miércoles, 7 de agosto de 2024

Poemas. Eloy Sánchez Rosillo.

Tierra de soledad. 


Con el tiempo los cuerpos se acostumbran
a caminar completamente solos
sobre la tierra de la soledad.
Las vagas sensaciones, los recuerdos
de los lugares en los que encontramos
a alguien con quien hablar, a alguien que escuche
nuestras palabras mientras cae la tarde,
se van borrando lentamente, como
huellas que el viento apaga y desordena.
Y el eco tibio del antiguo encuentro
no persiste en la voz, en el lenguaje
con que aprendimos a nombrar las cosas.
Sólo queda la noche. Y nos perdemos
en el largo silencio de las calles
vacías. Y al llegar la madrugada
sentimos frío y respiramos muerte.





Tarde de Junio. 


    Ahora, juntos,  vivimos la hermosura
de esta tarde de junio,
el fulgor de las horas en que nos entregamos
al conocimiento de la verdad del amor,
a la gran llamarada del encuentro.
Ahora sabemos que toda la alegría
cabe en el mundo breve de esta habitación,
en el espacio ardiente de este lecho.
La luz cansada del atardecer
dibuja sobre el tiempo islas doradas.
En un rincón del cuarto
brilla la enredadera de la música.
Un viento súbito sacude nuestros cuerpos.
y lo olvidamos todo.
Después regresan las miradas lentas,
los gestos satisfechos, las sonrisas.
Y luego contemplamos en silencio
con qué dulzura va cayendo la noche
sobre la indiferente ciudad que nos rodea.





Supón que aún es Agosto y que no estás tan lejos... 


  ...aunque el ser amado esté ausente, a mano están sus imágenes 
                                                              y su dulce nombre resuena en nuestros oídos. 
                                                                                                                                         Lucrecio

     Supón que aún es agosto y que no estás tan lejos
de esta ciudad que todavía guarda
los últimos vestigios de aquella altiva llama del verano
que lentamente fue, como todo, muriéndose;
imagina que aun estas aquí, conmigo,
en la paz de esta casa que la luz hace hermosa,
y busca en tu memoria el esplendor dorado
de los días perfectos que en ella -porque así
lo deseó algún dios de mirada propicia-
hemos vivido, ajenos a todo aquello que no fuera
nuestra propia alegría de estar juntos.

     Recuerda.
                       Mira. Mira esas gloriosas
mañanas: hace un rato que tú te despertaste,
y esperas en silencio a que yo abra los ojos
para darme los buenos días y decirme -hoy también-
que eres dichosa.
                               Y me señalas luego
ese rayo de sol que entra por la ventana
y aquí, junto a la cama, en el suelo, dibuja
un dulce charco de oro.

                                         No dejes que se borren
de tu alma las risas de ese tiempo,
las palabras ardientes que sonaban
como un cristal finísimo y llenaban de música
las horas del amor: el espacio inocente
de la pasión cumplida en las radiantes noches
que nuestros cuerpos conquistaron.

                                        Contempla estas imágenes,
y olvídate de ese lugar que ahora
a tu pesar y a mi pesar habitas:
calles llenas de otoño, gentes que desconocen
nuestra historia, tierras que no son tuyas,
y ese río que en nada se parece
a éste nuestro de aquí, que bajo el sol discurre
a través de los huertos.

                                         Ojalá lleves siempre
contigo, a cada instante, mi recuerdo,
y estas palabras que en la noche escribo
pensando en ti, para que tú las leas,
te ayuden a estar sola,
                                       y te acompañen.





Sonido de un cuerpo.


Dejadme a solas una noche entera
con esta voz que tiembla decidida y mojada,
con este cuerpo frágil y agresivo que pronuncia las
                                      letras de un incendio instantáneo,
de un dolor que derriba las paredes del miedo
y erige su canción en la tierra arañada.
En la profundidad de esos ojos es posible encontrar
                                                 la huella de un astro salvaje,
de un vegetal orgulloso y persuasivo.

Este presente es llave, libertad, cárcel, mundo que
                                                                         yo conozco:
la selva misteriosa de una piel reencontrada,
el verano extendido de una frase, de un gesto,
la sorpresa desnuda de un acto infinitamente repetido,
la posesión de un agua secreta.
Calles con sed, desiertos de mi mano,
oscuridad que palpa la epidermis del trigo,
encuentro de dos gritos usados,
cicatrices de antiguas y extensas caricias.

El vértigo que habita este minuto,
que instala su deseo en la cima de esta unión desesperada,
taladra el vidrio opaco de las soledades que dejamos atrás:
oficios que mancharon con su cera abatida la frente
                                                     de los metales más sonoros,
ocupaciones que nos persiguieron,
instrumentos roncos avecindados en ciudades húmedas,
poderes que sembraron tristes banderas en mi carne.

Ahora siento tu olor, ahora te escucho. y sólo existe
la voluntad madura de unos labios que cantan.
Afuera quedó todo. No hay ventanas
en esta habitación que nos acoge.





Preludio. 


Ya no sé cuándo, pero una vez dijiste
algo sobre la noche, algo acerca
de los poderes de la oscuridad.
y tus palabras, tan extrañas a ti, tan diferentes
de tu esencial y conocida luz,
me hicieron recordar los largos años
que tardó este presente en madurar.

Hubo un tiempo anterior. Hubo una ausencia
de sol acariciando los lugares
que después me ofrecieron su verdad más profunda.
y fue lento el azar. Y fueron lentos
los toscos argumentos del dolor,
las oblicuas miradas de la sombra.

Ahora escucho el sonido claro que en la mañana
se alza sobre los cuerpos, los paisajes
que antes fueron oscuros.
                                            Frente a mis ojos brillan
realidades distintas, que hoy comprendo.

Pero cuando la tarde se acerque a los confusos
y trágicos colores de su fin,
tal vez oiga de nuevo la voz que había olvidado
y tenga que encontrar otras razones
para pensar que esto tampoco es cierto.





Mar.


Me entrego sin tristeza a ese rumor amargo
en el que el miedo agita con ira sus metales,
y, habitante de un mundo de muerte y transparencia,
obligo a mi mirada a vagar por un cuerpo.
Con urgencia golpeo sobre las decisiones
de un mar que no conozco, de un dolor que introduce
su noticia de sal en la herida reciente.
He abandonado el barro, la arcilla conocida,
para vivir al borde de un peligro que amo,
para buscar las manos que sostengan mi rostro
sobre el silencio neutro de las profundidades.
Parpadea un color, un informe lejano,
una constelación de sabores marchitos,
y una materia oscura, casi vencida, escucha
el vasto movimiento de un corazón insomne.

Se aproxima la noche.
                                      Desaparece el rastro
que trazaron mis labios sobre la dulce piel
de un tiempo que latía.
                                       Una piedra señala
el origen concreto de un orden sacudido.
y una mínima lumbre, una gota encendida,
encuentra al fin su lecho, su destino en la espuma.

La espera es una angustia que fluye lentamente.
Mis ojos amanecen enfrente de un deseo.
Ahora puedo gritar: un círculo de vidrio
observa los caminos que el sol abre en el agua.





Las sombras anteriores.


Aquel brillo asustado de tus ojos, cuando la tarde
derramaba su cansancio sobre la ciudad.
Aquella impotencia del deseo, del amor amenazado,
oprimido por un peso ajeno
a nosotros, a nuestra fuerza, a nuestra
capacidad para arrodillarnos ante el dolor.

La luz cayó sobre tu piel, dejando
en ella un sabor dorado, un halo de dulzura sin historia.

Pero luego el recuerdo aproximó sus redes
y el pasado alzó sus voces enterradas.

No había nadie. Sin embargo,
una impensada presencia, un implacable
mandato de regreso a los orígenes
se impuso de repente.

                                        Cuando llegó la noche
se nos hizo difícil avanzar por las calles,
dirigir nuestros pasos hacia el lecho
en el que convivían el fuego y el olvido.
No era posible decir las palabras de siempre,
pronunciar los augurios de cada día.
Porque tu país nos llegaba a través del olor de la lluvia,
y el tiempo se negaba a ser piedra sin fecha,
camino detenido, huella leve.

Las tierras lejanas que yo había visto
se agolparon de pronto delante de cualquier sonrisa,
y se detuvo el aire de la madrugada,
y comenzaron a despertarse en mi memoria
las temidas imágenes, los avisos
de una costumbre que no me había abandonado,
que defendía su antigua conquista.

Tuvimos que olvidar los círculos recientes,
las aproximaciones asumidas, los sabores
de la oscuridad deseada, de las cálidas luchas.
Y vimos cómo iba creciendo la sombra junto a nuestro
                                                                             abrazo.
Y cerramos los ojos porque teníamos miedo.





La muerte del silencio. 


Como alguien que después de un vasto tiempo de oscuridad
descubre tras el rostro de la noche
la inesperada presencia del amanecer,
halló el adolescente en un repliegue de su vida
un tesoro nimbado de misteriosos brillos:
era la muerte del silencio. Y el muchacho
penetró en el umbral de la poesía
con paso decidido y fervor en su pecho:
allí estaba la luz de la palabra,
el extraño fulgor de cada hora,
la ignorada expresión de la hermosura
en el regazo de lo conocido.

Un día, con un libro bajo el brazo,
anduvo por las calles soñolientas y tibias
de una ciudad del sur, de su ciudad.
Sentóse al fin en una plaza silenciosa
y vio cómo las manos del sol acariciaban
el oscuro verdor de los magnolios
con más amor que en otras primaveras.

Abrió entonces el libro. Y sólo dos palabras
en su portada halló:
                                   Teócrito: Idilios.
Y el pastor siciliano se aproximó al muchacho
y le contó muchas historias, tan hermosas
como frutas silvestres o el canto de un jilguero.
Con voz muy dulce hablóle largamente
de los amores mitológicos, simples y fabulosos.
Y cuando sus palabras se apagaron
una flauta afligida se despertó a lo lejos.
La luz mediterránea descansaba
en la plata apacible del olivo;
las cigarras cantaban en la sombra;
cerca del mar crecían las adelfas.





La luz.


  No se puede prever. Sucede siempre
cuando menos lo esperas. Puede pasar que vayas
por la calle, deprisa, porque se te hace tarde
para echar una carta en correos, o que
te encuentres en tu casa por la noche, leyendo
un libro que no acaba de convencerte; puede
acontecer también que sea verano
y que te hayas sentado en la terraza
de una cafetería, o que sea invierno y llueva
y te duelan los huesos; que estés triste o cansado,
que tengas treinta años o que tengas sesenta.
Resulta imprevisible. Nunca sabes
cuándo ni cómo ocurrirá.
                                                     Transcurre
tu vida igual que ayer, común y cotidiana.
"Un día más", te dices. Y de pronto,
se desata una luz poderosísima
en tu interior, y dejas de ser el hombre que eras
hace sólo un momento. El mundo, ahora,
es para ti distinto. Se dilata
mágicamente el tiempo, como en aquellos días
tan largos de la infancia, y respiras al margen
de su oscuro fluir y de su daño.
Praderas del presente, por las que vagas libre
de cuidados y culpas. Una acuidad insólita
te habita el ser: todo está claro, todo
ocupa su lugar, todo coincide, y tú,
sin lucha, lo comprendes.
                                                      Tal vez dura
un instante el milagro; después las cosas vuelven
a ser como eran antes de que esa luz te diera
tanta verdad, tanta misericordia.
Mas te sientes conforme, limpio, feliz, salvado,
lleno de gratitud. Y cantas, cantas.





