viernes, 9 de agosto de 2024

El relato de la familia de Guzmán. Charles Maturin (1782-1824)

»Parte de lo que vaya leeros –dijo el desconocido–, lo he presenciado yo. El resto se asienta sobre una base todo lo firme que la evidencia humana puede establecer:

»En la ciudad de Sevilla, donde viví muchos años, conocí a un rico mercader de muy avanzada edad que era conocido por el nombre de Guzmán el rico. Era de oscuro nacimiento, y quienes rendían homenaje a su riqueza lo bastante como para pedirle prestado con frecuencia, no honraban jamás su nombre haciéndolo preceder del prefijo don, ni añadiendo su apellido, que, como es natural, ignoraba la mayoría; y entre ellos, se decía, el propio mercader. Era muy respetado, sin embargo; y cuando veían salir a Guzmán, con la misma regularidad que el toque de vísperas, de la estrecha puerta de su casa, cerrarla con cuidado, inspeccionarla dos o tres veces con ojos ansiosos, enterrar la llave en su pecho, y dirigirse lentamente a la iglesia, tentándose la llave por encima de la ropa durante todo el trayecto, las más orgullosas cabezas de Sevilla se descubrían a su paso, y los niños que jugaban en la calle suspendían sus diversiones hasta que hubiese pasado él.

»Guzmán no tenía esposa ni hijos... ni parientes ni amigos. Toda su servidumbre estaba constituida por una vieja criada que le atendía, y sus gastos personales se calculaban al nivel de la más estrecha frugalidad; era, pues, tema de ansiosa conjetura para muchos cuál sería el destino de su enorme fortuna cuando muriese. Esta ansiedad dio lugar a indagaciones sobre la posibilidad de que Guzmán tuviera parientes, aunque remotos y oscuros; y la diligencia en la investigación, cuando se ve estimulada a la vez por la avaricia y la curiosidad, es insaciable. Así que se descubrió finalmente que Guzmán había tenido en tiempos una hermana, mucho más joven que él, la cual, a edad muy temprana, se había casado con un músico alemán protestante, marchándose de España poco después. Se recordaba, o se rumoreaba, que ella había hecho grandes esfuerzos por ablandar el corazón y abrir la mano de su hermano, que ya entonces era muy rico, y convencerle para que se reconciliase con su unión, permitiendo así que ella y su marido permanecieran en España. Guzmán fue inflexible. Opulento, y orgulloso de su opulencia, habría sido capaz de digerir el poco sustancioso bocado de su unión con un pobre, a quien él podía haber hecho rico; pero se negó a tragar siquiera la noticia de que su hermana se había casado con un protestante. Inés – pues tal era el nombre de la hermana– y su marido se fueron a Alemania, confiando en parte en las habilidades musicales de él, que eran altamente apreciadas en ese.país, en parte en las vagas esperanzas de los emigrantes, de que con el cambio de lugar vendría el cambio de circunstancias... y en parte, también, pensando que la desventura se sobrelleva en cualquier lugar menos en presencia de quien la inflige. Tal fue la historia contada por un viejo que afirmaba recordar los hechos, y creída por un joven cuya imaginación suplía todos los defectos de la memoria, representándosela, de una belleza subyugan te, con sus hijos cogidos a su alrededor, embarcando con un marido hereje hacia un país lejano y despidiéndose con tristeza de la tierra y la religión de sus padres.

»Ahora, mientras se hablaba de estas cosas en Sevilla, Guzmán cayó enfermo y fue deshauciado por los físicos, a los que consintió en llamar de muy mala gana.

»En el proceso de su enfermedad, tanto si la naturaleza visitó de nuevo a un corazón al cual parecía haber abandonado hacía tanto tiempo, o si concibió él que la mano de un pariente podía ser más grato apoyo para su cabeza moribunda que la de una criada rapaz y servil, o si el fuego de sus pasiones se debilitó ante la esperada proximidad de la muerte como palidece la llama artificial de la vela cuando surge la mañana, así pensó Guzmán, enfermo, en su hermana y su familia, y expidió –lo que le supuso un gasto considerable– un mensajero a la región de Alemania donde ella residía para invitarla a que regresase y se reconciliase con él; y rezó devotamente por que se le permitiese vivir hasta poder expirar en los brazos de ella y de sus hijos. Además, corría un rumor en ese tiempo al que los oídos prestaban más interés que a cualquier otra cosa referente a la vida o la muerte de Guzmán, y era que había anulado su primer testamento y había mandado llamar a un notario, con el que, pese a su evidente debilidad, estuvo encerrado varias horas, dictando en un tono que, aunque claro para el notario, no sonaba distintamente a los oídos que, tensos hasta extremos angustiosos, estaban pegados a la puerta doblemente cerrada de su cámara.

»Todos los amigos habían intentado disuadir a Guzmán de hacer este esfuerzo, el cual, aseguraron, sólo contribuiría a precipitar su desenlace. Pero para sorpresa y sin duda alegría de todos ellos, desde el momento en que hubo hecho su testamento, la salud de Guzmán comenzó a mejorar, y en menos de una semana empezó a pasear por su cámara, a calcular cuánto tiempo tardaría en llegar un mensajero a Alemania, y cuánto tendría que esperar para recibir noticias de su familia.

»Transcurrieron algunos meses, y los sacerdotes aprovecharon este intervalo para presionar a Guzmán. Pero tras realizar todos los esfuerzos de ingeniosidad, y de acosarle intensa aunque infructuosamente por el lado de la conciencia, del deber y de la religión, empezaron a comprender su interés, y cambiaron de táctica. Pero al ver que el decidido objetivo del alma de Guzmán no cambiaba, y que estaba dispuesto a llamar a su hermana y a su familia a España, se contentaron con pedirle que no se comunicase con la herética familia, salvo a través de ellos, y que no viese a su hermana ni a sus hijos, a menos que estuviesen ellos presentes en la entrevista.

»Guzmán accedió fácilmente a esta condición, ya que no sentía clara inclinación a ver a su hermana, cuya presencia podía despertarle sentimientos apagados y deberes olvidados. Además, era hombre de hábitos arraigados; y la presencia del ser más interesante de la tierra, que amenazase la más leve alteración o suspensión de esos hábitos, podría haberle resultado insoportable.

»Así nos endurecen a todos la vejez y los hábitos, y nos damos cuenta al final de que los lazos más queridos de la naturaleza o de la pasión pueden sacrificarse a esas pequeñas indulgencias que la presencia o influencia de un extraño puede alterar. De este modo, Guzmán oscilaba entre su conciencia y sus sentimientos. Y decidió, pese a todos los sacerdotes de Sevilla, invitar a su hermana y su familia a venir a España, y dejarles toda su inmensa fortuna (y a este efecto escribió y escribió repetida y explícitamente). Pero, por otra parte, prometió y juró a sus consejeros espirituales que jamás vería a uno solo de los miembros de la familia, y que, aunque su hermana heredase su fortuna, ella nunca, nunca vería su rostro. Quedaron satisfechos los sacerdotes, o aparentaron quedar, con esta declaración. y Guzmán, habiéndoselos propiciado con generosos ofrecimientos de capillas a diversos santos, a cada uno de los cuales se atribuyó su recuperación en exclusividad, se sentó a calcular el probable gasto que le supondría el regreso de su hermana a España, y la necesidad de proveer para su familia, a la que, por así decir, desarraigaba de su lecho natal, y por lo cual se sentía obligado, con toda honradez, a hacerles prosperar en el suelo al que los trasplantaba. »Ese mismo año regresaron a España su hermana, su marido y sus cuatro hijos. Ella se llamaba Inés y su marido Walberg. Éste era un hombre trabajador, y un músico excelente. Su talento le había facilitado la plaza de maestro de capilla del duque de Sajonia; y sus hijos se educaban (de acuerdo con sus medios) para ocupar su puesto cuando él lo dejase vacante por fallecimiento o accidente, o para entrar como maestros de música en las cortes de los príncipes alemanes. Él y su esposa habían vivido en la mayor frugalidad, y esperaban aumentar para sus hijos, con el ejercicio de sus aptitudes, los medios de esa subsistencia que diariamente luchaban por proveer.

»El hijo mayor, que se llamaba Everhard, había heredado el talento musical de su padre. Las hijas, Julia e Inés, habían estudiado música también, y eran muy hábiles en el bordado. El más pequeño, Mauricio, era alternativamente la delicia y el tormento de la familia.

»Durante bastantes años habían luchado con dificultades demasiado insignificantes para entrar en ellas, aunque demasiado rigurosas para no ser dolorosamente sentidas por aquellos cuyo destino es enfrentarse con ellas a diario y a todas horas... Hasta que la súbita noticia, traída por un mensajero de España, de que su acaudalado pariente Guzmán les invitaba a regresar, y les declaraba herederos de toda su inmensa riqueza, les llegó como llega la primera claridad de ese verano que dura medio año al escuálido y encogido habitante de las chozas de Laponia. Olvidaron toda preocupación, aplazaron toda inquietud, pagaron todas sus pequeñas deudas e hicieron los preparativos para partir inmediatamente para España.

»Y llegaron a España, y siguieron hasta la ciudad de Sevilla, donde, a su llegada, salió a recibirles un grave eclesiástico que les puso al corriente de la decisión de Guzmán de no ver jamás a su hermana ni a su familia, pues le ofendían, aunque confirmándoles al mismo tiempo su intención de mantenerles y proporcionarles todas las comodidades, hasta que la muerte les hiciese entrar en posesión de su fortuna. La familia se sintió algo turbada ante tal notificación, y la madre lloró al saber que le impedían ver a su hermano, por quien sentía aún el afecto del recuerdo. Entretanto el sacerdote, tratando de suavizar lo ingrato de su misión, dejó entender que en caso de que cambiasen sus heréticas convicciones era muy probable que se abriese un canal de comunicación entre ellos y su pariente. El silencio con que fue recibida esta alusión resultó más elocuente que un discurso entero, y el sacerdote se marchó.

