viernes, 14 de junio de 2024

Poemas II. Emily Dickinson (1830-1886)

Cada pesar que me encuentro mido.


Cada pesar que me encuentro mido
con ojos atentos y escrutadores...
Me pregunto si pesa como el mío
o si su tamaño es más llevadero.

Me pregunto si lo aguantan de largo
o bien si justo acaba de comenzar;
la fecha del mío no puedo decir...
como un dolor tan añejo es sentido.

Me pregunto si les dolerá vivir,
si por seguir en pie han de afanarse
y si elegir les fuera permitido
acaso no preferirían morir.

Noto que algunos, con harta paciencia,
al cabo restablecen su sonrisa...
imitando a una de esas lámparas
con una pizca de aceite provistas.

Me pregunto si al irse acumulando
los años...unos miles...sobre el dolor
que temprano les hiriera, tal lapso
pueda procurarles algún remedio.

O si aún continuarán padeciendo
a lo largo de siglos de coraje,
iluminados hasta un sufrimiento
comparado con el amor más grande.

Multitud son los afligidos, dicen,
multitud son las causas y variadas,
la muerte tan sólo es una y sucede
de repente y sólo clava los ojos.

Hay el penar de escasez o de frío,
hay eso que llaman “desesperanza”,
hay el destierro de ojos naturales
privados de ver el aire natural.

Y si bien su especie con exactitud
sea incapaz de precisar, aun así,
un vivo consuelo me proporciona
marchar de paseo por el calvario.

En los modelitos de cruz fijarme
y ver cuales son las que más se llevan,
fascinada mucho más al sospechar
que algunas son réplicas de la mía.




Me fui temprano, me llevé a mi perro.


Me fui temprano -me llevé a mi perro-
a visitar el mar.
Las sirenas del sótano
salían a mirarme

y, en el piso de arriba, las fragatas
extendían manos de cáñamo,
creyéndome una rata
encallada en la arena.

No huí, con todo. Hasta que el flujo
me llegó a los zapatos
y al delantal y al cinturón
y enseguida al corpiño,

tal como si intentara devorarme
como a una gota de rocío
en una flor de diente-de-león.
Entonces salí huyendo.

Él me siguió. Venía detrás, cerca.
Sentía su tacón de plata
en mi tobillo y mis zapatos
rebosaron de perlas.

Los dos llegamos hasta el pueblo firme.
No parecía conocer a nadie.
me miró con dureza
y se fue, haciéndome una venia.




Los sueños son el sutil Don.


Los sueños son el sutil Don
que nos vuelve ricos por una hora
luego nos arrojan pobres.

Afuera de la púrpura puerta
En el precinto frío
Anterior antes poseído.




Sobreviví la noche de un modo secreto.


Sobreviví la noche de un modo secreto
y entro en el día.
Le basta al que está a salvo saber que fue salvado
aunque no sepa el cómo.

Tomo, pues, mi lugar entre los vivos,
como quien deja que lo lleven,
candidata al azar de la mañana
pero citada con los muertos.




En mi flor me he escondido.


En mi flor me he escondido
para que, si en el pecho me llevases,
sin sospecharlo tú también allí estuviera...
Y sabrán lo demás sólo los ángeles.

En mi flor me he escondido
para que, al deslizarme de tu vaso,
tú, sin saberlo, sientas
casi la soledad que te he dejado.




En mi dedo tenía una sortija.


En mi dedo tenía una sortija.
La brisa entre los árboles erraba.
El día estaba azul, cálido, bello.
Y me quedé dormida sobre la suave hierba.
Al despertar miré sobresaltada
Mi mano pura en aquella tarde clara.
La sortija entre mis dedos ya no estaba.
Cuanto poseo ahora en este mundo
Es sólo un recuerdo de color dorado.




Mi vida se había parado. (Un arma cargada)


Mi vida se había parado -un Arma Cargada-
en los Rincones -hasta que un día
el Dueño pasó -me identificó-
y me llevó lejos-

Y ahora vagamos por Bosques Soberanos-
y ahora cazamos a la Cierva-
y cada vez que hablo por él-
las Montañas contestan diligentes-

Y sonrío, tal luz cordial
sobre el resplandor del valle-
es como si una cara Vesuviana
hubiera dejado su voluntad a su paso-

Y cuando en la noche -acabado nuestro buen día-
guardo la cabeza de mi amo-
Es mejor que haber compartido
la profunda almohada de plumón-

De Su enemigo -soy enemigo mortal-
ninguno se agita por segunda vez-
en quién pongo un ojo amarillo-
o un pulgar enfático-

Aunque Yo así como él -podamos vivir largamente
él debe vivir más -que Yo-
porque yo tengo el poder de matar,
Sin -el poder de morir-




El lujo de entender.


El lujo de entender
el lujo sería
de mirarte una sola vez
y volverme un Epicuro

cualquiera de tus presencias sirve
de futuro alimento
apenas recuerdo haber muerto de hambre
tan bien surtida estaba -

el lujo de meditar
el lujo era
darme el festín de tu semblante
otorga suntuosidad

en días habituales,
cuya lejana mesa
como la certidumbre recuerda
está puesta con una sola migaja
la conciencia de ti.




Yo jamás he visto un yermo.


Yo jamás he visto un yermo
y el mar nunca llegué a ver
pero he visto los ojos de los brezos
y sé lo que las olas deben ser.

Con Dios jamás he hablado
ni lo visité en el Cielo,
pero segura estoy de a dónde viajo
cual si me hubieran dado el derrotero.




Velámenes de púrpura se mecen.


Velámenes de púrpura se mecen
con suavidad en mares de narciso;
marineros fantásticos se esfuman
y queda el muelle en la quietud sumido.




Poder discrecional tuve en mi mano.


Poder discrecional tuve en mi mano
y con denuedo contra el mundo fui;
dos veces temeraria lo he afrontado
tan sólo con la honda de David.

Aunque la piedra le arrojé segura
fui sólo yo la que me desplomé :
¿de Goljat fue muy grande la estatura
o quizá fue mayor mi pequeñez?




De las almas creadas.


De las almas creadas
supe escoger la mía.
Cuando parta el espíritu
y se apague la vida,
y sean Hoy y Ayer
como fuego y ceniza,
y acabe de la carne
la tragedia mezquina,
y hacia la Altura vuelvan
todos la frente viva,
y se rasgue la bruma...
yo diré: Ved la chispa
y el luminoso átomo
que preferí a la arcilla.




Tan lejos de la piedad como la queja.


Tan lejos de la piedad, como la queja-
tan frío a la palabra -como la piedra-
inconmovible a la revelación
como si mi oficio fuera de hueso-

tan lejos del tiempo -como la historia-
tan cerca de uno mismo -hoy-
como niños, a las bufandas del arco iris-
a la puesta de sol a su juego amarillo

a los párpados en el sepulcro-
¡cuán mudo yace el danzarín-
cuando las revelaciones del color se rompen-
y resplandecen -las mariposas!




A una Casa de Rosa.


A una Casa de Rosa no te acerques
demasiado, que estragos de una brisa
o el rocío inundándola -una gota-
abatirán su muro, amedrentado.

Y atar no intentes a la mariposa,
ni escalar setos del arrobamiento.
Hallar descanso en lo inseguro
está en el mismo ser de la alegría.




Él era débil y yo fuerte.


Él era débil y yo era fuerte,
después él dejó que yo le hiciera pasar
y entonces yo era débil y él era fuerte,
y dejé que él me guiara a casa.

No era lejos, la puerta estaba cerca,
tampoco estaba oscuro, él avanzaba a mi lado,
no había ruido, él no dijo nada,
y eso era lo que yo más deseaba saber.

El día irrumpió, tuvimos que separarnos,
ahora ninguno de los dos era más fuerte,
él luchó, yo también luché,
¡pero no lo hicimos a pesar de todo!




Sentí un funeral en mi cerebro.


Sentí un funeral en mi cerebro,
los deudos iban y venían
arrastrándose -arrastrándose- hasta que pareció
que el sentido se quebraba totalmente

-y cuando todos estuvieron sentados,
una liturgia, como un tambor-
comenzó a batir -a batir- hasta que pensé
que mi mente se volvía muda-

y luego los oí levantar el cajón
y crujió a través de mi alma
con los mismos botines de plomo, de nuevo,
el espacio- comenzó a repicar,

como si todos los cielos fueran campanas
y existir, sólo una oreja,
y yo, y el silencio, alguna extraña raza
naufragada, solitaria, aquí

-y luego un vacío en la razón, se quebró,
caí, y caí-
y di con un mundo, en cada zambullida,
y terminé sabiendo -entonces -




A salvo en sus cámaras de alabastro.


A salvo en sus Cámaras de Alabastro
Insensibles al amanecer y al mediodía
Duermen los mansos miembros de la Resurrección
Viga de raso, y techo de piedra.

La luz se ríe de la brisa en su castillo sobre ellos
murmura la abeja en un oído imperturbable,
Trinan los dulces Pájaros en cadencia ignorada
-Ah, ¡Cuánta sagacidad aquí perecida

Solemnes pasan los años, crecientes , sobre ellos
los mundos recogen sus arcos -y los firmamentos reman-
Se arrojan diademas y se rinden los dogos
Tácitos como puntos -sobre un Disco de nieve-.




Podría estar más sola.


Podría estar más sola sin mi soledad,
tan habituada estoy a mi destino,
tal vez la otra paz,
podría interrumpir la oscuridad
y llenar el pequeño cuarto,
demasiado exiguo en su medida
para contener el sacramento de él,

no estoy habituada a la esperanza,
podría entrometerse en su dulce ostentación,
violar el lugar ordenado para el sufrimiento,

sería más fácil fallecer con la tierra a la vista,
que conquistar mi azul península,
perecer de deleite.




Soy nadie. ¿Tú quién eres?


Soy nadie. ¿Tú quién eres?
¿Eres tú también nadie?
Ya somos dos entonces. No lo digas:
lo contarían, sabes.

Qué tristeza ser alguien,
qué público: como una rana
decir el propio nombre junio entero
para una charca admiradora.




Presentimiento.


Presentimiento es esa larga sombra
que poco a poco avanza sobre el césped
cuando el sol sus imperios abandona...

Presentimiento es el susurro tenue
que corre entre la hierba temerosa
para decirle que la noche viene.


El abrazo frío. Mary Elizabeth Braddon (1837-1915)

Él era un artista; las cosas como las que le pasaron, algunas veces les pasan a los artistas.

Él era alemán; las cosas como las que le pasaron, algunas veces le pasan a los alemanes.

Él era joven, apuesto, estudioso, entusiasta, metafísico, descuidado, incrédulo, despiadado.

Y siendo joven, apuesto, y elocuente, también fue amado.

Él era un huérfano, bajo la tutoría del hermano de su difunto padre, su tío Wilhelm, en cuya casa él había vivido desde su temprana infancia; y aquella que lo amó era su prima, Gertrude, a quien le juró que amaba, a cambio.

¿Él la amaba? Sí, cuando por primera vez se lo juró, sí. Pero pronto su pasión terminó; ¡y cómo al final se convirtió en un sentimiento miserable en el egoísta corazón del estudiante! ¡Pero que bello sueño, cuando él tenía solo diecinueve años, y había regresado de su aprendizaje con un gran pintor en Amberes, y ellos vagaban juntos en los más románticos alrededores de la ciudad, con rosado crepúsculo o con la divina luz de luna o la brillante y jovial luz matinal!

Ellos tenían un secreto, que era la ambición del padre de la chica de que ella tuviera un rico pretendiente. Era una lúgubre visión frente al amor soñado.

Así que se comprometieron; y estando uno al lado del otro, cuando la agonizante luz del sol y la pálida luz de la luna dividían los cielos, él puso el anillo de compromiso en el dedo de ella, en su blanco e inmaculado dedo, cuya delgada forma él conocía bien. Este anillo era bastante particular, tenía la forma de una gran serpiente dorada, la cola en la boca, que era el símbolo de la eternidad; había pertenecido a su madre, y él lo podría haber reconocido de entre cientos. Si se hubiera vuelto ciego al otro día, él podría distinguirlo entre cientos con solo el tacto.

Lo puso en el dedo de ella, y ambos se juraron fidelidad, el uno al otro, por siempre jamás, sin importar peligros o dificultades, en los pesares y en los cambios, en la riqueza o la miseria. Aún debían conseguir el consentimiento del padre para consumar su unión, pero ya estaban comprometidos, y solo la muerte podría separarlos.

Pero el joven estudiante, burlón de las revelaciones, y entusiasta adorador de lo místico, preguntó:

"¿Puede la muerte separarnos? Yo podría regresar a ti, Gertrude. Mi alma podría volver para estar cerca de mi amor. Y tú, tú, si tu mueres antes que yo, la fría tierra no podría separarte de mí; si me amas, tu regresarías, y nuevamente estos bellos brazos estarían alrededor de mi cuello, como lo están ahora."

Pero ella le respondió, con un extraño brillo en sus profundos ojos azules, que el que muriera lo haría en paz con Dios e iría feliz al cielo, y no podría regresar a la atribulada tierra; y solamente el suicidio, la pérdida que provoca que los afligidos ángeles cierren las puertas del Paraíso, provoca que el infausto espíritu persiga a los vivos.

Transcurrió el primer año de su compromiso, y ella se quedó sola, a causa del viaje de él a Italia, por comisión de algún hombre rico, para copiar Rafaeles, Tizianos y Guidos en una galería en Florencia. Quizás habría marchado para ganar fama; pero esto no era lo peor... ¡sino que se había ido! Por supuesto, su padre extrañó a su joven sobrino, quien había sido como un hijo para él; y pensó que la tristeza de su hija no era más que la que una prima puede sentir por la ausencia de un primo.

Durante ese tiempo, las semanas y los meses pasaron. Los amantes se escribían, primero muy seguido, luego con menos frecuencia, al final dejaron de hacerlo.

¡Cuántas excusas ella se inventó para él! ¡Cuántas veces ella fue a la lejana oficina postal, a la que él dirigía sus cartas! ¡Cuántas veces ella esperó, solo para verse decepcionada! ¡Cuántas veces ella desesperó, solo para tener una nueva esperanza!

Pero la real desesperación vino, al final, y no se fue más. El rico pretendiente apareció en escena, y el padre se decidió. Ella tenía que casarse de inmediato, y la fecha de la boda se fijó para el quince de junio.

La fecha parecía abrasarle la mente.

La fecha, escrita en fuego, danzaba permanentemente frente a sus ojos. Esa fecha, gritada por las Furias, sonaba continuamente en sus oídos.

Pero aún no era tiempo, estábamos a mediados de mayo, estábamos a tiempo para escribirle una carta a Florencia; era tiempo de que regrese a Brunswick, para tomarla y unirse en matrimonio a ella. A pesar de su padre, a pesar del mundo entero.

Pero los días y las semanas volaron, y él no escribió. Y tampoco vino. Esto en verdad la desesperó, y ese sentimiento se adueñó de su corazón y ya no se marchó.

Llegó el catorce de junio. Por última vez ella fue a la pequeña oficina postal; por última vez hizo la vieja pregunta, y por última vez le respondieron: "No; no hay carta."

Por última vez, ya que al otro día sería la fecha fijada para la boda. Su padre no escucharía apelaciones; su rico pretendiente no escucharía sus oraciones. Ellos no querían demorarse ni un solo día, ni una hora; esa noche sería suya, esa noche, ella podría hacer lo que quisiera.

Ella tomó otro camino que el que llevaba a su casa; se dio prisa a través de algunas callejuelas de la ciudad, pasó por un solitario puente, donde ella y su amado habían estado de pie frente al crepúsculo, mirando el cielo tornarse rosado, y el sol caer sobre el horizonte del río.

Él regresó de Florencia. Él había recibido la carta de ella. Esa carta, borroneada con lágrimas, surcada de ruegos y llena de desesperanza. Él la había recibido, pero ya no la amaba. Una joven florentina, quien había posado para él como modelo vivo, poblaba sus ilusiones. Y Gertrude había quedado casi olvidada. Si ella tenía algún pretendiente rico, bien; la iba a dejar que se casara; mejor para ella, mejor para él. Él ya no tenía deseos de encadenarse a ninguna mujer. ¿No tenía su arte? Su eterna novia, su constante mujer.

De esta manera él decidía demorar su vuelta a Brunswick, de manera que cuando arribara, el casamiento ya se hubiera celebrado, y él pudiera saludar a la novia.

¿Y los votos, las ilusiones místicas, la creencia en su regreso después de la muerte, para abrazar a su amada? Oh, extinguidos para siempre de su vida; desaparecidos para siempre, solo sueños irracionales de su juventud.

