jueves, 1 de agosto de 2024

El faro. Edgar Allan Poe (1809-1849)

1º de enero de 1796

Hoy, mi primer día en el faro, hago esta anotación en mi diario, según lo acordado con De Grät. Llevaré el diario con la mayor regularidad posible, aunque Dios sabe lo que podría sucederle a alguien tan solitario como yo... Podría enfermar, o algo peor...

Hasta ahora, todo bien. La balandra se salvó por poco, pero ¿por qué pensar en ello si estoy aquí sano y salvo? Mi ánimo mejora sólo con pensar que estaré- al menos una vez en mi vida- completamente solo, pues por grande que sea Neptuno, es obvio que no se le puede considerar parte de la “sociedad”. Sabe el cielo que nunca he confiado en la sociedad ni la mitad de lo que confío en este perro. Si lo hubiera hecho, la “sociedad” y yo no nos habríamos separado ni siquiera por un año... Lo que más me sorprende es la dificultad que tuvo De Grät para conseguirme este puesto... ¡a mí, un noble del reino! No es probable que el consejo tuviera dudas sobre mi capacidad para dirigir el faro. Un solo hombre lo había atendido antes y se las ingenió tan bien como los tres que por lo general asignan a la tarea. Las obligaciones son nimias, y las instrucciones absolutamente claras. No sería lo mismo si me hubiera acompañado Orndoff. Jamás habría podido avanzar con mi libro teniéndolo cerca, con su intolerable cotilleo, por no hablar de su sempiterna pipa de espuma de mar. Además, quiero estar solo... Es curioso que nunca hasta ahora hubiera reparado en el triste sonido de la palabra “solo”. Casi me parece que hay algo extraño en el eco de estos muros cilíndricos..., ¡pero no!, es absurdo. Sé que mi aislamiento me inquietará, pero no lo permitiré. No he olvidado la profecía de De Grät. Ahora, a trepar al fanal y a echar un vistazo para “ver lo que pueda ver”... Ver lo que pueda ver, en efecto..., no demasiado. Creo que la marea está bajando un poco, pero de todos modos la balandra tendrá un viaje de regreso turbulento. Difícilmente avistará la tierra del norte antes de mediodía de mañana, aunque sólo está a 190 o 200 millas.

2 de enero- He pasado el día en una especie de éxtasis casi imposible de describir. Mi pasión por la soledad no podía haber tenido mayor gratificación. No digo satisfacción, pues dudo que pudiera sentirme saciado de una dicha como la que he experimentado hoy... El viento amainó al alba y por la tarde el mar se había retirado... No se veía nada, ni siquiera con el telescopio, salvo océano, cielo y alguna que otra gaviota.

image 3 de enero- Calma chicha durante todo el día. Hacia el atardecer, el mar parecía de cristal. Avisté unas cuantas algas, pero absolutamente nada más en todo el día, ni siquiera el menor rastro de una nube... Me entretuve explorando el faro... Como compruebo a mi pesar cada vez que tengo que subir por sus interminables escaleras, es muy alto; casi cincuenta metros, diría yo, desde la marca inferior del nivel del agua hasta lo alto del fanal. Sin embargo, desde el fondo del foso debe de ser de al menos cincuenta y cinco metros, puesto que el suelo está a unos cinco metros por debajo de la superficie del mar, incluso con la marea baja... Creo que deberían haber rellenado el fondo hueco con mampuestos. En tal caso el edificio sería mucho más seguro..., pero, ¿en qué estoy pensando? Una estructura como esta es lo bastante segura en cualquier circunstancia. Debería sentirme a salvo incluso si arreciara el más furioso huracán. Sin embargo, he oído decir a los marineros que ocasionalmente, con viento del sudoeste, el mar ha subido más aquí que en cualquier otro punto del globo, con la sola excepción del paso occidental del Estrecho de Magallanes. Pero el mar por si solo no podría con este sólido muro roblonado en hierro que, a quince metros de la línea de aguas altas, tiene un espesor de al menos un metro veinte... La base sobre la cual descansa la estructura se me antoja tiza.


El fantasma de Gideon Wise. Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

El padre Brown consideraba este caso uno de los más típicos para ilustrar una teoría de la coartada; la teoría que sostiene, en contra del ave mitológica irlandesa, que es imposible para un ser hallarse, a la vez, en dos sitios distintos. Para comenzar, sentaremos que James Byrne, un periodista irlandés, era acaso lo que mejor puede compararse con el mítico pájaro. Se encontró lo más cerca posible de estar en dos sitios a un tiempo, y estos dos sitios eran los más opuestos del mundo político y social, en el reducido espacio de veinte minutos. El primero de ellos constituían los salones fastuosos de un gran hotel, punto de reunión de tres magnates de los negocios, decididos a cerrar unas minas de carbón bajo la apariencias de una huelga; el segundo de los curiosos lugares era una taberna con fachada de frutería, donde se congregaban el subterráneo triunvirato de quienes se habrían regocijado en dar al cierre la forma de huelga y a la huelga la forma de revolución. El reportero pasaba de un conciliábulo a otro, de los tres millonarios a los tres bolcheviques, con la inmunidad de un heraldo moderno o de un nuevo emperador.

Encontró a los tres magnates mineros ocultos por una selva de plantas en flor y un verdadero bosque de columnas estriadas y floridas de yeso dorado; jaulas, también doradas, pendían de las pintadas cúpulas entre la altísima fronda de las palmas y en ellas había pájaros de abigarrados colores y variadísimos timbres de voz. Jamás pájaro alguno cantó en el desierto con menos auditorio para su melodía, ni flor alguna desperdició su perfume en la estepa de lo que las flores de aquellas altísimas plantas desprendieron en vano el suyo sobre aquellos agudos y desalentados hombres de negocios, americanos en su mayoría, que conversaban e iban de acá para allá en el vasto ámbito de los salones. Y allí, entre el despilfarro de decoración rococó a la que jamás se dirigía la mirada, entre el gorjeo de aquellas aves exóticas que nadie escuchaba, entre el esplendor de la más fastuosa tapicería y un laberinto de lujosa arquitectura, se sentaban los tres hombres comentando que el éxito depende del pensamiento, rapidez, vigilancia de la economía y dominio de sí mismo. Uno de ellos no hablaba tanto como los demás, pero les observaba con sus brillantes ojos inmóviles, que parecían unidos por sus quevedos, mientras su persistente sonrisa, bajo sus estrechos bigotes negros, estaba muy cerca de reflejar un desprecio permanente. Éste era el famoso James R Stein, que no hablaba sino cuando tenía algo que decir. Pero su compañero, el viejo Gallup, de Pennsilvania, un hombre alto y grueso, con pelo cano y rostro de boxeador, hablaba sin cesar. Se sentía lleno de un humor jovial y estaba medio burlándose, medio atormentando al tercer millonario, Gideon Wise, un hombre duro, seco, un pajarraco anguloso, un tipo de esos que sus compatriotas comparan con el nogal americano; llevaba una perilla tiesa encanecida, y sus maneras y ropas eran como las de cualquier campesino de las llanuras del centro. Entre Wise y Gallup había entablada una antigua discusión sobre las competencias y combinaciones. El viejo Wise se inclinaba aún por la manera de proceder del antiguo leñador; algo, en sus opiniones, se inclinaba a favor de los viejos principios individualistas; pertenecía a la escuela de Manchester y Gallup intentaba convencerle de que dejara la competencia a un lado y concentrara los recursos mundiales.

—Tarde o temprano se verá usted obligado a reconocerlo, mi viejo amigo —estaba diciendo Gallup con viveza al entrar Byrne—. Ésta es la manera de andar ahora y no es posible ya volver al trabajo individualista. Es preciso recurrir al esfuerzo mancomunado.
—Si me permiten expresar mi parecer —dijo Stein a su manera tranquila— diría que existe algo más importante que el que nos mantengamos comercialmente unidos. Lo que tenemos que hacer es unirnos desde el punto de vista político y por dicha razón he rogado a Mr. Byrne que venga a reunirse con nosotros hoy. Debemos combinar políticamente nuestras acciones por la sencillísima razón de que nuestros mayores y más peligrosos enemigos están ya unidos.
—Estoy, desde luego, conforme en todo cuanto se refiere a la unidad política —gruñó Gideon Wise.
—Aproxímese usted —indicó Stein al periodista—; ya sé que usted, Mr. Byrne, tiene acceso a la información de esos lugares curiosos y querría que nos hiciera usted un favor extra oficialmente. Usted sabe dónde se reúnen esos hombres; hay tan sólo dos o tres de ellos que pesan: John Elijah, James Halket, a cuyo cargo corre el discurso, y podría ser que también contase ese poeta llamado Horne.
— ¡Cómo...! ¡Si ese Horne era amigo de Gideon! —dijo el alegre Gallup—. Solía ir a la catequesis de Wise.
—En aquel entonces él era cristiano —repuso el viejo Gideon con solemnidad—, pero cuando alguien frecuenta el trato con ateos, no se sabe cómo va a acabar. Lo veo todavía, alguna que otra vez. Y no tuve inconveniente en ayudarlo durante la guerra para impedir su aislamiento y algunas cosas más, pero la cosa cambia de aspecto si empieza a relacionarse con los bolcheviques.
—Perdonen ustedes —interrumpió Stein—. La cuestión es bastante importante, por lo que ruego me excusen de exponerla sin tardar a Mr. Byrne. Mr. Byrne, puedo decirle en tono confidencial que poseo información o, mejor dicho, pruebas que podrían retener a esos sujetos en prisión durante mucho tiempo; me refiero a materia de conspiraciones tramadas por ellos durante la pasada guerra. No tengo intención de hacer uso de dichas informaciones, pero deseo que vaya usted a verlos y les diga que estoy decidido a hacer uso de ellas mañana, si no cambian de actitud.
—Bien —contestó Byrne—. Lo que usted me pide es que intervenga en el encubrimiento de un delito que podría también llamar chantaje. ¿No le parece a usted un poco arriesgado?
—Creo que el peligro les amenaza a ellos —dijo Stein con evidente mal humor— y lo que yo quiero es que vaya usted a comunicárselo.
—Bien, bien —dijo Byrne levantándose con una media sonrisa humorística—. Lo incluiré en mi programa de trabajo; pero si me ocurre algo le prevengo que intentaré meterle a usted también.
—Lo intentará usted, muchacho —afirmó el viejo Gallup con una buena carcajada.

