martes, 6 de agosto de 2024

El gato maltés. Rudyard Kipling (1865-1936)

Tenían buenas razones para sentirse orgullosos, y mejores razones todavía para estar asustados; todos y cada uno de los doce: pues aunque se habían abierto camino, partido a partido, entre los equipos inscritos en el torneo de polo, aquella tarde se enfrentaban a los Archangel en la final. Los Archangel participaban con media docena de caballos cada jugador, y como el par tido se dividía en seis partes de ocho minutos, eso sig nificaba un caballo de refresco después de cada des canso. El equipo de los Skidar, aun suponiendo que no hubiera habido accidentes, sólo podía proporcio nar un caballo de recambio, y dos a uno es una pro porción bastante escasa. Además, tal como señalaba Shiraz, el sirio de color gris, se enfrentaban a lo mejor y más escogido de los caballos de polo del norte de la India: caballos que habían costado más de mil rupias cada uno, mientras ellos eran un lote barato sacado a menudo de carros de campo por sus amos, pertene cientes a un regimiento nativo de infantería que era honesto, pero pobre.

-El dinero significa andadura y peso -observó Shi raz al tiempo que se frotaba tristemente el sedoso y ne gro hocico entre sus bien ajustados protectores-. Y se gún las reglas del juego tal como yo las conozco...
-Ah, pero no estamos jugando a las reglas -contes tó Gato Maltés-. Estamos jugando el partido, y tene mos la gran ventaja de conocerlo. Con que lo pienses sólo mientras das una zancada, Shiraz, te darás cuenta de que hemos subido desde la última a la segunda po sición en dos semanas, contra todos esos tipos; y ha sido así porque jugamos con nuestra cabeza además de con las patas.
-Eso me hace sentirme chiquita y desgraciada todo el tiempo -intervino Kittiwynk, una yegua de color pardusco que tenía una frontalera roja y las patas más limpias que ha poseído nunca un caballo viejo-. Ésos nos doblan en tamaño.

Kittiwynk echó una mirada a la concurrencia y suspiró. El duro y polvoriento campo de polo de Um halla estaba cubierto de miles de soldados vestidos de negro y blanco, por no contar los cientos y cientos de carruajes, coches altos de cuatro caballos y cochecitos de dos ruedas y dos asientos, las damas con parasoles de brillantes colores, los oficiales con uniforme y sin él y la multitud de nativos situados detrás; sumémosles los ordenanzas que montados en camellos se habían detenido para ver el partido en lugar de llevar y traer cartas desde la estación, y los tratantes nativos de caba llos que correteaban por allí sobre yeguas biluchi de delgadas orejas buscando la oportunidad de vender al gunos caballos de polo de primera clase. Después esta ban los caballos de los treinta equipos que se habían inscrito en la Copa Abierta del Norte de la India: casi todos los caballos dignos y valiosos que había desde Mhow hasta Peshawar, desde Allahabad hasta Multan: valiosos caballos árabes, sirios, árabes, de campo#, ori ginarios de Decán, Waziri y de Kabul, de todos los co lores, formas y temperamentos que pueda imaginarse. Algunos de ellos estaban en establos con techo de este rilla, cerca del campo de polo, pero casi todos tenían encima la silla con su dueño, que habían sido derrota dos en partidos anteriores y se dedicaban a trotar de aquí para allá y a decirse unos a otros cómo, exacta mente, debía jugarse.

Era una vista gloriosa, y el ir y venir de los peque ños y rápidos cascos, así como los incesantes saludos de los caballos que se habían conocido anteriormente en otros campos de polo o en pistas de carreras, basta ba para volver loco a cualquier cuadrúpedo. Pero los miembros del equipo de Skidar procura ban no conocer a sus vecinos, aunque la mitad de los caballos que había en el campo estaban deseosos de conocer a los pequeños que habían llegado desde el norte y, hasta el momento, habían barrido.

-Déjame pensar-le dijo a Gato Maltés un caballo árabe y suave de color dorado que el día anterior había jugado muy mal-: ¿No nos conocimos en el es tablo de Abdul Rahman, en Bombay, hace cuatro es taciones? Recordarás que aquella estación gané la Copa Paikpattan.
-No pude ser yo -contestó cortésmente Gato Mal tés-. Entonces me encontraba en Malta, tirando de un carro de verduras. Yo no corro, sólo juego.
-¡Aah! -contestó el árabe levantando la cola y mar chándose con trote fanfarrón.
-Concentraos en vosotros mismos -dijo Gato Maltés a sus compañeros-. No vamos a ir frotándonos el hocico con todos esos mestizos de culo de ganso del norte de la India. Cuando hayamos ganado esta copa, todos darán sus herraduras con tal de conocernos.
-No ganaremos nosotros la Copa -intervino Shi raz-. ¿Cómo te sientes?
-Tan rancio como la cena de ayer, sobre la que co rría una rata almizclera -contestó Polaris, un caballo gris de hombros bastante pesados, y los demás miem bros del equipo estuvieron de acuerdo con él.
-Cuanto antes olvidéis eso, mejor-dijo alegremente Gato Maltés-. En la gran tienda han terminado pelea dos. Ahora nos llamarán. Si las sillas no os están cómo das, cocead por delante. Si el bocado del freno no os re sulta cómodo, cocead por detrás y haced que los saises# sepan si las protecciones están bien colocadas.

Cada caballo tenía su sais, su mozo de cuadra, que vivía, comía y dormía con él, y había apostado en el partido mucho más de lo que podía permitirse. No había posibilidad alguna de que nada saliera mal, y para asegurarse de ello cada sais estuvo enjabonando las patas de su caballo hasta el último minuto. Tras los saises se sentaban todos los miembros del regimiento de Skidar que habían conseguido permiso para asistir al partido: la mitad de los oficiales nativos y cien o doscientos hombres oscuros y de barba negra con las gaitas del regimiento que pasaban nerviosamente los dedos por los voluminosos instrumentos llenos de cintas. Los Skidar eran un regimiento de los que se consideraban pioneros, y las gaitas constituían la mú sica nacional de la mitad de sus hombres. Los oficiales nativos llevaban manojos de palos de polo, mazos lar gos con mango de caña, y como la tribuna se había lle nado después del almuerzo, se colocaron de uno en uno o por parejas en diferentes puntos del campo para que si a un jugador se le rompía un palo no tuviera que cabalgar mucho hasta conseguir uno nuevo. Una ban da de la caballería británica atacó con impaciencia «If you want to know the time, ask a pleecman!», y los dos árbitros, vestidos con guardapolvos ligeros, empe zaron a moverse sobre dos pequeños y excitados caba llos. Salieron entonces los cuatro jugadores del equipo del Archangel, y sólo de ver sus hermosas monturas Shiraz volvió a gemir.

-Espera a que los conozcamos -dijo Gato Maltés-. Dos de ellos juegan con anteojeras, lo que significa que no pueden ver si se salen del camino por su propio lado, pues podrían lanzarse contra los caballos de los árbitros. ¡Y todos llevan riendas blancas de tela que con seguridad se estiran o resbalan!
-Y además los jinetes llevan el látigo en la mano en lugar de en la muñeca -intervino Kittiwynk, dando brincos para perder la rigidez-. ¡Ja!
-Es cierto. Ningún hombre puede manejar de esa manera el palo, las riendas y el látigo -añadió Gato Maltés-. Me he caído en cada metro cuadrado del campo de Malta, y tendría que saberlo. Para demos trar lo satisfecho que se sentía, hizo temblar su cruceta de color salpicado; pero su corazón no estaba tan ani mado. Desde que había llegado a India en un trans porte de tropas y había sido traspasado, junto con un rifle viejo, como parte del pago de una deuda por apuestas de carreras, Gato Maltés había jugado al polo, y había predicado sobre este deporte al equipo de Skidar en su pedregoso campo de polo. Un caballo de polo es como un poeta. Si nace amando el juego, puede convertirse en jugador. Gato Maltés sabía que los bambúes crecen sólo para que con sus raíces pue dan hacerse pelotas, que se les da grano para mante nerles fuertes y en buenas condiciones, y que a los ca ballos se les herraba para impedir que resbalaran en un giro. Y además de todas esas cosas, conocía todos los trucos y estratagemas del juego más hermoso del mundo, y llevaba dos estaciones enseñando a los de más todo lo que sabía o sospechaba.
-Recordad que debemos jugar unidos, y que debéis jugar con vuestra cabeza -repitió por centésima vez cuando se acercaron los jinetes-. Y pase lo que pase, seguid a la pelota. ¿Quién sale primero?

Les pusieron las cinchas a Kittiwynk, Shiraz, Pola ris y a un bayo corto y alto de tremendas corvas y sin una cruceta de la que fuera digno hablar (le llamaban Corks); y los soldados del fondo lo contemplaron todo fijamente.

-Quiero que estéis tranquilos -dijo Lutyens, capi tán del equipo-. Y sobre todo que no empecéis a datos pisto.
-¿Ni siquiera si ganamos, capitán Sahib? -pregun tó uno de los jactanciosos.
-Si ganamos, podréis hacer lo que os plazca -con testó Lutyens con una sonrisa mientras se deslizaba el lazo de su palo por la muñeca y se dirigía a galope cor to hasta su posición.
Los caballos de los Archangel se sentían un poco por encima de sí mismos por la multitud multicolor que tan cerca estaba del campo de juego. Sus jinetes eran excelentes jugadores, pero formaban un equipo de jugadores de primer orden, en lugar de un equipo de primer orden, y ahí estaba toda la diferencia del mundo. Pretendían sinceramente jugar juntos, pero es muy difícil que cuatro hombres, cada uno de ellos el mejor que ha podido elegir el equipo, recuerden que en el polo no se compensa el juego con la manera bri llante de golpear la pelota o cabalgar. Su capitán les gritaba las órdenes llamándoles por su nombre, y re sulta curioso que si pronuncias en público el nombre de un inglés, éste se siente azorado y malhumorado. En cambio Lutyens no les dijo nada a sus hombres, porque ya todo se había dicho anteriormente. Montó a Shiraz, pues jugaba de «defensa», para defender la portería. Powell montó a Polaris como defensa medio, y Macnamara y Hughes jugaban de delanteros mon tando a Corks y Kittiwynk. Pusieron la dura pelota de raíz de bambú en el centro del campo, a unas ciento cincuenta yardas de los extremos, y Hughes cruzó el mazo, con la cabeza hacia arriba, con el capitán del Ar changel, quien creyó adecuado jugar de delantero aunque desde esa posición no se puede controlar fácil mente el equipo. Cuando cruzaron los bastones de caña se escuchó un pequeño clic en todo el campo, y entonces Hughes hizo una especie de movimiento rá pido de muñeca que le permitió driblar con la pelota unos metros. Kittiwynk se conocía ese golpe desde an tiguo, y lo siguió como un gato persigue un ratón. Mientras el capitán del Archangel daba la vuelta a su caballo, Hughes golpeó con toda su fuerza y al instan te siguiente Kittiwynk había partido, y Corks le seguía de cerca avanzando ligeramente con sus pequeñas pa tas como gotas de lluvia sobre cristal.
-Tira a la izquierda-dijo entre dientes Kittiwynk-. ¡Viene hacia nosotros, Corks!

El defensa y el medio de los Archangel caían sobre él cuando estaba al alcance de la pelota. Hughes se in clinó hacia adelante con la rienda suelta y recortó ha cia la izquierda casi bajo las patas de Kittiwynk, que se apartó con una cabriola para dejar pasar a Corks, el cual vio que si no se daba prisa traspasaría los límites. Ese salto largo dio tiempo a los Archangel para girar y enviar a tres hombres a través del campo para neutrali zar a Corks. Kittiwynk se quedó donde estaba, pues conocía el juego. Corks se encontró con la pelota me dia fracción de segundo antes de que llegaran los de más y Macnamara, quien con un golpe hacia atrás la envió a través del campo hacia Hughes, el cual vio el camino libre hasta la portería de los Archangel y metió la pelota antes de que nadie supiera muy bien lo que había sucedido.

-Eso sí que es suerte -comentó Corks mientras cambiaban de campo-. Un gol en tres minutos con tres golpes y sin ninguna cabalgada digna de mención.
-No creas -contestó Polaris-. Les hemos enfadado demasiado pronto. No me extrañaría que intentaran adelantarnos a toda velocidad la próxima vez.
-Entonces retén la pelota-dijo Shiraz-. Eso agota a cualquier caballo que no esté acostumbrado.