Así que el quince de junio él entró en Brunswick, por ese mismo puente en el que había estado de pie, con las estrellas cayendo sobre ella, bajo el cielo nocturno. Caminó a través del puente, un perro tosco le seguía el paso, y el humo de su corta pipa rizándose en forma de guirnaldas fantásticas en el puro aire de la mañana. Llevaba su cuaderno de bocetos bajo el brazo, y se su ojo artístico se vio atraído por algunos objetos, ante los cuales se paró a dibujarlos: unas hierbas y unos guijarros sobre la ribera del río; un despeñadero sobre la orilla opuesta; un grupo de sauces a la distancia. Cuando hubo terminado, admiró su dibujo, cerró el cuaderno, vació las cenizas de la pipa, volvió a llenarla con su bolsa de tabaco, y cantó el refrán del feliz bebedor, llamó al perro, fumó nuevamente, y siguió caminando. Súbitamente volvió a abrir el cuaderno; esta vez le atrajo un grupo de figuras, pero ¿qué eran?

No era un funeral, puesto que no estaban de luto.

No era un funeral, pero había un cadáver en un tosco ataúd, cubierto con una vieja vela, llevada por dos de los portadores.

No es un funeral, puesto que los portadores son pescadores, pescadores en su atuendo de todos los días. A unas cien yardas de donde él estaba, hicieron un alto en el camino y tomaron un respiro. Uno se quedó parado a la cabeza del ataúd, los otros se sentaron a los pies.

Y de esta manera, él dio dos o tres pasos para atrás, seleccionó su punto de vista, y comentó a esbozar un rápido contorno. Lo pudo terminar antes que volvieran a ponerse en marcha; pudo escuchar sus voces, a pesar que no podía entender sus palabras, y se preguntó de que podrían estar hablando. Caminó hacia ellos y se les unió.

"Mis amigos, ¿llevan ahí un muerto?" preguntó.

"Sí; un muerto que fue echado a tierra hace una hora."

"¿Ahogado?"

"Sí, ahogado. Una joven, muy bonita."

"Las suicidas siempre son bonitas," dijo el pintor; y entonces se quedó para un rato de pipa y meditación, mirando la sutil forma del cuerpo y los pliegues de la lona que lo cubría.

La vida era una temporada de verano para él, joven, ambicioso, listo, ya que aquello que parecía luto y congoja, no parecía tener parte en su destino.

Al final, pensó que, si esta pobre suicida era tan bonita, él tenía que hacer un boceto de ella.

Dio a los pescadores algún dinero, y ellos accedieron a remover la lona que cubría sus facciones.

No; se diría a sí mismo. Él levantó la áspera, tosca y húmeda lona de su rostro. ¿Qué rostro? El mismo que había brillado en los irracionales sueños de su juventud; el rostro que una vez fue la luz de la casa de su tío. Su prima Gertrude... ¡Su prometida!

Él vio, como en un atisbo, mientras respiraba profundo, las facciones rígidas, los brazos fríos, las manos cruzadas sobre el pecho helado; y, sobre el tercer dedo de la mano izquierda, el anillo, el mismo que había sido de su madre, esa serpiente dorada; el anillo, el mismo que si él hubiera sido ciego, podría reconocer solo al tacto entre cientos de anillos.

Pero él es un genio y un metafísico, una pena, una verdadera pena. Su primer pensamiento fue la huida, una huida hacia cualquier otro lugar, fuera de aquella maldita cuidad, cualquier lugar, lejano a aquel espantoso río, cualquier lugar libre de los recuerdos, lejos del remordimiento: cualquier lugar para olvidar.

Solo cuando su perro se echó a sus pies, fue que se sintió exhausto, y buscó sentarse en algún banco, para descansar. ¡Cómo le daba vueltas el paisaje frente a sus obnubilados ojos, mientras en su cuaderno el boceto de los pescadores y el féretro cubierto con una lona resplandecía por sobre la penumbra!

Al final, luego de quedarse un largo rato sentado a un costado del camino, un rato jugando con el perro, otro rato fumando, otro rato despatarrándose, mirando todo como cualquier estudiante feliz y haragán podría haber mirado, aunque por dentro devorándose la mente con un mismo pensamiento, el de aquella escena matinal, recuperó la compostura, y trató de pensar en sí mismo, ya no más en el suicidio de su prima. Aparte de esto, él no estaba peor de lo que había estado el día anterior. No había perdido su genio; el dinero que había ganado en Florencia aún permanecía en su bolsillo; él era su propio maestro, libre de ir adonde quisiera.

Y mientras seguía sentado en el costado del camino, tratando de separarse a sí mismo de la escena que vio a la mañana, tratando de expulsar de su mente la imagen del cadáver cubierto con la lona de vela, tratando de pensar que haría al siguiente momento, donde iría, lo más lejos posible de Brunswick y del remordimiento, la vieja diligencia vino a los tumbos. Él la recordó; iba desde Brunswick a Aix-la-Chapelle.

Él le silbó al perro, gritó al cochero que detuviera su vehículo y brincó dentro del carro.

Durante toda la tarde, y luego, toda la noche, a pesar que no pudo cerrar sus ojos, nunca dijo una palabra; pero cuando la mañana volvió a romper, y los otros pasajeros se despertaron, comenzando a hablarse unos con otros, él se plegó a la conversación. Les contó que era un artista y que iba a Colonia y a Amberes para copiar unos Rubens, y la gran pintura de Quentin Matsys, en el museo. Recordó, luego de hablar y reír bulliciosamente, y antes, mientras hablaba y reía de manera ruidosa, a un pasajero, mayor y más serio que el resto, que abrió su ventana, cerca suyo, y le dijo que pusiera su cabeza fuera. Recordó el aire fresco golpeando en su cara, el canto de los pájaros en sus oídos, y los campos que se extendían hacia el horizonte frente a sus ojos. Él recordó esto, y luego cayó en un estado inánime, en el piso de la diligencia.

Fue la fiebre que lo mantuvo en el lecho durante unas seis largas semanas, en un hotel de Aix-la-Chapelle. Él se puso bien, y, acompañado por su perro, comenzó a caminar a Colonia. Nuevamente era su antiguo ser. De nuevo el humo azulado de su corta pipa daba vueltas por el aire de la mañana, mientras él cantaba una vieja canción de la universidad que festejaba el buen beber, y de nuevo parando aquí y allá, meditando y dibujando bosquejos.

Él era feliz, y había olvidado a su prima, y así se dirigía a Colonia.

Fue en la gran catedral que se quedó parado, con el perro a su lado. Era de noche, las campanas habían terminado de anunciar la hora, y dieron las once; la luz de la luna llena iluminaba el magnífico edificio, sobre el cual el ojo del artista vagaba en busca de la belleza de la forma.

No estaba pensando en su prima ahogada, ya que la había olvidado y ahora se sentía feliz.

Súbitamente alguien, algo, por detrás suyo, le colocó dos fríos brazos alrededor de su cuello, y abrazó las manos sobre su pecho.

Y no había nadie detrás suyo, ya que en la calle bañada por la luz lunar, se proyectaban solo dos sombras, la propia y la de su perro. Rápidamente se dio la vuelta, pero no había nadie, nada que ver a lo largo y a lo ancho de la cuadra, más que él mismo y su perro; y a pesar que lo sintió, no pudo ver los frígidos brazos que se abrazaron a su cuello.

No era un abrazo fantasma, ya que él pudo sentirlo al tacto, aunque no podía ser real, ya que no podía ver nada.

Trató de quitarse de encima esa gélida caricia. Se puso sus propias manos en el cuello para desunir aquellas que lo rodeaban. Pudo sentir los largos y delicados dedos, húmedos al tacto, y sobre el tercer dedo de la mano izquierda, logró palpar el anillo que había sido de su madre, la serpiente dorada, el anillo que él había dicho que podría reconocer al tacto entre cientos de ellos. ¡Él ahora lo sabía!

Los helados brazos de su prima muerta estaban rodeándole el cuello, las manos de ella estaban firmemente agarradas entre sí sobre su pecho. Se dijo a sí mismo que si se estaría volviendo loco.

"¡Up, Leo!" se gritó. "¡Vamos, muchacho!" y el Terranova saltó a sus hombros, y cuando sus patas tocaron las manos de la muerta, el animal lanzó un terrorífico aullido, y salió disparado del lado de su amo.

El estudiante se quedó parado a la luz de la luna, con los brazos muertos alrededor de su cuello, y el perro a distancia considerable, aullando lastimosamente.

Un sereno, alarmado por el aullido del animal, llegó a la escena para ver que era lo que ocurría.

Al siguiente instante el gélido abrazo se desvaneció.

El joven marchó a la casa del sereno y luego al hotel. Antes le dio un dinero; en gratitud podría haberle dado la mitad de su pequeña fortuna.

¿Volvió a aparecer este abrazo mortal?

Intentó no volver a quedarse solo; se hizo con cientos de conocidos, y compartió los cuartos de otros estudiantes. La gente comenzó a notar su extraño comportamiento, y comenzaba a creer que estaba loco.

Pero, a pesar de estos intentos, otra vez se quedó solo; fue una noche en que la plaza quedó desierta por un momento, y él comenzó a caminar por la calle, pero la calle estaba también desierta, y por segunda vez sintió los fríos brazos sobre su cuello, y por segunda vez, cuando llamó a su animal, este saltó lejos de su amo con un lastimero aullido.

Luego de dejar Colonia, ahora viajando a pie por necesidad (ya que su dinero comenzaba a escasear), se unió a unos vendedores ambulantes, de manera que podía estar todo el día con gente, y hablar con quien quiera que se encontraba, tratando de llegar a la noche y estar en compañía de alguien.

A la noche dormía cerca del fuego de la cocina de la posada en la que paraba; pero cualquier cosa que hiciera, él se quedaba solo con frecuencia, y siendo cosa común para él, volvía a sentir el frío abrazo alrededor de su cuello.

Muchos meses pasaron desde la muerte de su prima, otoño, invierno, hasta que llegó la primavera. Su dinero casi se había agotado, su salud estaba severamente dañada, y él era la sombra de quien solía ser. Se encontraba cerca de París. Había acudido a esta ciudad durante la época del Carnaval. En París, la época del Carnaval le significaba que no se volvería a quedar solo, y no volvería a sentir esa mortal caricia, hasta que podría recobrar su alegría perdida, su estado de salud, y una vez más reiniciar su oficio y profesión, para una vez más ganar dinero y fama por su arte.

¡Cuánto que intentó salvar la distancia que lo separaba de París, mientras día a día se debilitaba más y más, y su caminar se hacía más lento cada vez!

Pero al final, luego de mucho tiempo, logró alcanzar la ciudad. Esta es París, en la que él ingresa por primera vez, París, la que había soñado tanto, París cuyo millón de voces podía exorcizar su fantasma.

París le pareció esa noche un vasto caos de luces, música y confusión. Luces que danzaban ante sus ojos y que jamás se quedaban quietas, música que sonaba en su oído y lo ensordecían, confusión que hacía que su cabeza se vea presa de un inacabable remolino.

Llegó a la Casa de la Opera, donde se daba el baile de máscaras. Había ahorrado un dinero para comprar un boleto de admisión, y para alquilar un disfraz de dominó para cubrir su zaparrastrosa indumentaria. Parecía que había pasado solo un momento desde que había pasado las puertas de la ciudad y ahora se encontraba en medio de un salvaje alboroto en el baile de la Casa de la Opera.

No más oscuridad, no más soledad, sino que una multitud enloquecida, gritando y bailando frenéticamente, del brazo de una chica.

La tempestuosa alegría que sentía seguramente haría que regrese su vieja despreocupación. Él pudo escuchar a la gente a su alrededor hablando de la salvaje conducta de algunos estudiantes borrachos, y fue a él a quien señalaron mientras decían esto, a él, que no se había mojado los labios desde la noche anterior; a pesar que sus labios estaban deshidratados y su garganta seca, él no podía beber. Su voz era densa y ronca, y su articulación poco clara; pero su vieja despreocupación volvió, y él se hizo poco problema.

La chica se cansó, su brazo permaneció en su hombro, mientras las otras bailarinas se fueron yendo, una por una.

Las luces de los candelabros, fueron extinguiéndose una por una.

Los decorados comenzaron a oscurecerse ante la disminución de la iluminación.

Una débil luz de las últimas lámparas, y un pálido haz de luz grisácea proveniente del nuevo día, comenzó a avanzar por entre las persianas medio abiertas.

Y por esta luz la chica se fue desvaneciendo. Él miró en su rostro. ¡Cómo iba sucumbiendo el brillo de sus ojos! De nuevo volvió a mirar en su rostro. ¡Qué pálido se había puesto su rostro! Y una vez más volvió a mirar, y ahora observaba la sombra del que fue un rostro.

De nuevo, el brillo de los ojos, el rostro, la sombra del rostro. Todo se había ido. Y él volvió a quedarse solo; solo en un salón tan vasto.

Solo, y, en un terrible silencio, escuchó los ecos de sus propios pasos en una tétrica danza que no tenía música.

Sin ninguna otra música más que el golpeteo del corazón contra su propio pecho. Los brazos helados volvían a rodearle el cuello, a arremolinarse en torno suyo, ellos no iban a soltarse, tampoco a fundirse; él ya no podía escapar de aquel álgido abrazo más de lo que podía escapar de la muerte. Miró detrás suyo, no había nada más que él mismo en un gran salón vacío; pero podía sentirlo, el frío mortecino, y aquellos largos y delgados dedos, y el anillo que había sido de su madre.

Trató de gritar, pero ya no tenía más poder en su garganta reseca. El silencio del lugar únicamente fue roto por los ecos de sus propios pasos en aquella danza de la que no podía liberarse a sí mismo. ¿Quién podía decir que no tenía pareja de baile? Los gélidos brazos que estaban prendidos a su pecho. Y él no rehuiría de tal caricia. ¡No! Una polka más y caería muerto.

Las luces se apagaron del todo, y media hora después, los gendarmes llegaron con una linterna para ver si el salón había quedado vacío; un perro los seguía, un gran perro que habían encontrado sentado frente a la entrada del teatro. Cerca de la entrada principal tropezaron con...

El cadáver de un estudiante, que había muerto de inanición, y por la rotura de los vasos sanguíneos.


El abanderado. Alphonse Daudet (1840-1897)

I.
El regimiento estaba en batalla sobre un repecho de la vía férrea, sirviendo de blanco a todo el ejército prusiano amontonado en frente, bajo el bosque. Se fusilaban a ochenta metros. Los oficiales no cesaban de gritar: "¡acostaos!" pero ningún soldado quería obedecer y el fiero regimiento seguía de pie, agrupado alrededor de una bandera. En ese gran horizonte de sol poniente, de trigos en espiga y de pastos de ganado, aquella masa de hombres, atormentados y envueltos en el manto inmenso de la humareda confusa, tenía el aspecto de un rebaño sorprendido a campo raso en el primer torbellino de un huracán formidable.

El hierro caía como una lluvia sobre el repecho en donde no se oía sino la crepitación de la fusilería, el ruido sordo de las gábatas rodando entre la fosa y las balas que vibraban eternamente de un extremo a otro del campo de batalla, como las cuerdas tendidas de un instrumento siniestro y retumbante. De cuando en cuando la bandera que se alzaba sobre las cabezas, agitándose al viento de la metralla, perdíase entre el humo; y una voz grave y fiera, hacía oír, dominando el estrépito de las armas y las quejas y juramentos de los heridos, estas breves palabras: "A la bandera, hijos míos, a la bandera"... Entonces un oficial, vago como una sombra, ágil como una flecha, desaparecía un instante entre la niebla roja; y la heroica enseña volvía a desenvolver sus pliegues por encima de la batalla.

Veintidós veces había caído... Veintidós veces su asta, tibia aún, fue heredada de la mano de un moribundo por un valiente que volvía a levantarla. Y cuando, ya por la noche, lo que quedaba del regimiento -un puñado de hombres apenas- se batió lentamente en retirada, aquel pabellón ya no era sino un andrajo glorioso en manos del sargento Hormus, vigésimo tercio abanderado de la jornada.

II.
El tal sargento Hormus era un viejo tonto que casi no sabía ni escribir su nombre y que había empleado veinte años en ganar los galones que adornaban la manga de su casaca. Todas las miserias del expósito y todos los atontamientos del cuartel se reflejaban en su frente baja, en su espalda abovedada por el saco, en su rostro inconsciente de soldado humilde. Además tenía el defecto de ser algo tartamudo; mas para ser abanderado no se necesita gran elocuencia y la misma tarde de la batalla su coronel le dijo; "Tú tienes la bandera, mi bravo sargento; guárdala." Y sobre su viejo uniforme de campaña, bien pasado ya a causa de la lluvia y el fuego, la cantinera sobrecosió al instante, une cordoncillo dorado de subteniente.

