sábado, 15 de junio de 2024

El ahorcamiento de Alfred Wadham. E.F. Benson (1867-1940)

Le estuve comentando al padre Denys Hanbuky sobre un la gran sesión de espiritismo a la que había asistido. La médium, en trance, había dicho cosas desconocidas para todos salvo para mí y un amigo mío que había muerto recientemente, y que según la médium, estaba presente. Naturalmente, desde el punto de vista científico, el único desde el que deberíamos abordar esos fenómenos, esa información no era una prueba de que el espíritu estuviera en contacto con ella, pues aquello ya lo conocía yo, y mediante algún proceso telepático pudo ser comunicado a la médium a través de mi cerebro, y no mediante la intervención del muerto.

Además ella no hablaba con su voz ordinaria, sino con una que se asemejaba a la de mi amigo. Pero yo también conocía su voz; estaba en mi memoria igual que las cosas que ella decía. Por tanto, tal cómo le comenté al padre Denys, había que descartar aquello como una prueba positiva de que la comunicación procedía del otro lado de la muerte.

-La teoría telepática es posible -le dije-, y tenemos que aceptar cualquier explicación conocida que dé cuenta de los hechos antes de concluir que los muertos han regresado y contactado con el mundo material. Aunque la habitación estaba cálida vi que él se estremeció ligeramente, y acercando un poco más la silla al fuego extendió las manos ante las llamas. Qué manos eran aquéllas: hermosas y expresivas, muy semejantes a las manos en oración de Alberto Durero: las llamas brillaban a través de ellas como si lo hicieran a través de un alabastro. Sacudió la cabeza.

-Es peligroso tratar de entrar en comunicación con los muertos. -me dijo- Si parece que entra en contacto con ellos corre el riesgo de establecer la conexión no con ellos, sino con inteligencias terribles y peligrosas. Estudie la telepatía, pues es una de las maravillas de la mente que deberíamos investigar, como cualquier otro secreto de la naturaleza. Pero le he interrumpido: dijo que sucedió algo más. Hábleme de ello.

Yo conocía el credo del padre Denys acerca de esas cosas, y lo deploraba. Tal como su iglesia le exige, sostiene que la relación con los espíritus de los muertos es imposible, y que cuando parece producirse, tal como indudablemente sucede, el investigador está en realidad en contacto con una especie de demonio que está tomando la personalidad del espíritu del muerto. Tal cosa me pareció monstruosa y carente de fundamento, y no he podido descubrir nada en las fuentes reconocidas de la doctrina cristiana que justifique dicho punto de vista.

-Sí, ahora viene lo extraño -proseguí-. Pues hablando todavía con la voz de mi amigo, la médium me dijo algo que al instante creí que era falso. Por tanto no pudo ser transmitido telepáticamente. Cuando la sesión terminó examiné el diario de mi amigo, que me había legado a su muerte. Encontré allí una entrada que demostraba que lo que había dicho la médium era absolutamente cierto. Algo -y no necesito entrar en ello- había sucedido exactamente tal como ella lo había dicho. Aquello no podía haber llegado a la mente de la médium desde mi propia mente, y no existe ninguna fuente en la que yo pueda pensar desde la que ella pudiera obtener ese dato, salvo de mi amigo. ¿Qué dice usted a eso?

-No cambio en absoluto mi posición -me contestó sacudiendo la cabeza-. Esa información, aceptando que no procediera de su mente, lo que ciertamente parece imposible, procedería de algún ser desencarnado. Pero no del espíritu de su amigo: venía de alguna inteligencia maligna y horrible.
-¿Y no es eso pura suposición? -pregunté- Seguramente es mucho más simple decir que, bajo ciertas condiciones, los muertos pueden comunicarse con nosotros. ¿Por qué meter aquí al diablo?
-No es demasiado tarde -contestó mirando el reloj-. A no ser que quiera irse a la cama, concédame su atención durante media hora y trataré de demostrárselo.

El resto de la historia es lo que me contó el padre Denys, y lo que sucedió inmediatamente después.

-Aunque usted no es católico, pienso que estará de acuerdo acerca de una institución que juega un importante papel en nuestro ministerio, me refiero a la confesión, por lo sagrado de ésta y su inviolabilidad. Una alma cargada por el pecado llega a su confesor sabiendo que éste está hablando con aquél que tiene el poder de darnos o retirarnos el perdón, pero que nunca, por razón alguna, repetirá o sugerirá lo que se le ha contado. Si existiera la más ligera posibilidad de que la confesión del penitente se diera a conocer a algún otro, salvo al propio penitente, con propósitos de expiación o de deshacer algún error, nadie se confesaría nunca. La iglesia perdería el más importante baluarte que posee sobre las almas de los hombres, y las almas de los hombres perderían ese consuelo inestimable de saber (no simplemente de esperar, sino saber) que sus pecados les han sido perdonados.

Evidentemente el sacerdote puede no dar la absolución si no está convencido de hallarse frente a un penitente auténtico, y antes de darla insistirá en que el penitente repare, en la medida en la que le sea posible, el mal que ha hecho. Si se ha beneficiado de su deshonestidad, deberá hacer el bien: cualquiera que sea el crimen que haya cometido deberá garantizar que su arrepentimiento es sincero. Pero imagino que aceptará que en ningún caso puede el sacerdote repetir lo que se le ha dicho con independencia de cuáles puedan ser las consecuencias de su silencio. Aunque repitiéndolas pudiera corregir o evitar un mal horrible, le sería imposible. Lo que ha oído lo ha oído bajo el sello de la confesión, y con respecto a lo sagrado de éste no hay argumentación concebible.

-Es posible imaginar qué terribles consecuencias resultan de ello. -intervine- Pero lo acepto.
-Ya antes de ahora se han producido consecuencias terribles. -prosiguió- Pero no afectan al principio. Y ahora voy a hablarle de una confesión que me hicieron en una ocasión.
-Pero ¿cómo va a hacerlo? Eso es imposible.
-Por una determinada razón a la que llegaremos más adelante, comprobará que ese secreto ya no me incumbe a mí. Pero no es ésa la clave de mi historia: sino la de advertirle sobre los intentos de establecer comunicación con los muertos. Parecen llegar a nosotros, a través de ellos, signos y muestras, voces y apariciones: pero ¿quién los envía? Se dará cuenta de a qué me refiero.

Me puse cómodo para disponerme a escucharle.

-Probablemente no recordará con claridad, o no recordará en absoluto, un asesinato cometido hace un año, en el que encontró la muerte un hombre llamado Gerald Selfe. No había allí ningún misterio, ni accesorios románticos, y no despertó el interés del público. Selfe era un hombre de vida licenciosa, pero mantenía una posición respetable y habría sido desastroso para él que llegaran a ser conocidas sus irregularidades privadas. Antes de su muerte, durante algún tiempo, estaba recibiendo cartas de chantaje referidas a sus relaciones con una determinada mujer casada, y correctamente había puesto el asunto en manos de la policía. La policía había seguido determinadas pistas, y la tarde anterior a la muerte de Selfe uno de los oficiales del Departamento de Investigación Criminal le había escrito que todo indicaba que el culpable era su criado personal, quien desde luego conocía la intriga.

Era un hombre joven llamado Alfred Wadham: hacía relativamente poco que había entrado al servicio de Selfe, y su historia pasada era de lo más indeseable. Le habían preparado una trampa, de la que se incluían los detalles, y sugerían que Selfe se la mostrará, y consiguió hacerlo en una o dos horas. Esa información y esas instrucciones se transmitieron en una carta que tras la muerte de Selfe se encontró en un cajón de su mesa de escritorio, cuya cerradura había intentado ser forzada. Sólo Wadham y su amo dormían en el piso; todas las mañanas venía una mujer para preparar el desayuno y hacer la limpieza de la casa, pues Selfe almorzaba y cenaba en su Club o en el restaurante que había en la planta baja de ese edificio de apartamentos, y allí es donde cenó aquella noche. Cuando la mujer llegó a la mañana siguiente, encontró abierta la puerta exterior del piso, y a Selfe muerto sobre el suelo de la sala de estar, con la garganta cortada. Wadham había desaparecido, pero en el cubo del agua de su dormitorio había agua teñida de sangre humana. Fue apresado dos días después y prestó testimonio en el juicio. Según su historia sospechaba haber caído en una trampa, y mientras el señor Selfe cenaba buscó en sus cajones y encontró la carta enviada por la policía, que demostraba que así era. Decidió por ello fugarse y abandonó el piso aquella noche antes de que su amo regresara de cenar.

Como estaba en el banquillo de los acusados, fue sometido desde luego a un interrogatorio y se contradijo. Además estaban las pruebas de su habitación, y el motivo del crimen resultaba bastante claro. Tras una deliberación muy larga el jurado le encontró culpable y fue sentenciado a muerte. La apelación posterior fue rechazada.

Wadham era católico, y como mi puesto me lleva a ser ministro de los prisioneros católicos que hay en la cárcel en la que se encontraba él bajo sentencia de muerte, sostuvimos varias conversaciones y le rogué, por el bien de su alma inmortal, que confesara. Pero aunque deseaba confesar otras malas acciones, algunas de las cuales eran difíciles de transmitir, mantuvo su inocencia con respecto a esa acusación. Nada le conmovía, y aunque se arrepentía sinceramente de otros malos actos, me juró que el relato que contó en el tribunal era cierto, a pesar de las contradicciones en las que se había visto envuelto, y que si le ahorcaban moriría injustamente. Hasta la última tarde de su vida, en la que me senté con él durante dos horas, rogándole y suplicándole, se aferró a eso. Resultaba curioso que lo hiciera a menos de que realmente fuera inocente, si pensamos que de buena voluntad rebuscaba en su corazón para confesar otras graves perversidades; cuanto más pensaba en ello, más inexplicable me resultaba, y durante aquella tarde las dudas con respecto a su culpa empezaron a crecer en mí. Era un pensamiento terrible, pues él había vivido en el pecado y el error, y al día siguiente su vida se rompería como un bastón quebrado. Tenía que acudir de nuevo a la prisión antes de las seis de la mañana, y debía decidir si le daría los sacramentos. Si acudía a su muerte culpable de asesinato, pero negándose a confesar, no tenía yo derecho a dárselo, pero si era inocente, el negarle ese derecho era tan terrible como cualquier violación de la justicia. Al salir sostuve unas palabras con uno de los celadores, lo que me hizo dudar todavía más.

-¿Qué opina de Wadham? -pregunté.
Se apartó para dejar pasar a un hombre que le hizo una señal de reconocimiento. De alguna manera supe que era el verdugo.
-No me gusta pensar en ello, señor. -me respondió- Sé que fue considerado culpable, y que su apelación fue rechazada. Pero si me pregunta si creo que es un asesino, pues no, no lo creo.

Pasé a solas la noche: hacia las diez estaba a punto de irme a la cama cuando me dijeron que abajo estaba un hombre llamado Horace Kennion que quería verme. Era católico, y aunque había tenido amistad con él en otro tiempo, habían llegado a mi conocimiento determinadas cosas que me imposibilitaban tener más relación con él, y tuve que decírselo así. Era perverso... oh, no me mal interprete; todos cometemos perversiones constantemente; la vida de cada uno de nosotros es un tejido de malos actos, pero de todos los hombres que he conocido sólo él me pareció que amaba la perversidad por sí misma. Dije que no podía verle, pero volvieron con el mensaje de que su necesidad era urgente, y entonces subió. Me dijo que quería confesar no al día siguiente, sino en ese momento, y que su confesor estaba fuera. Como sacerdote no podía resistirme a esa petición. Y confesó que había asesinado a Gerald Selfe.