La costumbre.


Esa ciudad del sur donde tú cantas
se me acerca en la noche.
Apenas oigo
el rumor encendido de un labio que pronuncia
las letras del deseo,
la fórmula secreta de dos seres tendidos,
los anillos del fuego, los nudos del amor,
la ecuación desgarrada del minuto y la sombra.
La vida arrastra nombres, fechas, rostros,
caricias que llenaron de luz aquel verano,
risas sobre las sábanas lamidas por el sol.
Todo se va. Las cosas
tienen entre sus manos un designio de herida.
El silencio se agranda y cava su agujero;
la soledad apaga las lámparas colgadas
en los umbrales de la oscuridad.

No me mires ya más. Cierra los ojos,
arranca ese recuerdo caliente de tu pecho,
entierra las imágenes que juntos levantamos,
busca sin ilusión la llave que perdiste.

Y después siéntate, pacientemente:
el libro abierto huele a madrugada.





La ciudad presentida. 


   La ciudad los ungió con las luces del alba
y extendió ante su asombro el viejo laberinto de sus calles.
Traspasaron el umbral de la mañana. Los ojos
se habituaron pronto a la belleza de este día.
Porque en otro lugar y en horas menos plenas
supieron intuir lo que ven hoy:
ese reloj que hace vibrar la plaza
cuando deja caer trozos de tiempo sobre el mundo,
el rincón soleado donde un hombre muy viejo
vende objetos inútiles y hermosos...

   Ellos saben muy bien que las cosas que crecen
bajo este cielo ajeno no son suyas.
                                                          Y querrían
tenderse para siempre sobre la hierba del verano
y engañarse olvidando lo que fueron
antes de estar aquí, antes de haber vivido
de acuerdo con la vida, con arreglo a la luz.

Piensan que pronto, en otra tierra, lejos,
cuando de nuevo vuelvan a sus viejas costumbres
y otra vez el invierno los habite y los venza,
recordarán, oscuros, este sol, este sueño
¡1 de libertad que quiso regalarles la vida.
Pero deciden aplazar las sombras.
                                                             Ahora
no dicen nada. Están aquí. Se miran.
La mañana transcurre. Y son dichosos.





La casa vacía.


 Abre la puerta y da la luz.
                                                    Es ya muy tarde,
y sabe que en su casa nadie lo espera.
                                                                  Todo
sigue en su sitio y el silencio pesa
sobre las mudas cosas que le ignoran.
Va de aquí para allá, por el pasillo, por las vacías
habitaciones, y no sabe qué hacer, por qué esta noche
está tan lejos todo.
                                Coge un libro.
Pasa un rato leyendo.
                                      Luego, escucha
con desgana una música.
                                            Mientras, la madrugada
avanza lentamente.
                                   Acaso alguna rosa
de ese florero que hay sobre la mesa
deja caer sus pétalos marchitos.





La casa.


Yo sé que sigue allí.
                                  Si la memoria
se acerca sin querer a las riberas
de aquel tiempo que grita en el silencio
de los días perdidos, se levanta
otra vez en mi pecho el antiguo dolor,
la profunda caricia del incendio
que cantaba en el centro de un verano
vibrante, de unos meses extendidos
sobre la tierra aquella, tan lejana.

Heridas de la luz, caminos lentos
por los que anduvo un cuerpo, una alegría,
un temor que creció bajo los ojos
de cualquier madrugada.
                                            Ahora regreso
a la casa de entonces. Allí siguen
los objetos que oyeron el sonido
de nuestra soledad en la penumbra
de aquella habitación, el viejo lecho
en que ardieron los astros, los minutos
que se fueron cayendo de tus manos.

Y afuera sigue el sol, y el árbol solo
anclado en el calor del mediodía.





El viajero.


A veces me pregunto qué habría sido de mí
sin los recuerdos que tan celosamente guardo:
aquella callejuela que olía a madera y a fruta
en un húmedo barrio de París,
los árboles dormidos bajo el sol
en una plaza antigua de Florencia,
el órgano que hacía vibrar la catedral de Orvieto
en un amanecer lejano,
la lluvia golpeando en la ventana
de una habitación en la que yo sufrí,
los ojos oscuros que me miraron
en un crepúsculo de no sé dónde...

Cuando la inmediatez de los oficios cotidianos
se filtra hasta mis huesos y me impide
respirar con amor los olores espesos,
fríos, sin luz, de la costumbre,
cierro los ojos, regreso lentamente
a las tierras que en otro tiempo recorrí,
a los lugares en los que el olvido no impuso su silencio.
Acaricio los días que pasaron,
las horas que brillan en la distancia
como ciudades recostadas a la orilla de la noche.

Y pienso con tristeza que fue hermoso andar tantos
                                                                                 caminos,
aunque sepa que ya sólo podré pisarlos
con una pobre ayuda: la memoria.





El verano.


Mejor tal vez sería no recordar de nuevo
los días que pasaron como caricias crueles
por tu piel y mis manos.
En la luz del deseo brillaron nuestros cuerpos
y juntos escuchamos la voz ancha del mar.
Las heridas fragantes de aquel tiempo persisten
como antiguos dolores recientes en mi carne.
Yo no quiero escuchar el lenguaje marchito
de las cosas que ardieron.
Pero sé que es inútil. No es posible
recurrir a un presente hecho de soledad
para olvidar el canto de un verano, unos brazos,
para dejar temblando en el camino
el fuego que aún enciende sin querer mis palabras.





El poema. 


A veces me tropiezo con tu sonido. Escucho
un eco que golpea las paredes del sueño
y oigo en mi pulso un ritmo de aventura y suicidio.
La noche se hace entonces laberinto. Mis pasos
penetran en el bosque, presienten el encuentro.
Me acerco a los lugares donde la muerte esconde
el vértigo y la luz de su relámpago.
Para todo soy ciego si este dolor me acecha:
la destrucción buscada es la vida más honda.
Ya no puedo escapar. tu voz es cárcel;
la orden se hace canción, llanto quemado,
lucidez delirante, tiempo entero.
Me rodean las cosas; en la penumbra gimen
y esperan que las nombre, que mis manos
impriman un color a su destino,
esculpan una forma en su carne reciente.
Me olvido del silencio, de la larga sequía;
la soledad se puebla de jadeos y gritos;
giran los signos y la sombra acepta
mi fiebre sacudida, mi pasión levantada.
Me pierdo en el camino. regreso. Al fin descifro
la secreta escritura, el vértice sonoro.
todo termina y callo. Tiembla la noche. Cae
una gota de lumbre sobre el papel en blanco.





El mar estaba lejos... 


El mar estaba lejos.
Pero en el aire húmedo de la mañana
se percibía un vago olor salado y rumoroso.

Fue entonces cuando el hombre despertó.
Guardó en su pecho las hermosas imágenes del sueño
y emprendió su camino.

Atrás fueron quedando
las ciudades, los pueblos, las aldeas
que el afán de los hombres levantara.
Atravesó también bosques umbrosos,
tierras resecas, valles pensativos.

Pasaron muchas horas. Y ya el sol último
arrojaba los restos de su incendio
a las cimas de los montes más altos.

Y el caminante se adentró en la noche
como un dios en su soledad.

Ahora la luna brilla en el centro del cielo
y su plena mirada contempla con amor
la juventud del hombre y su quimera.

El mar estaba aún lejos. Pero ya podía oírse
su canción misteriosa.

                                               La madrugada
refrescaba las sienes fatigadas del hombre,
que siguió caminando y advirtió
una presencia humana en la lejana orilla.

Una hermosa muchacha lo veía acercarse:
eran grandes sus ojos;
su cabello, oscuro como el viento nocturno:
su cuerpo, silvestre y frágil.

Intensamente se miraron,
y el silencio les hizo comprenderse.
Abandonaron sus ropas en la arena
y juntos penetraron en las oscuras aguas.





El espejo. 


Me instalo frente a ti, miro tus ojos
y vigilo el espacio donde tu voz me busca.
Me estremece el dolor del encuentro imprevisto,
la sed con que te acercas al borde de mi sombra,
el hueco que descubres en la luz de mi espejo.
La soledad me arropa. Sólo en la noche existo.
Y nunca me detengo sobre el mismo minuto
en el que tú te apoyas para seguir llamándome.
Suéñame de otro modo. Sacude el saco triste
del idioma heredado. Cuéntale a las palabras
las historias oscuras que sólo tú conoces;
diles cómo te asusta mi presencia y mi odio,
cuánta muerte te cuesta acariciar mi huida.
A veces, en el centro mismo de tu pregunta,
me reconozco y corro hacia otra oscuridad:
es amargo encontrar al final de un abrazo
mi propio grito erguido y mi propio deseo.
Por eso me divido, me desdoblo y me hundo
en heridas distintas: me da miedo encontrarte.
Tu sonido es el mío. Tu tristeza, tus ropas
saben a mí, y m escuece el recuerdo adherido
al tiempo conciliado, al tiempo único
en que la conjunción habitó nuestras sangres.





Después de la lluvia.


En el atardecer, después de la lluvia,
el sol acariciaba las piedras de la antigua ciudad
de una especial manera,
con un profundo y triste y natural amor.

Y al mirarnos supimos que éramos conscientes
de aquel minuto prodigioso,
de aquella intensa belleza inestable.





Dejadme aquí, sumido en la penumbra... 


Dejadme aquí, sumido en la penumbra
de esta habitación en la que tantas horas de mi vida
                                                                    transcurrieron.
Es tarde ya. La noche se aproxima
y hoy -no sé por qué- más que otras veces necesito
quedarme solo y recordar muy lentamente
algunas cosas del pasado,
ciertas historias ya casi perdidas,
mientras el sol se aleja y la ciudad va hundiéndose
                                                                      en la sombra.





De la tristeza al regreso.


Extraña conjunción, pueblo de ríos
fluyendo hacia ese centro, bajo un astro
que derrama su luz sobre las rocas.
Eterno mar, quimera de otro tiempo,
sombra asustada, oscuridad que sufre.

Acercarse hasta allí, viajar al fondo
de nuestra soledad, de nuestro miedo,
y encontrarnos de pronto frente a frente
con la mirada de la inmensidad.
Aventura de andar a ciegas por el borde
de una palabra llena de gritos y caricias,
de una fascinación antigua y poderosa.

Y más tarde volver al lugar conocido
-casa apagada, seca geometría-
con los ojos más viejos, sin nada entre las manos,
y seguir contemplando con dolor y en silencio
nuestro propio cadáver: la muerte acostumbrada.