»Ésta fue la primera nube que empañó su expectativa de felicidad desde que el mensajero llegara a Alemania, y siguieron lúgubremente a su sombra durante el resto de la tarde. Walberg, con la confianza de la esperada fortuna, no sólo había persuadido a sus hijos de que se viniesen a España, sino que había escrito a sus padres, que eran muy ancianos y míseramente pobres, para que viniesen a Sevilla a reunirse con ellos; y con la venta de la casa y el mobiliario, había podido mandarles el dinero del elevado coste de tan largo viaje. Ahora les esperaban de un momento a otro, y los niños, que tenían un débil pero agradecido recuerdo de la  bendición  que  recibieron  en  sus  pequeñas  cabezas  de  aquellos  labios temblorosos y aquellas manos secas, esperaban con alegría la llegada de la anciana pareja. Inés había dicho muchas veces a su marido:

»–¿No habría sido mejor dejar a tus padres en Alemania y enviarles el dinero de su mantenimiento, en vez de someterlos al cansancio de un viaje tan largo a esa edad tan avanzada?

»A lo que él había contestado siempre:

»–Prefiero que mueran bajo mi techo a que vivan bajo el techo de extraños.

»Esa noche empezó él, quizá, a comprender la prudencia de su mujer; ella le miraba, y con delicada discreción, precisamente por ese motivo, evitaba recordárselo. »El tiempo era oscuro y desapacible; no parecía una noche de España. Su frío pareció comunicarse a la familia. Inés, sentada, trabajaba en silencio; los hijos, reunidos delante de la ventana, intercambiaban en susurros sus esperanzas y conjeturas sobre la llegada de los ancianos viajeros, y Walberg, que se paseaba inquieto por la habitación, suspiraba de cuando en cuando al oírles.

»El día siguiente amaneció soleado y sin nubes. El sacerdote vino a visitarles otra vez, y, tras lamentar que la decisión de Guzmán fuese inflexible, les informó que se le había ordenado pagarles una asignación anual para su mantenimiento, que él calificó, y así les pareció a ellos, de enorme, y destinar otra a la educación de los hijos, que parecía estar calculada a la escala de una generosidad principesca. Puso  en  manos  de  ellos  los  documentos  convenientemente  redactados  y testificados a este propósito, y luego se retiró, después de reiterar la seguridad de que serían los indudables herederos de la fortuna de Guzmán a su muerte, y que, como este período transcurriría en la abundancia, no tenían por qué inquietarse. Apenas se hubo marchado el sacerdote, llegaron los ancianos padres de Walberg, débiles de alegría y de cansancio, pero no agotados, y toda la familia se sentó ante una comida que les pareció un lujo, con esa placentera expectación de futura felicidad que a menudo es más exquisita que su efectiva fornición.

»–Yo les vi –dijo el desconocido, interrumpiéndose–; les vi la tarde de ese día en que se reunieron todos, y un pintor que quisiese plasmar la imagen de la felicidad doméstica en un grupo de figuras vivas, no habría necesitado ir más allá de la mansión de Walberg. Él y su esposa estaban sentados a la cabecera de la mesa, sonriendo a los hijos, y viendo cómo éstos les devolvían la sonrisa, sin ninguna preocupación ni pequeña dificultad que les atormentase en el momento presente, o turbio presagio de desdicha futura; sin un temor por el mañana, ni un doloroso recuerdo del pasado. Sus hijos constituían, efectivamente, un grupo en el que el ojo del pintor o del padre, la mirada del gusto o del afecto, podían haberse demorado con igual complacencia. Everhard, el mayor, que a la sazón tenía dieciséis años, poseía una belleza excepcional para su sexo, una constitución delicada y radiante y una modulación tierna y trémula en la voz que inspiraban ese interés con el que miramos a la juventud, por encima de la lucha de la debilidad presente con la promesa de la fuerza futura, e infundía en el corazón de los padres esa amorosa ansiedad con que observamos el progreso de una agradable  pero  nublada  mañana  de  primavera,  gozaba  en  los  suaves  y perfumados esplendores de su amanecer, pero temiendo que las nubes los cubran antes del mediodía. Las hijas, Inés y Julia, tenían todo el encanto de su clima más frío: los exuberantes rizos de sus dorados cabellos, los grandes, azules y brillantes ojos, la nívea blancura del pecho, los brazos delgados, la piel sonrosada, y la tersa suavidad de sus mejillas, las hacían parecer, cuando atendían a sus padres con graciosa y cariñosa solicitud, dos jóvenes Hebes sirviendo bebida, a cuyo mero contacto se convertía en néctar.

»El espíritu de estos jóvenes se había sentido abatido muy pronto a causa de las dificultades que sus padres habían atravesado; y ya en la niñez habían adoptado el paso tímido, el habla baja, la mirada ansiosa e inquisitiva que la constante sensación de penuria doméstica enseña amargamente a los niños, y que es el más agudo dolor que un padre puede contemplar. Pero ahora no había nada que cohibiese sus jóvenes corazones: la sonrisa, esa desconocida, acudía a alegrar el hogar encantador de sus labios, y la timidez de sus primitivos hábitos se limitaba a prestar una graciosa sombra a la radiante exuberancia de la juvenil dicha. Frente a este cuadro justamente, cuyos matices eran tan brillantes, y cuyas sombras tan tiernas, se hallaban sentadas las figuras de los ancianos abuelos. El contraste era grande; no había relación ni gradación alguna: viéndoles, se pasaba de las primeras y más puras flores de la primavera a la seca y marchita aridez del invierno.

»Estas viejísimas personas, no obstante, tenían algo en sus semblantes que agradaba a la vista, y Teniers o Wouverman habrían apreciado sus figuras y su vestimenta mucho más que las de sus jóvenes y encantadores nietos. Estaban rígida y originalmente vestidos con sus prendas alemanas: el viejo con su jubón y su gorro, y la vieja con su gorguera, su peto y su cofia semejante a un casquete, con largas bandas colgantes, de la que se escapaban algunos cabellos blancos, muy largos, que le caían sobre sus arrugadas mejillas. Pero el semblante de ambos resplandecía de gozo como la fría sonrisa de una puesta de sol en un paisaje invernal. No oían con claridad las amables insistencias de sus hijos para que compartiesen más ampliamente la mesa más abundante que habían tenido nunca delante en sus frugales vidas, aunque asentían con la cabeza, con ese agradecimiento que es a la vez hiriente y grato a los corazones de los hijos afectuosos.

Sonreían también ante la belleza de Everhard, ante las travesuras de Mauricio, tan atolondrado en la hora de la aflicción como en la de la prosperidad; y en fin, sonreían por cuanto se decía, aunque no oían ni la mitad, y por cuanto veían, aunque podían gozar de muy poco..., y esa sonrisa de la vejez, esa plácida sumisión a los placeres de los jóvenes, mezclada a las evidentes expectativas de una felicidad más pura y perfecta, daba una expresión casi celestial a sus semblantes, que de otro modo habrían reflejado tan sólo el marchito aspecto de la debilidad y la consunción.

»Ocurrieron ciertos incidentes durante esta fiesta familiar bastante característicos de sus participantes. Walberg (que era persona muy sobria) insistió repetidamente a su padre para que bebiese más vino del que estaba acostumbrado; el viejo rehusó suavemente. El hijo insistió con más calor, y el anciano, deseando complacer a su hijo, no a sí mismo, accedió.

»Los niños, también, acariciaron a su abuela con ese turbulento afecto de su edad. La madre los reprendió.

»–No; déjales –dijo la amable anciana.

»– Te están molestando, madre –dijo la mujer de Walberg.

»–No podrán hacerlo por mucho tiempo –dijo la abuela con expresiva sonrisa.

»–Padre –dijo Walberg–, ¿no ves a Everhard muy crecido?

»–La última vez que lo vi –dijo el abuelo–, tuve que agacharme para darle un beso; ahora creo que tendrá que agacharse él para besarme a mí.

»A estas palabras, Everhard corrió como una flecha a los temblorosos brazos que estaban abiertos para acogerle, y sus rojos y tersos labios se apretaron contra la nevada barba de su abuelo.

»–Bésale, hijo mío –dijo el padre complacido–. Quiera Dios que tus besos no sean para labios menos puros.

»–¡Nunca lo serán, padre mío! –dijo el susceptible joven, ruborizándose ante sus propias emociones–. Nunca besaré otros labios que aquellos que me bendigan como los de mi abuelo.

»–¿Y deseas –dijo el anciano en broma– que la bendición salga siempre de labios tan ásperos y blanquecinos como los míos?

»Everhard, de pie detrás de la silla del anciano, se ruborizó ante esta pregunta; y Walberg, que había oído dar la hora en que acostumbraba siempre, en la prosperidad como en la adversidad, convocar a su familia a la oración, hizo una seña, que sus hijos entendieron muy bien, y que fue comunicada en susurros a los ancianos abuelos.

»–Gracias a Dios –dijo la abuela al niño que la avisó; y al tiempo que hablaba, se puso de rodillas. Sus nietos la ayudaron.

»–Gracias a Dios –repitió el anciano, doblando sus anquilosadas rodillas, y quitándose el gorro–; gracias a Dios, por "esta sombra de una gran roca en una tierra tan cansada" –y se arrodilló, mientras Walberg, después de leer un capítulo o dos de una Biblia alemana que tenía en sus manos, improvisó una plegaria, suplicando a Dios que llenase sus corazones de gratitud por las bendiciones temporales de que disfrutaban, y permitiese "que pasasen las cosas temporales, de manera que no pudiesen finalmente perder las eternas". Al concluir la oración, se levantó la familia, se saludaron unos a otros con ese afecto que no tiene su raíz en la tierra, y de cuyos brotes, aunque diminutos e incoloros a los ojos del hombre en este desdichado suelo, surgirá sin embargo el glorioso fruto del jardín de Dios. Fue una escena encantadora ver a los jóvenes ayudar a los mayores a levantarse de sus arrodilladas posturas, y más aún oírles el saludo de despedida que intercambiaron todos al retirarse. La mujer de Walberg atendió diligente las comodidades de los padres de su esposo, y Walberg se rindió a ella con esa orgullosa gratitud que siente más alegría en el beneficio que concedemos a quienes amamos, que en el que se nos otorga. Amaba a sus padres, pero estaba orgulloso del amor que su esposa sentía por ellos, porque eran los suyos. A los repetidos requerimientos de ella a los hijos para que ayudasen o atendiesen a los ancianos abuelos, contestó él:

»–No, queridos hijos; vuestra madre lo hará mejor; vuestra madre siempre lo hace mejor.