Del gran sueño de Jefferson y de lo que los hombres llaman democracia queda tanto aún en aquel dichoso pueblo que, mientras los ricos gobiernan como tiranos, los pobres no se expresan como esclavos, sino que entre oprimido y opresor existe una candidez maravillosa. El lugar de reunión de los revolucionarios era una habitación blanca de cuyas paredes pendían uno o dos dibujos toscos y desequilibrados, en blanco y negro, al estilo de lo que se supone que es el arte proletario, pero que sin duda ni un proletario entre un millón hubiera podido comprender. La única afinidad entre ambos puntos de reunión residía en el hecho de que violaban la Constitución americana bebiendo demasiado. Cócteles de múltiples colores se ofrecían a los tres millonarios. Halket, el más violento de los tres bolcheviques, pensaba que sólo el vodka era una bebida digna. Era un individuo largo, de aspecto amenazador y agresivo en su mismo perfil, como un perro; su nariz y labios eran prominentes y sobre el superior llevaba un bigote rojizo y mal arreglado, que se erizaba en perpetuo desafío. John Elijah era un hombre oscuro y observador que llevaba gafas y una barbilla puntiaguda y negra; había aprendido a valorar el gusto de la absenta en muchos cafés europeos. La primera y última sensación que tuvo el periodista fue lo mucho que se parecía a James P. Stein. La semejanza entre sus rostros, pensamientos y ademanes era tal, que uno podía imaginarse que el millonario, habiendo desaparecido por una puerta falsa del babilónico hotel, se había presentado de improviso en el reducto de los bolcheviques.

El tercer hombre era también peculiar en sus bebidas; éstas constituían casi un símbolo de su persona. El vaso que estaba ante el poeta Horne era de leche y su propia inocuidad parecía siniestra en aquel ambiente, como si su opaca e incolora sustancia hubiese sido de carácter mucho más venenoso que el verde mortecino de la absenta. Realmente, la inocuidad de Henry Horne era bastante notable, pues había llegado al campo revolucionario por caminos muy distintos de los de Jake, el vulgar dinamitero, y los de Elijah, el cosmopolita saboteador. Horne había disfrutado de una educación esmerada; de niño había frecuentado la Iglesia y guardaba una abstinencia tal en la cuestión de bebidas, que no pudo deshacerse de aquel prejuicio cuando se sacudió los del cristianismo y el matrimonio. Su cabello era rubio y su rostro delicado recordaba al de Shelley, de no haber achicado su mentón dejándose una barba de flequillo. La barba, sin saber por qué, le daba un aspecto afeminado; era como si sus pocos cabellos rubios fueran lo más que pudiese dar de sí. Cuando el periodista entró en la trastienda, el célebre Halket estaba hablando, como de costumbre. Horne acababa de proferir una exclamación casual y convencional, como «el cielo no lo permita» o «Dios nos libre» u otra cosa por el estilo, que resultó suficiente para que Halket empezara a decir una serie de irreverencias.

— ¡Dios nos libre! Eso es todo lo que sabe hacer —dijo—. El cielo no hace nunca otra cosa que prohibir eso, aquello o lo de más allá. Nos prohibe ir a la huelga, nos prohibe luchar y nos prohibe fusilar a esos condenados usureros y chupadores de sangre dondequiera que se hallen. ¿Por qué a ellos no les prohibe algo el cielo durante un tiempo? ¿Por qué tus condenados clérigos y párrocos no se ponen a decir verdades sobre esos brutos, sólo por variar? ¿Por qué su preciado Dios...?

Elijah suspiró suavemente, como si estuviese fatigado, para interrumpirle.

—Los sacerdotes —dijo— pertenecían, como ya dijo Marx, a la etapa feudal del desarrollo económico y ahora no son, en realidad, parte del problema; el papel que un día jugara el sacerdote, lo juega hoy el capitalista experto y...
—Eso es —interrumpió el periodista con su seca e irónica imparcialidad—, y ha llegado la hora de que sepáis que algunos de ellos son muy expertos desempeñando su papel. —Y sin desviar sus ojos de los brillantes, pero mortecinos, de Elijah, les refirió la amenaza de Stein.
—Ya preveía yo algo parecido —dijo el sonriente Elijah sin moverse—. Puedo decir que estaba absolutamente preparado.
— ¡Perros! —reventó Halket—. Si un pobre hombre se atreviera a decir algo semejante, se le sometería a dura prisión. Pero os aseguro que irán a algún sitio peor antes de que puedan imaginárselo. Si no van al infierno, no sé adonde irán...

Horne hizo un movimiento de protesta, seguramente no tanto por lo que el hombre venía diciendo, cuanto por lo que iba a decir; entonces Elijah le interrumpió resumiendo con frialdad.

—Es completamente innecesario —dijo mirando a Byrne fijamente a través de sus espejuelos— lanzar amenazas y retos a los del otro lado. Nos basta con que sus amenazas no surtan efecto por lo que a nosotros respecta. Hemos tomado también nuestras medidas y algunas de ellas no se conocerán hasta el momento de entrar en acción. Por lo que a nosotros se refiere, una ruptura inmediata y una tentativa externa de fuerzas encajan con nuestros planes.

Mientras hablaba sin perder su tono reposado y digno, algo en su impasible rostro amarillento hizo que el periodista sintiera subir un escalofrío por su espina dorsal. El rostro salvaje de Halket podía parecer iluminado por una mueca de desprecio peculiar, al observársele de perfil, pero, si se le miraba de frente, el reto rabioso de sus ojos aparecía con un brillo de ansiedad, como si el complejo ético y económico fuera demasiado para él; y Horne parecía pender aún más de los hilos de agobio y de crítica de sí mismo, pero aquel tercer hombre de lentes que hablaba con tanta sencillez y precisión tenía algo de misterioso, era como un muerto que hablaba sentado en torno a la mesa. Cuando Byrne salió con su mensaje de reto y atravesaba el estrecho pasillo que conduce a la frutería, halló la boca del mismo cerrada por una figura singular, aunque extrañamente familiar; un individuo, grueso y muy raro visto a contraluz, con la cabeza redonda y el sombrero ancho.

—¡Padre Brown! —profirió atónito el periodista—. Me figuro que se ha equivocado usted de puerta. No creo que participe de la conspiración de ahí dentro.
—La mía data de mucho más tiempo —contestó el padre Brown sonriente— y resulta que está mucho más extendida.
—Bien —replicó Byrne—, no irá usted a pensar que ninguno de los que están ahí pueda estar ni a cien millas de su cometido.
—No resulta siempre tan fácil afirmarlo —contestó el padre—, pero hay una persona aquí que sólo se aparta un centímetro de mi cometido.

Desapareció por el oscuro pasillo y el periodista continuó su camino muy preocupado. Dicha preocupación aumentó al sucederle un pequeño percance cuando volvía al hotel para dar la contestación a sus clientes capitalistas. Descendía por los peldaños de la escalera un joven activo, de cabello negro y nariz respingona, con una flor en el ojal, que lo cogió del brazo y lo llevó a un lado antes de que pudiera subir las escaleras.

—Óigame —dijo el joven en voz baja—, yo soy Potter, el secretario del viejo Ged, ¿sabe? Hablando entre nosotros, ¿no es verdad que se está tramando una muy gorda?
—He llegado a la conclusión —contestó Byrne con cautela— de que los cíclopes tienen algo sobre la mesa, pero recuerde usted que el cíclope, siendo gigante, tiene un solo ojo... Pienso que el bolchevismo es...

Mientras hablaba, el secretario escuchaba con un rostro que tenía algo de la inmovilidad mogola, a pesar de la movilidad de sus piernas y vestido. Pero cuando Byrne pronunció la palabra bolchevismo, los ojos penetrantes del joven se movieron con rapidez y dijo:

— ¿Qué tiene eso que...? ¡Ah, sí!, es lo que se está tramando; perdone usted mi falta. Es tan fácil decir yunque, cuando se quiere decir refrigerador...

Con eso, el extraordinario joven desapareció escaleras abajo y Byrne continuó subiéndolas, mientras aumentaba más y más la confusión en su mente. Encontró el grupo aumentado hasta el número de cuatro personas, por la presencia de una que tenía rostro de gallina con muy poco cabello color pajizo y que llevaba monóculo. Hacía las veces de consejero cerca del viejo Gallup y debía de ser seguramente su abogado, aunque no oyó que le llamaran así. Su nombre era Nares y todas las preguntas que hizo a Byrne se encaminaban principalmente, por una u otra razón, al número de los posibles alistados en la organización revolucionaria. Como Byrne sabía poco acerca de tales cosas, dijo aún menos; y los cuatro hombres se levantaron a un tiempo de sus sillas. El último en dirigirle la palabra fue el que había estado más callado.

—Mil gracias, Mr. Byrne —dijo Stein doblando sus quevedos—; me queda sólo por decir que todo está preparado; en este punto coincido con Mr. Elijah. Mañana, antes del mediodía, la Policía habrá detenido a ese señor por hechos que yo mismo les habré planteado y esos tres por lo menos estarán en la cárcel antes de anochecer. Como todos ustedes saben, he intentado rehuir tal acción. Creo, señores, que no se puede decir nada más.