Cuerpo dormido.


A veces recuerdo la tibieza de aquellos días,
la gracia de aquel cuerpo dormido,
la blancura del lecho en un rincón del cuarto,
el libro abandonado, entreabierto,
la lámpara sumisa, la ventana,
el sonido lejano de la lluvia,
los lentos rumores de la noche.
y pienso entonces que fue hermosa la vida,
y acaricio en mi pecho las heridas del tiempo.





Cavidad permanente.


Eran tan sólo cuerpos asustados,
carne color de grito, fiebre alerta
en la savia lunar de los rumores.
Al llegar pronunciaron su oleaje,
su ocupación cansada de la noche.
Hincaron su raíz en la penumbra
y en los atrios brillaron las señales
de una claudicación predestinada.
Nada dijeron de la luz herida,
de las gargantas que se despertaron
sobre la oscuridad de ciertas horas,
ni del murmullo arrodillado, lento,
de la respiración de sus edades.
Sobre la piel de una sonrisa muerta
creció la profecía de los nombres.
Las calles se olvidaron de los ecos
que acaricia al pasar la madrugada,
y la humedad trepó por la osamenta
de una ciudad hundida en el verano.
Nadie pudo advertir con su ternura
la palabra que el tiempo edificaba
sobre un reloj partido: la memoria.
El Sur se levantó sobre la sangre
y la sangre gritó en sus acueductos.
Después volvió el dolor a los caminos
y abrió sus espirales la costumbre.





Camino del silencio.


Y ahora cállate. No dejes que a tus labios
se asomen nunca más las palabras que hoy
has dicho por vez última. Guarda la voz
para tu soledad. Que tu trabajo
sea el silencio, el gozo o el dolor de callar
lo que las horas te dieran, lo que aprendiste
en los días luminosos que se fueron.





Alrededores de la luz.


Casi sin ver la realidad del día
ni la certeza de su claridad,
ando en busca de ti, de los vestigios
de unos años, de un mar, de unos lugares.
Porque la sombra avanza y los astros escriben
sus órdenes fatales en mi frente,
y es triste a solas proseguir la angustia
de los caminos que iniciamos juntos.

Pensar un cuerpo es inventar la noche
de las islas perdidas, el fulgor
olvidado en los brazos de la hierba.
Es difícil ahondar en el silencio,
llenar de amor el hueco que el instante
abre en el grito con que te pronuncio.

No escucho la presencia de tus pasos
vigilando la herida de los versos escritos
ni el temblor desolado de la tarde
deja en mi voz el poso transparente
de lo que ardió y se fue y es ya elegía.

Seguir es regresar, volver al borde
del lecho aquel, de la blancura en llamas.
La soledad me dicta letras anochecidas
y las horas se duermen en el pulso del tiempo.

Vuelve a llamarme. Esparce tus designios
en las proximidades de otra hoguera.
Se acabará el sonido del invierno,
la mirada extendida, la sed de las palabras
El deseo que recuerda el color de unos ojos
descansará en la tierra que conoce.
Las calles arderán a mediodía
y cantará la luz entre mis manos.





Alabanza de la noche. 


La luz los separaba. No podían
acomodar sus ojos al dolor que la mañana
derramaba en su mundo, en el tierno desorden de sus cosas.
El día le dictaba a la indolencia normas de claridad,
difíciles caminos bajo el sol.

Malgastaban su tiempo en trabajos extraños,
en tareas que les eran ajenas y que las horas
dejaban en sus manos de repente.

Y transcurrían siglos de silencio, inacabables
épocas de sed, grandes espacios de flores muertas,
Pero al fin la triste respiración de la ciudad cansada
les decía que comenzaba a regresar el atardecer.
Posaban la mirada en las lejanas cumbres. Presentían
que en el rumor oscuro de sus árboles
ya estarían las aves buscando su cobijo,
su humilde refugio de verdor apagado.

Entonces olvidaban la larga separación,
rompían las ataduras de la luz
y se encontraban de nuevo en el límite exacto de la sombra.

Porque la noche los unía, los empujaba suavemente
al lecho en que los cuerpos celebran los ritos de la
                                                                               inmediatez,
al reino de la inocencia y de lo verdadero.


El gato blanco de Drumgunniol. Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873)

¡Quién no ha oído contar de niño la famosa historia de la gata blanca! Pero yo voy a contar aquí la historia de un gato blanco muy distinta a la de la amable y encantada princesa que tomó este disfraz durante una temporada. El gato blanco del que voy a hablar es un animal mucho más siniestro. El que viaja deLimericka Dublín, tras dejar atrás las colinas de Killaloe a la izquierda, cuando el monte Keeperse yergue a su vista, se va viendo gradualmente rodeado, a la derecha, por una cadena de colinas más bajas. En medio se extiende una llanura ondulada que se va hundiendo paulatinamente hasta un nivel inferior al del camino, cuyo carácter agreste y melancólico alivia algún que otro seto desparramado.

Uno de los pocos habitáculos humanos que proyectan hacia lo alto sus columnas de humo de turba en medio de esta llanura solitaria es el construido con tierra y de techumbre malamente cubierta de paja de un «granjero duro», como llaman en Munster a los más prósperos de los labriegos. Se asienta en medio de un racimo de árboles junto al borde de un riachuelo serpenteante, a medio camino entre las montañas y la carretera de Dublín, y durante muchas generaciones ha dado cobijo a una familia de apellido Donovan.

Lejos de allí, deseoso de estudiar varios legajos irlandeses que habían caído en mis manos, y tras preguntar por algún profesor capaz de instruirme en la lengua irlandesa, me recomendaron a un tal Mr.Donovan, personaje soñador, inofensivo y muy instruido. Descubrí que había estudiado con una beca en el Trinity College de Dublín. Ahora se ganaba la vida dando clases, y supongo que la índole especial de mi estudio debió de estimular su amor patrio, pues me confió muchos pensamientos suyos largo tiempo callados y muchos recuerdos de su terruño y de sus primeros años. Fue él quien me contó esta historia, que intentaré repetir aquí, de la manera más fiel posible, con sus mismas palabras. Yo he visto muchas veces esa antigua y singular granja de labriegos: su huerto de inmensos manzanos cubiertos de musgo; la torre desmochada cubierta de hiedra, que doscientos años atrás había servido de refugio contra agresores y bandidos, y que aún ocupa su antiguo emplazamiento en la esquina del granero; el seto, tan frondoso, a ciento cincuenta pasos de distancia, testigo de los trabajos de una raza ya pasada; el perfil oscuro y dominante del viejo torreón al fondo; y, cerca de allí, haciendo barrera, la solitaria cadena de colinas cubiertas de aliaga y brezales, con una línea de rocas grises y racimos de robles enanos o abedules.

La impresión general de soledad hacía de todo aquello un escenario ideal para un relato salvaje y sobrenatural. Yo imaginaba perfectamente cómo, visto en el gris de una mañana invernal, cubierta por doquier de nieve, o en la melancólica belleza de una puesta de sol otoñal, o en el gélido esplendor de una noche de plenilunio, aquel escenario coadyuvaba a sintonizar una mente soñadora como la del honrado Dan Donovan con la superstición, o una mente cualquiera con las ilusiones de la fantasía. Es cierto, no obstante, que jamás he encontrado en mi vida a una persona más sencilla y más de fiar. Cuando era niño, me contó, y vivía en Drumgunniol, solía llevarme la Historia romana de Goldsmith a mi lugar favorito, una piedra lisa situada cabe un espino junto a una laguna bastante profunda, similar a lo que en Inglaterra he oído llamar lago alpino. Se encuentra en una vaguada limitada al norte por el viejo huerto, un lugar solitario de-lo más apropiado para estudiar con tranquilidad. Un día, después de la habitual panzada de lectura, me cansé finalmente y me puse a mirar a mi alrededor, pensando en las escenas heroicas que acababa de leer. Estaba tan despierto como lo estoy ahora mismo, y vi a una mujer que asomaba por un extremo del huerto y empezaba a bajar la cuesta.

Llevaba un vestido gris claro y muy largo, tanto que parecía acariciar la hierba bajo sus pies; la manera como iba vestida me resultó tan singular en aquella parte del mundo donde el atavío femenino estaba perfectamente reglamentado por la tradición que no pude quitarle los ojos de encima. Iba atravesando diagonalmente el vasto campo con paso regular. Al acercarse noté que iba descalza y parecía ir mirando a un punto fijo, como si le sirviera de guía. Su itinerario en línea recta la habría hecho pasar -haciendo abstracción de la laguna- a unos diez metros más abajo de donde yo estaba sentado. Pues he aquí que, en vez de detenerse al borde de la laguna, como yo había esperado, prosiguió como si el agua no fuera obstáculo, y así la vi, con la misma claridad como lo veo a usted, señor, atravesar la laguna sobre su superficie y pasar, al parecer sin verme, a la distancia aproximada que yo había calculado.

Estuve a punto de perder el conocimiento de puro terror. Yo tenía sólo trece años entonces, y recuerdo cada detalle como si hubiera ocurrido ahora mismo. La figura atravesó una abertura que había en el ángulo más alejado del campo, donde la perdí de vista. Apenas tenía fuerzas para volver a casa y estaba tan asustado que durante tres semanas permanecí recluido en casa sin poder estar solo ni siquiera un minuto. El horror que me había producido la aparición en aquel campo fue tal que ya no volví nunca más a aquel lugar. Ni siquiera ahora, después de tantos años, se me ocurriría pasar por allí. Aquella aparición la relacioné enseguida con un acontecimiento misterioso o, si se quiere, con una fatalidad singular que durante casi ocho años se ensañó con nuestra familia. No es ninguna fantasía mía. Todo el mundo de esta comarca sabe perfectamente a qué me estoy refiriendo (y todo el mundo relacionó entonces con eso mismo lo que yo había visto).

Procuraré contárselo a ustedes de la mejor manera posible. Recuerdo la noche en que, cumplidos ya los catorce años -es decir, un año después de la referida visión en el campo de la laguna-, nos encontrábamos esperando a que volviera a casa mi padre de la feria de Killaloe. Me había quedado acompañando a mi madre, pues me encantaba aquel tipo de vigilias. Mis hermanos y hermanas, así como los criados de la granja, salvo los hombres que volvían de la feria con el rebaño, se habían retirado ya a descansar. Mi madre y yo estábamos sentados junto a la chimenea charlando y vigilando que la cena de mi padre se mantuviera caliente en el fuego. Sabíamos que volvería antes que los mozos que traían el ganado, pues él venía a caballo y nos había dicho que se pararía a verlos marchar y luego vendría corriendo a casa. Por fin oímos su voz y sus enérgicos golpes en la puerta, y mi madre se levantó a abrirle. Yo no creo haber visto nunca a mi padre borracho, cosa que, en toda la comarca, muy pocos chicos de mi edad habrían podido decir del suyo. Lo cual no significa que no se tomara su vaso de whisky como todo hijo de vecino; y, cuando había feria o mercado, volvía a casa algo alegre y achispado y con las mejillas arreboladas. Pero aquella noche tenía un aspecto deprimido, pálido y triste. Entró con la montura y las bridas en la mano, las dejó junto a la pared, cerca de la puerta, y luego rodeó con los brazos el cuello de su mujer y la besó tiernamente.

