensación, desconocida desde la infancia, sería mentir. Pero llevó la mano a la llave que había abandonado. la hizo girar resueltamente, penetró y encendió una bujía. Detúvose con vacilación momentánea, antes de cerrar la puerta, y miró detrás de ella con desconfianza, aguardando casi aterrorizarse a la vista del cabello de Marley pegado en la parte exterior: pero no había nada sobre la puerta, excepto los tornillos y tuercas que sujetaban el llamador, por lo cual exclamó: ¡Bah, bah! y la cerró de golpe.

Resonó el portazo en toda la casa como un trueno. Encima todas las habitaciones, y debajo todas las cubas en el sótano del vinatero, parecieron poseer estrépito de ecos independientes de la puerta de Scrooge, que no era hombre a quien espantasen los ecos. Sujetó la puerta, cruzó el zaguán y empezó a subir la escalera lentamente, sin embargo, alumbrando un lado y otro conforme subía. Podéis hablar vagamente de las viejas escaleras de antaño, por las cuales hubiera podido subir fácilmente un coche de seis caballos o el cortejo de una sesión parlamentaria. Pero yo os digo que la escalera de Scrooge era cosa muy diferente: habría de subir por ella un coche fúnebre, y lo haría con toda facilidad.

Había allí suficiente amplitud para ello y aun sobraba espacio; tal es, quizás, la razón por la cual pensó Scrooge ver una comitiva fúnebre en movimiento delante de él en la oscuridad. Medía docena de faroles de gas de las calles no habrían iluminado bastante bien el vestíbulo; supondréis, pues, que estaba un tanto oscuro con la manera de alumbrar de Scrooge, que siguió subiendo sin preocuparse por ello. La oscuridad es barata y por eso agradábale a Scrooge. Pero antes de cerrar la puerta, registró las habitaciones para ver si todo estaba en orden; precisamente deseaba hacerlo, porque persistía en él el recuerdo de aquella cara.

La salita, el dormitorio, el cuarto de trastos, todo estaba normal. Nadie debajo de la mesa, nadie debajo del sofá; un poco de lumbre en la rejilla; la cuchara y la jofaina, listas; y la cacerolita, con un cocimiento (Scrooge tenía un resfriado de cabeza) junto al hogar. Nadie debajo de la cama; nadie en el gabinete; nadie dentro de la bata, que colgaba de la pared en actitud sospechosa. El cuarto de los trastos, como siempre. El viejo guardafuegos, los zapatos viejos, dos cestas para pescado, el lavabo de tres patas y un atizador. Enteramente satisfecho, cerró la puerta y echó la llave, dándole dos vueltas, lo cual no era su costumbre. Asegurado así contra toda sorpresa, se quitó la corbata, púsose la bata, las zapatillas y el gorro de dormir, y se sentó delante del fuego para tomar su cocimiento.

Era en verdad un fuego insignificante: nada para noche tan cruda. Víose obligado a arrimarse a él todo lo posible, cubriéndolo, para poder extraer la más pequeña sensación de calor de tal puñado de combustible. El hogar era viejo, construido por algún comerciante holandés mucho tiempo antes, y pavimentado con extraños ladrillos holandeses, que representaban escenas de las Escrituras. Había Caínes y Abeles, hijas de Faraón. reinas de Sabá, mensajeros angélicos descendiendo a través del aire sobre nubes que parecían de plumón, Abrahanes, Baltasares, apóstoles navegando en mantequilleras, cientos de figuras para atraer la atención; no obstante, aquella cara de Marley, muerto siete años antes; llegaba como la vara del antiguo Profeta y hacía desaparecer todo. Si cada uno de los pulidos ladrillos hubiera estado en blanco, con virtud para presentar sobre su superficie alguna figura proveniente de los fragmentados pensamientos de Scrooge, habría aparecido una copia de la cabeza del viejo Marley sobre todos ellos.

-¡Patrañas! -dijo Scrooge, y empezó a pasear por la habitación.
Después de algunos paseos, volvió a sentarse. Al recostarse en la silla, su mirada fue a tropezar con una campanilla, una campanilla que no se utilizaba colgada en la habitación, y que comunicaba para algún servicio olvidado, con un cuarto del piso más alto del edificio. Con gran admiración, y con extraño e inexplicable temor, vio que la campanilla empezaba a oscilar. Oscilaba tan suavemente al principio, que apenas producía sonido; pero pronto sonó estrepitosamente y lo mismo hicieron todas las campanillas de la casa.

Ello podría durar medio minuto, un minuto, mas a Scrooge le pareció una hora. Las campanillas dejaron de sonar como habían empezado: todas a la vez. A aquel estrépito siguió un ruido rechinante, que venía de la parte más profunda, como si alguien arrastrase una pesada cadena sobre los toneles del sótano del vinatero. Entonces recordó Scrooge haber oído que los espectros que se aparecían en las casas presentábanse arrastrando cadenas. La puerta del sótano abrióse con estrépito y luego se oyó el ruido con mucha mayor claridad en el piso de abajo: después el viejo oyó que el ruido subía por la escalera: después, que se dirigía derechamente hacia su puerta.