En la siguiente ocasión no hubo un galope sencillo a través del campo. Todos los Archangel se cerraron como un solo hombre, pero allí se quedaron, pues Corks, Kittiwynk y Polaris consiguieron colocarse de alguna manera encima de la pelota ganando tiempo entre los golpes de los mazos mientras Shiraz daba vueltas por el exterior aguardando una oportunidad. -Podemos pasarnos haciendo esto todo el día-dijo Polaris mientras empujaba con sus cuartos traseros el costado de otro caballo-. ¿Hacia dónde crees que estás empujando?

-Yo... me dejaría llevar con un ekka# si lo supiera -le respondió un caballo jadeante-. Y daría la comida de una semana para que me quitaran las anteojeras. No puedo ver nada.
-El polvo es bastante malo. ¡Fiu! Ése casi me da en el corvejón. ¿Dónde está la pelota, Corks?
-Debajo de mi cola. Al menos un hombre la está buscando allí. Esto sí que es bueno. No pueden utili zar los mazos y eso les vuelve locos. ¡Dale al de las an teojeras un empujón y se irá para otro lado!
-¡Eh, no me toques! No veo. Me... creo que me voy a retirar -dijo el caballo de las anteojeras, pues sabía que si no puedes ver alrededor de tu cabeza no te pue des preparar contra los golpes.

Corks observaba la pelota que estaba en el polvo, cerca de sus patas delanteras, mientras Macnamara le daba golpecitos cortos de vez en cuando. Kittiwynk, agitando su cola cortada por la excitación nerviosa, se abrió camino fuera de la escaramuza.

-¡Ho! La tienen -resopló-. ¡Dejadme salir! -y di ciendo esto galopó como una bala de rifle por detrás de un caballo alto y desgarbado de los Archangel, cuyo jinete estaba levantando el mazo para dar un golpe.
-Hoy no, te lo agradezco -dijo Hughes cuando el golpe por poco dio en su mazo levantado, y Kittiwynk empujó con los hombros los cuartos traseros del caba llo alto, enviándole a un lado mientras Lutyens, mon tando a Shiraz, volvía a enviar la pelota al lugar de donde había venido, y el caballo alto resbalaba y se sa lía por la izquierda. Kittiwynk, al ver que Polaris se ha bía unido a Corks en la persecución de la pelota terre no arriba, ocupó el lugar de Polaris, y entonces pitaron el final de ese tiempo.

Los caballos del Skidar no perdieron tiempo en co cear ni en soltar bufidos, pues sabían que cada minuto de descanso significaba un gran beneficio, por lo que trotaron hasta las barandillas y sus saises, quienes ense guida empezaron a rascarlos, cubrirlos con mantas y frotarlos.

-¡Fiu! -exclamó Corks poniéndose rígido para ob tener todo el placer de las cosquillas que le producía el enorme rascador de vulcanita-. Si jugáramos caballo contra caballo, doblaríamos a los del Archangel en media hora. Pero ellos sacarán animales de refresco, y otros de refresco, y otros mas después... ya veréis.
-¿Y a quién le importa? -preguntó Polaris-. He mos ganado a primera sangre. ¿Se me está hinchando el corvejón?
-Así lo parece -contestó Corks-. Has debido de recibir un latigazo bastante fuerte. Que no se te ponga rígido. En media hora te necesitarán de nuevo.
-¿Cómo va el partido? -preguntó Gato Maltés.
-El campo está como tu herradura, salvo donde han echado demasiada agua -contestó Kittiwynk-. En esos sitios es resbaladizo. No juegues por el centro, que ahí hay una ciénaga. No sé cómo se comportarán los cuatro nuevos caballos, pero hemos mantenido la pelota retenida y les hemos obligado a sudar por nada.
-¿Quién sale ahora? ¡Dos árabes y un par de caba llos de campo nativos! Eso está mal. ¡Qué consuelo da lavarte la boca!

Kitty hablaba con el cuello de una botella de agua de soda forrada de cuero entre los dientes, tratando al mismo tiempo de mirar por encima de su cruz. Eso le daba un aire muy coqueto.

-¿Qué es lo que está mal? -preguntó Grey Dawn, cediendo ante las cinchas y admirando sus hombros bien asentados.
-Que vosotros, los caballos árabes, no galopáis lo bastante rápido como para manteneros calientes... eso es lo que quería decir Kitty -le contestó Polaris co jeando para demostrar que su corvejón necesitaba atención-. ¿Juegas de «defensa», Grey Dawn?
-Eso parece -contestó Grey Dawn mientras se le subía encima Lutyens. Powell montó a Rabbit, un ca ballo de campo bayo muy parecido a Corks, pero con orejas parecidas a las de un mulo. Macnamara montó a Faiz Ullah, un caballito árabe de color rojo, cola larga, y de patas traseras cortas y hábiles, mientras Hughes montó a Benami, un animal viejo, de color marrón y malhumorado, que se apoyaba en las patas delanteras más de lo que debería hacerlo un caballo de polo.
-Parece que a Benami le gusta esto -comentó Shi raz-. ¿Cómo estamos de humor, Ben?

El veterano caballo se marchó cojeando sin respon der, y Gato Maltés contempló los caballos nuevos del Archangel que saltaron haciendo cabriolas al campo de juego. Eran cuatro animales negros y hermosos con grandes sillas y lo bastante fuertes como para comerse al equipo entero de Skidar y galopar con la comida en el estómago.

-Otra vez anteojeras -dijo Gato Maltés-. ¡Buen asunto!
-¡Son corceles... para las cargas de caballería! -ex clamó Kittiwynk con indignación-. Nunca volverán a conocerlos.
-Pues todos han sido medidos con justicia y han obtenido sus certificados -intervino Gato Maltés-. Si no, no estarían aquí. Tenemos que aceptar las cosas tal como vienen y mantener la vista fija en la pelota.
Empezó el juego, pero esta vez los Skidar fueron acorralados en su propio campo, y los caballos que mi raban el partido no lo aprobaron.
-Faiz Ullah está escurriendo el bulto, como de cos tumbre -comentó Polaris con un gruñido burlón.
-Faiz Ullah se está comiendo el látigo -añadió Corks. Podían escuchar la cuarta de polo de correas de cuero golpeando el tronco bien redondeado del caba llito.
Entonces les llegó desde el campo de juego el agu do relincho de Rabbit:
-No puedo hacer solo todo el trabajo -gritaba.
-Juega y no hables -relinchó Gato Maltés; y todos los caballos se agitaron de excitación mientras los sol dados y mozos de cuadra se aferraban a la barandilla y gritaban. Un caballo negro con anteojeras había so brepasado al viejo Benami y le interfería de todas las maneras posibles. Podían ver a Benami agitando la ca beza de arriba abajo y haciendo vibrar el belfo inferior.
-Va a haber una caída enseguida -comentó Pola ris-. Benami se está poniendo envarado.

El juego osciló de arriba abajo entre una portería y la otra y los caballos negros se fueron sintiendo más confiados cuando comprobaron que aventajaban a los otros. Golpearon la pelota fuera de una pequeña esca ramuza y Benami y Rabbit la siguieron; Faiz Ullah se contentó con quedarse tranquilo por un instante. El caballo negro de las anteojeras subió como un halcón, seguido por dos de los suyos, y los ojos de Be nami brillaron al emprender la carrera. La cuestión era cuál de los caballos aventajaría al otro; los jinetes esta ban de acuerdo en arriesgar una caída por una buena causa. El negro, enloquecido casi por las anteojeras, confiaba en su peso y genio; pero Benami sabía cómo aplicar su peso, y cómo mantener el genio. Se encon traron produciendo una nube de polvo. El negro aca bó de costado en el suelo, sin aliento en el cuerpo. Rabbit iba cien metros arriba por el campo llevando la pelota y Benami se había parado. Había resbalado casi diez yardas, pero se había cobrado su venganza y se quedó sentado haciendo ruidos con el hocico hasta que se levantó el caballo negro.

-Eso es lo que te pasa por meterte por en medio. ¿Quieres más? -preguntó Benami antes de volver a meterse en el juego. No se consiguió nada porque Faiz Ullah no galopó, aunque Macnamara le pegaba siem pre que tenía un segundo libre para hacerlo. La caída del caballo negro impresionó muchísimo a sus compa ñeros, de manera que los Archangel no pudieron apro vecharse del mal comportamiento de Faiz Ullah.

Tal como dijo Gato Maltés, cuando terminó el tiempo y regresaron los cuatro resoplando y sudando, tendrían que haber coceado a Faiz Ullah alrededor de todo el campo de Umballa. Si no se portaba mejor en el siguiente tiempo, Gato Maltés prometió arrancarle al árabe la cola de raíz, y comérsela. No hubo más tiempo para hablar, pues ordenaron salir al tercer grupo de cuatro caballos. El tercer tiempo de un partido suele ser el más caliente, pues cada equipo piensa que los otros deben estar agotados; y la mayor parte de las veces un partido se gana en ese tiempo. Lutyens montó a Gato Maltés palmeándolo y abra zándolo, pues lo valoraba más que cualquier otra cosa en el mundo. Powell montó a Shikast, un pequeño ca nalla de color gris sin pedigrí ni buenas costumbres fuera del polo; Macnamara montó a Bamboo, el más grande del equipo, y Hughes a Who's Who, alias El Animal. Se suponía que tenía sangre australiana en sus venas, pero parecía un percherón y podías golpearle en las patas con una palanca de hierro sin hacerle daño. Salieron para encontrarse frente a la flor del equipo del Archangel, y cuando Who's Who vio sus patas ele gantemente protegidas y las pieles hermosas y satina das, sonrió tras su brida ligera y bien ajustada.

-¡Válgame Dios! -exclamó Who's Who-. Vamos a darle un poco de juego de patas. Esos caballeros nece sitan un buen frotado.
-Sin morder -advirtió Gato Maltés, pues era co nocido por todos que en una o dos ocasiones Who's Who se había olvidado de esa regla.
-¿Quién dijo nada sobre morder? No estoy jugan do a el saltador. Estoy jugando el partido.

Los Archangel bajaron como lobos acorralados, pues se habían cansado del fútbol y querían jugar al polo. Y recibieron más y más. Poco después de empe zar el tiempo, Lutyens golpeó una pelota que se acer caba a él con rapidez, y la elevó en el aire, como sucede a veces con una pelota, produciendo el sonido del ale teo de una perdiz asustada. Shikast la oyó, pero al principio no pudo verla, aunque miró para todas par tes y también hacia el aire, tal como le había enseñado Gato Maltés. Cuando la vio hacia adelante y por arri ba, avanzó con Powell tan rápido como pudo. Enton ces fue cuando Powell, en general un hombre tranqui lo y juicioso, se sintió inspirado y jugó un golpe que a veces tiene éxito en una tranquila y larga tarde de en trenamiento. Cogió el mazo con ambas manos# y po niéndose en pie sobre los estribos golpeó la pelota en el aire a la manera de Munipore. Se produjo un segundo de asombro paralizante antes de que los cuatro grade ríos del campo se pusieran en pie lanzando un grito de aprobación y complacencia cuando la pelota salió vo lando (había que ver a los asombrados Archangel aga chándose en la silla para salirse de la trayectoria de vuelo y mirándola con la boca abierta), y las gaitas re glamentarias de los Skidar sonaron desde las barandi llas en cuanto los gaiteros recuperaron el aliento.

Shikast percibió el golpe, y al mismo tiempo oyó que se desprendía la cabeza del mazo. Novecientos noventa y nueve caballos de cada mil habrían perseguido preci pitadamente la pelota llevando encima un jinete inútil tirándole de la cabeza, pero Powell le conocía, y él cono cía a Powell; en cuanto sintió moverse ligeramente la pierna derecha del jinete por encima de la gualdrapa, se dirigió hacia un lado desde el que un oficial nativo agita ba frenéticamente un mazo nuevo. Antes de que termi naran los gritos, Powell estaba armado de nuevo. Sólo una vez en su vida había oído Gato Maltés ese mismo golpe, jugado entonces desde sus propios lo mos, y se había aprovechado de la confusión que pro vocó. Esta vez actuó por experiencia y, dejando a Bam boo que defendiera la portería por si se producía algún accidente, pasó entre los otros como una centella, con la cabeza y la cola bajas, y Lutyens erguido sobre él para aliviarle. Avanzó antes de que el otro equipo se enterara de lo que estaba sucediendo y casi se golpeó la cabeza entre los postes de la portería de los Archangel cuando empujó la pelota, metiéndola, tras una carrera en línea recta de casi ciento treinta metros. Si había una cosa de la que Gato Maltés se enorgulleciera más que de cual quier otra era de esa especie de carrera rápida con la que sabía cruzar como un rayo la mitad del campo. No era de los partidarios de llevar la pelota alrededor del cam po, a menos que uno estuviera siendo dominado clara mente. Después les dieron a los del Archangel cinco minutos de fútbol, y un caballo caro y rápido odia el fútbol porque estorba a su temperamento.

