martes, 4 de junio de 2024

Tu amigo vampiro. Conde de Lautréamont (1846-1870)

Sí, os supero a todos en mi innata crueldad, que no estuvo en mi mano reprimir. ¿Es esta la razón por la que estáis todos postrados frente a mí? ¿O bien el estupor de verme, fenómeno inaudito, recorrer como horrible cometa el espacio ensangrentado?.

Una lluvia de sangre brota de mi cuerpo inmenso, semejante a una nube negra que empuje ante sí el huracán. No temáis nada, hijos míos. No quiero maldeciros. El mal que me habéis ocasionado es demasiado grande; demasiado grande el mal que yo os he ocasionado, para que sea intencional. Vosotros habéis recorrido vuestro camino y yo el mío, ambos semejantes, ambos perversos. Era natural encontrarnos, dada nuestra afinidad. El choque que ha seguido al encuentro nos ha resultado recíprocamente fatal”.

Al llegar a este punto, los hombres empezarán a levantar las cabezas, adquiriendo de nuevo valor, y, para ver quién esta hablando, alargarán el cuello igual que caracoles. De repente, su rostro alterado, descompuesto, se deformará en una mueca tan monstruoso que incluso los lobos quedarán aterrorizados. Todos a la vez, los hombres se enderezarán de golpe, como un muelle gigantesco. ¡Cuántas imprecaciones!¡Qué clamor de voces! Me han reconocido. Y he ahí que los animales terrestres se unen a los hombres y hacen oír sus extraños alborotos. Ningún odio divide ya a ambas razas. El odio de cada uno está dirigido contra el enemigo común: yo. El consentimiento universal les une. Vientos que me estáis transportando, levantadme todavía más alto: temo la perfidia. Sí, desaparezcamos, poco a poco de su vista... Adiós, viejo, y piensa en mí, si me has leído...; y tú, joven, no desesperes. En efecto, tienes en el vampiro a un amigo, aunque seas de otra opinión. Si además, tienes en cuenta el ácaro sarcopto que te pega la roña, ¡tendrás dos amigos!


El amo de Moxon. Ambrose Bierce (1842-1914)

-¿Lo dices en serio?... ¿Realmente crees que una máquina puede pensar?

No obtuve respuesta inmediata. Moxon estaba ocupado aparentemente con el fuego del hogar, revolviendo con habilidad aquí y allá con el atizador, como si toda su atención estuviera centrada en las brillantes llamas. Hacía semanas que observaba en él un hábito creciente de demorar su respuesta, aun a las más triviales y comunes preguntas. Su aire era, no obstante, más de preocupación que de deliberación: se podía haber dicho que "tenía algo que le daba vueltas en la cabeza".

-¿Qué es una "máquina"? La palabra ha sido definida de muchas maneras. Aquí tienes la definición de un diccionario popular: "Cualquier instrumento u organización por medio del cual se aplica y se hace efectiva la fuerza, o se produce un efecto deseado". Bien, ¿entonces un hombre no es una máquina? Y debes admitir que él piensa... o piensa que piensa.
-Si no quieres responder mi pregunta -dije irritado -¿por qué no lo dices?... eso no es más que eludir el tema. Sabes muy bien que cuando digo "máquina" no me refiero a un hombre, sino a algo que el hombre fabrica y controla.
-Cuando no lo controla a él -dijo, levantándose abruptamente y mirando hacia afuera por la ventana, donde nada era visible en la oscura noche tormentosa. Un momento más tarde se dio vuelta y agregó con una sonrisa.
-Discúlpame, no deseaba evadir la pregunta. Considero al diccionario humano como un testimonio inconsciente y sugestivo que aporta algo a la discusión. No puedo dar una respuesta directa tan fácilmente; creo que una máquina piensa en el trabajo que está realizando.

Esa era una respuesta suficientemente directa, por cierto. No completamente placentera, pues tendía a confirmar la triste suposición de que la devoción de Moxon al estudio y al trabajo en su taller mecánico no le había sido beneficiosa. Sabía, por otra fuente, que sufría de insomnio, y ese no es un mal agradable. ¿Habría afectado su mente? La respuesta a mi pregunta parecía evidenciar eso; quizá hoy yo hubiera pensado en forma diferente. Pero entonces era joven, y entre los dones otorgados a la juventud no está excluida la ignorancia. Excitado por el gran estímulo de la discusión, dije:

-¿Y con qué discurre y piensa, en ausencia de cerebro?
Su respuesta, que llegó más o menos con la demora acostumbrada, utilizó una de sus técnicas favoritas, ya que a su vez me preguntó:
-¿Con qué piensa una planta... en ausencia de cerebro?
-¡Ah, las plantas pertenecen a la categoría de los filósofos! Me gustaría conocer algunas de sus conclusiones; puedes omitir las premisas.
-Quizá -contestó, aparentemente poco afectado por mi ironía- puedas inferir sus convicciones de sus actos. Usaré el ejemplo familiar de la mimosa sensitiva, las muchas flores insectívoras y aquellas cuyo estambre se inclina sacudiendo el polen sobre la abeja que ha penetrado en ella, para que ésta pueda fertilizar a sus consortes distantes. Pero observa esto. En un lugar despejado planté una enredadera. Cuando asomaba muy poco a la superficie planté una estaca a un metro de distancia. La enredadera fue en su busca de inmediato, pero cuando estaba por alcanzarla la saqué y la coloqué a unos treinta centímetros. La enredadera alteró inmediatamente su curso, hizo un ángulo agudo, y otra vez fue por la estaca. Repetí esta maniobra varias veces, pero finalmente, como descorazonada, abandonó su búsqueda, ignoró mis posteriores intentos de distracción y se dirigió a un árbol pequeño, bastante lejos, donde trepó. Las raíces del eucalipto se prolongan increíblemente en busca de humedad. Un horticultor muy conocido cuenta que una de ellas penetró en un antiguo caño de desagüe y siguió por él hasta encontrar una rotura, donde la sección del caño había sido quitada para dejar lugar a una pared de piedra construida a través de su curso. La raíz dejó el desagüe y siguió la pared hasta encontrar una abertura donde una piedra se había desprendido. Reptó a través de ella y siguió por el otro lado de la pared retornando al desagüe, penetrando en la parte inexplorada y reanudando su viaje.

-¿Y a qué viene todo esto?
-¿No comprendes su significado? Muestra la conciencia de las plantas. Prueba que piensan.
-Aun así... ¿qué entonces? Estamos hablando, no de plantas, sino de máquinas. Suelen estar compuestas en parte de madera -madera que no tiene ya vitalidad- o sólo de metal. ¿Pensar es también un atributo del reino mineral?
-¿Cómo puedes entonces explicar el fenómeno, por ejemplo, de la cristalización?
-No lo explico.
-Porque no puedes hacerlo sin afirmar lo que deseas negar, sobre todo la cooperación inteligente entre los elementos constitutivos de los cristales. Cuando los soldados forman fila o hacen pozos cuadrados, llamas a esto razón. Cuando los patos salvajes en vuelo forman la letra V lo llamas instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral, moviéndose libremente en una solución, se ordenan en formas matemáticamente perfectas, o las partículas de humedad en las formas simétricas y hermosas del copo de nieve, no tienes nada que decir. Todavía no has inventado un nombre que disimule tu heroica irracionalidad.

Moxon estaba hablando con una animación inusual y gran seriedad. Al hacer una pausa escuché en el cuarto adyacente que conocía como su "taller mecánico", al que nadie salvo él entraba, un singular ruido sordo, como si alguien aporreara una mesa con la mano abierta. Moxon lo oyó al mismo tiempo y, visiblemente agitado, se levantó corriendo hacia donde provenía el ruido. Pensé que era raro que alguien más estuviera allí, y el interés en mi amigo -duplicado por un toque de curiosidad injustificada- me hizo escuchar atentamente, y creo, soy feliz de decirlo, no por el ojo de la cerradura. Hubo ruidos confusos como de lucha o forcejeos; el piso se sacudió. Oí claramente un respirar pesado y un susurro ronco que exclamó:

-¡Maldito seas!
Luego todo volvió al silencio, y al momento Moxon reapareció y dijo, con una semisonrisa de disculpa:
-Perdóname por dejarte solo tan abruptamente. Tengo allí una máquina que había perdido la calma y rompía cosas.
Fijé los ojos sobre su mejilla izquierda que mostraba cuatro excoriaciones paralelas con rastros de sangre y dije:
-¿Cómo hace para cortarse las uñas?

Podía haberme guardado la broma; no pareció prestarle atención, pero se sentó en la silla que había abandonado y retomó el monólogo interrumpido como si nada hubiera sucedido.

-Sin duda no tienes que estar de acuerdo con los que (no necesito nombrárselos a un hombre de tu cultura) afirman que toda la materia es conciencia, que todo átomo es vida, sentimiento, ser consciente. Yo lo estoy. No existe nada muerto, materia inerte; todo está vivo; todo está imbuido de fuerza, en acto y potencia; todo lo sensible a las mismas fuerzas de su entorno y susceptible de contagiar a lo superior y a lo inferior reside en organismos tan superiores como puedan ser inducidos a entrar en relación, como los de un hombre cuando está modelado por un instrumento de voluntad. Absorbe algo de su inteligencia y propósitos... en proporción a la complejidad de la máquina resultante y de como ésta trabaje.

¿Recuerdas la definición de 'vida' de Herbert Spencer? La leí hace treinta años. Debe de haberla modificado más tarde, eso creo, pero en todo este tiempo he sido incapaz de pensar una sola palabra que pueda ser cambiada, agregada o sacada. Me parece no sólo la mejor definición sino la única posible.

Vida -dijo- es una definitiva combinación de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos, en correspondencia con las coexistencias y sucesiones externas.

-Eso define al fenómeno -dije- pero no indica su causa.
-Eso -replicó- es todo lo que cualquier definición puede hacer. Tal como Mills señala, no sabemos nada de la causa excepto como antecedente... nada, en efecto, salvo un consecuente. Ciertos fenómenos nunca ocurren sin otros, de los que son disímiles: al primero, para abreviar, lo llamamos causa, al segundo, efecto. Quien haya visto a un conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.

Ah, creo que me desvío de la cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto.

Moxon quedó silencioso y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la chimenea de manera absorta. Se hizo tarde y quise marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de malas intenciones. Me incliné hacia Moxon y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.

-Moxon -indagué - ¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a reír, me sorprendí lo indecible.
-Nadie -repuso, serenándose-. El incidente que te inquieta fue provocado por mi descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse, mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarte sobre algunas verdades. ¿Sabes, por ejemplo, que la Conciencia es hija del Ritmo?
-Oh, ya vuelve a salirse por la tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-. Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que dejaste funcionando por equivocación lleve guantes la próxima vez que intentes pararla.

Sin querer observar el efecto de mi indirecta, me marché de la casa. Llovía aún, y las tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller. Pensé que mi amigo habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su carácter, y tal vez con su destino. Sí, casi me convencí de que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: "La Conciencia es hija del Ritmo". Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva sugerencia.

Sin duda alguna, constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica? Aquella fe era nueva para mí, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de pronto tuve la impresión de que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta, en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina "la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico". Aquel conocimiento adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimensiones. Me pareció que echaba a volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a través del aire. Cediendo al impulso de conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía, retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de Moxon.

Estaba empapado por la lluvia pero no me sentía incómodo. Mi excitación me impedía encontrar el llamador e instintivamente probé la manija. Ésta giró y, entrando, subí las escaleras que llevaban a la habitación que tan recientemente había dejado. Todo estaba oscuro y silencioso; Moxon, tal como lo había supuesto, estaba en el cuarto contiguo... el "taller mecánico". Me deslicé a lo largo de la pared hasta encontrar la puerta de comunicación y la golpeé con fuerza varias veces, pero no obtuve respuesta, lo que atribuí al ruido exterior, pues el viento estaba soplando muy fuerte y arrojaba cortinas de lluvia contra las delgadas paredes. El tamborileo sobre el único techo que cubría el cuarto sin revestimiento era intenso e incesante. Nunca había sido invitado al taller mecánico... en realidad se me había negado la entrada como a todos los demás, excepto una persona, un diestro operario en metales de quien no sabía nada, excepto que su nombre era Haley y su hábito el silencio. Pero en mi exaltación espiritual olvidé la discreción y los buenos modales y abrí la puerta. Lo que vi expulsó con rapidez todas las especulaciones filosóficas.

Moxon estaba sentado de cara a mí sobre el lado opuesto de una mesita con un candelero, que era toda la luz que había en la habitación. Frente a él, de espaldas a mí, estaba sentada otra persona. Sobre la mesa, entre los dos, había un tablero de ajedrez; los hombres estaban jugando. Sabía muy poco de ajedrez pero por las pocas piezas que permanecían sobre el tablero era obvio que el juego estaba por concluir. Moxon estaba totalmente interesado... no tanto, eso me pareció, en el juego sino en su antagonista, sobre el cual había fijado de tal manera la vista que, parado donde estaba, en la línea directa de su visión, permanecía sin embargo inobservado. Su cara tenía un blanco fantasmal y sus ojos brillaban como diamantes. A su antagonista sólo lo veía de atrás, pero era suficiente, no tuve interés en ver su cara. Aparentemente no tenía más de un metro y medio de estatura, con proporciones que recordaban al gorila... ancho de hombros, grueso y corto cuello y una gran cabeza cuadrada con una maraña de pelo negro que coronaba un fez carmesí. Una túnica del mismo color, ligeramente sujeta a la cintura, caía hasta el asiento -aparentemente un cajón- sobre el cual se sentaba; no se le veían las piernas ni los pies. El brazo izquierdo parecía descansar sobre la falda; movía las piezas con la mano derecha, que parecía desproporcionadamente grande.