Ese orgullo, único en su vida de humildad, irguió el cuerpo del viejo militar; y la costumbre de caminar encorvado, con los ojos bajos, se cambió desde entonces en el hábito de marchar orgullosamente, con la mirada en alto para ver flotar el fragmento de tela que se mantenía en sus manos, siempre derecho, siempre fiero, por encima de la muerte, por encima de la traición y por encima de la derrota.

Nadie ha visto, en época alguna, un hombre tan dichoso como Hormus, cuando en los días de batalla tenía el asta entre las manos afirmándola en su estuche de cuero negro. Ni hablaba ni se movía; y serio como un sacerdote, tenía el aspecto de guardar una cosa sagrada. Toda su vida, y toda su fuerza estaban concentradas en esos dedos que se crispaban al rededor de un harapo glorioso sobre el cual rodaban las balas. Sus ojos llenos de fiereza, miraban de frente a los prusianos, y parecían decir: "Atreveos pues; tratad siquiera de venir a robármela!..."

Pero nadie, ni aun la misma muerte, lo intentaba. Después de Borny, después de Gravelotte, después de las batallas más terribles, la bandera continuaba su camino, deshecha, agujereada, transparente, llena de heridas; mas era siempre el viejo Hormus quien la llevaba.

III.
Después... llegó septiembre, el ejército en Metz, el bloqueo, y esa larga parada en el fango donde rodaban los cañones sin dirección y donde las primeras tropas del mundo desmoralizábanse por el ocio y por la falta de víveres y de noticias, muriendo de fiebre y de fastidio al pie de sus fusiles.
Ni los jefes ni los soldados creían ya en cosa alguna; solo Hormus guardaba aún la confianza. Su harapo tricolor le hacía creer en todo; y mientras él lo sentía a su lado, estaba seguro de que nada se había perdido. Desgraciadamente, como ya nadie se batía, el coronel guardaba las banderas en su casa misma, en un barrio de Metz; y el bravo subteniente vivía como una madre que tuviese a su hijo en nodriza, pensando en él sin cesar. Cuando el fastidio lo atormentaba, hacía un viaje a Metz, de donde regresaba contento después de mirar su bandera siempre en el mismo sitio, siempre tranquila, siempre recostada majestuosamente contra el muro. Esos viajes que él verificaba en una sola jornada, hacían nacer en su alma el valor y la paciencia; hacíanle sonar con campos de batalla, con marchas gloriosas y con las grandes enseñas tricolores flotando a lo lejos sobre las trincheras prusianas...

La orden del día del mariscal Bazaine, hizo rodar por tierra las bellas ilusiones. Una mañana, Hormus vio, al despertarse, mucha agitación en el campamento. Los soldados, reuniéndose en grupos, murmuraban, animándose y excitándose con gritos de rabia; levantando los puños hacia un punto de la ciudad como si sus cóleras designasen a un culpable... "Atrapadle!... Fusilémosle..." Y los oficiales guardaban silencio, apartándose del bullicio, avergonzados... avergonzados de haber leído a cincuenta mil valientes, bien armados aún, aún vigorosos, la orden del mariscal que los entregaba sin combate al enemigo...

-¿Y las banderas? -preguntó Hormus palideciendo... Las banderas también habían sido entregadas con los fusiles, con el resto de los equipajes, con todo...
- ¡Ra... Ra... Rayo de Dios!... -balbuceó el pobre hombre- ..."En todo caso aún no tendrán la mía...
Y, ligero como una bala, se echó a correr hacia la ciudad.

IV.
También en Metz la animación era inmensa. Los guardias nacionales, los guardias móviles y los burgueses, se agitaban gritando; las diputaciones recorrían las calles vibrantes y precisadas, dirigiéndose a la casa del mariscal. -Hormus no veía nada, no oía una palabra; hablando consigo mismo, subía a grandes pasos la calle del Faubourg.

-¡Robarme mi bandera!... Pues no faltaba más!... ¡Acaso es posible robar una bandera!... ¡Acaso tienen derecho!... Si les quiere dar algo a los prusianos que les dé lo suyo... sus carrozas doradas, su vajilla magnífica traída de Méjico... Pero mi pabellón... El pabellón es mío... El pabellón es mi dicha, mi fortuna... ¡Y yo prohibo terminantemente que lo toquen!

Todas estas frases incompletas, estaban cortadas por la marcha y por la tartamudez. Pero en el fondo él tenía su idea: una idea bien firme, bien precisa: tomar la bandera, llevarla flotante al seno del regimiento y pasar luego sobre el vientre de los prusianos con todos los que quisieran seguirle.

Cuando llegó al fin de su camino, ni siquiera le dejaron entrar. El coronel, furioso también, no quería recibir a nadie... Pero el viejo Hormus no entendía así el asunto y jurando, gritando y empujando al plantón: "Mi bandera -decía-, dadme mi bandera...!"

Al fin se abrió una ventana:

-¿Eres tú, Hormus?
-Sí, mi coronel, yo...
-Todos los pabellones están en el Arsenal..., no tienes necesidad sino de presentarte ahí para que te den un recibo...
-Un recibo?... Para qué?...
-Es la orden del mariscal...
-Pero... coronel...
-¡Déjame en paz!... Y la ventana se cerró...
El viejo Hormus vaciló como si estuviese borracho y repitió entre dientes:
-¡Un recibo!... Un recibo!...
Al fin púsose en marcha por segunda vez, no pensando sino en que su bandera estaba en el Arsenal y que era necesario volverla a ver, costara lo que costara.

V.
Las puertas del Arsenal estaban completamente abiertas para dejar el paso libre a los carros prusianos que esperaban su cargamento en el patio inmenso. Hormus sintió, al entrar, que un escalofrío agitaba sus nervios. Todos los demás abanderados, cincuenta o sesenta oficiales silenciosos e indignados, estaban allí... Y todos aquellos hombres tristes, con las cabezas desnudas, agrupándose detrás de los enprmes carros sombríos, daban a la escena un aspecto de entierro. La lluvia aumentaba la emoción de tristeza...

Los pabellones del ejército de Bazaine estaban amontonados en un rincón, confundiéndose sobre el suelo fangoso. Nada más terrible que el espectáculo de esos fragmentos de rica seda, pedazos de franjas de oro y de astas trabajados, arreos gloriosos echados por tierra y manchados de lluvia y de lodo. -Un oficial de administración los iba cogiendo, uno por uno; y al nombre de su regimiento, pronunciado en alta voz, cada abanderado se acercaba para recoger un recibo. Derechos e impasibles, dos oficiales prusianos vigilaban el cargamento.

¡Y vosotros os ibais así ¡oh santos jirones gloriosos! desplegando vuestros agujeros y barriendo tristemente la tierra, como banda de pájaros que tuviesen las alas rotas!... ¡Vosotros os ibais con la vergüenza de las grandes cosas humilladas... y cada uno de vosotros se llevaba un pedazo de la Francia!... El sol de las largas jornadas dejó su sello entre vuestras arrugas marchitas... Vosotros guardáis, en las marcas de las balas, el recuerdo de muchos héroes desconocidos que cayeron muertos, al azar, bajo vuestras franjas tricolores!.....

-Ya llegó tu turno, Hormus... Ahí te llaman... Vea buscar tu recibo...

Se trataba de un recibo cuando una bandera francesa, la más bella, la más mutilada, la suya estaba delante de sus ojos?... El viejo sargento se figuraba estar aún allá arriba, de pie sobre el repecho de la vía férrea... Su ilusión le hacía oír de nuevo el canto de las balas, el ruido de las gábatas que rodaban y la voz robusta del coronel: "A la bandera, hijos míos, a la bandera"... Luego, sus veintidós camaradas muertos y él, vigésimo tercio abanderado, precipitándose a su vez para levantar y sostener el pobre pabellón que vacilaba falto de brazo... ¡Ah! ese día había jurado defenderlo, guardarlo hasta la muerte... Y ahora...

Sólo de pensarlo, toda la sangre del corazón le subía a la cabeza... Ebrio, sin sentido, lanzóse sobre el oficial prusiano arrancándole su enseña idolatrada, para agitarla de nuevo entre sus manos, para levantarla aún, bien alta, bien recta y para gritar: - "A la ban....." Pero su grito fue cortado entre su garganta... y sintió temblar el asta, que se escapaba de sus manos... En ese aire malsano, en ese aire de muerte que pesa terriblemente sobre las ciudades rendidas, la bandera no podía flotar... Nada de orgulloso, nada de fiero podía vivir ahí... Y el viejo Hormus cayó fulminado...


El abismo. Robert A.W. Lowndes (1916-1998)

Sacamos el cuerpo de Graf Norden envueltos por la noche de noviembre, bajo las estrellas que resplandecían con un brillo tan terrible que resultaba insoportable, y condujimos el auto enloquecidos, frenéticamente, por la carretera que subía hacia lo alto de la montaña. El cadáver debía ser destruido a causa de los ojos que no querían cerrarse, sino que parecían mirar fijamente algún objeto situado detrás del observador; el cadáver que había perdido toda la sangre sin que presentara la más ligera traza de una herida; el cadáver cuya carne estaba cubierta de marcas luminosas, de arabescos que se desplazaban y cambiaban de forma ante nuestros ojos. Encajamos el rígido cuerpo que había sido Graf Norden tras el volante, pusimos una mecha en el tanque de gasolina, la encendimos y luego empujamos el vehículo hasta el borde del camino, desde donde se precipitó envuelto en llamas hacia la ruta principal: un meteorito flamígero

No fue hasta el día siguiente que nos dimos cuenta de que todos habíamos estado bajo el poder hipnótico de Dureen... hasta yo lo había olvidado. De no ser así, ¿cómo hubiéramos podido actuar tan alocadamente? A partir del instante en que se encendieron las luces de nuevo, y vimos lo que, un momento antes, había sido Graf Norden , fuimos como vagas, irreales figuras deambulando por un sueño. Lo olvidamos todo salvo las mudas órdenes que nos fueron impartidas mientras contemplábamos cómo el auto llameante se estrellaba contra el asfalto inferior, mientras observábamos su destrucción, y luego nos dirigíamos con paso incierto cada cual a su casa. Cuando, al día siguiente, recobramos parcialmente la memoria y buscamos a Dureen, éste había desaparecido. Y, como sea que apreciábamos nuestra libertad, no contamos a nadie lo que había sucedido, ni tratamos de averiguar hacia qué ignotos dominios se había esfumado Dureen. Sólo deseábamos olvidar.

Pienso que yo probablemente hubiera olvidado si no hubiese vuelto a echar una ojeada a la Canción de Ysté. Los demás, con interés creciente, han tendido a considerarlo como una ilusión, pero yo no puedo. Una cosa es leer libros como el Necronomicón, el Libro de Eibón o la Canción de Ysté, y otra muy distinta cuando la propia experiencia nos confirma algunas de las cosas que en ellos se relatan. Encontré uno de tales párrafos en la Canción de Ysté y no seguí leyendo. El volumen, junto con los demás libros deNorden, aún está en mi biblioteca; no lo he quemado. Pero no creo que lo vuelva a leer jamás...

Conocí a Graf Norden en 193..., en la universidad Darwich, en la clase de historia medieval y del Renacimiento temprano del doctor Held, que era más bien un estudio del pensamiento metafísico y el ocultismo. Norden demostraba un gran interés; había realizado más de una incursión en las ciencias ocultas; en especial, le fascinaban los escritos y documentos de una familia de adeptos llamada Dirka, cuyo linaje se remonta a los días de la era preglacial. Ellos, los Dirka, vertieron la Canción de Ysté de su forma legendaria a las tres grandes lenguas de las culturas primigenias, y luego al griego, latín, árabe e inglés medio. Le dije a Norden que deploraba el ciego desdén con que el mundo consideraba a las ciencias ocultas, pero que nunca había investigado el tema en profundidad. Me contentaba con ser un espectador, dejando que mi imaginación vagara a voluntad por las principales corrientes de ese oscuro río; deslizarme por la superficie era suficiente para mí... raras veces realizaba una inmersión ocasional hacia las profundidades. Como poeta y soñador, ponía buen cuidado en no perderme entre las tinieblas de las pozas donde retozaba... uno siempre podía emerger para encontrar un cielo azul y calmo y un mundo que no creía en esas realidades.

En el caso de Norden, era diferente. El ya comenzaba a tener dudas, según me comentó. Se trataba de un camino difícil de recorrer; había peligros espantosos, ocultos a lo largo de todo el recorrido; a menudo eso era tan cierto que el caminante no los descubría hasta que ya era demasiado tarde. Los terráqueos no habían avanzado mucho por la vía de la evolución; muy inexpertos aún, su falta de conocimiento, como raza, constituía una poderosa valla contra los pocos de sus congéneres que buscaban adentrarse por desconocidos caminos.Norden hablaba de mensajeros del más allá y citaba oscuros pasajes del Necronomicón y la Canción de Ysté. Se refería a seres extraños, entidades terriblemente inhumanas, imposibles de comprender de acuerdo con los cánones humanos o de ser combatidos de manera efectiva por la humanidad.

Dureen hizo su aparición en esa época. Un día entró en el aula durante el curso de una conferencia; más tarde, el doctor Held nos lo presentó como un nuevo miembro de la clase, procedente del extranjero. Había algo en Dureen que despertó inmediatamente mi interés. No logré determinar a qué raza o nacionalidad podía pertenecer... era lo que podría decirse bello, cada uno de sus movimientos poseía gracia y ritmo. Sin embargo, bajo ningún aspecto podía considerarse afeminado. El hecho de que la mayoría de nosotros le eludiera, no le perturbaba en absoluto. Por mi parte, ello se debía a que no me parecía real, pero, en el caso de los demás, probablemente se debiera a su carencia total de sentimiento. Hubo una vez, por ejemplo, en que, estando en el laboratorio, le estalló una probeta ante la cara, y varios fragmentos se le clavaron en la piel. Él no dio la más leve muestra de dolor, rehusó todas las expresiones de atención de parte de algunas jóvenes y procedió a continuar con su experimento en cuanto el médico terminó de atenderle.

El acto final comenzó una tarde, cuando conversábamos acerca de la sugestión y el hipnotismo, y discutíamos las posibilidades prácticas de la materia. Colby presentó un argumento extraordinariamente ingenioso en contra, consideró ridículo asociar los experimentos en transmisión de pensamiento o telepatía con la sugestión y llegó a la conclusión final de que el hipnotismo (al margen de los medios mecánicos de inducción) era imposible. Fue al llegar a este punto cuando Dureen intervino. Lo que él dijo, no puedo recordarlo, pero todo concluyó con un desafío directo a Dureen para que demostrara sus asertos.Norden permaneció callado durante el curso de este debate; estaba más bien pálido y trataba, según pude notar, de hacerle una señal de advertencia a Colby.

Esa noche fuimos cinco los que nos reunimos en casa de Norden: Granville, Chalmers, Colby, Norden y yo. Norden fumaba un cigarrillo tras otro, se mordía las uñas y hablaba solo en voz baja. Sospeché que algo anormal estaba sucediendo, pero de qué se trataba, no tenía la menor idea. Luego llegó Dureen, y la conversación, si así puede llamarse, cesó. Colby repitió su desafío, diciendo que había convocado a los demás para asegurarse de que no se utilizarían trucos de escenario. No se podían utilizar espejos, luces ni cualquier otro tedio mecánico para provocar la hipnosis. Debía basarse por completo en la fuerza de voluntad. Dureen asintió, corrió la cortina, y luego, volviéndose, dirigió su mirada a Colby.

Nosotros le observábamos, esperando que hiciera algunos movimientos o pases con sus manos y pronunciase alguna orden: él no hizo ni lo uno ni lo otro. Fijó su mirada en Colby, y éste se puso rígido como si hubiese sido fulminado por un rayo; acto seguido, con la mirada perdida en el vacío ante él, se puso lentamente en pie, permaneciendo en la angosta franja negra que corría en diagonal a través del centro de la alfombra. Mi memoria regresó al día en que había sorprendido a Norden en el acto de destruir unos papeles y aparatos, éstos construidos, con toda la ayuda que pude brindarle, en un lapso de varios meses. Sus ojos poseían una terrible expresión, y no pude vislumbrar la sombra de una duda en ellos. Poco tiempo después de este evento, Dureen había hecho su aparición: me pregunté si ambos hechos podían tener alguna relación.