-¿Patrañas, nada más! -dijo Scrooge-. No quiero pensar en ello.
Sin embargo, cambió de color cuando, sin detenerse, el Fantsma pasó a través de la pesada puerta y entró en la habitación ante sus ojos. Cuando entró, la moribunda llama dio un salto, como si gritara: ¡Le conozco! ¡Es el fantasma de Marley!, y volvió a caer.

La misma cara, exactamente la misma. Marley, con sus cabellos erizados, su chaleco habitual, sus estrechos calzones y sus botas, y con su casaca ribeteada. La cadena que arrastraba llevábala alrededor de la cintura; era larga y estaba sujeta a él como una cola, y se componía (pues Scrooge la observó muy de cerca) de cajas de caudales, llaves, candados, libros comerciales, documentos y fuertes bolsillos de acero. Su cuerpo era transparente, de modo que Scrooge, observándole y mirando a través de su chaleco, pudo ver los dos botones de la parte posterior de la casaca. Scrooge había oído decir muchas veces que Marley no tenía entrañas; pero nunca lo había creído hasta entonces.

No, ni aun entonces lo creía. Aunque miraba al Fantasma de parte a parte y le veía en píe delante de él: aunque sentía la escalofriante influencia de sus ojos fríos como la muerte, y comprobaba aún el tejido del pañuelo que le rodeaba la cabeza y la barba, y el cual no había observado antes, sentíase aún incrédulo y luchaba contra sus sentidos.

-¡Cómo! -dijo Scrooge, cáustico y frío como siempre- ¿Qué queréis de mí?
-¡Mucho! -contestó la voz de Marley, pues tal era, sin duda.
-¿Quién sois?
-Preguntadme quién fui.
-¿Quién fuisteis pues? -dijo Scrooge, alzando la voz.
-En vida fui vuestro socio, Jacob Marley.
-¿Podéís... podéis sentaros? -preguntó Scrooge, mirándole perplejo.
-Puedo.
-Sentaos, pues.

Scrooge hizo esa pregunta porque no sabía si un fantasma tan transparente se hallaría en condiciones de tomar una asiento, y pensó que, en el caso de que le fuera imposible, habría necesidad de una explicación embarazosa. Pero el Fantasma tomó asiento enfrente del hogar, como si estuviera habituado a ello.

-¿No creéis en mí? -preguntó el Fantasma. -No -contestó Scrooge.
-¿Qué evidencia deseáis de mi existencia real, además de la de vuestros sentidos?
-No lo sé.
-¿Por qué dudáis de vuestros sentidos?
-Porque lo más insignificante -dijo Scrooge- les hace impresión. El más ligero trastorno del estómago les hace fingir. Tal vez sois un trozo de carne que no he digerido, un poco de mostaza, una miga de queso, un pedazo de patata poco cocida. Hay más de guiso que de tumba en vos, quienquiera que seáis.

Scrooge no tenía mucha costumbre de hacer chistes, y, según entonces sentíase el corazón, sus bromas tenían que ser chocarreras. Lo cierto es que procuraba mostrar agudeza como medio de distraer su propia atención y ahuyentar su terror, pues la voz del Fantasma le trastornaba hasta la médula de los huesos.

Permanecer sentado con la vista clavada en aquellos ojos vidriosos, en silencio, durante unos instantes, sería estar, según pensaba Scrooge, con el mismo Demonio. Había algo muy espantoso, además, en la atmósfera infernal, propia de él, que rodeaba al Fantasma. Scrooge no pudo sentirla por sí mismo, pero no por eso era menos real, pues, aunque el Espectro se hallaba en completa inmovilidad, sus cabellos, los ribetes de su casaca, se agitaban todavía impulsados por el ardiente vapor de un horno.

-¿Veis este mondadientes? -dijo Scrooge, volviendo apresuradamente a la carga, por la razón que acabamos de exponer. y deseando, aunque sólo fuera durante un segundo, apartar de él la pétrea mirada del aparecido.
-Lo veo -replicó el Fantasma.
-¡Si no lo miráis! -dijo Scrooge.
-Pero lo veo, sin embargo -replicó el Fantasma.
-¡Bien! -repuso Scrooge-. No haría yo más que tragármelo. y durante toda mí vida veríame perseguido por una legión de duendes creados por mi fantasía. ¡Patrañas. digo yo; patrañas!