Pensé por un momento que se trataba de alguna broma, pero juró que estaba diciendo la verdad, y todavía bajo el secreto de confesión me hizo un relato detallado. Aquella noche había cenado con Selfe, y después había subido al piso de éste para jugar una partida de piquet. Con una sonrisa, Selfe le dijo que al día siguiente iba a atrapar a su criado por chantaje. Le dijo las siguientes palabras: Hoy es un hombre joven, guapo y activo, quizás mañana a esta hora haya perdido un poco de color. Tocó la campanilla para que viniera el criado a poner la mesa de juego, pero luego vio que ya estaba preparada y se olvidó de que no habían respondido a la llamada. Jugaron puntos altos y los dos bebieron mucho. Selfe perdió una partida tras otra y acabó acusando a Kennion de hacer trampas. palabras subieron de tono y acabaron en golpes, y Kennion, tras varios golpes y caídas, cogió un cuchillo de la mesa y le cortó a Selfe la yugular y la arteria carótida de la garganta.

A los pocos minutos había muerto desangrado... Kennion recordó entonces que nadie había contestado a la llamada, y sigilosamente fue hasta la habitación de Wadham. La encontró vacía; también estaban vacías las otras habitaciones del piso. De haber habido alguien allí, su idea era la de decir que acababa de subir por invitación de Selfe y le había encontrado muerto. Pero aquello era mejor todavía: sólo tenía unas manchas de sangre y las lavó en la habitación de Wadham, vaciando el agua en el cubo. Después, dejando abierta la puerta del piso, bajó las escaleras y se marchó.

Me contó eso con pocas frases, tal como se lo he contado a usted, y me miró con rostro sonriente.

-¿Qué hay que hacer ahora, venerable padre? -preguntó alegremente.
-¡Ah, gracias a Dios que ha confesado! -dije- Todavía estamos a tiempo de salvar a un inocente. Debe entregarse a la policía enseguida.

Incluso mientras le decía eso, sentí la duda en mi corazón. El se levantó limpiándose las rodillas de los pantalones.
-Qué idea tan pintoresca. No hay nada tan lejos de mi pensamiento. -dijo.
Me puse en pie de un salto y añadí:
-Entonces iré yo mismo.
Ante eso él se echó a reír:
-Oh no, no lo hará. ¿Qué me dice del secreto de confesión? Ciertamente creo que es un pecado mortal incluso que un sacerdote piense en violar ese secreto. Realmente me avergüenzo de usted, mi querido Denys. ¡Es usted un malvado! Aunque quizás fuera sólo una broma, y no pensara hacerlo.
-Claro que pensaba hacerlo. Ya verá si lo pensaba o no. -Pero incluso mientras estaba hablando sabía que no iba a hacerlo- Todo está permitido para salvar de la muerte a un hombre inocente.

Él se echó a reír de nuevo.
-Perdóneme: sabe perfectamente bien que no es así. En nuestra creencia hay una cosa que es peor que la muerte, y es la condenación del alma. Usted no tiene ninguna intención de condenar la suya. Yo no corría ningún riesgo cuando me confesé.
-Pero si no salva a ese hombre será un asesinato -dije.
-Oh, ciertamente, pero ya tengo un asesinato en mi conciencia. Uno se acostumbra a eso rápidamente. Y habiéndome acostumbrado, otro asesinato no parece importar mucho. Pobre Wadham: mañana, ¿no es así? No estoy seguro de que no sea una especie de justicia por aproximación. El chantaje es un delito repelente.

Fui al teléfono y lo sostuve en la mano.

-Realmente esto es de lo más interesante. -dijo él- Walton Street es la comisaría de policía más cercana. Ni siquiera necesita decir el número; simplemente diga comisaría de Walton Street. Pero no puede hacerlo. No puede decir que ahora está acompañado de un hombre, Horace Kennion, que ha confesado que asesinó a Selfe. Entonces, ¿a qué viene ese farol? Además, aunque usted pudiera hacerlo, a mí me bastaría con decir que no he hecho nada semejante. Su palabra, la palabra de un sacerdote que ha roto el voto más sagrado, contra la mía. ¡Absurdo!

-Kennion, por el amor de Dios y por el miedo al infierno: ¡entregúese! ¿Qué importancia tiene que usted o yo vivamos algunos años menos, si al final pasamos al vasto infinito con nuestros pecados confesos y perdonados? Día y noche rezaré por usted.
-Qué amable por su parte. Pero ahora no tengo duda de que dará a Wadham la plena absolución. Así que... ¿qué importa si es él el que entra en el... en el vasto infinito a las ocho en punto de mañana por la mañana?
-Entonces, ¿por qué me lo confesó, si no tenía intención de salvarle y expiar su pecado?
-Bueno, no hace mucho tiempo usted fue muy desagradable conmigo. Usted me dijo que ningún hombre decente podría asociarse conmigo. Así que de repente, hoy, se me ocurrió que sería agradable verle en el agujero más horrible. Me atrevo a decir que tengo tendencias sádicas, y que me están permitiendo disfrutar maravillosamente. Como ve, está en una situación atormentadora: preferiría sufrir cualquier agonía física antes de hallarse en esta cámara de tortura del alma. Es maravilloso, me encanta. Se lo agradezco mucho, Denys.

Se levantó.

-Mi taxi está esperando. Sin duda esta noche estará atareado. ¿Puedo dejarle en algún sitio? ¿En Pentonville?

No hay palabras para describir determinadas oscuridades y éxtasis que llegan al alma, y sólo puedo decirle que no puedo imaginar un infierno del remordimiento que pueda igualar al infierno en el que yo me encontraba. Pues en la amargura del remordimiento podemos ver que nuestro sufrimiento es una experiencia necesaria y saludable: sólo mediante él puede limpiarse nuestro pecado. Pero yo me enfrentaba a una tortura vacía y carente de significado... y entonces mi cerebro se conmocionó y empecé a preguntarme si no podría hacer algo sin romper el secreto de confesión.

Desde mi ventana vi que estaba encendida la luz en la torre del reloj de Westminster: por tanto había allí alguien y me pareció posible que, sin violar el secreto, podría decirle al Secretario de Interior que me habían hecho una confesión por la cual sabía que Wadham era inocente. Me preguntaría detalles que pudiera darle, y podría decirle... y entonces me di cuenta de que no podía decirle nada: no podía decir que el asesino había subido con Selfe a su habitación, pues mediante esa información podría descubrirse que Kennion había cenado con él. Antes de hacer nada necesitaba consejo y fui a la casa del cardenal, junto a nuestra catedral. Él se había acostado, pues pasaba ya de la media noche, pero respondiendo a la urgencia de mi petición, bajó a verme. Le conté lo que había sucedido sin darle pista alguna, y su veredicto fue el que en mi corazón había anticipado. Ciertamente podía ver al Secretario de Interior y decirle que me habían hecho esa confesión, pero no podía dejar escapar ninguna palabra o indicación que pudiera conducir a la identificación del confeso.

Personalmente no veía que con la información que yo podía dar fuera posible posponer la ejecución.
-Y sea cual sea su sufrimiento, hijo mío -me dijo- esté seguro de que sufre no por haber hecho el mal, sino por haber hecho lo correcto. En la posición en la que se encuentra, su tentación de salvar a un hombre inocente procede del diablo, y también tendrá ese origen toda fuerza a la que invoque para que le ayude a soportarlo.

Vi al Secretario de Interior en sus habitaciones una hora después. Pero a menos que le dijera algo más, y él comprendía que yo no podía hacerlo, no podría hacer nada.

-En el juicio le declararon culpable -me dijo-. Y su apelación fue rechazada. Sin nuevas pruebas, nada puedo hacer.

Se quedó sentado un momento, pensativo, y después se puso en pie de un salto.
-Buen Dios, es fantasmal. Creo verdaderamente, no es necesario que se lo diga, que ha oído usted esa confesión, pero eso no demuestra que sea cierto. ¿No puede ver de nuevo a ese hombre? ¿No puede meter en él el miedo a Dios? Si hasta el momento de caer el telón puede usted hacer algo que me dé una justificación para actuar, ordenaré inmediatamente una suspensión de la pena. Éste es mi número de teléfono: llámeme aquí o a mi casa a cualquier hora.

Estaba de vuelta en la prisión antes de las seis de la mañana. Le dije a Wadham que creía en su inocencia y le di la absolución por todo lo demás. Recibió de mis manos el sagrado sacramento y se dirigió a su muerte sin pestañear.

El padre Denys se detuvo.

-He tardado mucho en llegar al punto de mi relato que concierne a la sesión de espiritismo de la que me habló, pero era necesario que conociera todo esto para poder entender lo que voy a contarle ahora. Afirmé que los mensajes de los muertos no proceden de ellos, sino de algún poder maligno y horrible que los encarna. Usted me respondió, me acuerdo bien, que no entendía la razón de que hubiera que meter al diablo en esto. Le explicaré el motivo.

Cuando todo terminó, cuando la compuerta sobre la que estaba en pie aquel hombre se abrió, y la cuerda crujió, regresé a casa. Era una mañana invernal oscura, apenas iluminada todavía, y a pesar de la escena trágica que acababa de presenciar me sentía sereno y en paz. No pensaba en Kennion en absoluto, sólo en el muchacho que había sufrido injustamente, y aquello me pareció un error lamentable, pero no más. Aquello no le había conmovido, a su alma viva y esencial, era como si hubiera sufrido la expiación sagrada del martirio. Y yo agradecía humildemente haber sido capaz de actuar correctamente, pues si por algún acto mío Kennion estuviera entonces en manos de la policía, y Wadham viviera, yo habría cometido el crimen más terrible que puede cometer un sacerdote.

Había estado en pie toda la noche, y tras decir mis oficios me acosté en el sofá para dormir un poco. Soñé que me encontraba en la celda con Wadham, y que él sabía que tenía yo prueba de su inocencia. Faltaban unos minutos para la hora de su muerte, y en el corredor de losetas de piedra del exterior se oían los pasos de los que venían a por él. Él también los oyó y se puso en pie señalándome.

-Va a permitir que muera un hombre inocente, cuando podría salvarle -me dijo-. No puede consentirlo, padre Denys. ¡Padre Denys! -gritó, y el grito se convirtió en una boqueada, falto de respiración, mientras la puerta se abría.

Desperté sabiendo que lo que me había despertado era mi propio nombre gritado desde algún lugar cercano, y supe de quién era esa voz. Pero estaba solo en mi habitación tranquila y vacía, en la que penetraba el día poco luminoso. Vi que sólo había dormido unos minutos, pero ahora había huido todo deseo o capacidad de dormir, pues en algún lugar junto a mí, invisible pero horriblemente presente, estaba el espíritu del hombre a quien había permitido perecer. Y me llamaba.

Acabé por convencerme de que la voz que me llamó mientras dormía no era más que un sueño, y pasaron varios días con suficiente tranquilidad. Pero un día en el que caminaba por una calle soleada y repleta de gente sentí un cambio claro y terrible en lo que podría denominar la atmósfera psíquica que nos rodea a todos, y mi alma se ennegreció por el miedo y por imágenes malvadas. Y allí estaba Wadham, que venía hacia mí por la acera, elegante y alegre. Me miró y su rostro se convirtió en una máscara de odio. Espero que nos encontremos a menudo, padre Denys, me dijo al pasar.

Al día siguiente regresaba a casa a la hora del crepúsculo y de pronto, al entrar en la habitación, oí el crujido de una cuerda que se tensaba, y su cuerpo, con la cabeza cubierta por la capucha de la muerte, colgaba en la ventana contra el sol poniente. Y a veces, cuando estaba leyendo mis libros, la puerta se abría y cerraba, y yo sabía que él estaba allí. Ni la aparición ni sus signos eran frecuentes quizás porque mi resistencia se había fortalecido al saber que tenía un origen diabólico. Pero sucedía con largos intervalos cuando había bajado la guardia, pensando que lo había vencido, y entonces sentía a veces que mi fe se tambaleaba. Siempre era precedida por esa sensación de poder maligno que bajaba sobre mí, y rápidamente buscaba el abrigo de la elevada casa de defensa. Pero este último domingo...