Yo había retrocedido un poco y ahora estaba parado a un lado y junto a la puerta, en las sombras. Si Moxon hubiera observado algo más que la cara de su oponente no hubiera visto otra cosa que la puerta abierta. Algo me impidió entrar o retirarme, la sensación -no sé cómo llegó a mí- de que estaba presenciando una tragedia inminente y que podía ayudar a mi amigo permaneciendo donde estaba. Apenas tuve una rebelión consciente contra la poca delicadeza de lo que estaba haciendo. El juego fue rápido. Moxon apenas miraba el tablero al hacer sus movimientos y, para mi ojo inexperto, parecía mover las piezas más cercanas a su mano. Su movimiento al hacerlo era rápido, nervioso y falto de precisión. La respuesta de su antagonista, igualmente pronta en la iniciación, continuaba con un lento, uniforme, mecánico y, pensé, casi teatral movimiento del brazo, que era una dolorosa prueba para mi paciencia. Había algo aterrador en todo eso, y comencé a temblar. Pero lo cierto es que estaba mojado y aterido.

Dos o tres veces después de mover una pieza, el extraño inclinaba ligeramente la cabeza, y cada vez que lo hacía observé que Moxon desviaba su rey. Al momento tuve la idea de que el hombre era mudo. ¡Entonces era una máquina... un jugador de ajedrez autómata! Recordé que una vez Moxon me había contado que había inventado un mecanismo de ese tipo, pero yo no había comprendido que ya lo había construido. ¿Así que toda su charla sobre la conciencia y la inteligencia de las máquinas era sólo un mero preludio para la exhibición eventual de este artefacto... un truco para intensificar el efecto de su acción mecánica sobre mi ignorancia de su existencia? Buen fin éste para mis transportes intelectuales... ¡la infinita variedad y excitación del pensamiento filosófico! Estaba a punto de retirarme con disgusto cuando ocurrió algo que atrapó mi atención. Observé un encogimiento en los grandes hombros de la criatura, como si estuviera irritada: tan natural era -tan enteramente humano- que mi nueva visión del asunto me hizo sobresaltar. No fue solamente esto, un momento más tarde golpeó la mesa abruptamente con su puño. Este gesto pareció sobresaltar a Moxon más que a mí: empujó la silla un poco hacia atrás, como alarmado.

En ese momento Moxon, que debía jugar, levantó la mano sobre el tablero y la lanzó sobre una de sus piezas, como un gavilán sobre su presa, exclamando "jaque mate". Se puso de pie con rapidez y se paró detrás de la silla. El autómata permaneció inmóvil en su lugar. El viento había cesado, pero escuchaba, a intervalos decrecientes, la vibración y el retumbar cada vez más fuerte de la tormenta. En una de esas pausas comencé a oír un débil zumbido o susurro que, tal como la tormenta, se hacía por momentos más fuerte y nítido. Parecía provenir del cuerpo del autómata, y era un inequívoco rumor de ruedas girando. Me dio la impresión de un mecanismo desordenado que había escapado a la acción represiva y reguladora de su mecanismo de control... como si un retén se hubiera zafado de su engranaje. Pero antes de que hubiera tenido tiempo para esbozar otras conjeturas sobre su origen mi atención se vio atrapada por un movimiento extraño del autómata. Una convulsión débil pero continua pareció haberse posesionado de él. El cuerpo y la cabeza se sacudían como si fuera un hombre con perlesía o frío intenso y el movimiento fue aumentando a cada instante hasta que la figura entera se agitó con violencia. Saltó súbitamente sobre los pies y con un movimiento tan rápido que fue difícil seguir con los ojos se lanzó sobre la mesa y la silla, con los dos brazos extendidos por completo... la postura de un nadador antes de zambullirse. Moxon trató de retroceder fuera de su alcance pero lo hizo con demasiada lentitud: vi las horribles manos de la criatura cerrarse sobre su garganta, y sus manos aferradas a las muñecas metálicas. Cuando la mesa se dio vuelta la vela cayó al piso y se apagó, y todo fue oscuridad. Pero el ruido de lucha era espantosamente nítido, y lo más terrible de todo eran los roncos, chirriantes sonidos emitidos por un hombre estrangulado que intentaba respirar. Guiado por el infernal alboroto me lancé al rescate de mi amigo, pero es muy difícil avanzar rápidamente en la oscuridad; de golpe todo el cuarto se iluminó con un enceguecedor resplandor blanco que fijó en mi cerebro y mi corazón la vívida imagen de los combatientes en el piso, Moxon abajo, su garganta aún bajo las garras de esas manos de hierro, con la cabeza forzada hacia atrás, los ojos desorbitados, la boca totalmente abierta y la lengua afuera; mientras que -¡horrible contraste!- una expresión de tranquilidad y profunda meditación aparecía en la cara pintada de su asesino, ¡como si estuviera solucionando un problema de ajedrez! Eso fue lo que vi, luego todo fue oscuridad y silencio.

Tres días más tarde recobré la conciencia en un hospital. Mientras el recuerdo de la trágica noche volvía a mi dolida cabeza reconocí en mi cuidador al operario confidencial de Moxon, ese tal Haley. Respondiendo a mi mirada se aproximó, sonriendo.

-Cuéntemelo todo -logré decir con voz débil-, todo lo que ocurrió.
-En realidad -dijo- ha estado inconsciente desde el incendio de la casa... de Moxon. Nadie sabe qué hacía usted allí. Tendrá que dar algunas explicaciones. El origen del fuego también es misterioso. Mi idea es que la casa fue golpeada por un rayo.
-¿Y Moxon?
-Ayer lo enterraron... lo que quedaba de él.

Aparentemente esta persona reticente podía abrirse en ocasiones; mientras transmitía estas horrendas informaciones a un enfermo se le veía muy amable. Después de un momento de punzante sufrimiento mental aventuré otra pregunta:

-¿Quién me rescató?
-Bueno, si eso le interesa... yo lo hice.
-Muchas gracias, señor Haley, y Dios lo bendiga por eso. ¿Ha usted rescatado también al encantador producto de su habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su inventor?
El hombre permaneció en silencio un largo tiempo, sin mirarme. Luego giró la cabeza y dijo gravemente:
-¿Usted lo sabe todo?
-Sí -repliqué-, vi cómo estrangulaba a Moxon.

Eso fue hace muchos años. Si tuviera que responder hoy a la misma pregunta estaría mucho menos seguro.


Amor. Guy de Maupassant (1850-1893)

Páginas del Diario de un cazador.

En la crónica de un periódico acabo de leer un drama pasional. Uno que ha matado y se ha matado después; es decir, uno que amaba. ¿Qué importan él y ella? Sólo su amor importa; y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva ni me haga soñar, sino porque evoca en mí un recuerdo, el recuerdo extraño de una cacería en que se me apareció el Amor como se aparecían a los primeros cristianos cruces misteriosas en la serenidad de los cielos.

Nací con las emociones del hombre primitivo, muy poco atenuados por los razonamientos de la civilización. Amo la caza, y la bestia ensangrentada, con sangre en su plumaje. Me hace desfallecer de placer.

Aquel año, al final del otoño, se presentó frío, y mi primo Karl de Ranyule me invitó a cazar con él en el bosque; había patos magníficos en los pantanos de su posesión.

Mi primo, un buen mozo de cuarenta años, con mucha vida en el cuerpo, bruto y semicivilizado, de alegre carácter, dotado de ese esprit gaulois que tan agradablemente vela las deficiencias del ingenio, vivía en una especie de cortijo con aires de castillo señorial, escondido en un amplio valle.

Adornaban las colinas hermosos bosques señoriales, con árboles antiquísimos y poblados de caza excelente. Algunas veces se abatían allí águilas soberbias, y esos pájaros errantes, que raramente se aventuran en países demasiados poblados para su azorada independencia, encontraban en aquella selva secular asilo seguro, como si reconocieran en ella alguna rama que en otros tiempos los acogiera durante sus excursiones sin rumbo.

Mi primo lo cuidaba con esmero digno del mejor de los parques, y con razón, pues era aquel pantano la mejor región de caza que he conocido. Entre aquellos innumerables islotes verdes que le daban vida había arroyuelos estrechos por los que se deslizaban las barcas. Mudas sobre el agua muerta, frotando los juncos, ahuyentaban a los peces y a los pájaros que desaparecían, éstos entre las espigas, aquellos entre las raíces de las altas hierbas.

Soy admirador apasionado del agua: el mar demasiado grande, demasiado vivo, de imposible posesión; los ríos que pasan, que huyen, que se van, y, sobre todo, los pantanos en que bulle la vida indescifrable de los animales acuáticos. Un pantano es un mundo sobre la tierra, un mundo aparte, con vida propia, con pobladores permanentes y con habitantes de un día; con sus ruidos, con sus voces, y, singularmente, con un característico misterio; nada que tanto turbe, que tanto inquiete, que tanto asuste algunas veces. ¿Por qué ese miedo singular que se siente en esas llanuras cubiertas de agua? ¿Será por el rumor vago de las aguas, por los fuegos fatuos, por el silencio profundo que lo envuelve en las noches de calma, por la bruma caprichosa que viste con sudario de muerte a los juncos, por el hervor casi imperceptible de aquel mundo tan dulce, tan fugaz; pero más aterrador a veces que el estruendo de los cañones de los hombres y de las tempestades del cielo? ¿Qué tendrán en común los pantanos de los países del ensueño y esas regiones espantables que ocultan un secreto inescrutable y peligroso?

Un misterio profundo, grave, flota sobre aquellas brumas: ¡el misterio mismo de la creación! ¿No fue en el agua sin movimiento y fangosa, en la humedad triste de la tierra, mojada bajo los colores del sol, donde vibró y surgió a la luz el primer germen de vida?

Llegué por la noche a casa de mi primo. Hacía un frío que helaba las piedras.

Durante la comida en la vasta sala, donde los muebles y las paredes y el techo estaban cubiertos de pájaros disecados, y donde hasta mi primo, con aquella chaqueta de piel de foca, parecía un animal exótico de los países helados, el buen Karl me dijo lo que había preparado para aquella misma noche.

Debíamos ponernos en marcha a las tres de la madrugada, con objeto de llegar a las cuatro y media al punto designado para la cacería. Allí nos habían construido una cabaña para abrigarnos de ese viento terrible de la mañana que rasga las carnes como una sierra, la corta como una espada, la hiere como una aguja envenenada, la retuerce como tenazas y la quema como el fuego.

Mi primo se frotaba las manos.

-Nunca he visto una helada como esta -me decía.

Y a las seis de la tarde teníamos 12 grados bajo cero.

Apenas terminada la comida, me eché en la cama y me quedé dormido, mirando las llamas que regocijaban la chimenea. A las tres en punto me despertaron. Me abrigué con una piel de carnero, y después de tomar cada uno dos tazas de café hirviendo y dos copas de coñac abrasador, nos pusimos en camino acompañados por un guarda y por nuestros perros Plongeon y Pierrot.

Al dar los primeros pasos me sentía helado. Era una de esas noches en que la tierra parece muerta. El aire glacial hace tanto daño que parece palpable; no lo agita soplo alguno; diríase que está inmóvil; muerde, traspasa, mata los árboles, los insectos, los pajarillos que caen muertos sobre el suelo duro y se endurecen en seguida para el fúnebre abrazo del frío. La luna, en el último cuarto, pálida, parecía también desmayada en el espacio; tan débil que no le quedaban ya fuerzas para marcharse y se estaba allí arriba inmóvil, paralizada también por el rigor del cielo inclemente. Repartía sobre el mundo luz apagadiza y triste, esa luz amarillenta y mortecina que nos arroja todos los meses al final de su resurrección.

Karl y yo íbamos uno al lado del otro, con la espalda encorvada, las manos en los bolsillos y la escopeta debajo del brazo. Nuestro calzado, envuelto en lana a fin de que pudiéramos caminar sin resbalar por la escurridiza tierra helada, no hacía ruido: yo iba contemplando el humo blancuzco que producía el aliento de nuestros perros. Pronto estuvimos a la orilla del pantano y nos internamos por una de las avenidas de juncos que la rodean.

Nuestros codos, al rozar con las largas hojas del junco, iban dejando en pos de nosotros un ruido misterioso que contribuyó a que me sintiese poseído, como nunca, por la singular y poderosa emoción que hace siempre nacer en mí la proximidad de un pantano. Aquel en el cual nos encontrábamos estaba muerto, muerto de frío.

De pronto, al revolver una de las calles de juncos, apareció a mi vista la choza de hielo que habían levantado para ponernos al abrigo de la intemperie. Entré en ella, y como todavía faltaba más de una hora para que se despertaran las aves errantes que íbamos a perseguir, me envolví en mi manta y traté de entrar un poco en calor. Entonces, echado boca arriba, me puse a mirar a la luna, que, vista a través de las paredes vagamente transparentes de aquella vivienda polar, aparecía ante mis ojos con cuatro cuernos.