En esa manera de jugar Who's Who demostró ser mejor incluso que Polaris. No permitía ningún movi miento hacia el exterior, sino que se metía gozosamen te en la escaramuza como si tuviera el morro introdu cido en un comedero y estuviera buscando algo agradable. El pequeño Shikast saltaba sobre la pelota en cuanto ésta quedaba al descubierto y cada de vez que un caballo del Archangel la seguía se encontraba a Shikast encima y preguntando qué sucedía.

-Si sobrevivimos a este tiempo, no me preocuparé -dijo Gato Maltés-. Vosotros no os agotéis, dejad que suden ellos.
Y entonces, tal como explicaron después los jinetes, los caballos «se cerraron». Los Archangel les sujetaron de lante de su portería, pero eso les costó a sus caballos todo lo que les quedaba de temperamento; los animales empe zaron a cocear, sus jinetes a repetir cumplidos, y los pri meros se lanzaron contra las patas de Who's Who pero éste apretó los dientes y se quedó donde estaba, mientras el polvo se elevaba como un árbol por encima de la esca ramuza hasta que terminó aquel ardoroso tiempo. Encontraron a los caballos muy excitados y confia dos cuando llegaron junto a sus saises, y Gato Maltés tuvo que advertirles que se acercaba lo peor del partido. Ahora nosotros salimos por segunda vez, y ellos trotan con caballos de refresco. Creeréis que sois capa ces de galopar, pero descubriréis que no es posible, y os sentiréis apenados.

-Pero dos goles a cero es una gran ventaja -dijo Kittiwynk haciendo cabriolas.
-¿Cuánto se tarda en meter un gol? -preguntó a modo de respuesta Gato Maltés-. Por favor no salgáis con la idea de que el partido está casi ganado sólo por que ahora hayamos tenido suerte. Os acorralarán con tra la tribuna si pueden; no debéis darles la oportuni dad. Seguid a la pelota.
-¿Fútbol, como de costumbre? -preguntó Pola ris-. El corvejón se me ha hinchado tanto que parece casi del tamaño de un morral.
-No les dejéis que vean la pelota si podéis evitarlo. Y ahora dejadme solo, que he de descansar todo lo que pueda antes del último tiempo.
Bajó la cabeza y relajó todos los músculos. Shikast, Bamboo y Who's Who imitaron su ejemplo.
-Será mejor no mirar el partido -dijo-. No esta mos jugando y nos agotaremos si nos ponemos ansio sos. Mirad al suelo y pensad que es la hora de irnos.

Hicieron todo lo que pudieron, pero resultaba difí cil seguir su consejo. Los cascos retumbaban sobre el suelo, los mazos golpeaban campo arriba y abajo y los gritos de aprobación de las tropas inglesas indicaban que los Archangel estaban presionando fuerte a los Skidar. Los soldados nativos situados tras los caballos gemían y gruñían, murmuraban y finalmente escu charon un prolongado grito y un estruendo de hurras.

-Uno para los Archangel -dijo Shikast sin levantar la cabeza-. Está a punto de acabar este tiempo. ¡Ay, por mi padre y mi madre!
-Faiz Ullah, si esta vez no juegas hasta el último clavo de tus herraduras, te derribaré a patadas delante de todos los demás caballos -dijo Gato Maltés.
-Y yo haré todo lo que pueda cuando me toque el turno -añadió enérgicamente el caballito árabe.

Los saíses se miraban seriamente unos a otros mientras frotaban las patas de los caballos. Ahora era cuando de verdad estaban en juego las grandes bolsas, y todo el mundo lo sabía. Kittiwynk y los demás regre saron con el sudor goteándoles por encima de los cas cos y con las colas contando tristes historias.

-Son mejores que nosotros -comentó Shiraz-. Sa bía lo que iba a pasar.
-Cierra tu bocaza -le interrumpió Gato Maltés-. Todavía llevamos un gol de ventaja.
-Sí, pero ahora juegan dos árabes y dos caballos nativos -intervino Corks-. ¡Faiz Ullah, acuérdate! -añadió con voz cáustica.

Cuando Lutyens montó en Grey Dawn miró a sus hombres y comprobó que no tenían buen aspecto. Es taban cubiertos por franjas de polvo y sudor. Las botas amarillas estaban casi negras, las muñecas enrojecidas y llenas de bultos, y los ojos parecían haber profundi zado cinco centímetros en la cabeza, aunque la expre sión de la mirada era satisfactoria.

-¿Bebisteis algo en la tienda? -preguntó Lutyens, y los miembros del equipo negaron con la cabeza, pues estaban demasiado secos para poder hablar.
-Muy bien. Los Archangel lo hicieron, y están mu chísimo más agotados que nosotros.
-Pero tienen caballos mejores -contestó Powell-. No me sentiré apenado cuando esto termine.

El quinto tiempo fue triste en todos los aspectos. Faiz Ullah jugó como un pequeño demonio rojo; Rab bit parecía estar al mismo tiempo en todas partes, y Benami se lanzaba recto hacia cualquier cosa que se interpusiera en su camino, mientras los árbitros, mon tados en sus caballos, giraban como gaviotas alrededor del cambiante juego. Pero los Archangel tenían las me jores monturas y no permitieron a los Skidar jugar al fútbol. Golpearon la pelota arriba y abajo de lo ancho del campo hasta que Benami y los demás fueron supe rados. Entonces avanzaron y una y otra vez Lutyens y Grey Dawn fueron capaces por muy poco de alejar la pelota con un golpe largo cortante. Grey Dawn se ol vidó de que era un árabe y dejó de ser gris para volverse azul con sus galopes. La verdad es que se olvidó dema siado, pues no mantenía la vista en el suelo como de bería hacer un caballo árabe, sino que sacaba el morro y se lanzaba a la carrera espoleado por el honor del par tido. Habían regado el campo una o dos veces en los descansos, y un aguador descuidado había vaciado todo su odre en un lugar cercano a la portería de los Skidar. Estaba cercano al extremo del campo y por dé cima vez Grey Dawn corría tras una pelota cuando sus cuartos traseros resbalaron en el barro y cayó dando vueltas, lanzando a Lutyens, que por poco no chocó contra un poste. Además, los triunfantes Archangel consiguieron su gol. Entonces terminó el tiempo, con empate a dos goles; a Lutyens tuvieron que ayudarle a levantarse y Grey Dawn se levantó con los cuartos tra seros magullados.

-¿Qué daños ha habido? -preguntó Powell ro deando con el brazo a Lutyens.
-Desde luego la clavícula -contestó Lutyens entre dientes. Era la tercera vez que se la rompía en dos años, y le dolía.
Powell y los demás silbaron.
-Terminó el partido -dijo Hughes.
-Espera un momento. Todavía nos quedan cinco buenos minutos y no es mi mano derecha -dijo Lut yens-. Les vamos a superar.
-Quería saber si estás herido, Lutyens -preguntó el capitán de los Archangel llegando al trote-. Aguar daremos si quieres poner un sustituto. Me gustaría... quiero decir... la verdad es que tus hombres se merecen este partido, si hay algún equipo que lo merezca. Nos gustaría darte un hombre, o alguno de nuestros caba llos... o algo.
-Eres muy amable, pero creo que jugaremos hasta el final.
El capitán de los Archangel se le quedó mirando un rato.
-Eso no está nada mal -dijo antes de regresar a su campo, mientras Lutyens pedía prestado un pañuelo a uno de sus oficiales nativos para hacerse con él un ca bestrillo. Entonces llegó al galope uno de los Archangel con una gran esponja de baño y le aconsejó a Lutyens que se la metiera bajo la axila para aliviar el hombro, y entre todos le ataron científicamente el brazo izquier do, y uno de los oficiales nativos se adelantó con cuatro vasos alargados que siseaban y burbujeaban.

El equipo miró a Lutyens con aspecto patético y éste asintió. Era el último tiempo y ya nada importaría mucho. Se tragaron la bebida de color dorado oscuro, se limpiaron el bigote y recuperaron la esperanza. Gato Maltés había metido el morro por delante de la camisa de Lutyens como intentando decirle lo ape nado que se sentía.

-Lo sabe -comentó con orgullo Lutyens-. El bribón lo sabe. Ya he cabalgado con él sin llevar brida... por diversión.
-Ahora no es por diversión -añadió Powell-. Pero no tenemos un sustituto decente.
-No -dijo Lutyens-. Es el último tiempo y tene mos que marcar nuestro gol y ganar. Confiaré en Gato.
-Si te caes ahora te vas a hacer daño -dijo Macna mara.
-Confiaré en Gato -repitió Lutyens.
-¿Habéis oído eso? -preguntó con orgullo Gato Maltés a los otros caballos-. Merece la pena haber ju gado al polo durante diez años para oír que digan eso de ti. Y ahora, hijos míos, vamos. Cocearemos un poco para demostrar a los Archangel que este equipo no ha sufrido.

Y cuando entraron en el campo de juego Gato Maltés, tras convencerse de que Lutyens estaba cómodo sobre la silla, coceó tres o cuatro veces, y su jinete rió. Llevaba las riendas cogidas de alguna manera entre las puntas de los dedos de su mano vendada, sin preten der en ningún momento fiarse de ellas. Sabía que Gato respondería a la menor presión de la pierna, y para comprobarlo, pues el hombro le dolía mucho, hizo girar al caballo formando un ocho cerrado entre los postes de la portería. Eso produjo un rugido entre los hombres y los oficiales nativos, a los que les encan taba dugabashi (los trucos con caballos), tal como ellos lo llamaban, y las gaitas, con mucha tranquilidad pero en tono de burla, entonaron los primeros compases de una conocida melodía de bazar titulada «Frescamente Fresco y Nuevamente Nuevo», como advertencia a los otros regimientos de que los Skidar estaban en forma. Todos los nativos se echaron a reír.

-Y ahora recordad que es el último tiempo -dijo Gato cuando ocuparon su lugar-. ¡Y seguid la pelota!
-No es necesario decirlo -contestó Who's Who.
-Dejadme continuar. Todas las personas que hay en los cuatro lados del campo empezarán a amonto narse... como hicieron en Malta. Oiréis que la gente grita, se adelanta y es empujada hacia atrás, y eso va a incomodar mucho a los caballos del Archangel. Pero si una pelota cae en los límites, id por ella y que la gente se las arregle para apartarse. En una ocasión fuimos por la pelota de cuatro en fondo y la sacamos de entre el polvo. Apoyadme cuando corra y seguid la pelota.

Hubo una especie de murmullo de simpatía y sorpresa cuando se inició el último tiempo y empezó exactamente lo que había previsto Gato Maltés. La gente se amontonó cerca de los límites y los caballos del Archangel miraron hacia los laterales, cuyo espacio se estaba estrechando. Si sabéis cómo se siente un hombre obstaculizado en el tenis -y no porque quiera salirse corriendo del campo, sino porque le gusta saber que podrá hacerlo en caso de necesidad-, comprende réis cómo se sienten los caballos cuando juegan enca jonados entre seres humanos.

-Voy a chocar contra uno de esos hombres si me sal go-dijo Who's Who lanzándose como un cohete tras la pelota; y Bamboo asintió sin hablar. Estaban jugando hasta la última pizca de sus fuerzas y Gato Maltés había dejado la portería sin defender para unirse a ellos. Lut yens le había dado todas las órdenes para que pudiera llevarle de regreso, pero era la primera vez en su carrera que el pequeño y sabio caballo gris jugaba al polo bajo su propia responsabilidad, e iba a aprovecharla al máximo.
-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó Hughes cuando Gato cruzó por delante de él y corrió tras un Archangel.
-Gato se encarga... ¡preocúpate del gol! -gritó Lut yens, e inclinándose hacia adelante golpeó la pelota de lleno y la siguió, obligando a los Archangel a dirigirse a su propia portería.
-Sin fútbol -dijo Gato-. Mantened la pelota cerca de los límites y obstaculizadles. Jugad en orden abierto y empujadles hasta los límites.

La pelota voló formando grandes diagonales a uno y otro lado del campo, y siempre que se detenía y un golpe la acercaba a los límites, los caballos del Archan gel se movían con rigidez. No les gustaba dirigirse contra un muro de hombres y carruajes, aunque de haber jugado en campo abierto podrían haber girado sobre una moneda de seis peniques.

-Empujadles hacia los lados -dijo Gato-. Mante nedles cerca de la multitud. Odian los carros. Shikast, oblígales a mantenerse por este lado.