-Bienvenido a casa, Meehal -dijo ella besándolo cariñosamente.
-Que Dios te bendiga, querida -contestó él.

Y, tras acariciarla de nuevo, se volvió hacia mí, que estaba tirándole de la mano, celoso de su atención. Yo era pequeño y ligero para mi edad, y él me cogió en sus brazos y me besó, y, con mis brazos aún en su cuello, dijo a mi madre:

-Echa el cerrojo, mujer.

Ella obedeció, y él, bajándome con aire muy deprimido, se dirigió hacia la lumbre y se sentó en un taburete con los pies extendidos hacia la turba candente y las manos apoyadas en las rodillas.

-Alegra esa cara, Mick, querido -dijo mi madre, que estaba poniéndose nerviosa-,y cuéntame si se ha vendido bien el ganado y todo ha salido bien en la feria o si has tenido algún problema con el amo, o cualquier otra cosa que te pueda preocupar, Mick, tesoro.
-No, nada,Molly.Las vacas se han vendido bien, gracias a Dios, y no hay ningún problema entre el amo y yo, y lo mismo las demás cosas. Todo anda bastante bien.
-Bueno, Mickey, entonces, si es así, mira esa cena caliente que te está esperando y atácala, y dime si hay alguna otra novedad.
-Ya he cenado en el camino, Molly, y no tengo ganas -contestó.
-¿Que has cenado en el camino sabiendo que te esperábamos en casa, con tu mujer levantada y todo lo demás? -le regañó mi madre.
-Has interpretado mal lo que he dicho -repuso mi padre-. Bueno, en realidad ha ocurrido algo que me ha quitado las ganas de tomar nada. Mira,Molly, no voy a andarme con misterios contigo, pues a lo mejor me queda ya poco tiempo de estar aquí. Así que te diré lo que ha pasado. He visto al gato blanco.
-¡Que el Señor se apiade de nosotros! -exclamó mi madre, de repente tan pálida y descompuesta como mi padre; y luego, tratando de reponerse, agregó con una risita-: ¡Eh! Seguro que es una broma que me estás gastando... Me han dicho que el domingo pasado cayó en una trampa un conejo blanco en el bosque de Grady; y que Teigue vio ayer una gran rata blanca en el granero.
-No ha sido ninguna rata ni ningún conejo. No irás a decirme que confundo una rata y un conejo con un gato blanco grande con unos ojos verdes más grandes que platos y el lomo arqueado como un puente, que se me acerca dispuesto, si me quedo quieto, a restregarse el lomo contra mis espinillas, y a lo mejor a saltarme al cuello y pegarme un mordisco... Bueno, si es que a eso se le puede llamar un gato y no otra cosa peor...

Mi padre terminó su relato, en voz baja y con la vista fija en el fuego, y luego se pasó su mano grande por la frente una o dos veces. Tenía el rostro húmedo y reluciente por los sudores del miedo, y exhaló un fuerte suspiro, que pareció más bien un gemido. Mi madre se había dejado vencer por el pánico y estaba rezando de nuevo. Yo estaba también terriblemente asustado, y con ganas de llorar, pues sabía lo que significaba la aparición del gato blanco. Dando a mi padre una palmada en el hombro para animarlo un poco, mi madre se apoyó en él, lo besó y luego se echó a llorar. Él le apretujó las manos, con aspecto muy apurado.

-No ha entrado en casa nada conmigo, ¿verdad? -dijo en voz muy baja volviéndose hacia mí.
-Nada, padre -dije yo-; nada más que la montura y las riendas que traías en la mano.
-Nada de color blanco ha llegado hasta la puerta conmigo ¿verdad? -repitió.
-Nada -contesté nuevamente.
-Mejor -dijo mi padre, el cual, tras hacer la señal de la cruz, empezó a murmurar para sí. Yo sabía que estaba recitando sus oraciones. Mi madre esperó un rato a que terminara su plegaria y luego le preguntó dónde lo había visto por primera vez.
-Cuando subía por la vereda, recordé que los mozos iban por el camino con el ganado y que nadie cuidaría del caballo si no lo hacía yo; así que pensé que podía dejarlo en el campo de abajo, y, como el animal estaba muy tranquilo, lo conduje fácilmente por todo el camino. Fue al volverme, después de dejarlo -me había llevado conmigo la montura y las riendas- cuando lo vi aparecer por detrás de la hierba que hay junto al camino y ponerse primero delante de mí y luego detrás, y después a un lado y luego al otro, y así un rato, mirándome todo el tiempo con sus ojos centelleantes; y juraría que lo oí aullar al pegarse a mí -tan pegado como estamos nosotros dos- hasta que conseguí llegar aquí y llamé a la puerta, como habéis oído.

Pues bien, ¿por qué una circunstancia tan simple agitaba a mi padre, a mi madre, a mí mismo y, finalmente, a todos los miembros de esta familia de labriegos, con un terrible presentimiento?

Sencillamente porque todos y cada uno de nosotros sabíamos que mi padre había recibido, en aquel encuentro con el gato blanco, un aviso de su muerte inminente. Aquel mal fario no había fallado nunca hasta entonces. Y no falló tampoco esta vez. Una semana después, mi padre cogió una fiebre que se había propagado y murió antes de un mes. Mi buen amigo Dan Donovan hizo una pausa; por el movimiento de sus labios comprendí que estaba rezando, y deduje que era por el descanso de aquella alma desaparecida. Poco después reanudó su relato. Hace ya ochenta años que esta maldición anda asociada con mi familia. ¿Ochenta años? Bueno, noventa años sería más exacto. Yo hablé hace tiempo con muchas personas ancianas que recordaban con nitidez todo lo relacionado con este caso.

Ocurrió de la siguiente manera: Mi tío abuelo, Connor Donovan, era en aquel tiempo propietario de la vieja granja de Drumgunniol. Era más rico de lo que nunca llegaría a ser mi padre, ni el padre de mi padre, pues tomó en arriendo Balraghan durante unos años e hizo mucho dinero. Pero el dinero no ablanda un corazón duro, y, por desgracia, mi tío abuelo era un hombre cruel, amén de libertino, y este tipo de personas suelen ser crueles de corazón. También bebía lo suyo y maldecía y blasfemaba cuando se enfadaba, más, me temo, de lo que convenía a su alma. En aquella época vivía en las montañas, no lejos de Capper Cullen, una bonita muchacha de la familia de los Coleman. Según me han contado, ya no queda allí ningún Coleman,y es probable que esta familia se haya extinguido. Los años del hambre acarrearon grandes cambios. Se llamaba Ellen Coleman. Los Coleman no eran ricos, pero al ser ella tan hermosa podía esperarse hacer un buen casamiento. Pero... peor casamiento que el suyo, imposible.

Con Donovan -mi tío abuelo, ¡que Dios le haya perdonado!- la veía a veces en los mercados y fiestas patronales,y se enamoró de ella, como era de suponer. Pero se portó mal con ella: le prometió el matrimonio y la convenció para que se fuera con él, pero al final no cumplió su palabra. Fue la historia de siempre. Se había cansado de ella, y quería triunfar en el mundo. Acabó casándose con una joven de los Collopy que tenía una gran fortuna: veinticuatro vacas, setenta ovejas y ciento veinte cabras. Se casó, pues, con esta Mary Collopy, y se hizo todavía más rico. Y Ellen Coleman murió con el corazón destrozado. Pero aquello no le quitó el sueño al inhumano labriego. Le habría gustado tener hijos, pero no tuvo ninguno, y fue ésta la única cruz que tuvo que llevar, pues todo lo demás le salía a pedir de boca.

Una noche, volvía de la feria de Negagh. Un riachuelo atravesaba entonces la carretera –habían construido un puente hacía poco en aquel punto, según me contaron-, y estaba casi siempre seco en verano. Cuando estaba seco, dado que pasaba, con pocas revueltas, cerca de la vieja granja de Drumgunniol, hacía las veces de carretera, que la gente utilizaba entonces como atajo para llegar hasta la casa. Como aquella noche había luna, mi tío abuelo dirigió su caballo hacia aquel riachuelo seco y, cuando hubo alcanzado los dos fresnos junto a la granja, lo hizo bajar hasta el lecho con la intención de franquear la abertura que había en el otro extremo, cabe el roble, y encontrarse así a unos doscientos metros de su puerta. Al acercarse a la «abertura», vio, o creyó ver, deslizándose lentamente por el terreno en la misma dirección y dando de vez en cuando unos pequeños saltos, una cosa blanca que, según él mismo describió, no era mayor que su sombrero, pero que no podía decir con seguridad qué era exactamente ya que se movía a lo largo del seto y desapareció en el punto hacia el cual él se estaba dirigiendo. Al alcanzar la abertura, el caballo se paró en seco. Mi tío abuelo le gritó y lo espoleó en vano. Se bajó para llevarlo de las riendas, pero el animal reculó, estornudó y le entró un terrible ataque de temblor.

Volvió a montarlo. Pero, a pesar de las caricias y latigazos de su amo, seguía aterrorizado y persistía en su obstinación. Había luna llena y mi tío estaba muy enojado por la resistencia del animal, sobre todo porque no le encontraba ninguna explicación; al verse tan cerca de la casa, perdió la poca paciencia que le quedaba y, empleando con saña el látigo y las espuelas, irrumpió en maldiciones y blasfemias. De repente, el caballo se puso en movimiento de un arreón, y Con Donovan, al pasar bajo el amplio ramaje del roble, vio claramente, junto a él, a una mujer a la orilla del lago con el brazo extendido, la cual, al pasar a su lado, le asestó un fuerte golpe en la espalda que le hizo dar con la cabeza sobre el cuello del caballo; el animal, presa de terror, alcanzó la puerta en un santiamén, donde permaneció inmóvil, todo él temblando y echando vapor. Más muerto que vivo, mi tío abuelo entró. Contó lo que le había pasado, aunque un tanto a su manera. Su mujer no sabía qué pensar, aunque estaba segura de que algo muy malo le había ocurrido. Lo encontraba muy débil y enfermo,y mandó llamar enseguida al sacerdote. Cuando lo llevaron a su cama vieron claramente las marcas de cinco uñas en la piel de su espalda, donde se había abatido el golpe espectral. Aquella marcas extrañas -según decían, tenían el color de un cuerpo alcanzado por un rayo quedaron grabadas en su carne y le acompañaron a la tumba.