A pesar de todo, Mr. James P. Stein no pudo presentar su informe al día siguiente, por una sencilla razón que ha interrumpido a menudo las actividades de tan expeditos caracteres: no lo pudo hacer porque estaba muerto; y ninguno de los restantes puntos del programa pudo llevarse a término por esta razón, que se hizo evidente para Byrne al verlo anunciado en grandes letras de molde en el periódico de la mañana: «Espeluznante y triple asesinato: tres millonarios muertos en una noche». A renglón seguido, en tipos más o menos cuatro veces el normal, seguían frases sensacionalistas que subrayaban las características del misterio, como el hecho de que los tres hombres habían sido asesinados no sólo al mismo tiempo, sino en sitios muy distantes: Stein en su lujosa y artística casa, a unas cien millas al interior. Wise frente a su pequeño bungalow en la costa, donde disfrutaba de los aires del mar y llevaba una vida sencilla; y el viejo Gallup junto a un seto a la entrada del pabellón de su gran casa en el extremo opuesto del país. En ninguno de los tres casos cabía duda de que la muerte había seguido a una lucha violenta, aunque el cuerpo de Gallup no fuera hallado hasta el segundo día, con toda su masa y fealdad apoyadas en las ramas del seto sobre el que se dejara caer como un bisonte al correr contra las lanzas; a Wise lo habían arrojado al mar no sin resistencia por su parte, pues las huellas de lucha podían seguirse hasta la misma orilla. La primera señal de la tragedia había sido un gran sombrero de paja flotando sobre las olas, que se podía ver desde el risco. El cuerpo de Stein había sido igualmente escondido ante probables pesquisas, hasta que un hilillo de sangre guió los pasos de la Policía hacia un baño de tipo romano que había estado construyendo en su jardín, pues no sólo había sido un hombre de gustos experimentales, sino que también le gustaban las antigüedades.

Por mucho que pensaba Byrne, tuvo que admitir que no había ninguna prueba legal en contra de nadie, estando las cosas como se presentaban. No bastaba con tener un motivo para cometer un crimen. Tampoco bastaba tener cierta propensión psíquica. No podía concebir al joven y pálido pacifista Henry Horne descuartizando a otro hombre con violencia brutal, aunque podía imaginarse al blasfemo de Halket e incluso al judío despectivo capaces de cualquier cosa. La Policía y un hombre que les ayudaba (que no era otro que el misterioso hombre del monóculo presentado como el señor Nares) adoptaron la misma actitud que el periodista; sabían que, por ahora, los conspiradores bolcheviques no podían ser perseguidos ni encarcelados, ya que había de entrañar un error notorio y sensacional la posibilidad de que fueran perseguidos y absueltos. Nares empezó con un habilidoso candor por invitarles a un consejo, que debía ser una reunión privada, y les dijo que dieran sus opiniones francamente para bien de la Humanidad. Habría empezado sus investigaciones en la escena más próxima de la tragedia, el bungalow de junto al mar; a Byrne se le permitió estar presente en el curioso espectáculo, que era a la vez un debate pacífico de diplomáticos y un juicio velado, o, mejor dicho, un intento de objetivizar las sospechas. Con bastante sorpresa de Byrne, en el complejo grupo sentado alrededor de una mesa del bungalow costeño, aparecía la rechoncheta figura y cabeza lechuguina del padre Brown, aunque su conexión con este asunto no aparece hasta después. La presencia del joven Potter, el secretario del difunto, parecía más natural; pero su comportamiento, en verdad, no lo fue tanto. Era el único que estaba familiarizado con el lugar y en cierto modo tenía que hacer los honores de la casa; no obstante, sirvió de poca ayuda y de menos información. Su rostro de naricita respingona tenía una expresión más de contrariedad que de pena.

Jake Halket, como de costumbre, era el que más hablaba; no era de esperar que un hombre de su tipo se aviniera a mantener la educada actitud del que ignora que él y sus amigos son acusados. El Joven Horne, en su manera más suave, intentó refrenarlo cuando se disponía a culpar a las víctimas, pero Jake estaba siempre dispuesto a vociferar tanto contra sus amigos como contra sus enemigos. En medio de un torrente de blasfemias, descargó de su alma una esquela muy poco oficial sobre el difunto Gideon Wise. Elijah conservaba su aspecto imperturbable e indiferente tras los lentes que escondían sus ojos.

—Me parece que es inútil —dijo Nares con frialdad— sostener que sus observaciones son indecentes. Podría afectarle más la noticia de que sus exclamaciones pueden ser imprudentes. Prácticamente, afirma usted que odiaba al muerto.
— ¿Va usted a ponerme a la sombra por eso? —exclamó el demagogo—. Muy bien, pero tendrán que construir una prisión con capacidad para un millón de personas si quiere usted encarcelar a toda la pobre gente que tenía razones para odiar a Gideon Wise. Y usted sabe, como yo sé, que lo que afirmo es una verdad como un templo.

Nares estuvo callado y nadie habló, hasta que Elijah comenzó a hacerlo con su clara voz algo ceceante.

—Me parece que ésta es una discusión de muy poco provecho para ambas partes —dijo—.Ustedes nos han traído aquí, o para buscar información sobre el asunto, o para sondearnos. Si ustedes se fían de nuestra palabra, hemos de confesarles que carecemos de toda información. En caso de no tener confianza en nosotros deben participarnos de qué se nos acusa o tener la amabilidad de llevar el asunto entre ustedes. Nadie ha podido sugerir la más leve presunción de que nosotros tengamos que ver con esta tragedia, ni más ni menos que con el asesinato de Julio César. No se atreven a detenernos y, por otra parte, no nos quieren creer. ¿De qué sirve, pues, permanecer aquí por más tiempo?

Se levantó, abrochándose el abrigo con calma y sus amigos hicieron lo propio. Mientras se dirigían hacia la puerta, el joven Horne volvió a los investigadores su rostro pálido y fanático.

—Quisiera decirles —aclaró— que estuve encerrado en un sucio calabozo durante toda la guerra porque me negué a matar a un hombre.
Tras decir esto salió, dejando a los miembros del grupo sombríos, mirándose entre sí.
—Me sería difícil pensar —dijo el padre Brown— que salgamos victoriosos a pesar de la retirada.
—Nada me importa —dijo Nares—, salvo que me ponga el pie encima ese matón blasfemo de Halket. Horne es un caballero. Pero digan lo que quieran, estoy seguro hasta la tumba de que saben algo; que están en ello, si no todos, la inmensa mayoría, Y estuvieron cerca de admitirlo cuando se mofaron diciendo que no podíamos probar nada positivo, pero no que estuviéramos equivocados. ¿Qué piensa usted sobre todo esto, padre Brown?

La persona a quien iba dirigida la pregunta miró a Nares con una mirada casi desconcertada, gris y meditativa.

—Es cierto —dijo— que hay una persona que sabe más del asunto de lo que nos ha dicho. Pero me parece mejor no decir nombres por ahora.
A Nares se le soltó el monóculo y se puso alerta:
—Esto es extraoficial —dijo—, pero supongo que sabrá que si más adelante oculta información puede encontrarse en una situación comprometida.
—Mi actitud es muy sencilla —replicó el sacerdote—: estoy aquí para defender los intereses legítimos de mi amigo Halket. Yo creo que será de su interés, en estas circunstancias, si les digo que creo que no persistirá por mucho tiempo en la organización y que dejará de ser un socialista en el sentido de hoy. Tengo abundantes razones para creer que acabará convirtiéndose al catolicismo.
— ¡Halket! —saltó el otro con incredulidad—. Pero, ¿cómo, si maldice las sotanas desde la mañana a la noche?
—Me parece que no comprende usted bien a esta clase de hombres —dijo el padre Brown lleno de paciencia—. Jura y perjura contra los sacerdotes porque fracasan (en su opinión) en hacer frente a la justicia del mundo. ¿Por qué habría él de esperar que hicieran frente a la justicia, si no hubiese intuido remotamente que son lo que son? Pero no nos hemos reunido para discutir la psicología de las conversiones. He mencionado sencillamente eso para simplificar su tarea... Para limitar su búsqueda.
—Si lo que dice es cierto, limitaría mi búsqueda a la estrecha cara de ese bandido de Elijah... Y no me extrañaría, pues nunca he visto a un diablo más desdeñoso, de mayor sangre fría y aspecto más espeluznante que ése.
El padre Brown suspiró y dijo:
—Siempre me recuerda al pobre Stein; creo que, en mayor o menor grado, era pariente suyo.
—Ya comprendo —empezaba a decir Nares, cuando su protesta quedó cortada en seco al ver que la puerta se abría, dibujándose en ella la figura y el pálido rostro del joven Horne. Pero su rostro no reflejaba su palidez natural, sino otra nueva y bastante innatural.
— ¡Hola! —exclamó Nares poniéndose su monóculo—. ¿Por qué ha vuelto?
Horne cruzó la habitación muy nervioso y, sin decir palabra, se dejó caer en una silla. Luego dijo, como en sueños...
—Perdí a los otros... y el camino, y creí mejor volver.

Los restos de las bebidas que habían tomado estaban sobre la mesa y Henry Horne, aquel empedernido defensor de la ley seca, se sirvió un vaso de coñac y lo bebió de un trago.

—Me parece que está usted impresionado —dijo el padre Brown.

Horne se llevó las manos a la cabeza y por entre ellas empezó a hablar, en voz baja, como si sólo se dirigiera al sacerdote.