Pero el frío del helado pantano, el frío de aquellas paredes, el frío que caía del firmamento, se metió hasta mis huesos de una manera tan terrible que me puse a toser. Mi primo Karl, alarmado por aquella tos, me dijo lleno de inquietud:

-Aunque no matemos mucho hoy, no quiero que te resfríes; vamos a encender lumbre.

Y dio orden al guardia para que cortara algunos juncos. Hicieron un montón de ellos en medio de la choza, que tenía un agujero en el techo para dejar salir el humo; y cuando la llama rojiza empezó a juguetear por las cristalinas paredes, éstas empezaron a fundirse suavemente y muy poco a poco, como si aquellas piedras de hielo echaran a sudar. Karl, que se había quedado fuera, me llamó.

Salí y me quedé absorto. La choza, en forma de cono, parecía un monstruoso diamante rosa, colocado de pronto sobre el agua helada del pantano. Y dentro se veían dos sombras fantásticas: las de nuestros perros que se estaban calentando. Un graznido extraño, graznido errante, perdido, se oyó allá en lo alto, por encima de nuestras cabezas. El reflejo de nuestra hoguera despertaba a las aves salvajes.

No hay nada que me conmueva tanto como ese primer grito de vida que no se ve y que corre por el aire sombrío, rápido, lejano, antes de que se aparezca en el horizonte la primera claridad de los días de invierno. Me parece, a esa hora glacial del alba, que ese grito fugitivo, escondido entre las plumas de un pajarraco, es un suspiro del alma del mundo.

-Apaguen la hoguera -decía Karl-, que ya amanece.

Y, en efecto, comenzaba a clarear, y las bandadas de patos formaban amplias manchas de color, pronto borradas en el firmamento.

Brilló un fogonazo en la oscuridad; Karl acababa de disparar; los perros salieron a la carrera. Entonces, de minuto en minuto, unas veces él, otras yo, nos echábamos la escopeta a la cara en cuanto por encima de los juncos aparecía la sombra de una tribu voladora. Y Pierrot y Plongeon, sin aliento, gozosos, entusiasmados, nos traían, uno tras otro, patos ensangrentados que, moribundos, nos miraban melancólicamente.

Había amanecido un día claro y azul; el sol iba levantándose allá, en el fondo del valle. Ya nos disponíamos a marcharnos cuando dos aves, con el cuello estirado y las alas tendidas, se deslizaron bruscamente por encima de nuestras cabezas. Tiré. Una de ellas cayó a mis pies. Era una cerceta de pechuga plateada. Entonces se oyó un grito en el aire, grito de pájaro que fue un quejido corto, repetido, desgarrador; y el animalito que había salvado la vida empezó a revolotear por encima de nuestras cabezas mirando a su compañera, que yo tenía muerta entre mis manos. Karl, rodilla en tierra, con la escopeta en la cara, la mirada fija, esperaba a que estuviese a tiro.

-¿Has matado a la hembra? -dijo-. El macho no escapará.

Y, en efecto, no se escapaba. Sin dejar de revolotear por encima de nosotros, lloraba desconsoladamente. No recuerdo gemido alguno de dolor que me haya desgarrado el alma tanto como el reproche lamentable de aquel pobre animal, que se perdía en el espacio. De cuando en cuando huía bajo la amenaza de la escopeta, y parecía dispuesto a continuar su camino por el espacio. Pero no pudiendo decidirse a ello, pronto volvía en busca de su hembra.

-Déjala en el suelo -me dijo Karl-. Verás como se acerca.

Y así fue. Se acercaba, inconsciente del peligro que corría, loco de amor por la que yo había matado.

Karl tiró: aquello fue como si hubiera cortado el hilo que tenía suspendida al ave. Vi una cosa negra que caía; oí el ruido que produce al chocar con las juncos. Pierrot me la trajo en la boca.

Metí al pato, frío ya, en un mismo zurrón... y aquel mismo día salí para París.


Al final del callejón. Rudyard Kipling (1865-1936)

Cuatro hombres, cada uno con derecho «a la vida, a la libertad y a la conquista del bienestar», jugaban al whist sentados a una mesa. El termómetro señalaba –para ellos– ciento un grados de temperatura. La habitación estaba tan oscurecida que apenas era posible distinguir los puntos de las cartas y las pálidas caras de los jugadores. Un punkah viejo, roto, de calicó blanco, removía el aire caliente y chirriaba, lúgubre, a cada movimiento.

Fuera reinaba la lobreguez de un día londinense de noviembre. No había cielo ni sol ni horizonte: nada que no fuese una calina marrón y púrpura. Era como si la tierra se estuviese muriendo de apoplejía. De vez en cuando, del suelo se alzaban nubes de polvo rojizo, sin viento ni advertencia, que, como si fueran manteles, se lanzaban sobre las copas de los árboles resecos para bajar después. Entonces un polvo demoníaco y arremolinado se precipitaba por la llanura a lo largo de un par de millas, se quebraba y caía, aún cuando nada había que le impidiese volar, excepto una larga hilera de traviesas de ferrocarril blanqueadas por el polvo, un racimo de cabañas de adobe, raíles condenados y lonas, y un único bunalow bajo, de cuatro habitaciones, que pertenecía al ingeniero ayudante a cargo de la sección de la línea del estado de Gaudhari, por entonces en construcción. Los cuatro, desnudos bajo sus pijamas ligerísimos, jugaban al whist con mal talante, discutiendo acerca de quién era mano y quién devolvía. No era un whist óptimo, pero se habían tomado cierto trabajo para llegar hasta allí. Mottram, del Servicio Indio de Topografía, desde la noche anterior, había cabalgado treinta millas y recorrido en tren otras cien más desde su puesto solitario en el desierto; Lowndes, del Servicio Civil, que llevaba a cabo una tarea especial en el departamento político, había logrado escapar por un instante de las intrigas miserables de un estado nativo empobrecido, cuyo soberano ya adulaba, ya vociferaba para obtener más dinero que el aportado por los lamentables tributos de labriegos exprimidos y criadores de camellos desesperados; Spurtstow, el médico del ferrocarril, había dejado que un campamento de culis azotado por el cólera se cuidara por sí mismo durante cuarenta y ocho horas mientras él, una vez más, se unía a los blancos. Hummil, el ingeniero ayudante, era el anfitrión. No se arredraba y recibía a su amigos cada sábado, si podía acudir.

Cuando uno de ellos no lograba llegar, el ingeniero enviaba un telegrama a su última dirección, a fin de saber si el ausente estaba muerto o con vida. Hay muchos lugares en Oriente donde no es bueno ni considerado permitir que tus amistades se pierdan de vista ni aún durante una breve semana. Los jugadores no tenían conciencia de que existiese un especial afecto mutuo. Discutían en cuanto estaban juntos, pero experimentaban un deseo ardiente de verse, tal como los hombres que no tiene agua desean beber. Eran personas solitarias que conocían el significado terrible de la soledad. Todos tenían menos de treinta años: una edad demasiado temprana para que un hombre posea ese conocimiento.

–¿Pilsener? -dijo Spurstow, después de la segunda mano, secándose la frente.
–No queda cerveza, lo siento, y apenas si hay soda para esta noche –dijo Hummil
–¡Qué organización tan lamentable! rezongó Spurstow.
–No tiene remedio. He escrito y telegrafiado, pero los trenes todavía no llegan con regularidad. La semana pasada se acabó el hielo, como bien lo sabe Lowndes.
–Me alegra no haber venido. Sin embargo, podría haberte enviado un poco, si lo hubiese sabido. ¡Uf! Hace demasiado calor para estar jugando tan poco científicamente –dijo eso con una expresión de burla salvaje contra Lowndes, que sólo rió. Era difícil agraviarle. Mottran se apartó de la mesa y echó una mirada por una hendija del postigo.
–¡Qué día tan bonito! –dijo.

Sus compañeros bostezaron todos a la vez y se dedicaron a una investigación sin objetivo de todas las posesiones de Hummil: armas, novelas viejas, guarniciones, espuelas y cosas similares. Las habían manoseado docenas de veces antes, pero por cierto que no había nada más que hacer.