Salí bruscamente de mi ensimismamiento al oír el sonido de la voz de Dureen, al ordenarle a Colby que hablara, que nos dijese dónde se hallaba y qué veía a su alrededor. Cuando Colby obedeció, fue como si su voz nos llegase de una gran distancia. Se encontraba, dijo, en un estrecho puente tendido sobre un pavoroso abismo, tan vasto y profundo que él no podía distinguir el fondo ni sus límites. Detrás de él este puente se extendía hasta perderse en una neblina azulada; al frente, continuaba hasta lo que parecía una meseta. Colby no se atrevía a moverse debido a la angostura de la senda, pero comprendía que debía tratar de llegar a la planicie antes que el vértigo que le causaban las profundidades que se abrían debajo de él le hiciera perder el equilibrio. Experimentaba una extraña pesadez, y hablar le demandaba un gran esfuerzo.

Al enmudecer la voz de Colby, todos mirábamos fascinados la estrecha franja negra en la alfombra azul. Aquello, pues, era el puente sobre el abismo... pero ¿qué podía causar la ilusión de profundidad? ¿Por qué su voz parecía venir de tan lejos? ¿Por qué sentía aquella pesadez? La planicie debía de ser la mesa de trabajo situada en el otro extremo de la habitación: la alfombra llegaba hasta una especie de tarima sobre la cual estaba colocada la mesa de Norden, cuya superficie se levantaba a unos dos metros del suelo. Colby ahora comenzó a caminar con lentitud por la franja negra, moviéndose con extremo cuidado, al igual que una figura proyectada con cámara lenta. Sus miembros parecían pesados; respiraba agitadamente.

Entonces Dureen le ordenó que se detuviera y mirase al fondo del abismo con precaución, y que nos contara lo que allí viese. En aquel momento, nosotros examinábamos de nuevo la alfombra, como si jamás la hubiésemos visto y no supiéramos que no presentaba motivo decorativo alguno, salvo aquella única franja negra en la que ahora Colby se encontraba de pie. Escuchamos de nuevo su voz. Dijo, al principio, que nada veía en el abismo bajo sus pies. Luego se le cortó la respiración, se tambaleó y casi perdió el equilibrio. Vimos que el sudor le cubría la frente y el cuello, empapando su camisa azul. Había cosas en el abismo, nos contó con roncos acentos en la voz, grandes formas que eran como burbujas de absoluta negrura, pero que estaba seguro de que tenían vida. De la masa central de su ser, Colby veía surgir tentáculos fibrosos, increíblemente largos. Se movían hacia delante y hacia atrás... en sentido horizontal, pero, aparentemente, no podían desplazarse en dirección vertical.

Pero las cosas no estaban todas en el mismo plano. Cierto era que sus movimientos se producían sólo horizontalmente en relación con su posición, pero algunas se encontraban en sentido paralelo a él y algunas en diagonal. A lo lejos podía distinguir cosas en posición perpendicular. Ahora parecía haber muchas más que las que él suponía. Las primeras que había visto estaban muy lejos, en el fondo, ajenas a su presencia. Pero éstas le percibían y estaban tratando de alcanzarle. Ahora se movía más rápidamente, nos dijo, pero para nosotros aún caminaba con lentitud. Miré de soslayo a Norden; él también sudaba profusamente. Entonces se levantó y, acercándose a Dureen, le habló en voz baja para que ninguno de nosotros pudiera oírle. Comprendí que se refería a Colby y que Dureen no quería acceder a lo que Norden le pedía. Luego me olvidé momentáneamente de Dureen al escuchar de nuevo la voz de Colby, que temblaba de espanto. Las cosas extendían sus tentáculos hacia él. Se elevaban y caían por todas partes; algunas muy alejadas; otras horriblemente cercanas. Ninguna había encontrado el plano exacto en que él pudiera ser capturado; los ávidos tentáculos no le habían tocado, pero aquellos seres ahora sentían su presencia, estaba seguro de ello.

Y temía que tal vez pudiesen alterar sus planos a voluntad, aunque parecía que actuaban a ciegas, pues aparentemente eran seres bidimensionales. Los tentáculos que se proyectaban hacia él eran fibras totalmente negras. Una terrible sospecha se despertó en mí, al recordar algunas de las primeras conversaciones con Norden, y rememoré ciertos pasajes de la Canción de Ysté. Intenté levantarme, pero mis miembros carecían de fuerza: sólo podía permanecer irremediablemente sentado y mirar. Norden todavía seguía hablando con Dureen, y vi que estaba muy pálido. Pareció retirarse... luego se volvió y se dirigió a un armario, extrajo un objeto y se acercó a la franja de la alfombra sobre la que Colby estaba de pie. Norden hizo un movimiento de asentimiento a Dureen, y entonces vi lo que tenía en la mano: era un poliedro de aspecto cristalino. Poseía, sin embargo, un resplandor que me causó un sobresalto.

Desesperadamente traté de recordar la significación del objeto... pues yo sabía... pero mis pensamientos eran interrumpidos, según parecía, por alguna fuerza y, cuando Dureen posó su mirada en mí; hasta la misma habitación pareció oscilar. Una vez más se hizo audible la voz de Colby, esta vez preñada de desesperación. Temía no poder llegar nunca a la planicie. (En rigor, se encontraba a un metro y medio escaso del final de la franja negra y de la tarima sobre la cual descansaba la mesa de trabajo de Norden.) Las cosas, decía Colby, estaban más cerca ahora: una masa de tentáculos entretejidos acababa de rozarle el cuerpo. Entonces nos llegó la voz de Norden; también parecía provenir de muy lejos. Llamó mi nombre. Aquello era algo más, dijo, que mero hipnotismo. Se trataba... pero entonces su voz se debilitó y percibí el poder de Dureen ahogando el sonido de sus palabras. De cuando en cuando, lograba distinguir una frase o unas pocas palabras inconexas. Pero, de todo ello, pude colegir lo que estaba sucediendo. Se trataba en realidad de un viaje transdimensional. Nosotros sólo nos imaginábamos que veíamos a Norden y a Colby de pie en la alfombra..., o quizás era mediante la influencia de Dureen.

La dimensión sin nombre era el hábitat de aquellos seres de sombra. El abismo, y el puente sobre el cual se encontraban los dos, eran ilusiones creadas por Dureen. Cuando lo que Dureen había planeado hubiera concluido, nuestras mentes serían exploradas, y nuestros recuerdos condicionados de tal manera que sólo rememoraríamos lo que Dureen quisiera que recordáramos. Norden había conseguido llegar a un acuerdo con Dureen, acuerdo que él debería respetar; como consecuencia, si ambos llegaban a la planicie antes que les tocaran aquellos seres, todo estaría en orden. Si no... Norden no especificó qué sucedería, pero dio a entender que les perseguirían al igual que el cazador persigue a su presa. El poliedro contenía un elemento que repelía los extraños seres de sombra.

Norden estaba a corta distancia detrás de Colby; nosotros podíamos verle apuntando con el poliedro. Colby habló de nuevo, diciéndonos que Norden se había materializado a sus espaldas, y que había traído consigo una especie de arma con la cual podía mantener a distancia a los extraños seres. Entonces Norden me llamó por mi nombre, pidiéndome que me hiciese cargo de sus pertenencias si no regresaba y que buscara lo que decía sobre los adumbrali la Canción de Ysté. Con lentitud, él y Colby avanzaron hacia la tarima y la mesa. Colby iba a pocos pasos delante de Norden; luego se trepó a la tarima y, con la ayuda de su compañero, logró ganar la mesa. Después trató de dar una mano a Norden, pero, cuando éste subía a la tarima, súbitamente se puso rígido, y el poliedro se desprendió de sus manos. Frenéticamente intentó arrastrarse hacia la mesa, pero una fuerza extraña le atrajo hacia atrás, y yo supe que estaba perdido...

Oímos un solo grito de angustia, y luego las luces de la habitación palidecieron y se apagaron. Sea cual fuere el poder que nos tenía dominados, en aquel instante perdió su fuerza; dimos vueltas por la estancia como enloquecidos, tratando de encontrar a Norden, a Colby y el interruptor de la luz. Luego, de pronto, las luces se encendieron de nuevo, y vimos a Colby sentado en la mesa, como mareado, mientras que Norden yacía en el suelo. Chalmers se inclinó sobre su cuerpo, en un intento de resucitarle, pero al constatar el estado de los restos de Norden, se puso tan histérico que tuvimos que dejarle desvanecido de un golpe para que se callara. Colby nos siguió como un autómata, aparentemente sin saber lo que había sucedido. Sacamos el cuerpo de Graf Norden envueltos por la noche de noviembre y lo destruimos con el fuego; más tarde le explicamos a Colby que había sufrido un ataque cardíaco mientras conducía por la ruta de la montaña; el auto se precipitó al vacío, y el cadáver de Norden se incineró en el holocausto.

Posteriormente, Chalmers, Granville y yo nos reunimos con el fin de buscar una explicación racional a cuanto habíamos visto y oído. Después de recobrar el conocimiento, Chalmers permaneció sereno y nos ayudó a llevar a cabo la espeluznante misión en lo alto de la montaña. Ninguno de los dos, según pude averiguar, había oído la voz de Norden después que se unió a Colby en el supuesto estado hipnótico. Tampoco recordaban haber visto objeto alguno en la mano de Norden. Pero, en menos de una semana, aun esos recuerdos se habían desvanecido de sus mentes. Creían a pies juntillas que Norden había muerto en un accidente luego de un intento frustrado de parte de Dureen de hipnotizar a Colby. Con anterioridad, su explicación había sido que Dureen mató a Norden, por razones que no conocían, y que nosotros fuimos, inconscientemente, sus cómplices. El experimento hipnótico había servido de pretexto para reunirnos a todos y contar con un medio para deshacerse del cadáver. Que Dureen había logrado hipnotizarnos, ellos no lo dudaban entonces.

Hubiera sido inútil contarles lo que descubrí unos pocos días más tarde, lo que llegué a extraer de las notas de Norden, en las que explicaba la llegada de Dureen. Tampoco hubiera servido de mucho leerles fragmentos de la Canción de Ysté, traducidos a un inglés comprensible para ellos.

«...Y éstos no eran sino los adumbrali, las sombras vivientes, seres de increíble poder y malignidad, que moran fuera de los velos del espacio y el tiempo tal como nosotros los conocemos. Su diversión consiste en atraer a sus dominios a los habitantes de otras dimensiones, con quienes practican horribles juegos y múltiples engaños...

«...Pero más horrendos que ellos son los inquisidores que envían a otros mundos y dimensiones, seres que ellos mismos han creado, otorgándoles la apariencia de aquellos que residen en cualquier dimensión o en cualquiera de los mundos a donde se les manda...

«...Estos inquiridores pueden ser identificados tan sólo por los adeptos, para cuyos avezados ojos la extraordinaria perfección de su forma y movimientos, su rareza y el aura de extranjería y de poder que les envuelve constituyen un sello infalible...

«...El sabio Jhalkanaan nos habla de uno de esos inquiridores que engañó a siete sacerdotes de Nyaghoggua, al desafiarles a un duelo en las artes del hipnotismo. Más adelante nos cuenta cómo dos de ellos cayeron en la trampa y fueron entregados a los adumbrali; sus cuerpos fueron devueltos una vez que los seres de sombra hubieron terminado con ellos...

«...Lo más curioso de todo fue el estado en que se encontraban los cadáveres: a pesar de haberles sido extraído todo fluido, no presentaban trazas de herida alguna, ni siquiera la más leve. Pero lo más horroroso eran los ojos, que no podían cerrarse, y parecían mirar fijamente, con desasosegada expresión, más allá del observador, y las extrañamente luminosas marcas en la carne muerta, los curiosos arabescos que parecían moverse y cambiar de forma ante los ojos del testigo...»


El abate Aubain. Prosper Mérimée (1803-1870)

De Madame de P. a Madame de G.
Noirmoutiers. noviembre 1844.

Prometí escribirte, mi querida Sofía, y cumplo mi palabra: después de todo es lo mejor que puedo hacer durante estas largas veladas. En mi última carta te dije de qué modo caí en la cuenta de que tenía treinta años y estaba arruinada. Para la primera de estas desgracias, no hay remedio. En cuanto a la segunda, nos resignamos bastante mal, pero, en fin, nos resignamos. Para restablecer nuestros negocios, necesitamos pasar dos años, por lo menos, en el sombrío caserón desde el cual te escribo. Estuve sublime. Tan pronto como supe el estado de nuestra hacienda, propuse a Enrique ir a hacer economías en el campo, y ocho días después nos encontrábamos en Noirmoutiers. Nada te diré del viaje. Hacía muchos años que no me había encontrado a solas con mi marido durante tanto tiempo. Naturalmente, ambos estábamos de bastante mal humor; pero como me hallaba perfectamente resuelta a poner a mal tiempo buena cara, todo pasó bien. Tú conoces mis grandes resoluciones y sabes si las cumplo.

Henos instalados. Como pintoresco, Noirmoutiers no deja nada que desear. Bosques, acantilados, el mar a un cuarto de legua. Tenemos cuatro grandes torres cuyas paredes tienen quince pies de espesor. He hecho un gabinete de trabajo en el hueco de una ventana. Mi salón, de setenta pies de largo, está adornado con una tapicería en que figuran personajes de animales; es magnífico, alumbrado por ocho bujías (iluminación de los domingos). Me muero de miedo cada vez que paso por él después de la puesta del sol. Todo está muy mal amueblado, como puedes suponer. Las puertas no cierran bien, las entabladuras crujen, el viento silba y el mar ruge de la manera más lúgubre del mundo. Sin embargo, empiezo a acostumbrarme a todo esto. Arreglo, reparo, planto; antes de los grandes fríos me habré hecho un campamento tolerable. Puedes estar segura de que tu torre estará preparada para la primavera. ¡Ojalá te tuviera ya aquí!

Lo mejor de Noirmoutiers es que no tenemos vecinos. Soledad completa. No tengo más visitas, gracias a Dios, que mi cura, el abate Aubin. Es un joven muy afable, a pesar de sus cejas arqueadas y muy espesas, y a pesar de sus grandes ojos negros de traidor de melodrama. El domingo pasado nos hizo un sermón que no era malo para sermón de pueblo, y que venía como de molde: «Que la desgracia era un beneficio de la Providencia para purificar nuestras almas». ¡Sea! Según eso, debemos dar las gracias a ese honrado agente de cambio que tuvo a bien purificarnos apoderándose de nuestra fortuna. Adiós, mi querida amiga. Llega mi piano con una porción de cajas, y voy a que arreglen todo eso.

P.D. Vuelvo a abrir mi carta al objeto de darte las gracias por tu envío. Todo esto es muy bonito. Demasiado bonito para Noirmoutiers. La capota gris me gusta. He reconocido tu buen gusto. Me la pondré el domingo para ir a misa; quizá pase algún viajante de comercio para admirarla. Pero, ¿por quién me tomas con tus novelas? Quiero ser y soy una persona seria. ¿No tengo motivos para ello? Voy a instruirme. Cuando regrese a París, dentro de tres años (¡ya tendré entonces treinta y tres!), quiero ser una mujer sabia. La verdad es que, en materia de libros, no sé qué pedirte. ¿Qué me aconsejas que aprenda?, ¿el alemán o el latín?... Sería muy agradable leer el Wilhelm Meister en el original, o los Cuentos de Hoffmann. Noirmoutiers es el verdadero sitio para los cuentos fantásticos. Pero, ¿cómo aprender el alemán en Noirmoutiers? El latín me gustaría bastante, pues no me parece justo que los hombres lo sepan para ellos solos. Tengo ganas de hacerme dar lecciones por mi cura.

II.
La misma a la misma.
Noirmoutiers, diciembre 1844.

Por más que te asombre, el tiempo pasa más pronto de lo que tú crees, más pronto de lo que yo misma hubiera creído. Lo que sostiene sobre todo mi valor, es la debilidad de mi señor marido. La verdad es que los hombres son muy inferiores a nosotras. El abatimiento de mi esposo es excesivo. Mi hombre se levanta tan tarde como puede, monta a caballo o se va de caza, o bien visita a la gente más fastidiosa del mundo: notarios o procuradores del rey que viven en la ciudad; es decir, a seis leguas de aquí. ¡Hay que verlo cuando llueve! Hace ocho días que empezó a leer los Mauprat, y todavía está en el primer tomo. Uno de los proverbios dice que «más vale alabarse a sí mismo que hablar mal de los demás». Dejo, pues, a mi marido para hablar de mí. El aire del campo me hace un bien infinito. Me encuentro divinamente de salud, y cuando me miro al espejo ¡qué espejo!, no me daría treinta años; además, me paseo mucho. Ayer hice que Enrique me acompañara a la orilla del mar.