Cuando se hubo recuperado lo suficiente para poder hablar -aunque como quien se encuentra en su última hora, con el corazón apesadumbrado y la conciencia intranquila-, repitió su historia, pero aseguró que no había reconocido la cara de la figura que había visto en la abertura. Pero nadie lo creyó. Estuvo hablando un buen rato -con el sacerdote. Ciertamente tenía un secreto que contar. Podría haberlo divulgado con total franqueza, pues todo el vecindario sabía de sobra que era el rostro de la muerta Ellen Coleman el que había visto. Desde aquel momento, mi tío abuelo no volvió a recuperarse. Se volvió un hombre asustado, taciturno y atribulado. Era el principio del verano, y con la caída de las primeras hojas del otoño murió.

Por supuesto, hubo velatorio, como correspondía a un labriego tan importante y acaudalado. Por alguna razón, los preparativos de la ceremonia fueron algo diferentes de lo habitual. La práctica corriente es colocar el cuerpo en el gran salón de la casa. En este caso particular se siguió, como les he dicho, por alguna razón especial, una disposición distinta: el cadáver se colocó en una pequeña habitación que daba a la más grande. La puerta, durante el velatorio, permaneció abierta. Había candelabros alrededor de la cama, pipas y tabaco sobre la mesa, y taburetes para las personas que quisieran entrar, mientras la puerta permanecía abierta para la recepción. Una vez amortajado el cadáver, lo dejaron solo en esta pequeña estancia mientras hacían los preparativos para el velatorio. Después del crepúsculo, al acercarse a la cama una de las mujeres a coger una silla que había dejado al lado, salió de la habitación con un grito; una vez que hubo recuperado el habla, y rodeada por un auditorio boquiabierto, dijo:

-¡Que me muera ahora mismo si no tenía la cabeza levantada y estaba mirando fijamente a la puerta, con los ojos más grandes que platos de peltre, que centelleaban a la luz de la luna!
-¡Hala, qué dices, mujer! Tú estás chiflada -dijo uno de los mozos de la granja.
-¡Eh, Molly, no sigas hablando, anda! Eso es lo que has imaginado al entrar en la habitación oscura, sin luz. ¿Por qué no cogiste una vela, mujer de Dios? -dijo una de sus compañeras.
-Con vela o sin vela, lo he visto -insistióMolly-.Y, lo que es más, casi podría jurar que he visto también que sacaba tres veces el brazo de la cama y lo arrastraba por el suelo para agarrarme por los pies.
-Sandeces. Tú estás chiflada. ¿Para qué puede querer él un pie tuyo? -exclamó uno desdeñosamente.
-Que alguien me dé una vela, por todos los santos del cielo -dijo la vieja Sal Doolan, una mujer delgada y tiesa, que sabía rezar casi como un sacerdote.
-Dadle una vela -convinieron todos.

Pero, a pesar de sus comentarios anteriores, no había ni uno de ellos que no pareciera pálido y asustado mientras seguían a Mrs. Doolan, que iba rezando todo lo deprisa que se lo permitían los labios y encabezaba el grupo con una vela de sebo, cogida con los dedos, como una cerilla.

La puerta estaba medio abierta, tal y como la despavorida muchacha la había dejado; y, sosteniendo la vela en alto para ver mejor la habitación, ésta se aventuró en el interior. Si la mano de mi tío abuelo había estado extendida por el suelo, de la manera sobrenatural antes descrita, sin duda éste la había recogido bajo el lienzo que lo cubría, por lo que la larga Mrs.Doolan no corrió ningún peligro de tropezar con ella al entrar. Pero no había avanzado más que unos pasos con la vela en alto cuando, con el rostro demudado, se paró en seco, mirando fijamente a la cama que ahora se veía perfectamente.

-¡Que Dios nos bendiga! ¡Mrs.Doolan, échese atrás! -exclamó despavorida la mujer que estaba cerca de ella cogiéndola repentinamente por el vestido, o manto, y tirando con fuerza de ella mientras todos los que la seguían retrocedían alarmados por su vacilación.
-¡Shhh! ¿Queréis callaros? -exclamó la cabecilla perentoriamente-. Con el ruido que estáis haciendo no oigo nada. ¿Quién de vosotros ha dejado entrar ese gato aquí, y de quien es? -preguntó mirando con recelo al gato blanco que se había acomodado sobre el pecho del cadáver.
-¡Sacadlo de ahí ahora mismo, vamos! -ordenó horrorizada ante semejante profanación-. En los años que llevo vividos he amortajado a muchas personas, pero nunca había visto nada semejante. ¡El amo de la casa, con semejante bestia encima, como un demonio! Que Dios me perdone por mentar al maligno en esta habitación. Que alguien lo saque de ahí ahora mismo, ¡vamos!

Cada cual retransmitió la orden, pero sin que nadie pareciera dispuesto a ejecutarla. Todos se estaban santiguando, musitando sus conjeturas y aprensiones sobre la naturaleza de aquel bicho, que no era un gato de la casa ni nadie había visto nunca. De repente, el gato se colocó sobre el cojín que había junto a la cabeza del cadáver y, tras lanzar una mirada torva a todos los presentes, fue deslizándose lentamente a lo largo del cuerpo exánime hacia ellos, maullando despacio pero ferozmente conforme se acercaba. Todos salieron a empellones de la estancia en medio de una espantosa confusión, cerrando bien la puerta tras ellos, y transcurrió un buen rato antes de que los más temerarios se atrevieran a echar otro furtivo vistazo. El gato blanco seguía sentado donde antes, sobre el pecho del muerto; pero ahora saltó tranquilamente por un lado de la cama y desapareció por debajo de ésta; el lienzo, que a modo de cobertor bajaba casi hasta el suelo, lo ocultó a la vista.

Rezando y santiguándose,y sin olvidarse de echar agua bendita, se pusieron finalmente a buscar bajo la cama, armados de palas, «zarzos», horcas y otros aperos por el estilo. Pero el gato ya no estaba allí, y dedujeron que se había escabullido entre sus piernas mientras estaban en el umbral. Así, cerraron bien la puerta con cerrojo y candado. Pero, a la mañana siguiente, al abrir la puerta encontraron el gato blanco sentado, como si no hubiera sido molestado en ningún momento, sobre el pecho del hombre muerto. De nuevo se reprodujo casi la misma escena, con semejante resultado, sólo que algunos dijeron después haber visto al gato escondido debajo de una gran caja que había en un rincón de una habitación exterior, donde mi tío abuelo guardaba su contrato de arrendamiento y demás papeles, así como su libro de oraciones y rosarios. Mrs.Doolan lo oía maullar a sus talones donde quiera que iba; y, aunque no lo veía, lo oía saltar sobre el respaldo de su sillón cuando ella se sentaba, y ponerse a maullar a su oído, lo que la hacía saltar con un grito y una plegaria, convencida de que el bicho iba a morderle en el cuello. Y el monaguillo, al mirar a su alrededor bajo los ramajes del viejo huerto, vio a un gato blanco sentado debajo de la pequeña ventana del cuarto donde yacía el cuerpo de mi tío abuelo mirando fijamente a los cuatro pequeños cristales cual gato que ojea a un pájaro.

En resumidas cuentas, siempre que alguien entraba en la habitación veía al gato encima del cadáver, y, por muchas precauciones que tomaran, siempre que dejaban solo al hombre muerto, el gato estaba allí acompañándolo fatídicamente. Y así prosiguió para estupor y terror del vecindario, hasta que la puerta se abrió finalmente para el velatorio. Una vez muerto mi tío abuelo, y enterrado con todas las debidas ceremonias, ya he acabado con él. Pero no he acabado aún con el gato blanco. Ningún fantasma se ha asociado nunca tan indisolublemente a una familia como esta nefasta aparición a la mía. Pero hay una diferencia. Generalmente, el fantasma mantiene una relación de afecto hacia la familia afligida a la que está hereditariamente asociada, mientras que este bicho es claramente sospechoso de malignidad. Es sencillamente el mensajero de la muerte. Y el que haya adoptado la forma de gato -el más frío y, según dicen, el más vengativo de los brutos- es bastante indicativo del tenor de su visita.

Cuando a mi abuelo le llegó la hora de la muerte, aunque él parecía estar bien en aquella época, el gato se le apareció, si no exactamente igual, sí de manera muy parecida a como se le había aparecido a mi padre. El día antes de que mi tío Teigue perdiera la vida por la explosión de su fusil, se le apareció al atardecer, junto a la laguna, en el campo en el que yo vi a la mujer caminando por el agua, como ya les he contado. Mi tío se hallaba lavando el cañón de su fusil en el lago. La hierba es baja allí, y no había ningún escondite alrededor. No se explicaba cómo se le había acercado, pero el hecho es que lo vio de repente cerca de sus pies, a la hora del atardecer, con la cola nerviosamente arqueada y un verde amenazador en los ojos; e, hiciera lo que hiciera mi tío, el animal seguía dando vueltas a su alrededor, unas veces grandes y otras más pequeñas, hasta que llegó al huerto, donde lo perdió de vista. Mi pobre tía Peg -que se casó con un O'Brian, cerca de Oolah- vino a Drumgunniol para asistir al funeral de un primo que había muerto a dos kilómetros de allí. La pobre murió también, sólo un mes después.

De vuelta del velatorio, a las dos o las tres de la madrugada, al atravesar la cerca de la granja de Drumgunniol, vio al gato blanco, que se puso a su lado; ella estuvo a punto de desmayarse aunque logró llegar hasta la puerta de la casa, donde el gato se encaramó al espino blanco que hay allí y desapareció de su vista. Mi hermano pequeño Jim lo vio también tres semanas antes de morir. Cada miembro de nuestra familia que muere, o enferma de muerte, en Drumgunniol, ve antes fatídicamente al gato blanco y sabe que ya le quedan pocos días de vida.


El gran experimento de Keinplatz. Arthur Conan Doyle (1859-1930)

Inglaterra.
De todas las ciencias, una interesaba especialmente al erudito profesor Von Baumgarten. Era la que se conecta con la psicología y las relaciones entre mente y materia. El profesor era un famoso anatomista, gran químico y uno de los más renombrados fisiólogos de Europa. Pero se sentía aliviado alejándose de esos temas y dedicando sus grandes conocimientos al estudio del alma y las relaciones misteriosas de los espíritus. Era muy joven cuando empezó sus estudios sobre hipnotismo. En esa época, su mente parecía vagar por lugares extraños donde lo único que había era caos y oscuridad. Sólo muy pocas veces algún gran suceso inexplicable y desconectado aparecía aquí y allá. Pero a medida que pasaban los años, aumentaba el valioso caudal de conocimientos del profesor. El conocimiento siempre da más conocimiento, del mismo modo que el dinero da más interés. Y el profesor comenzó a notar que lo que antes le había parecido asombroso o extraño, ahora podía ser interpretado de forma distinta. Empezó a familiarizarse con una nueva clase de razonamientos y pudo descubrir conexiones en cosas que antes le habían parecido incomprensibles y sorprendentes. Durante veinte años, realizó experimentos y recolectó muchos datos. Tenía la ambición de crear una nueva ciencia exacta que incluyera al hipnotismo, espiritismo y otros temas relacionados. Lo ayudó mucho su profundo conocimiento de las partes más complicadas de la fisiología animal, las que tratan de las corrientes nerviosas y de cómo trabaja el cerebro. Alexis von Baumgarten era profesor de Fisiología en la Universidad de Kleinplatz y tenía a disposición de sus investigaciones todo el laboratorio de la universidad.