Se detuvo y se tapó los ojos con las manos, como si quisiera evitar un espectáculo horrible.

-Llevaba predicando en favor de una de nuestras misiones. La iglesia estaba llena, y no creo que existiera otro pensamiento o deseo en mi alma si no el de potenciar la sagrada causa acerca de la cual estaba hablando. Era el servicio de la mañana y el sol penetraba por las vidrieras brillando con luces de colores. Pero en medio del sermón se elevó un banco de nubes, y con él la advertencia horrible de que se aproximaba una tempestad del mal. Se puso tan oscuro que cuando llegaba al final del sermón tuvieron que encender las luces de la iglesia, que así se llenó de brillo. Había una lámpara en la mesa del pulpito sobre la que había colocado mis notas, y al encenderse iluminó plenamente el banco que tenía justo debajo. Y allí estaba Wadham sentado, con la cabeza alzada hacia mí, el rostro morado, los ojos saltones y el nudo corredizo alrededor del cuello.

Mi voz me falló un segundo y me aferré a la barandilla del pulpito mientras él me miraba fijamente, y yo a él. Me rodeó un horror del espíritu, negro como la noche eterna de los perdidos, pues le había permitido que, inocente, fuera hacia su muerte, y mi castigo era justo... y entonces, como una estrella que brillara a través de una piadosa hendidura en aquella tormenta anímica, brotó otra vez el rayo de la convicción de que yo, como sacerdote, no podía haber actuado de otra manera, y se acompañó del conocimiento seguro de que esa aparición no podía venir de Dios, sino del diablo, y había de resistirme a ella y desafiarla lo mismo que desafiamos con desprecio las tentaciones dulces e insidiosas. No podía ser el espíritu del hombre lo que estaba mirando, sino alguna falsificación diabólica.

Volví a posar mi mirada en las notas y seguí con el sermón, pues sólo eso me interesaba. Aquella pausa me había parecido eterna: tenía la cualidad de lo intemporal, pero después me enteré de que apenas había resultado perceptible. Y en mi propio corazón supe que no era un castigo lo que estaba sufriendo, sino el fortalecimiento de una fe que había vacilado.

Interrumpió de pronto su historia. Fijó los ojos en la puerta y no fue una mirada de miedo lo que brotó en ellos, sino de salvaje e implacable antagonismo.

-Se acerca -me dijo-. Y si ahora escucha o ve algo, desprécielo, pues es maligno.

La puerta se abrió y se cerró, y aunque no entró nada que fuera visible, supe que había ahora en la habitación una inteligencia viva distinta de mí y del padre Denys; y afectó a mi propio ser de la misma manera que un olor horrible a putrefacción nos afecta físicamente: mi alma sintió náuseas. Después, todavía sin ver nada, percibí que la habitación, hasta entonces cálida y confortable, con un fuego vivo de carbón en la rejilla, se estaba quedando fría, y que algún eclipse extraño estaba velando la luz. Cerca de mí, sobre la mesa, había una lámpara eléctrica: la sombra de ésta se agitó en la corriente helada que se movió en el aire, y el alambre luminoso dejó de ser incandescente, tornándose rojizo y oscuro como las ascuas sobre la rejilla. Escruté la semioscuridad, pero ninguna forma material se manifestó en ella.

El padre Denys estaba sentado muy erguido en su silla, con los ojos fijos y concentrados en algo que para mi era invisible. Sus labios se movían y murmuraban y con las manos aferraba el crucifijo que colgaba sobre su pecho. Entonces vi lo que sabía que él estaba viendo también: un rostro que se perfilaba en el aire delante de él, un rostro hinchado y morado, con la lengua colgando desde la boca, ahorcado allí y agitándose a un lado y a otro.

Fue haciéndose más y más claro, suspendido por la cuerda que ahora se me hizo visible, y aunque era la aparición de un hombre colgado por el cuello, éste no estaba muerto, sino vivo y activo, y el espíritu que lo animaba no era humano, sino algo diabólico.
De pronto el padre Denys se puso en pie y acercó el rostro a cuatro o cinco centímetros del horror suspendido.
Alzó las manos llevando en ellas el sagrado emblema.


Egoísmo o la serpiente del pecho. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

—¡Ahí viene! —gritaron los chicos por la calle—. ¡Ahí viene el hombre con una serpiente en su pecho!

Herkimer se detuvo en el momento en que iba a cruzar la puerta de hierro de la mansión Elliston cuando ese grito llegó a sus oídos. No sin un estremecimiento se dio cuenta de que había estado a punto de encontrarse con su antiguo amigo, al que había conocido en la gloria de la juventud, y al que ahora, tras un intervalo de cinco años, encontraría víctima de una imaginación enferma o de un horrible infortunio físico.

—¡Una serpiente en su pecho! —repitió para sí el joven escultor—. Debe ser él. Ningún otro hombre en la tierra tendría tal amigo íntimo. ¡Y ahora, mi pobre Rosina, el cielo me concede sabiduría para abandonar correctamente mi misión! La fe de la mujer debe ser realmente fuerte, puesto que la tuya todavía no te ha fallado.

Musitando esas cosas, ocupó su posición a la entrada de la puerta y aguardó hasta que hiciera su aparición el personaje que tan singularmente había sido anunciado. Unos momentos después contempló la figura de un hombre delgado, de aspecto enfermizo, ojos brillantes y largos cabellos negros que parecían imitar el movimiento de una serpiente; pues en lugar de avanzar erguido con la parte frontal abierta, ondulaba por el pavimento en una línea curva. Puede resultar caprichoso decir que algo, en su aspecto material o moral, sugería la idea de que se había producido el milagro de transformar a una serpiente en un hombre, pero tan imperfectamente que la naturaleza de la serpiente se hallaba todavía oculta, apenas oculta, bajo el simple disfraz exterior de la humanidad. Herkimer observó que su tez tenía un tono verduzco sobre el blanco enfermizo, recordándole una especie de mármol con el que una vez había esculpido una cabeza de la Envidia, con sus bucles serpentinos.

El infortunado ser se aproximó a la puerta, pero en lugar de entrar se detuvo y fijó el resplandor de sus ojos sobre el semblante compasivo pero serio del escultor.

—¡Me roe! ¡Me roe! —exclamó.

Se escuchó entonces un silbido, pero podría discutirse si procedía de los labios del lunático o era el silbido real de una serpiente. En todo caso, hizo que el corazón de Herkimer se estremeciera.

—¿Me conoce, George Herkimer? —preguntó el poseído por la serpiente.

Herkimer le conocía; pero necesitó de todo el conocimiento íntimo y práctico del rostro humano que había adquirido modelando parecidos en arcilla para reconocer los rasgos de Roderick Elliston en el rostro que había ahora delante de la mirada del escultor. Y sin embargo era él. No aumentaba la sorpresa el hecho de pensar que ese joven en otro tiempo brillante había sufrido ese cambio odioso y temible sólo en los cinco años que hacía desde que Herkimer vivió en Florencia. Concedida la posibilidad de dicha transformación, era tan fácil pensar que se produjera en un momento como en un siglo. Aunque se vio sorprendido y sobresaltado más allá de lo que es posible expresar, lo más doloroso para Herkimer fue recordar que el destino de su prima Rosina, el ideal de la feminidad amable, estaba indisolublemente entrelazado con ese ser al que la providencia parecía haber deshumanizado.

—¡Elliston! ¡Roderick! —gritó—. Había oído esto, pero mi idea se que daba muy lejos de la verdad. ¿Qué le ha sucedido? ¿Por qué le encuentro así?
—¡Oh, no es nada! ¡Una serpiente! ¡Una serpiente! La cosa más común del mundo. Una serpiente en el pecho... eso es todo —respondió Roderick Elliston—. ¿Pero cómo está su pecho? —siguió diciendo mientras miraba al escultor a los ojos con la mirada más aguda y penetrante que había encontrado—. ¿Puro y sano? ¿Sin reptiles? ¡Por mi fe y mi conciencia, y por el diablo que llevo dentro, eso sí que es una maravilla! ¡Un hombre sin una serpiente en su pecho!
—¡Cálmese, Elliston! —susurró George Herkimer poniendo una mano en el hombro del poseído por la serpiente—. He cruzado el océano para encontrarle.
¡Escuche! Hablemos en privado. Tengo un mensaje de Rosina... ¡De su esposa!
—¡Me roe! ¡Me roe! —murmuró Roderick.

Con esa exclamación, que era la que con mayor frecuencia salía de su boca, el desgraciado se aferró con ambas manos el pecho, como si una tortura o una picadura intolerable le impulsaran a abrirlo para dejar salir a ese ser malévolo y vivo, aunque saliera entrelazado con su propia vida. Se liberó entonces del apretón de Herkimer con un movimiento sutil, y deslizándose a través de la puerta se refugió en su antigua residencia familiar. El escultor no le persiguió. Vio que no era posible mantener una relación es ese momento, y antes de que se produjera otro encuentro deseaba investigar la naturaleza de la enfermedad de Roderick y las circunstancias que le habían reducido a tan lamentable condición. Logró obtener la información necesaria de un eminente caballero médico.

Poco después de que Elliston se separara de su esposa, de lo que hacía ya casi cuatro años, sus amigos habían observado que se extendía una singular tristeza sobre su vida diaria, como esas nieblas frías y grises que a veces tapan la luz del sol en una mañana de verano. Los síntomas les produjeron una enorme perplejidad. No sabían si la mala salud estaba privando la elasticidad de su espíritu, o si un cáncer de la mente se estaba comiendo gradualmente, tal como suelen hacer los cánceres, desde su sistema moral hasta la estructura física, que no es más que la sombra de aquél. Buscaron la raíz de este problema en los planes rotos de su vida doméstica —rotos voluntariamente por él mismo—, pero no creyeron que se encontrara allí. Pensaron algunos que su amigo, en otro tiempo brillante, se hallaba en una fase incipiente de locura, de la que quizás hubieran sido precursores sus impulsos apasionados; otros pronosticaron un desperfecto general con un declinar regular. Nada pudieron saber de los propios labios de Roderick. Es cierto que en más de una ocasión se le había oído decir, al tiempo que se agarraba convulsivamente el pecho con las manos: «¡Me roe! ¡Me roe!», pero los diferentes oyentes dieron una gran diversidad de explicaciones a esa siniestra expresión. ¿Qué podía ser lo que roía el pecho de Roderick Elliston? ¿Era la pena? ¿Eran simplemente los dientes de la enfermedad física? ¿O en su vida inquieta, a menudo al borde del libertinaje cuando no se fundía en sus profundidades, había sido culpable de algún hecho que había convertido su pecho en presa de los colmillos más mortales del remordimiento? Había razones creíbles para cada una de estas conjeturas; pero no debía ocultarse que más de un caballero anciano, víctima de hábitos alegres y perezosos, afirmó magistralmente que el secreto de todo estaba en la dispepsia.

Entretanto, Roderick debió darse cuenta de que se había convertido en sujeto de la curiosidad y la conjetura, y reaccionando con una repugnancia mórbida a esa noticia, o cualquier otra, se apartó de toda compañía. No sólo la vista del hombre significaba un horror para él; no sólo la luz del semblante de un amigo; sino incluso la bendita luz del sol, que en su beneficencia universal tipifica la radiación de la faz del Creador, expresando su amor por todas sus criaturas. El oscuro crepúsculo era ya demasiado transparente para Roderick Elliston; la media noche más negra era su hora preferida para salir; y si alguna vez era visto, era cuando el farol del vigilante iluminaba su figura que se deslizaba por la calle, con las manos sobre el pecho, murmurando: «¡Me roe! ¡Me roe!» ¿Qué podía ser lo que le roía?