Entonces el Espíritu lanzó un grito espantoso y sacudió su cadena con un ruido tan terrible, que Scrooge tuvo que apoyarse en la silla para no caer desmayado. Pero mayor fue su espanto cuando el Fantasma, quitándose la venda que le ceñía la frente, como si notara demasiado calor bajo techado. dejó caer su mandíbula inferior sobre el pecho. Scrooge cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara.

-¡Perdón! -exclamó-. Terrible aparición ¿por qué me atormentáis?
-Hombre apegado al mundo -replicó el Espectro--, ¿creéis en mí, o no?
-Creo --contestó Scrooge- Tengo que creer. Pero, ¿por qué los espíritus vuelven a la tierra y por qué se dirigen a mí?
-A todos los hombres se les exige -replicó el Fantasma- que su espíritu se aparezca entre sus conocidos y que viajen de un lado a otro; y si un espíritu no hace tales excursiones en su vida terrenal, es condenado a hacerlas después de la muerte. Es su destino vagar por el mundo -¿oh, miserable de mí? -y no poder participar de lo que ve, aunque de ello participan los demás y es la felicidad de ellos.

El Fantasma lanzó otro grito y sacudió la cadena, retorciéndose las manos espectrales.
-Estáis encadenado -dijo Scrooge temblando-. Decidme por qué.
-Llevo la cadena que forjé en vida -replicó el Fantasma-. La hice eslabón a eslabón, metro a metro; la ciño a mi cuerpo por mi libre voluntad y por mi libre voluntad la usaré. ¿Os parece rara?
Scrooge temblaba cada vez más.
-¿O queréis saber -prosiguió el Fantasma- el peso y la longitud de la cadena que soportáis? Era tari larga y tan pesada como ésta hace siete Nochebuenas. Desde entonces la habéis aumentado. y es una cadena tremenda.

Scrooge miró al suelo alrededor del Fantasma creyendo encontrarle rodeado por unas cincuenta o sesenta brazas de férreo cable; pero nada pudo ver.

-¿Jacob -le dijo suplicante-, viejo Jacob Marley, habladme más! ¡Habladme para mi consuelo, Jacob!

No tengo ninguno que dar...-replicó el Fantasma-. Eso viene de otras regiones, Scrooge, y por medio de otros ministros. a otra clase de hombres que vos. No puedo deciros todo lo que deseo. Un poquito más de tiempo se me permite solamente. No puedo reposar, no puedo detenerme, no puedo permanecer en ninguna parte. Mi espíritu nunca fue más allá de nuestro despacho..., ¡ay de mí!... En mí vida terrenal nunca mi espíritu vagó más allá de los estrechos límites de nuestra ventanilla para el cambio; ¡y qué fatigosas jornadas me quedan aún!

Scrooge tenía por costumbre: cuando se ponía pensativo, meterse las manos en los bolsillos del pantalón. Considerando lo que el Fantasma había dicho, lo hizo así, pero sin levantar los ojos y sin alzarse del suelo.

-Debéis haber sido muy calmoso en ese asunto, Jacob -hizo observar Scrooge, en actitud comercial, aunque con humildad y deferencia.
-¡Calmoso! -repitió el Fantasma.
-Siete años muerto -murmuró Scrooge-¿Y viajando todo ese tiempo?
-Todo -dijo el Fantasma-, sin reposo, sin paz. ¡Incesante tortura del remordimiento!
-¿Viajáis velozmente?
-En las alas del viento.
-Ya habréis recorrido un gran número de regiones en siete años -dijo Scrooge.

Al oír esto el Fantasma lanzó otro grito, haciendo rechinar .la cadena de modo espantoso en el sepulcral silencio de la noche.

-¡Oh, cautivo, atado y doblemente aherrojado! -gritó el Fantasma- ¡No saber que han de pasar a la eternidad siglos de incesante labor hecha por criaturas inmortales en la tierra, antes de que el bien de que es susceptible esté desarrollado por completo! ¡No saber que todo espíritu cristiano que obra rectamente en su reducida esfera. sea cual fuere, encontrará su vida mortal demasiado corta para compensar las buenas ocasiones perdidas! ¡No saber que ningún arrepentimiento puede evitar lo pasado! ¡Sin embargo. eso hice yo! ¡Oh, eso hice yo!

-Pero vos siempre fuisteis un buen hombre de negocios, Jacob -tartamudeó Scrooge, que empezaba a aplicarse esto a sí mismo.
-¡Negocios! -gritó el Fantasma, retorciéndose las manos de nuevo-. El género humano era mi negocio. El bienestar general era mi negocio: la caridad, la misericordia, la paciencia y la benevolencia: todo eso era mi negocio. ¡Mis tratos comerciales no eran sino una gota de agua en el océano de mis negocios!