El profesor Von Baumgarten era alto y flaco, de rostro delgado y ojos color gris acerado, y una mirada especialmente brillante y profunda. Tenía arrugas en la frente de tanto pensar, y las espesas cejas contraídas. Parecía estar siempre frunciendo el ceño, lo que engañaba a la gente con respecto a su carácter, que era serio pero amable. Entre los estudiantes era muy popular. Acostumbraban a reunirse alrededor de él después de cada una de sus clases y lo escuchaban atentamente mientras exponía sus extrañas teorías. Muchas veces buscaba entre ellos voluntarios para realizar algún experimento. En conclusión: no había joven de su clase que no hubiera participado más de una vez en los trances hipnóticos que les había provocado su profesor. Entre todos esos jóvenes tan apasionados de esa ciencia, no había ninguno tan entusiasta como Fritz von Hartmann. En más de una ocasión, algunos de sus compañeros de estudio se habían preguntado con extrañeza por qué el intrépido e impulsivo Fritz, uno de los más irreflexivos jóvenes de la universidad, dedicaba su tiempo y esfuerzo a estudiar temas tan complicados y a ayudar al profesor en sus particulares experimentos. En realidad, Fritz era un joven inteligente y muy hábil. Se había enamorado hacía muchos meses de Elisa, la hija del profesor, de ojos azules y cabello dorado. La joven le había hecho saber que él no le era indiferente, pero no se atrevía a aparecer frente a la familia como un pretendiente formal. Le hubiera sido muy difícil ver a la muchacha de no haberse hecho imprescindible para el profesor. Éste lo llamaba frecuentemente a su casa, y el joven iba y se sometía de buena gana a cualquier tipo de experimento con tal de recibir a cambio una mirada especialmente cálida de Elisa, o el roce de su pequeña mano.

Fritz von Hartmann era un joven bastante apuesto. Su familia poseía una buena cantidad de tierras que, cuando su padre muriera, pasarían a él. Era para muchos lo que comúnmente se considera un buen partido. Pero no era bien visto por la esposa del profesor. La mujer ponía mala cara cada vez que lo encontraba en su casa y sermoneaba al profesor por permitir que un lobo de esa clase rondara cerca de su ovejita. La verdad es que Fritz tenía mala fama. No había duelo, desorden o alboroto de los que el joven no formara parte, y en el que no fuera uno de los cabecillas. Nadie tenía peor lenguaje ni era más violento. Nadie bebía más, nadie jugaba a las cartas más frecuentemente. Y nadie era más haragán. Por eso era comprensible que la buena señora Von Baumgarten protegiera a su hija bajo el ala y se quejara de las atenciones de un personaje de esa clase. Pero el profesor estaba demasiado enfrascado en sus extraños estudios como para reflexionar sobre el asunto y elaborar alguna opinión, favorable o desfavorable, sobre la cercanía del joven. Desde hacía varios años, al profesor lo obsesionaba un tema que se repetía constantemente en sus pensamientos. Todos sus experimentos y teorías giraban sobre ese punto. Cien veces por día se preguntaba si sería factible que un espíritu humano existiese separado de su cuerpo durante un tiempo y que después volviese a él. La primera vez que se le ocurrió esta posibilidad, su mente científica la rechazó. Chocaba mucho con ideas anteriores y prejuicios científicos. Pero poco a poco empezó a avanzar más y más por el camino de la investigación, y su pensamiento rechazó todas las antiguas trabas. Era posible que la mente existiera lejos de la materia. Había muchas cosas que le hacían pensar así. Se le ocurrió que la cuestión podía resolverse definitivamente mediante un experimento audaz y original.

Sorprendió al mundo científico con un famoso artículo sobre las entidades invisibles aparecido en el periódico médico de Kleinplatz. En el artículo decía: "En condiciones especiales, es evidente que el alma o mente se separa sola del cuerpo. Así sucede con las personas hipnotizadas: el cuerpo queda en estado cataléptico, pero el espíritu lo ha abandonado. Tal vez me contestarán que el alma se encuentra ahí, pero durmiendo. Responderé que no, si no ¿cómo explicaríamos la clarividencia? "La clarividencia ha sido desacreditada por falsos y fraudulentos adivinos, pero su realidad puede ser demostrada con facilidad. Lo comprobé yo mismo, usando a una persona sensitiva. Esa persona me dijo detalladamente lo que sucedía en una habitación de otra casa. ¿Cómo explicarán eso? Sólo se explica aceptando que el alma ha abandonado al cuerpo y está vagando por el espacio. No podemos ver esas idas y vueltas porque el espíritu es invisible. Pero podemos ver los efectos en el cuerpo del sujeto, tanto rígido e inanimado, como tratando de narrar sensaciones que nunca hubieran podido llegar a él por medios naturales. Sólo se me ocurre una forma de demostrar este hecho. Y es la siguiente: nosotros somos seres carnales, incapaces de ver espíritus, pero nuestros propios espíritus pueden ser separados de nuestro cuerpo y darse cuenta de la presencia de los otros. Mi intención es hipnotizar a uno de mis discípulos. Luego yo me hipnotizaré a mí mismo. Utilizaré un método que ya puse a prueba antes y que me resulta fácil. Si mi teoría es cierta, mi espíritu podrá encontrar el espíritu de mi alumno y comunicarse con él sin dificultad puesto que los dos estaremos separados de nuestros cuerpos.

"Trataré de comunicar el resultado de esta experiencia en el próximo número de este periódico".

El profesor cumplió con su promesa y publicó un informe sobre lo que había ocurrido. La historia era tan extraordinaria que en general fue recibida con incredulidad. En algunos periódicos que comentaron este artículo el tono era tan ofensivo que el profesor se enojó. Dijo que nunca más volvería a tocar ese tema y fue escrupulosamente fiel a su palabra. Pero este relato fue reunido aquí recurriendo a las más auténticas fuentes y los hechos citados son esencialmente ciertos. Sucedió de esta manera, poco tiempo después de que al profesor Von Baumgarten se le ocurriera la idea del experimento. Estaba caminando hacia su casa, abstraído en sus pensamientos después de un largo día de laboratorio. Fue cuando se cruzó con un nutrido grupo de estudiantes alborotadores que acaban de salir de un bar. El cabecilla, medio borracho y escandaloso, era Fritz von Hartmann. El profesor pasó junto a ellos y siguió de largo, pero el joven Fritz lo interceptó: —¡Mi respetado maestro! —dijo tirándole de la manga y acercándolo a él—. Debo decirle algo y ahora es el mejor momento porque tengo una buena cerveza zumbando en mi cabeza.

—¿Qué desea, Fritz? —preguntó el profesor con sorpresa.
—Escuché decir que está a punto de realizar un nuevo experimento, un experimento prodigioso por el que retirará un alma del cuerpo y luego se la devolverá.
—Es cierto.
—¿Y quién querrá prestarse a ese experimento? ¿Y si el alma sale y después no quiere volver? Sería un gran problema. ¿Quién se animaría a correr semejante riesgo?
—Pero, Fritz —exclamó el sorprendido profesor—. Esperaba que colaborara usted conmigo. No me va a dejar solo en este intento. Piense en su gloria futura.
—¡De ninguna manera! —gritó enojado el estudiante—. ¡Siempre estuve dispuesto a realizar sus experimentos! ¿No estuve dos horas sobre un aislador de vidrio mientras usted descargaba electricidad en mi cuerpo? ¿No me estropeó la digestión con una corriente galvánica en el estómago mientras estimulaba mis nervios frénicos? ¿Cuántas veces me hipnotizó? ¿Y qué obtuve a cambio? Nada. Y ahora quiere sacarme el alma como si fuera el engranaje de un reloj. ¡Esto es demasiado!
—¡Oh querido muchacho! —dijo el profesor muy afligido—. Todo lo que ha dicho es cierto. Nunca me había detenido a pensarlo. ¿Qué puedo hacer para recompensarle? Lo que me pida; estoy dispuesto a ello.

Fritz, muy seriamente, contestó: —Lo ayudaré si me promete que después de este experimento me dará la mano de su hija. Ésas son mis condiciones. Si no, no quiero saber nada de todo esto. El profesor, asombrado, permaneció en silencio. Luego dijo: —¿Y qué dirá mi hija sobre su pedido?

—Elisa estará contenta. Hace tiempo que nos queremos.
—Entonces —dijo el profesor con convicción—, le concederé su mano. Usted es un joven de buen corazón y uno de los mejores que conocí en mi vida... cuando no está bajo la influencia del alcohol. Tengo programado mi experimento para el cuatro del mes próximo. Venga al laboratorio fisiológico a las doce en punto. Será un gran momento. Los científicos más importantes de Alemania vendrán a vernos.
—Seré puntual —contestó el estudiante. Los dos hombres se fueron cada uno por su lado. El profesor caminó lentamente hacia su casa, pensando en el gran evento que pronto iba a protagonizar. El joven siguió la juerga con sus compañeros pensando en los ojos azules de Elisa y en el trato que había hecho con su padre.

No había exagerado el profesor al hablar del interés que había provocado su nuevo experimento. Una constelación de talentosos hombres de ciencia había llenado la habitación mucho antes de la hora anunciada. Habían venido grandes eminencias del espiritismo y un especialista muy famoso en centros cerebrales. Todos habían recorrido grandes distancias y estaban entusiasmados y atentos. Cuando aparecieron el profesor Von Baumgarten y su alumno sobre el estrado, sonaron enormes aplausos. El profesor explicó en pocas palabras en qué consistía la comprobación que iba a llevar a cabo y cuáles eran sus objetivos.

—Hipnotizaré al joven aquí presente —dijo el sabio— y luego yo mismo me pondré en trance. Aunque nuestros cuerpos estarán inmóviles, espero que nuestros espíritus puedan encontrarse. Al cabo de un tiempo, todo volverá a su curso normal. Nuestros espíritus regresarán a sus cuerpos y las cosas serán como siempre han sido. Con su permiso, procederemos a efectuar la prueba.

Se reanudaron los aplausos y el público buscó el mejor lugar para observar en respetuoso silencioso. El profesor hipnotizó al joven con apenas unos rápidos pases. El muchacho cayó inerte sobre su silla. Estaba rígido y pálido. Entonces, el profesor tomó una brillante bola de cristal del bolsillo y concentró la mirada en ella. Efectuó un esfuerzo mental y logró hipnotizarse a sí mismo. Se escuchó un extraño e impresionante suspiro en la audiencia que contemplaba al joven y al viejo en suspensión vital. ¿Dónde estarían ahora sus almas? ¿Dónde habrían ido? Ésas eran las preguntas que se hacían todos los espectadores. Pasaron cinco minutos, luego diez, luego quince y luego otros quince. El profesor y su discípulo continuaban sentados, rígidos e inmóviles sobre el estrado. Durante ese tiempo no se oyó el mínimo sonido entre los sabios reunidos. Todas las miradas estaban clavadas en los dos rostros pálidos, buscando las primeras señales de conciencia. Tuvo que pasar una hora para que la paciencia de los espectadores tuviera su recompensa. Se colorearon ligeramente las mejillas del profesor Von Baumgarten. El alma estaba regresando a su residencia terrenal. De pronto, como si estuviera despertando de un sueño, el profesor estiró sus brazos largos y delgados. Se frotó los ojos y levantándose de su silla miró hacia todos lados, como si le costara darse cuenta del lugar y la situación en que se encontraba.