–¿Has recibido algo nuevo? –dijo Lowndes.
–La Gazette of India de la semana pasada y un recorte de un periódico inglés. Mi padre me lo ha enviado; es bastante divertido.
–Otra vez uno de esos remilgados que se llaman a sí mismos miembros del Parlamento, ¿verdad? –dijo Spurstow que leía los periódicos cuando podía conseguirlos.
-Sí. Escuchad esto. Se refiere a tu zona, Lowndes. El hombre estaba diciendo un discurso a sus votantes y exageró. Aquí hay un ejemplo: «Y afirmo sin vacilaciones que la Administración en India es la reserva, la más preciada de las reservas, de la aristocracia inglesa. ¿Qué obtiene la democracia, qué obtienen las masas, de ese país que, paso a paso, nos hemos anexado de modo fraudulento?. Yo respondo: nada, absolutamente nada. Es cultivado por los vástagos de la aristocracia con el ojo puesto tan sólo en sus propios intereses. Ellos se toman buen trabajo para mantener su espléndida escala de ingresos, para evitar o sofocar cualquier investigación sobre la índole y el comportamiento de sus administraciones, en tanto que ellos mismos obligan al labriego desgraciado a pagar con el sudor de su frente todo el lujo en que se sumergen». –Hummil agitó el recorte por encima de su cabeza.
–¡Bravo! ¡Bravo! –dijeron sus oyentes. Entonces Lowndes, meditabundo, dijo:
–Daría... daría tres meses de mi paga para conseguir que ese caballero pasase un mes conmigo y viera cómo hace las cosas un príncipe nativo libre e independiente. El viejo Timbersides––ése era el apelativo irrespetuoso de un honrado y condecorado príncipe feudal– me ha hecho la vida imposible la semana pasada pidiéndome dinero. ¡Por Júpiter! ¡Su última proeza ha sido enviarme a una de sus mujeres como soborno!
–¡Mejor para ti! ¿Aceptastes? –dijo Mottram.
–No, pero ahora pienso que tendría que haberlo hecho. Era una personita muy guapa, que no paró de contarme cuentos sobre la indigencia horrible que hay entre las mujeres del rey. Esos encantos hace casi un mes que no se compran ningún vestido nuevo, mientras el viejo quiere comprarse una carrindanga nueva en Calcuta, con adornos de plata maciza y faros de plata y chucherías de esa clase. He procurado hacerle entender que ya se ha jugado el desempate con los ingresos de los últimos veinte años y tiene que ir despacio. Es incapaz de comprenderlo.
–Pero tiene las cámaras del tesoro familiar para seguir adelante. Ha de haber por lo menos tres millones en joyas y monedas debajo de su palacio –dijo Hummil. ¡Encuentra tú a un rey nativo que perturbe su tesoro familiar! Los sacerdotes lo prohiben, como no sea a modo de recurso externo. El viejo Timbersides ha sumado algo así como un cuarto de millón al depósito a lo largo de su reinado.
–¿De dónde sale la cosa? –dijo Mottram.
–Del pueblo. La situación de la gente bastaría para ponerte enfermo. He visto recaudadores que esperaban a que una camella lechera pariese su cría para llevarse a la madre como pago por atrasos. ¿Y yo qué puedo hacer? No consigo que los empleados judiciales me entreguen ninguna cuenta; no le arranco más que una sonrisa tonta al comandante en jefe cuando descubro que los soldados no cobran sus pagas desde hace tres meses, y el viejo Timbersides se echa a llorar cuando le hablo. Se ha dado a la bebida como un rey: coñac por whisky y Heidsieck en lugar de soda.
–Lo mismo que toma el Rao de Jubela. Hasta un nativo es incapaz de resistirlo por mucho tiempo –dijo Spurstow–. Se va a morir.
–Y estará bien. Después, me figuro, habrá un consejo de regencia, un tutor del joven príncipe, y se le devolverá su reino con lo acumulado en diez años.
–Con lo cual el joven príncipe, tras haber adquirido todos los vicios de los ingleses, jugará a hacer rebotes en el agua con el dinero, y en dieciocho meses destruirá el trabajo de diez años. Ya he visto esto mismo antes –dijo Spurstow–. Si estuviese en tu lugar, Lowndes, yo manejaría al rey con mano suave. Te odiarán lo bastante en cualquier caso.
–Eso está bien. El hombre que mira de lejos puede hablar de mano suave; pero no puedes limpiar la pocilga con una pluma mojada en agua de rosas. Se cuáles son mis riesgos, aunque nada ha ocurrido aún. Mi sirviente es un viejo patán y me prepara la comida. Es difícil que quieran sobornarle y yo no acepto comestibles de mis verdaderos amigos, como ellos se denominan a sí mismos. ¡Oh, es un trabajo pesado! Más me gustaría estar contigo, Spurstow. Hay caza cerca de tu campamento.
–¿De veras? Creo que no. Unas quince muertes por día no inducen a un hombre a disparar contra otra cosa que no sea él mismo. Y lo peor es que esos pobres diablos te miran como si debieses salvarles. Sabe Dios que lo he intentado todo. Mi última prueba ha sido empírica, pero le salvó la vida a un viejo. Me lo trajeron aparentemente desahuciado, y le di ginebra con salsa de Worcester y cayena. Se curó con eso, pero no lo recomiendo.
–¿Cuál es el tratamiento, en general? –dijo Hummil.
–Muy sencillo, por cierto. Clorodine, un comprimido de opio, clorodine, un colapso, nitrato, ladrillos en los pies y a continuación... la pira funeraria. Esto último parece ser lo único que termina con el problema. Se trata del cólera negro, ya sabéis. ¡Pobres diablos! Pero he de reconocer que Bunsee Lal, mi boticario, trabaja como un condenado. He recomendado que le asciendan si sale con vida de esto. –– ¿Y qué posibilidades tienes, amigo? –dijo Mottram.
–No lo se ni me importa demasiado; pero ya he enviado la carta. ¿Cómo te va a ti?.
–Sentado ante una mesa en la tienda y escupiendo encima del sexante para enfriarlo –dijo el topógrafo.
-Me lavo los ojos para evitar oftalmías, que sin duda me pillaré, y trato de lograr que un ayudante comprenda que un error de cinco grados en un ángulo no es tan pequeño como parece. Estoy completamente solo, ya sabéis, y así estaré hasta que terminen los calores. Hummil es un hombre de suerte –dijo Lowndes, echándose en una tumbona–. Tiene un techo de verdad–, aunque la lona del techo estaba rasgada, pero aún así era un techo su cabeza. Ve un tren cada día. Puede comprar cerveza, soda y hielo cuando Dios es clemente. Tiene libros, cuadros –eran recortes del Graphic– y la compañía del excelente subcontratista Jevins, además del placer de recibirnos todas las semanas. Hummil sonrió con una mueca torva.
–Sí. Ha muerto. El lunes pasado.
–¿Se suicidó? –dijo Spurstow con rapidez, señalando la sospecha que estaba en la mente de todos. No había cólera en torno a la sección de Hummil. Hasta la fiebre otorga a un hombre, al menos, una semana de gracia y la muerte repentina por lo común implica el suicidio.
–No enjuicio a ningún hombre con estas temperaturas –dijo Hummil–. Supongo que le afectó el sol, porque la semana pasada, después de marcharos vosotros, se acercó a la galería y me dijo que esa noche pensaba ir a su casa, a ver su mujer, en Market Street, Liverpool.
–Llamé al boticario para que le examinara y tratamos de acostarle. Al cabo de una hora o dos se restregó los ojos, y dijo que creía que le había dado un ataque y que esperaba no haber dicho nada poco cortés. Jevins tenía mucho interés en mejorar su situación social. Se parecía a Chucks en la forma de hablar.
–¿Y entonces?
–Entonces se fue a su bungalow y empezó a limpiar su rifle. Le dijo al sirviente que iba a cazar por la mañana. Como es natural tocó el gatillo y se disparó una bala en la cabeza... por accidente. El boticario envió un informe a mi jefe y Jevins está enterrado por allí. Te hubiera telegrafiado, Spurstow, si hubiese sido posible que hicieras algo.
–Eres un tipo especial –dijo Mottram–. Si tú mismo hubieses asesinado al hombre, no podrías haber permanecido más callado al respecto. ¡Dios santo! ¿Qué importa? –dijo Hummil con calma–. Tengo que hacer buena parte de su trabajo de supervisión además del mío. Soy la única persona perjudicada. Jevins está fuera del tema, por puro accidente, desde luego, pero fuera al fin. El boticario iba a escribir una larga perorata sobre el suicidio. Nadie mejor que un babu para escribir tonterías interminables cuando se le presenta la ocasión.
–¿Por qué no has permitido que se supiera que fue un suicidio? –dijo Lowndes. No había ninguna prueba concluyente. En este país un hombre no tiene muchos privilegios, pero al menos hay que permitirle que haga un manejo torpe de su propio rifle. Además, algún día puede que yo necesite de un hombre que disimule algún accidente mío. Vive y deja vivir. Muere y deja morir.
–Tomo un comprimido –dijo Spurstow, que había observado de cerca la cara pálida de Hummil–. Toma un comprimido y no seas borrico. Este tipo de conversación es un simple juego. De todas formas, el suicidio se desentiende de tu trabajo. Si yo fuese Job multiplicado por diez, tendría que estar tan interesado en lo que vaya a ocurrir de inmediato que me quedaría para verlo.
–¡Ah! He perdido esa curiosidad –dijo Hummil.
–¿El hígado te funciona mal? –dijo Lowndes con interés.
–No. No puedo dormir, que es peor.
–¡Por Júpiter que sí! –dijo Mottram–. A mí me ocurre de cuando en cuando, y el ataque tiene que irse por sí solo. ¿Tú qué tomas?
–Nada. ¿Para qué? No he dormido ni siquiera diez minutos desde el viernes por la mañana.
–¡Pobre muchacho! Spurstow, tú deberías ocuparte del asunto –dijo Mottram–. Ahora que lo mencionas, tus ojos están algo irritados e hinchados. Spurstow, que no había dejado de observar a Hummil, rió con ligereza.
–Ya le arreglaré después. ¿Os parece que hace demasiado calor para salir a cabalgar?
–¿Para ir a dónde? -dijo Lowndes, fatigado Tendremos que marcharnos a las ocho y ya cabalgaremos lo suficiente entonces. Detesto cabalgar cuando tengo que hacerlo por necesidad. ¡Cielos! ¿Qué se puede hacer por aquí?
–Empezar otra partida de whist, cada punto un chick (se supone que un chick equivale a ocho chelines) y un mohur de oro la partida –dijo Spurstow con presteza.
–Póker. La paga de un mes entero para la banca, sin límites, y cincuenta rupias la apuesta. Alguien estará en la ruina antes que nos marchemos –dijo Lowndes.
–No puedo decir que me de gusto arruinar a ninguno de los de esta reunión –dijo Mottram–. No es muy estimulante y es una tontería –cruzó el cuarto hacia un viejo, deteriorado y pequeño piano de campaña, residuo del matrimonio que viviera en tiempos en el bungalow, y lo abrió.
–Hace mucho que no funciona –dijo Hummil–. Los sirvientes lo han hecho pedazos. El piano estaba, en efecto, desafinado sin esperanzas, pero Mottram se ingenió para que las notas rebeldes llegaran a una especie de acuerdo, y de las teclas desniveladas surgió algo que podía haber sido alguna vez el fantasma de una canción popular de musichall.
Los hombres, desde sus tumbonas, se volvieron con evidente interés mientras Mottram aporreaba con entusiasmo cada vez mayor.
-¡Eso está bien! –dijo Lowndes–. ¡Por Júpiter! La última vez que oí esa canción fue en el 79 aproximadamente, justo antes de partir.
–¡Ah! –dijo Spurstow con orgullo–. Yo estaba en nuestra tierra en el 80 –y nombró una canción popular muy conocida por entonces. Mottram la tocó bastante mál. Lowndes hizo una crítica y sugirió correcciones. Mottram pasó a otra cancioncilla, no de las de musichall e hizo ademán de levantarse.
–Siéntate –dijo Hummil–, no sabía que la música entrara en tu composición. Sigue tocando hasta que no se te ocurra nada más. Haré que afinen el piano para la próxima vez que vengas. Toca algo alegre.

Muy simples en verdad eran las melodías que el arte de Mottram y las limitaciones del piano podían concretar, pero los hombres escuchaban con placer, y en las pausas hablaban todos a la vez de lo que habían visto u oído la última vez que habían estado en su tierra. Una densa tormenta de polvo se alzó fuera y barrió la casa, rugiendo y envolviéndola en una oscuridad asfixiante de medianoche, pero Mottram continuó sin prestar atención, y el tintineo loco llegaba a los oídos de los oyentes por encima del aleteo de la tela rota del techo. En el silencio posterior a la tormenta, se deslizó desde las más personales canciones escocesas, que tarareaba a medias al tocar, hasta un himno vespertino.

–Domingo –dijo mientras asentía con la cabeza.
–Continúa. No te disculpes –dijo Spurstow. Hummil se rió larga y estentóreamente.
–Tócalo, sea como sea. Hoy eres todo sorpresas. No sabía que tuvieses tal don de sarcasmo sutil. ¿Cómo es?

Mottram comenzó a tocar la melodía.

–El tiempo, al doble. Así pierdes el matiz de gratitud –dijo Hummil–. Tendría que ser como el tiempo de la Polka del saltamontes, así –y comenzó a cantar prestissimo: Mi Dios, gloria a ti esta noche por todas las bendiciones de la luz.
–Esto demuestra que sentimos cuán bendecidos somos. ¿Cómo sigue? Si de noche estoy tendido en mi lecho, sin dormir, que mi alma siempre tenga su potencia puesta en ti, y ningún sueño maligno mi descanso turbará...
–¡Más rápido, Mottram! ¡Ni las fuerzas me molesten de esa hosca oscuridad!
–¡Bah! ¡Qué viejo hipócrita eres! No seas borrico –dijo Lowndes–. Estás en libertad de burlarte de cualquier otra cosa, pero no te metas con ese himno. En mi cabeza se asocia con los recuerdos más sagrados...
–Tardes de verano en el campo, vidrieras, la luz que se desvanece y tú y ella juntando vuestras cabezas sobre el libro de himnos –dijo Mottram.
–Sí, y un abejorro gordo que te daba en el ojo cuando volvíais a casa. El olor del heno y una luna grande como una sombrerera encima del pajar; murciélagos, rosas, leche y mosquitos –dijo Lowndes.
–También madres. Recuerdo a mi madre cantando para hacerme dormir cuando yo era un pequeñín –dijo Spurstow.

La oscuridad había invadido el cuarto. Podían oír cómo se removía Hummil en su silla.

–Por consiguiente –dijo con malhumor–, tú cantas el himno cuando estás a siete brazas de profundidad en el infierno. Es un insulto a la inteligencia de la divinidad pretender que somos algo más que rebeldes torturados.
–Toma dos comprimidos –dijo Spurstow–, es un hígado torturado.
–Hummil, el que siempre se muestra plácido, hoy está de mal humor. Lo siento por sus culis, mañana –dijo Lowndes, mientras los sirvientes traían las luces y preparaban la mesa para la cena.

Cuando estaban a punto de ocupar sus puestos ante miserables chuletas de cabra y un pudin ahumado de tapioca, Spurstow aprovechó la ocasión para susurrar a Mottram: ¡Bien hecho, Davi!.

–Cuida de Saúl, pues –fue la respuesta.
–¿Qué estáis murmurando? –dijo Hummil, suspicaz.
–Sólo decíamos que como anfitrión eres condenadamente pobre. Este pájaro no se puede cortar –respondió Spurstow con una sonrisa dulce–. ¿Tú llamas cena a esto?
–No tiene remedio. ¿O acaso esperas un banquete?

Durante aquella comida, Hummil se aplicó con laboriosidad a insultar de modo directo y agudo a todos sus huéspedes, uno tras otro, y a cada insulto Spurstow daba un puntapié al ofendido por debajo de la mesa, pero no se atrevió a cambiar miradas de inteligencia con ninguno de ellos. La cara de Hummil se veía pálida y contraída, en tanto que sus ojos estaban dilatados de forma poco natural. Ninguno de los hombres soñó siquiera por un momento en responder a sus salvajes agresiones personales, pero tan pronto como terminó la cena se dieron prisa en partir.

–No os marchéis. Ahora os empezáis a animar, muchachos. Espero no haber dicho nada que os haya molestado. Sois unos demonios de susceptibilidad –después, cambiando la tesitura a una súplica casi abyecta, Hummil agregó–: ¿no iréis a marcharos, verdad? En la lengua del bendito Jorrocks, donde ceno, duermo –dijo Supurstow–. Quiero echarles un vistazo a tus colis mañana, si no te importa. ¿Puedes hacerme un lugar para dormir, me figuro?

Los otros arguyeron la urgencia de sus diversas obligaciones del día siguiente y, tras ensillar, partieron juntos, al tiempo que Hummil les rogaba que volvieran el domingo siguiente. Mientras se alejaban al trote, Lowndes abrió su pecho a Mottram.

–... Jamás en mi vida he tenido tantas ganas de patear a un hombre en su propia mesa. Dijo que yo había hecho trampas en el whist y me recordó las deudas. ¡A ti te dijo en la cara que eres un mentiroso! No estás tan indignado como deberías.
–Oh, no –dijo Mottram–. ¡Pobre diablo! ¿Alguna vez habías visto al bueno de Hummil comportarse así o de una manera remotamente parecida?
–No es excusa. Spurstow me pateó las espinillas durante toda la cena, y por eso me controlé. De otro modo hubiese...
–No, no hubieses. Tendrían que haber hecho lo que ha hecho Hummil con respecto a Jevins: no juzgar a un hombre con estos calores. ¡Por Júpiter. El metal de las bridas me quema las manos. Galopemos un poco, y cuidado con las madrigueras de las ratas.

Diez minutos de galope extrajeron de Lowndes una observación sensata cuando se detuvo, sudando por todos los poros:

–Sí. Bueno hombre, Spurstow. Nuestros caminos se separan aquí. Nos veremos otra vez el domingo próximo, si el sol no me destruye.
–Me figuro que sí, a menos que el ministro de finanzas del viejo Timbersides se arregle para envenenarme alguna comida. Buenas noches y... ¡que Dios te bendiga!
–¿Y qué pasa ahora?
–Oh, nada –Lowndes recogió la fusta y al tiempo que con ella rozaba el flanco de la yegua de Mottram, agregó–: tampoco tú eres mal muchacho, eso es todo y tras esas palabras, su yegua se lanzó al galope durante media milla y a través de la arena.