»Y mientras él hablaba, los hijos, de acuerdo con la costumbre hoy olvidada, se arrodillaron para pedirle su bendición. Su mano, trémula de afecto, se posó primero sobre los ensortijados rizos del adorable Everhard, cuya cabeza sobresalía orgullosamente por encima de sus hermanas y de Mauricio, quien, con la irreprensible y perdonable ligereza de su juguetona niñez, reía mientras estaba de rodillas.

»–¡Dios te bendiga! –dijo Walberg–, ¡Dios os bendiga a todos, y os haga tan buenos como vuestra madre, y tan felices como... como es vuestro padre esta noche! –y mientras hablaba, el feliz padre se volvió y lloró.


El retrato oval. Edgar Allan Poe (1809-1849)

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe.

Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco.

Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho.

Lo quisé así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban. Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.

Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas candelas dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco.

Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante.

Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba.

Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible:

"¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada:

¡Estaba muerta!"


El relato de Satampra Zeiros. Clark Ashton Smith (1893-1961)

Yo, Satampra Zeiros de Uzuldaroum, escribiré con mi mano izquierda, ya que no me queda otra, cl relato de todo lo ocurrido a Tirouv Ompallios y a mí mismo en el santuario del dios Tsathoggua, lugar abandonado por la devoción humana a los suburbios invadidos por la selva, en las afueras de Commorión, esa capital desierta desde hace años, y que en su día estuviera habitada por los gobernantes de Hyperbórea. Lo escribiré con el jugo violáceo de la palmera suvana, jugo que con los años adquiere un fuerte tono rojizo, sobre una piel resistente confeccionada con cuero de mastodonte, y como aviso para todos los ladrones y aventureros buenos que puedan haber oído acerca de una antigua leyenda sobre los tesoros perdidos de Commorión, y por ello sentirse tentados.

Tirouv Ompallios era mi viejo amigo y fiel compañero de todas las empresas que requerían dedos hábiles y un hábito mental ágil y sagaz. Sin caer en la presunción. puedo decir que juntos, Tirouv Ompallios y yo, realizamos con todo éxito más de un proyecto del que se hubieran retirado ante su fracaso más de un colega de mayor renombre. Me refiero en concreto al robo de las joyas de la reina Cunambria, que se conservaban en una habitación custodiada por dos reptiles venenosos; y la ruptura de la caja de adamantina en Acromí, en la que se conservaban todos los medallones de una dinastía anterior de reyes hyperbóreos. Es cierto que fue difícil y peligroso deshacerse de los medallones, que vendimos después de enormes sacrificios al capitán de un navío bárbaro procedente de la lejana Lemuria; pero a pesar de todo, conseguir forzar la caja fue de por sí toda una hazaña, ya que tenía que hacerse en un silencio total a causa de la cercanía de una docena de guardias armados con tridentes. Utilizamos un ácido poco conocido y muy poderoso... Pero no debo detenerme demasiado tiempo, por grande que sea la tentación de divagar acerca de heroicidades pasadas y gestas audaces o peligrosas.

En nuestro trabajo, como en otros, es preciso considerar con frecuencia las vicisitudes de fortuna, ya que la diosa de la Suerte no siempre se muestra pródiga con los favores que otorga. A esta razón se debe que Tirouv Ompallios y quien esto escribe nos encontrásemos, en el momento de redactar las presentes líneas, en una condición pecuniaria un tanto negativa, y que si bien temporal, no dejaba de ser extrema y, por lo tanto, inconveniente y molesta al producirse en el crepúsculo de una época próspera y que había producido sabrosos beneficios. De un tiempo a esta parte la gente se había vuelto cada vez más desconfiada en lo tocante a sus joyas y otros objetos de valor, colocando rejas dobles en puertas y ventanas, instalando los últimos modelos en cerrajería y contratando vigilantes más alertas o menos dormilones; en pocas palabras, se habían multiplicado todas las dificultades propias de nuestra profesión. Llegó un momento en que nuestro oficio quedó reducido al hurto de mercancía más voluminosa y menos valiosa que la manejada habitualmente. Incluso ahora aún me avergüenzo al recordar la noche que estuvieron a punto de pillarnos con un saco de boniatos rojos; y si menciono este hecho es para demostrar que no me vanaglorio.

Una tarde, caminando por un callejón de uno de los barrios más humildes de Uzuldaroum, nos paramos para hacer un recuento de nuestros recursos inmediatos, y nos dimos cuenta de que entre los dos sólo poseíamos tres pazoors exactamente; lo suficiente para comprar una botella grande de vino de granada o dos hogazas de pan. Discutimos durante un rato el problema de nuestra compra.

—El pan —argumentaba Tirouv Ompallios— nutrirá nuestros cuerpos, prestará una fuerza nueva a nuestros miembros agotados y destreza a nuestros dedos destrozados por el trabajo.
—El vino de granada —respondí— ennoblecerá nuestros pensamientos, inspirará e iluminará nuestras mentes, y quizá nos revele una fórmula que nos permita salir de nuestro atolladero actual.

Sin mayores protestas, Tirouv Ompallios cedió ante mi sensato razonamiento, y penetramos en una taberna cercana. El vino no era de la mejor calidad en cuanto al sabor, pero nada más podía pedirse de la cantidad y fuerza. Tomamos asiento en el concurrido local y bebimos lentamente, hasta que el fuego del brillante liquido rojo se adueñó de nuestros cerebros. Como por obra de la luz de destellos rosáceos, se iluminaron la oscuridad e inseguridad de nuestro futuro, a la vez que se suavizaban las asperezas de la vida. En ese instante maravilloso, tuve una inspiración.

—Tirouv Ompallios —dije—, ¿existe algún impedimento para que tú y yo, hombres valientes y en ningún momento víctimas de los miedos y supersticiones que asustan a las muchedumbres, nos apropiemos de los tesoros reales de Commorión? Sólo un día de viaje desde esta aburrida ciudad, unas agradables vacaciones en el campo, una mañana o una tarde de investigación arqueológica, y... ¿quién con sabe lo que encontraremos?
-Hablas con sabiduría y bravura, estimado amigo —respondió Tirouv Ompallios—. Es cierto, no existe razón alguna para que no repongamos nuestras escasas finanzas a costa de algunos reyes y dioses muertos.

Como todo el mundo sabe, Commorión quedó deshabitada hace muchos siglos a causa de la profecía de la Sibila Blanca de Polarión, quien predijo un destino indescriptible y abominable para todos los mortales que se atreviesen a permanecer dentro del recinto. Añadió que dicha suerte constituiría una pestilencia procedente de los desiertos septentrionales, y que llegaría a través de los caminos trazados por las tribus salvajes; en ocasiones, adoptaría una forma de locura. El caso es que nadie, ni rey, ni sacerdote, ni mercader, ni labriego, ni ladrón permaneció en Commorión para celebrar su llegada, sino que se marcharon en unitaria emigración, con el propósito de fundar la nueva capital, Uzuldaroum, a una distancia de una jornada de camino. Tan numerosos como extraños eran los relatos que corrían acerca de horrores y terrores jamás imaginados, que invadieron para siempre los mausoleos, santuarios y palacios de Commorión. Tan gloriosa ciudad permanece aún en pie, prolija en mármoles y magnífica en sus granitos, coronada de agujas, cúpulas y obeliscos que se mezclan con los poderosos árboles de la cercana jungla, incapaces todavía de superarlos en altura, pero abundantes en el fértil valle interior de Hyperbórea. Cuentan las gentes que en las ocultas bóvedas se encuentra el rico tesoro, completo y sin expoliar, que perteneciera a los antiguos monarcas; que en las tumbas grandiosas permanecen enterrados junto a las momias valiosas gemas y abundante electrón, y por último, que aún subsisten los copones y ajuares religiosos de oro, y que los ídolos lucen todavía piedras preciosas en sus orejas, bocas, narices y ombligos.

Creo que deberíamos habernos puesto en camino aquella misma noche, de habernos animado e inspirado otra botella de vino de granada. En definitiva, decidimos iniciar nuestro viaje al amanecer: el hecho de no disponer de fondos para nuestro viaje carecía de importancia, ya que a menos que nos fallase nuestra habilidad anterior, podríamos reunir el producto de un tributo involuntario a costa de los incautos campesinos. Mientras, nos retiramos a nuestros aposentos, donde nos recibió el casero con un saludo poco amistoso, junto con una petición de dinero. Pero la dorada promesa del mañana nos armó de valor para afrontar cualquier molestia trivial, y empujamos a un lado al incisivo individuo, dejándole sorprendido, si bien no aplacado.

Dormimos hasta muy tarde, y cuando el sol brillaba alto desde el azul del cielo, abandonamos las puertas de Uzuldaroum, y nos dirigimos hacia la ruta del norte que nos conduciría a Commorión. Nos desayunamos abundantemente con dorados melones y un faisán robado que guisamos en el bosque, para después reemprender nuestro camino. A pesar del cansancio que se apoderó de nosotros a la caída de la tarde, nuestro viaje resultó muy agradable, encontrando en el camino numerosos motivos de entretenimiento en los paisajes y pueblos que cruzábamos. Estoy seguro de que algunos de estos últimos nos recordarán con aprensión, ya que no nos privamos de nada que nos gustase o apeteciese.