Con gran sorpresa y disgusto de la mayor parte del público, el profesor lanzó una terrible maldición. A continuación preguntó: —¿Dónde demonios estoy? ¿Qué infiernos ocurrió? ¡Pero si ya recuerdo! Estoy en un absurdo experimento hipnótico. Pero puedo asegurarles que esta vez no tuvo éxito porque no recuerdo nada de nada desde que quedé inconsciente. Hicieron un largo viaje para nada mis distinguidos sabios amigos. Todo esto sólo ha sido una broma muy graciosa. Mientras decía esto, el profesor reía a carcajadas y se golpeaba los muslos. El publico se sintió terriblemente agredido por este comportamiento increíble La cosa hubiera terminando muy mal si no hubiera intervenido el joven Fritz von Hartmann. Acababa de recobrar sus sentidos y se había puesto de pie. Avanzando hacia el público dijo: —Tengo que pedir disculpas por la conducta de este hombre. Si bien pudo parecerles serio al principio del experimento, es un muchacho muy atolondrado. Todavía está bajo los efectos de la reacción hipnótica. No lo podemos culpar entonces, por sus pobres palabras. Ahora, si hablamos del experimento, yo no creo que haya fallado. Existe la posibilidad de que nuestros espíritus se hayan comunicado en el espacio. Lamentablemente, nuestra memoria corporal es burda, muy distinta de la de nuestro espíritu. Tal vez por eso no podamos recordar lo ocurrido. De ahora en más pondré todas mis energías en crear algún medio por el cual los espíritus puedan recordar lo que les ocurre cuando vuelan libremente. Cuando lo haya logrado, espero poder tener el honor de reunir a este respetable público de nuevo, otra vez en esta sala, y demostrarles el resultado.

Este comentario causó una gran sorpresa entre los asistentes. Especialmente por haberlo expresado un estudiante tan joven. Algunos sabios se sintieron ofendidos, pensaban que el joven se daba aires de importancia que en realidad no le correspondían. Pero en su mayoría, el público lo consideró una futura promesa de la ciencia. Y no pudieron dejar de hacer comparaciones entre su conducta, tan digna, y la del profesor, que durante la explicación del joven no dejaba de reírse a carcajada limpia desde un rincón, sin preocuparse por el fracaso de su prueba. A pesar de que todos aquellos hombres eminentes habían dejado la sala con la sensación de que no habían visto nada para tener en cuenta, había sucedido antes sus ojos uno de los hechos más maravillosos de toda la historia del mundo. La teoría del profesor Von Baumgarten de que su espíritu y el de su alumno se habían alejado de su cuerpo durante el experimento, era totalmente correcta. Pero una extraña e inesperada complicación se había producido. Al regresar, el espíritu de Fritz von Hartmann se había introducido en el cuerpo de Alexis von Baumgarten y el de Alexis von Baumgarten en el cuerpo de Fritz von Hartmann. Eso explicaba las palabras superficiales y torpes que había pronunciado el profesor, y las elogiables y serias frases que había dicho el atolondrado estudiante. Era un hecho sin precedentes, pero nadie se había dado cuenta, ni siquiera los propios involucrados. El cuerpo del profesor sintió de repente que tenía la garganta seca. Todavía seguía riéndose del experimento cuando salió a la calle, porque el alma de Fritz se alegraba internamente de haber ganado a su novia sin ningún esfuerzo especial. Lo primero que pensó fue ir a verla, pero frenó su impulso. Pensó que debía darle tiempo al profesor Von Baumgarten de informarle a su esposa el trato que habían realizado. Así que se dirigió a la cervecería, uno de los lugares preferidos de los estudiantes. Mientras caminaba hacia el lugar donde esperaba apagar su sed, agitaba ruidosamente el bastón en el aire. Sin dudar un instante, buscó la salita reservada donde ya se habían acomodado más de media docena de sus compañeros más alegres.

—¡Sabía que los encontraría aquí! ¡Bravo! Terminen sus bebidas y pidan lo que quieran que hoy invito yo.

Los estudiantes no se hubieran sentido más sorprendidos si el hombrecito verde que estaba pintado en el cartel de la cervecería que colgaba sobre la puerta hubiera bajado repentinamente y entrado al salón exigiendo una botella de cerveza. No podían creer en la inesperada llegada del respetable profesor. Durante un minuto o dos, la sorpresa no les permitió reaccionar y se quedaron en silencio, sin ser capaces de responder a la invitación. De pronto el profesor maldijo y resopló preguntando:

—¿Qué demonios les pasa? ¿Por qué se quedan mirándome como cerdos enamorados? ¿Sucede algo especial?
—Es que esta invitación es un honor... —pudo tartamudear uno de sus alumnos.
—¡Pero qué honor ni honor! —respondió enojado el profesor—. ¿Piensan que porque hice una exhibición de hipnotismo frente a un montón de fósiles me voy a sentir tan orgulloso? ¿Y que no voy a querer unirme a mis viejos y queridos amigos? ¿Por qué no me alcanzan una silla? Creo que ya es hora de que presida esta reunión. ¿Qué quieren tomar? Pidan lo que quieran y que lo anoten en mi cuenta.

No se recuerda en aquella cervecería ninguna otra tarde como aquélla. Alegremente iban de aquí para allá las espumosas jarras de cerveza y las verdes botellas de vino del Rin. Poco a poco los estudiantes perdieron la timidez que al principio les producía la presencia de su profesor. Especialmente al verlo cantar y reír. Y no fue lo único especial que hizo. También mantuvo en equilibrio sobre su nariz una pipa muy larga y apostó que ganaría en una carrera de cien metros contra cualquier miembro del grupo que se atreviera a correr junto a él. Del otro lado de la puerta, el propietario de la cervecería y la camarera murmuraban sorprendidos frente a la increíble conducta del ilustre profesor. Mucho más tuvieron para murmurar después, cuando el distinguido caballero le dio al propietario una palmada y besó a la camarera detrás de la puerta de la cocina.

—Caballeros —dijo el profesor mientras se ponía de pie, balanceándose ligeramente—. Creo que debo explicarles la causa de esta celebración.
—¡Que hable, que hable, que hable! —gritaron los estudiantes golpeando sus vasos contra la mesa.
—Amigos míos, debo comunicarles que voy a casarme muy pronto. Por lo menos, eso espero —dijo el profesor con los ojos brillándole a través de los lentes. Un estudiante, un poco más atrevido que los demás, preguntó:
—¡Casarse! Pero, ¿falleció la señora?
—¿Qué señora?
—¿Y qué señora va a ser? La señora Von Baumgarten, por supuesto.
—Ah —dijo riendo el profesor. Veo que ya saben todo lo mío... No, no murió. Pero estoy seguro que no se opondrá a mi casamiento.
—¡Qué considerado de su parte! —dijo un joven.
—En realidad —dijo el profesor— espero que acepte esta situación y me ayude a congraciarme con mi futura esposa. Es cierto que la señora y yo nunca nos hemos llevado muy bien, pero ahora espero que todo eso haya pasado y que cuando me case venga a vivir con nosotros.
—¡Seguramente se convertirán en una familia muy feliz! —comentó alguien.
—Así lo espero. ¡Y me gustaría que todos ustedes asistieran a la boda! ¡No haré nombres pero pido ahora un brindis por mi futura esposa!
—¡A su salud! ¡Por la futura esposa! —clamaron los estudiantes con grandes carcajadas. Y así continuó la fiesta, alegre y tumultuosa, en la que todos seguían el ejemplo del profesor y bebían y brindaban por la mujer de su corazón.

Al mismo tiempo en que se realizaba esta festiva reunión, en otro lugar se sucedía una escena muy diferente. El joven Fritz von Hartmann, con una actitud solemne y reservada, revisó algunos instrumentos matemáticos y salió a la calle, caminando según su costumbre, lenta y pensativamente. Delante de él iba a paso vivo Von Althaus, el profesor de anatomía, así que aceleró su marcha hasta alcanzarlo.

—Profesor Von Althaus —dijo dándole unas palmadas en el brazo—. Recuerdo ahora que el otro día me preguntó acerca del revestimiento de las arterias cerebrales. Yo creo que...
—¡Pero quién se cree usted que es! ¿Qué demonios pretende? —dijo indignado el agrio profesor de anatomía—. ¡Tendré que informar de su comportamiento a la Junta Académica!

Y con esta amenaza, el antipático señor giró en redondo y se marchó rápidamente. Von Hartmann se sintió muy sorprendido frente a esa reacción desproporcionada. —Debe ser a causa del fracaso de mi experimento —dijo para sí y continuó malhumorado su camino. Le esperaban nuevas sorpresa. Se le acercaron de pronto dos jóvenes estudiantes. En lugar de saludarlo sacándose las gorras, o de mostrarle alguna señal de respeto, al verlo lanzaron un grito. Corrieron hacia él y lo tomaron cada uno de un brazo mientras lo arrastraban con ellos.

—¡Dios mío! ¿Qué pasa? ¿Dónde me llevan?
—A que te tragues una buena botella de cerveza con nosotros —contestaron los estudiantes con expresión divertida—. ¡Vamos! ¡Ésta es una invitación a la que nunca pudiste negarte!
—¡Jamás escuché una falta de respeto semejante! —gritó Von Hartmann—. ¡Suéltenme ya! ¡Los suspenderé! ¡Déjenme ahora mismo, he dicho!
—Así que estás de mal humor —le respondieron—. Vete al diablo... La podemos pasar muy bien sin tu presencia.
—¡Sé quiénes son y haré que paguen por esto! —gritó furioso Von Hartmann. Y continuó su camino realmente enojado por estos dos penosos episodios.

En ese mismo momento, la señora Von Baumgarten se encontraba mirando por la ventana. Se preguntaba por qué su esposo se retrasaba para la cena. ¡Cómo no iba a sorprenderse al ver aproximarse al joven estudiante! No esperaba al muchacho, quien le inspiraba una enorme antipatía. Si había logrado entrar en su casa había sido sólo por el profesor y en contra de sus deseos. La sorpresa de la mujer iba aumentando al verlo pasar por la puerta del jardín y acercarse por el sendero con un aire de dueño del lugar. No podía creer lo que veía y se dirigió a la puerta en guardia, armada de sus más profundos instintos maternales. La hermosa Elisa también había visto desde la ventana del primer piso ese avanzar atrevido de su enamorado y su corazón latía rápidamente, mezclando sentimientos de asombro y orgullo.