—Será mejor que lo diga. He visto un fantasma.
— ¿Un fantasma? —repitió Nares asombrado—. ¿El espectro de quién?
—El de Gideon Wise, dueño de esta casa —contestó Horne un poco repuesto—. Estaba de pie, al borde del risco por el que cayó.
— ¡Oh, vaya tonterías! —dijo Nares—. Nadie con dos dedos de frente cree ya en los fantasmas.
—Esto no es del todo exacto —dijo el padre Brown sonriendo—. Hay pruebas de casi tantos espectros como crímenes se han cometido.
—Mi obligación es perseguir a los criminales —objetó Nares con un poco de acritud—, y dejo a cargo de otros el huir de los fantasmas. Si hay alguien que a esta hora del día quiera ser asustado por fantasmas, es asunto suyo.
—Yo no he dicho que me asustara, aunque admito la posibilidad de que pudieran asustarme —dijo el padre Brown—. Nadie lo sabe hasta que lo prueba. Yo he dicho que creía en ellos lo bastante para interesarme por éste. ¿Qué es exactamente lo que vio usted, Mr. Horne?
—Allí, sobre el borde de aquella escarpada orilla; allí donde hay una especie de agujero o zanja, junto al lugar donde fue despeñado. Los demás marchaban algo delante y yo cruzaba el llano hacia el camino que sigue la orilla. He recorrido con frecuencia dicho sendero, ya que me gusta ver la mar embravecida precipitarse contra aquellas peñas. No le di gran importancia esta noche, aunque me extrañó que hubiera tanto oleaje, ya que la noche era tan clara. Podía ver las pálidas crestas de espuma aparecer y desaparecer a medida que las grandes olas barrían las puntas salientes. Por tres veces percibí la blanca espuma brillar a la luz de la luna y luego algo indefinible. Un cuarto relámpago plateado parecía haberse detenido en el cielo. No se desprendía y esperé con una intensa emoción a que lo hiciera. Me imaginé que estaba loco y que el tiempo se había detenido misteriosamente para mí o que se había prolongado. Me acerqué más y entonces grité. Pues aquella espuma suspendida como si fuera de copos de nieve se había convertido en un rostro y en una silueta blanca como el leproso de la leyenda, y terrible a la vez como un relámpago cuajado.
— ¿Y usted dice que era Gideon Wise?

Horne asintió con la cabeza, sin proferir palabra, y hubo un profundo silencio roto bruscamente por Nares al ponerse en pie; tan bruscamente, que hizo caer la silla.

— ¡Qué sandeces! —dijo—. De todas formas, será mejor que salgamos y veamos.
—No iré —dijo Horne montando en cólera—. Jamás recorreré aquel sendero.
—Esta noche tendremos que pasar por él a la fuerza —dijo el sacerdote con gravedad; no negaré que ha sido un camino peligroso... para más de una persona.
—Yo no iré... ¡Dios mío!, déjenme en paz—exclamó Horne. Sus ojos empezaron a moverse de una forma extraña. Se había levantado con los demás, pero no se movió hacia la puerta.
—Mr. Horne —dijo Nares con firmeza—; yo soy un agente de Policía y creo preferible decir, por si lo ignora, que esta casa está rodeada por la Policía. He intentado hacer la investigación de una manera amistosa, pero me veo obligado a inspeccionar los menores detalles, incluso cosas tan absurdas como un fantasma. Le pido que me lleve al lugar donde lo ha visto.
Se hizo otro silencio, durante el cual Horne estuvo luchando con ineludibles temores. Luego, se dejó caer otra vez en su silla y empezó a hablar con un tono de voz completamente distinto y mucho más sereno:
—No puedo; de todas formas, estoy dispuesto a decirles el porqué. Más tarde o más temprano lo descubrirían. Yo lo maté.

El silencio que siguió a sus palabras fue tal, que semejaba el del momento en que un rayo cae sobre una casa ocasionando la muerte de todos sus moradores. Se oyó la voz del padre Brown que sonaba muy débil en medio de aquel silencio, como el chillido de un ratón.

— ¿Lo mató usted deliberadamente? —preguntó.
— ¿Cómo puede uno contestar a esta pregunta? —contestó el hombre, que estaba sentado en su silla mordiéndose un dedo—. Debí de obrar en un momento de locura. Reconozco que él se puso intolerablemente insolente. Yo estaba en su propiedad y creo recordar que me golpeó; de todas maneras, llegamos a las manos y él cayó por el precipicio. Cuando me alejé del lugar, se me hizo como una súbita claridad en el cerebro y comprendí que acababa de cometer un crimen que me separaba para siempre de los hombres; el sello de Caín me quemaba la frente e incluso el cerebro; y en aquel instante comprendí, por vez primera, que había matado a un hombre. Me daba cuenta de que me vería precisado a confesarlo tarde o temprano. —Se irguió en la silla, y continuó—: Estoy dispuesto a no decir nada contra nadie; es inútil que me vayan preguntando por cómplices o planes... No diré nada.
—Teniendo en cuenta los demás asesinatos —dijo Nares—, es difícil creer que éste no fuera premeditado. Seguro que cumplía órdenes de alguien.
—He dicho que no diré nada contra aquellos con quienes yo trabajaba —dijo Horne con orgullo—. Soy un asesino, pero no quiero ser un soplón.

Nares se interpuso entre el hombre y la puerta y llamó con autoridad a alguien que permanecía fuera.

—Iremos todos al lugar —dijo Nares al secretario en voz baja—, pero este hombre debe ir custodiado.

Todos los que integraban el grupo tenían la sensación de que ir a fisgar sobre una peña era algo muy tonto y extemporáneo, ya que el asesino había confesado. Pero Nares, a pesar de ser el más escéptico y desdeñoso de todos, creyó que su deber le obligaba a no dejar piedra por remover, pues, a fin de cuentas, aquella peña era la única losa que reposaba sobre la líquida tumba del malogrado Gideon Wise. Nares, siendo el último en salir, cerró con llave la puerta de la casa y siguió a los demás a través de la llanura que se extendía hasta la peña. Se sorprendió entonces al ver que el joven Potter, el secretario, se dirigía hacia él con el rostro pálido como la luna.

— ¡Por todos los santos, señor! —exclamó dejando oír por primera vez su voz en aquella noche—. Es verdad que hay algo, y es exactamente como él.
— ¿Está usted loco? —dijo el detective—, todo el mundo está loco.
— ¿Cree usted que no puedo reconocerlo cuando le veo? —exclamó el secretario con amargura—. Tengo mis razones para reconocerlo.
—Es posible —dijo el detective con agudeza—. Usted es de los que tienen motivos para odiarlo, como dijo Halket.
—Podría ser —dijo el secretario—; pero lo conozco bien y le digo que pude verle allí, derecho y mirándonos a la luz de esta luna maldita.

Y señaló a una hendidura de la peña, donde se destacaba algo semejante a un rayo de luz o a un poco de espuma del mar, aunque de aspecto más sólido. Se acercaron unos pasos y continuó sin moverse; parecía una estatua de plata. Nares empalideció ligeramente y comenzó a titubear en su decisión. Potter estaba tan asustado como el mismo Horne, e incluso Byrne, que era un reportero endurecido, no estaba dispuesto a acercarse más. Se sorprendió de que el único hombre que pocos minutos antes había dicho que podía asustarse de los fantasmas se mostrara como el más decidido. El padre Brown andaba con aplomo, con su paso firme, como si fuera a consultar un tablón de anuncios.

—Me parece que no le preocupa mucho —dijo Byrne al sacerdote—. Y yo creía que era usted el único que daba por seguras estas cosas.
—Ya que hablamos de ello, le diré que yo esperaba que no le darían ustedes la más mínima importancia. Creer en espectros es una cosa, y creer en uno determinado es otra.
Byrne se sintió interesado y empezó a escudriñar las peñas que se amontonaban a su alrededor bajo la fría claridad de la luna, como los acompañantes de la visión o ilusión.
—No creí en ello hasta que lo vi —dijo.
—Y yo creí en ello mientras no lo vi —dijo el padre Brown.

El periodista lo contempló atravesar con paso tardo el espacio que lo separaba del macizo partido en dos y semejante a la vertiente de una colina partida por la mitad. Bajo la pálida luna, la hierba parecía un cabello gris peinado hacia un lado por el viento, y parecía que ésta señalaba también el lugar en donde la agrietada peña mostraba reflejos lechosos sobre la superficie gris verde, el preciso lugar donde estaba la pálida silueta o brillante sombra que no podían aún explicarse. La desvaída figura continuaba dominando el triste panorama que, a no ser por la espalda cuadrada y el ademán resoluto del sacerdote al acercarse a aquel lugar, ofrecía un aspecto de completa desolación. El cautivo Horne se deshizo de sus guardianes y con un grito estridente corrió a adelantarse al sacerdote y, cayendo de rodillas ante el espectro, le imprecaba:

—Ya he confesado, ¿por qué has vuelto para decirles que fui yo?
—He venido para decirles que no fuiste tú —dijo el fantasma, y le tendió la mano. El hombre que estaba arrodillado se levantó, profiriendo un grito totalmente distinto; todos comprendieron que aquella mano era de carne y hueso.
—Fue el caso más notable de muerte que se recuerda —declararon el experto detective y el no menos experto periodista.

Hasta cierto punto era un caso extremadamente simple. Esquirlas y fragmentos de la roca venían desprendiéndose continuamente y quedaban en parte detenidos en la enorme grieta, de suerte que habían llegado a formar un pequeño reborde o saliente allí donde se había supuesto una negra línea atravesando el oscuro espacio hasta llegar al mar. El viejo, un viejo muy tozudo, fuerte y nervioso, había caído sobre dicho reborde y había pasado unas horribles veinticuatro horas esforzándose en subir por los pequeños salientes que a cada momento cedían al peso de su cuerpo; logró excavar una pequeña escalerilla de evasión. Esto nos explicaría la ilusión óptica de Horne, cuando dijo que una ola blanca aparecía y desaparecía y que por último se quedó quieta. En cualquier caso, allí estaba Gideon Wise, en carne y hueso, con su cabello blanco, sus polvorientos vestidos campestres y sus pronunciadas facciones campesinas que, sea por lo que sea, eran mucho más blancas que de costumbre. Es posible que resulte beneficioso para los millonarios pasar veinticuatro horas en un arrecife a dos pasos de la eternidad. En todo caso, no sólo libró al criminal de toda acusación, sino que dio una versión verídica del accidente que modificó por completo el asunto. Wise declaró que no le habían tirado en manera alguna, sino que el suelo, que en aquel lugar se desmenuzaba constantemente, cedió bajo su peso y que incluso Horne había hecho algunos movimientos encaminados a salvarle.