Sostuvo la cadena a lo largo del brazo, como si fuera la causa de toda su infructuosa pesadumbre, y la volvió a arrojar pesadamente al suelo.
-En esta época del año -dijo el Espectro- sufro lo indecible. ¡Por qué atravesé tantas multitudes con los ojos cerrados, sin elevarlos nunca hacia la bendita estrella que guió a los Magos a la morada del pobre? ¿No había pobres a los cuales me guiara su luz?

Scrooge estaba espantado de oír al Espectro hablar tan continuadamente y empezó a temblar más de lo que quisiera.

-Oídme -gritó el Fantasma-. Mi tiempo va a acabarse.
-Bueno -dijo Scrooge-. Pero no me mortifiquéis. ¡No hagáis floreos, Jacob, os lo suplico!
-Lo que no me explico es que haya podido aparecer ante vos como una sombra que podéis ver, cuando he permanecido invisible a vuestro lado durante días y días.
No era una idea agradable. Scrooge estremecióse y se enjugó el sudor de la frente.
-Eso no es lo que menos me aflige -continuó el Espectro-. He venido esta noche a advertiros que aun podéis tener esperanza de escapar a mi influencia fatal: una esperanza que yo os proporcionaré.
-Siempre fuisteis un buen amigo mío -dijo Scrooge-. Gracias.
-Se os aparecerán -continuó el Fantasma- tres Espíritus.

El rostro de Scrooge se alargó casi tanto como lo había hecho el del Fantasma.
-¿Es ésa la esperanza de que hablabais, Jacob? -preguntó con voz temblorosa.
-Esa. -Yo... yo preferiría no verlos -dijo Scrooge.
-Sin su visita -replicó el Espectro- no podéis evitar la senda que yo sigo. Esperad al primero mañana, cuando la campana anuncie la una.
-¿No podría recibir a todos de una vez, para terminar antes? -insinuó Scrooge.
-Esperad al segundo la noche siguiente a la misma hora. Al tercero, a la otra noche, cuando cese de vibrar la última campanada de las doce. Pensad que no me volveréis a ver y cuidad, por vuestro bien, de recordar lo que ha pasado entre nosotros.

Dichas tales palabras, el Fantasma tomó su pañuelo de encima de la mesa y se lo ciñó alrededor de la cabeza, como antes. Scrooge lo conoció en el agudo sonido que hicieron los dientes al juntarse las mandíbulas por medio de aquel vendaje. Se aventuró a levantar los ojos y encontró a su visitante sobrenatural mirándole de frente, en actitud erguida, con su cadena alrededor del brazo.

La aparición fue apartándose de Scrooge hacia atrás, y a cada paso que daba, abríase la ventana un poco, de modo que cuando el Espectro llegó a ella estaba de par en par. Hizo señas a Scrooge para que se acercara, y éste obedeció. Cuando estuvieron a dos pasos uno de otro, el espectro de Marley levantó una mano, advirtiendo a Scrooge que no se acercara más. Scrooge se detuvo. No tanto por obediencia como por sorpresa y temor, pues, al levantar la mano el Espectro, advirtió ruidos confusos en el aire, incoherentes gemidos de desesperación, lamentos indeciblemente pesarosos y gritos de arrepentimiento. El Fantasma, después de escuchar un momento, se unió al canto fúnebre y salió flotando en la helada y obscura noche.

Scrooge se dirigió a la ventana, pues se moría de curiosidad. Miró afuera. El aire estaba lleno de fantasmas, que vagaban de aquí para allá en continuo movimiento y gemían sin detenerse. Todos llevaban cadenas como la del fantasma de Marley: algunos (tal vez gobernantes culpables) estaban encadenados en grupo; ninguno tenía libertad. A muchos los había conocido Scrooge cuando vivían. Había sido íntimo de un viejo espectro, con chaleco blanco, con una monstruosa caja de hierro sujeta a un tobillo, y que se lamentaba a gritos al verse impotente para socorrer a una infeliz mujer con una criaturita, a la que veía bajo él en el quicio de una puerta. El castigo de todos los fantasmas era, evidentemente, que procuraban con afán aliviar los dolores humanos y habían perdido para siempre la posibilidad de conseguirlo.

Si tales fantasmas se desvanecieron en la niebla, o la niebla los amortajó, no podría decirlo Sçrooge. Pero ellos y sus voces sobrenaturales se perdieron juntos, y la noche volvió a ser como cuando llegó a su casa.

Cerró Scrooge la ventana y examinó la puerta por donde había entrado el Fantasma. Estaba cerrada con dos vueltas de llave, como él la cerró con sus propias manos, y los cerrojos sin señal de violencia. Intentó decir ¡Patrañas!, pero se detuvo a la primera sílaba. Y hallándose muy necesitado de reposo, por la emoción que había sufrido, o por las fatigas del día, o por haber entrevisto el Mundo Invisible, o por la abrumadora conversación del Espectro, o por lo avanzado de la hora, se tendió resueltamente en el lecho. sin desnudarse, y al instante se quedó dormido.