Sin duda se trataba de una región agradable, poblada de granjas, huertas, corrientes de agua y frondosos bosques. Por fin, en el curso del atardecer, llegamos al viejo camino, en desuso desde tiempo atrás y totalmente invadido por la maleza, que partía desde la carretera hasta Commorión a través de una vieja selva. Nadie nos vio llegar al camino, y a partir de entonces tampoco nos encontramos con nadie. De un solo paso, dejamos atrás la vida humana; parecía como si el silencio que nos rodeaba en pleno bosque hubiese permanecido intacto de pisadas humanas desde que se marchara el legendario rey con su pueblo muchos siglos antes. Nunca habíamos visto árboles tan gigantescos: se entrelazaban con volúmenes laberínticos e infinitos, formando enredaderas casi tan viejas como ellos mismos. Las flores eran desmesuradamente grandes, y el perfume que despedían, poderosamente dulce o fétido, mientras que sus pétalos tenían una palidez mortal o bien eran de un rojo casi sanguinario. Las frutas que nos encontramos a lo largo del viaje también eran de gran tamaño, de ricos tonos violeta, naranja y rosa, pero que por alguna razón no nos atrevimos a comer.

A medida que avanzábamos se espesaba el bosque, y los caminos, aunque pavimentados con bloques de granito, se hacían cada vez más y más impracticables, ya que los árboles habían echado raíces en los resquicios, separando a veces los bloques pétreos. A pesar de que el sol no tocaba aún el horizonte, se intensificaron las sombras que se proyectaban sobre nosotros desde los árboles gigantescos, y nos vimos obligados a movernos en una penumbra crepuscular verdeoscura, y en una atmósfera opresora por la exuberante vegetación y la putrefacción de las hojas caídas. No había ni pájaros ni otros animales, como hubiera sido de esperar en cualquier bosque de esa densidad; pero a veces nos encontrábamos con alguna víbora que otra de pálida y pesada cola, que se arrastraba lejos de nuestros pies entre los matorrales que había a un lado y otro del camino, mientras que en otras ocasiones nos sobrevolaba alguna araña gigantesca, con motas barrocas y multicolores, y desaparecía en la profunda selva. Por encima nuestro, a media luz, se elevaban, al presentir nuestra presencia, enormes murciélagos violáceos cuyos ojos parecidos a diminutos rubíes se apartaban de sus manjares para posarse sobre nosotros, llenos de perversas intenciones, y desaparecer silenciosamente en el aire. Por alguna razón inexplicable, teníamos la sensación de ser observados por seres ajenos a nosotros e invisibles. No tardó en invadirnos una especie de asombro, mezclado con un miedo extraño producido por la jungla monstruosa: nuestras conversaciones fueron menos frecuentes, bajaron de tono, y cuando nos comunicábamos lo hacíamos en susurros.

Entre otras muchas cosas, nos habíamos procurado a lo largo de nuestro trayecto una gran botella de piel llena de licor de palmera. En más de una ocasión nos servimos de algunas gotas del ardiente licor para animar el tedio del viaje; ahora recurríamos al mismo para recobrar fuerzas y valor. Bebimos respectivamente un buen trago, y al poco rato la jungla se nos figuró menos aterradora, hasta el punto que nos preguntamos por qué habíamos permitido que el silencio y la oscuridad, los vigilantes murciélagos y la densidad de la atmósfera dejasen sentir su peso sobre nosotros durante el corto intervalo; después del segundo trago, comenzamos a cantar.

Con el crepúsculo, y mientras una luna encerada lucía desde lo alto después de que descendiera el astro solar, nos encontramos tan poseídos de fervor aventurero, que decidimos proseguir y llegar a Commorión aquella misma noche. Cenamos con los restos de la comida que arrebatamos a los campesinos, y la bota de vino pasó varias veces entre nuestras manos. Poco después, considerablemente repuestos, y pletóricos de la energía y valor propios de tamaña empresa, reanudamos nuestra aventura.

Pero pronto terminaría nuestro viaje. Mientras discutíamos, presas de un ardor que nos hacía olvidar las largas horas de camino, acerca del rico botín que tendríamos que escoger de entre todos los míticos tesoros de Commorión, vimos a la luz de la luna el resplandor de las cúpulas de mármol que sobresalían por encima de las copas de los árboles y los pálidos pilares de los sombríos pórticos que se vislumbraban a través de las ramas y troncos. Avanzamos unos pasos y nos encontramos en calles pavimentadas que discurrían transversalmente desde el camino principal que habíamos seguido hacia los bosques frondosos y altos que se encontraban a cada lado, y donde el follaje de las palmeras gigantes cubría los tejados de las viejas casas.

Nos paramos, y una vez más el silencio de una vieja desolación selló nuestros labios. Las casas yacían blancas y silenciosas como sepulcros, y las profundas sombras que las envolvían eran tan frías, siniestras y misteriosas como la sombra de la muerte. Parecía como si el sol no hubiese brillado allí en muchos siglos, como si nada más cálido que los espectrales rayos de la cadavérica luna hubiesen tocado el mármol y el granito desde que la profecía de la Sibila Blanca de Polarión provocara la emigración de toda la población.

—Me gustaría que ya fuese de día —murmuró Tirouv Ompallios. El tono bajo de su voz resonó como un extraño silbido, inaudible en la quietud mortal.
—Tirouv Ompallios —repliqué—. confío en que no te dejes llevar por la superstición. Me desagradaría pensar que estás sucumbiendo a las imaginaciones infantiles propias de las masas. Pero echemos otro trago.

Aligeramos considerablemente la bota de vino, con generosos tragos que nos devolvieron la alegría, hasta el punto que comenzamos a explorar una avenida de la margen izquierda que, a pesar de tener un trazado prácticamente matemático, se perdía a los pocos metros entre los frondosos árboles. Una vez aquí nos encontramos ante un pequeño templo cuya antigua traza arquitectónica parecía ser anterior al resto de los edificios; además, dicho templete se encontraba en una plazoleta, aún respetada por la selva y alejada de las casas cercanas. Por otro lado, se diferenciaba de estas últimas no sólo arquitectónicamente, sino también en cuanto al tipo de material de construcción empleado; se trataba de una especie de piedra basáltica, muy oscura, incrustada una sobre otra, con plantas musgosas de una gran antigüedad. Tenía una planta cuadrada, sin cúpulas ni agujas, la fachada carecía de columna, y el único adorno lo constituían unas cuantas ventanas estrechas, a gran altura desde el suelo. Templos de ese estilo no solían ser frecuentes en la Hyperbórea actual, pero en seguida nos dimos cuenta que se trataba de un santuario dedicado a Tsathoggua, uno de los dioses más antiguos, cuyo culto ya no se practicaba, pero ante cuyos altares derruidos cuenta la tradición que en ocasiones se ha visto a las bestias feroces y furtivas de la jungla, al mono, a la marmota gigante y al tigre de largos colmillos, arrodillarse y aullar sus incomprensibles oraciones.

El templo, como los demás edificios, se encontraba en un estado perfecto de conservación; las únicas señales de ruina las presentaba el dintel tallado de la puerta, que se había derrumbado y resquebrajado en varios lugares. La propia puerta, de bronce fundido y completamente cubierta de verdín, se encontraba entreabierta. Seguros de encontrar en su interior un ídolo de ricas joyas, así como otros utensilios de altar de no menos valor, nos apresuramos a entrar. Considerando que requeriría no poca fuerza abrir la puerta cubierta de verdín, bebimos copiosamente y comenzamos la tarea. Como era de suponer, los goznes estaban enroñados, y sólo después de empujones poderosos comenzó por fin a moverse la puerta. Al reanudar nuestros esfuerzos, se abrió despacio hacia dentro rechinando hasta producir un chirriar casi gutural, dando la sensación de que eran producidos por algún ser infrahumano. Ante nosotros quedó el oscuro interior del templo, de donde salía un olor de humedad vieja combinada con un extraño y desconocido hedor. Pero con la excitación del momento no prestamos la debida atención a este hecho.

Con mi acostumbrada previsión, me había procurado poco antes un trozo de madera resinosa, pensando que nos podría servir de antorcha para cualquier exploración nocturna por Commorión. Encendí la improvisada antorcha y penetramos en el santuario. El suelo estaba pavimentado con inmensas losas de piedra octogonales, del mismo material que las paredes. Se hallaba prácticamente vacío, a excepción de la imagen del dios entronizado, que se encontraba en la pared del fondo, y una curiosa pila de bronce en un trípode que estaba en medio del recinto. Con una rápida mirada hacia la pila, seguimos hacia el fondo e iluminé con la antorcha el rostro del ídolo.

Nunca había visto una imagen de Tsathoggua, pero no tuve dificultad en reconocerle después de las descripciones que anteriormente escuchara. Tenía un aspecto chaparro, de panza abultada y redonda, y su cara se parecía más a la de un sapo monstruoso que a la de una deidad. Todo su cuerpo estaba cubierto por una imitación de pelaje corto, dando la sensación de una mezcla de murciélago y de marmota. Sus somnolientos párpados caían semicerrados sobre sus ojos globulares, mientras de sus gruesos labios salía la punta de una extraña lengua. En honor a la verdad, no se trataba de un dios acogedor, y por ello no me sorprendía que se hubiese extinguido su culto, atractivo sólo para hombres primitivos y de instintos brutales.

Tirouv y yo comenzamos a jurar simultáneamente sobre los nombres de divinidades más urbanas y civilizadas, cuando de repente nos dimos cuenta de que no había a la vista ni la más corriente de las piedras semipreciosas, ni encima, ni dentro de ninguno de los miembros de la horripilante imagen. Con una tosquedad sin parangón, también los ojos habían sido tallados en la misma piedra opaca; y la boca, nariz, oídos y demás orificios carecían de adornos. No sabíamos si ello se debía a la pobreza o a la avaricia de los autores de semejante horror.

Dado que nuestras mentes ya no estaban absortas en la esperanza de riquezas inmediatas, pudimos apreciar con mayor interés el lugar donde nos encontrábamos. Nos llamó particularmente la atención el desconocido hedor que mencionara más arriba, y que ahora se había hecho más denso. Advertimos que emanaba de la pila de bronce, adonde nos dirigimos creyendo que nuestro examen resultaría beneficioso e incluso agradable.