—Sobre aquella providencial repisa de roca —dijo con solemnidad—, prometí al Señor perdonar a todos mis enemigos; y el Señor me juzgaría muy mezquino si no perdonara este accidente tan trivial.

Horne tuvo que salir custodiado por la Policía. El detective sabía que si le era impuesto algún castigo había de ser insignificante. ¡No todos los asesinos pueden llevar al asesinado como testigo de descargo!

—Es un caso rarísimo —dijo Byrne mientras el detective y los otros se apresuraban hacia el pueblo.
—Lo es —asintió el padre Brown—: no es asunto que nos concierna, pero desearía que se quedara usted un poco conmigo para comentarlo.
Después de una breve pausa, Byrne dijo de pronto:
—Supongo que pensaba usted en Horne al manifestar que alguien decía menos de lo que sabía.
—Cuando lo dije, estaba pensando en el silencioso Potter, el secretario del ya no difunto o lamentado Gideon Wise.
—A decir verdad, la única vez que Potter me habló creí que estaba trastornado —confesó el asombrado Byrne—, pero nunca se me ocurrió que pudiera ser un criminal. Comenzó a decirme que todo se reducía a un refrigerador.
—Sí, ya dije que conocía algo del asunto. Pero no he dicho nunca que tuviera que ver con el asunto... Supongo que Wise es realmente lo bastante fuerte para haber escalado por sí mismo aquella oquedad.
—Pero, ¿qué quiere usted decir? —exclamó el asombrado reportero—. Naturalmente que salió de allí; ¿no estaba con nosotros?
El sacerdote dejó incontestada la pregunta y preguntó bruscamente a su vez:
—¿Qué piensa usted de Horne?
—No se le puede llamar con absoluta propiedad un criminal. No se parece al menos a ninguno de los criminales que yo he visto, y tengo alguna experiencia; pero, naturalmente, Nares la tiene mucho mayor. Me parece que nunca nos satisfizo la idea de considerarlo criminal.
—En cambio, yo no le juzgué nunca capaz de otra cosa —añadió el sacerdote—. Debe saber usted mucho más que yo sobre criminales. Pero hay una clase de personas de las cuales yo, probablemente, sé más que usted e incluso que Nares, pongamos por caso. He conocido a muchos y conozco sus truquillos.
—Otra clase de personas —repitió Byrne confuso—. ¿Qué clase de personas?
—Arrepentidos.
—No acabo de comprender —objetó Byrne—. ¿Usted no cree en su crimen?
—No creo en su confesión —dijo el padre Brown—. He oído muchas confesiones, pero ninguna confesión espontánea ha sido como la de Horne. Demasiado romántica, sacada en su totalidad de libros. ¿No se fijó usted en cómo habló del sello de Caín? Eso lo ha sacado de un libro. Nadie que hubiese hecho una cosa así lo habría pensado. Suponga usted, por un momento, que fuera un honrado pasante o dependiente y que se viera sorprendido por la sensación de que había robado dinero. ¿Se le podía ocurrir, acaso, pensar en que su acción era la misma que la de Barrabás? O suponga que hubiese usted matado a un niño, preso de una cólera nefasta. ¿Se pondría a repasar la historia hasta llegar a identificar su acción con la del aquel potentado idumeo llamado Herodes? Créame: nuestros crímenes son, con mucho, demasiado repugnantemente privados y prosaicos para que se nos ocurra pensar enseguida en paralelismos históricos, por muy inteligentes que seamos. ¿Y por qué cree usted que saltó diciendo, sin ton ni son, que no delataría a nadie? ¿No cree usted que con sólo decirlo ya los estaba delatando, pues nadie le había preguntado nada, y lo más sencillo era no delatar a nadie? No, no creo que fuese sincero y, si estuviera en mi mano, no le absolvería. Bonitas se pondrían las cosas si empezáramos a perdonar a la gente por delitos que no habían cometido.

El padre Brown miró con detenimiento el mar.

—No comprendo adonde quiere ir a parar —exclamó Byrne—. ¿De qué sirve rodearlo de suposiciones cuando ya ha sido perdonado? De ésta ya ha escapado. Ahora le veo
completamente a salvo.

El padre Brown giró como una peonza y tomó a su amigo por el brazo con un entusiasmo inexplicable y del todo inesperado.

— ¡Eso es —exclamó con énfasis—, nos han engañado a todos! ¡Está completamente seguro y ya se ha salvado por esta vez! Precisamente por eso es la clave del enigma.
— ¡Por Dios! —exclamó Byrne pasmado.
—Quiero decir —insistió el rechonchete sacerdote— que está en el fregado porque se ha salido de él. Ésta es la única y total explicación.
—Y, verdaderamente, una explicación muy clara —dijo Byrne.
Estuvieron mirando al mar unos instantes en silencio. Luego el padre Brown prosiguió alegremente:
—Y ahora llegamos a lo de la nevera o refrigerador. Donde todos ustedes se han equivocado desde un principio en el presente caso es en el mismo punto donde la mayor parte de hombres públicos y periodistas se equivocan. Todos ustedes ven tan sólo que contra lo único que hay que luchar en el mundo de hoy día es contra el bolchevismo. Esta historia no tiene nada que ver con el bolchevismo, salvo quizá el tenerlo como fondo.
—Pues yo no lo entiendo así —dijo Byrne—; por un lado, tiene usted a los tres grandes millonarios metidos en aquel negocio, asesinados...
— ¡No! —exclamó el sacerdote con voz aguda—. ¡No lo comprende usted! Ése es precisamente el quid. No hay tres millonarios asesinados. Hay sólo dos asesinados y un tercero muy vivo e inquieto, dispuesto a pisar a quien sea. Y ahí tiene usted delante al tercer millonario, libre para siempre de la amenaza que pesaba sobre su cabeza, expresada naturalmente con frases muy finas y despreocupadas en la conversación misma que usted me explicó que se desarrolló en el hotel; Gallup y Stein amenazaron al viejo, anticuado e independiente mercachifle con la posibilidad de que si no entraba en el juego le harían el vacío, dejándolo helado. Por esta razón dijeron lo de la nevera o refrigerador.

Después de una pausa continuó:

—Indudablemente, en el mundo moderno existe un movimiento bolchevique, que sin duda hay que contrarrestar; pero no creo mucho en la manera común de oponerse a él. En lo que nadie cae en la cuenta es en otro movimiento igualmente moderno e igualmente arrollador: el gran movimiento hacia el monopolio, o el que convierte todas las industrias en gigantescos trusts. Esto también es una revolución que desemboca en lo que la revolución desemboca. Los hombres se matarán por esto y contra esto, de la misma manera que lo hacen a favor y en contra del comunismo. Tiene sus ultimátums, sus invasiones y sus ejecuciones. Estos magnates de los sindicatos tienen sus cortes como los reyes, sus guardaespaldas y sus matones; tienen también sus espías en los campos enemigos. Horne era uno de los espías del viejo Gideon en uno de sus campos enemigos; pero fue usado contra otro enemigo: los rivales que le estaban arruinando porque no se unía a ellos.
—Sigo sin ver cómo lo usó —dijo Byrne— o de qué sirvió.
—¿No comprende usted —exclamó el padre Brown enojado— que se echaron una mano el uno al otro?

Byrne lo seguía mirando con aire de incredulidad, aunque la expresión de inteligencia empezaba a iluminar sus facciones.

—Eso es lo que quiero decir —prosiguió el otro— cuando digo que estaban en el asunto precisamente porque estaban fuera de él. La mayoría de las personas opinarán que se les debe absolver de los otros dos crímenes porque se ha probado que no estaban en éste. Y, en realidad, estaban en aquéllos, aunque no estaban en éste, ya que éste jamás se perpetró. Una coartada muy improbable y rara, esto es, improbable y por ello impenetrable. La mayor parte de los hombres dirá que quien confiesa un asesinato debe ser sincero y que quien perdona a su asesino también lo es. Nadie creerá que nunca llegó a existir tal crimen, de manera que el uno no tiene nada que perdonar y el otro nada que temer. Se habían dado cita aquí, para aquella noche, con objeto de eludir una historia que iba contra ellos mismos. Pero lo cierto es que no estuvieron aquí en la noche de autos; Horne estaba matando al viejo Gallup en el bosquecillo, mientras Wise estaba estrangulando al pequeño judío en su bañera romana. Por eso me he preguntado si Wise era lo realmente fuerte para resistir la ascensión que nos contó.
—Pues, desde luego, la historia estaba muy bien pensada —contestó Byrne decepcionado— Cuadraba con el tono del paisaje y era muy convincente.
—Demasiado convincente para convencer —dijo el padre Brown moviendo la cabeza. ¡Qué vivida era la espuma coronada por la claridad lunar que se levantaba en el aire y se convertía en un espectro...! ¡Qué literaria! Horne es un sujeto ruin e indeseable, un truhán, pero no olvide usted que, como muchos de los truhanes y granujas de la historia, también es un poeta.


El fardo. Rubén Darío (1867-1916)

Allá lejos, en la línea, como trazada por un lápiz azul, que separa las aguas y los cielos, se iba hundiendo el sol, con sus polvos de oro y sus torbellinos de chispas purpuradas, como un gran disco de hierro candente. Ya el muelle fiscal iba quedando en quietud; los guardias pasaban de un punto a otro, las gorras metidas hasta las cejas, dando aquí y allá sus vistazos. Inmóvil el enorme brazo de los pescantes, los jornaleros se encaminaban a las casas. El agua murmuraba debajo del muelle, y el húmedo viento salado, que sopla de mar afuera a la hora en que la noche sube, mantenía las lanchas cercanas en un continuo cabeceo.