Mientras él tiraba a las gaviotas, yo leí el canto de los piratas en el Giaour. En la playa, ante un mar agitado, esos hermosos versos parecen todavía más hermosos. Nuestro mar no vale lo que el de Grecia, pero tiene su poesía como todos los mares. ¿Sabes lo que me impresiona en Byron? Que ve y comprende la naturaleza. No habla del mar por haber comido lenguado u ostras. Navegó y vio tempestades. Todas sus descripciones son daguerrotipos. Para nuestros poetas, la rima ante todo; luego el buen sentido, si cabe en el verso. Mientras yo me paseaba, leyendo, mirando y admirando, el abate Aubin -no sé si te he hablado de mi abate, es el cura de mi pueblo- viene en busca mía. Es un cura joven, bastante simpático, instruido, y sabe «hablar de cosas con las personas decentes». Sus grandes ojos negros y su rostro pálido y melancólico indican, para mí, que tiene una historia interesante, y haré que me la cuente. Nuestra conversación versó sobre el mar, sobre la poesía, y, cosa que te sorprenderá en un cura de Noirmoutiers, habla de esas cosas bastante bien. Me condujo luego a las ruinas de una vieja abadía, sobre un acantilado, y me enseñó un gran portal adornado con esculturas que representan monstruos adorables. iAh!, si yo tuviera dinero, ¡cómo restauraría todo esto!

Después, a pesar de las objeciones de Enrique, que quería ir a comer, insistí para que pasásemos por la rectoría, a fin de ver un relicario curioso que el cura encontró en casa de un campesino. Es muy hermoso, en efecto: un cofrecito de esmalte de Limoges que sería muy a propósito para guardar joyas. ¡Pero, qué casa, Dios mío! ¡Y nosotros que nos encontramos pobres! Figúrate un cuartito en la planta baja, mal embaldosado, blanqueado con cal, amueblado con una mesa y cuatro sillas, y además un sillón de paja con un almohadón que parece una torta rellena de huesos de melocotón y metida en una funda a cuadros blancos y rojos. Sobre la mesa tres o cuatro in-folio griegos o latinos; tomos de Padres de la Iglesia, debajo de los cuales sorprendí, como oculto, un Jocelyn. El cura se puso colorado. Por lo demás, hizo muy bien los honores de su miserable zaquizamí; ni orgullo, ni falsa vergüenza. Ya sospechaba yo que el abate tenía su historia romántica. Hoy tengo la prueba de ello. En el cofrecito bizantino que nos enseñó, había un ramo de flores secas, que datan al menos de cinco o seis años.

-¿Es una reliquia? -le pregunté.
-No -contestó algo turbado-. No sé cómo es que esto se encuentra aquí.

Cogió el ramo y lo encerró preciosamente en el cajón de su mesa. La cosa es clara, ¿eh?. Volví a nuestro caserón con tristeza y con valor: con tristeza por haber visto una pobreza tan grande; con valor, para soportar la mía, que para él sería una opulencia asiática. ¡Si hubieses visto su sorpresa cuando Enrique le entregó veinte francos para una mujer que él nos recomendaba! Es preciso que yo le haga un regalo. Ese sillón de paja en el cual me senté es demasiado duro. Quiero darle uno de esos sillones de hierro plegadizo como el que llevé a Italia. Me escogerás uno, y me lo enviarás cuanto antes...

III.
La misma a la misma.
Noirmoutiers, febrero 1845.

Decididamente no me aburro en Noirmoutiers. El caso es que he encontrado una ocupación interesante, y la debo a mi cura. Seguramente mi cura sabe de todo, y de botánica además. Me acordé de las cartas de Rousseau, al oírle nombrar en latín una especie de cebolla que, a falta de otra cosa mejor, había yo puesto sobre mi chimenea.

-¿Conque sabe usted botánica?
-Muy poco -contestó-. Lo bastante, sin embargo, para indicar a la gente del país las plantas medicinales que pueden serles útiles; lo bastante, sobre todo, debo confesarlo, para dar algún interés a mis paseos solitarios.
Comprendí en seguida que sería muy divertido coger bonitas flores en mis paseos, secarlas después y colocarlas ordenadamente «en mi viejo Plutarco destinado a los alzacuellos».
-Enséñeme la botánica -le dije.
Quería, para ello, esperar que llegase la primavera, porque ahora no hay flores.
-Pero usted tiene flores secas -le dije-. Las vi en su casa.

Creo haberte hablado de un ramo seco, preciosamente conservado. ¡Si hubieses visto la cara que puso!... ¡Pobre infeliz! En seguida me arrepentí de mi alusión indiscreta. Para hacérsela olvidar, me apresuré a decirle que debía tener una colección de plantas desecadas. Esto se llama un herbario. Confesó que tenía uno, y al día siguiente me trajo una colección de bonitas plantas colocadas entre hojas de papel, con sus respectivas etiquetas. El curso de botánica empezó; en seguida hice progresos sorprendentes. Pero lo que yo no sabía era la inmoralidad de esa botánica, y la dificultad de las primeras explicaciones, sobre todo para un cura. Has de saber, amiga mía, que las plantas se casan como nosotras, pero la mayor parte de ellas tienen muchos maridos. Las unas se llaman fanerógamas, si mal no recuerdo este nombre bárbaro. Es griego puro, y significa: casadas públicamente, como quien dice en la vicaría. Luego hay las criptógamas, matrimonios secretos. Las setas que comes se casan secretamente. Todo esto es muy escandaloso; pero mi cura no sale mal del paso; mejor que yo, que cometí la tontería de reírme a carcajadas, una o dos veces, en los pasajes más difíciles. Pero ahora me he vuelto prudente, y no hago más preguntas.

IV.
La misma a la misma.
Noirmoutiers, febrero 1845.

Quieres absolutamente saber la historia de ese ramo conservado tan preciosamente; pero la verdad es que no me atrevo a preguntársela. Desde luego es más que probable que ahí no hay tal historia; por otra parte, si la hubiese, sería probablemente una historia que no le gustaría contar. En cuanto a mí, estoy convencida. ¡Vamos! ¡fuera mentiras! Ya sabes que no puedo tener secretos para ti. Sé esa historia, y te la voy a contar en dos palabras; nada más sencillo.

-¿Cómo es, señor cura -le dije un día- que con el talento que usted tiene, y con tanta instrucción, se resignó a ser cura de aldea?
-Es más fácil -contestó con una triste sonrisa-, ser pastor de pobres campesinos que pastor de los habitantes de una ciudad. Cada cual debe medir su tarea según sus fuerzas.
-Por eso -dije yo-, debiera usted ocupar más alto puesto.
-Tiempo atrás -continuó-, me dijeron que monseñor N..., su tío de usted, se había dignado pensar en mí para darme el curato de Santa María, que es el mejor de la diócesis. Como mi anciana tía, la única parienta que me queda, vive en N..., decían que aquella rectoría era para mí una posición muy deseable. Pero estoy bien aquí, y he sabido con gusto que monseñor ha designado a otro. ¿Qué me falta? ¿No soy feliz en Noirmoutiers? Si hago aquí un poco de bien, estoy en mi puesto y no debo abandonarlo. Además, la ciudad me recuerda...
Calló un momento, con los ojos tristes y distraídos, y repuso de pronto:
-¿Pero no trabajamos? ¿Y nuestra botánica?...
Maldito lo que me acordaba ya de la hojarasca esparcida sobre la mesa. Lo que hice fue continuar mis preguntas.
-¿Hace tiempo que se ordenó usted?
-Nueve años.
-Nueve años... ¿Me parece que debía usted tener ya la edad en que se ha abrazado una profesión? No sé por qué, pero siempre me he figurado que usted no se hizo cura por vocación de juventud.
-¡Ay!, no señora -dijo como avergonzado-; pero si mi vocación fue tardía, si fue determinada por causas..., por una causa...
Se enredaba y no podía continuar. Yo me revestí de valor y le dije:
-¿Apostamos a que cierto ramo de flores, que vi, tiene algo que ver con esa determinación?
Apenas hube soltado estas impertinentes palabras cuando me mordí la lengua; pero ya era demasiado tarde.
-Pues bien, sí, señora, es verdad; le contaré eso, pero no ahora... Otro día. En este momento van a tocar el Ángelus.

Y partió antes de la primera campanada. Yo esperaba alguna historia terrible. Él volvió al día siguiente y fue el primero en reanudar nuestra conversación de la víspera. Me confesó que había amado a una joven de N...; pero ella poseía cierta fortuna, al paso que él, estudiante, no tenía más recursos que su ingenio.

-Me marcho a París -le dijo él-. Allí espero obtener una plaza; pero usted, mientras yo trabajaré noche y día para merecerla, ¿no me olvidará?

La joven tenía dieciséis o dieciocho años y era muy romántica. Le dio un ramo de flores en señal de fidelidad. Un año después supo que la chica se había casado con el notario de N..., precisamente en el momento en que iba él a obtener una cátedra en un colegio. Este golpe lo abatió, y renunció a presentarse al concurso. Dijo que durante años no pudo pensar en otra cosa; y al recordar tan simple aventura, parecía tan emocionado como si le acabase de suceder. Sacó luego el ramo del bolsillo y añadió:

-Era una puerilidad guardarlo; quizás una falta.
Y lo arrojó al fuego. Cuando las pobres flores hubieron cesado de crujir y arder, prosiguió el cura con más calma:
-Le agradezco a usted que me haya hecho contar esa historia. A usted debo el haberme separado de un recuerdo que no me convenía conservar.

Pero estaba emocionado, y se veía la pena que le había costado el sacrificio. ¡Qué vida, Dios mío, la de esos pobres curas! Los pensamientos más inocentes les están prohibidos. Se ven obligados a desterrar de su corazón todos esos sentimientos que constituyen la felicidad de los demás hombres..., hasta los recuerdos que hacen amar la vida. Los curas se parecen a nosotras, las pobres mujeres: todo sentimiento vivo es un crimen. Sólo les está permitido sufrir, y aun con la condición de que no se conozca que sufren.

Adiós. Me reprocho mi curiosidad como una mala acción, pero tú tienes la culpa.

V.
La misma a la misma.
Noirmoutiers, mayo 1845.

Hace mucho tiempo que quiero escribirte, mi querida Sofía, y no sé qué falsa vergüenza me lo ha impedido siempre. Lo que voy a decirte es tan extraño, tan ridículo y tan triste a la vez, que no sé si te dará pena o si te hará reír. Yo misma aún no lo comprendo. Sin más preámbulos, voy al hecho. En mis cartas te hablé varias veces del abate Aubin, cura de Noirmoutiers. Hasta te conté cierta aventura que fue causa de su profesión. En la soledad en que vivo, y con las ideas bastante tristes que me conoces, la sociedad de un hombre de talento, instruido y amable me era en extremo preciosa. Probablemente le dejé ver que me interesaba, y al cabo de muy poco tiempo se encontraba en mi casa como un antiguo amigo. Confieso que era para mí un placer nuevo el hablar con un hombre superior cuya ignorancia del mundo hacía valer su distinción de espíritu. Quizá también, porque hay que decirlo todo, y no es a ti a quien puedo ocultar algún defecto de mi carácter, quizá también mi sencillez de coquetería (es tu expresión), que a menudo me has reprochado, obró sin darme yo cuenta de ello. Me gusta agradar a las personas que me agradan, y quiero ser amada de las que amo... A este exordio, te veo abrir tus grandes ojos, y me parece oírte gritar: «¡Julia!...»

Tranquilízate; no es a mi edad cuando se empieza a hacer locuras. Pero continúo. Se estableció entre nosotros cierta intimidad, sin que jamás, me apresuro a decirlo, sin que jamás se haya dicho ni hecho nada que no conviniera al carácter sagrado de que él se hallaba revestido. Estaba a gusto en mi casa. Hablábamos a menudo de su juventud, más de una vez cometí la falta de poner sobre el tapete aquella romántica pasión que le valió un ramo de flores (hoy convertido en ceniza en mi chimenea) y la triste sotana que lleva. No tardé en observar que ya no pensaba mucho en su infiel. Un día la había encontrado en la ciudad, y hasta había hablado con ella. Me contó todo esto a su regreso, y me dijo sin emoción que era dichosa y tenía unos hijos muy monos. La casualidad lo hizo testigo de algunas de las impaciencias de Enrique. De ahí confidencias un poco obligadas de mi parte, y de la suya un aumento de interés. Conoce a mi marido como si lo hubiese tratado diez años. Además era tan buen consejero como tú, y más imparcial, porque crees siempre que la culpa es de ambas partes. Él me daba siempre la razón, pero recomendándome mucha prudencia y mucha política. En una palabra, se mostraba verdadero amigo. Hay en él algo de femenino que me encanta. Es un espíritu que me recuerda el tuyo. Un carácter exaltado y firme, sensible y concentrado, fanático del deber... Voy hilvanando frases para retrasar la explicación. No puedo hablar de una manera franca; este papel me intimida. ¡Cuánto no daría por tenerte junto al fuego, con un pequeño bastidor entre las dos, bordando el mismo portier!

En fin, Sofía de mi alma, no hay más remedio que soltar la gran frase. El pobre estaba enamorado de mí. ¿Te ríes o estás escandalizada? Quisiera verte en este momento. Claro está que no me dijo nada, pero nosotras raras veces nos equivocamos, ¡y sus grandes ojos negros!... De ésta creo que te ríes. ¡Más de un hombre a la moda quisiera tener esos ojos que hablan sin querer! ¡He visto a tantos que querían hacer hablar a los suyos y no decían más que tonterías! Al darme cuenta del estado del enfermo, la malignidad de mi naturaleza, te lo confieso, casi se alegró de pronto. ¡Una conquista a mi edad, y una conquista tan inocente!... ¿Te parece poco excitar semejante pasión, un amor imposible?... ¡Bah!..., ese mal sentimiento me pasó pronto.

-He aquí un hombre galante -me dije- a quien yo haría desgraciado con mi ligereza. Es horrible; esto tiene que acabar en absoluto.

Y busqué el medio de alejarlo. Un día nos paseábamos por la playa. Él no se atrevía a hablarme, y yo me hallaba también cohibida. Había mortales silencios de cinco minutos, durante los cuales, para disimular mi estado de ánimo y serenarme, recogía conchas. Al fin le dije:

-Mi querido abate, es absolutamente necesario que le den una rectoría mejor que ésta. Escribiré a mi tío el obispo; iré a verlo si es necesario.
-¡Marcharme de Noirmoutiers! -exclamó juntando las manos-; ¡si soy aquí feliz! ¿Qué puedo desear desde que usted llegó? Me ha colmado usted de bondades y mi pequeña rectoría se ha convertido en un palacio.
-No -repliqué-, mi tío es muy anciano; si yo tuviera la desgracia de perderlo, no sabría a quién dirigirme para hacerle obtener un puesto digno.
-¡Ay, señora!, ¡sentiría tanto irme de este pueblo!... El cura de Santa María ha muerto... pero lo que me tranquiliza es que será reemplazado por el abate Rató. Es un sacerdote muy digno, y me alegro; porque si monseñor hubiese pensado en mí...
-¡El cura de Santa María ha muerto! -exclamé. -Hoy mismo iré a N..., a ver a mi tío.
-¡Ah!, señora, no haga usted eso. El abate Rató es mucho más digno que yo; y además, ¡salir de Noirmoutiers!
-Señor abate -dije con firmeza-, ¡es necesario!

A esta palabra, bajó la cabeza y no se atrevió a resistir. Yo regresé casi corriendo a mi casa. Él me seguía a dos pasos de distancia, tan turbado, el pobre, que no se atrevía a abrir la boca. Estaba anonadado. Yo no perdí un minuto. A las ocho estaba en casa de mi tío. Lo encontré muy dispuesto en favor del abate Rató, pero me quiere entrañablemente, y, después de largos debates, logré mi pretensión. El abate Aubin es cura de Santa María. Hace dos días que está en la ciudad. El pobre comprendió mi: Es necesario. Me dio gravemente las gracias, y no habló más de su gratitud. Por mi parte, yo le agradezco que se haya apresurado a salir de Noirmoutiers, diciéndome que deseaba ir cuanto antes a dar las gracias a monseñor. Al marchar, me envió su cofrecito bizantino, y me pidió permiso para escribirme de vez en cuando. Y bien, hermosa mía, ¿estás contenta de mí? Es una lección. No la olvidaré cuando vuelva a la sociedad. Pero entonces tendré ya treinta y tres años y no habrá gran temor de que se enamore nadie de mí..., ¡y mucho menos con un amor como ese!... Es imposible.