Como ya he dicho, la pila era grande; tanto es así, que tenía seis pies de diámetro y tres de profundidad, mientras que el borde estaba a la altura del hombro de una persona de elevada estatura. Las patas del trípode que le servía de apoyo eran macizas y estaban curvadas, terminando en unos pies que parecían garras felinas mostrando sus talones. Cuando nos acercamos para mirar por encima del borde, vimos que la pila estaba llena de una sustancia viscosa y semilíquida, muy opaca y de un color tiznoso. De aquí salía el desagradable olor; un olor que, a pesar de ser verdaderamente fétido, sin embargo no era putrefacto, sino que más bien parecía el tufo de algún ser sucio que habitase los marjales. Resultaba casi imposible soportar el olor, y estábamos a punto de marcharnos cuando advertimos una cierta ebullición en la superficie, como si algún animal u otra criatura sumergida agitase el ceniciento líquido.

La ebullición aumentó rápidamente, el centro se hinchó como si fuera levadura, y nos quedamos mirando, presas del pánico, cómo emergía gradualmente una cabeza amorfa e indescriptible abriendo camino a un cuello indefinido, mientras su rostro nos miraba fijamente con un marcado acento de perversidad en el semblante. Acto seguido, surgieron pulgada a pulgada dos brazos —si es que se les podía llamar así—. hasta que nos dimos cuenta de que no se trataba de una criatura sumergida en el líquido, como pensábamos, sino que el propio líquido había dado forma a la horrible cabeza y cuello, así como a los brazos que se estiraban hacia nosotros con tentáculos en vez de garras o manos.

Un miedo que no habíamos experimentado hasta entonces ni en sueños, ni en nuestras salidas nocturnas más peligrosas, nos privó del habla, si bien no nos impidió actuar. Retrocedimos algunos pasos de la pila, y a medida que nos apartábamos crecían el horrible cuello y los brazos. Entonces comenzó a levantarse toda la masa del negro fluido, y con una rapidez superior a la del jugo de suvana en mi pluma cuando escribo, se desparramó por el borde de la pila como un torrente negro que a medida que llegaba al suelo adquiría una forma ondulante, que a su vez se desarrollaba inmediatamente en más de una docena de patas cortas.

¡Qué indescriptible horror de vida protoplasmática, qué derramamiento espantoso de viscosidad primitiva se interponía ante nosotros!; pero no nos paramos para considerar el hecho y sacar conclusiones. La monstruosidad era demasiado horrorosa como para dedicarle ni siquiera una mirada de más; por otro lado, sus intenciones eran claramente hostiles, evidenciando inclinaciones antropofágicas, dado que se deslizaba hacia nosotros con una rapidez increíble, a la vez que abría una boca desdentada de una capacidad asombrosa. Cuando cayó sobre nosotros, dejando ver una lengua que se desenroscaba como una serpiente larga, sus fauces se hicieron más grandes con la misma elasticidad que acompañaba cada uno de sus movimientos. Advertimos que nuestra huida de las garras de Tsathoggua se hacía imperativa, y dando la espalda a todas las abominaciones del santuario, cruzamos el umbral de un solo salto y corrimos a la luz de la luna por los suburbios de Commorión. Doblamos todas las esquinas posibles, retrocedimos sobre nuestros pasos detrás de los palacios de nobles perdidos en el olvido, y de los almacenes de comerciantes pretéritos, escogiendo preferentemente los lugares donde los intrusos árboles de la jungla aparecían más altos y espesos. Por último, cuando llegamos a un camino secundario desde donde ya no se veían las casas, nos atrevimos a pararnos y mirar hacia atrás.

Nuestros exhaustos pulmones parecían a punto de estallar después del esfuerzo heroico que acabábamos de realizar, mientras que las numerosas fatigas del día comenzaban a dejarse sentir; pero cuando vimos a nuestros talones al monstruo negro, que nos perseguía con una facilidad serpenteante y ondulante, cual torrente que se desliza por una pendiente, se reanimaron milagrosamente nuestras piernas aladas, y desaparecimos de la traidora luz lanzándonos en la intrincada jungla, con la esperanza de poder eludir a nuestro perseguidor en el laberinto de matorrales, parras y hojas gigantes. Tropezamos con raíces y troncos caídos; nos desgarramos los vestidos y laceramos nuestra piel con las ramas; chocamos en la oscuridad contra troncos enormes y pimpollos que se doblaban hacia nosotros, y oímos el silbido de las culebras enroscadas en los árboles, desde donde nos escupían su veneno, así como los aullidos y gruñidos de animales invisibles a medida que les pisábamos en nuestra precipitada huida. Pero ya no nos atrevíamos a paramos para mirar atrás.

Debimos continuar nuestra indefinida peregrinación durante horas y horas. La luna, que hasta entonces nos había iluminado pálidamente a través del espeso follaje, descendió cada vez más entre las frondosas palmeras gigantes y las espesas enredaderas. Pero cuando por fin se hundió, sus últimos rayos nos impidieron caer en una marisma ruidosa con montículos y almohadillas de rica hierba, viéndonos obligados a correr peligrosamente bordeándolos, sin poder pararnos a descansar, o por lo menos a mirar dónde poníamos el pie, ya que nuestro maldito perseguidor estaba casi en nuestros talones.

Una vez que la luna desapareció por completo, nuestra huida se hizo más arriesgada y alocada; era un verdadero delirio de terror, cansancio, confusión, y desesperadamente difícil entre tantos obstáculos cuya naturaleza ni siquiera nos paramos a considerar en medio de una noche que se aferraba a nosotros, adhiriéndose como una carga de maldad, o como las telarañas de una araña monstruosa. Parecía como si la criatura que nos perseguía nos hubiera podido alcanzar en cualquier momento gracias a sus facultades anormales; pero todo parecía indicar que deseaba prolongar la caza. Y así, en medio de horrores que nunca concluían, seguía avanzando la noche. Pero nunca nos atrevimos a paramos y mirar hacia atrás.

Lejano y tenue, comenzó a aparecer un crepúsculo titubeante entre los árboles —un preludio de la tragedia oculta—. Completamente agotados, y ansiosos de cualquier reposo y seguridad, aunque fuese en la tumba misma, corrimos hacia la luz y salimos de la jungla para encontrarnos en una calle pavimentada que corría entre edificios de mármol y granito. Bajo el peso de nuestro cansancio, advertimos, en medio de nuestro atontamiento, que habíamos estado dando vueltas alrededor de los suburbios de Commorión. Ante nosotros, y a una distancia no superior al lanzamiento de una jabalina, se encontraba el oscuro templo de Tsathoggua.

Esta vez nos atrevimos a volver la cabeza y vimos el elástico monstruo, cuyas patas se habían alargado y bajo las cuales nos encontrábamos, como si estuviésemos debajo de una torre; su boca se había agrandado de tal manera que nos hubiera podido engullir a los dos a la vez. Nos seguía, deslizándose sin esfuerzo alguno, con una horrible seguridad de movimiento, mientras que sus intenciones eran de un cinismo insoportable. Corrimos hacia el templo de Tsathoggua, cuya puerta permanecía abierta como nosotros la dejáramos, y cerrándola tras nosotros, con una rapidez propulsada por el miedo, conseguimos correr uno de los cerrojos roñosos tras un ímprobo esfuerzo fruto de nuestra desesperación.

Entonces, mientras la tenebrosidad gélida del amanecer descendía a través de las altas ventanas, intentamos tranquilizarnos con una resignación verdaderamente heroica, y aguardar lo que el destino nos tuviese reservado. Durante nuestra espera, el dios Tsathoggua nos contemplaba con mayor estupidez y maldad que la que advirtiéramos a la luz de la antorcha.

Creo haber mencionado que el dintel de la puerta se había resquebrajado y hundido en varios sitios. De hecho, el proceso ruinoso había hecho tres boquetes, por donde se filtraba ahora la luz del día, lo suficientemente grandes como para permitir la entrada de animales pequeños o de serpientes grandes. Por alguna extraña razón, nuestros ojos no se apartaban de los boquetes. No llevábamos mucho tiempo mirando, cuando se oscureció la luz que penetraba por las hendiduras; una masa negra entraba por las mismas a manantiales, formando un triple arroyuelo por las losas de piedra, donde recobró la inusitada forma que nos persiguiera la noche anterior.

—¡Adiós. Tirouv Ompallios! —grité, con el escaso aliento que me restaba. Acto seguido, corrí a esconderme detrás de la imagen de Tsathoggua, que por lo menos era lo suficientemente grande como para quedar totalmente a cubierto, aunque por desgracia sólo podía cobijar a una sola persona. Sin duda Tirouv Ompallios me habría precedido, movido por la misma idea de autoconservación, pero fui más rápido que él. Y entonces, al ver que no había sitio para los dos detrás de Tsathoggua, mi compañero se despidió igualmente de mí y se introdujo dentro de la pila de bronce, único sitio donde podría esconderse en el desierto recinto.

Escudriñando desde mi escondite detrás del desagradable dios, cuyo único mérito residía en la amplitud de su abdomen y caderas, me dediqué a observar los restos del monstruo. Tan pronto como Tirouv Ompallios hubo desaparecido dentro del trípode, la indescriptible monstruosidad se levantó corno si fuera una columna y se acercó a la pila. La cabeza había cambiado de lugar y forma, hasta el punto de que sólo quedaban ligeros rasgos impresos en medio de un cuerpo exento de brazos, piernas y cuello. El deforme ser se asomó a la pila durante un instante, recogiendo toda su masa sobre una especie de cola, y entonces, como si fuera una ola gigante, cayó dentro de la pila de bronce encima de Tirouv Ompallios. Al hundirse y desaparecer de la vista, todo su cuerpo pareció convertirse en una inmensa boca.