Todos los lancheros se habían ido ya; solamente el viejo tío Lucas, que por la mañana se estropeara un pie al subir una barrica a un carretón, y que, aunque cojín cojeando, había trabajado todo el día, estaba sentado en una piedra y, con la pipa en la boca, veía triste el mar.

-¡Eh, tío Lucas! ¿Se descansa?
-Sí, pues, patroncito.

Y empezó la charla, esa charla agradable y suelta que me place entablar con los bravos hombres toscos que viven la vida del trabajo fortificante, la que da la buena salud y la fuerza del músculo, y se nutre con el grano del poroto y la sangre hirviente de la viña.

Yo veía con cariño a aquel viejo, y le oía con interés sus relaciones, así todas cortadas, todas como de hombre basto, pero de pecho ingenuo. ¡Ah, conque fue militar! ¡Conque de mozo fue soldado de Bulnes! ¡Conque todavía tuvo resistencia para ir con su rifle hasta Miraflores! Y es casado, y tuvo un hijo y...

Y aquí el tío Lucas:
-¡Sí, patrón, hace dos años que se me murió!

Aquellos ojos chicos y relumbrantes bajo las cejas grises y peludas, se humedecieron entonces.
¿Que cómo se murió? En el oficio, por darnos de comer a todos: a mi mujer, a los chiquitos y a mí, patrón, que entonces me hallaba enfermo.

Y todo me lo refirió al comenzar aquella noche, mientras las olas se cubrían de brumas y la ciudad encendía sus luces; él, en la piedra que le servía de asiento, después de apagar su negra pipa y de colocársela en la oreja, y de estirar y cruzar sus piernas flacas y musculosas, cubiertas por los sucios pantalones arremangados hasta el tobillo.

El muchacho era muy honrado y muy de trabajo. Se quiso ponerlo a la escuela desde grandecito; pero ¡los miserables no deben aprender a leer cuando se llora de hambre en el cuartucho"

El tío Lucas era casado, tenía muchos hijos.
Su mujer llevaba la maldición del vientre de los pobres: la fecundidad. Había, pues, mucha boca abierta que pedía pan, mucho chico sucio que se revolcaba en la basura, mucho cuerpo magro que temblaba de frío; era preciso ir a llevar qué comer, a buscar harapos, y para eso, quedar sin alientos y trabajar como un buey.

Cuando el hijo creció, ayudó al padre. Un vecino, el herrero, quiso enseñarle su industria; pero como entonces era tan débil, casi un armazón de huesos, y en el fuelle tenía que echar el bofe, se puso enfermo y volvió al conventillo. ¡Ah, estuvo muy enfermo! Pero no murió. ¡No murió! Y eso que vivía en uno de esos hacinamientos humanos, entre cuatro paredes destartaladas, viejas, feas, en la callejuela inmunda de las mujeres perdidas, hedionda a todas horas, alumbrada de noche por escasos faroles, y en donde resuenan en perpetua llamada a las zambras de echacorvería, las arpas y los acordeones, y en ruido de los marineros que llegan al burdel, desesperados con la castidad de las largas travesías, a emborracharse como cubas y a gritar y patalear como condenados. ¡Sí! entre la podredumbre, al estrépito de las fiestas tunantescas; el chico vivió, y pronto estuvo sano y en pie.

Luego llegaron sus quince años.
El tío Lucas había logrado, tras mil privaciones, comprar una canoa. Se hizo pescador.
Al venir el alba, iba con su mocetón al agua, llevando los enseres de la pesca. El uno remaba, el otro ponía en los anzuelos la carnada. Volvían a la costa con buena esperanza de vender lo hallado, entre la brisa fría y las opacidades de la neblina, cantando en baja voz algún "triste", y enhiesto el remo triunfante que chorreaba espuma.

Si había buena venta, otra salida por la tarde.
Una de invierno había temporal. Padre e hijo, en la pequeña embarcación, sufrían en el mar la locura de la ola y del viento. Difícil era llegar a tierra. Pesca y todo se fue al agua, y se pensó en librar el pellejo. Luchaban como desesperados por ganar la playa. Cerca de ella estaban; pero una racha maldita los empujó contra una roca, y la canoa se hizo astillas. Ellos salieron sólo magullados, ¡gracias a Dios! como decía el tío Lucas al narrarlo. Después, ya son ambos lancheros.
¡Sí! lancheros; sobre las grandes embarcaciones chatas y negras; colgándose de la cadena que rechina pendiente como una sierpe de hierro del macizo pescante que semeja una horca; remando de pie y a compás; yendo con la lancha del muelle al vapor y del vapor al muelle; gritando: ¡hiiooeep! cuando se empujan los pesados bultos para engancharlos en la uña potente que los levanta balanceándolos como un péndulo. ¡Sí! lancheros; el viejo y el muchacho, el padre y el hijo; ambos a horcajadas sobre un cajón, ambos forcejeando, ambos ganando su jornal, para ellos y para sus queridas sanguijuelas del conventillo.

ĺbanse todos los días al trabajo, vestidos de viejo, fajadas las cinturas con sendas bandas coloradas, y haciendo sonar a una sus zapatos groseros y pesados que se quitaban al comenzar la tarea, tirándolos en un rincón de la lancha.

Empezaba el trajín, el cargar y el descargar. El padre era cuidadoso: -¡Muchacho, que te rompes la cabeza! ¡Que te coge la mano el chicote! ¡Que te vas a perder una canilla!-. Y enseñaba, adiestraba, dirigía al hijo, con su modo, con sus bruscas palabras de obrero viejo y de padre encariñado.

Hasta que un día el tío Lucas no pudo moverse de la cama, porque el reumatismo le hinchaba las coyunturas y le taladraba los huesos.

¡Oh! Y había que comprar medicinas y alimentos; eso, sí.
-Hijo, al trabajo, a buscar plata; hoy es sábado.
Y se fue el hijo, solo, casi corriendo, sin desayunarse, a la faena diaria.
Era un bello día de luz clara, de sol de oro. En el muelle rodaban los carros sobre sus rieles, crujían las poleas, chocaban las cadenas. Era la gran confusión del trabajo que da vértigo; el son del hierro, traqueteos por doquiera, y el viento pasando por el bosque de árboles y jarcias de los navíos en grupo.

Debajo de uno de los pescantes del muelle estaba el hijo del tío Lucas con otros lancheros, descargando a toda prisa. Había que vaciar la lancha repleta de fardos. De tiempo en tiempo bajaba la larga cadena que remata en un garfio, sonando como una matraca al correr con la roldana; los mozos amarraban los bultos con una cuerda doblada en dos, los enganchaban en el garfio, y entonces éstos subían a la manera de un pez en un anzuelo, o del plomo de una sonda, ya quietos, ya agitándose de un lado a otro, como un badajo, en el vacío.

La carga estaba amontonada. La ola movía pausadamente de cuando en cuando la embarcación colmada de fardos. Éstos formaban una a modo de pirámide en el centro. Había uno muy pesado, muy pesado. Era el más grande de todos, ancho, gordo y oloroso a brea. Venía en el fondo de la lancha. Un hombre de pie sobre él, era pequeña figura para el grueso zócalo.

Era algo como todos los prosaísmos de la importación envueltos en lona y fajados con correas de hierro. Sobre sus costados, en medio de líneas y triángulos negros, había letras que miraban como ojos. -Letras en "diamante"- decía el tío Lucas. Sus cintas de hierro estaban apretadas con clavos cabezudos y ásperos; y en las entrañas tendría el monstruo, cuando menos, linones y percales.

Sólo él faltaba.
-¡Se va el bruto! -dijo uno de los lancheros.
-¡El barrigón! -agregó el otro.

Y el hijo de Lucas, que estaba ansioso de acabar pronto, se alistaba para ir a cobrar y desayunarse, anudándose un pañuelo a cuadros al pescuezo.

Bajó la cadena danzando en el aire. Se amarró un gran lazo al fardo, se probó si estaba bien seguro, y se gritó: -¡Iza!- mientras la cadena tiraba de la masa chirriando y levantándola en vilo.
Los lancheros, de pie, miraban subir el enorme peso, y se preparaban para ir a tierra, cuando se vio una cosa horrible. El fardo, el grueso fardo, se zafó del lazo, como de un collar holgado saca el perro la cabeza; y cayó sobre el hijo del tío Lucas, que entre el filo de la lancha y el gran bulto quedó con los riñones rotos, el espinazo desencajado y echando sangre negra por la boca.

Aquel día no hubo pan ni medicinas en casa del tío Lucas, sino el muchacho destrozado, al que se abrazaba llorando el reumático, entre la gritería de la mujer y de los chicos, cuando llevaban el cadáver al cementerio.

Me despedí del viejo lanchero, y a pasos elásticos dejé el muelle, tomando el camino de la casa, y haciendo filosofía con toda la cachaza de un poeta, en tanto que una brisa glacial, que venía de mar afuera, pellizcaba tenazmente las narices y las orejas.


El fantasma del castillo Egmont. Charles Nodier (1780-1844)

Se puede leer la siguiente anécdota en la Segraisiana: El señor Patris había acompañado al señor Gastón a Flandes y se alojó en el castillo de Egmont. La hora de cenar había llegado y al salir de su habitación para dirigirse al comedor, el señor Patris se paró ante la puerta de un oficial amigo suyo para que le acompañara. Golpeó bastante fuerte. Al ver que el oficial no contestaba, golpeó por segunda vez, llamándole por su nombre. El oficial no respondió. Patris, que estaba seguro de que se encontraba en la habitación, pues la llave estaba en la puerta, abrió y vio, al entrar, que su amigo estaba sentado delante de una mesa, fuera de sí.

Se acercó a y le preguntó qué le ocurría. El oficial, volviendo en sí, le dijo a su amigo:

-No estarías menos sorprendido que yo si hubierais visto, como yo, que este libro cambiaba de lugar y que las hojas se pasaban solas.

Era el libro de Cardan sobre la sutilidad.