En el bungalow del ingeniero ayudante, Spurstow y Hummil fumaban juntos la pipa del silencio, observándose uno a otro con mucha atención. La capacidad de dar albergue de un soltero es tan elástica como simple su instalación. Un sirviente se llevó la mesa de la cena, trajo un par de rústicos camastros nativos, hechos de tiras entrelazadas dentro de un ligero marco de madera, puso sobre cada uno una estera de tela fresca de Calcuta, los colocó uno junto a otro, prendió con alfileres dos toallas al punkah, para que sus flecos no llegasen a tocar la nariz y la boca de los durmientes y anunció que las camas estaban preparadas. Los hombres se acostaron, y pidieron a los culis que se ocupaban del punkah que, por todas las potencias del infierno, lo mantuviesen en movimiento. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas porque fuera el aire era un horno. Dentro, el ambiente estaba sólo a ciento cuatro grados, tal como lo probaba el termómetro, y pesado, a causa del olor de las lámparas de petróleo mal despabiladas; y ese hedor, sumado al del tabaco del país, los ladrillos de horno y la tierra reseca pone el corazón del hombre más vigoroso a la altura de sus pies, porque es el olor del Gran Imperio Indio cuando se convierte durante seis meses en una sola de tormento. Spurstow ahuecó las almohadas con habilidad, para estar reclinado y no tendido, con la cabeza a una altura mayor que la de sus pies. No es bueno dormir con una almohada baja en tiempo de calor, si tienes un cuello muy robusto, ya que se puede pasar de los ronquidos y gorgoteos vivos del sueño natural a la honda somnolencia del golpe de calor.

–Ahueca tus almohadas –dijo el médico, tajante, al ver que Hummil se preparaba para tenderse en posición horizontal.

La luz de la mariposa era tenue, la sombre del punkah ondulaba a través de la habitación, y el roce de las toallas y el gemido leve de la cuerda que pasaba por un agujero de la pared la seguían. De pronto el punkah flaqueó, casi se detuvo. El sudor caía por la frente de Spurstow. ¿Debía salir a estimular al culi? El ventilador volvió a moverse con un salto brusco y un alfiler cayó de las toallas. Cuando estuvo otra vez en su lugar, un tam––tam comenzó a sonar en las líneas culis, con el latido firme de una arteria congestionada dentro de un cerebro febril. Spurstow se volvió y soltó un juramento suave. No hubo movimiento por parte de Hummil. El hombre se había acomodado con tanta rigidez como un cadáver, con los puños cerrados junto al cuerpo. Su respiración era demasiado rápida como para sospechar que dormía. Spurstow observó la cara rígida. Tenía las mandíbulas apretadas y una arruga en torno a los párpados temblorosos. «Está lo más rígido que puede», pensó Spurstow. «¿Qué diablos le ocurre?».

–¡Hummil!
–Sí –con la voz pastosa y forzada. ¿Puedes dormir?
–No.
–¿Frente ardorosa? ¿La garganta hinchada o qué?
–Nada de eso, gracias. No duermo mucho, sabes.
–¿Te encuentras mal? Bastante mal, gracias. Se oye un tam tam fuera ¿verdad? Al principio pensé que era mi cabeza... ¡Oh, Spurstow, por piedad, dame algo que me haga dormir... dormir profundamente, siquiera durante seis horas! –se enderezó de un salto, temblando de la cabeza a los pies- No logro dormir desde hace días y no lo puedo soportar... ¡no lo puedo soportar!
–¡Pobre amigo!
–Eso no sirve. Dame algo que me haga dormir. Te aseguro que me estoy volviendo loco. No sé lo que digo durante la mayor parte del día. Hace tres semanas que tengo que pensar y deletrear cada palabra que me viene a los labios antes de atreverme a decirla. ¿No basta eso para enloquecer a un hombre? Ahora no veo con claridad y he perdido el sentido del tacto. Me duele la piel... ¡Me duele la piel! Haz que duerma. ¡Oh, Spurstow, por el amor de Dios, hazme dormir profundamente! No basta con adormilarme. ¡Haz que duerma!
–De acuerdo, muchacho, de acuerdo. Tranquilo, que no estás tan mal como piensas.

Rotos los diques de la reserva, Hummil se agarró a él como un niño aterrado.

–Me estás partiendo el brazo a pellizcos.
–Te partiré el cuello si no haces algo por mí. No, no he querido decir eso. No te enfades, amigo –se enjugó el sudor a la vez que luchaba por recobrar la compostura–. Estoy nervioso y desganado, tal vez tú puedas recetarme alguna mezcla soporífera... bromuro de potasio.
–¡Bromuro de bobadas! ¿Por qué no me lo has dicho antes? Suéltame el brazo y veré si tengo algo en la cigarrera para aliviar tus males –Spurstow buscó entre sus ropas de calle, subió la luz de la mariposa, abrió una pequeña cigarrera y se acercó al expectante Hummil con la más pequeña y frágil de las jeringas. El último atractivo de la civilización –dijo– y algo que detesto usar. Extiende el brazo. Bien, tus insomnios no te han estropeado la musculatura. ¡Qué piel tan dura! Es como si le estuviera poniendo una inyección subcutánea a un búfalo. Ahora, en unos pocos minutos empezará a obrar la morfina. Échate y espera. Una sonrisa de gusto puro y estúpido comenzó a invadir la cara de Hummil.
–Creo –susurró–, creo que me estoy yendo. ¡Dios! ¡Es realmente celestial! Spurstow, tienes que darme esa cigarrera para que te la guarde. Tú... –la voz calló mientras la cabeza caía hacia atrás.
–Ni por todo el oro del mundo –dijo Spurstow a la forma inconsciente–. Pues bien, amigo mío, los insomnios de esta clase son muy adecuados para debilitar la fibra moral en los pequeños asuntos de la vida y la muerte, de modo que me tomaré la libertad de inutilizar tus armas.

Descalzo, fue hasta el cuarto en que Hummil guardaba los arneses; sacó de su caja un rifle del calibre doce, un fusil automático y un revólver. A primero le quitó el disparador y lo escondió en el fondo de un baúl de arreos; al segundo le sacó el alza y de un puntapié la mandó bajo un gran armario. Abrió el tercero y le partió la mira de la empuñadura con el tacón de una bota de montar.

–Ya está –dijo mientras sacudía el sudor de las manos. Estas pequeñas precauciones al menos te darán tiempo para arrepentirte. Sientes demasiada simpatía por los accidentes con armas de fuego.

Cuando se levantaba del suelo, la voz pastosa y ronca de Hummil exclamó desde la puerta:

–¡Idiota!

Era el tono de quienes hablan a sus amigos, en los intervalos de lucidez, poco antes de morir. Spurstow se sobresaltó y dejó caer la pistola. Hummil estaba en el vano de la puerta, meciéndose entre carcajadas sin control.

-Has estado muy bien, sin duda –dijo con lentitud, eligiendo cada palabra–. Por ahora, no me propongo darme la muerte con mis propias manos. Mira, Spurstow, eso no funciona. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? –y un terror pánico le anegaba los ojos.
–Échate y aguarda un poco. Échate ahora mismo.
–No me atrevo. Sólo me dormiré a medias otra vez y ya no podré ir más allá. ¿Sabes? He tenido que hacer un esfuerzo para volver ahora. En general soy veloz como el rayo, pero tú me habías trabado los pies. Estuve a punto de quedarme.
–Oh, sí, comprendo. Ve y acuéstate.
–No, no es delirio, pero ha sido un truco despreciable para usarlo contra mí. ¿No sabes que podría haber muerto?

Tal como una esponja deja limpia una pizarra, así algún poder desconocido para Spurstow había borrado todo lo que definía como la cara de un hombre el rostro de Hummil, que, desde el vano, mostraba una expresión de inocencia perdida. Había vuelto en el sueño a una infancia amedrentada. « ¿Irá a morirse ahora mismo? », pensó Spurstow, para agregar en voz alta:

–Bien, hijo. Vuelve a la camay cuéntamelo todo. No podías dormir. ¿Pero qué era todo el resto de disparates?
–Un lugar... un lugar allá abajo –dijo Hummil con simple sinceridad.

La droga obraba sobre él en oleadas, llevándole del temor de un hombre fuerte al miedo de un niño, según recuperara el sentido o se embotase.

–¡Dios mío! He temido eso durante meses, Spurstow. Me ha convertido las noches en un infierno y sin embargo no soy consciente de haber hecho nada malo.
–Tranquilo; te daré otra dosis. Les pondremos fin a tus pesadillas, ¡tonto consumado!
–Sí, pero has de darme lo suficiente como para que no pueda alejarme. Hazme dormir profundamente, no dormitar. Porque entonces es difícil correr.
–Lo sé, lo sé. Yo mismo he pasado por eso. Los síntomas son tal como los describes.
–¡Oh, no te burles de mí, maldito seas! Antes de tener este insomnio horrible, trataba de dormir sobre mi codo, y ponía una espuela en la cama para que pinchara si caía sobre ella. ¡Mira!
–¡Por Júpiter! ¡El hombre está espoleado como un caballo! ¡El jinete ha sido la pesadilla con una venganza! Y todos le creíamos bastante sensato. ¡Que el cielo nos permita comprender! Quieres hablar, ¿verdad?
–Sí, a veces. No cuando tengo miedo. Entonces quiero correr. ¿A ti no te pasa eso?
–Siempre. Antes que te de la segunda dosis dime exactamente qué te sucede.

Hummil habló con susurros entrecortados casi diez minutos, durante los cuales Spurstow le miró las pupilas y pasó su mano ante ellas una o dos veces. Al final del relato, reapareció la cigarrera de plata y las últimas palabras que dijo Hummil, mientras se echaba por segunda vez, fueron:

–¡Hazme dormir profundamente, porque si me pillan, ¡me muero...! ¡Me muero! Sí, sí, a todos nos pasa, tarde o temprano..., demos gracias al Cielo que ha establecido un límite para nuestras miserias –dijo Spurstow, a la vez que acomodaba las almohadas bajo la cabeza–. Se me ocurre que a menos que beba algo me iré yo antes de tiempo. He dejado de sudar, aunque el cuello de la camisa es un diecisiete.

Se preparó un te bien caliente, que es un buen remedio para los golpes de calor, si se toman tres o cuatro tazas en el momento oportuno. Después observó al dormido.
Una cara ciega que llora y que no puede secarse los ojos, una cara ciega que le persigue por los corredores. ¡Hum! Está claro que Hummil tendría que obtener un permiso lo antes posible y, cuerdo o no, es evidente que se ha clavado esa espuela con crueldad. En fin, ¡que el cielo nos permita comprender!

A mediodía Hummil se levantó; tenía mal sabor de boca pero los ojos límpidos y el corazón alegre.

–Anoche estaba bastante mal, ¿verdad?
–He visto hombres en mejores condiciones. Habrás cogido un principio de insolación. Oye: si te escribo un certificado médico estupendo, ¿pedirás un permiso de inmediato?
–No.
–¿Por qué no? Si lo quieres.
–Sí, pero puedo aguantar hasta que el tiempo refresque.
–¿Pero por qué, si te pueden reemplazar ahora mismo?
–Burkett es el único al que pueden enviar y es tonto de nacimiento.
–Oh, no te preocupes por el ferrocarril. Tú no eres imprescindible. Telegrafía para pedir un reemplazo, si es necesario.

Hummil se mostraba muy incómodo.

–Puedo esperar hasta, las lluvias –dijo Hummil, evasivo.
–No puedes. Telegrafía a la central para que envíen a Burkett.
–No lo haré. Si quieres saber de verdad por qué, Burkett está casado y su mujer acaba de tener un niño y está arriba, en Simia, por el fresco, y Burkett está en un buen puesto, que le permite ir a Simia de sábado a lunes. Esa pobrecita mujer no se encuentra del todo bien. Si Burkett fuese trasladado, ella procuraría seguirle. Si deja al niño, se morirá de preocupación. Si viene, y Burkett es uno de esos animalitos egoístas que siempre están hablando de que el lugar de la mujer está junto a su marido, se morirá. Es cometer un asesinato traer a una mujer hasta aquí ahora. Burkett no tiene la resistencia de una rata. Si viniese aquí, le perderíamos, y sé que ella no tiene dinero; además, estoy seguro de que también ella moriría. En cierto sentido, yo estoy vacunado y no tengo mujer. Espera hasta que lleguen las lluvias y entonces Burkett podrá adelgazar aquí, le vendrá muy bien.
–¿Quieres decir que te propones enfrentarte con... lo que te has enfrentado hasta que lleguen las lluvias?
–No será tan terrible, ahora que me has indicado el camino para salir de eso. Te puedo telegrafiar. Además, ahora que ya sé como meterme en el sueño, todo se arreglará. De todas formas, no puedo pedir un permiso. Eso es todo.
–¡Mi excelente escocés! Pensaba que toda esa clase de cosas estaba muerta y enterrada. ¡Bobadas! Tú harías lo mismo. Me siento como nuevo, gracias a esa cigarrera. Te vas al campamento ahora, ¿verdad?
–Sí, pero trataré de venir cada dos días, si puedo.
–No estoy tan mal como para eso. No quiero que te molestes. Dales a los culis ginebra y ketchup.
–¿O sea que te encuentras bien? Preparado para luchar por mi vida, pero no para quedarme al sol hablando contigo. En marcha, amigo, ¡y que Dios te bendiga!