Shikast con Powell se situó a la izquierda y a la de recha tras la pelea de una escaramuza abierta, y cada vez que golpeaban la pelota alejándola Shikast galopa ba sobre ella en un ángulo tal que Powell se veía obli gado a golpearla hacia los límites; y cuando la multi tud se había apartado de ese lado, Lutyens enviaba la pelota a otro, y Shikast se deslizaba desesperadamente tras ella hasta que llegaban sus amigos para ayudarla. En esa ocasión se trataba de billar, no de fútbol: billar en el agujero de una esquina; y los tacos no estaban bien entizados.

-Si nos cogen en medio del campo se alejarán de nosotros. Driblad la pelota hacia los lados -gritó Gato.
Así que la driblaron a lo largo de los límites, donde un caballo no podía acercarse hacia su lado derecho; los Archangel estaban furiosos y los árbitros tenían que olvidarse del juego para gritar a la gente que retro cediera, mientras varios policías montados intentaban torpemente restaurar el orden, siempre muy cerca de la escaramuza, y los nervios de los caballos del Archan gel se tensaban y se rompían como si estuvieran he chos de tela de araña. En cinco o seis ocasiones un Archangel golpeó la pelota llevándola hacia el centro del campo, y en cada ocasión el atento Shikast daba a Powell la oportunidad de devolverla, y tras cada retroceso, cuando se había asentado el polvo, los espectadores podían ver que los Skidar habían avanzado algunos metros. De vez en cuando los espectadores gritaban «¡Apar taos! ¡Fuera del lateral!»; pero los equipos estaban de masiado atareados para prestar atención y los árbitros hacían todo lo que podían para mantener a sus enlo quecidos caballos lejos de la lucha.

Finalmente Lutyens erró un golpe corto y fácil y los Skidar tuvieron que regresar volando, atropellada mente, para proteger su portería, siguiendo a Shikast. Powell detuvo la pelota con un golpe de revés cuando no estaba ni a cuarenta y cinco metros de los postes de la portería, y Shikast dio la vuelta con un tirón que casi hace caerse de su silla a Powell.

-Ahora es nuestra última oportunidad -dijo Gato girando como un abejorro clavado con una aguja-. Tenemos que sobrepasarles, adelante.

Lutyens sintió que el caballito respiraba profunda mente y, por así decirlo, se encogía bajo su jinete. La pelota daba saltos hacia el margen derecho, y un Ar changel cabalgaba hacia ella azuzando al caballo con las dos espuelas y el látigo; pero ni espuelas ni látigo harían que su caballo se estirara al acercarse la multi tud. Gato Maltés le pasó bajo su mismo hocico, reco giendo bruscamente los cuartos traseros pues no había un centímetro que desperdiciar entre éstos y el bocado del otro caballo. Fue una exhibición tan clara como la del patinaje artístico. Lutyens golpeó con toda la fuer za que le quedaba, pero el mazo le resbaló un poco en la mano y la pelota salió hacia la izquierda en lugar de quedarse junto al margen. Who's Who estaba muy le jos, y pensaba concentrado mientras galopaba. Zanca da a zancada repitió las maniobras de Gato, con otro caballo del Archangel, quitándole la pelota de debajo de la brida y salvando a su oponente por media frac ción de centímetro, pues Who's Who se encontraba detrás. Entonces se lanzó hacia la derecha mientras Gato Maltés surgía por la izquierda; y Bamboo sostu vo una trayectoria media exactamente entre ellos. Los tres estaban haciendo una especie de ataque en forma de flecha ancha gubernamental#; sólo había un Ar changel para defender la portería, pero inmediata mente detrás de ellos los otros tres Archangel corrían todo lo que podían y con ellos se mezcló Powell, im pulsando a Shikast en lo que pensaba era su última es peranza. Hace falta un hombre muy bueno para resistir el empuje de siete caballos enloquecidos en el último tiempo de una final de copa, cuando los hombres corren como si les fuera en ello la vida y los caballos es tán delirantes. El defensa del Archangel falló el golpe y se apartó justo a tiempo para dejar pasar el tropel. Bamboo y Who's Who acortaron la zancada para dejar espacio a Gato Maltés, y Lutyens consiguió el gol con un golpe limpio y suave que se escuchó en todo el campo. Pero no había manera de detener a los caba llos. Traspasaron los postes de la portería en una mul titud mezclada, juntos ganadores y perdedores, pues la velocidad había sido terrible. Gato Maltés sabía por experiencia lo que sucedería, y para salvar a Lutyens giró a la derecha con un último esfuerzo que le magu lló un tendón trasero más allá de lo que era posible cu rar. Al hacerlo oyó que el poste derecho se rompía al chocar contra él un caballo: se agrietó, se astilló y cayó como un mástil. Estaba serrado por tres partes por si había algún accidente, pero aun así hizo volcar al caba llo, que chocó con otro, el cual chocó contra el poste de la izquierda y entonces todo fue confusión, polvo y madera. Bamboo estaba tumbado en el suelo viendo las estrellas; un caballo del Archangel rodaba a su lado, enfadado y sin aliento; Shikast se había sentado como un perro para no caer sobre los otros y se deslizaba so bre su cola cortada en medio de una nube de polvo; Powell estaba sentado en el suelo, golpeándolo con el mazo y tratando de animar a todos. Los demás grita ban con lo que les quedaba de voz, y los hombres que habían sido derribados también gritaban. En cuanto los espectadores vieron que nadie había salido herido, diez mil nativos e ingleses gritaron y aplaudieron, y antes de que nadie pudiera detenerlos los gaiteros del Skidar entraron en el campo arrastrando detrás a to dos los hombres y oficiales nativos, y marcharon arri ba y abajo tocando una salvaje melodía del norte lla mada «Zakhme Bagan», y entre el estrépito de las gaitas y los agudos gritos de los nativos se podía escu char a la banda de Archangel que martilleaba «Son unos chicos excelentes» y luego reprochaban al equipo perdedor: «¡Ooh, Kafoozalum! ¡Kafoozalum! ¡Kafoo zalum!»

Además de todas estas cosas, y otras muchas, había un comandante en jefe, y un inspector general de ca ballería, y el principal oficial veterinario de toda India que, en pie sobre un coche del regimiento, gritaban como escolares; y brigadieres, coroneles, comisiona dos y cientos de hermosas damas se unían al coro. Pero Gato Maltés estaba con la cabeza agachada, pregun tándose cuántas patas le quedarían; y Lutyens vio a los hombres y a los caballos apartarse de los restos de los dos postes y palmeó muy tiernamente a Gato.

-Diría yo... -dijo el capitán del Archangel escu piendo un guijarro que llevaba en la boca-. ¿Acepta rías tres mil por ese caballo... tal como está?
-No, muchas gracias. Tengo la idea de que me ha salvado la vida -respondió Lutyens descabalgando y tumbándose en el suelo cuan largo era. Los dos equi pos estaban también en el suelo, lanzando sus botas al aire, tosiendo y respirando profundamente, mientras llegaban corriendo los saises para llevarse los caballos, y un aguador oficioso rociaba a los jugadores con agua sucia hasta que se sentaron.
-¡Por mi tía! -exclamó Powell frotándose la espal da y mirando los tocones de lo que habían sido dos postes-. ¡Esto sí que fue un partido!

Aquella noche, en la cena de gala, volvieron a ju garlo, un golpe tras otro, cuando la Copa del Abierto se llenó y pasó alrededor de la mesa, y se vació y volvió a llenar, y todos hicieron los discursos más elocuentes. Hacia las dos de la mañana, cuando debía llegar el mo mento de cantar un poco, una cabeza pequeña, sabia y gris miró por la puerta abierta.

-¡Hurra! Que entre -dijeron los Archangel; y su sais, que estaba verdaderamente feliz, palmeó a Gato Maltés en el costado, y cojeando entró bajo el resplan dor de la luz y los brillantes uniformes, buscando a Lutyens. Estaba habituado a los comedores, los dor mitorios y otros lugares en los que no solían entrar ca ballos, y en su juventud había saltado una mesa de co medor por una apuesta. Por eso se comportó con gran cortesía, comió pan untado en sal y fue acariciado por toda la mesa, moviéndose cautelosamente. Los hom bres bebieron a su salud porque había hecho más por ganar la Copa que cualquier otro hombre o caballo que pisara el campo.

Tenía gloria y honor suficientes para el resto de sus días, y Gato Maltés no se quejó demasiado cuando el cirujano veterinario dijo que ya no serviría más para el polo. Cuando Lutyens se casó, su esposa no le permi tió seguir jugando, por lo que se vio obligado a con vertirse en árbitro; y su caballo en esas ocasiones era un gris salpicado con pulcra cola de polo, cojo, pero desesperadamente rápido sobre sus patas, al que todo el mundo conocía como el Pasado Pluscuamperfecto Prestísimo Jugador de Polo.


El grabado. M.R. James (1862-1936)

Hace un tiempo pude narrarles la historia de una aventura que le aconteció a un amigo mío llamado Dennistoun cuando andaba buscando objetos de arte para el museo de Cambridge. A su regreso a Inglaterra, no quiso divulgar lo que le había ocurrido, pero los hechos llegaron a oídos de sus amigos, y entre otros, a los de un señor que dirigía un museo de arte en otra universidad.

Era natural que el suceso causara cierta impresión en el espíritu de un hombre que tenía la misma vocación que Dennistoun, y que quisiera aferrarse a cualquier explicación del caso que pusiera de manifiesto las pocas probabilidades que había de que se viera en la necesidad de enfrentarse con semejante contingencia. En efecto, era un alivio pensar que no tenía que adquirir manuscritos antiguos para su institución, y que ese asunto le incumbiera exclusivamente a la Biblioteca Shelburnian. Que registraran las autoridades de esta entidad, si querían, los oscuros rincones del continente. Por el momento, él se contentaba con ampliar la excelente colección de dibujos y grabados topográficos que poseía su museo. No obstante, como se vio más adelante, incluso un departamento tan entrañable y familiar como éste podía tener también sus rincones sombríos, y el señor Williams se vio metido en uno de ellos inesperadamente.

Los que hayan sentido algún interés por adquirir estampas topográficas, saben que existe un londinense cuya ayuda es indispensable para sus búsquedas. El señor J. W. Britnell publica periódicamente catálogos verdaderamente admirables de extensos y renovados surtidos de grabados, planos y viejos proyectos de mansiones, iglesias y pueblos de Inglaterra y de Gales. Para el señor Williams, estos catálogos son, como es natural, el abc de su trabajo; pero como su museo contiene ya una enorme cantidad de estampas, sus compras no son abundantes, sino más bien moderadas, y acude al señor Britnell más para llenar algún vacío en su colección que para que le proporcione rarezas.

Ahora bien, en febrero del año pasado apareció en el museo, sobre la mesa del despacho del señor Williams, un catálogo de las existencias del señor Britnell, acompañado de una nota mecanografiada del propio vendedor. Dicha nota rezaba así:

Muy señor nuestro:
Nos permitimos sugerirle examine el núm. 978 de nuestro catálogo adjunto. De interesarle, tendremos mucho gusto en enviárselo para su aprobación. Suyo, J. W. Britnell.

Fijarse en el núm. 978 del catálogo era para el señor Williams (como se dijo él) cuestión de un momento, y en el lugar indicado encontró la siguiente referencia: 978.- Anónimo. Interesante grabado. Vista de una casa de principios de siglo. 15 20 x 10 pulgadas; marco negro. 2 libras, 2 chelines.

No tenía nada de excepcional, y el precio parecía elevado. Sin embargo, como el señor Britnell -que conocía su negocio tan bien como a su cliente- parecía darle importancia, el señor Williams le escribió una tarjeta rogándole que le enviara dicho artículo para examinarlo, junto con otros grabados y dibujos consignados en el mismo catálogo. Así que, sin el menor sentimiento de impaciencia, pasó a ocuparse de las tareas corrientes de la jornada.

Todos los paquetes suelen llegar un día más tarde de lo que se espera, y el que mandó el señor Britnell no fue la excepción a la regla. Llegó al museo con el correo del sábado por la tarde, cuando el señor Williams ya había terminado su trabajo, y el conserje se lo llevó a su residencia de la universidad.