-Vamos -dijo Patris-, os burláis de mí; tenéis la imaginación llena de lo que acabáis de leer, os habéis levantado, vos mismo habéis puesto el libro en el lugar donde está, habéis vuelto después a vuestro sillón y, al no encontrar el libro junto a vos, habéis creído que había ido allí por sí solo.

-Lo que os digo es muy cierto, -repuso el oficial- y prueba de que lo que afirmo no es una visión, sino la puerta que se ha abierto y cerrado, y por ahí se ha retirado el fantasma...

Patris fue a abrir la puerta, que daba a una galería larga, al final de la cual había una caja de madera tan pesada que apenas podían cargarla entre dos hombres. Observó que la caja se agitaba, abandonaba su lugar y se dirigía hacia él, deslizándose por el aire. Patris, un tanto asombrado, exclamó:

-Señor diablo, dejando los intereses de Dios aparte, yo soy vuestro servidor, pero os ruego que no me aterroricéis más.

Y la caja volvió al mismo lugar de donde había venido. Este suceso produjo una fuerte impresión en Patris y contribuyó no poco a que se convirtiera en un devoto.


El fantasma y el ensalmador. Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)

Al revisar los papeles de mi respetado y apreciado amigo Francis Purcell, que hasta el día de su muerte y por espacio de casi cincuenta años desempeñó las arduas tareas propias de un párroco en el sur de Irlanda, encontré el documento que presento a continuación. Como éste había muchos, pues era coleccionista curioso y paciente de antiguas tradiciones locales, materia muy abundante en la región en la que habitaba. Recuerdo que recoger y clasificar estas leyendas constituía un pasatiempo para él; pero no tuve noticia de que su afición por lo maravilloso y lo fantástico llegara al extremo de incitarle a dejar constancia escrita de los resultados de sus investigaciones hasta que, bajo la forma de legado universal, su testamento puso en mis manos todos sus manuscritos. Para quienes piensen que el estudio de tales temas no concuerda con el carácter y la costumbres de un cura rural, es conveniente resaltar que existía una clase de sacerdotes, los de la vieja escuela, clase casi extinta en la actualidad, de costumbres más refinadas y de gustos más literarios que los de los discípulos de Maynooth.

Tal vez haya que añadir que en el sur de Irlanda está muy extendida la superstición que ilustra el siguiente relato, a saber, que el cadáver que ha recibido sepultura más recientemente, durante la primera etapa de su estancia contrae la obligación de proporcionar agua fresca para calmar la sed abrasadora del purgatorio a los demás inquilinos del camposanto en el que se encuentra. El autor puede dar fe de un caso en el que un agricultor próspero y respetable de la zona lindante con Tipperary, apenado por la muerte de su esposa, introdujo en el féretro dos pares de abarcas, unas ligeras y otras más pesadas, las primeras para el tiempo seco y las segundas para la lluvia, con el fin de aliviar las fatigas de las inevitables expediciones que habría de acometer la difunta para buscar agua y repartirla entre las almas sedientas del purgatorio. Los enfrentamientos se tornan violentos y desesperados cuando, casualmente, dos cortejos fúnebres se aproximan al mismo tiempo al cementerio, pues cada cual se empeña en dar prioridad a su difunto para sepultarle y liberarle de la carga que recae sobre quien llega el último. No hace mucho sucedió que uno de los dos cortejos, por miedo a que su amigo difunto perdiera esa inestimable ventaja, llegó al cementerio por un atajo y, violando uno de sus prejuicios más arraigados, sus miembros lanzaron el ataúd por encima del muro para no perder tiempo entrando por la puerta. Se podrían citar numerosos ejemplos, y todos ellos pondrían de manifiesto cuán arraigada se encuentra esta superstición entre los campesinos del sur. Pero no entretendré al lector con más preliminares y procederé a presentarle el siguiente:

Extracto de los manuscritos del difunto reverendo Francis Purcell, de Drumcoolagh.

Voy a contar la siguiente historia con todos los detalles que recuerdo y con las propias palabras del narrador. Tal vez sea necesario destacar que se trataba de un hombre, como se suele decir, bien hablado, pues durante mucho tiempo enseñó las artes y las ciencias liberales que a su juicio era conveniente que conocieran los despiertos jóvenes de su parroquia natal, circunstancia ésta que podría explicar la aparición de ciertas palabras altisonantes en el transcurso de la presente narración, más destacables por su eufonía que por la corrección con que se emplean. Sin más preámbulos, procedo a presentar ante ustedes las fantásticas aventuras de Terry Neil.

»Pues es una historia rara, y tan cierta como que yo estoy vivo, y hasta me atrevería a decir que no hay nadie en las siete parroquias que pueda contarla ni mejor ni con más claridad que yo, porque le pasó a mi padre y la he oído de su propia boca cien veces. Y no es porque fuera mi padre, pero puedo decir con orgullo que la palabra de mi padre era tan indigna de crédito como el juramento de cualquier noble del país. Tanto es así que cuando algún pobre hombre se metía en líos, siempre era él quien iba de testigo a los tribunales. Pero bueno, eso da igual. Era el hombre más honrado y más sobrio de los alrededores, aunque, eso sí, le gustaba un poco demasiado empinar el codo. No había en todo el pueblo nadie mejor dispuesto para trabajar y cavar, y era muy mañoso para la carpintería y para arreglar muebles viejos y cosas por el estilo. Y como es natural, también le dio por componer huesos, porque no había nadie como él para ajustar la pata de un taburete o de una mesa, y puedo asegurar que nunca hubo ensalmador con tantísima clientela, hombres y niños, jóvenes y viejos. No ha habido en el mundo nadie que arreglara mejor un hueso roto. Pues bien, Terry Neil, que así se llamaba mi padre, viendo que el corazón se le ponía cada día más ligero y la cartera más pesada, cogió unas tierrecitas que pertenecían al señor de Phelim, debajo del viejo castillo, un sitio bien bonito. Ya fuera de noche o de día, iban a verle pobres desgraciados de toda la región con las piernas y los brazos rotos, que no podían ni apoyar siquiera un pie en el suelo, para que les juntara los huesos.

»Todo marchaba muy bien, señoría, pero era costumbre que cuando Phelim salía al campo, unos cuantos arrendatarios suyos vigilasen el castillo, como una especie de homenaje a la vieja familia, y la verdad, era un homenaje muy desagradable para ellos, porque todo el mundo sabía que en el castillo había algo raro. Al decir de los vecinos, el abuelo de Phelim, que Dios tenga en su gloria, era un caballero de los pies a la cabeza pero le daba por pasear en mitad de la noche, igual que lo hacemos usted o yo, y que Dios quiera que sigamos haciendo, desde el día que se le reventó una vena cuando sacaba un corcho de una botella. Pero a lo que vamos: el señor se salía del cuadro en el que estaba pintado su retrato, rompía todos los vasos y botellas que se le ponían por delante y se bebía lo que tuvieran, cosa que no es de extrañar. Si por casualidad entraba alguien de la familia, volvía a subirse a su sitio con cara de inocente, como si no supiera nada de nada, el muy sinvergüenza.

»Pues bien, señoría, como iba diciendo, una vez los del castillo fueron a Dublín a pasar una o dos semanas, así que, como de costumbre, varios arrendatarios fueron a vigilar el castillo, y a la tercera noche le tocó el turno a mi padre.

»"Maldita sea" se dijo para sus adentros. "Tengo que pasar en vela toda la noche, y encima con ese espíritu vagabundo, que Dios confunda, dando la tabarra por la casa y haciendo perrerías." Pero como no había forma de librarse de aquello, hizo de tripas corazón y allá que se fue a la caída de la noche, con una botella de whisky y otra de agua bendita.

»Llovía bastante y estaba todo oscuro y tenebroso cuando llegó mi padre. Se echó un poco de agua bendita por encima y, al poco tiempo, tuvo que beberse un vaso de whisky para entrar en calor. Le abrió la puerta el viejo mayordomo, Lawrence OConnor, que siempre se había llevado bien con mi padre. Así que al ver quién era y que mi padre le dijo que le tocaba a él vigilar en el castillo, el mayordomo se ofreció a velar con él. Estoy seguro de que a mi padre no le pareció mal. Larry le dijo:

»-Vamos a encender fuego en el salón.

»-¿No será mejor en el comedor? -contesta mi padre, porque sabía que el retrato del señor estaba en el salón.

»-No se puede encender fuego en el comedor, porque en la chimenea hay un nido de grajillas -dice Lawrence.

»-Pues entonces vamos a la cocina, porque no me parece bien que una persona como yo esté en el salón -va y dice mi padre.

»-Venga, Terry -dice Lawrence-. Si vamos a mantener la vieja costumbre, más vale hacerlo como Dios manda.

»"¡Al diablo con las costumbres!", dijo mi padre, pero para sus adentros, a ver si me entiende, porque no quería que Lawrence notara que tenía miedo.

»-Bueno, como a ti te parezca, Lawrence -dice, y bajaron a la cocina hasta que prendiera la leña en el salón, para lo que no tuvieron que esperar mucho.

»Al poco rato subieron otra vez y se sentaron cómodamente junto a la chimenea del salón y se pusieron a charlar, fumando y bebiendo a sorbos el whisky, con un buen fuego de leña y turba para calentarse las piernas.

»Pues señor, como iba diciendo, estuvieron hablando y fumando tan a gusto hasta que Lawrence empezó a quedarse dormido, como solía pasarle con frecuencia, porque era un criado viejo acostumbrado a descansar mucho.

»-Pero hombre, ¿será posible que te estés durmiendo? -dice mi padre.

»-No digas bobadas -le contesta Larry-. Es que cierro los ojos para que no me entre el humo del tabaco, que me hace llorar. Así que no te metas donde no te llaman -le dice muy tieso (porque el hombre tenía una panza enorme, que Dios le tenga en su gloria)-, y continúa con lo que me estabas contando, que te escucho -le dice, cerrando los ojos.