Hummil giró sobre sus talones para enfrentarse con la desolación y los ecos de su bungalow, y lo primero que vio, de pie en la galería, fue su propia figura. Una vez, antes, había visto una aparición similar, en momentos en que estaba agobiado por el trabajo y agotado por el calor.

–Esto está muy mal –dijo, frotándose los ojos–. Si eso se aleja de mí de pronto, como un fantasma, sabré que lo único que ocurre es que mis ojos y mi estómago no van bien. Si camina..., he perdido la cabeza.

Se acercó a la figura que, naturalmente, se mantenía a una distancia invariable de él, como ocurre con todos los espectros que nacen del exceso de trabajo. El fantasma se deslizó a través de la casa para disolverse en manchas que nadaban en sus ojos, tan pronto como llegó la luz llameante del jardín. Hummil se ocupó de su trabajo hasta la noche. Cuando entró a cenar se encontró consigo mismo sentado ante la mesa. La visión se puso de pie y salió a toda prisa. Excepto en que no proyectaba sombra, era real en todos los demás rasgos. No hay persona viviente que sepa lo que esa semana reservó a Hummil. Un recrudecimiento de la epidemia mantuvo a Spurstow en el campamento, entre los culis, y todo lo que pudo hacer fue telegrafiar a Mottram, para pedirle que fuese al bungalow y durmiera allí. Pero Mottram estaba a cuarenta millas de distancia del telégrafo más cercano, y no supo nada de nada que no fuesen las necesidades de su tarea de topógrafo hasta que, a primera hora de la mañana del domingo, se encontró con Lowndes y Spurwtow, para dirigirse hacia el bungalow de Hummil y la reunión semanal.

–Espero que el pobre muchacho esté en mejores condiciones –dijo Mottram, desmontando en la puerta–. Supongo que no se ha levantado aún.
–Le echaré una mirada –dijo el médico–. Si está dormido no hay necesidad de despertarle. Y un instante más tarde, por el tono de la voz de Spurstow al pedirles que entrasen, los hombres supieron lo que había sucedido.

No había necesidad de despertarle. El punkah todavía se agitaba sobre la cama, pero Hummil había dejado esta vida al menos tres horas antes. El cuerpo yacía de espaldas, con los puños a los lados, tal como Spurstow lo había visto siete noches antes. En los ojos abiertos y fijos estaba escrito un terror que supera la capacidad de expresión de cualquier pluma. Mottram, que había entrado por detrás de Lowndes, se inclinó sobre el muerto y le rozó la frente con los labios.

–¡Oh, hombre de suerte, hombre de suerte! –susurró. Pero Lowndes había observado los ojos, y se apartó temblando hasta el extremo opuesto del cuarto. ¡Pobre muchacho! ¡Pobre muchacho! Y la última vez que nos vimos me enfadé. Spurstow, tendríamos que haberle controlado. ¿Se ha...?
Con habilidad, Spurstow seguía investigando, para terminar con una búsqueda en toda la habitación.
–No, no lo ha hecho estalló–. No hay huellas de nada. Llamad a los sirvientes. Llegaron, era ocho o diez, murmurando y mirando uno por encima del hombro del otro.
–¿A qué hora se fue a la cama vuestro sahib? –dijo Spurstow.
–A las once o a las diez, creemos –dijo el sirviente personal de Hummil.
–¿Se encontraba bien a esa hora? Pero tú no puedes saberlo.
–No se le veía enfermo, tal como se entiende la palabra. Pero había dormido muy poco durante tres noches. Lo sé porque le vi caminando largo rato, sobre todo en medio de la noche.

Mientras Spurstow extendía la sábana, una gran espuela de caza, recta, cayó al suelo. El doctor gimió. El sirviente de Hummil observó el cuerpo.

–¿Qué piensas, Chuma? –dijo Spurstow al ver una expresión de la cara oscura.
–Hijo del cielo, en mi humilde opinión, el que era mi amo ha bajado a los Lugares Oscuros y allí quedó atrapado porque no pudo escapar tan rápido como es necesario. Tenemos la espuela como prueba de que luchaba contra el Terror. También he visto a hombres de mi raza hacer esto mismo con espinas, cuando les habían hechizado de modo que algo podía sorprenderles durante las horas de sueño, y no se atrevían a dormir.
–Chuma, eres tonto. Ve y prepara los sellos para ponerlos en las cosas del sahib.
–Dios ha hecho al hijo del cielo. Dios me ha hecho a mí. ¿Quiénes somos nosotros para preguntar por los designios de Dios?. Ordenaré a los otros sirvientes que se mantengan apartados mientras tú preparas la lista de los bienes del sahib. Son todos ladrones y querrán robar.
–Por lo que puedo deducir, ha muerto de..., oh, de cualquier cosa; paro cardíaco, golpe de calor o por alguna otra disposición divina –dijo Spurstow a sus compañeros–. Debemos hacer un inventario de sus efectos y demás cosas.
–Estaba muerto de terror –insistió Lowndes– ¡Mirad esos ojos! ¡Por piedad, no dejes que le entierren con los ojos abiertos!
–Fuera lo que fuese, ahora se ha librado de todos los problemas –dijo Mottram con suavidad.

Spurstow observaba los ojos abiertos.

–Venid –dijo–. ¿No véis algo allí?
–¡No puedo mirar! –sollozó Lowndes–. ¡Tápale la cara! ¿Cual es el miedo que puede haber en el mundo capaz de convertir a un hombre en algo así? Es horrible. ¡Oh, Spurstow, tápalo!
–Ningún miedo... en la tierra –dijo Spurstow.

Mottram se inclinó por encima del hombro de su amigo y miro con atencion.

–Lo único que veo es una mancha gris en las pupilas. Ya sabes que no puede haber nada allí.
–Así es. Bien, pensemos. Llevará medio día preparar cualquier clase de ataúd y debe de haber muerto hacia medianoche. Lowndes, amigo, ve fuera y diles a los culis que caven la tierra junto a la tumba de Jevins. Mottram, recorre la casa con Chuma y comprueba que se pongan los sellos en todas las cosas. Mándame un par de hombres aquí y yo me ocuparé del resto.

Cuando los sirvientes de brazos fornidos regresaron junto a los suyos, narraron una extraña historia acerca del sahib doctor que en vano había tratado de devolver la vida al amo mediante artes mágicas; por ejemplo, el sahib doctor, sosteniendo una cajita verde que hacía ruido delante de cada uno de los ojos del muerto, susurraba algo, desconcertado, antes de llevarse consigo la cajita verde.

El martillar resonante sobre la tapa de un ataúd no es algo agradable de oír, pero los que han pasado por la experiencia aseguran que es mucho más terrible el crujido suave de las sábanas, el roce repetido de las tiras de tela con que el que ha caído en el camino es preparado para su entierro, y se hunde poco a poco, mientras se deslizan las cuerdas, hasta que la forma amortajada toca el suelo, y no protestas por la indignidad de una ceremonia apresurada. A último momento, Lowndes se vio asaltado por escrúpulos de conciencia.

–¿Tienes que leer tú el servicio, del principio al fin? –dijo Spurstow- Pensaba hacerlo. Tú eres mi superior como funcionario. Hazlo tú, si quieres.
–No se me había pasado por la cabeza. Sólo he pensado que tal vez podría venir un capellán de alguna parte... Me ofrezco a ir a buscarle ahora adonde sea, para ofrecerle algo mejor al pobre Hummil. Eso es todo.
–¡Bobadas! –dijo Spurstow, mientras preparaba sus labios para decir las palabras tremendas que dan comienzo al oficio de difuntos.
Después del desayuno, fumaron una pipa en silencio, en memoria del muerto. Entonces Spurstow dijo, ausente: -No está en la ciencia médica.
–¿Qué?
–Lo de cosas en los ojos de un muerto.
–¡Por el amor de Dios, no hables de ese horror! –dijo Lowndes–. He visto morir de puro pánico a un nativo perseguido por un tigre. Yo sé qué es lo que ha matado a Hummil. ¡Qué sabes tú! Yo trataré de verlo –y el doctor se encerró en el cuarto de baño con una cámara Kodak. Después de unos minutos se oyó el ruido de algo que era destrozado a golpes y Spurstow reapareció, extremadamente pálido.
–¿Tienes la foto? –dijo Mottram–. ¿Qué se ve?
–Era imposible, claro. No tienes por qué mirar, Mottram. He destruido los negativos. No había nada. Era imposible.
–Eso –dijo Lowndes, subrayando las palabras, mientras observaba la mano temblorosa que luchaba por encender la pipa –es una condenada mentira. Mottram rió, incómodo.
–Spurstow lleva razón –dijo–. Los tres nos encontramos en tal estado que creíamos cualquier cosa. Por piedad, procuremos ser racionales.

No se habló durante largo rato. El viento caliente silbaba afuera y los árboles resecos sollozaban. Por fin, el tren diario, bronce reluciente, acero pulido y vapor a chorros, subió jadeante en medio del resplandor intenso.

–Será mejor que nos marchemos en el tren dijo Spurstow–. De vuelta al trabajo. He extendido el certificado. No podemos hacer nada más aquí, y el trabajo nos dará calma. Vamos.

Ninguno se movió. No es agradable viajar en tren en un mediodía de junio. Spurstow cogió su sombrero y su fusta y, desde la puerta, dijo:

-Es posible que haya cielo, y sin duda hay un infierno, aunque aquí está nuestra vida, por ventura, ¿no es así?

Ni Mottram ni Lowndes tenían respuesta para esa pregunta.


Algunas formas de amar. Charlotte Mew (1869-1928)

-¿Así que deja que me marche sin una respuesta? -dijo el joven, poniéndose en pie de mala gana y cogiendo los guantes de la mesa, sin dejar de mirar a la pequeña y obstinada dama del sofá, que contemplaba su disgusto con la expresión amable y burlona de sus alegres ojos azules que tanto le trastornaba.
-Le daré una respuesta si lo desea.
-Preferiría mantener la esperanza... ¿me permite usted un rayo de esperanza?
-Sólo un rayo -contestó riendo, con el mismo aire perturbador de indulgencia-. Pero no lo magnifique... tenemos la costumbre de magnificar los «rayos»... y no quiero que regrese, si lo hace, con un sol abrasador.
-Es usted muy sincera, y un poco cruel.
-Me temo que quiero ser... las dos cosas. Es mucho mejor para usted -repuso, girando los anillos alrededor de sus pequeños dedos mientras hablaba, como si estuviera ya un poco cansada de la entrevista.
-Me trata como a un muchacho -exclamó él, con cierta amargura juvenil.
-¡Ah! ¡La peor crueldad que se puede hacer con un muchacho! -respondió la dama, levantando los ojos hacia él y esbozando su irritante y luminosa sonrisa.

Al encontrar la sombría mirada del joven, sin embargo, se detuvo; y abandonó temporalmente el tono banal de sus argumentos.

-Le ruego que me perdone, capitán Henley...

Él escrutó su rostro traicionero para ver si aquella petición, expresada con tanta gravedad, encerraba cierta malicia, pero las palabras que siguieron le tranquilizaron.

-Le hablaré con más seriedad. Verá... sincera, quizá cruelmente... desconozco lo que siente mi corazón -pronunció tan estudiada frase sin titubear, y observó con arrepentimiento el rostro preocupado del joven mientras le asestaba el inocente golpe-. No es usted el primero. Y es posible que no sea... el último.

Le costó decir aquello, a pesar de su aparente ligereza, pero él estaba demasiado absorto en sus pensamientos para percibir los matices más sutiles de su voz.

-No soy tan encantadora como cree -prosiguió ella-, pero era algo inevitable. ¿Diré mejor que no soy tan encantadora como parezco? A los dieciocho años me casé... sin estar enamorada, y no pretendo insinuar que nadie me empujara a hacerlo. Mi matrimonio fue un fracaso, por supuesto. Y no quiero equivocarme de nuevo. Me repugna ayudarle a cometer un error similar. Debe perdonarme, pero confieso que me parece usted... muy joven; pues los años son algo engañoso... incluso con las mujeres.

Su rostro de muchacho era incapaz de disimular su enojo.

-¡Ah! Intentaba que sonriera, y está usted frunciendo el ceño. No me sentiría humillada si alguien me agraviase con las palabras que a usted tan neciamente le ofenden; pero -por suerte o por desgracia- no soy tan joven como usted. ¡Vamos, sea razonable! -dijo, con voz especialmente dulce y persuasiva-. Si desconozco lo que siente mi corazón, ¿le parece tan extraño que piense que el suyo puede cambiar? Perdóneme de nuevo si me anticipo. He oído en mis tiempos demasiados «nunca» y «para siempre» insustanciales; y ahora los evito. Me muestro más prudente al escucharlos. «Nunca», «para siempre» -repitió, y reflexionó sobre esas palabras-. A veces pienso que sólo pueden pronunciarse con seguridad en el umbral de otra vida. Me gustaría que no los empleáramos ahora. Le ruego que me conceda ese capricho.