—Buenos días, caballero —saludó la señora Von Baumgarten al intruso, al mismo tiempo que le bloqueaba con seca majestad la puerta abierta.
—Sí, es un día espléndido, Martha —contestó el otro—. Pero por favor, no te quedes como una estatua y sírveme ya la cena. Vengo muerto de hambre.
—¡Pero cómo...! ¿Martha? ¿La cena... —dijo la señora mientras retrocedía sorprendida.
—¡Sí, Martha, la cena! —gritó Von Hartmann que ya empezaba a enojarse—. ¿Qué tiene de extraño mi pedido? Sobre todo, considerando que estuve afuera todo el día. Esperaré en el comedor. Sírveme lo que quieras. Salchichas, ciruelas..., cualquier cosa. Lo que encuentres a mano. ¿Pero por qué te quedas parada mirándome? Mujer, ¿piensas mover tus piernas de una vez, o qué?

El tono indignado de este último comentario provocó que la buena señora Von Baumgarten corriera a la cocina, donde se encerró presa de un violento ataque de histeria. Von Baumgarten fue a la sala y se sentó en el sofá invadido del peor de los humores.

—¡Elisa! —gritó—. ¡Elisa! ¿Pero dónde diablos se ha metido esta chica?

La joven sintió el irritado llamado y bajó tímidamente la escalera. Al encontrarse frente a su amado dijo: —¡Mi querido! ¿Hiciste todo esto por mí? ¿Fue un truco para poder verme? La joven abrazó apretadamente al profesor provocándole un ataque de rabia. Durante unos minutos no pudo decir nada, se había quedado sin habla a causa de la indignación. Sólo podía lanzarle a la joven miradas llameantes de furia y apretar los puños, mientras trataba de desembarazarse de su abrazo. Cuando logró hablar, lo hizo de forma tan violenta que asustó a la muchacha quien se alejó unos pasos y quedó petrificada de miedo.

—¡Nunca en mi vida me pasaron tantas cosas malas como en este día! —estalló Von Hartmann mientras daba una patada al piso—. Mi experimento fracasó, Von Althaus me insultó, dos de mis estudiantes me arrastraron por la calle. Luego mi esposa casi se desmaya porque le pido la cena y mi hija se tira sobre mí y me abraza como a un oso, sin dejarme ni respirar.
—¿Te sientes bien? —respondió la muchacha—. Te noto muy raro, parece que estuvieras desvariando y ni siquiera me has besado. —No, y tampoco lo haré —dijo Von Hartmann—. ¿Qué modales son esos? ¡Deberías avergonzarte! ¿Por qué no vas a traerme mis zapatillas? ¿Y por qué no ayudas también a tu madre a preparar la cena?
—¿Y para esto te amé apasionadamente durante más de diez meses? —gritó Elisa mientras lloraba histéricamente—. ¿Para eso desafié el enojo de mi madre? ¡Creo que rompiste mi corazón! ¡Estoy segura de que lo rompiste!
—¡No soporto más! —gritó furioso Von Hartmann—. ¿Qué diablos estás diciendo? ¿Qué hice yo hace diez meses que te inspirara tanto afecto hacia mí? Si realmente me quieres tanto, sería mejor que fueras a la cocina y me trajeras ya un poco de salchicha y otro poco de paz, en vez de decir tantas tonterías juntas.
—¡Mi querido! —dijo la joven mientras se arrojaba a los brazos de quien creía su amado—. Me doy cuenta de que estás bromeando. ¿Quieres asustar a tu pequeña Elisa?

En el momento del inesperado abrazo, Von Hartmann estaba reclinándose sobre un costado del sillón, que se encontraba bastante desvencijado. Al lado del sofá había un tanque lleno de agua. El profesor lo utilizaba para realizar experimentos con huevos de peces y debía mantenerlos en esa habitación con el fin de obtener la temperatura ideal. El peso de la joven sobre él, combinado con el empuje con que se arrojó a sus brazos lograron que el gastado sofá cediera hacia atrás. El cuerpo del pobre estudiante fue a parar al tanque, donde quedaron incrustados su cabeza y sus hombros. Mientras tanto, sus extremidades inferiores pateaban inútilmente el aire. Ese episodio rebalsó el vaso de la agotada paciencia del profesor. Con dificultad pudo liberarse de esa postura incómoda, y lanzando un grito de furia se lanzó fuera de la casa. En vano fueron las súplicas de Elisa. El profesor tomó su sombrero y despeinado y chorreando agua salió a buscar algún bar donde obtener la comida y la comodidad que le negaban en su casa. El espíritu de Von Baumgarten metido adentro del cuerpo del joven Von Hartmann recorrió el camino que llevaba al centro de la ciudad. Seguía protestando a viva voz por la mala suerte de ese día cuando divisó a un hombre viejo muy alcoholizado. Von Hartmann se quedó esperando a un costado de la calle y observó al hombre tambalearse de un lado a otro mientras tarareaba una obscena canción de estudiantes. Al principio, lo único que le llamó la atención fue ver a un hombre de apariencia respetable en tan lamentable condición. A medida que este individuo se acercaba a sintió que lo conocía, pero no podía recordar cuándo o dónde lo había visto antes. La impresión se hizo más fuerte al verlo más de cerca. Por las dudas, avanzó unos pasos y lo miró cuidadosamente.

—Hola —dijo el borracho mirándolo fijamente mientras trataba de mantener su equilibrio—. ¿De dónde demonios te conozco? Sé que te conozco de toda la vida, pero ahora no recuerdo bien de dónde... ¿Quién diablos eres?
—Soy el profesor Von Baumgarten —dijo el de cuerpo de estudiante—. ¿Me permite preguntarle quién es usted? Sus facciones me resultan extrañamente familiares.
—No mientas, amigo mío. Eso es muy feo —dijo el otro—.Yo sé que no eres el profesor porque él es un hombre viejo y horrible. En cambio tú eres un muchacho alto, agradable y de anchos hombros. Yo te diré quien soy yo: Fritz von Hartmann, a tus órdenes.
—Le aseguro que ése no es usted —exclamó el cuerpo de Von Hartmann—. En todo caso será su padre. Pero, dígame señor, ¿se dio cuenta de que lleva mis gemelos y la cadena de mi reloj?
—¡Maldición! —respondió el otro—. Si ésos no son los pantalones que mi sastre quiere que le pague, prometo no volver a beber cerveza en mi vida.

En ese momento, Von Hartman se pasó una mano por la frente. Estaba agobiado por todas las cosas insólitas que le habían ocurrido aquel día. Bajó la mirada y la casualidad hizo que se viera reflejado en un charco de lluvia que se encontraba en la mitad de la calle. Pudo entonces comprobar con gran asombro que su cara era la de un joven y su traje el de un estudiante, y su imagen se veía opuesta, en todo sentido, a la seria y responsable apariencia académica que debía corresponderle. En ese mismo momento, su rápida mente comprendió la secuencia de los últimos hechos ocurridos en su vida y sacó una certera conclusión. La impresión lo hizo tambalearse, también a él. —¡Dios mío! —gritó desesperado y golpeándose el pecho—. Ahora comprendo qué pasó. Nuestras almas fueron a los cuerpos equivocados. Yo soy usted, usted es yo. He demostrado mi teoría... ¡pero con qué costo! ¿Deberá la mente más erudita de toda Europa tener que vivir dentro de una envoltura tan vacía? ¡Oh, el trabajo de toda una vida arruinado para siempre!

—Yo lo comprendo —dijo el verdadero Von Hartmann desde el cuerpo del profesor—. Y puedo entender muy bien lo que siente. Pero no sacuda así a mi pobre cuerpo. Estaba en excelentes condiciones cuando lo recibió. En cambio, ahora está totalmente mojado y mi camisa está arrugada y tiene un olor espantoso.
—¡Qué importancia tienen esos detalles si vamos a tener que quedarnos así para siempre! —contestó Von Baumgarten desde el cuerpo de Von Hartmann—. Pude probar mi teoría, pero de un modo terrible.
—Si yo pensara como usted —le contestó el espíritu del estudiante— sí que sería terrible. ¿Cómo podría ser mi vida de ahora en más metido en este cuerpo quebradizo y viejo? ¿Cómo haría para cortejar a Elisa y convencerla de que no soy su padre? Gracias a Dios que a pesar de la cerveza, que hoy me cayó peor que nunca porque su cuerpo no resiste lo que resiste el mío, se me ocurrió una salida para nuestros problemas.
—¿Cuál? —preguntó anhelante el profesor.
—Repetir el experimento. Creo que si otra vez dejamos a nuestras almas en libertad tendremos bastantes posibilidades de que encuentren un camino de regreso a sus respectivos cuerpos.

Como un ahogado se aferra a un madero, así se aferró el espíritu de Von Baumgarten a esta propuesta. Rápidamente arrastró a su propio cuerpo a un costado de la calle y lo puso en trance. Inmediatamente sacó la bola de cristal de su bolsillo y logró también él quedar en suspensión vital. Durante la hora siguiente pasaron por allí muchos estudiantes. Algunos se detuvieron asombrados al ver al profesor de Fisiología y su estudiante preferido inconscientes sobre un banco lleno de barro. Pronto se reunió alrededor de ellos una multitud que discutía la posibilidad de llamar a una ambulancia para llevarlos al hospital. Pero en ese momento, el sabio profesor abrió los ojos y miró con aire ausente a su alrededor. Parecía no saber cómo había llegado hasta allí. Y de pronto alzó sus brazos delgados sobre su cabeza y gritó con felicidad:

—¡Dios me proteja! ¡Soy yo! ¡Soy yo de nuevo! ¡Me doy cuenta!

La sorpresa de la multitud se hizo aún más grande cuando el estudiante saltó del banco gritando lo mismo y los dos se tomaban de los brazos haciendo unos pasos de baile muy extraños. Después de ese extraño episodio hubo muchas dudas sobre la sanidad mental de sus protagonistas. El profesor publicó sus experiencias en el periódico médico, pero sus colegas le aconsejaron vigilar su mente si no quería terminar en un manicomio. El estudiante también comprobó en carne propia que era mejor no hablar más sobre el tema. Cuando el serio profesor volvió a su casa, no encontró el cálido recibimiento que podría desear después de tan singulares aventuras. Al contrario. Ambas mujeres le reprocharon su olor a alcohol y a tabaco y el haber estado ausente cuando un joven sinvergüenza se había introducido en la casa y le había faltado el respeto a sus ocupantes. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que el clima del hogar del profesor volviera a su tranquilidad habitual. Y todavía mucho más hasta que se viera entrar a esa casa al joven Von Hartmann. Pero la paciencia y la constancia dan sus frutos, y el estudiante logró finalmente tranquilizar a las enojadas damas y establecerse en el hogar. Y ya no debe preocuparse más por la antipatía de la esposa del profesor porque él se ha convertido en el capitán Von Hartmann, del ejército del emperador y su encantadora esposa Elisa ya le regaló dos pequeños futuros soldaditos, como claro y positivo símbolo de su amor.