El único artículo al que quiero referirme es al grabado, de tamaño algo grande y enmarcado en negro. Añadiré algunos detalles, aunque temo que no podré ofrecer una imagen tan clara como la que tengo ante mis ojos. Era un grabado corriente, y un grabado corriente es, quizá, la peor clase de obra gráfica que cabe imaginar. Representaba la fachada de una casa, no demasiado grande, del siglo pasado, con tres filas de ventanas de guillotina y molduras biseladas alrededor, una balaustrada con bolas o ánforas en los ángulos, y un pequeño pórtico en el centro. A uno y otro lado había árboles, y frente a ella se extendía un gran espacio de césped. En el estrecho margen tenía grabado lo siguiente: A. W. E. sculpsit, nada más. Daba la impresión de que era obra de un aficionado. Le dio la vuelta con el mayor desprecio; en la parte de atrás tenía pegada una etiqueta, de la que habían arrancado la mitad de la izquierda. Todo lo que quedaba era el final de dos líneas escritas: de la primera sólo las letras ...ngley Hall de la segunda, ...ssex.

Tal vez podría identificar el edificio que representaba con la ayuda del Diccionario Catastral, antes de devolvérselo al señor Britnell, con algunas reconvenciones sobre su criterio. Encendió las velas, pues ya era de noche, preparó el té, le sirvió al amigo con el que había estado jugando al golf (tengo entendido que las autoridades universitarias a las que me refiero se dedican a este deporte por distracción), y tomaron el té, amenizado con una discusión que a los aficionados al golf les será fácil imaginar y que el escrupuloso escritor no tiene derecho a imponerles a quienes no lo son.

Fue entonces cuando el amigo -llamémosle profesor Binks- tomó el grabado y dijo:
-¿Qué edificio es éste, Williams?
-Eso es precisamente lo que voy a averiguar -dijo Williams, dirigiéndose a la estantería para coger el Diccionario Catastral-. Mira la parte de atrás. No-sé qué-ngley Hall, de Sussex o Essex. La mitad del nombre ha desaparecido. ¿No lo conocerás tú, por casualidad?
-Te lo envía ese tal Britnell, ¿no? -dijo Binks- ¿Es para el museo?
-Bueno, creo que lo compraría si me pidiera por él unos cinco chelines -comentó Williams-, pero por alguna inexplicable razón, me pide dos guineas. No comprendo por qué. Es un grabado malísimo, y ni siquiera tiene figuras que le den vida.
-A mí también me parece que no vale las dos guineas, -dijo Binks- pero no lo veo tan malo, la luz de la luna está conseguida, y yo diría que hay figuras, al menos una, en el borde de abajo, frente a la casa.
-¿A ver? -dijo Williams- Bueno, desde luego, la luz está lograda. ¿Dónde está la figura que dices? ¡Ah, sí! Justo delante, en el mismo centro del cuadro.

Efectivamente, vio que había una cabeza de hombre o de mujer, muy embozada, con la espalda vuelta hacia el espectador, y mirando hacia la casa. Williams no había reparado en ella anteriormente.

El profesor Binks tenía cosas que hacer y no tardó en marcharse. Williams se entregó, casi hasta la hora de la cena, al vano intento de identificar el edificio del cuadro. Si al menos hubiese quedado la vocal que va delante de ng, habría sido relativamente fácil -pensó-, pero así, puede ser cualquier nombre, desde Guestingley a Langley, y hay muchos más nombres con esta terminación de los que yo me figuraba; además, este dichoso libro no trae un índice de terminaciones.

La cena se servía a las siete. No hace falta que me extienda en ella, y menos teniendo en cuenta que se sentó con unos colegas que habían estado jugando al golf durante la tarde, y que estuvieron charlando de cuestiones que no tienen el menor interés para nosotros... charlando de golf, quiero decir. Estuvieron una hora o más reunidos en lo que suele llamarse la sala de tertulia. Posteriormente se retiraron a las habitaciones del señor Williams, y estoy casi seguro de que jugaron al whist y que fumaron también. Durante un respiro, en medio de estas ocupaciones, tomó Williams el grabado de la mesa sin mirarlo, y se lo tendió a una persona algo interesada en arte. El caballero lo cogió con indiferencia, lo miró, y dijo después con tono interesado:

-Es una obra francamente buena, tiene todo el sabor del período romántico. La luz está admirablemente conseguida, a mi juicio, y la figura, aunque un poco grotesca, es tremendamente impresionante.
-Sí, ¿verdad? -dijo Williams, que en ese momento estaba ocupado sirviendo Whisky con soda a otros invitados y no podía ir a ver el cuadro otra vez.

Cuando se hubo ido todo el mundo, Williams escribió una o dos cartas y terminó un trabajo pendiente. Por último, pasadas ya las doce, se dispuso a acostarse. El grabado estaba boca arriba encima de la mesa, donde lo había dejado el último que lo estuvo mirando, y al ir a apagar la lámpara le llamó la atención. Al verlo, casi estuvo a punto de dejar caer al suelo la palmatoria, y aún hoy confiesa que, de haberse quedado a oscuras en ese momento, le habría dado un ataque. Pero no fue así, de manera que pudo examinar el cuadro. No cabía la menor duda; por imposible que pareciera, era absolutamente cierto. En el centro del césped, delante de la desconocida casa, donde a las cinco de la tarde no vio nada, había una figura embozada en un extraño ropaje negro con una cruz blanca en la espalda, que avanzaba a gatas hacia el edificio.

No sé qué actitud hay que adoptar ante una situación de ese género. Yo me limito a contarles lo que hizo el señor Williams en esa ocasión. Tomó el cuadro, cruzó el pasillo, y lo llevó a las habitaciones de enfrente, que eran suyas también. Una vez allí, lo metió en un cajón y lo cerró con llave, atrancó las puertas de ambos lados del pasillo y se acostó; antes, sin embargo, redactó y firmó una descripción del extraordinario cambio que había experimentado el cuadro desde que había llegado a sus manos.

El sueño tardó en acudir, pero era consolador pensar que el comportamiento del cuadro no dependía de su propio pensamiento particular. Evidentemente, la persona que lo había contemplado la noche anterior había visto algo por el estilo; de no haber sido así, se habría sentido tentado de pensar que algo no andaba bien, ya fuera la vista o el juicio. Descartada felizmente esta doble posibilidad, le aguardaban dos tareas a la mañana siguiente. Examinar el cuadro detalladamente en presencia de un testigo, y tratar de averiguar qué edificio era el que representaba. Para ello pediría a su vecino Nisbet que desayunara con él, luego dedicarían los dos la mañana a buscarlo en el Diccionario Catastral.

Nisbet no tenía ningún compromiso esa mañana, y llegó hacia las nueve y media. Durante el desayuno, Williams no mencionó al grabado, limitándose a decir que tenía un cuadro y deseaba que Nisbet le diera su opinión. Pero quienes están familiarizados con la vida universitaria pueden hacerse idea de la inmensa y deliciosa cantidad de temas sobre los que pueden versar la conversación de dos profesores del Canterbury College un domingo por la mañana, mientras desayunan. No dejaron un solo tema por discutir, desde el golf hasta el tenis. No obstante, debo confesar que Williams se hallaba un tanto ofuscado, ya que su interés lo acaparaba naturalmente aquel extrañísimo cuadro que descansaba, boca abajo, en un cajón de la habitación de enfrente.

Finalmente, encendió su pipa, y llegó el momento que había estado esperando. Con grande, casi temblorosa excitación, corrió al otro lado, abrió el cajón y, tomando el cuadro sin volverlo hacia arriba, regresó y lo puso en manos de Nisbet.

-Vamos a ver, Nisbet, -dijo- quiero que me digas exactamente lo que ves en este cuadro. Descríbelo con todo detalle si no te importa. Después te diré por qué.
-Bien. -dijo Nisbet- Yo veo aquí la vista de una casa de campo, me parece que inglesa, a la luz de la luna.
-¿A la luz de la luna? ¿Estás completamente seguro?
-Claro, la luna aparece en cuarto menguante, para más detalle, y hay nubes en el cielo.
-De acuerdo. Sigue. Yo habría jurado que no había luna cuando lo vi por primera vez.
-Bueno, no hay mucho más que añadir. -prosiguió Nisbet- La casa tiene una, dos, tres filas de ventanas, cinco ventanas en cada fila, salvo en la parte de abajo, que tiene la entrada donde corresponde la ventana del centro, y...
-Pero, ¿hay alguna figura? -preguntó Williams con marcado interés.
-Ninguna, -dijo Nisbet- en cambio...
-¿Cómo? ¿No hay una figura en el césped de delante?
-No.
-¿Serías capaz de jurarlo?
-Claro que sí. En cambio, hay otra cosa.
-¡Qué!
-Bueno, una de las ventanas de la planta baja, a la izquierda de la entrada, está abierta.
-¿De veras? ¡Válgame Dios! Debe de haberse introducido en la casa -dijo Williams, presa de una enorme excitación; se acercó apresuradamente por detrás del sofá en el que estaba sentado Nisbet y, quitándole el cuadro de las manos, comprobó el detalle por sí mismo.

Era absolutamente cierto. Había desaparecido la figura, y la ventana estaba abierta. Tras un momento de perplejidad, se sentó Williams a su mesa y se dedicó a escribir durante un rato. Luego le pasó las hojas escritas a Nisbet, le pidió que firmara primero una de ellas -era su propia descripción del cuadro, tal como ustedes la acaban de escuchar-, y luego le dijo que leyera las otras, que contenían la descripción que Williams había redactado la noche anterior.

-¿Qué significará todo esto? -dijo Nisbet.
-Ésa es la cuestión. -dijo Williams- Bueno, voy a hacer una cosa, o tres, mejor dicho. Voy a preguntarle a Garwood -se refería a su último invitado- qué es lo que vio; luego, voy a fotografiar el cuadro antes de que cambie otra vez, y después averiguaré de qué edificio se trata.
-Yo mismo puedo hacer la fotografía, si quieres. -dijo Nisbet- Pero, oye, parece como si estuviésemos asistiendo a la representación de una tragedia. La cuestión ahora es si ha ocurrido ya o va a ocurrir. Tienes que averiguar qué sitio representa. Sí -dijo, contemplando el cuadro de nuevo-, creo que tienes razón: se ha introducido en la casa. Y si no me equivoco, está ocurriendo algo en una de las habitaciones de arriba.

-Te diré lo que voy a hacer: -dijo Williams- voy a llevarle el cuadro al viejo Green (era el decano del College). Es casi seguro que la conoce. El College tiene propiedades en Essex y en Sussex, y él debe de haber estado por esos condados infinidad de veces, en sus tiempos.
-Seguro, -dijo Nisbet- pero deja que primero tome la fotografía. Pero creo que Green no está hoy aquí. Anoche no se presentó a cenar. Me parece que le oí decir que iba a pasar fuera el domingo.
-Es cierto, yo también se lo oí decir. -dijo Williams- Se ha marchado a Brighton. Bueno, si lo vas a fotografiar ahora, iré mientras a pedirle a Garwood su declaración; no lo pierdas de vista. Estoy empezando a pensar que dos guineas no es un precio tan exorbitante.

Al poco tiempo volvió, trayéndose a Garwood consigo. La declaración de Garwood decía que cuando él vio la figura estaba en el borde de la lámina, pero no muy dentro de la escena. Recordaba que tenía una marca blanca en la espalda, sobre la ropa, pero no estaba seguro de que fuera una cruz. Así que procedieron a redactar y firmar el documento, y Nisbet se dispuso a fotografiar el cuadro.

-¿Qué piensas hacer ahora? -dijo- ¿Vas a sentarte a vigilarlo todo el día?
-No, me parece que no. -dijo Williams- Creo que ya hemos visto todo lo que teníamos que ver. Mira, en el tiempo transcurrido desde anoche hasta ahora ha habido ocasión de sobra para que sucedan montones de cosas, pero lo único que ha hecho esa criatura ha sido meterse en la casa. Puede que haya llevado a cabo lo que se proponía y se haya marchado otra vez, pero el hecho de que la ventana esté abierta, creo, debe significar que todavía está dentro. Supongo que podemos dejarlo con toda tranquilidad. Además, tengo la impresión de que no cambiará mucho durante el día, si es que cambia algo. Esta tarde saldremos a dar una vuelta, y regresaremos a la hora del té o cuando ya empiece a oscurecer. Lo dejaré ahí, encima de la mesa, y cerraré la puerta. Aquí puede entrar mi criado, pero nadie más.

Los tres convinieron en que era un buen plan, y además, si pasaban la tarde juntos, sería poco probable que comentaran el asunto con otras personas, porque si trascendía cualquier rumor podía llegar a oídos de la Sociedad Fantasmológica.