Al cabo de un tiempo se supo que Elliston habituaba a recurrir a todos los curanderos charlatanes famosos que infestaban la ciudad, o a quienes el dinero tentaba a acudir allí desde lejos. Una de estas personas, en la exultación de una supuesta cura, proclamó a lo largo y a lo ancho, mediante folletos y pequeños panfletos de papel deslucido, que un distinguido caballero, el señor Roderick Elliston, ¡había sido liberado de una SERPIENTE en el estómago! Así que ahí estaba el secreto monstruoso, sacado de su escondite a la vista pública, en toda su horrible deformidad. El misterio se había desvelado; pero no el de la serpiente en el pecho. Esta, si era algo más que un engaño, seguía todavía enroscada en su madriguera viva. La curación empírica había sido una impostura, consecuencia, se supuso, de alguna droga estupefaciente que estuvo más cerca de causar la muerte del paciente que la del odioso reptil que lo poseía. Cuando Roderick Elliston recuperó totalmente la sensibilidad fue para descubrir que su infortunio era la conversación de la ciudad entera —más de nueve días de maravillas y de horror—, mientras que en su pecho sentía el movimiento enfermizo de algo vivo, y el roer de esos colmillos infatigables que parecían satisfacer al mismo tiempo un apetito físico y un rencor diabólico.

Llamó a su viejo criado negro, que se había educado en la casa de su padre, y que era un hombre de mediana edad cuando Roderick estaba todavía en su cuna.
—¡Scipio! —gritó, y luego se detuvo con los brazos plegados sobre el corazón—.¿Qué dice la gente de mí, Scipio?
—¡Señor! ¡Mi pobre amo! Que tiene una serpiente en el pecho —respondió con cierta vacilación el criado.
—¿Y qué más? —preguntó Roderick mirando fantasmalmente al hombre.
—Nada más, querido amo —contestó Scipio—. Sólo que el doctor le dio unos polvos y que la serpiente saltó al suelo.
—¡No, no! —murmuró Roderick para sí mismo agitando la cabeza y apretando las manos con fuerza más convulsa sobre el pecho—. La siento todavía. ¡Me roe! ¡Me roe! Desde ese momento el miserable paciente dejó de evitar el mundo, y más bien solicitó y forzó la atención de conocidos y extraños. Fue en parte la consecuencia de la desesperación de descubrir que la caverna de su propio pecho no había resultado lo bastante profunda y oscura como para ocultar el secreto, aunque fuera una fortaleza tan segura para el repugnante diablo que se había deslizado en ella. Pero aún había más, pues ese ansia de notoriedad era un síntoma de la morbidez intensa que invadía ahora su naturaleza. Todos los enfermos crónicos son egoístas, ya sea la enfermedad de la mente o del cuerpo; ya sea pecado, pena o simplemente la calamidad más tolerable de algún dolor sin fin, o del mal entre las cuerdas de la vida mortal. Esos individuos son agudamente conscientes de un ser por la tortura que en ellos habita. Y así el ser crece hasta ser un objeto tan primordial en ellos que no pueden hacer otra cosa que presentarlo ante todo aquel que pase por casualidad junto a ellos. Hay un placer —quizás el mayor del que es capaz el paciente— en exhibir el miembro gastado o ulcerado, o el cáncer del pecho; y cuanto más horrible sea el crimen, más difícil le es al perpetrador impedir que saque su cabeza de serpiente para asustar al mundo; pues es ese cáncer, o ese crimen, lo que constituye su respectiva individualidad. Roderick Elliston, que un poco antes se había considerado desdeñosamente por encima del destino común de los hombres, prestaba ahora plena lealtad a esa ley humillante. La serpiente de su pecho parecía el símbolo de un egoísmo monstruoso que estaba relacionado con todo, y al que cuidaba noche y día con el sacrificio continuo y exclusivo de una veneración diabólica.

Pronto dio lo que la mayoría de la gente consideró pruebas indudables de locura. Aunque resulte extraño decirlo, en algunos de sus estados de ánimo se enorgullecía y glorificaba de estar marcado por algo que le alejaba de la experiencia ordinaria de la humanidad, por la posesión de una naturaleza doble y de una vida dentro de la vida. Parecía imaginar que la serpiente era una divinidad —no celestial, es cierto, si no oscuramente infernal—, y que de ella derivaba una eminencia y santidad, ciertamente horrible, pero más deseable que cualquier cosa a la que apunte la ambición. Así llevaba su desgracia como un manto regio, y miraba triunfalmente a aquellos cuya vida no alimentaba un monstruo mortal. Sin embargo con más frecuencia su naturaleza humana le dominaba adoptando la forma de un deseo de compañía. Fue acostumbrándose a pasar el día entero vagando por las calles sin objetivo, a menos que se considerara un objetivo el establecer una especie de hermandad entre él y el mundo. En su corrompida ingenuidad buscaba su propia enfermedad en todos los pechos. Estuviera o no loco, percibía con tal facilidad la fragilidad, el error y el vicio que muchas personas decían que estaba poseído no sólo por una serpiente, sino por un diablo real que le daba la facultad de reconocer lo más horrible que hubiera en el corazón del hombre.

Por ejemplo, se encontraba con una persona que durante treinta años había sentido odio contra su propio hermano. Roderick, entre la multitud que ocupaba la calle, ponía su mano sobre el pecho de ese hombre y mirándole fijamente al rostro severo le decía:

—¿Cómo está hoy la serpiente? —preguntaba con burlona expresión de simpatía.
—¿La serpiente? —exclamaba el que odiaba a su hermano—. ¿A qué se refiere?
—¡La serpiente! ¡La serpiente! ¿Le está royendo? —insistía Roderick—. ¿Le pidió consejo esta mañana cuando decía sus oraciones? ¿Le mordía cuando pensaba en la salud, la riqueza y la buena fama de su hermano? ¿Daba saltos de alegría cuando se acordaba usted del libertinaje del hijo único de su hermano? ¿Y tanto si le mordía como si retozaba, sentía usted su veneno en todo el cuerpo y el alma, convirtiéndolo todo en algo agrio y amargo? Así es como actúan esas serpientes. ¡En mí mismo he llegado a conocer toda su naturaleza!
—¿Dónde hay un policía? —gritaba el objeto de la persecución de Roderick agarrándose al mismo tiempo, instintivamente, el pecho—. ¿Por qué anda en libertad este lunático?
—¡Ja, ja! —se reía Roderick dejando de sujetar al hombre—. ¡Eso es que le ha mordido la serpiente del pecho!

El desafortunado joven se complacía a menudo en vejar a la gente con una sátira más ligera, aunque caracterizada también por una virulencia de serpiente. Un día se encontró con un estadista ambicioso y gravemente le preguntó por el bienestar de su boa constrictora; pues afirmaba Roderick que de esa especie tenía que ser la serpiente de caballero, pues su apetito era tan enorme como para devorar la constitución y el país entero. Otra vez detuvo a un viejo tacaño de gran riqueza, pero que acechaba por toda la ciudad disfrazado de espantapájaros, con su sobretodo azul cubierto de parches, sombrero marrón y botas miserables, arañando peniques y recogiendo clavos oxidados.

Simulando mirar seriamente el estómago de esa respetable persona, Roderick le aseguró que su serpiente tenía la cabeza de cobre, y había sido generada por las cantidades inmensas de ese metal bajo con las que se manchaba diariamente los dedos. Otra vez abordó a un hombre de rostro rubicundo y le dijo que pocas serpientes del pecho tenían más del diablo en ellas que las que se crían en las tinajas de una destilería. Después Roderick honró con su atención a un distinguido clérigo que acertaba a estar implicado en ese momento en una controversia teológica, en la que la cólera humana era más perceptible que la inspiración divina.

—Se ha tragado una serpiente dentro de una copa de vino sacramental —dijo.
—¡Granuja profano! —exclamó el teólogo; pero deslizó su mano hacia el pecho.

Se encontró con una persona de sensibilidad enfermiza que tras una primera decepción se había retirado del mundo y a partir de entonces no había mantenido relación alguna con sus prójimos, quedándose solo a meditar triste o apasionadamente sobre el pasado irrevocable. Si creemos a Roderick, el corazón mismo de ese hombre se había transformado en una serpiente que acabaría atormentándole hasta la muerte.

Observando a una pareja casada cuyos problemas domésticos eran notorios, se condolió de ambos por haber convertido mutuamente sus pechos en la casa de una víbora. A un autor envidioso que despreciaba obras que él nunca podría igualar le dijo que su serpiente era la más viscosa e inmunda de toda la tribu de reptiles, pero que por suerte no picaba. A un hombre de vida impura y rostro cínico que le preguntó a Roderick si llevaba una serpiente en su pecho, éste le dijo que estaba allí, y de la misma especie que había torturado a don Rodrigo el Godo. Tomó de la mano a una hermosa joven y mirándole tristemente a los ojos le advirtió que llevaba en su pecho una serpiente del tipo más mortal; el mundo descubrió la verdad de esas palabras siniestras cuando unos meses después la pobre joven murió de amor y vergüenza. Dos damas que eran rivales en los círculos de moda y se atormentaban la una a la otra con mil pequeñas picaduras de rencor femenino escucharon que el corazón de cada una de ellas era un nido de serpientes diminutas que causaban tanto mal como una grande.

Pero nada parecía complacer tanto a Roderick como enfrentarse a una persona infectada de envidia, que él representaba como un enorme reptil verde, con un cuerpo helado, y con la picadura más aguda de todas las serpientes salvo una.
—¿Y cuál es ésa? —preguntó uno que le estaba oyendo.

El que hizo la pregunta era un hombre de cejas oscuras; su mirada era evasiva y durante doce años no había mirado a ningún mortal directamente a los ojos. Había una ambigüedad en el carácter de esta persona —una mancha en su reputación—, pero nadie podía decir exactamente de qué naturaleza, aunque los murmuradores de la ciudad, tanto hombres como mujeres, susurraban las conjeturas más atroces. Hasta hacía muy poco tiempo había estado en el mar, y era el patrón al que en circunstancias singulares Georger Herkimer había encontrado en el archipiélago griego.

—¿Cuál es la serpiente que tiene la peor picadura? —repitió ese hombre; pero planteó la cuestión como por una desagradable necesidad, y palideció al pronunciarla.
—¿Por qué necesita preguntar? —contestó Roderick con una mirada de oscura inteligencia—. Mire en su propio pecho. ¡Ay! ¡Mi serpiente se agita! ¡Reconoce la presencia de un diablo superior!

Y entonces, tal como afirmaron más tarde quienes lo habían presenciado, se escuchó un silbido que parecía salir del pecho de Roderick Elliston. Se dijo también que un silbido de respuesta surgió del cuerpo del patrón marinero, como si realmente se ocultara allí una serpiente que hubiera despertado por la llamada de su reptil hermano. Si existió realmente ese sonido, pudo ser causado por un malicioso ejercicio de ventrílocuo del propio Roderick.