»Cuando mi padre se dio cuenta de que no servía de nada hablarle, siguió con la historia de Jim Sullivan y su cabra, que es lo que estaba contando. Era una historia bien bonita, y tan entretenida que podría haber despertado a un lirón y aún más a un simple cristiano que se estaba quedando dormido. Pero, según como lo contaba mi padre, creo que jamás se ha oído nada por el estilo, porque le ponía toda el alma, como si le fuera en ello la vida, porque quería que Larry se mantuviera despierto. Pero no le sirvió de nada, porque lo invadió el sueño, y antes de que terminara de contar la historia, Larry OConnor se puso a roncar como un condenado.

»-¡Maldita sea! -dice mi padre-. Este tipo es imposible, es capaz de dormirse en la misma habitación en la que ronda un espíritu. Que Dios nos coja confesados -dice, y fue a sacudir a Lawrence para desespabilarlo, pero cayó en la cuenta de que si lo despertaba, seguramente se iría a la cama y lo dejaría completamente solo, lo que sería todavía peor.

«"En fin, no molestaré al pobre hombre" pensó mi padre. "No estaría bien interrumpirlo ahora que se ha quedado dormido. Ojalá estuviera yo igual que él."

»Así que se puso a pasear por la habitación, rezando, hasta que rompió a sudar, con perdón. Pero como no le servía de nada, se bebió lo menos medio litro de alcohol para darse ánimos.

»"Ojalá estuviera tan tranquilo como Larry" se dijo. "A lo mejor me duermo si me lo propongo."

»Y al tiempo que lo pensaba arrastró un sillón grande hasta el de Lawrence y se acomodó lo mejor que pudo.

»Pero se me olvidaba contarle una cosa muy rara. Aunque no quería hacerlo, de vez en cuando miraba al cuadro, y se dio cuenta de que los ojos del retrato lo seguían a todas partes y lo miraban fijamente y hasta le hacían guiños. Al ver aquello pensó: "Maldita sea mi suerte y el día en que se me ocurrió venir aquí. Pero nada vale lamentarse. Si tengo que morir, más vale armarse de valor."

»Pues bien, señoría, intentó tranquilizarse y hasta llegó a pensar que a lo mejor se había quedado dormido, pero lo desengañó el ruido de la tormenta, que hacía crujir las grandes ramas de los árboles y silbaba por el tiro de las chimeneas del castillo. Una vez, el viento dio tal bufido que le pareció que se iban a desmoronar los muros del castillo de lo fuerte que los sacudió. De repente se acabó la tormenta, y la noche se quedó de lo más apacible, como en pleno mes de julio. No habrían pasado más de tres minutos cuando le pareció oír un ruido sobre la repisa de la chimenea. Mi padre abrió una pizca los ojos y vio con toda claridad que el viejo señor salía del cuadro poco a poco, como si se estuviera quitando la chaqueta. Se apoyó en la repisa y puso los pies en el suelo. Y entonces, el viejo zorro, antes de seguir adelante, se paró un rato para ver si los dos hombres dormían, y cuando creyó que todo estaba en orden, estiró un brazo y agarró la botella de whisky, y se bebió por lo menos medio litro. Cuando quedó satisfecho dejó la botella en el mismo sitio de antes con todo el cuidado del mundo y se puso a pasear por la habitación, tan sobrio como si no hubiera bebido ni una gota de alcohol. Cada vez que se paraba junto a él, a mi padre se le venía un olor a azufre, y le entró un miedo espantoso, porque sabía que es azufre precisamente lo que se quema en el infierno, con perdón. Se lo había oído contar muchas veces al padre Murphy, que tenía que saber lo que pasa allí. El pobre ya ha muerto, que Dios lo tenga en su gloria. Mire usted, señoría, mi padre estuvo bastante tranquilo hasta que se le acercó el espíritu. Madre mía, le pasó tan cerca que el olor a azufre lo dejó sin respiración y le dio un ataque de tos tan fuerte que casi se cayó del sillón en que estaba.

»-¡Vaya, vaya! -dice el señor parándose a poco más de dos pasos de mi padre y volviéndose para mirarlo-. De modo que eres tú, ¿eh? ¿Qué tal te va, Terry Neil?

»-A su disposición, señoría -dice mi padre (cuando se lo permitió el susto que tenía, porque estaba más muerto que vivo)-. Me alegro de ver a su señoría.

»-Terence -dice el señor-, eres un hombre respetable (cosa que es cierta), trabajador y sobrio, un verdadero ejemplo de embriaguez para toda la parroquia.

»-Gracias, señoría -respondió mi padre, cobrando ánimos-. Usted siempre ha sido un caballero muy atento. Que Dios tenga en su gloria a su señoría.

»-¿Que Dios me tenga en su gloria? -dice el espíritu (tornándose rojo de ira)-. ¿Que Dios me tenga en su gloria? Pero ¡serás cretino y bruto! ¿Qué modales son ésos? -dice-. Yo no tengo la culpa de estar muerto, y la gente como tú no tiene que restregármelo por las narices a la primera de cambio -dice, dando una patada tan fuerte en el suelo que casi rompió la madera.

»-No soy más que un pobre hombre, tonto e ignorante -le dice mi padre.

»-Desde luego que sí -dice el señor-, pero para escuchar tus tonterías y hablar con gente como tú no me molestaría en subir hasta aquí, quiero decir en bajar -dice, y a pesar de lo pequeño que fue el error, mi padre se dio cuenta-. Escúchame bien, Terence Neil -dice-. Siempre fui un buen amo para Patrick Neil, tu abuelo.

»-Sí que es verdad -dice mi padre.

»-Y además, creo que siempre fui un caballero correcto y sensato -dice el otro.

»-Así es como yo lo llamaría, sí señor -dice mi padre (aunque era una mentira muy gorda, pero ¡a ver qué iba a hacer!).

»-Pues aunque fui tan sobrio como la mayoría de los hombres, o al menos como la mayoría de los caballeros, y aunque en algunas épocas fui un cristiano tan extravagante como el que más, y caritativo e inhumano con los pobres -va y dice-, no me encuentro muy a gusto donde vivo ahora, que sería lo suyo.

»-Sí que es una lástima -dice mi padre-. A lo mejor su señoría debería hablar con el padre Murphy...

»-Calla la boca, deslenguado -dice el señor-. No es en mi alma en lo que estoy pensando. No sé cómo te atreves a hablar de almas con un caballero. Cuando quiera arreglar eso, iré a ver a quien se ocupa de estas cosas. No es mi alma lo que me molesta -dice sentándose frente a mi padre-. Lo que tengo mal es la pierna derecha, la que me rompí en Glenvarloch el día en que maté a Barney.

«(Más adelante, mi padre se enteró de que era uno de sus caballos preferidos, que se cayó debajo de él al saltar la valla que bordea la cañada.)

»-¿No será que su señoría se siente incómodo por haberlo matado?

»-Calla la boca, estúpido -dice el señor-. Ahora te explico por qué me molesta la pierna -dice-. En el lugar en que paso la mayor parte del tiempo, a no ser los pocos ratos que me quedan para dar una vuelta por aquí, tengo que andar mucho, cosa a la que no estaba acostumbrado antes -dice-; y no me sienta nada bien, porque sabrás que a la gente con la que estoy le gusta muchísimo el agua, porque no hay nada mejor para la sed y, además, allí hace demasiado calor -dice-. Tengo la obligación de llevarles agua, aunque la verdad es que yo me quedo con muy poca. Te puedo asegurar que es una tarea complicada, porque esa gente parece estar seca y se la beben toda en cuanto la llevo. Pero lo que me lleva a mal traer es lo débil que tengo la pierna y, para abreviar, lo que quiero es que le des un par de tirones para ponerla en su sitio.

»-Pues, señoría, yo no me atrevería a hacerle una cosa así a su señoría -dice mi padre (porque no le apetecía lo más mínimo tocar al espíritu)-. Sólo lo hago con pobres hombres como yo.

»-No seas pelotillero -dice el señor-. Aquí tienes la pierna -dice, levantándola hacia mi padre-. Dale un buen tirón, porque si no lo haces, te juro por todos los poderes inmortales que no te dejaré un solo hueso sano.

»Cuando mi padre oyó aquello, comprendió que no le iba a servir de nada resistirse, así que cogió la pierna y se puso a tirar hasta que la cara se le cubrió de sudor, bendito sea Dios.

»-Tira fuerte, imbécil -dice el señor.

»-Como mande su señoría -dice mi padre.

»-Más fuerte -dice el señor.

»Y mi padre tiró con todas sus fuerzas.

»-Voy a beber un traguito para darme ánimos -dice el señor, acercando la mano a la botella y dejando caer todo el peso del cuerpo. Pero, con todo lo listo que era, metió la pata, porque cogió la otra botella . -A tu salud, Terence -dice-, y sigue tirando con todas tus fuerzas-. Levantó la botella de agua bendita, pero casi no se la había acercado a los labios cuando soltó un grito tan grande que pareció como si la habitación fuera a hacerse pedazos, y pegó tal sacudida que mi padre se quedó con la pierna en las manos. El señor dio un salto por encima de la mesa, y mi padre salió volando hasta el otro extremo de la habitación y se cayó de espaldas en el suelo. Cuando volvió en sí, el alegre sol de la mañana se colaba por las contraventanas, y él estaba tumbado de espaldas en el suelo. Tenía agarrada la pata de una silla que se había desprendido, y el viejo Larry seguía dormido como un tronco y roncando. Aquella mañana, mi padre fue a ver al padre Murphy, y desde ese día hasta el de su muerte no dejó de confesarse ni de ir a misa, y, como hablaba poco de lo que le había pasado, la gente le creía más. En cuanto al señor, o sea el espíritu, no se sabe si porque no le gustó lo que bebió o porque perdió una pierna, el caso es que nadie lo volvió a ver deambular.