-No soy tan poco fiable, indeciso, ni posiblemente tan cínico -empezó a decir; pero ella le interrumpió con un gesto de su mano, pequeña y brillante.
-Justamente! Por ese motivo, quiero prevenirle -prosiguió ella-. Es usted aún más joven de lo que creía. Me alegro... de todo corazón... de que se vaya al frente. Corte en pedazos a todos los rufianes que pueda; con un poco de pelea adquirirá una gran sabiduría, y... ¡oh, sí! ¡Sé que resulto cruel!... le hace muchísima falta. Vuelva dentro de un año con su Cruz de Victoria o sin ella; en cualquier caso, con un poco más de experiencia, y si decide regresar a mi lado -él escuchó con una mueca de dolor la repetición de aquel «si»-, prometo tratarle como a un hombre.
-¿Y me dará una respuesta?
-Sí -contestó ella, con repentina dulzura.
-Y ¿mientras tanto?
-Mientras tanto, administre con prudencia el «rayo» si lo desea, pero no lo engrandezca; y recuerde que no nos obliga a nada. Usted... nosotros -se apresuró a corregir-somos libres.
-Usted es libre, por supuesto, lady Hopedene -admitió con la debida solemnidad-. Yo siempre me consideraré comprometido. Me... me gustaría que supiese que no me considero libre.
-Como quiera -cedió ella, mirando con cierto regocijo su melancólico rostro.
-Será mi único consuelo -señaló el joven, con profunda tristeza.
-Que así sea, entonces: de eso no puedo privarle. Pero no olvide que, si la ocasión lo requiere, queda usted eximido de reaparecer ante este tribunal.

Una pequeña inflexión en su voz le recordó que había llegado el momento de despedirse.

-Ahora debemos decirnos adiós.
-Sólo au revoir.
-Se lo toma usted al pie de la letra; prefiero la vieja expresión.

Y lady Hopedene se puso en pie y cogió su mano, reteniéndola un poco más de lo habitual. El joven la miró muy alterado.

-¿Sólo conservaré de usted ese ceño? -preguntó ella.
-Conserve esto -exclamó él, inclinándose súbitamente para besar los dedos blancos y delicados que tenía en la palma de su mano.

Después se dio la vuelta deprisa, salió y cerró la puerta, dejando tras de sí el peculiar aroma de la presencia de la dama, fresco y penetrante como el aire que sopla en los prados por la mañana, más dulce y delicado que el tenue perfume que envolvía su persona. Ella se quedó inmóvil, sintiendo la partida del joven: la sonrisa con que le había despedido se había borrado de sus ojos; ahora miraban la puerta carentes de expresión.

¿Habré hecho lo mejor... para él? -se preguntó-. Puede que... seguro que conoce a otra mujer con menos escrúpulos que yo. Y.. ¿es mejor para mí?

Se dirigió hacia un espejo colocado entre las ventanas, y estudió con aire crítico la imagen que allí se reflejaba. Mostraba un rostro diminuto de tez delicada, bajo unos cabellos rubios e infantiles cuidadosamente ondulados; en aquellos momentos, privado de su aplomo, parecía triste y un poco pálido.

-Puedo permitirme esperar un año -decidió, tras contemplarse con detenimiento unos instantes-, en cualquier caso, he seguido los dictados de mi conciencia. Mi corazón... desconozco lo que siente mi corazón -rió toda temblorosa-. ¿Cómo pudo tragarse algo tan absurdo; debería haber interpretado... ¡bah! -exclamó, haciendo un gesto con las manos que había aprendido en el extranjero, y que a veces repetía con otros ademanes muy poco ingleses-. Es demasiado joven para saber interpretar. No es justo que una mujer se aproveche de la primera fantasía de un muchacho como él. Sin duda he obrado bien.

Lady Hopedene regresó al sofá y apoyó la cabeza en los cojines de vivos colores. Cuando finalmente la levantó, las lágrimas empañaban sus alegres ojos azules.


II.

El Nubia navegaba con rumbo a Inglaterra, y sus pasajeros sufrían todas las incomodidades que suelen acompañar a una travesía por el Mar Rojo. De vez en cuando, la pintoresca figura de un marinero hindú pasaba corriendo en medio de la penumbra. Los camareros extendían colchones en la cubierta bajo un cielo estrellado. El capitán y el primer oficial acababan de sorprender un tête-á-tête que se celebraba en un tranquilo rincón del barco, y que despertó su irritación.

-¿Está Henley verdaderamente enamorado de ella? -preguntó el capitán-. Porque es un asunto muy desagradable. ¡Maldita sea! La señorita Playfair está a mi cargo, y no es la primera vez que tengo problemas por una tontería semejante. Los parientes se muestran siempre muy poco razonables... incluso los parientes de los demás... pero, ¡por Júpiter!, creo que los hermosos objetos de sus desvelos son peores.

-Se conocieron en la India, así que supongo que todo estará en orden -respondió secamente el primer oficial, poco dispuesto a hablar de una situación que personalmente le desalentaba.
-Me alegrará ver Plymouth y el final de un cargamento tan embarazoso -exclamó el capitán, dándose media vuelta.
-Moi aussi -dijo entre dientes su joven segundo.

Pero los causantes de aquella breve plática no parecían compartir su sentimiento de alivio ante la perspectiva de llegar a puerto.

-A pesar de este horrible calor, ¡ojalá no acabara nunca la travesía! -exclamó una voz profunda en medio de la oscuridad-. ¡Es perfecta! El mar y el cielo, este maravilloso sentimiento de soledad, como si tú y yo fuéramos los únicos habitantes de la tierra, perdidos en medio de ella. Dime -prosiguió en un tono más bajo- que desearías que no acabara nunca.
-¿Qué sentido tiene que lo desee cuando insistes en que todo debe terminar cuando desembarquemos?
-Quizá los dioses se compadezcan de nosotros.
-¿Te refieres a que lady Hopedene puede recibirte con... frialdad?
-Ella siempre es fría; un hermoso pedacito de hielo. Jamás le importé un comino, Mildred; de lo contrario, ¿no crees que algún gesto la habría traicionado?
-Supongo que quería ver de qué material estabas hecho. ¿Por qué te dio la oportunidad de echarte atrás?
-Sólo era una forma (sus modales son siempre encantadores) de decirme «No». Las mujeres -afirmó con enorme seriedad- no hacen experimentos con los hombres que aman.
-Entonces, si esto es lo que crees, ¿por qué regresas a su lado? Sólo servirá para que te humille... -su voz, normalmente lánguida, se volvió más enérgica.
-Debo hacerlo, querida; di mi palabra.
-Pero ella insistió en que no te comprometieras.
-Me comprometí.
-Eres demasiado quijotesco. ¿Y si la encuentras con otro hombre?
-Imaginemos eso -repuso él, cogiendo las manos de la joven-, la otra posibilidad me aterra, será mejor que la olvidemos. Esta noche y mañana, todavía mañana... son nuestros. Mildred...

Ella se soltó.

-¿Cómo vamos a olvidarla? Envenena el presente y entorpece el futuro. Convierte todo en... una farsa.
-No debería habértelo contado -exclamó él, arrepentido-; de no haber sido por ese otro joven, habría esperado hasta tener mi libertad. ¿Me perdonas?
-No lo sé.
-Ocurra lo que ocurra, siempre serás la única mujer para mí.
-Es muy posible que hayas pronunciado antes esas palabras..
-No era más que un joven estúpido... y ella me lo dijo; ¡Dios mío! Ahora sé que estaba en lo cierto.
-Paseemos un poco -sugirió Mildred-. Dime, ¿cómo es esa mujer?
-Olvidémonos de ella -le suplicó.
-Quiero saberlo.
-Es muy pequeña y hermosa; extraordinariamente hermosa y ocurrente, y.. bueno, no sé cómo expresarlo, muy audaz. Fue esa audacia admirable y nada femenina lo primero que me fascinó de ella. Me impresionó por tratarse de un rasgo muy poco común; si hubiera sido un hombre, habría tenido madera de soldado. Ya ves que no fue amor, querida; empezó siendo una especie de admiración indefinida, y en eso ha vuelto a convertirse.
-Se casará contigo -fue la conclusión de la joven-. Creo que la comprendo mejor que tú.
-Y ¿odiarás mi recuerdo?
-Sí, durante algún tiempo; y luego... luego supongo que me casaré con otro.
-Si yo estuviera en tu lugar, preferiría pasar mi vida en soledad.
-No es tan fácil para una mujer hablar de soledad o pensar en ella; pero yo te amo, Alan -exclamó apasionadamente.
Los dos jóvenes, preocupados, se dieron las buenas noches en voz baja.

III.

Lady Hopedene cerró el libro bruscamente, con el pequeño gesto de impaciencia aprendido en el extranjero.

-Debo evitar ver a ese hombre; me resulta muy penoso.

El reloj de porcelana que tenía enfrente dio las cuatro, y el sonido de las campanadas devolvió a su pensamiento la frase que se había negado a aceptar, y que se apresuró a rechazar de nuevo. Ceux qui ont encore des lendemains. Se frotó los ojos, y empujó los cojines de brillantes colores donde apoyaba intranquila la cabeza. Enmarcaban sus cabellos dorados a la perfección, pero parecían haber arrebatado el delicado rubor, antes dulcemente inalterable, a su semblante infantil. Este se veía pálido y algo demacrado.

La puerta se abrió, y una voz anunció de forma mecánica:

-El capitán Henley.
Lady Hopedene no se levantó, y el joven avanzó hacia ella.
-¡Alan! -el nombre escapó de sus labios de un modo tan intenso y repentino que fue conmovedor, incluso lastimoso oírlo. La larga sucesión de días, de semanas... la interminable espera... parecía claramente arrojada ante él, pintada en el ala de aquel inesperado grito.

Y había algo más: tras él acechaba una nota de angustia, muy débil, que se enfrentaba perceptiblemente a su alegría. El joven, de manera inconsciente, retrocedió ante aquel nuevo recibimiento. No era propio de ella, ni se parecía a nada que el hubiera oído antes. Pero, en unos instantes, los ojos azules -tan extrañamente iluminados- recuperaron su vieja expresión de burlona bienvenida; y lady Hopedene le ordenó que se acercara, con el famoso gesto de su pequeña mano.

-Venga aquí, maravillosa aparición; quiero asegurar mis sentidos, poner a prueba mi cordura. ¿Se trata realmente de usted?
-Sin duda alguna. He venido en busca de mi respuesta -dijo breve, apresuradamente, consciente de que ella ya se la había dado, antes de pedírsela, al pronunciar su nombre de aquel modo tan sorprendente e involuntario.
-Habla como si estuviera presentando una factura –exclamó ella, riendo-, y la petición suena algo imperiosa, cuando ni siquiera sabía si tendría que contestarle algún día. ¡Oh! Hay esperas muy largas, lo sé -añadió, cogiendo la mano del joven que estaba en pie a su lado-. Siéntese aquí.
Lady Hopedene le hizo sitio, y miró con franqueza y seriedad su rostro algo más maduro.
-¡Vaya! -dijo, echándose hacia atrás como si estuviera asustada-. ¡Es un hombre con quien he de tratar! ¿Puedo contarle un secreto, capitán Henley? -agregó con repentina y encantadora dulzura-. Me siento bastante decepcionada, pues... pues en realidad yo amaba al muchacho.
-Entonces, ¿por qué jugó con él? -preguntó el joven, dominando a duras penas su amargura, y devolviéndole la mirada con decisión-. Su capricho... -le habló sin rodeos, como si no le importara, por el momento, que ella comprendiera el significado de sus palabras-, una respuesta sincera me habría ahorrado el alto precio que he pagado por su capricho.
-Sabiendo tan poco, tiene derecho a reprochármelo. Se lo explicaré -respondió suavemente-. Después de todo, supongo que fue mero egoísmo, porque usted me importaba más que mi propio ser. Su felicidad era, es y siempre será, imagino, más importante que la mía.

Él sintió el impulso de decirle la verdad, de contarle claramente su historia. Pues aquella mujer que había amado seguía inspirándole una sólida confianza. Sabía que era más fuerte e íntegra que las demás mujeres que había conocido, y no podía evitar creer en el alma que brillaba con tanta nitidez, directamente, en el fondo de aquellos ojos azules que le contemplaban. Es posible que hubiera cedido a ese impulso pasajero, si ella no hubiese interrumpido demasiado pronto su pensamiento vacilante.

-Elegí la mentira más eficaz que se me ocurrió aquel día... ¿lo recuerda?... cuando dije que no era usted el primer hombre, ni posiblemente el último. Es usted el primero -su mirada se detuvo en el volumen amarillo que, con la llegada del capitán Henley, había resbalado por el sofá hasta caer al suelo-, y estoy segura de que será el último. Jamás me ha gustado mentir. Le suplico que perdone mi primera y única mentira.

El joven no contestó, pero se puso en pie y permaneció silencioso, incómodo a su lado, resistiéndose a replicar su sinceridad con falsas protestas, sabiendo que debía hablar, buscando dolorosamente las palabras. Ella se rió, recordando cómo enmudecía a veces en el pasado, y prosiguió con cierta vacilación en su voz.

-Le sorprende mi franqueza; pero mire esto -y extendió ante él una mano desnuda y marchita.
-¡Qué desvalida parece! -exclamó el capitán Henley, cogiéndola dulcemente entre las suyas-. ¿Dónde están sus viejos anillos? ¿Por qué se ha desprendido de ellos?
-Son ellos los que se han desprendido de mí -respondió lady Hopedene tristemente-. Quizá se haya dado cuenta usted -añadió, señalando de paso sus mejillas- de que también otros adornos me han traicionado. Antes o después, tendré que decírselo. ¿Por qué no hacerlo ahora? Mis médicos -pronunció estas palabras con fingida solemnidad, y las interrumpió con una pequeña mueca me dan un año, o tal vez menos, para las pompas y vanidades de este mundo tan encantadoramente perverso. Así que, como ve, por mero respeto, las pompas y vanidades van retirándose poco a poco a fin de preparar su salida definitiva.