Y así, convirtiendo su serpiente real —si es que realmente había una serpiente en su pecho— en el tipo de error fatal de cada hombre, o pecado acumulado, o conciencia intranquila, y golpeando tan implacablemente allí donde más dolía, podemos imaginar que Roderick se convirtió en la peste de la ciudad. Nadie podía eludirle, pero nadie podía soportarlo. Asía la verdad más horrible que podía poner en su mano y obligaba a su adversario a hacer lo mismo. ¡Qué espectáculo tan extraño el de la vida humana, con el esfuerzo instintivo de todos y cada uno por ocultar esas tristes realidades y dejarlas inmóviles bajo un montón de temas superficiales que constituyen los materiales de la relación entre un hombre y otro! No iba a tolerarse que Roderick Elliston rompiera el pacto tácito por el que el mundo había hecho lo posible para asegurar su tranquilidad sin abandonar el mal. Las víctimas de sus maliciosas observaciones tenían ciertamente hermanos suficientes como para contener la risa; pues según la teoría de Roderick cada pecho mortal albergaba bien una camada de pequeñas serpientes o un monstruo ya crecido que había devorado a todas las demás. La ciudad no podía soportar a ese nuevo apóstol. Casi todos, pero particularmente los habitantes más respetables, exigieron que no se le permitiera ya a Roderick violar las normas del decoro poniendo a la vista del público la serpiente que llevaba en su pecho, y haciendo que salieran de donde se escondían las de las personas decentes.

En consecuencia, sus parientes intervinieron y lo metieron en un asilo privado para locos. Cuando la noticia fue conocida se observó que muchas personas caminaban por la calle con el semblante más liberado, y que ya no se cubrían tan cuidadosamente el pecho con las manos. Pero, aunque su confinamiento contribuyó no poco a la paz de la ciudad, actuó desfavorablemente sobre el propio Roderick. En soledad, su melancolía se volvió más negra y triste. Pasaba días enteros, pues en realidad era su única ocupación, comunicándose con la serpiente. Mantenían una conversación en la que parece ser que el monstruo oculto jugaba su papel, aunque los que había allí no podían oírla salvo en un ligerísimo silbido. Aunque pueda parecer singular, el paciente había contraído una especie de afecto por quien le atormentaba, aunque se mezclara con el horror y el desagrado más intensos. Y no es que esas emociones discordantes fueran incompatibles.

Por el contrario, cada una impartía fuerza e intensidad a su opuesta. El amor horrible, la antipatía horrible, se abrazaban el uno al otro en su pecho, y ambos se concentraban en un ser que se había deslizado en sus órganos vitales, o había engendrado allí, y que se alimentaba de su comida, y vivía de su vida, y era para él tan íntimo como su propio corazón, aunque fuera el más odioso de los seres creados. Era la suya una auténtica naturaleza mórbida. Algunas veces, en sus momentos de rabia y amargo odio contra la serpiente y contra sí mismo, Roderick decidía matarla aunque fuera a costa de su propia vida. En una ocasión intentó hacerla morir de hambre; pero cuando el infeliz estaba a punto de perecer, el monstruo pareció alimentarse de su corazón, prosperaba y se volvía juguetón, como si fuera aquella la dieta mejor y que más le convenía. Después tomó sin que nadie lo supiera una dosis de un veneno activo imaginando que no dejaría de matarle a él o al diablo que le poseía, o a ambos juntos. Nuevo error, pues si Roderick todavía no había sido destruido por su propio corazón envenenado ni por la serpiente que lo roía, poco tenía que temer del arsénico ni de un sublimado corrosivo. En realidad ese venenoso animal parecía actuar como un antídoto contra todos los demás venenos.

Los médicos trataron de ahogar al diablo con humo de tabaco. Lo respiraba tan a gusto como si se tratara de su atmósfera nativa. Drogaron al paciente con opio y le hicieron beber licores embriagadores, esperando que así la serpiente quedara reducida a un estado de estupor y quizás fuera lanzada al exterior desde el estómago. Consiguieron que Roderick quedara insensible; pero al colocar las manos sobre el pecho de éste, se sobrecogieron de horror al notar que la serpiente se movía, se entrelazaba y se lanzaba de aquí para allá dentro de sus estrechos límites, animada evidentemente por el opio o el alcohol, e incitada a una actividad inusual. Abandonaron por ello todo intento de cura o paliativo. El paciente condenado se sometió a su destino, recobró su antiguo y desagradable afecto por el diablo de su pecho y se dedicó a pasar sus desgraciados días delante de un espejo, con la boca bien abierta, tratando, mitad con esperanza y mitad horrorizado, de vislumbrar la cabeza de la serpiente garganta abajo. Se supone que lo consiguió, pues en una ocasión los ayudantes escucharon un grito frenético y cuando entraron corriendo en la habitación encontraron a Roderick inmóvil en el suelo.

Sólo un poco más de tiempo lo mantuvieron confinado. Tras una investigación detallada los directores médicos del asilo decidieron que su enfermedad mental no llegaba a ser locura, y no exigía su confinamiento, sobre todo porque la influencia que tenía sobre el espíritu de ellos era desfavorable y podía producir el mal que se trataba de remediar. Sus excentricidades eran sin duda grandes; habitualmente había violado muchas de las costumbres y prejuicios de la sociedad; pero el mundo no tenía derecho a tratarlo como un loco sin bases más seguras. Con esta decisión de la autoridad competente, Roderick fue liberado y regresó a su ciudad natal el día antes de su encuentro con Georger Herkimer.

Nada más enterarse de estos particulares, el escultor, junto con un compañero triste y tembloroso, buscó a Elliston en su propia casa. Era un edificio de madera grande y sombrío, con pilastras y un balcón, y estaba separado de una de las calles principales por una terraza con tres elevaciones que se subían mediante sucesivos tramos de escalones de piedra. Unos olmos de inmensa antigüedad ocultaban casi la fachada de la mansión. Esta residencia familiar, espaciosa y en otro tiempo magnífica, fue construida por un antepasado a principios del siglo anterior, en cuya época, como la tierra tenía un valor comparativamente pequeño, el jardín y otros terrenos habían formado un extenso dominio. Aunque se había perdido una parte de la herencia ancestral, seguía quedando un recinto sombrío en la parte posterior de la mansión, en el que un estudiante, o un soñador, o un hombre con el corazón roto podían pasar el día entero sobre la hierba, entre la soledad del murmullo de las ramas, olvidando que una ciudad había crecido a su alrededor.

Hasta ese retiro fueron conducidos el escultor y su compañero por Scipio, el viejo criado negro, cuyo rostro arrugado casi se llenó de gozo e inteligencia cuando presentó sus humildes respetos a uno de los dos visitantes.

—Permanezca junto al árbol —susurró el escultor a la figura que se apoyaba en su brazo—. Ya sabrá si ha de hacer su aparición, y cuándo.
—Que el señor me lo enseñe —respondió—. ¡Y que me sirva también de apoyo!

Roderick estaba apoyado en los bordes de una fuente que manaba bajo la moteada luz del sol con el mismo chorro claro y la misma voz de aérea quietud con que los árboles de crecimiento primigenio lanzan sus sombras sobre su fondo. ¡Qué extraña es la vida de una fuente! Nace a cada momento, pero es de una edad igual a la de las rocas, y que sobrepasa con mucho la antigüedad venerable de un bosque.

—¡Ha venido! Le esperaba —dijo Elliston cuando se dio cuenta de la presencia del escultor.

Sus maneras eran muy distintas de las del día anterior: tranquilas, corteses, y Herkimer pensó que le vigilaba a él y a su acompañante. Ese freno tan poco natural era casi el único rasgo que presagiaba que algo andaba mal. Acababa de dejar un libro sobre la hierba, donde quedó abierto y revelaba que era una historia natural de la tribu de las serpientes, ilustrada con placas que parecían vivas. Cerca había un enorme volumen, el Ductor dubitantium de Jeremy Taylor, lleno de casos de conciencia, en el que la mayoría de los hombres que poseyeran una conciencia podrían encontrar algo aplicable a sus fines.

—Ya ve —dijo Elliston señalando el libro de las serpientes con una sonrisa en los labios—. Estoy esforzándome por conocer mejor a mi amigo del pecho; pero no encuentro nada satisfactorio en este volumen. Si no me equivoco, demostrará ser sui generis, sin tener semejanza con ningún otro reptil de la creación.
—¿De dónde procede esta extraña calamidad? —preguntó el escultor.
—Mi negro amigo Scipio conoce la historia de una serpiente que habitaba en esta fuente, de aspecto puro e inocente, desde que fue conocida por los primeros pobladores —contestó Roderick—. Ese insinuante personaje se deslizó alguna vez en los órganos vitales de mi tatarabuelo y habitó allí muchos años, atormentando al anciano más allá de lo que puede soportar cualquier mortal. En resumen, es una peculiaridad familiar. Pero si quiere que diga la verdad, no creo en esta idea de que la serpiente es una herencia. Es mi propia serpiente, y la de nadie más.
—Pero ¿cuál fue su origen? —preguntó Herkimer.
—Hay suficiente veneno en el corazón de cualquier hombre como para generar una nidada de serpientes —contestó Elliston con una carcajada hueca—. Debería haber escuchado mis homilías a las buenas gentes de la ciudad. Realmente me considero afortunado de no haber criado más que una sola. En cambio usted no tiene ninguna en su pecho, y por tanto no puede simpatizar con el resto del mundo. ¡Me roe! ¡Me roe!

Tras esta exclamación Roderick perdió el control de sí mismo y se dejó caer sobre la hierba, dando a entender su dolor por las intrincadas sacudidas, en las que Herkimer no podía dejar de imaginar un parecido con los movimientos de una serpiente. Después escuchó también ese temible silbido que a menudo se introducía en la conversación del paciente, deslizándose entre las palabras y las sílabas sin interrumpir su sucesión.

—¡Qué terrible es todo esto! —exclamó el escultor—. Un castigo horrible, ya sea real o imaginario. Pero, dígame, Roderick Elliston, ¿existe algún remedio para este repugnante mal?
—Sí, pero imposible —murmuró Roderick, que se hallaba con la cara metida entre la hierba—. Si por un solo instante me olvidara de mí mismo, la serpiente ya no habitaría en mi interior. La enfermedad de pensar en mí mismo es la que la ha engendrado y alimentado.
—Olvídate entonces de ti mismo, esposo mío —dijo una suave voz por encima de él—. ¡Olvídate de ti mismo pensando en otra!

Rosina había aparecido desde detrás del árbol y se hallaba inclinada sobre él con la sombra de la angustia de éste reflejada en su semblante, aunque tan mezclada con esperanza y amor desinteresado que toda la angustia parecía que no era otra cosa que la sombra terrenal de un sueño. Tocó a Roderick con su mano. Un temblor recorrió el cuerpo de éste. En ese momento, si el informe es fidedigno, el escultor contempló un movimiento ondulante a través de la hierba, y escuchó un pequeño sonido, como si algo se hubiera sumergido en la fuente. Sea como sea, lo cierto es que Roderick Elliston se irguió y se sentó como un hombre renovado, habiendo recuperado su mente y rescatado del demonio que tan miserablemente se había apoderado de él en el campo de batalla de su propio pecho.

—¡Rosina! —gritó con tonos entrecortados y apasionados, pero sin ese gemido salvaje que durante tanto tiempo se había apoderado de su voz—. ¡Perdón! ¡Perdón!
Las lágrimas de felicidad humedecieron el rostro de Rosina.
—El castigo ha sido severo —observó el escultor—. Incluso la justicia puede perdonar. ¡Cuánto más lo hará la ternura de una mujer! Roderick Elliston, tanto si la serpiente fue un reptil físico, como si fue la morbidez de su naturaleza la que sugirió a su capricho ese símbolo, la consecuencia de la historia sigue siendo auténtica y poderosa. Un egoísmo tremendo, manifestado en su caso en la forma de celos, es un demonio tan temible como cualquier otro que se haya introducido en el corazón humano. Pero ¿puede estar purificado un pecho en el que ha habitado tanto tiempo?
—Oh, sí —contestó Rosina con una sonrisa celestial—. La serpiente sólo era una fantasía oscura, y lo que ejemplificaba era tan sombrío como ella misma. El pasado, por sombrío que pareciera, no causará tristeza en el futuro. Dándole su debida importancia, sólo debemos pensar en él como en una anécdota de nuestra Eternidad.