De toda esa locura me queda un hermoso cofrecito y un amigo verdadero. Cuando tenga ya cuarenta años, cuando sea abuela, intrigaré para que el abate Aubin tenga una rectoría en París. Le verás mía cara, y él será quien hará hacer la primera comunión a tu hija.

VI.
El abate Aubin al abate Bruneau.
Profesor de teología en Saint A.
N... mayo 1845.

Mi querido maestro: es el párroco de Santa María quien le escribe, y no ya el humilde cura de Noirmoutiers. Abandoné mis pantanos y héteme vecino de la ciudad, instalado en una hermosa rectoría, en la calle mayor de N...; párroco de una gran iglesia, bien construida, bien conservada, de una arquitectura magnífica, dibujada en todos los álbumes artísticos de Francia. La primera vez que he celebrado aquí misa ante un altar de mármol, resplandeciente de dorados adornos, me pregunté, entre dudoso y asombrado, si era yo. Es la pura verdad. Una de mis alegrías es la de pensar que en las próximas vacaciones usted vendrá a visitarme, que podré darle un buen cuarto y una buena cama, sin hablar de cierto burdeos, que yo llamo mi burdeos de Noirmoutiers, y que me atrevo a decir que es digno de usted.

Pero usted me preguntará: ¿Cómo de Noirmoutiers a Santa María? Me dejó usted a la entrada de la nave y me encuentra en el campanario.

O Melibœe, deus nobis hæc otia fecit.
(Melibea, es un Dios el que nos otorgó esta vida pacífica, cita de Virgilio)

Mi querido maestro, la Providencia llevó a Noirmoutiers a una gran dama de París, a quien ciertas desgracias a que no estamos expuestos nosotros, redujeron momentáneamente a vivir con diez mil escudos anuales. Es una amable y buena persona, desgraciadamente un poco viciada por lecturas frívolas y por la compañía de los mequetrefes de la capital. Aburriéndose mortalmente con un marido del cual tiene pocos motivos de alabarse, me hizo el honor de favorecerme con su aprecio. Todo eran regalos, convites, y proyectos en que yo era necesario. «Abate, quiero aprender latín... Abate, quiero aprender botánica.» Horresco referens, ¿pues no quiso que yo le enseñase la teología? ¡Me acordé de usted, mi querido maestro! Mas para esa sed de instrucción se hubieran necesitado todos nuestros profesores de Saint-A. Afortunadamente sus caprichos duraban poco, y raramente el curso se prolongaba hasta la tercera lección. Después de haberle dicho que en latín mulier significa mujer, exclamó: «Pero abate, ¡usted es un pozo de ciencia! ¿Cómo se ha dejado enterrar en Noirmoutiers?».

Si he de decírselo a usted todo, mi querido maestro, la buena señora, a fuerza de leer malos libros, de esos que hoy se fabrican, se había metido ideas muy extrañas en la cabeza. Un día me prestó una obra que acababa de recibir de París y que la había transportado, el Abelardo, por Rémusat. Lo habrá usted leído, sin duda, y habrá admirado las sabias investigaciones del autor, desgraciadamente mal encaminadas. Yo había saltado desde luego al segundo tomo, a la Filosofía de Abelardo, y hasta después de haberlo leído con el más vivo interés no comprendí la lectura del primero, que contiene la vida del gran heresiarca. Era, claro está, todo lo que mi dama se había dignado leer. Mi querido maestro, aquello me abrió los ojos. Comprendí que era peligrosa la compañía de las bellas damas tan amantes de ciencia. Ésta excede a Eloísa en punto a exaltación. Una situación tan nueva para mí me ponía en grave apuro, cuando de pronto ella me dijo: «Abate, necesito que usted sea cura de Santa María; el titular ha muerto. ¡Es necesario!». Toma en seguida un coche, se va en busca de monseñor; y pocos días después era yo cura de Santa María, un poco avergonzado de haber obtenido este título por recomendación, pero, después de todo, encantado de verme lejos de las garras de una leona de la capital. Leona, mi querido maestro, significa, en jerga parisiense, una mujer a la moda. ¿Había que rechazar la fortuna para arrostrar el peligro? ¡Cualquier tonto! Santo Tomás de Cantorbery ¿no aceptó los castillos de Enrique II? Adiós, mi querido maestro, espero filosofar con usted dentro de algunos meses, cada uno en un buen sillón, delante de un pollo asado y una botella de burdeos, more philosophorum. Vale me ama.


Superviviente. Stephen King.

Más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico: ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Según las teorías, hay diferentes respuestas, pero, básicamente, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?
26 de enero
Hace dos días que la tormenta me arrojó a esta playa. Me he estado paseando por la isla toda la mañana. ¡Qué isla! Mide 190 pasos de ancho por 267 pasos de punta a punta.
Además, por lo que veo, no hay nada que comer.
Me llamo Richard Pine y éste es mi diario. Si me encuentran (o mejor, cuando me encuentren), puedo destruirlo fácilmente. No me faltan cerillas. Cerillas y heroína. De las dos cosas tengo enormes cantidades, aunque ninguna de las dos valga nada aquí, ja, ja. De modo que escribiré. Al menos, para pasar el tiempo.
Para decir toda la verdad —¿y por qué no?, ¡tengo todo el tiempo del mundo! — debería empezar por aclarar que, cuando nací, en Little Italy, el barrio italiano de Nueva York, me llamaron Richard Pinzetti. Mi padre, que era un desgraciado, procedía del Viejo Mundo. Yo quería ser cirujano. Mi padre se reía a mandíbula batiente, me llamaba chalado y me mandaba a buscar otro vaso de vino. Murió de cáncer a los cuarenta y seis años. Me alegró.
Empecé a jugar al fútbol en el instituto. Fui el mejor jugador de la historia local. Jugaba de defensa. Durante los dos últimos años recorrí todas las ciudades de los Estados Unidos. Odiaba el fútbol. Pero si eres un chaval pobre, que vive en una casa barata y quiere ir a la universidad, tu única oportunidad es el deporte. Así que jugué y conseguí una beca para atletas.
En la Universidad seguí jugando hasta conseguir una beca de estudios completa. Entonces, lo dejé. Iba a estudiar medicina. Mi padre murió seis semanas antes de mi graduación. No me importó. ¿Acaso creéis que me hubiera gustado subir a la tarima para recoger el diploma y ver aquella bola de sebo allí sentada? ¿Les gusta a las gallinas viajar en metro? Además, ingresé en un club estudiantil. No uno de los mejores, con un nombre como Pinzetti, pero, después de todo, era un club.
¿Por qué escribo todo esto? Es bastante divertido. No, me rectifico. Es extraordinariamente divertido. El gran doctor Pine, sentado en una roca, en pantalones de pijama y camiseta, en medio de una isla que se puede cruzar con un salivazo, escribiendo la historia de su vida... ¡Tengo hambre! No importa. Escribiré la maldita historia de mi vida, si me da la gana. Al menos, así no pensaré en mi estómago. Espero.
Cambié mi apellido por el de Pine antes de empezar los estudios de medicina. Mi madre me dijo que le había partido el corazón. ¿De qué corazón estaría hablando? Al día siguiente al del entierro del viejo, le estaba guiñando el ojo al judío de la tienda de la esquina. Para tratarse de alguien que adoraba su nombre de aquella manera, corría como un diablo para cambiarlo por el de Steinbrunner.
Todo lo que yo anhelaba en la vida era ser cirujano. Desde los días del colegio. Ya entonces me vendaba las manos antes de empezar un partido y me las lavaba después con agua y jabón. Si quieres ser cirujano, tienes que tener cuidado con las manos. Algunos de mis compañeros me tomaban el pelo y me llamaban mariquita. Nunca llegué a enfrentarme con ninguno de ellos. Ya es bastante peligroso jugar al fútbol. El que realmente llegó a ponerme los nervios de punta fue Howie Plotsky, un estúpido gigantón con la cara llena de cicatrices. Por aquel entonces, yo repartía periódicos y aprovechaba para vender un poco de lotería, lo cual me permitía conocer gente, establecer contactos... No te queda más remedio, si quieres sobrevivir. Cualquier imbécil sabe cómo caerse muerto, pero lo realmente difícil es sobrevivir, ¿comprendéis? Pues eso fue lo que me decidió a pagar a Ricky Brazzi, que era el tío más grande del instituto, para que le partiera la boca a Howie Plotsky. Sí, eso es lo que he dicho: partirle la boca. Le prometí un dólar por cada diente que me trajera. Rico vino con tres dientes envueltos en papel de periódico. Se dislocó un par de nudillos en el trabajito. Podéis imaginar en qué lío me hubiese metido.
En la facultad de medicina, mientras los otros memos se mataban tratando de ganar un centavo para llenar el puchero con un poco de carne —no con sobras de quirófano, ¿eh? — trabajando como camareros, vendiendo corbatas o limpiando suelos, yo me saqué de la manga un sistema de apuestas y, con unos cuantos trucos que conocía, me ganaba algún dinerillo en las apuestas de caballos, de billar o de lo que fuera. Además, tenía excelentes relaciones con el vecindario y cursé mis estudios sin ningún problema.
No me metí en la cuestión de las drogas, hasta que empecé mi residencia en un hospital, uno de los más grandes de Nueva York. Al principio, sólo fueron recetas en blanco. Vendí un cuadernillo de cien a un chico del barrio, y él falsificó las firmas de cuarenta o cincuenta médicos, por cuyos nombres yo también le cobraba. El muchacho, a su vez, las ofrecía en la calle por diez o veinte dólares cada una, lo que hacía las delicias de los fanáticos drogotas que iban cada vez más acelerados, y los partidarios de los sedantes, que se pasaban el día dando tumbos por las esquinas.
Al poco tiempo de trabajar en el hospital me di cuenta del desbarajuste que había en la farmacia del mismo. Nadie tenía la menor idea de lo que entraba ni de lo que salía. Había gente que sacaba de allí píldoras a puñados, cosa que yo me guardé muy bien de hacer. Siempre he tomado todo tipo de precauciones y nunca he tenido problemas hasta que me descuidé... y la suerte me volvió la espalda. Pero sé que caeré de pie; siempre ha sido así.
Me duele la muñeca y el lápiz se ha quedado sin punta. No puedo seguir escribiendo. No sé por qué me preocupo tanto. Es probable que me encuentren pronto.