Abandonó su tono jocoso, y empezó a acariciar presurosa e inquieta la mano del capitán Henley. El joven agarró sus muñecas y le dirigió una mirada incrédula.
-Se trata de una horrible broma. No creo que hable en serio.
-Jamás hablé tan en serio como ahora.
-No pretenderá decir... -incapaz de preguntar una obviedad, continuó sujetando con fuerza los pequeños dedos, balbuceante, reducido al silencio.
-Sí, es cierto, tengo órdenes de partir, pero me conceden una prórroga. Un año para la conversación, la locura, la sensatez... si no fuera tan aburrida... y un año, tesoro mío, para el amor.
-¡Santo D...! -gritó-. Me dejas anonadado, Ella. Estás aquí; puedo verte y oír tus palabras; pero no logro entenderlas. Parece una pesadilla. No puede ser verdad...

Lady Hopedene soltó su mano y la colocó sobre el brazo del joven; y, esbozando una sonrisa para que recobrara el dominio de sí mismo, protestó:

-No te enfrentas al enemigo como un soldado.
-Me falta tu sangre fría -repuso él-. Seguramente otro hombre te daría tiempo o esperanzas.
Ella movió la cabeza y empezó a recitar:
-«Morir hoy o morir mañana, ¿acaso tenemos elección? Ningún hombre puede decir nada, una vez que los hados han hablado.» Sus ojos invitaban al capitán a mostrar valor.
-Amabas tu vida mucho más que la mayoría de nosotros -dijo él, arrepintiéndose en seguida de sus palabras.
-La adoraba... la adoro. No me relegues tan pronto a un tiempo pasado. No tendremos futuro ni subjuntivo, sólo presente e imperativo: Je t'aime... aime toi, par example.
-Ella, por Dios -exclamó el joven-, un poco de seriedad. Ignoro cuánto tiempo hace que conoces la noticia, pero recuerda que es nueva para mí.
-También es relativamente nueva para mí -sus valientes ojos azules le dirigieron una rápida mirada de censura-. ¿Acaso quieres que interprete el papel de cobarde?
-No podrías -afirmó él en tono angustiado-. ¡Qué gran soldado habrías sido!
-Es el cumplido más bonito, aunque también el más torpe, que me has dedicado jamás.
-No es eso -respondió el joven, casi con brusquedad-. Haces que me avergüence con toda el alma; me siento como un desertor.
-Los desertores están cortados por otro patrón -señaló lady Hopedene, con dulce determinación-. Nosotros no hemos nacido para volver las espaldas al destino o poner mala cara a un enemigo. Durante este año interminable (además de tedioso, he de confesar), nunca se me ocurrió pensar que me fallarías. Pensé que era posible... pero jamás temí que lo hicieras; de haber sido así, me habría enfrentado a tu deslealtad, aunque hubiera sido más difícil de arrostrar que la propia muerte.
-Nunca te fallaré -declaró él con aire decidido-; y cuando el «nunca» salió de sus labios, recordó las palabras de lady Hopedene sobre el empleo de un vocablo tan trascendental; que sólo podía pronunciarse con seguridad, había afirmado ella, tal como lo había pronunciado ahora, en el umbral de la tumba. y luego se dio cuenta, súbitamente, de que aquella conversación había sido un extraño anuncio de ésta. Entonces, entre risas, habían mencionado la muerte, esperando, asimismo, que un año transcurriera pronto. Había llegado el fin de aquel sueño tan irreal. Pero él no quería contemplar su materia vacía; ella no pasaría sus últimas horas recogiendo los pétalos de un amor perdido-. No te fallaré -dijo nuevamente con vehemencia.

Lady Hopedene escuchó con cierto asombro la frase que él repetía.

-No dudo de tus palabras, amor mío.
-No he dicho aún lo que he venido a decirte, Ella. ¿Quieres ser mi esposa?

Formuló la pregunta adivinando sus consecuencias, aunque empujado por algo más grave y profundo que la compasión. Durante unos instantes, Ella guardó silencio. Había estado en pie junto al capitán Henley, pero entonces se sentó y empezó a acariciar distraídamente un cojín bordado mientras meditaba su respuesta. Finalmente contestó, pero muy lentamente, sin su celeridad acostumbrada.

-El amor -exclamó-, aunque no lo recordemos a menudo, tiene un extenso vestuario. No todo el mundo puede llevar sus más ricos atavíos... y tú y yo no podemos. Alegrémonos de que nos ofrezca alguno de sus ropajes, pues, sin su caridad, iríamos desnudos. Tú y yo podemos ser compañeros, sólo eso. Es lo más sensato, el mejor pacto posible, pues los amantes terminan como jamás lo haremos nosotros. Tú vigilarás conmigo como si fuéramos dos buenos amigos, dos buenos soldados, hasta que el enemigo ataque, y sabes que atacará.

-Será una fría guardia nocturna -se obligó a decir, recordando el grito con que le había recibido, y preguntándose cómo podía dominar de aquel modo sus sentimientos.
-Suficientemente cálida -señaló lady Hopedene-; mucho más cálida que el amanecer que señalará su fin. ¿Te quedarás a hacer la guardia conmigo?
-Haré cualquier cosa que me pidas.
-Entonces te pido que aprendas a sonreír al mal tiempo, y que no tiembles todavía.

Ella cogió su mano de nuevo y le llevó a la ventana; estaban encendiendo las farolas junto a la verja del parque.

-Ahí fuera ha llegado la primavera; esta mañana he visto los brotes de los árboles. Los hados no han sido demasiado crueles. Nos han dejado todas las estaciones; el verano, mi estación preferida, no tardará en llegar... y tú... has venido.

Él se inclinó y besó los pequeños dedos que agarraban sin fuerza los suyos.

-Tu último beso ha encontrado un amigo -susurró ella-; ha pasado tanto tiempo solo en este lugar.
-Dame tus anillos -dijo el capitán Henley-; haré que los adapten. Quiero que los lleves.
-Sí -contestó lady Hopedene-, es estúpido renunciar a ellos. Enviaré a alguien... no, los traeré yo, si me disculpas un momento. Soltando su mano, atravesó la cada vez más oscura estancia y lo dejó solo, enfrentándose al primer gran problema de su vida.

IV.

Mildred Playfair abandonó su asiento junto a la ventana para acercarse al fuego. Estaba renovando su relación con una primavera inglesa, sin demasiadas muestras de alegría. Henley se hallaba a un paso de la repisa de la chimenea, y el movimiento de la joven los colocó frente a frente. Ella levantó sus ojos oscuros hacia él y, con la lánguida entonación que le caracterizaba, comentó:

-No parece haber nada más que decir; apenas comprendo por qué has venido.
-Porque me pediste que lo hiciera. Te he contado todo... te he expuesto cómo están las cosas, al menos para mí. Tal vez haya sido mejor decírtelo personalmente.
-No tenías que haber esperado a que te llamara.
-Quería escribirte. Pensé que sería menos doloroso para ambos. Pero no era un asunto fácil. Estaba tratando de redactar una torpe explicación cuando recibí tu carta.
-¿La explicación de que ibas a renunciar a mí por una ilusión poética Y casi femenina?
-No tenía elección.
-No sabía que los hombres tomaran parte en esta clase de cosas. Creía que eran más... firmes y categóricos.
-Hace un mes me habría creído incapaz de hacerlo; pero a veces una mujer... una mujer noble... puede transformar a un hombre, y mostrarle lo que es capaz o no de hacer.
Mildred había estado calentándose las manos cerca del fuego, pero entonces se volvió, cogió de la mesa un abrecartas de la India y empezó a separar las páginas de una revista.
-El hecho es que todavía amas a esa mujer.

Él vaciló, sintiendo un deseo casi puritano de decir la verdad.

-No del modo que insinúas. Esta semana he aprendido que existen muchas formas de amar.
-Y, ¿es algo que has descubierto tú? -preguntó la joven, recorriendo con un dedo la hoja del abrecartas que tenía en la mano-. ¿Estás seguro de que no estás repitiendo una frase de ella?
-Quizá. Mildred -exclamó-, me haces las cosas más difíciles de lo que son. Si pudieras ver en mi interior, sabrías que no he sido desleal... al menos contigo.

Tampoco tenía la sensación de haber traicionado a la otra mujer.

-Se me escapan tus complicaciones. Reconozco que no entiendo tu forma... tus «formas».
-No digas eso después de haberte explicado todo. Te he pedido que me esperes, aunque tal vez no debería haberlo hecho; jamás hubiera pronunciado esas palabras si no te quisiera tanto y no tuviera tanto miedo de perderte.
-Tendrías que haber sabido que nunca consentiría que fueras, tácitamente, el amante de otra mujer.
-No soy su amante -señaló brevemente.
-Otra sutil distinción que soy incapaz de captar.
-Si pudieras ver en mi interior... -empezó a decir de nuevo; pero ella le interrumpió.
-Veo lo suficiente para saber que tu corazón no es completamente mío.
-¿Quieres que diga lo contrario? -preguntó Henley duramente, aunque sin amargura-. ¿Cómo puedo hacerlo ahora, después de tu negativa... sin la menor esperanza ante mí, sin otras palabras que no sean de adiós?
-¡Si yo te importara, no hablarías así!
-No tengo elección -repitió él.
-Porque ya has elegido.
-En mi corazón, en mi alma, eres la elegida.
-Y, sin embargo, vuelves con la otra...
-Durante un año, y posiblemente menos. ¿Por qué no puedes entenderlo? Tú y yo tenemos toda la vida por delante, pero he visto la muerte reflejada en sus ojos... y en sus labios. Una tumba se interpone entre nosotros -insistió, y terminó la frase con un matiz de tristeza en su voz-: ¿No te parece suficiente?
-Es invisible -replicó la joven-, así que no me culpes si no puedo verla. Lo único que puedo ver es que una mujer, o su sombra, se interpone entre nosotros.
-¿Son éstas tus últimas palabras? -preguntó él, deseando casi que lo fueran, consciente de lo poco que habían servido las anteriores... que no habían aclarado nada ni les habían brindado el menor alivio.
-No -le interrumpió bruscamente Mildred, despojándose malhumorada de su frialdad y de su calma, como si fueran prendas de vestir que le pesaran demasiado-, mis últimas palabras son que te quiero, Alan, y que, como tú mismo has reconocido, me perteneces -la joven cruzó la habitación y se arrojó en sus brazos-. No puedo dejar que te marches y voy a impedirlo.
El la acogió con una breve y familiar exclamación de bienvenida, y la estrechó contra su pecho unos segundos; después la soltó, y apoyó una de sus manos en los cabellos oscuros y ligeramente despeinados de la muchacha.
-Me esperarás, ¿verdad?

El capitán Henley dijo sencillamente lo primero que pensó; pero, al escuchar sus palabras, Mildred se alejó de un salto.

-No, eso no... eso no.
-Entonces ¿qué? -preguntó desconcertado-. ¿No vas a confiar en mí?
-Esa mujer confió en ti -exclamó la joven, dejando escapar a través de sus labios, en aquel momento de confusión, el recuerdo que se había cernido sobre ellos en un par de ocasiones-. Esa mujer te dejó marchar; y, aunque no lo sepa, tú le has fallado, o al menos eso dices; lo cierto es que no sé qué creer de ti.
-Tienes razón -respondió él-. Dios sabe que le he fallado; tienes razón.
-Hazme una promesa en señal de que no me fallarás.
-¿Qué promesa? -inquirió, antes de añadir con vehemencia-:Cualquiera, cualquiera que yo pueda hacer...
-La única creíble -afirmó-, quédate conmigo.

Él se detuvo... perplejo, vacilante, herido; sopesando una segunda elección. ¿A cuál de las dos mujeres debía más? Mientras seguía allí indeciso, las veía ante sí pidiéndole que no les fallara. Una de ellas más lejana, diminuta y frágil, una imagen llena de belleza que se desvanecía como si la vida se le escapara; la otra, a su lado, fuerte, hermosa, nítida y querida, pisando con firmeza los peldaños de la juventud. El contraste físico le causó una profunda impresión, aunque no fue eso lo que hizo que sus pensamientos en pugna se decidieran. Fue una frase, pronunciada dulcemente por una animosa voz que salía de una estancia mucho más difusa para él que aquella en la que se encontraba: «Nosotros no hemos nacido para volver las espaldas al destino o poner mala cara a un enemigo».

Con estas palabras resonando en sus oídos se enfrentó al enemigo que tenía ante él llenándole silenciosamente de reproches.
-¿No vas a confiar en mí? -preguntó de nuevo, con una humildad que no habría pasado desapercibida a un corazón menos joven.
-No puedo -repuso Mildred, con obstinación.

Él miró sus ojos oscuros e inflexibles, y percibió en ellos una realidad implacable.
La mujer que había impuesto esa realidad no pudo oír su respuesta; ella la habría entendido.

-Y yo -se limitó a decir, con un dolor que trascendía la exaltación del momento-, no puedo quedarme.