El afortunado reflejo. Catulle Mendés (1841-1909)

Mi bella vecina de enfrente, a la que no conozco y a la que conozco tan bien, se desviste en el suntuoso cuarto de baño iluminado con candelabros de oro, y como, por descuido, no ha cerrado los pesados cortinajes, yo puedo ver a través del vidrio y la muselina como se mueve su imagen entre el marco engalanado de un espejo que se inclina.

Una a una caen las estolas, las batistas a continuación, y, una vez que saca las medias negras, toda la sonrosada blancura de su maravilloso cuerpo desnudo llena el espejo, mientras que al regreso del baile mi bella vecina de enfrente, a la que no conozco y a la que conozco tan bien, se desviste en el suntuoso cuarto de baño iluminado con candelabros de oro.

Por desgracia, marquesa tal vez, o duquesa, o real alteza, ella no me juzgaría digno de aspirar el perfume de uno de sus guantes perdidos. Pero, en mi balcón, yo me inclino y me sitúo como es debido, y, en el espejo, mi reflejo, mezclado con el suyo, enlaza con brazos ardientes y besa con mil besos a mi hermosa vecina de enfrente a la que no conozco y que conozco tan bien.


Ego te absolvo. Oscar Wilde (1854-1900)

Bajo sus boinas azules, ennegrecidas por la pólvora y manchadas por el polvo de los caminos, los soldados de Miralles tienen caras de bandidos, con su piel color hollín y sus barbas y cabelleras descuidadas. Desde hace cinco largas semanas se arrastran por las carreteras, sin casi dormir, sin casi descansar, tiroteando en cualquier momento con una rabia creciente.

¿No acabarán con aquellos bandidos liberales? Don Carlos habíales prometido, sin embargo, que después de las fatigas de Estella, España seria suya. Todos ellos tienen sed de venganza y de sangre, y la alegría de verterla es la que les mantiene en pie, por muy cansados y rendidos que se encuentren.

Vascos, navarros, catalanes, hijos de desterrados que murieron de hambre y de miseria en tierras extranjeras, sienten rabia de fieras contra aquellos soldados que les disputan el camino de la meseta de Castilla, la vía de los palacios en los que han jurado establecer al legítimo rey para repartirse, sobre las gradas del trono restaurado, los cargos del reino y las riquezas de los vencidos.

Entre estos montañeses y los hombres de los partidos nuevos no median únicamente rencores políticos: existen, sobre todo, y antes que nada, viejas cuentas de asesinatos impunes, saqueos sin indemnizar, incendios sin revancha. Por eso, cuando un soldado de Concha cae entre sus manos, ¡infeliz de él!, paga por los demás, por los que se escurren.

-Hermano, hay que morir -le dicen, apoyándole contra una roca.

El hombre inicia el signo de la cruz, y no bien desciende su mano en un amén más lento, los fusiles, alineados a diez pasos de su pecho, vomitan la muerte. La víctima se desploma como un guiñapo y no se vuelve a hablar de la cosa. Los buitres de los Pirineos hacen lo demás. Si el cura de Miralles, un hombrecillo rechoncho y encorvado, de ojos semicerrados, con la sotana arremangada, pasa junto a los guerrilleros, se cuelga su fusil al hombro y absuelve o bendice al moribundo con gesto rápido.

A veces, sin separar sus ojos del catalejo marino que le sirve para escudriñar rocas o encinares, confiesa al prisionero. ¡Un general es responsable de la vida de sus tropas, qué diantre! Liberal, pero, eso sí, católico, el prisionero no parece sorprendido del extraño doble oficio del sacerdote soldado. Es necesario que le confiese, puesto que van a fusilarle, y es muy natural que le fusilen, puesto que se había dejado coger y porque él fusilaría lo mismo si hubiera cogido un prisionero. Esta lógica satisface por completo las débiles exigencias de su cerebro de campesino arrancado del terruño para doblar la cerviz bajo los arreos militares. Y, además, ¿para qué luchar con este hecho brutal de la muerte amenazadora, inmediata, inevitable?

Puesto que tiene que llegar, se trata solamente de hacer el equipaje bien para presentarse con todo en orden cuando le corresponda hacer su entrada en el más allá inevitable.

Aquella noche, al ponerse el sol, hallábase Pedro Careaga de centinela en la sima de Mallorta, cuando una mujer con un mulo dobló por el sendero de Buenavista. Tiró al azar y fue el mulo el que cayó. La mujer corrió hacia él sin darle tiempo a cargar otra vez, y cuando la tuvo en la punta del cañón, el navarro no pudo decidirse a tirar. La hembra era bella y deseable, con sus largos cabellos negros que caían en cascada hasta sus piernas, sus labios rojos y sus pupilas brillantes.

Pedro Careaga olvidó, por su prisionera, la causa de don Carlos y la Libertad. La mujer, que tenía miedo, le juró además que adoraba al «rey neto». Le probó que no detestaba las caricias perfumadas con pólvora de guerra y que Pedro Careaga era, si no el más hermoso de los mortales, por lo menos el más mimado de los vencedores: todo esto entre las moles de piedra de la sima de Mallorta.

Los brazos de la prisionera rodeaban aún, como un collar de oro moreno, el cuello curtido de Careaga, cuando llegó Joaquín Martínez a relevarle.

-¡Eh, poquito a poco! -dijo-. Hay que repartir, caballerito. Las noches son frescas. No es bueno dormir sin capote, compañero. Ya veo que eres hombre precavido: dosel de pelo, brazos tibios como pañuelo del cuello y manta de carne suave. ¡Me llegó la vez, amigo!

Careaga se levantó y, colocando detrás de él a la prisionera, respondió:

-¡Te llegó la vez, mequetrefe! Donde reina Careaga, no hay otro rey. Si las noches son frescas, ve a calentarte contra esa mula que ha tirado patas arriba mi carabina, o si no tira tú otra. ¡Mi botín es mío, como Navarra es del rey Carlos, hijo de judía!

Joaquín Martínez se echó el fusil a la cara, e iba a tirar, cuando la mujer, de un brinco salvaje, desvió el cañón y mandó la bala a perderse en las nubes. Alzándose de hombros, Martínez tiró el arma descargada y de un navajazo en pleno vientre tendió en el suelo a la prisionera de Careaga.

-¡Ah canalla! -aulló el navarro precipitándose hacia adelante y blandiendo su carabina.

Pero un nuevo navajazo cortó en sus labios el rosario de las blasfemias. Y se desplomó arrojando una espuma blanquecina por la comisura de los labios en el charco de sangre que salía del cuerpo de la mujer destripada. Atraído por el ruido de la detonación, llegaba Aliralles seguido de unos cuantos hombres. Con sus ojos casi desprovistos de cejas por el estallido de un mal fusil, el cura bandolero abarcó la escena.

-¡Puercos! -gruñó sordamente-. Veamos la hembra. ¡Hermosa mujer despachada de un negro navajazo! ¡De qué te ha servido, inocente narciso!

Careaga, por lo menos, ha gozado. Bien, muchacho -repuso dirigiéndose a Martínez, cuyos ojos no se despegaban de él-, ¡es muy bonito eso de querer robar el botín de un compañero! ¡Eh, vosotros! Dejadme confesar a este pagano; aquí no se os necesita para nada. Di tu «confiteor» Martínez, y haz acto de contrición.

-Ego te absolvo -murmuró Miralles con un gesto de bendición-. ¡Puercos, malditos hijos de perra que se destrozan por una hembra!

Y en seguida, encañonando bruscamente su fusil hacia el individuo, le abrasó los sesos sobre los dos cadáveres.

-¡Si les dejase uno hacer a estos mocitos -refunfuñó- no tendría don Carlos ejército dentro de poco!


El adoptado. Heinrich Von Kleist (1777-1811)

Antonio Piachi, un acaudalado comerciante de terrenos asentado en Roma, veíase de tanto en tanto obligado por sus negocios a realizar largas travesías. Acostumbraba en tales casos a dejar a Elvira, su joven esposa, al cuidado de los parientes de ésta. Uno de dichos viajes lo condujo en compañía de su hijo Paolo, un muchacho de once años que le diera su primera esposa, a Ragusa. Acababa precisamente de declararse allí una pestilencia que sembraba el terror en la ciudad y sus aledaños. Piachi, a cuyos oídos no había llegado el hecho hasta encontrarse ya de viaje, se detuvo en las inmediaciones de la ciudad para recabar información sobre la naturaleza de aquélla.

Mas al tener noticia de que el mal se hacía día a día más preocupante y se estaba pensando en clausurar las puertas, la inquietud por su hijo se antepuso a todos los intereses mercantiles: tomó caballos y abandonó de nuevo la ciudad. Una vez extramuros advirtió junto a su carruaje a un muchacho que extendía las manos hacia él a modo de súplica y parecía ser presa de gran agitación. Piachi mandó parar y, a la pregunta de qué se le ofrecía, respondió el muchacho en su inocencia que «estaba contagiado y los alguaciles lo perseguían para conducirlo al hospital donde ya habían muerto su padre y su madre; y le rogaba por todos los santos que lo llevara consigo y no lo dejase perecer en la ciudad». Diciendo esto tomó la mano del viejo y la estrechó, cubriéndola de besos y lágrimas. Piachi estuvo a punto, en el primer arranque de espanto, de arrojar al chico lejos de sí; mas en aquel preciso instante, al demudarse éste y caer desvanecido al suelo, movió a compasión al buen anciano: echó pie a tierra con su hijo, metió al muchacho en el coche y prosiguió viaje, por más que no supiera qué diantres hacer con él. Aún andaba en el primer alto tratando con los posaderos sobre el modo y manera en que podría desembarazarse nuevamente del chico cuando, por orden de la policía, la cual algo había husmeado al respecto, fue detenido y, bajo custodia, devueltos él, su hijo y Nicolo, pues así se llamaba el muchacho enfermo, a Ragusa.

Todas las consideraciones por parte de Piachi sobre lo inhumano de tal disposición de nada sirvieron: llegados a Ragusa fueron conducidos en el acto los tres, bajo la vigilancia de un alguacil, al hospital, donde si bien él, Piachi, permaneció sano y Nicolo, el muchacho, se recuperó nuevamente de su mal, su hijo Paolo, con sólo once años, fue empero contagiado por aquél y murió al cabo de tres días. Se abrieron entonces de nuevo las puertas y Piachi, tras haber enterrado a su hijo, obtuvo licencia de la policía para emprender el regreso. Según subía al carruaje embargado por el dolor y, a la vista del asiento que quedaba vacío junto a él, sacaba el pañuelo para dejar correr sus lágrimas, se aproximó Nicolo al coche, gorra en mano, y le deseó un feliz viaje. Piachi se asomó por la portezuela y le preguntó, con la voz quebrada por fuertes sollozos, si quería viajar con él.