27 de enero
El bote salvavidas se hundió anoche en unos tres metros de agua, al norte de la isla. ¿Qué importa? De todos modos, después de arrastrarse por todo el arrecife, el fondo parecía un colador. Además, ya había rescatado todo lo que valía la pena salvar, a saber, cuatro galones de agua, una cajita de costura para viajes, un botiquín y este libro en el que estoy escribiendo, que es, en realidad, un cuaderno de inspección del bote. ¡Qué risa! Por cierto, ¿cómo es que a nadie se le ocurrió poner comida de reserva en el bote? El último informe que aparece en el cuaderno lleva fecha 8 de agosto de 1970. Ah, además, he conseguido salvar dos cuchillos, uno mellado y el otro afilado, y un juego de cuchara y tenedor que voy a usar esta noche para la cena: asado de piedras. Ja, ja. Bueno, al menos, le he sacado punta al lápiz.
Cuando salga de esta isla, cubierta de excrementos de pájaros, les voy a sacar hasta el hígado a los de Paradise Lines Inc. Sólo por eso vale la pena seguir viviendo. Y pienso seguir viviendo y salir de ésta, no os quepa la menor duda. Voy a salir de ésta.
(más tarde)
Olvidé una cosa al hacer el inventario: dos kilos de heroína pura, algo así como 350.000 dólares en las calles de Nueva York, aunque aquí no valga más que un puñado de cacahuetes. Ja, ja. ¿Verdad que es cómico?
28 de enero
Bueno, he comido..., si es que a eso se le puede llamar comer. Una gaviota vino a posarse en una de las rocas del centro de la isla, un montículo también cubierto de excrementos de pájaros. Agarré una piedra que tenía a mano y me acerqué a ella todo lo posible. No se movía, observándome con sus ojos negros y brillantes. Me sorprendió que no la asustara el ruido de mis tripas.
Arrojé la piedra con todas mis fuerzas y le di de lleno. La gaviota lanzó un graznido y trató de volar, pero le había roto el ala derecha. Trepé en su busca, pero se alejó a saltos. La sangre manchaba sus plumas. Me dio bastante trabajo. Metí el pie en un agujero entre dos rocas y estuve a punto de partirme el tobillo. Finalmente, cuando empezaba a cansarme, logré darle alcance al otro lado de la isla. La gaviota se había metido en el agua y se alejaba. La atrapé por la cola, pero se volvió y me dio un picotazo. Le agarré una de las patas y, con la otra mano, le retorcí el cuello. El sonido de las vértebras al romperse me llenó de satisfacción. La cena está servida, caballero. ¿Os acordáis? ¡Ja! ¡Ja!
Me la traje al «campamento», pero antes de desplumarla y cortarla a trozos, me limpié la herida con yodo. Los pájaros llevan toda clase de gérmenes y sólo me faltaría una infección.
La operación de la gaviota fue de perlas, pero, que pena, no había manera de cocinarla. No hay vegetación en la isla, ni maderas a la deriva y, por si fuera poco, el bote se ha hundido. Así que me la comí cruda. El estómago quiso devolverla inmediatamente. Aunque yo estaba de acuerdo con él, no se lo podía permitir. Así que empecé a contar hasta cien al revés hasta que pasaron las náuseas. Es un sistema que funciona casi siempre.
¿Os dais cuenta del bicharraco, que casi me rompe el tobillo y después me da un picotazo en la mano? Si cazo otra gaviota mañana, la torturaré. A ésta la he dejado escapar sin castigo. Mientras escribo, veo su cabeza cortada en la arena. Sus ojillos negros, aun velados por la muerte, parecen mirarme.
¿Tienen cerebro las gaviotas? ¿Son comestibles?
29 de enero
Hoy no hay comida. Una gaviota aterrizó en el macizo, pero voló antes de que me aproximara lo suficiente para hacerle un «pase». ¡Ja, ja! Me estoy dejando la barba. Pica como un demonio. Si la gaviota vuelve y consigo darle caza, le sacaré los ojos antes de matarla.
Creo haber dicho ya que era un cirujano de primera. Me expulsaron. Realmente ridículo. Todos los médicos hacen lo mismo y luego se ponen tan estirados cuando le atrapan a uno. ¡Peor para ti! ¡Yo ya tengo mi parte! El Segundo Juramento de Hipócrates y de Hipócritas.
Había acumulado ya bastante de mis correrías como interno y como residente (se supone que, de acuerdo con el Juramento de Hipócrates, eres un funcionario y un caballero, pero nadie cree tal cosa). Tenía lo necesario para abrir mi consulta privada en Park Avenue. Lo necesitaba. No tenía un papá rico ni un protector con influencias, como muchos de mis colegas. Cuando me instalé, mi padre llevaba nueve años criando malvas. Mi madre murió un año antes de que me revocaran la licencia.
Pasó lo siguiente: yo tenía un trato con media docena de farmacéuticos del East Side, además de un par de laboratorios y al menos, otros veinte médicos. Los pacientes iban y venían de uno a otro. Yo operaba y después prescribía los medicamentos postoperatorios adecuados. No todas las operaciones eran necesarias, pero nunca actué contra la voluntad del paciente. Y jamás sucedió que un paciente le echara un vistazo a la receta y me dijera que no quería aquello. Escuchadme: hay gente a la que se le hizo una histerectomía en 1965 o una tiroides parcial en 1970 y que seguirían engullendo pastillas si el médico se lo permitiera. Y era lo que hacía algunas veces. Además, yo no era el único. Si podían pagarse el vicio, ¿por qué no? Cuando no era un paciente que padecía de insomnio después de alguna operación, era alguien que quería adelgazar, o quería Librium. Todo tenía arreglo. ¡Ja! Sí. De no haber sido yo, hubiera sido cualquier otro.
Hasta que los de Sanidad fueron a ver a Lowenthal, ese gallina. Le asustaron diciéndole que le iban a echar cinco años y el tipo cantó media docena de nombres, uno de los cuales era el mío. A mí me estuvieron observando durante bastante tiempo y, en realidad, cuando me echaron el guante, cinco años eran pocos para mí. Por ejemplo, no había dejado del todo lo de las recetas en blanco, algo muy divertido, pero que no necesitaba en absoluto. Lo seguía haciendo por costumbre; además, a nadie le amarga un dulce.
El caso es que yo conocía a mucha gente. Probé con algunos. Y arrojé un par de individuos a los leones. Nadie que me gustara, sin embargo. Todos auténticos cerdos.
Dios, tengo hambre.
30 de enero
Hoy no hay gaviotas, lo que me recuerda los letreros de las tiendas de comestibles del barrio: HOY NO HAY TOMATES. Me metí en el agua hasta la cintura, con un cuchillo afilado en la mano. Permanecí inmóvil durante casi cuatro horas, mientras el sol caía de pleno sobre mis espaldas. Creía desmayarme un par de veces, pero conté hasta cien al revés hasta que desapareció la sensación. No vi un solo pez. Ni uno.
31 de enero
Hoy he matado otra gaviota tal como lo hice con la primera. Tenía demasiada hambre para torturarla como me había prometido a mí mismo. Así que la abrí y me la comí. Vacié las tripas y me las comí también. Es extraño ver cómo se recobra la vitalidad. Empezaba a preocuparme. Tendido a la sombra del montículo central, creí oír voces. Mi padre. Mi madre. Mi esposa, de la que me divorcié... Y, lo peor de todo, la voz del chino que me vendió la heroína en Saigón. Ceceaba, probablemente a causa de un paladar hendido.
«Vamos —me decía la voz desde lo alto—. Vamos, esnifa un poco. Te olvidarás del hambre. Es tan buena…» Pero nunca tomé drogas, ni siquiera para dormir.
Lowenthal se suicidó. El muy gallina. ¿No os lo había dicho? Se colgó en el que había sido su consultorio. Desde mi punto de vista, hizo un favor al mundo.
Yo quería recuperar mi título. Algunos de los tipos con los que hablé me dijeron que no era imposible... pero costaba mucho dinero, más del que podía imaginar. Yo tenía 40.000 dólares en una caja de seguridad y decidí arriesgarme para doblar o triplicar la cantidad.
Me fui a ver a Ronnie Hanelli, compañero mío de equipo en los años de la universidad, a cuyo hermano menor había conseguido una residencia en un hospital cuando resolvió estudiar medicina. Ronnie estudiaba Derecho. ¿Verdad que es gracioso? En el barrio se le conocía por el apodo de Ronnie el Árbitro, porque se metía en todos los juegos y, sin que nadie se lo pidiera, empezaba a pitar faltas a todo el mundo. Si no te gustaba, tenías dos opciones: callarte la boca o tragarte unos cuantos dientes. Los portorriqueños le llamaban Ronniewop, o algo así. A él le hacía gracia Ronnie. Ronnie estudió Derecho, pasó los exámenes sin problemas y abrió un bufete en su propio barrio, justo encima del bar La Pecera. Aún le veo pasar por allí, cuando cierro los ojos, con su gran Continental blanco. Era el usurero más grande de toda Nueva York: un tiburón.
Sabía que Ronnie tendría algo para mí.
—Es peligroso —dijo—. Pero tú sabes cuidarte. Y, si traes la mercancía, te presentaré un par de individuos. Uno de ellos es funcionario del Estado.
Me dio dos nombres. El de Henry Li-Tsu, el chino, y el de Solom Ngo, un químico vietnamita. El vietnamita probaba la heroína del chino a cambio de dinero. El chino era conocido por sus «bromas». Por ejemplo, llenaba las bolsitas de plástico con talco, o detergente, o almidón. Ronnie decía que un día, una de aquellas «bromas» le iba a costar la vida.
1 de febrero
He visto un avión. Pasó de largo sobre la isla. Intenté subir al montículo central para llamar su atención y metí el pie en el mismo agujero del día en que cacé la primera gaviota. Me rompí el tobillo. Fractura compuesta. Fue como un disparo. El dolor era insoportable. Grité y perdí el equilibrio. En vano, agité los brazos como un molino de viento. Caí y me golpeé la cabeza. Todo se puso negro. Cuando volví en mí, se había puesto el sol. Había perdido un poco de sangre. El tobillo se me había hinchado como un neumático y tenía una buena insolación. Creo que, de haber habido una hora más de sol, tendría todo el cuerpo llagado.
Me arrastré como pude hasta aquí y pasé la noche temblando y llorando de rabia. Me he desinfectado la herida de la cabeza, situada encima del lóbulo temporal derecho, y me la he vendado como he podido. Es una herida superficial en el cuero cabelludo con una pequeña contusión, creo, pero el tobillo, es una mala fractura, en dos puntos, quizá tres. ¿Cómo voy a cazar las gaviotas ahora?
El avión debía de estar en busca de supervivientes del Callas. En medio de la oscuridad y la tormenta, el bote salvavidas ha de haber recorrido kilómetros. No creo que vuelva por aquí.
¡Dios mío, cómo me duele el tobillo!
 2 de febrero
He puesto una señal en la playa de guijarros del lado sur de la isla, donde se hundió el bote. Me llevó todo el día, con algún descanso en la sombra. Aun así, me desmayé dos veces. Calculo haber perdido unos ocho kilos, en su mayor parte, por deshidratación. Desde aquí veo las cinco letras que tardé el día entero en componer; rocas oscuras sobre la arena blanca, dicen AYUDA en letras de metro y medio. El próximo avión no va a pasar de largo.
El pie palpita constantemente. Todavía está hinchado y se ha puesto sospechosamente blanco alrededor de la fractura. Cada vez más blanco. Si me lo vendo con la camisa, apretando mucho, el dolor cede, pero aun así duele tanto que, más que dormirme, me desmayo.
Empiezo a pensar que tal vez haya que amputar.
3 de febrero
La hinchazón y la pérdida de color son todavía mayores. Esperaré hasta mañana. Si la operación es imprescindible, creo que podré llevarla a cabo. Tengo cerillas para esterilizar el cuchillo y aguja e hilo de la cajita de costura. Como vendaje, la camisa.
Tengo además dos kilos de «analgésico», aunque no precisamente del que prescribía a mis pacientes. Pero lo hubieran empleado, de haber dispuesto de él. Podéis apostar. Esas señoras de pelo azul serían capaces de esnifar un ambientador de pino si les hiciera efecto, creedme.
4 de febrero
He decidido amputar el pie. Hace cuatro días que no como. Si espero más, corro el riesgo de desvanecerme en medio de la operación por la acción combinada del shock traumático y el hambre. En ese caso, podría morir desangrado. Y, a pesar de lo desdichado que soy, aún tengo ganas de seguir viviendo. Recuerdo lo que Mockridge decía en Anatomía básica, el viejo Mocki, le llamábamos: más tarde o más temprano, la pregunta surge siempre en la carrera de un médico. ¿Hasta qué punto puede un paciente soportar un shock traumático? Y entonces, señalaba con el puntero el dibujo del cuerpo humano, el hígado, los riñones, el bazo, los intestinos. Básicamente, caballeros, decía, la contestación esencial es otra pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?
Creo poder hacerlo. De verdad.
Supongo que estoy escribiendo para aplazar lo inevitable, pero se me ocurre que no acabé de contar por qué me encuentro aquí. Tal vez deba hacerlo por si la operación no sale bien. Tardaré sólo unos minutos y estoy seguro de que todavía habrá claridad para la operación, ya que, según mi reloj, son las nueve de la mañana. ¡Ja!
Fui a Saigón como turista. ¿Os extraña? No sé por qué. Hay miles de personas que van allí cada año, a pesar de la guerra de Nixon. También hay gente a la que le gusta presenciar accidentes o peleas de gallos. Mi amigo chino tenía la mercancía. Se la llevé a Ngo, quien me ratificó que era de primera clase. Me contó también que Li-Tsu había gastado una de sus bromas hacía cuatro meses, y que su mujer había saltado hecha pedazos por los aires al poner la llave de encendido en su automóvil. Desde entonces no había vuelto a hacer bromas.
Me quedé en Saigón tres semanas. Había reservado pasaje de regreso a San Francisco en un crucero, el Callas. Primera clase. Subir a bordo con la mercancía no representó problema alguno. Ngo arregló el asunto, sobornando a dos oficiales de aduana que se limitaron a saludarme y hacer pasar las maletas. La heroína iba en una bolsa de viaje que ni siquiera vieron.
—Pasar la aduana en los Estados Unidos será mucho más difícil —me dijo Ngo—, pero ése es problema únicamente suyo.
No tenía la menor intención de pasar aquello por la aduana. Ronnie había contratado un buzo que haría el trabajo por tres mil dólares. Tenía que encontrarme con él (ahora que lo pienso, hace dos días) en una especie de corral llamado Regis Hotel en San Francisco. El plan consistía en poner la mercancía en una lata a prueba de agua. Sujetos a la tapa, un reloj y un sobre de tinte rojo. Antes de atracar, había que tirar la lata al agua, cosa que no iba a hacer yo mismo, naturalmente.
Estaba todavía buscando un cocinero o un camarero al que no le viniera mal un dinero extra y que fuera lo bastante listo — o lo bastante idiota—, como para mantener la boca cerrada, cuando el Callas se hundió.
No tengo ni la menor idea de cómo sucedió, ni de por qué. Se nos había echado encima un buen vendaval, pero el crucero parecía capaz de capearlo. Pero el día 23, alrededor de las ocho de la noche, hubo una fuerte explosión bajo cubierta. Yo estaba en el salón en aquel momento y el Callas se escoró casi inmediatamente. A la izquierda, ¿cómo se llama: babor o estribor?
La gente empezó a gritar y a correr en todas direcciones. Las botellas cayeron de la estantería del bar y se estrellaron contra el suelo. Un hombre salió de una de las escaleras, con la camisa quemada y la piel asada. Los altavoces empezaron a decir a la gente que se dirigiera a los botes salvavidas que se les habían asignado al principio del viaje, durante un simulacro. Los pasajeros echaron a correr sin rumbo. Muy pocos se habían molestado en comparecer durante el simulacro. Yo, no sólo estuve allí, sino que fui más temprano, para estar en primera fila y ver bien todo, ¿comprendéis? Siempre pongo mucha atención en lo que se refiere a mi pellejo.
Bajé a mi camarote, saqué las bolsitas de heroína y me puse una en cada bolsillo. Después, me dirigí al Bote Salvavidas 8. Mientras yo subía las escaleras, hubo otras dos explosiones y el barco se inclinó aún más peligrosamente, si cabe.
En cubierta, todo era confusión. Vi una mujer que corría por la cubierta resbaladiza, gritando y con un niño en brazos. Según se inclinaba el buque, ella ganaba velocidad. Finalmente, golpeó contra la borda a la altura de los muslos, saltó por encima de ella, dio dos vueltas de campana y desapareció de mi vista. Había un hombre de mediana edad, sentado en medio del puente, que se arrancaba los cabellos con las manos. Otro, con ropas blancas de cocinero, la cara y las manos horriblemente quemadas, se daba contra las paredes y gritaba: «¡Socorro! ¡No veo! ¡Socorro! ¡No veo!»
El pánico era total y se había contagiado del pasaje a la tripulación como una epidemia. Tenéis que tener en cuenta que entre la primera explosión y el hundimiento del barco, pasaron solamente veinte minutos. Algunos de los botes iban repletos de gente que aullaba, y otros, totalmente vacíos. El mío, que estaba en la zona más próxima al agua, estaba casi desierto. Nadie más que yo y un marinero, con la cara muy pálida y llena de espinillas.
—Echemos al agua enseguida este condenado barreño —dijo, con los ojos desorbitados—, porque la maldita bañera se va a pique sin remedio.
Maniobrar un bote no es nada difícil, pero, con los nervios, el marinero se hizo un lío con las maromas de su lado. El bote bajó unos dos metros y quedó colgado, yo más cerca del agua que él.
Fui hacia su lado para ayudarle cuando empezó a gritar. Había logrado deshacer el nudo; pero, al mismo tiempo, se había pillado la mano. La soga se deslizó sobre la palma, dejándosela en carne viva; finalmente, salió despedido de la embarcación.
Acabé de deshacer el lío y libré el bote, que bajó al agua. Empecé a remar como un condenado. Remar era algo que siempre había hecho por placer en las casas de veraneo de mis amigos, pero ahora, por primera vez, lo hacía para salvar mi vida. Si no me alejaba del Callas antes de que se hundiera, me arrastraría con él.
Cinco minutos más tarde, se hundió. No escapé del todo a la succión, tuve que remar desesperadamente sólo para permanecer en el mismo lugar. Se hundió muy de prisa. Todavía había gente aferrada a la borda, gritando. Parecía una banda de monos.
La borrasca empeoró. Perdí un remo. Pasé la noche en una especie de pesadilla, achicando agua del bote, primero, y maniobrando con el único remo que me quedaba, después, para mantener la proa contra el oleaje.
Antes del amanecer del 24 las olas empezaron a empujarme por la popa. El bote adquirió una cierta velocidad, lo cual es aterrador, pero, al mismo tiempo, constituye un alivio. De pronto, los tablones fueron arrancados de debajo de mis pies, pero el bote no se hundió: había encallado a este montón de piedras olvidado del mundo. Ni siquiera sé dónde estoy; no tengo la menor idea. La navegación no es mi punto fuerte. Ja, ja.
Pero sí sé qué tengo que hacer. Éstas pueden ser mis últimas notas, pero algo me dice que saldrá bien. ¿Acaso no he conseguido siempre lo que me he propuesto? Además, hoy se hacen maravillas con las prótesis y podré moverme con un solo pie con toda comodidad.
Ha llegado el momento de ver si soy tan extraordinario como creo. Buena suerte. 