A las cinco subieron a las habitaciones de Williams. Al principio se sintieron algo contrariados al ver que la puerta estaba abierta, pero luego recordaron que los domingos entraba la criada una hora o dos antes que los días de semana. Sin embargo, les aguardaba una sorpresa. Lo primero que vieron fue el cuadro apoyado contra una pila de libros que había sobre la mesa, tal como lo habían dejado, y al criado de Williams sentado en una butaca enfrente, contemplándolo con evidente horror. ¿Cómo era eso? Filcher (el nombre no es invención mía) era un criado de excelente reputación, cuyas normas de etiqueta servían de modelo a toda la servidumbre del Collage y aun a la de la vecindad, y nada había más de contrario a sus hábitos que el sentarse en la butaca de su señor, o mostrar algún interés particular por los muebles o cuadros de éste. Se llevó un sobresalto cuando vio entrar a los tres hombres en la habitación, y se puso de pie con gran esfuerzo. Luego dijo:

-Le ruego que me perdone, señor, por haberme tomado la libertad de sentarme.
-No faltaba más, Robert. -interrumpió el señor Williams- Precisamente me proponía preguntarle qué piensa usted del cuadro.
-Bueno, señor, naturalmente, no puedo oponer mi opinión a la de usted, pero no es la clase de cuadro que yo colgaría en un lugar donde mi niña pudiera verlo.
-¿Y por qué?
-Porque me acuerdo de una vez en que la pobrecita vio una Biblia con unas ilustraciones que no eran ni la mitad de raras que ésa, y tuvimos después que hacerle compañía tres o cuatro noches seguidas, se lo aseguro; así que si llega a ver el esqueleto ese de ahí o lo que sea llevándose al pobre niño, le daría un ataque. Ya sabe lo que pasa con los críos, lo nerviosos que se ponen ellos por cualquier tontería. Este cuadro no es cosa que se pueda dejar por ahí, señor, donde cualquier persona predispuesta a los sobresaltos pueda tropezarse con él. ¿Va a necesitarme para algo esta tarde, señor? Muchas gracias, señor.

Con estas palabras, el buen hombre salió, y pueden estar seguros de que los caballeros a quienes dejó en la habitación no perdieron un instante en apiñarse en torno al grabado. La casa estaba como antes, bajo el cuarto menguante de la luna, y las nubes transitorias. La ventana, que había estado abierta, se veía ahora cerrada, y la figura se encontraba de nuevo en el césped, pero esta vez no se arrastraba cautamente con las rodillas y las manos. Ahora estaba de pie y corría a grandes zancadas, en dirección al centro de la lámina. La luna brillaba por detrás, y su negro ropaje le cubría el rostro, del que sólo se descubría una parte; sin embargo, lo poco que los espectadores lograban distinguir, bastó para que agradecieran profundamente que no se viera más que una blancuzca frente abombada y algunos mechones dispersos. Tenía la cabeza inclinada y sus brazos rodeaban tenazmente un bulto confuso que podía ser un niño, aunque era imposible distinguir si estaba vivo o no. Lo único que se veía con claridad eran las piernas de la aparición, horriblemente delgadas.

Desde las cinco hasta las siete, los tres compañeros estuvieron sentados vigilando el cuadro por turno. Pero no cambió. Finalmente, decidieron dejarlo y volver después de cenar, y esperar a que se desarrollaran nuevos acontecimientos. Cuando subieron de nuevo, que fue tan pronto como pudieron, el grabado estaba allí, pero la figura había desaparecido y la casa descansaba tranquila bajo la luz de la luna. Ya no se podía hacer otra cosa que pasar la velada revisando los diccionarios y las guías catastrales. Williams fue quien finalmente la encontró; tal vez merecía esta suerte. Eran las once y media de la noche cuando descubrió en la Guía de Essex, de Murray, las siguientes líneas:

Anningley, 16, 50millas. La iglesia era un interesante edificio del período normando, pero fue reformada con elementos clasicistas durante el siglo pasado. Contiene las tumbas de la familia Francis, cuya mansión, Anningley Hall, sólido edificio de la época de la reina Ana, se alza inmediatamente a continuación del cementerio, en un enorme parque de 80 acres. Actualmente, la familia está extinguida, ya que el último miembro desapareció misteriosamente en su infancia, en el año 1802. El padre, Arthur Francis, era conocido en la localidad como un grabador de talento. Después de la desaparición de su hijo, vivió en completo aislamiento en su residencia, y fue encontrado muerto en su despacho, cuando acababa de poner fin a un grabado de la casa, del que se conservan muy pocas láminas impresas...

Al parecer era eso lo que buscaban, y en efecto, al regresar el señor Green identificó inmediatamente el edificio como Anningley Hall.

-¿Le encuentra usted alguna explicación a la figura, Green? -fue la pregunta obligada de Williams.
-No sé qué decir, Williams, se lo aseguro. Lo que se decía en esa localidad cuando la visité yo era esto: que el viejo Francis tenía declarada la guerra a los cazadores furtivos, y en cuanto se le brindaba una ocasión, expulsaba de la comarca al que se le hacía sospechoso, y que poco a poco consiguió librarse de todos menos de uno. En aquel entonces los señores podían hacer cosas que hoy en día ni se les pasa por la cabeza. Pues bien, el que quedaba era algo que suele abundar por esta región: el último vástago de una antiquísima familia. Creo que en tiempos fueron los señores del feudo. Recuerdo que lo mismo ocurrió en mi propia parroquia.

-¿Igual que el individuo de Tess of the D'Urbervilles? -preguntó Williams.

-Casi me atrevería a decir que sí, aunque es un libro que aún no he leído. Pero este sujeto podría presumir de tener en la iglesia una fila de tumbas pertenecientes a sus antepasados, cosa que le amargaba un poco; pero, por lo visto, Francis no podía echarle el guante, porque siempre procuraba estar dentro de la ley; hasta que una noche los guardas le dieron el alto en un bosque que bordea la propiedad. Yo mismo podría enseñarles el lugar; linda con un terreno que pertenecía a un tío mío. Y pueden figurarse la que se armó. El tal Gawdy (así se llamaba: Gawdy; sabía que me acordaría), ¡pobre diablo!, tuvo la mala suerte de matar a uno de los guardas de un tiro. Bueno, eso era lo que Francis había estado esperando; le instruyeron una causa, ya saben lo que eran entonces los juicios, y al pobre Gawdy le colgaron en menos que canta un gallo; una vez me enseñaron el sitio donde fue enterrado, en el lado norte de la iglesia. Ya saben la costumbre que tienen en esa parte del país: a todo el que muere ahorcado o se quita la vida le entierran en ese lugar. Y corría el rumor de que algún amigo de Gawdy debió tramar una venganza, apoderándose del hijo de Francis y terminando así con su estirpe. No sé; resulta difícil de concebir en un cazador furtivo de Essex, pero lo digo como lo siento: es como si el viejo Gawdy en persona hubiera vuelto de su tumba para hacer justicia. ¡Uf! ¡No lo quiero ni pensar! ¡Póngame un whisky, Williams!

Williams contó todos estos sucesos a Dennistoun, y éste los contó a su vez a un grupo de personas, entre las que nos encontrábamos yo y un profesor saduceo de Ofiología. Y siento decir que, al preguntársele a éste qué pensaba de todo el asunto, se limitó a decir:

-¡Bueno, las gentes de Bridgeford cuentan cada cosa!

Sólo añadiré que el cuadro está actualmente en el Museo Ashleian, que ha sido sometido a distintas pruebas para averiguar si se han empleado tintas simpáticas, aunque con resultado negativo; que el señor Britnell no sabía nada del asunto, salvo que estaba convencido de que se trataba de un cuadro extraño, y que, aunque ha sido vigilado muy atentamente, no se ha vuelto a observar en él cambio alguno.


El golpe de gracia. Ambrose Bierce (1842-1914)

La batalla había sido violenta y continuada; todos los sentidos lo confirmaban. El sabor mismo del combate estaba en el aire. Ahora todo había acabado; sólo quedaba socorrer a los heridos y enterrar a los muertos; «asearlo un poco», como dijo el bromista de un pelotón de enterramiento. Hacía falta una buena cantidad de «aseo». Hasta donde alcanzaba la vista, entre los bosques y bajo los árboles astillados, se extendían restos de hombres y caballos. Por entre ellos se movían los camilleros recogiendo y llevándose a los pocos que mostraban señales de vida. La mayoría de los heridos habían muerto por abandono mientras se discutía su derecho a ser asistidos. Las reglas del ejército establecen que los heridos deben esperar: la mejor manera de atenderlos es ganar la batalla. Hay que reconocer que la victoria es una importante ventaja para un hombre que necesita cuidados, pero muchos no viven lo bastante para sacarle provecho.

Los muertos se recogieron en grupos de doce a veinte y se situaron uno junto a otro en hileras, mientras se cavaban las fosas que iban a recibirlos. Algunos, encontrados a demasiada distancia de los puntos de recogida, se enterraban allí donde yacían. No se hacían muchos intentos de identificarlos, pero en la mayoría de los casos, como los pelotones de enterramiento estaban destacados para rasurar el mismo terreno que habían ayudado a sembrar, los nombres de los victoriosos muertos se conocían y se relacionaban en la lista. Los caídos enemigos tenían que contentarse con cifras. Pero de estos tuvieron bastantes: muchos fueron contados varias veces y el recuento total, como se señaló más adelante en el informe oficial del comandante victorioso, semejaba más una esperanza que un resultado.

A poca distancia del lugar donde uno de los pelotones de enterramiento había establecido su «vivaque de la muerte», un hombre con el uniforme de oficial del ejército federal se apoyaba, de pie, contra un árbol. De los pies a la barbilla, su actitud revelaba un cansancio agotador; pero volvía la cabeza de un lado a otro con inquietud; al parecer, su mente no descansaba. Quizá dudaba sobre qué dirección tomar; seguramente no permanecería mucho más donde se encontraba, pues ya los rayos horizontales del sol poniente se esparcían, rojizos, por las aberturas del bosque y los fatigados soldados empezaban a abandonar sus tareas del día. Por supuesto, no iba a hacer noche allí, solo, entre los muertos. Nueve de cada diez hombres que uno se encuentra tras una batalla preguntan por el camino que ha tomado determinada fracción del ejército; como si todos lo supieran.

Sin duda, aquel oficial se encontraba perdido. Después de darse un momento de reposo, seguiría presumiblemente a alguno de los pelotones de enterramiento en retirada. Sin embargo, cuando todos se marcharon, se dirigió directamente al interior del bosque, hacia el oeste purpúreo, cuya luz le coloreaba el rostro como sangre. Andaba a zancadas, con un aire de seguridad que indicaba que se hallaba en un terreno familiar; había recuperado la orientación. No miraba a los muertos que encontraba a su paso, a derecha e izquierda. Tampoco prestaba atención a los gemidos sordos de algún herido grave a quien no habían llegado los camilleros y que pasaría una noche penosa bajo las estrellas, acompañado sólo por su sed. ¿Qué podía hacer, en realidad, el oficial, que no era médico y tampoco llevaba agua?

En el extremo de un barranco poco profundo, una mera depresión del suelo, yacían unos cadáveres agrupados. Los vio, se desvió súbitamente de su trayecto y caminó rápidamente hacia ellos. Los examinó con atención, a medida que pasaba, y se detuvo por último junto a uno que yacía a cierta distancia de los otros, cerca de un grupo de árboles bajos. Lo observó atentamente. Parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El hombre gritó.

El oficial era el capitán Downing Madwell, del Regimiento de Infantería de Massachusetts, un valeroso e inteligente soldado y un hombre honorable. Al regimiento pertenecían también dos hermanos apellidados Halcrow: Caffal y Creede Halcrow. Caffal Halcrow era sargento de la compañía del capitán Madwell y los dos hombres, el sargento y el capitán, eran incondicionales amigos. En la medida en que la desigualdad de rango y la diferencia en los deberes y consideraciones de la disciplina militar lo permitían, procuraban estar siempre juntos. En realidad se habían criado juntos desde la primera infancia, y una costumbre de cariño no se rompe fácilmente.

Caffal Halcrow no experimentaba ningún gusto ni disposición hacia lo militar, pero la idea de la separación de su amigo le resultaba extremadamente penosa y se alistó en la compañía en la que Madwell servía como subteniente. Ambos ascendieron dos veces de rango, pero entre el subalterno de más alta graduación y el oficial más bajo media un abismo profundo y amplio, y la antigua relación se mantuvo con dificultades y de un modo diferente.