El chico, apenas hubo comprendido al anciano, asintió y dijo: «¡Oh, sí! ¡Encantado!», y puesto que los alcaides del hospital, al preguntar el tratante si le estaba permitido al muchacho subir al coche, sonrieron y aseguraron que era hijo de Dios y nadie lo echaría en falta, Piachi, muy conmovido, le ayudó a subir y lo llevó consigo a Roma en lugar de su hijo. Ya en el camino real, ante las puertas de la ciudad, el corredor de terrenos observó por primera vez con atención al muchacho. Era de una rara belleza, algo hierática, sus negros cabellos le caían sobre la frente en sobrios mechones, ensombreciendo un rostro serio y avispado que jamás cambiaba de gesto. El anciano le dirigió varias preguntas, a las cuales respondió empero muy escuetamente: permanecía taciturno y ensimismado, sentado en el rincón aquel, las manos hundidas en los bolsillos de los calzones, y observaba con huidizas miradas pensativas los objetos que pasaban al vuelo ante el coche. De hito en hito, con movimientos reposados y silenciosos, se sacaba un puñado de avellanas del zurrón que llevaba consigo y, mientras Piachi se enjugaba las lágrimas de los ojos, las tomaba entre los dientes y las cascaba.

En Roma lo presentó Piachi, tras una breve relación de lo sucedido, a Elvira, su joven y excelente esposa, que si bien no pudo evitar llorar de corazón al pensar en Paolo, su pequeño hijastro al que mucho había amado, estrechó con todo a Nicolo contra su pecho por más ajeno y rígido que estuviera plantado ante ella, le asignó como lecho la cama en la que aquél había dormido y le hizo obsequio de todas sus ropas. Piachi lo envió a la escuela, donde aprendió a escribir, a leer y a contar y, puesto que de manera fácilmente comprensible había ido tomando al muchacho idéntico cariño como oneroso le había resultado, con el beneplácito de la buena Elvira, la cual no podía esperar descendencia del anciano, lo adoptó ya a las pocas semanas como su propio hijo. Más adelante despidió a un subalterno con quien estaba descontento por algún que otro motivo y, como en su lugar hubiera empleado en la correduría a Nicolo, tuvo la alegría de ver que éste administraba los amplios negocios en que estaba embarcado del modo más diligente y ventajoso. Nada tenía el padre, enemigo jurado de toda mojigatería, que censurar en él salvo el trato con los monjes del monasterio de los Carmelitas, los cuales mostraban gran deferencia al joven por mor de la considerable fortuna que un día había de corres-ponderle como legado del anciano; ni tampoco la madre por su parte, de no ser una inclinación por el sexo femenino que se agitaba en su pecho prematuramente, según se le antojaba a ella.

Pues ya apenas cumplidos quince años, con ocasión de una de dichas visitas a los monjes, había sido presa de la seducción de una tal Xaviera Tartini, barragana de su obispo, y por más que, obligado por la estricta conminación del anciano, hubiera roto con dicho contubernio, tenía sin embargo Elvira algún que otro motivo para creer que su continencia en tan peligroso terreno no era precisamente grande. Mas cuando Nicolo, con veinte años, desposó a Constanza Parquet, una joven y encantadora genovesa sobrina de Elvira que se había educado a su cuidado en Roma, pareció así atajado al menos el último mal en su origen; ambos progenitores estuvieron de acuerdo en su satisfacción con él y, como muestra de ello, le concedieron una magnífica dote, para lo cual dejaron libre una considerable parte de su bella y amplia mansión. En pocas palabras, al alcanzar Piachi los sesenta años hizo lo último y lo máximo que podía hacer por él: le legó ante tribunal, con excepción de un pequeño capital que se reservó para sí, toda la fortuna en que se basaba su comercio de terrenos y se recogió al retiro con su fiel y excelente Elvira, que pocos deseos tenía en este mundo. En el espíritu de Elvira había quedado un mudo rasgo de tristeza a raíz de un conmovedor suceso ocurrido en su infancia.

Philippo Parquet, su padre, un tintorero acomodado de Genova, habitaba una casa que, tal como exigía su oficio, limitaba en su parte posterior directamente con la orilla del mar, cercado por sillares; unas grandes vigas empotradas en el alero, de las que se colgaban los lienzos teñidos, sobresalían varios codos por encima del agua. Cierta vez, una aciaga noche en que la casa se había incendiado y, cual si estuviera construida con pez y azufre, se elevaba el fuego a un tiempo en todas las estancias de las que se componía, iba Elvira, a la sazón de trece años, huyendo espantada por las llamas de una escalera a otra y, sin saber ella misma bien cómo, se encontró encaramada sobre una de aquellas vigas. La pobre niña, oscilando entre el cielo y la tierra, no sabía en absoluto cómo salvarse; detrás suyo la fachada ardiendo, cuyas brasas, azotadas por el viento, ya habían hecho presa en la viga, y debajo el mar, ancho, yermo, aterrador. A punto estaba ya de encomendarse a todos los santos y, eligiendo de entre dos males el menor, de saltar a las aguas, cuando de improviso un joven genovés de la estirpe de los patricios apareció en el vano, arrojó su capa sobre la viga, tomó a la muchacha en sus brazos y, con tanto valor como destreza, descendió con ella resbalando por uno de los paños húmedos que pendían de la viga hasta el mar.

Allí los recogieron las góndolas que flotaban en el puerto y los condujeron, con gran júbilo del pueblo, hasta la orilla; mas el joven héroe, ya al cruzar por dentro de la casa, había sido golpeado en la cabeza por una piedra desprendida de una cornisa y sufrido una herida de gravedad que pronto, privado de sus sentidos, lo derribó a tierra. Su padre el marqués, a cuyo palacio fue conducido, como tardara en restablecerse hizo llamar a médicos de todas las regiones de Italia que lo trepanaron una y otra vez y le extrajeron varios huesos del cerebro; mas por una inescrutable providencia del cielo todos los esfuerzos fueron inútiles: se levantaba sólo raramente de la mano de Elvira, a quien su madre había mandado llamar para que lo cuidara, y al cabo de yacer enfermo tres años en extremo dolorosos, durante los cuales la muchacha no se apartó de su lado, le tendió dulcemente la mano una vez más y expiró. Piachi, que mantenía relaciones comerciales con la casa de este caballero y había conocido allí a Elvira cuando estaba a su cuidado, casándose con ella dos años más tarde, se guardaba mucho de pronunciar delante suyo el nombre de él, o de recordárselo del modo que fuere, pues sabía que afectaba en grado sumo a su bello y sensible ánimo. El menor motivo que le recordara aún sólo remotamente el tiempo en que el joven sufrió y murió por su causa la conmovía siempre hasta las lágrimas, y no había entonces modo de consolarla ni tranquilizarla; se marchaba del lugar donde estuviera y nadie la seguía, pues ya se había comprobado que era inútil cualquier otro remedio que no fuera dejarla llorar su dolor en silencio y soledad hasta el final.

Nadie aparte de Piachi conocía la causa de estos extraños y frecuentes trastornos, pues jamás en toda su vida había salido de sus labios una sola palabra alusiva a aquel acontecimiento. Se acostumbraba a culpar a una hipersensibilidad del sistema nervioso, secuela de unas ardientes fiebres que le habían sobrevenido inmediatamente después de sus desposorios, y poner así fin a cualquier indagación sobre el origen de aquéllos. En cierta ocasión Nicolo, a escondidas y sin conocimiento de su esposa, bajo el pretexto de estar invitado a casa de un amigo, había acudido al carnaval con la tal Xaviera Tartini, con quien no había abandonado nunca los amoríos pese a la prohibición del padre, y regresaba a su casa a altas horas de la noche, cuando ya todos dormían, ataviado con un disfraz de caballero genovés que había elegido al azar. Coincidió que al anciano le había sobrevenido repentinamente una indisposición y Elvira, para asistirle a falta de criada, se había levantado y dirigido al comedor para llevarle una botella de vinagre. Acababa de abrir un armario del rincón y rebuscaba subida al borde de una silla entre vasos y licoreras, cuando Nicolo abrió la puerta sigilosamente y, con una luz que se había prendido en el corredor, atravesó la sala ataviado con sombrero de pluma, capa y espada. Sin malicia alguna ni echar de ver a Elvira, se llegó hasta la puerta que conducía a su aposento y, al tiempo que él se sobresaltaba por encontrarla cerrada con llave, detrás suyo Elvira, percatándose su presencia desde el escabel al que estaba encaramada, cayó como tocada por un rayo invisible sobre el entarimado con las botellas y vasos que sostenía en la mano.

Nicolo, pálido del susto, se dio media vuelta y ya iba a acudir en ayuda de la infeliz mas, como el ruido que ella había causado tenía necesariamente que atraer al anciano, el temor a sufrir una reprimenda de éste se sobrepuso a todas las restantes consideraciones: en la turbación del apresuramiento arrebató de su cintura un manojo de llaves que llevaba consigo y, habiendo encontrado una que servía, arrojó el manojo de nuevo a la sala y desapareció. Poco después, cuando Piachi, tras saltar de la cama enfermo como estaba, la había levantado del suelo y asimismo habían aparecido con luz criados y doncellas alertados por la campanilla, acudió también Nicolo vestido con su camisa de dormir y preguntó qué había sucedido; mas al verse Elvira, rígida de terror como estaba su lengua, incapaz de hablar y aparte de ella sólo él mismo pudiera dar respuesta a tal pregunta, quedaron pues las circunstancias del asunto envueltas en un eterno secreto; condujeron a Elvira a su cama, temblándole todos los miembros, donde permaneció durante varios días presa de una violenta fiebre; se repuso sin embargo del contratiempo gracias a la fuerza natural de su salud y, aparte de una extraña melancolía que le quedó, se restableció casi por completo.

Transcurrió así un año hasta que Constanza, la esposa de Nicolo, dio a luz y murió de sobreparto junto con el hijo que había alumbrado. Este suceso, lamentable en sí mismo por haberse perdido un ser virtuoso y delicado, lo fue doblemente al abrir las puertas de par en par a las dos pasiones de Nicolo, su beatería y su inclinación por las mujeres. Volvió a camandulear días enteros en las celdas de los monjes carmelitas con el pretexto de consolarse, por más que se supiera cuán escaso amor y fidelidad había profesado a su esposa en vida. En efecto, no yacía aún Constanza bajo tierra cuando Elvira, ya a última hora, entró en la alcoba de él ocupada en los preparativos del inminente entierro, encontrando allí a una muchacha arremangada y pintada a la que demasiado conocía como la criada de Xaviera Tartini. Ante tal escena bajó Elvira los ojos, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó la habitación; ni Piachi ni nadie más supo una palabra de aquel suceso; se conformó con arrodillarse junto al cadáver de Constanza, que mucho había amado a Nicolo, y llorar con el corazón afligido. Quiso sin embargo el azar que Piachi, a su regreso de la ciudad, se tropezara al entrar en su casa con la muchacha y, comprendiendo bien lo que había venido a hacer, arremetió contra ella enérgicamente y mitad con ardides, mitad por la fuerza le arrebató la carta que llevaba consigo. Subió a su habitación para leerla y se encontró con lo que había previsto: Nicolo rogaba encarecidamente a Xaviera que le hiciera la merced de indicar lugar y hora para la cita que él tanto anhelaba. Piachi tomó asiento y respondió, con letra fingida, en nombre de Xaviera:

«Ahora mismo, aún antes del anochecer, en la iglesia de la Magdalena», lacró esta nota con un sello diferente del suyo y mandó que lo entregaran en la habitación de Nicolo cual si procediera de la dama. El ardid funcionó a la perfección: Nicolo tomó en el acto su capa y, olvidado de Constanza, que yacía expuesta en la capilla ardiente, abandonó la casa. En vista de ello Piachi, profundamente humillado, anuló el solemne sepelio fijado para el día siguiente, mandó que los porteadores levantaran el cadáver tal como estaba y le dieran sepultura en total recogimiento, acompañado únicamente por Elvira, él mismo y algunos parientes, en la cripta de la iglesia de la Magdalena dispuesta para acogerlo. Nicolo, quien esperaba envuelto en su capa bajo el atrio de la iglesia y para su asombro vio aproximarse un cortejo fúnebre demasiado bien conocido, preguntó al anciano, que seguía al féretro, «¿qué significaba aquello y a quién llevaban?». Mas éste, con el devocionario en la mano, contestó tan sólo sin alzar siquiera la testa: «A Xaviera Tartini» —tras lo cual el cadáver, cual si Nicolo no estuviera presente, fue descubierto de nuevo, bendecido por los presentes, y a continuación descendido y cerrado en la cripta. Este suceso, que lo avergonzó profundamente, despertó en el pecho del infeliz un acendrado odio hacia Elvira, pues a ella creía tener que agradecerle el público oprobio por parte del anciano.