Incapaz de respirar ante semejante horror, esperé, si bien no pude distinguir ningún ruido ni movimiento procedentes de la pila, ni siquiera una queja de Tirouv Ompallios. Por último, y con infinito cuidado y precaución, me atreví a salir de detrás de Tsathoggua, y pasando al lado de la pila de puntillas conseguí llegar hasta la puerta.

Pero para conseguir la tan ansiada libertad tenía que descorrer el cerrojo y abrir la puerta, lo cual me daba mucho miedo a causa del ruido. Consideraba que sería imprudente molestar al ser que se encontraba en la pila mientras digería a Tirouv Ompallios; pero por otro lado no había otra manera de abandonar semejante antro.

En el momento en que descorría el cerrojo, sentí que mi muñeca izquierda quedaba mortalmente atrapada por un tentáculo que con una rapidez infernal había surgido de la pila, estirándose a través de la habitación hasta la puerta. Su contacto era totalmente nuevo para mí; se trataba de algo viscoso y escurridizo, muy frío y suave, pero tan afilado como un metal cortante, y con poder de succión y constricción tal que me obligó a lanzar un grito a medida que el tentáculo se hincaba en mi carne cortándome como si fuera un cuchillo. En el forcejeo por liberarme, abrí la puerta y quedé tendido ante el umbral. Después de un momento de profundo dolor, advertí que me había librado de su presa. Pero inmediatamente pude darme cuenta de que desapareciera mi mano, en cuyo lugar sólo quedaba un sanguinolento muñón. Entonces, mirando hacia atrás, hacia el interior del santuario, vi que el tentáculo se retraía hasta desaparecer dentro de la pila, llevándose consigo mi mano junto con lo que quedase de Tirouv Ompallios.


El retrato de Edward Randolph. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

El antiguo y tradicional contertulio de la Casa Provincial estuvo presente en mis recuerdos desde la mitad del verano hasta el mes de enero. Una tarde desocupada de invierno resolví hacerle otra visita, confiando en que le encontraría como de costumbre en el rincón más cómodo de la cantina, y creyendo, de otro lado, hacer obra meritoria para mi país al sacar del olvido cualquier otro hecho desconocido de la historia. La noche era cruda y fría, y volvíase casi borrascosa por efecto de una ráfaga de viento que soplaba a lo largo de la calle de Wáshington, haciendo que las luces de gas flotaran y vacilaran dentro de los faroles. Apresurábame en mi camino, mientras mi fantasía se ocupaba de comparar el aspecto presente de la calle con el que asumía probablemente cuando los gobernadores ingleses habitaban la mansión hacia la cual me dirigía. Los edificios de ladrillo eran escasos en aquellos tiempos, hasta que estalló una sucesión de incendios destructores, barriendo una y otra vez las casas y depósitos de madera de uno de los barrios más populosos de la ciudad. Las construcciones se hacían entonces aisladas e independientes, sin encerrar como ahora su existencia particular en hileras seguidas, con fachada de similitud fatigante; sino ostentando cada una, por el contrario, ciertos rasgos originales, como si el gusto individual de su propietario las hubiera delineado, y ofreciendo un conjunto de pintoresca irregularidad: pérdida que no puede compensarse con ninguno de los atractivos de nuestra arquitectura moderna. Este espectáculo, revelándose confusamente acá y allá a las miradas, a los rayos de alguna vela de sebo, que se filtraban bajo las pequeñas hojas de las diseminadas ventanas, formaba sombrío contraste con la calle tal como aparecía en aquel momento, con las luces de gas brillando de esquina a esquina, y con sus tiendas resplandecientes que arrojaban claridad diurna a través de las grandes vidrieras de cristal.

Mas volviendo hacia arriba las miradas, encontraba el mismo cielo obscuro y nebuloso que mostraba en otros tiempos su faz ceñuda a los habitantes de la época colonial. Las ráfagas invernales tenían el mismo silbido familiar a sus oídos. La antigua Iglesia del Sur lanzaba igualmente al espacio su viejo chapitel, que se perdía en la obscuridad entre el cielo y la tierra; y en tanto que yo pasaba, el mismo reloj que había advertido a tantas generaciones lo transitorio de esta existencia, me habló también pausada y sonoramente de esta misma filosofía tan olvidada. "Las siete solamente," pensé. "Las leyendas de mi viejo amigo matarán apenas el tiempo entre esta hora y la de acostarse."

Atravesando el estrecho pasillo, crucé el patio cuyo cercado recinto era visible a merced de una linterna colocada sobre el pórtico de la Casa Provincial. Entrando en la cantina, encontré como esperaba al viejo escudriñador de tradiciones, sentado ante un magnífico fuego de antracita, y lanzando nubes de humo de un enorme cigarro. Me reconoció con evidente satisfacción, debido a las raras cualidades de oyente atento que me hacen invariablemente el favorito de las damas y caballeros de edad, con propensiones narrativas. Acercando una silla al lado del fuego, pedí al hostelero que nos favoreciera a cada cual con un vaso de ponche de whisky, que fué prontamente servido, y se nos trajo arrojando su caliente vaho, con una raja de limón al fondo, una capa de oporto rojo obscuro en la superficie y su correspondiente polvillo de nuez moscada espolvoreado sobre el conjunto. Cuando levantamos nuestros vasos al mismo tiempo, mi amigo, el de las leyendas, se presentó como el señor Bela Tíffany; siendo para mí motivo de regocijo su exótico nombre, pues que daba a su figura y carácter cierta especie de individualidad, a mi entender. La bebida actuó como un disolvente en la memoria del viejo caballero, que fluyó innumerables cuentos y tradiciones, anécdotas de famosos personajes ya difuntos, y rasgos de costumbres antiguas, tan infantiles algunas como cantinela de nodrizas, y dignas otras de la pluma de un grave historiador. Nada me hizo más impresión que la historia de un cuadro negro y misterioso que pendía en aquellos tiempos en una de las habitaciones de la Casa Provincial, justamente sobre la pieza en que nos encontrábamos. La siguiente versión del hecho es tan correcta como la que verosímilmente podría obtener el lector de cualquiera otra fuente; aunque posee además, en verdad, cierto tinte novelesco que se acerca a lo maravilloso.

En uno de los salones de la casa provincial conservábase desde largo tiempo atrás un antiguo cuadro, de marco tan negro como el ébano, y cuya tela estaba tan obscura, por efecto de los años, el humo y la humedad, que no era posible distinguir una sola pincelada del artista. El tiempo había arrojado su velo impenetrable sobre aquel cuadro, dejando a la fábula, las conjeturas y la tradición, el trabajo de decir lo que alguna vez reflejó su lienzo. Durante la administración sucesiva de muchos gobernadores había colgado, por derecho propio e indiscutible, sobre la chimenea de la misma habitación; y continuaba todavía allí cuando el teniente gobernador Hútchinson asumió el mando de la provincia, a la separación de Sir Francis Bérnard.

El teniente gobernador hallábase una tarde sentado en su majestuoso sillón, descansando la cabeza en el tallado espaldar y mirando pensativa la vacua obscuridad del cuadro. No era tiempo oportuno, sin embargo, para esta inactiva contemplación, ya que asuntos de importancia trascendental requerían la decisión del gobernador; pues acababan de recibirse nuevas del arribo de una flota inglesa conduciendo tres regimientos de Hálifax para dominar la insubordinación del pueblo, y dicha tropa aguardaba la venia del gobernador para ocupar la fortaleza y la torre de Castle Wílliam. Mas, en lugar de estampar su firma en la orden oficial, permanecía sentado el teniente gobernador» examinando tan intensamente la negra vacuidad de la tela, que su continente atrajo la atención de dos jóvenes que le acompañaban. Uno de ellos, que vestía uniforme militar de ante, era su pariente, Francis Lincoln, capitán provincial de Castle Wílliam; la otra, sentada a su lado en un taburete bajo, era Alice Vane, su sobrina predilecta.

Vestía completamente de blanco; era una pálida y etérea criatura que, aun cuando nacida en la Nueva Inglaterra, se había educado fuera del país, y parecía no sólo una extranjera de lejanas tierras sino un ser de un mundo diferente. Varios años, hasta que quedó huérfana, había habitado con su padre la risueña Italia y adquirido allí un gusto delicado y una afición por la escultura y la pintura, que encontraba muy pocas satisfacciones en las moradas poco elegantes de la burguesía colonial. Decíase que las producciones de su lápiz manifestaban un talento superior, aunque la ruda atmósfera de la Nueva Inglaterra hubiera tal vez coartado sus impulsos, obscureciendo los brillantes tonos de su fantasía. Observando la persistente mirada de su tío clavada en el cuadro y tratando de descubrir a través de la bruma de los años el argumento desarrollado en el lienzo, su curiosidad se sintíó excitada.

—¿Se sabe, querido tío—interrogó la joven, —lo que representaba este cuadro en otro tiempo? Quizá si pudiera restaurarse, encontraríamos que es la obra maestra de algún gran artista. ¿Por qué, si no, habría ocupado tanto tiempo este sitio preferente?

Como no contesto de pronto el tío, contra su costumbre, porque siempre se mostraba tan complaciente a los caprichos y fantasías de Alice como si hubiera sido su propia hija bien amada, el joven capitán tomó a su cargo la respuesta.