Creede Halcrow, el hermano de Caffal, era el mayor del regimiento, un hombre cínico y taciturno. Entre el capitán Madwell y él existía una natural antipatía que las circunstancias habían alimentado y aumentado hasta una franca animosidad. De no ser por la influencia disuasoria que su mutua relación con Caffal les imponía, cada uno de estos dos patriotas habría, sin duda, puesto todo su empeño en privar a su país de los servicios del otro. Al inicio del combate de aquella mañana, el regimiento cumplía su función en un puesto de avanzada, a un kilómetro de distancia del grueso del ejército. El grupo fue atacado y prácticamente sitiado en el bosque, pero se mantuvo tenazmente en sus posiciones. Durante una tregua de la lucha, el mayor Halcrow se acercó al capitán Madwell. Tras intercambiar el saludo reglamentario, el mayor dijo:

-Capitán, el coronel ordena que conduzca usted a su compañía hasta la cabeza de ese barranco y mantenga allí su posición hasta nueva orden. No hace falta que le informe del peligro que implica esta maniobra, pero si lo desea, supongo que puede usted delegar el mando de su compañía en su teniente. No he recibido ninguna orden que autorice esa sustitución; es una mera sugerencia mía de carácter no oficial.
Ante este mortal insulto, el capitán Madwell replicó con frialdad:
-Señor, lo invito a acompañarnos en la maniobra. Un oficial a caballo constituiría un excelente blanco, y desde hace largo tiempo mantengo la opinión de que sería una gran ventaja que se hallara usted muerto.

El arte de la réplica se cultivaba en los círculos militares ya en la temprana fecha de 1862. Media hora más tarde, la compañía del capitán Madwell fue expulsada de su posición en la cabeza del barranco, tras haber perdido a un tercio de sus hombres. Entre los caídos figuraba el sargento Halcrow. El regimiento fue poco después obligado a retroceder hasta la primera línea de batalla, y al final del combate, se encontraba a kilómetros de distancia. Ahora, de pie, el capitán estaba al lado de su subordinado y amigo.

El sargento Halcrow había sido herido mortalmente. Su uniforme desarreglado parecía haber sido rasgado violentamente y dejaba ver el vientre al aire. Algunos botones de su chaqueta habían sido arrancados y estaban en el suelo, a su lado, junto a otros jirones de sus ropas, desparramados por todas partes. El cinturón de cuero estaba roto y parecía haber sido arrastrado por debajo del cuerpo, una vez caído. No había mucha efusión de sangre. La única herida visible era un agujero ancho e irregular en el vientre. Estaba sucio de tierra y hojas secas. De él sobresalía un pedazo del intestino delgado. El capitán Madwell no había visto una herida así en toda su experiencia de la guerra. No conseguía imaginar cómo se la habían hecho, ni explicar las otras circunstancias concurrentes: el extraño desgarro del uniforme, el cinturón partido, la piel blanca manchada con la tierra. Se arrodilló y lo examinó más cuidadosamente. Cuando se incorporó, volvió los ojos en diferentes direcciones como si buscara un enemigo. A cincuenta metros, en la cima de una colina baja cubierta por unos pocos árboles, observó varias formas oscuras moviéndose entre los cadáveres; era una piara de cerdos salvajes.

Uno estaba de espaldas, con el lomo muy alzado. Tenía las patas delanteras sobre un cuerpo humano y la cabeza, inclinada, era invisible. El borde cerdoso del espinazo se recortaba negro sobre el poniente rojo. El capitán Madwell apartó los ojos y los fijó nuevamente sobre la cosa que antes había sido su amigo. El hombre que había padecido aquellas monstruosas mutilaciones se encontraba vivo. A intervalos movía las piernas; gemía en cada respiración. Miraba fijamente, sin expresión, el rostro de su amigo, y gritaba si este lo tocaba. En su tremenda agonía había arañado el suelo sobre el que yacía y entre los puños apretados tenía hojas, ramas y tierra. No podía articular el habla, y resultaba imposible saber si era sensible a otra cosa excepto su dolor. La expresión de su rostro era una súplica. La de sus ojos, un profundo ruego. ¿De qué?

No había posible mala interpretación de aquella mirada. El capitán la había visto demasiado a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios conservaban todavía la fuerza necesaria para formular la súplica de la muerte. Consciente o inconscientemente, aquel retorcido resto de humanidad, aquella representación suprema del más agudo dolor, aquel híbrido de hombre y animal, aquel humilde, antiheroico Prometeo, imploraba cualquier cosa, todo, el absoluto no ser, para el regalo del abandono, del olvido. Aquella encarnación del sufrimiento dirigía su silente plegaria a la tierra y al cielo, a los árboles, al hombre, a todo lo que alguna vez tuvo forma en los sentidos o la consciencia.

¿Qué imploraba, entonces? Lo que concedemos incluso a la criatura más miserable sin conciencia suficiente para pedirlo, y negamos sólo a los desgraciados de nuestra propia raza: la bendición de la liberación, el rito de la suprema compasión, el coup de grâce. El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. Lo repitió una y otra vez, sin ningún efecto, hasta que la emoción le bloqueó el habla. Las lágrimas le cegaron y salpicaron el lívido rostro situado bajo el suyo. No veía nada más que una silueta desdibujada y móvil, pero los gemidos eran cada vez más nítidos y a intervalos más breves los interrumpían agudos gritos.

Se dio la vuelta, se golpeó la frente con el puño y se alejó a grandes pasos. Los cerdos lo vieron, alzaron sus hocicos enrojecidos, lo miraron un instante con desconfianza y con un malhumorado gruñido colectivo echaron a correr y desaparecieron. Un caballo con una pata delantera astillada por un obús levantó la cabeza del suelo y relinchó lastimosamente. Madwell avanzó unos pasos, sacó su revólver y disparó entre los dos ojos al pobre animal. Observó con interés su lucha con la muerte, que contrariamente a lo que había supuesto, fue violenta y prolongada; pero al final cayó inmóvil. Los tensos músculos de los belfos, que habían descubierto los dientes en un horrible rictus, se relajaron; el definido y nítido perfil adquirió una expresión de profunda paz y reposo.

Hacia el oeste, sobre la distante colina de escasa arboleda, la franja de fuego del crepúsculo se consumía ya casi a sí misma. La luz palidecía sobre los troncos de los árboles, tomando un gris débil; las sombras cubrían sus copas como grandes pájaros oscuros allí posados. La noche se acercaba y entre el capitán Madwell y el campamento se extendían kilómetros y kilómetros de bosque hechizado. Sin embargo, todavía permanecía allí, de pie junto al animal muerto, en apariencia fuera del sentido de todo lo que le rodeaba. Tenía los ojos fijos en el suelo, a sus pies; la mano izquierda le colgaba al costado y con la derecha todavía sujetaba la pistola. Bruscamente levantó la cabeza, la volvió hacia su amigo moribundo y se acercó rápidamente a él. Puso una rodilla en el suelo, armó el revólver, colocó la boca del cañón sobre la frente del hombre, apretó el gatillo. No hubo estampido. Había gastado su último cartucho con el caballo.

El moribundo gimió y sus labios se movieron convulsivamente. De ellos brotó una espuma con un tinte de sangre.

El capitán Madwell se puso en pie y sacó su espada de la vaina. Repasó su filo con los dedos de la mano izquierda desde la empuñadura hasta la punta. Luego la sustuvo en línea recta delante de él, como para probar sus nervios. No hubo ningún temblor en la hoja de la espada; reflejaba un rayo de luz desolada, firme y certero. Se inclinó y arrancó con la mano izquierda la camisa del agonizante. Se levantó y colocó la punta de la espada exactamente sobre su corazón. Esta vez no apartó los ojos. Agarró la empuñadura de la espada con las dos manos y la empujó hacia dentro con toda su fuerza y todo su peso. La hoja se hundió en el cuerpo del hombre y después en la tierra a través de su cuerpo. El capitán Madwell estuvo a punto de caer hacia delante, sobre el propio trabajo que acababa de hacer.

El moribundo alzó las rodillas, se llevó el brazo al pecho y aferró el acero tan fuertemente que le blanquearon los nudillos de la mano. La herida se ensanchó por el violento pero inútil esfuerzo de arrancar la espada y un riachuelo de sangre brotó y corrió sinuosamente, deslizándose sobre las ropas desordenadas. En aquel momento, tres hombres avanzaron en silencio desde detrás del grupo de árboles bajos que habían ocultado su llegada. Dos eran enfermeros y llevaban una camilla.

El tercero era el mayor Creede Halcrow.


El gato negro. Pedro Escamilla (1829-1891)

Unos doscientos escalones tenía yo que subir para llegar a la primera plataforma de la torre. Las golondrinas que anidaban en el verano debajo de los canalones de piedra entre el musgo y la parietaria, no se asustaban con mi presencia; sabían que de mí nada podían temer. Por las tardes, poco antes de tocar el Ave María, cuando el sol llegaba a su ocaso, me asomaba a una de las ventanas para contemplar el magnífico panorama que a mi vista se presentaba, el cual siempre era nuevo para mí, aun cuando le viera todas las tardes.

En efecto, la puesta del sol, ya se contemple cien años seguidos desde un mismo sitio, siempre ofrece un espectáculo distinto cada vez, aumentando sus encantos y su magia. Las tintas varían a menudo; las sombras presentan cada instante un nuevo aspecto, y el colorido se engalana siempre con mil tonos inesperados, debidos al fecundo pincel de la naturaleza. Luego este poético cuadro se completa llenándose más y más de armonía con el ruido de la brisa entre los árboles del bosque, las voces de los campesinos, el cencerro de los ganados, el murmullo del río, el aroma acre de la selva, y cerrando tan sublime conjunto, como la última nota en una frase musical, la campana que dobla en la torre, cuyo sonido se prolonga agradablemente en el espacio hasta perderse del todo.

A mi izquierda se levantaban desiguales las casas del pueblo, con sus tejas encarnadas y sus techos de pizarra, coronadas con el ramaje de los tilos y enebros, que se elevaban por encima de las tapias de los huertos, formando un pequeño laberinto de calles y encrucijadas hasta perderse en el lindero del bosque, donde solo se veían ya medio ocultas en la espesura algunas chozas de blancas paredes, como las primaras avanzadas de un ejército. A la derecha el río, de espumosa corriente, cortando una pradera de huertos y sembrados, tapizadas sus orillas de verdes cañas y sauces llorones, por entre la yerba, y allá a lo lejos, en el horizonte, las primeras casas de la aldea donde habitaba Marcelina.

Por eso subía yo a la torre y contemplaba absorto aquel espectáculo; por eso esperaba que llegase la noche con su manto de tinieblas para ver si brillaba la luz que me llamaba junto a mi amada. Pero ya habían pasado muchas noches y la luz no brillaba; la ventana de su aposento permanecía muda y la esperada señal no aparecía.

¿Me habrá olvidado Marcelina?
¡Olvidar!...¿Qué significa esta palabra para un corazón de dieciocho años que solo ha palpitado ante la pintada corola de una flor, que no ha sentido otra emoción. ¿Puede uno olvidar lo que ama? ¿Y si Marcelina me ardora, por qué me ha de olvidar? Pero entonces, ¿por qué no me llama? Yo iría a verla; me acercaría muy quedito junto a la tapia del huerto, y esperaría allí toda la noche para verla... para sentir sus lágrimas si llora... su risa si está contenta; sí, sí, vamos... bajemos de la torre; ya ha sonado el toque de ánimas...

¡Pero Dios mío! ¡si sale y me ve su gato negro! ¡Bah!... un gato... ¿a un gato tenéis miedo? Sí, Lulú, con su piel negra y lustrosa, sus ojazos siempre abiertos que brillan en la oscuridad como dos fúnebres antorchas, y sus enormes garras, me infunden pavor.

Cuando me mira con fijeza y le veo enseñarme sus blancos dientes y azotarse los hijares con su cola, me estremezco a mi pesar, y un frío glacial penetra hasta la médula de mis huesos. Y sin embargo, dicen que Lulú es todo un gato honrado, tanto como puede serlo un animal de su especie... pero y desconfío de su benévola sonrisa que le hace erizar el bigote y enseñar los dientes de una manera terrible. Lulú es todo lo acomodado y feliz que puede desear; ni aun tengo la esperanza de que se muera de hambre.

Morirse no... pero yo puedo matarle, y matarle impunemente, porque en el código no hay ningún artículo que castigue al que priva a un gato de su existencia; quizá no está previsto este caso por la ley, como tampoco lo estaba el parricidio en la legislación romana. ¡Matar a Lulú!