5 de febrero
Lo hice.
El dolor era lo que menos me preocupaba, porque puedo soportarlo, pero temía que la debilidad, el hambre y el dolor combinados me hicieran perder el conocimiento antes de acabar.
Pero la heroína resolvió el problema maravillosamente.
Abrí una de las bolsitas y aspiré dos generosas dosis sobre una roca plana, primero la ventanilla derecha, luego, la izquierda. Era una especie de hielo deslumbradoramente anestésico que invadía mi cerebro íntegro. Aspiré la heroína al dejar de escribir, ayer, a las 9.45. Cuando volví a mirar la hora, las sombras se habían movido, dejándome parte del cuerpo al sol, y eran las 12.41. Me había adormilado. Nunca había imaginado que fuese tan fantástico y no comprendo por qué le tenía tanta manía. El dolor, el miedo, la infelicidad... todo desaparece, dejando sólo una calma eufórica.
Operé en esas condiciones.
Como era de esperar, sentí un dolor agudísimo, especialmente en la primera parte de la operación. Pero el dolor parecía desconectado de mí, como si fuera de otro. Me molestaba, pero me resultaba extraordinariamente interesante. ¿Podéis entender lo que digo? Si alguna vez habéis empleado un calmante con una fuerte base de morfina, sabréis de qué hablo. Hace algo más que mitigar el dolor. Induce un estado mental. Una cierta serenidad. Entiendo por qué la gente se queda colgada, aunque ésa sea una palabra horrorosamente fuerte y que usa, en general, la gente que nunca lo ha probado.
A media operación, el dolor empezó a ser algo más personal. Oleadas de desfallecimiento me acometían. Miré con ansia la bolsita de heroína, pero me obligué a apartar la vista. Si volvía a adormilarme, moriría desangrado con la misma seguridad que si me desmayara. Conté hasta cien al revés.
La pérdida de sangre era el factor más crítico. Como cirujano, era vitalmente consciente de ello. No debía perder una gota más que lo imprescindible. Si un paciente sufre una hemorragia durante una operación en un hospital, se le puede suministrar sangre. Yo carecía de esos medios. Todo lo que se había perdido —la arena debajo de mi pie estaba ya negra— estaba perdido hasta que mi propia fábrica lo repusiera. No tenía hemostáticos, ni hilo de sutura, ni grapas.
Empecé la operación exactamente a las 12.45. Acabé a la 1.50 e inmediatamente me atonté con heroína, una dosis mayor que la anterior. Me dormí en un mundo gris, indoloro, y permanecí así hasta alrededor de las cinco. Cuando me espabilé, el sol estaba cerca del horizonte occidental, trazando un camino de oro sobre el azul del Pacífico que llegaba hasta mí. Nunca he visto algo tan increíble. Tanto, que me compensó del dolor en un segundo. Una hora más tarde aspiré un poquito más, para seguir disfrutando de la puesta de sol.
Poco después de hacerse de noche, yo... Yo...
Esperad un segundo. ¿Os he dicho que no he comido absolutamente nada durante cuatro días? ¿Y que lo único que tenía a mi alcance para recuperar mis energías agotadas era mi propio cuerpo? Después de todo, ¿no se ha dicho, una y otra vez, que la supervivencia es una cuestión mental? ¿De una mente superior? No voy a justificarme diciendo que cualquiera hubiera hecho lo mismo. En primer lugar, hay que ser cirujano. Y aun conociendo la técnica de la amputación, es posible hacer una carnicería y desangrarse de todos modos. Y, aun en el caso de poder sobrevivir a la amputación y al shock traumático, jamás se le ocurriría algo semejante a alguien convencional. No importa. Nadie tiene por qué enterarse. Lo último que haré antes de abandonar la isla será destruir este libro.
Tuve mucho cuidado.
Lo lavé muy bien antes de comérmelo. 
7 de febrero
El dolor del muñón es intensísimo —en ocasiones, realmente intolerable—. Pero creo que el escozor profundo del proceso de cicatrización es todavía mucho peor. Esta tarde me he acordado de los pacientes que me tenían harto con lo mucho que les picaba la carne remendada, que era horrible y que no se podían rascar.
Yo sonreía y les decía que se sentirían mejor al día siguiente, pensando que se quejaban sin razón, que eran débiles e ingratos. Ahora los comprendo perfectamente. Varias veces he estado a punto de arrancar la camisa que sirve de vendaje y rascarme la herida, hundir los dedos en la carne cruda y tierna, quitarme los puntos, dejar que la sangre corriera en la arena, cualquier cosa, cualquier cosa con tal de no sentir ese horrible y enloquecedor hormigueo.
Entonces contaba hasta cien al revés y aspiraba heroína.
No tengo idea de cuánta he llegado a tomar, pero sí sé que he estado casi permanentemente dopado desde la operación. Como sabéis, quita el hambre. Ni siquiera sé si tengo hambre. Siento algo extraño, fantasmal, en la barriga, eso es todo. Por otra parte, puedo ignorarla con toda facilidad y, sin embargo, sé que no debo hacerlo, ya que la heroína no tiene un valor calórico fácilmente calculable. De manera que me he puesto a prueba para medir mi energía, arrastrándome de aquí para allá, y es agotador.
Dios mío, espero que no..., pero temo que sea necesaria una nueva operación.
(más tarde)
Pasó otro avión. Demasiado alto. Tanto, que todo lo que podía ver era el alerón de popa dibujándose contra el cielo azul. Hice señales, por si acaso, y grité como un energúmeno. Cuando desapareció, me eché a llorar.
Está muy oscuro y es difícil seguir escribiendo. Comida. He estado pensando en cantidad de platos. La lasaña de mi madre, pan de ajo, caracoles, langosta, chuletas, melocotones, asado, la gran porción de pastel de mantequilla y el helado de vainilla hecho en casa que te sirven en Mother Crunch en la Primera Avenida, pretzels calientes, salmón ahumado, cangrejos ahumados, jamón ahumado con rodajas de piña, aros de cebolla fritos, salsa de cebolla con patatas chip, té frío en largos sorbos, patatas fritas, y te relames los labios de gusto...
100, 99, 98, 97, 96, 95, 94.  Dios, Dios, Dios.
8 de febrero
Esta mañana ha aterrizado otra gaviota en el montículo, grande, gorda, mientras yo reposaba a la sombra de mi roca, la que considero mi campamento particular, con el muñón apuntando al cielo. En cuanto el pájaro se posó, empecé a salivar igual que los perros de Pavlov. Se me caía la baba como a un bebé. Como a un bebé.
Busqué una piedra del tamaño de mi mano y empecé a arrastrarme hacia el pájaro. Queda tan sólo un cuarto, ya hemos escalado tres. Tres y pico. Pinzetti pasa hacia atrás (Pine, quiero decir Pine). No tenía demasiadas esperanzas. Estaba seguro de que saldría volando, pero había que intentarlo. Si atrapara un ave tan gorda y tan insolente como ésa, tal vez pudiese posponer la segunda operación indefinidamente. Continué, aunque, de vez en cuando, me golpeaba el muñón contra el canto afilado de una roca y veía las estrellas con todo el cuerpo, obligándome a reposar hasta que el dolor se calmara.
La gaviota no escapó. Daba saltitos de aquí para allá, con el pecho hinchado, como un general pasando revista a las tropas. De vez en cuando me miraba con sus ojos pequeños, negros y malignos, y no me quedaba más remedio que quedarme inmóvil como una piedra y contar hasta cien a la espera de que volviera a moverse. Cada vez que agitaba las alas, el hielo me invadía el estómago. más No dejaba de salivar. Se me caía la baba como a un niño.
No sé cuánto tiempo estuve al acecho. ¿Una hora? ¿Dos? Cuanto más me acercaba, más fuerte me latía el corazón y más apetecible parecía la gaviota. Daba la impresión de estar burlándose de mí y empecé a temer que, antes de que la tuviese a mi alcance, echara a volar. Me temblaban las piernas y los brazos. Tenía la boca seca. El muñón, por su parte, me daba unas punzadas asesinas. Ahora pienso que debo haber sentido también dolores de abstinencia. ¿Tan pronto? No he tomado heroína más que una semana.
No importa. La necesito. Y hay mucha, muchísima. En cuanto llegue a los Estados Unidos, me someteré a una cura de desintoxicación en la mejor clínica de California. Pero ahora no se trata de eso, ¿verdad?
Cuando la tuve al alcance, no quise arrojar la piedra. Estaba irracionalmente seguro de que erraría, probablemente por unos pocos centímetros. Tenía que acercarme. Así que seguí arrastrándome, con la cabeza alta, el sudor cayendo a chorros por mi cuerpo maltrecho de espantapájaros. Por cierto, creo que se me están pudriendo los dientes, ¿lo he dicho ya? Si fuera supersticioso, diría que es porque comí ...
¡Ja! Pero no debe de ser ésa la razón, ¿verdad?
Me detuve otra vez. Estaba mucho más cerca de esta gaviota que de cualquiera de las anteriores. No conseguía obligarme a tirar la piedra. La agarré con toda mi alma, hasta que me dolieron los dedos, pero ni siquiera así pude hacerlo. Porque sabía perfectamente lo que no dar en el blanco significaba.
No me importa emplear toda la mercancía. Les voy a poner un pleito que se van a acordar toda la vida. ¡Viviré como un rey durante el resto de mi vida! ¡Mi larga, larga vida!
Estoy convencido de que hubiera escalado hasta poder tomarla con la mano si finalmente no hubiera levantado el vuelo. La hubiera estrangulado. Pero extendió las alas y echó a volar. La insulté, me hinqué de rodillas y le lancé la piedra con las pocas fuerzas que me quedaban. ¡Y le di!
El pájaro soltó un graznido y cayó al otro lado del montículo. Entre risas y temblores, sin preocuparme por los golpes en el muñón ni por si se me abría la herida, llegué a la cima y empecé a descender por la otra vertiente. Perdí el equilibrio y me di en el suelo con la cabeza. En aquel momento ni siquiera lo advertí, aunque tengo un magnífico chichón como recuerdo. Sólo podía pensar en la gaviota y en cómo le había dado, suerte fantástica, aun volando, ¡le había dado!
La gaviota se arrastró hasta la playa, el ala rota, el cuerpo ensangrentado. Me arrastré tras ella todo lo rápido que me era posible, pero ella era más veloz. ¡Una carrera de lisiados! ¡Ja! ¡Ja! Podría haberla capturado, ya estaba muy cerca, de no haber sido por mis manos. Tengo que cuidar mis manos. Puedo volver a necesitarlas. A pesar del cuidado tenía las palmas llenas de tajos cuando por fin llegamos a la playa. Por si fuera poco, golpeé mi reloj contra una roca y saltó hecho añicos.
La gaviota entró en el mar cojeando, graznando como una endemoniada. La atrapé, pero sólo me quedó un puñado de tristes plumas. Entonces me caí y tragué agua, tosiendo y atragantándome.
Pero seguí arrastrándome y hasta traté de nadar tras ella. La venda del muñón acabó por caérseme en el agua, empecé a hundirme y no tuve más remedio que regresar a la arena. No sé cómo, pero salí del agua, temblando, exhausto, encogido de dolor, llorando, gritando y maldiciendo a la gaviota. Todavía estaba a la vista, allá lejos, cada vez más lejos. Creo recordar que en un momento le rogué que volviera. Eso sí, cuando salió al arrecife, juraría que estaba muerta.
No es justo.
Me llevó casi una hora arrastrarme hasta el campamento. He tomado mucha heroína, pero, aun así, continúo enfadado con la gaviota. Si no iba a dejarse cazar, ¿a qué burlarse así de mí? ¿Por qué diablos esperó tanto?
9 de febrero
Me he amputado el pie izquierdo y lo he vendado con mis pantalones. Extraño. Durante toda la operación se me cayó la baba. ¡Se me cayó la baaaaaba! Como cuando descubrí la gaviota, se me caía la baba sin parar... Pero me obligué a esperar hasta la noche. Conté hasta cien al revés veinte o treinta veces. ¡Ja! ¡Ja!
Entonces... Tenía que repetirme: rosbif frío, rosbif frío, rosbif frío.
11 de febrero (?)
Ha llovido durante dos días, con mucho viento. Cambié algunas rocas de lugar, hice una especie de escondrijo con ellas y me guarecí allí dentro todo el tiempo. Sorprendí una pequeña araña, la tomé con los dedos antes de que escapara y me la metí en la boca. Muy buena, muy gustosa. Empecé a temer que las rocas que tenía encima de la cabeza se vinieran abajo y me sepultaran. No importaba.
Me pasé toda la tormenta muy dopado. Tal vez haya llovido tres días, y no dos. O sólo uno. Aunque creo recordar que oscureció en dos ocasiones. Me encanta dormir, no siento ni el dolor ni el picor. Sé que voy a sobrevivir, no puede ser que tenga uno que pasar por todo esto para nada.
Había un cura en la Sagrada Familia cuando yo era niño, un enano que adoraba hablar del infierno y del pecado mortal. Les tenía verdadero cariño. No hay retorno del pecado mortal, ése era su punto de vista. Me pasé la noche soñando con él, el Padre Hailley, con su sotana y su nariz de whisky, sacudiéndose el dedo y diciendo: «Qué vergüenza, Richard Pinzetti..., un pecado mortal..., condenado al infierno..., condenado al infierno…
Me reí de él. Si esto no es el infierno, ¿qué es? El único pecado mortal es darse por vencido.
La mitad del tiempo la paso delirando; el resto me pican los muñones; la humedad hace que me duelan todavía más.
Pero no voy a ceder. No me voy a dar por vencido. No pasaré por todo esto para nada.
12 de febrero
Hace un día magnífico y el Sol brilla otra vez en todo su esplendor. Espero que se estén helando en Nueva York.
Es un buen día, en la medida de lo posible. La fiebre parece haber bajado. Estaba débil y temblaba cuando salí de mi madriguera, pero después de dos o tres horas al sol, vuelvo a sentirme casi humano otra vez.
Me arrastré hasta el sur de la isla y encontré varios trozos de madera arrojados por la tormenta, además de varios tablones de mi propio bote. Había quelpo y algas en uno de los tablones y me lo comí todo. Me dieron ganas de vomitar. Es como comerse la cortina de plástico del baño, pero me siento mucho más fuerte esta tarde.
Llevé la madera a la arena para que se secara. Todavía me queda una caja completa de cerillas a prueba de humedad y podré hacer una fantástica señal de humo si pasa alguien pronto. Si no, me servirá para cocinar. Voy a aspirar heroína.
13 de febrero
He encontrado un cangrejo, que maté y cocí en una pequeña hoguera. Esta noche casi vuelvo a creer en Dios.
14 de feb
Acabo de darme cuenta de que la tormenta se llevó casi todas las piedras de mi señal de AYUDA. Pero la tormenta terminó... ¿hace más de tres días? ¿He estado drogado todo ese tiempo? Tengo que tener más cuidado y bajar la dosis, porque ¿qué ocurriría si pasara un barco y yo estuviera durmiendo?
Reconstruí la señal, pero me llevó casi todo el día y estoy exhausto. Busqué un cangrejo donde encontré el otro, pero nada. Me corté las manos con varias de las piedras de la señal, pero me desinfecté con yodo, a pesar de mi debilidad. Debo cuidar mis manos. Por encima de todo.
15 de feb
Hoy se posó otra gaviota en el montículo. Levantó el vuelo antes de que yo me acercara. La conminé a irse al infierno, a picotear los ojillos rojizos del Padre Hailley para toda la Eternidad.
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Ja.
17 de feb (?)
Me he cortado la pierna derecha a la altura de la rodilla, pero he perdido mucha sangre. El dolor era inenarrable, a pesar de la heroína. Sólo el shock hubiera matado a un hombre menos hombre que yo. Déjame contestar con una pregunta: ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir? ¿Hasta qué punto el paciente quiere sobrevivir?
Me tiemblan las manos. Si me traicionan, estoy perdido. No tienen ningún derecho a traicionarme. ¡Ningún derecho! Las he cuidado durante todas sus vidas. Las he mimado. Mejor que no me traicionen. O se van a arrepentir.
Por lo menos, no siento hambre.
Uno de los tablones del bote se partió por la mitad. Una de las partes tenía una punta bastante afilada, que fue la que usé. Se me caía la baba, pero me hice esperar pensando en... ¡aquellas barbacoas! Aquella casa que Will Hammersmith tenía en Long Island, con una barbacoa donde se podía asar un cerdo entero. Acostumbrábamos a sentarnos al atardecer, con tragos largos en la mano, hablando de nuevas técnicas quirúrgicas o de golf o de cualquier otra cosa. Y la brisa nos traía el olor del cerdo asado. Madre mía, el olor del cerdo asado.
Feb ?
Me he cortado la otra pierna a la altura de la rodilla. He estado dando cabezadas todo el santo día:
«Doctor, ¿la operación era necesaria?». Ja, ja. Me tiemblan las manos como las de un viejo. Las odio. Tengo sangre debajo de las uñas, costras. ¿Recuerdas el modelo de la facultad, con la barriga de vidrio? Pues me siento igual, pero no quiero mirar. De ninguna de las maneras. Recuerdo que Dom decía eso, se paraba a charlar contigo en la calle con la chaqueta del Hiway Outlaws Club. Tú le decías: «Hombre, ¿cómo hiciste para conseguirla?». Y Dom respondía de ninguna de las maneras. Viejo Dom. Caramba, ojalá me hubiera quedado en el barrio. Esto tiene tan mala pinta, como decía Dom. Ja ja.
Pero me han dicho, sabes, que con la terapia adecuada y unas prótesis, volvería a estar como nuevo, podría volver a la isla y decirle a la gente: «Aquí es donde ocurrió».
¡Ja-ja-ja!
23 de febrero (?)
Encontré un pez muerto, podrido y apestoso. Es igual, me lo comí. Me doblaban el cuerpo las arcadas, pero no me lo permití. Sobreviviré. Estoy tan bien con heroína, las puestas de sol.
Febrero
No me atrevo, pero tengo que hacerlo. ¿Pero, cómo haré para ligar la arteria femoral tan arriba? Es amplia como una maldita autopista a esa altura.
A pesar de todo, tengo que hacerlo. He marcado la parte alta del muslo, la parte donde todavía hay carne, con lápiz.
Desearía poder dejar de babear.
Fe
Te... mereces... un descanso hoy... también... así que... levántate y vete.., a McDonald’s... dos hamburguesas... salsa especial... lechuga... pepinillos.., cebollas... en... un panecillo...
Da... dada... dadada...
Febbe
Hoy me he visto la cara en el agua. Una calavera cubierta de piel. ¿Me he vuelto loco ya? Debo de estar loco. Ahora soy un monstruo. Un engendro. No me queda nada bajo las ingles. Un verdadero monstruo. Una cabeza atada a un torso que se arrastra por los codos en la arena. Un cangrejo. Un cangrejo dopado. Eh, tú, soy un pobre cangrejo dopado, dame una moneda.
Jajajaja.
Dicen que de lo que se come se cría, así que ¡TODAVÍA SOY EL MISMO! Querido Dios shock traumático shock traumático shock traumático NO EXISTE NADA QUE SE PAREZCA A UN SHOCK TRAUMÁTICO.
JA.
40/Fe ?
He soñado con mi padre. Cuando se emborrachaba, olvidaba el inglés. No es que tuviera nada interesante que decir de todos modos. Condenado cerdo, me alegré tanto de irme de tu casa, papito, condenado cerdo, chapucero, nada, no vales para nada, nada, cero. Sabía que lo lograría. Me alejé de ti, ¿verdad? Me fui andando sobre las manos.
Pero ya no puedo cortar nada más con ellas. Ayer me corté las orejas.
la mano izquierda lava la derecha no dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha pito pito colorito donde vas tú tan bonito... jajaja...
Qué importa, una mano u otra, buena comida, buena carne, buen Dios comamos... pies de cerdo saben igual que manos de cerdo.