—Este negro y viejo cuadrado de lienzo, mi bella prima, —dijo, —ha venido heredándose en la casa provincial desde tiempo inmemorial. En cuanto al artista, nada sé decir; pero si ha de creerse la mitad de las historias que circulan acerca de este cuadro, ninguno de los grandes maestros italianos ha producido jamás obra de arte tan maravillosa como la que tenéis delante.—

Y el capitán Lincoln comenzó a relatar algunas de las extrañas fábulas y fantasías que se contaban respecto del viejo cuadro, las mismas que, vista la imposibilidad de refutarlas con demostraciones positivas, se habían convertido en populares artículos de fe. Una de las más extravagantes y, a la vez, más acreditadas versiones, aseguraba que el cuadro era el retrato auténtico y original de Satanás en persona, tomado en una reunión de brujos y brujas, que fueron juzgados en pleno tribunal. Afirmábase igualmente que un espíritu o demonio familiar habitaba tras de la negrura del cuadro y había aparecido en momentos de calamidad pública a más de uno de los gobernadores reales. Shírley, por ejemplo, había sido testigo de esta ominosa aparición la víspera de la vergonzosa y sangrienta derrota al pie de los muros de Ticonderoga Muchos domésticos de la casa provincial habían percibido una torva faz que les observaba, en el crepúsculo matutino o vespertino o en la obscuridad de la noche, mientras avivaban el fuego que chisporroteaba abajo en el hogar; pero, si alguno era suficientemente intrépido para acercar una antorcha al lienzo, aparecía éste tan negro e indescifrable como siempre. El habitante más anciano de Boston recordaba que su padre —en cuyos días el retrato no se había borrado aún del todo— consiguió mirarlo una vez; pero nunca permitió que le interrogaran acerca del rostro que estaba allí representado. En relación con estas historias era curioso observar que sobre la parte superior del marco había algunos pedazos destrozados de seda negra, indicando que un velo había cubierto el retrato hasta que la pátina de los años lo ocultó por completo a las miradas. Pero, después de todo, la parte más original del asunto consistía en que tantos pomposos gobernadores de Massachusetts, hubieran permitido que el ennegrecido cuadro permaneciera en el salón de estado de la casa provincial.

—Algunas de estas historias son terribles en realidad, —observó Alice Vane, que se había estremecido a veces y sonreído otras, mientras su primo las relataba. —Casi sería mejor arrancar el negro lienzo, puesto que la pintura original nunca será tan formidable como aquellas que forja la fantasía.
—Pero, ¿sería posible —preguntó su primo,— devolver a esta obscura tela sus prístinos colores? —Ese arte se conoce en Italia, —dijo Álice.—

El teniente gobernador había vuelto de su abstracción y escuchaba sonriendo la conversación de sus jóvenes parientes. Sin embargo, su voz tenia un timbre peculiar cuando hizo la explicación del misterio.

—Siento mucho, Álice, destruir tu fe en las leyendas a que eres tan aficionada, —observó; —pero mis investigaciones de anticuario me han hecho conocer hace largo tiempo el tema de este cuadro, si cuadro hemos de llamarle; el cual no es ya visible, ni lo será jamás, como jamás ha de verse de nuevo el rostro del hombre a quien representaba, enterrado largos años ha. Era el retrato de Édward Rándolph, fundador de esta casa, y personaje famoso en la historia de la Nueva Inglaterra.
—¿De aquel Édward Rándolph, — exclamó el capitán Lincoln, —que obtuvo la revocación de la primera carta constitucional de la provincia, bajo la cual nuestros antecesores habían gozado privilegios casi democráticos?
—Era el mismo Rándolph, —respondió Hútchinson, removiéndose inquieto en su silla. —¡Fué su destino saborear la amargura del odio popular!
—Nuestros anales refieren, —continuó el capitán de Castle Wílliam, —que las maldiciones del pueblo siguieron dondequiera a ese Rándolph, causándole daño en todos los acontecimientos posteriores de su vida, y mostrándose aún en cierta manera estos mismos efectos en las circunstancias de su muerte. Dicen también que la oculta pesadumbre de esta maldición, hizo mella igualmente en su exterior, y podía percibirse en el semblante, horrible de mirar, de este hombre infortunado. Si esto era verdad, y el cuadro representaba verdaderamente su aspecto, es obra misericordiosa esta negra nube que se ha aglomerado sobre el retrato.
—Estas tradiciones son absurdas para quien, como yo, ha experimentado el escaso fondo de verdad que existe en todas ellas, —dijo el teniente gobernador. —Con respecto a la vida y carácter de Édward Rándolph, se ha dado implícita fe al doctor Cotton Máther, quien (debo decirlo, aunque algo de su sangre corra por mis venas) ha llenado nuestra historia primitiva de cuentos de viejas, tan fantásticos y extravagantes como los de Grecia o los de Roma.
—Y sin embargo,— murmuró Álice Vane —¿no tienen acaso su moral aquellas fábulas? Imagino que si era tan espantoso el rostro de este retrato, habría alguna razón para que permaneciera tan largo tiempo colocado en una habitación de la casa provincial. Cuando los gobernadores olvidan sus responsabilidades, sería bien que algo les recordara el horrible peso de la maldición de todo un pueblo.—

El teniente gobernador se estremeció y miró por un momento a su sobrina, como si las juveniles fantasías de Álice respondieran a algún sentimiento oculto en su pecho, que toda su política y sus principios no habían podido dominar completamente. Sabía, es verdad, que la joven, a despecho de su educación extranjera, alimentaba las simpatías de raza de cualquier mudiacha de la Nueva Inglaterra. —¡Silencio, necia chiquilla!— profirió al fin, más ásperamente de lo que jamás se dirigiera a la gentil Álice. —La censura de un rey es más terrible que el clamor de una salvaje y descarriada muchedumbre. Capitán Lincoln, está decidido. Las tropas reales ocuparán la fortaleza de Castle Wílliam. Los dos regimientos restantes se alojarán en la ciudad o acamparán en terrenos comunales. Es tiempo ya, después de tantos años turbulentos y casi de rebelión, que el gobierno de su majestad tenga un muro de fuerza para resguardarlo.

—¡Confiad, señor, confiad todavía un poco más en la lealtad del pueblo, —repuso el capitán. —No le enseñéis que puede estar con los soldados ingleses en otros términos que en los de la fraternidad más cordial, como cuando peleaban juntos en la guerra francesa. No convirtáis en campamento las calles de vuestra ciudad natal. ¡Pensadlo dos veces, antes de entregar a otras manos, que no sean las de los verdaderos naturales de la Nueva Inglaterra, el viejo Castle Wílliam, llave de la provincia!
—Joven, está decidido, —repitió Hútchinson, levantándose de su silla. —Un oficial estará de servicio esta noche para recibir las instrucciones necesarias para el acuartelamiento de las tropas. Vuestra presencia será también necesaria. ¡Hasta entonces, adiós!—

A estas palabras el teniente gobernador abandonó precipitadamente la habitación, mientras Álice y su primo seguían lentamente, conversando bajito y deteniéndose de vez en cuando para lanzar una ojeada al misterioso cuadro. El capitán de Castle Willíam pensaba que el aire y continente de la joven podía compararse al que se atribuye a uno de aquellos espíritus fabulosos, hadas o personajes de la mitología antigua, que intervienen a veces en los asuntos de los mortales, mitad por capricho, mitad por un sentímiento de simpatía hacia la desgracia o la felicidad humana. Mientras sostenía el capitán la puerta abierta para que pasara Álice, hizo ella un signo con la cabeza al cuadro y sonrió.

—¡Preséntate, sombría y diabólica figura!— exclamó. —¡Tu hora ha llegado!—

Aquella noche se hallaba el teniente gobernador Hútchinson en la misma habitación donde tuvo lugar la escena que hemos narrado, rodeado de varias personas a quienes reunían diversos intereses. Encontrábanse allí los consejeros municipales de Boston, sencillos patriarcas, padres del pueblo y personificaciones admirables de los antiguos colonos puritanos, cuya energía austera imprimió tan hondo sello al carácter de la Nueva Inglaterra. Contrastando con ellos, veíase uno o dos miembros del consejo, ricamente ataviados con las blancas pelucas, las casacas bordadas y otras magnificencias de aquella época, y haciendo en cierto modo ostentación del ceremonial cortesano. Un mayor del ejército inglés, aparentemente de guardia, esperaba las órdenes del teniente gobernador para el desembarque de las tropas, que aun permanecían a bordo de los transportes. El capitán de Castle Wílliam se mantenía junto a la silla de Hútchinson, con los brazos cruzados y mirando con altanería al oficial inglés que pronto iba a reemplazarle en su puesto. Sobre una mesa colocada en el centro de la habitación había un candelabro de plata, cuyas seis bujías arrojaban su resplandor sobre un papel listo aparentemente para la firma del teniente gobernador.

Disimulada en parte entre los voluminosos pliegues de las cortinas de una de las ventanas, podía percibirse la blanca drapearía de un vestido de mujer. Parecerá extraño que Álice Vane se encontrara allí en tales momentos; pero había algo tan infantil y caprichoso en su carácter original que siempre se apartaba de las reglas acostumbradas, que su presencia no sorprendió a los pocos que llegaron a notarla. En aquel momento, el presidente del municipio dirigía al teniente gobernador una larga y solemne arenga, protestando contra la introducción de tropas inglesas en la ciudad.