Este pensamiento se había apoderado de mí de tal modo que no me abandonaba nunca. Porque lulú se oponía a mi boda con Marcelina, y esto era atacar directamente a mi felicidad, a la felicidad de un ser inofensivo y pacífico que en su vida había soñado con matar un mosquito. ¡Y por Dios que era inconcebible! ¡Hasta qué punto dependía mi dicha de la vida de un gato! ¿Y qué tenía que ver semejante animal con mi boda? Tal proceder me ponía furioso; aquello era ridículo hasta la insensatez, y el nombre de Lulú llegó a ser mi constante y aterradora pesadilla. Por eso el pensamiento de su muerte se ligó de tal modo a mis ocupaciones diarias, que llegó a ser en mí una necesidad. Mientras veía a Marcelina, aunque de tarde en tarde, la idea del asesinato no me punzaba tanto en el alma; pero así que dejé de verla sólo pensé en llevarle a cabo.

-¡Ah pícaro animal, infame gato! Decía entre mí, ¿quieres prohibirme también que hable a mi querida Marcelina? Esto es decir que deseas mi muerte como yo la tuya... pues, bien, nos veremos.

Y procuraba aturdirme a mí mismo con una especie de agitación febril, con un fingido valor que no sentía, y que desaparecía tan luego como por casualidad me encontraba a Lulú en el lindero del bosque, cuando el horrible animal salía a dar su paseo después de comer. Entonces él me miraba y se sonreía al pasar como si hubiese adivinado mi pensamiento y quisiera probarme que ningún temor le infundían mis tentativas de asesinato. Yo también le miraba de reojo y palidecía al contemplar su entornada pupila, que tenía en aquel instante una expresión sarcástica y mordaz.

¡Ahí no le mataría nunca! En mi interior luchaban terriblemente sensaciones distintas: el miedo y el odio a Lulú. Mientras el gato viviese, yo no podía abrigar ninguna esperanza acerca de mi matrimonio, y por otra parte, el animal disfrutaba una apariencia desconsoladora de longevidad. Aquella lucha continua que agitaba mi espíritu llegó a influir desgraciadamente en mi individuo. No comía, padecía vértigos horribles, y mi sueño era agitado e intranquilo: todo el pueblo en fin, llegó a apercibirse de mi estado; me creían loco, porque en medio de mi trabajo pronunciaba palabras incoherentes y prorrumpía en grandes carcajadas o palidecía de espanto, según iba obrando mi pensamiento al acercarse más o menos a las probabilidades de asesinato.

La vista de un gato me ponía en un estado lamentable, y experimentaba una conmoción eléctrica cuando oía sus maullidos. Hasta entonces no llegué a comprender en su mayor intensidad las angustias y sobresaltos de un ratón, la estrategia del queso y el tocino. ¿Qué era yo más que un ratón perseguido por un gato? Todo esto impulsaba a mi pensamiento al asesinato. Una circunstancia insignificante e inesperada acabó de completar mi coraje y llegó a infundirme algún valor. Ya he dicho que debajo de los canalones de la torre anidaban por el verano muchas golondrinas, que como me conocían ya y eran mis amigas, no se asustaban al verme. Una tarde al entrar yo en la plataforma según mi costumbre, noté que todos aquellos pobres animales echaron a volar de pronto sin motivo aparente. Aquello era extraño.

¡Huir de mí las golondrinas! ¡Dios mío! No sabía qué pensar de semejante acontecimiento, y aun llegué a imaginar después de un instante, si ellas, enemigas como yo de los gatos, afeaban mi falta de resolución en librarme de Lulú, apartándose de mi lado. Me entristecí al creer probable semejante conducta, y entrando en la plataforma me dirigía a la ventana para contemplar sus nidos vacíos, cuando un espectáculo sangriento me dejó mudo de indignación. Un enorme gato dorado y ceniciento con manchas negras, se engullía tranquilamente una infeliz golondrina, fruto de su rapiña y crueldad. Al verme se detuvo, fijó en mí sus ojos tranquilos y serenos, relamiéndose el ensangrentado bigote como si me dijera; “está sabrosa.” Infame gato. Me precipité sobre él y le arrojé a la plaza desde lo alto de la torre. El ruido que hizo al caer en tierra hiró dulcemente mi oído al acordarme de Lulú.

-¡Oh! decía, ¡si hubiese ocupado el lugar de este miserable! ¡Si guiado de su apetito viniese también a la torre a caza de golondrinas! Es preciso tenderle un lazo, excitar su gula... pero ¿cómo y con qué? Si le escribo, porque Lulú era un gato bien educado y sabía leer, conocerá mi letra... ¡qué hacer Dios mío!

Un día estaba yo en la puerta de la iglesia pensando en mi pobre Marcelina; era un hermoso día de julio, un sábado... las gallinas con sus polluelos venían escarbando la tierra a picotear mis pies, y mi perro las miraba con indiferencia. De pronto sentí un escalofrió, levanté la cabeza y vi a Lulú que con su paso ordinario y su sonrisa burlona se dirigía hacia mí, mirando de cuando en cuando a la plataforma de la torre. Al verle me levanté para volverle la espalda, pero él me detuvo por un bazo con su asquerosa zarpa.

-Señor Adriano, me dijo con dulce maullido, tendréis la bondad de conducirme a la torre donde se ha refugiado mi canario al escaparse de la jaula.
-¡Cómo! Dije yo balbuceando, vuestro canario...
-Sí, está en el canalón; mirad desde aquí cómo reluce su hermoso plumaje herido por el sol. ¿Queréis que subamos?

Yo por toda contestación abrí la puertecilla y subí seguido de Lulú... ¡Dios mío! ¡Iba a encontrarme en la plataforma solo con él! Me acordé de Cuasimodo y del gato ceniciento, a quien había arrojado desde allí el día anterior.

-¡Tunante, infame canario! Iba diciendo Lulú por la escalera, jadeando ya como un gato poco acostumbrado a trepar.

Yo me sonreía de satisfacción. Bendito animal, decía entre mí, tú me proporcionas mi venganza, porque yo estaba decidido a todo, y en la palidez de mi rostro, en el tono de mi voz, y en la expresión de mis ojos, debía haber conocido Lulú el pensamiento de muerte que vagaba por mi imaginación, tomando fuerza y pidiendo resolución al mismo miedo. Pero el gato se volvió estúpido sin duda cuando nada sospechó en aquel momento.

-Ya hemos llegado, le dije asomándome a la ventana y mostrándole el canario que en la punta del canalón permanecía tranquilo sin sentirnos.
-Y bien, tened la bondad de salir al tejado, me dijo enseñándome una moneda.
-Imposible, señor Lulú, la extraordinaria elevación me produce vértigos, y estoy muy débil a causa de mis padecimientos.

Y Lulú, sin sospechar nada, se encaramó en la ventana y salió al tejado. Lo que yo sentí en aquel instante es incalificable. Cuando vi al zorro del gato pisar la pizarra con cautela y adelantar su mano hacia el extremo del canalón donde le esperaba el canario, sentí una especie de contracción nerviosa; las sienes se agitaban con la trepidación de la sangre; me zumbaban los oídos como si tuviese calentura; mi lengua seca se me pegaba al paladar, y únicamente mis ojos se entornaban reconcentrando la luz en un punto negro que tenía delante. La impunidad y el odio vencieron al miedo, impulsando mi mano sobre Lulú, quien al sentirse desprendido de su punto de apoyo y atravesando el espacio, me dirigió una penetrante mirada y dio un bufido que sería sin duda una maldición.

Después, un ruido seco y terrible se dejó oír... era el miserable gato que se rompía los huesos en los guijarros de la plaza.

-¡Marcelina, Marcelina! -Grité yo con entusiasmo, y caí en el suelo desmayado de alegría...
Cuando volví en mí estaba en un calabozo; una habitación de húmeda y negras paredes con una ventana enrejada que daba sobre la plaza; desde allí veía la torre de donde había arrojado a Lulú.
¿Pero por qué estaba yo encerrado?

Al anochecer entró el carcelero que era un hombre alto y seco como una espica, con su gorro de lana y un farol. Le pregunté con extrañeza lo que significaba aquello, y él, mirándome con aire estúpido, me dijo que si estaba preparado.

-¿Preparado a qué?
-A morir, me contestó el hombre esqueleto con la misma tranquilidad que pudiera haber empleado para ponerme en libertad.
-¡Morir! Dije yo sin acabar de comprender; pero, ¿por qué voy a morir?
-¡Bah! ¿No os acordáis ya de vuestro crimen, u os habéis vuelto loco?
-¡Cómo! ¡criminal yo!... ¡Ah, quisiera saber cómo es eso!
-¿Y el compadre Lulú?
-¡Diantre! ¿Y vos llamáis compadre a un gato?
-Cuando digo que está loco, murmuró el carcelero dando dos vueltas a la llave y alejándose por el corredor.

Yo me quedé estupefacto. ¡Gran Dios! ¡morir por haber matado a un gato! ¿Constituye un crimen tal acción? Es imposible. ¿Pues qué no sabía yo bien la legislación de mi país? ¿No he visto yo a los muchachos del pueblo cazar con lazo a multitud de gatos y ahorcarlos de un árbol por haberse engullido un pájaro? ¿No maté yo mismo al gato ceniciento que devoró a mi golondrina, sin que dicha muerte tuviese otra consecuencia que un individuo menos en la especie? Repito que es imposible... A no ser que las consideraciones de que Lulú gozaba en el pueblo le colocasen en otra esfera... ¿Pero dejaría por eso de ser un gato aun cuando tuviese viñas y olivares de su pertenencia, y no se dedicase a cazar ratones? Yo quise hablar, y hablé, en efecto con un joven abogado que gozaba de una gran reputación en el país; le hice que me mostrase una ley que así privaba de la existencia por una acción que el jurisconsulto más pertinaz y recalcitrante no osaría en clasificar de crimen; y por último, le manifesté mi resolución en apelar de una sentencia que yo consideraba tan injusta como ridícula; pero é con una erudición que me dejó aturdido y que yo estaba muy lejos de sospechar en un aire asimplado y bonachón, me probó la indulgencia del tribunal, que sólo se había contentado con imponerme la muerte, siendo mi crimen tan espantoso. Me habló de las Partidas y del Digesto de los romanos, de la antigua civilización asiática, de la destrucción de Sodoma Y Herculano, desenvolviendo una teoría enteramente nueva sobre las consideraciones que se deben a todos los gatos en general y a algunos en particular, apoyando sus razones con mil notas históricas y juiciosas observaciones sobre las necesidades de las sociedades modernas, deduciendo yo de todo aquello que aun tenía que manifestarme agradecido al tribunal por la templanza de su sentencia, y las consideraciones que me había guardado al enseñarme en el umbral de la muerte muchas cosas de que podía haberme aprovechado, a no haber sido tan ignorante.

Yo no comprendía nada de aquello y miraba al leguleyo con aire espantado. Aquel hombre decía cosas verdaderamente extraordinarias. Figuraos cuál sería mi asombro al oírle afirmar muy formalmente que Lulú era tutor de Marcelina. En poco estuvo el que soltase una carcajada.

¡Un gato tutor de una doncella! Esto era superior a todas mis ideas sobre semejante raza.

Di las gracias al joven, y quedé solo en el calabozo reflexionando sobre todo cuanto acababa de oír; pero lo que más me horrorizaba era la idea de morir tan pronto, cuando al libertarme de Lulú había creído asegurar mi felicidad. ¿Sería posible lo que aquel hombre había dicho, y estaría yo loco efectivamente?

Ello es que dentro de muy pocas horas iba a cumplirse la caritativa sentencia del tribunal, vengando con mi vida un atentado hecho a las prerrogativas de los gatos en el individuo Lulú. Todo estaba listo: aquella noche me había desvelado, además de mis lúgubres pensamientos, varios golpes y martillazos que se oían en la plaza. Eran los criados del verdugo que preparaban el tablado. Amaneció por fin, y yo salí de mi prisión con gran acompañamiento. La vida de un hombre iba a extinguirse cuando asomaban los primeros rayos del sol... ¡un bello sol de estío!

El contraste no podía ser más terrible. La plaza estaba llena de una multitud ansiosa de contemplar mi último gesto, el estertor y la agonía. Todas las miradas se fijaban en mi rostro, miradas estúpidas, casi sangrientas y despiadadas como buitres hambrientos que esperaban un opíparo festín. Mis pies hacían rechinar ya la fatal escalera; todo estaba pronto; el asqueroso cordel oprimía mi garganta, y... cosa rara: anochecía ya.

Algunas estrellas aparecían en el firmamento, y la luna asomaba su disco en el horizonte. ¡Dios mío! ¿qué luz es aquella que brilla entre los árboles del bosque? Es la señal misteriosa tanto tiempo esperada. Marcelina me llama, corro a su encuentro. Ya empieza el día eterno de nuestra unión... Partamos, Marcelina, la misión del verdugo ha terminado.