—Y si vuestro honor, —concluyó este excelente aunque enojoso anciano, —estima conveniente insistir en que espadachines y mosqueteros mercenarios sienten sus reales en nuestros barrios tranquilos, ¡que la responsabilidad de esta decisión no caiga sobre nuestras cabezas! ¡Pensad, señor, mientras es tiempo todavía, que si llega a derramarse una sola gota de sangre, será una mancha eterna sobre la memoria de vuestro honor! Habéis escrito, señor, con hábil pluma las hazañas de nuestros abuelos. De consiguiente, sería muy de desear que merezcáis a vuestro turno honrosa mención como verdadero patriota y recto gobernador cuando vuestros hechos sean consignados en la historia.
—No soy insensible, mi buen señor, al deseo natural de ocupar un alto puesto en los anales de mi país, —replicó Hútchinson, dominando su impaciencia hasta convertirla en cortesía; —ni conozco método mejor para alcanzar este fin que contrarrestar el pasajero espíritu de malevolencia que, con perdón vuestro, parece haber atacado a hombres aun más ancianos que yo. ¿Me acónsejariais que aguarde hasta que la multitud asalte la casa provincial, como lo hicieron con mi casa particular? ¡Creedme, señor, puede llegar el tiempo en que os sintáis felices de buscar refugio bajo la bandera real, que tanto disgusto os causa ahora ver izar!
—Sí;— agregó el mayor inglés que aguardaba con impaciencia las órdenes del teniente gobernador. —Los demagogos de esta provincia han evocado al diablo y no pueden ahora deshacerse de él. Nosotros los exorcizaremos en el nombre de Dios y en el del rey.
—Si mezcláis al diablo en el asunto, ¡cuidado con sus garras! —replicó el capitán de Castle Wílliam, molesto por la burla que se hacía de sus compatriotas.
—Con perdón vuestro, mi joven señor, —dijo el venerable consejero, —no permitáis que un espíritu pernicioso inspire vuestras palabras. Lucharemos contra el opresor con ayunos y oraciones, como hubieran hecho nuestros antecesores. Pero también como ellos nos someteremos a la suerte que a la sabia Providencia plazca enviamos, después de haber agotado nuestros mayores esfuerzos para remediarla.
—¡Ya asoman las garras del diablo! —murmuró Hútchinson, que comprendió perfectamente la naturaleza de esta puritana sumisión. —Este asunto se resolverá inmediatamente. Cuando haya un centinela en cada esquina y una guardia de corte delante de la casa consistorial, cualquier gentilhombre leal podrá aventurarse a salir, ¿Qué puede importarme el vocerío del populacho de esta remota provincia del reino? ¡El rey es mi señor y la Inglaterra es mi patria! Sostenido por la fuerza armada, sentaré el pie sobre la canalla, y la desafiaré!—

Cogió una pluma y estaba a punto de estampar su firma en el papel que yacía sobre la mesa cuando el capitán de Castle Wílliam colocó una mano en su hombro. La libertad de aquel acto, tan contrarío al ceremonioso respeto que se consideraba entonces debido a la categoría y a la dignidad, despertó sorpresa general, mucho mayor en el mismo gobernador que en cualquier otro de los circunstantes. Al levantar la vista encolerizado, observó que su joven pariente señalaba con el dedo el muro opuesto. La mirada de Hútchinson siguió la dirección indicada, y vió algo que había pasado antes inadvertido a sus ojos: una cortina de seda negra suspendida sobre el misterioso cuadro, al que ocultaba por completo. Su pensamiento voló inmediatamente a la escena de la tarde precedente; y en su sorpresa y en el tumulto de emociones indefinidas que se apoderaban de su espiritu, entre las cuales adivinaba que su sobrina tenía alguna parte en tal fenómeno, llamóla en alta voz:

—¡Álice! ¡Ven acá, Álice!—

Apenas había pronunciado estas palabras cuando Álice, deslizándose de su sitio con rapidez y cubriéndose los ojos con una mano, descorrió con la otra la obscura cortina que ocultaba el retrato. Una exclamación de sorpresa brotó de los labios de los espectadores; mientras la voz del teniente gobernador tenía un timbre de horror.

—¡Por el cielo! —murmuró con voz baja y reconcentrada, hablando más bien consigo mismo que con los que le rodeaban; —si el espíritu de Édward Rándolph apareciera entre nosotros desde la región del tormento no llevaría seguramente más visibles en su rostro los terrores del infierno!
—Con algún fin especial, —dijo solemnemente el anciano consejero, —ha hecho desaparecer la Providencia el velo que ocultaba tanto tiempo esta espantosa efigie. ¡Hasta este momento nadie había podido ver lo que nosotros contemplamos!—

Dentro del antiguo cuadro, que hacía tan poco tiempo encerraba solamente una tela negra y vacua, aparecía ahora una figura, todavía obscura es verdad, en sus sombras y matices, pero destacándose en poderoso relieve. Era el retrato de un caballero con barba, vistiendo rico traje antiguo de terciopelo bordado, con ancha gorguera, y llevando un sombrero cuyo ancho borde sombreaba su frente. Bajo esta sombra los ojos tenían un brillo peculiar, casi de persona viviente.

Resaltaba la figura tan distintamente sobre el fondo, que hacía el efecto de una persona mirando desde el muro a los atónitos y despavoridos espectadores. A ser posible describir con palabras la expresión del rostro, diríase que era la de algún desgraciado, sorprendido en algún crimen repugnante y expuesto al odio acerbo, a la burla y al vergonzoso escarnio de una multitud que le rodease. Veíase la lucha de la altanería, vencida y subyugada por el peso opresor de la ignominia. La tortura del alma se revelaba plenamente en el semblante. Parecía que el retrato, oculto tras la nube de los años, hubiera ido adquiriendo expresión más lúgubre e intensa hasta dejarse ver de nuevo, arrojando su fatídico augurio sobre la hora presente. Tal era, si hemos de dar crédito a la leyenda, el retrato de Édward Rándolph cuando la maldición popular había impreso su nefasto sello en la personalidad del gobernador.

—¡Este espantoso rostro me enloquecerá!— dijo Hútchinson que parecía fascinado por aquella contemplación.
—¡Tened cuidado entonces! —murmuró Alice.
—Él atropelló los derechos del pueblo. ¡Mirad su castigo, y evitaos un crimen semejante!—

El teniente gobernador tembló por un instante; mas apelando a toda su energía, que no era, sin embargo, uno de sus caracteres predominantes, consiguió librarse del hechizo que se desprendía del semblante de Rándolph.

—¡Niña!— exclamó riendo acerbamente y volviéndose hacia Álice, —¿has hecho uso de tu talento en la pintura, de tu intrigante espíritu italiano, de tus golpes de efecto escénicos, pretendiendo ejercer alguna influencia con artificios tan triviales sobre el consejo del gobernador y tratándose del interés de las naciones? ¡Mira!
—¡Deteneos un instante más, —dijo el consejero, mientras Hútchinson cogía de nuevo la pluma; —pues sí algún mortal recibió jamás una advertencia de parte de un alma atormentada, vuestro honor es ese hombre!
—¡Basta! —repuso Hútchinson ferozmente. —Aun cuando aquella misma figura insensible me gritara, "¡detente!," no me conmovería.—

Y arrojando una torva mirada de desafío al retrato, que parecía expresar en aquel momento con mayor intensidad que nunca todo el horror de su miseria, rasgueó sobre el papel, con caracteres que demostraban hallarse empujado por la desesperación, el nombre de Thomas Hútchinson. En seguida se estremeció, dicen, como si esta firma hubiera sido su condenación eterna.

—¡Está hecho! —dijo; y colocó una mano delante de sus ojos.
—¡Quiera Dios perdonar este acto! —dijo Álice Vane, con voz suave y triste, como la de un espíritu bueno al huir muy lejos.

Al día siguiente circulaba entre la servidumbre de la casa un rumor persistente que se extendió por toda la ciudad, asegurando que el negro y misterioso retrato se había desprendido del muro y hablado frente a frente con el teniente gobernador Hútchinson. Si tal milagro se verificó. no quedaron trazas del suceso; pues nada pudo percibirse dentro del negro marco sino la nube impenetrable que le cubría desde el tiempo que era posible recordar. Si verdaderamente apareció la figura, había huido luego como un espíritu, al romper el día, ocultándose tras un siglo de tinieblas. Lo más probable es que el secreto de Álice para restaurar los colores del cuadro, había tenido solamente resultados pasajeros. Pero todos aquellos que pudieron contemplar en ese breve intervalo el espantoso rostro de Édward Rándolph, no deseaban repetición del espectáculo, y siempre temblaban más tarde al recordar aquella escena, como si hubiera sido el mismo espíritu del mal quien apareció ante sus miradas. En cuanto a Hútchinson, cuando llegó su última hora, allá lejos, sobre el océano, jadeante y sin respiración, quejábase de que se ahogaba en la sangre de los asesinatos de Boston; mientras Francis Lincoln, el antiguo capitán de Castle Wílliam, que se encontraba junto a su lecho de muerte, podía notar en el extravío de su mirada cierta expresión semejante a la de Édward Rándolph. ¿Sintió acaso su destrozado espíritu, en aquella hora suprema, el tremendo peso de la maldición de un pueblo?

A la terminación de esta milagrosa leyenda, pregunté a mi huésped si el cuadro se conservaba todavía en la habitación que estaba encima de nuestras cabezas; pero Mr. Tíffany me informó de que había sido retirado de allí hacía largo tiempo, y te suponía que estaba disimulado en cualquier rincón extraviado del Museo de la Nueva Inglaterra. Quizá si algún curioso anticuario pueda dar alguna luz sobre el asunto y, ayudado Mr. Hóworth, el reparador de cuadros, llegue a producir una prueba no del todo innecesaria con respecto a la autenticidad de los hechos arriba relatados. Durante el curso de esta historia, se había preparado una tempestad, que estalló con tanto estrépito y violencia tal, en la parte alta de la casa provincial, que parecía que todos los antiguos gobernadores y grandes hombres estuvieran alborotando arriba, mientras el señor Bela Tíffany murmuraba de ellos abajo. En el transcurso de las generaciones, cuando mucha gente ha vivido y muerto en una vieja casa, el silbido del viento colándose a través de sus grietas y el crujido de sus vigas y cabríos, semejan extraordinariamente el tono de la voz humana, o carcajadas, o pasos pesados hollando las desiertas habitaciones. Es como si revivieran los ecos de media centuria. Estos mismos fantásticos sonidos repercutían y murmuraban en nuestros oídos, cuando me despedí del círculo formado en torno del fuego de la casa provincial, y bajando los peldaños del pórtico, me dirigí a mi morada luchando contra una violenta tempestad de nieve.


El reloj. Pío Baroja (1872-1956)

Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,
molestias, aún de noche su corazón no reposa.
-Eclesiastés

Hay en los dominios de la fantasía bellas comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte.

Y en lo más siniestro de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y malsanas.

Yo la conozco, conozco esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol, iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.

Desde la ventana se veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo, el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial. En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón, adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza.

«¡Ah! Soy feliz -me repetía a mí mismo-. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.»

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

La vida estaba dominada; había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor que con las claridades blancas de la aurora.

¡Oh! Me encontraba tranquilo, nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.

-Tú también -le decía al cantor de la noche- vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.

Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Una noche, una noche callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana. Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac metálico.

Escuché atentamente; nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante, supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros; supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen, y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.

Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.