Varios días estuvo Piachi sin dirigirle la palabra, mas como a causa del legado de Constanza precisara de su aquiescencia y su favor, viose pese a todo en la necesidad de tomar una noche la diestra del anciano y jurar solemnemente, con gesto contrito, la ruptura inmediata y para siempre jamás con Xaviera. Bien lejos estaba empero de su ánimo mantener tal promesa; antes bien, la oposición que se le presentaba no logró salvo enconar su obstinación y hacerlo diestro en el arte de esquivar la atención del probo anciano. A más de ello, nunca había encontrado a Elvira tan hermosa como en el instante en que, para su anonadamiento, abrió la habitación donde se encontraba la muchacha y la cerró de nuevo. La indignación que con suave brasa se encendiera en sus mejillas derramó un infinito encanto sobre su dulce rostro, sólo raramente alterado por las emociones; le resultaba increíble que, con tantas tentaciones como existían, no se aventurara ella misma de tanto en tanto en aquel camino por gozar de cuyas flores acababa de castigarlo tan ignominiosamente. Ardía en ansias de rendirle, de ser éste el caso, idéntico servicio ante el anciano que ella a él, y nada anhelaba ni buscaba más que la ocasión de llevar a cabo tal propósito. Cierto día, a una hora a la que precisamente Piachi estaba fuera de casa, pasó ante la habitación de Elvira y, para su extrañeza, oyó que dentro hablaban.

Atravesado por apresuradas y aviesas esperanzas se inclinó con ojos y oídos hacía la cerradura y —¡cielos! ¿qué vio? Allí yacía ella, en actitud extática, a los pies de alguien, y aun no logrando reconocer a la persona, pudo escuchar con toda claridad, pronunciada con el mismísimo acento del amor, la palabra susurrada: «Colino». Palpitándole el corazón se acomodó en el quicio de la ventana del corredor, desde donde podía observar la entrada de la alcoba sin traicionar su intención; y ya creía llegado, al oír elevarse quedamente un sonido del cerrojo, el inefable instante en que podría desenmascarar a la hipócrita, cuando en lugar del desconocido que él esperaba salió del cuarto la propia Elvira, sin acompañamiento alguno, lanzándole a distancia una mirada absolutamente indiferente y tranquila. Llevaba bajo el brazo una pieza de paño tejido por ella misma; y luego que hubo cerrado el aposento con una llave que tomó de su cintura, descendió con el mayor sosiego escaleras abajo, apoyando la mano en la barandilla. Aquella simulación, aquella aparente indiferencia se le antojaron el colmo del descaro y la perfidia, y apenas había ella desaparecido de su vista cuando ya corrió a buscar una llave maestra y, tras atisbar brevemente en torno con miradas furtivas, abrió a hurtadillas la puerta de la estancia. Mas cuál no sería su sorpresa al encontrarlo todo vacío y no descubrir escudriñando en los cuatro rincones nada que se asemejara siquiera a un ser humano: excepto el retrato de un joven caballero en tamaño natural, colocado en un nicho de la pared tras una cortina de seda carmesí e iluminado por una luz especial.

Nicolo se asustó sin saber él mismo por qué, y frente a los grandes ojos del retrato que lo miraba fijamente atravesaron su pecho mil pensamientos: mas aún antes de haberlos reunido y ordenado lo sobrecogió ya el temor a ser descubierto y castigado por Elvira; con no poca confusión cerró de nuevo la puerta y se alejó. Cuanto más meditaba sobre este extraño suceso, tanta mayor importancia cobraba para él aquel retrato que había descubierto y tanto más penosa y abrasadora se volvía su curiosidad por saber de quién se trataba. Y es que había visto su entera silueta tendida de hinojos cuán larga era, y quedaba sencillamente fuera de toda duda que ello había sucedido ante la figura del joven caballero del lienzo. Presa de gran desasosiego fue a ver a Xaviera Tartini y le contó el extraordinario acontecimiento que había presenciado. Ésta, que coincidía con él en el interés de hundir a Elvira por provenir de ella todas las dificultades que encontraban para sus relaciones, expresó el deseo de ver el retrato de su alcoba. Pues podía jactarse de amplio conocimiento entre la nobleza de Italia y, en caso de que aquel de quien allí se trataba hubiera estado en alguna ocasión en Roma y fuese de alguna importancia, tenía motivos para esperar conocerlo.

Pronto coincidió que el matrimonio Piachi viajó cierto domingo a la finca para visitar a un pariente, y no bien supo de este modo Nicolo el campo libre cuando ya se apresuró a ir a buscar a Xaviera y la introdujo en la habitación de Elvira como a una dama desconocida, so pretexto de ver pinturas y bordados, junto con una hijita que tenía del cardenal. Mas cuál no sería la consternación de Nicolo al exclamar la pequeña Clara (pues así se llamaba la hija), apenas hubo levantado la cortina: «¡Dios mío de mi vida! Signor Nicolo, ¿quién otro ha de ser que vos?» —Xaviera enmudeció. El retrato, en efecto, cuanto más lo miraba, mostraba un ostensible parecido con él: máxime si, como le era perfectamente posible, lo recordaba con el atuendo de caballero que unos meses antes había lucido a escondidas en su compañía durante el carnaval. Nicolo intentó alejar con un chascarrillo el repentino rubor que se derramó sobre sus mejillas; dijo, besando a la pequeña: «¡Verdaderamente, queridísima Clara, el retrato se parece a mí como tú al que se cree tu padre!» —Mas Xaviera, en cuyo pecho había empezado a agitarse el amargo sentimiento de los celos, le lanzó una mirada; plantándose ante el espejo dijo que en último término era indiferente de qué persona se tratara; se despidió con notoria frialdad y abandonó la estancia. Nicolo, tan pronto hubo marchado Xaviera, se vio poseído por la más viva euforia debido al incidente. Recordaba exultante de qué modo tan extraño y vehemente había conmocionado a Elvira su fantástica aparición de aquella noche. La idea de haber despertado la pasión de aquella mujer, ejemplo vivo de virtud, lo halagaba casi tanto como el deseo de vengarse de ella; y puesto que se le ofrecía la perspectiva de satisfacer de un mismo golpe ambos apetitos, tanto el uno como el otro, aguardó con gran impaciencia el regreso de Elvira y la hora en que una mirada en sus ojos coronaría su vacilante certidumbre.

Nada lo estorbaba en el desvarío que de él se había apoderado, a no ser el recuerdo indudable de que Elvira, aquel día en que la espiara por el ojo de la cerradura, había dado al retrato ante el cual estaba arrodillada el nombre de Colino; mas incluso en el sonido de aquel nombre, no precisamente muy usual en la región, algo había que, sin saber por qué, mecía su corazón en dulces sueños; y en la disyuntiva de desconfiar de uno de ambos sentidos, su vista o su oído, se inclinaba como es natural por la más halagüeña para sus apetitos. Entretanto no regresó Elvira del campo hasta pasados varios días, y lo hizo trayendo consigo de la casa del primo al que había visitado a una joven pariente que deseaba conocer Roma, de modo que, ocupada como estaba en finezas para con ésta, lanzó a Nicolo, quien la ayudó a descender del coche con gran amabilidad, tan sólo una fugaz e insignificante mirada. Transcurrieron varias semanas, dedicadas a la huésped a quien se agasajaba, en una inquietud inhabitual para la casa; se visitó, dentro y fuera de la ciudad, cuanto podría resultar curioso para una muchacha joven y llena de vida como ella; y Nicolo, al no estar invitado a todas estas pequeñas excursiones a causa de sus asuntos en la contaduría, recayó otra vez en el peor humor respecto a Elvira.

Empezó a rememorar, con las más amargas y torturadoras sensaciones, al desconocido que ésta idolatraba en secreta entrega; y muy especialmente desgarraba tal sentimiento su depravado corazón en el transcurso de la velada, larga y ansiosamente aguardada, en que partió aquella joven pariente, pues Elvira, en lugar de hablar entonces con él, permaneció sentada durante una hora entera a la mesa del comedor, en silencio, ocupada en una pequeña labor femenina. Coincidió que Piachi, pocos días antes, había preguntado por una cajita de letras de marfil con ayuda de las cuales había sido instruido Nicolo en su infancia y que ahora al anciano, puesto que nadie la necesitaba ya, se le había ocurrido regalar a un niño de la vecindad. La sirvienta a quien se había encargado buscarlas entre otros muchos trastos viejos no había encontrado entretanto más que las seis que formaban el nombre de Nicolo; probablemente porque las demás, debido a su menor relación con el muchacho, habían recibido menos atención y se habían perdido en la ocasión que fuere.

Mas al tomar entonces Nicolo en su mano los caracteres, que llevaban ya varios días sobre la mesa, y juguetear con ellos mientras rumiaba lúgubres pensamientos, apoyado con el brazo en el tablero, descubrió —ciertamente por azar, pues se asombró tanto como nunca antes en su vida— la combinación que formaba el nombre de Colino. Nicolo, que desconocía tal propiedad logogrífica de su nombre, sacudido de nuevo por delirantes esperanzas lanzó de soslayo una mirada incierta y furtiva a Elvira, sentada junto a él. La coincidencia existente entre ambas palabras se le antojaba más que un mero azar; sopesó, con contenida alegría, el alcance de tan extraño hallazgo y, tras retirar las manos de la mesa, latiéndole el corazón con fuerza, acechó el instante en que Elvira levantaría los ojos y descubriría el nombre que quedaba a la vista. La expectación que lo dominaba no lo engañó en absoluto; pues no bien hubo advertido Elvira en un momento de descanso la disposición de las letras y, por ser algo corta de vista, se inclinó candida y despreocupada para acercarse a leerlas, cuando ya sobrevoló con una mirada extrañamente angustiada el semblante de Nicolo, quien contemplaba todo con aparente indiferencia, retomó su trabajo con una melancolía imposible de describir y, creyéndose inadvertida, dejó caer sobre su regazo, con un leve rubor, una lágrima tras otra.

Nicolo, que observaba de reojo todas estas emociones internas, no dudaba ya en absoluto que dicha transposición de las letras escondía tan sólo su propio nombre. La vio mezclar de pronto suavemente los caracteres, y sus desbocadas esperanzas alcanzaron el colmo de la certidumbre cuando ella se levantó, guardó su labor y desapareció en su dormitorio. A punto estaba ya de ponerse en pie y seguirla cuando entró Piachi y, a la pregunta de dónde se encontraba Elvira, recibió por respuesta de una criada «que no se sentía bien y se había echado en la cama». Piachi, sin mostrar excesiva consternación, dio media vuelta y fue a ver cómo estaba; y al regresar un cuarto de hora más tarde con la noticia de que no acudiría a la mesa y no decir una palabra más sobre el asunto, creyó entonces Nicolo haber dado con la clave de todos los enigmáticos incidentes de tal índole que había presenciado. A la mañana siguiente, ocupado como estaba en su infame gozo meditando el beneficio que esperaba sacar de tal descubrimiento, recibió una esquela de Xaviera en la que le rogaba que fuera a verla por tener que revelarle algo concerniente a Elvira que sería de su interés.

Estaba Xaviera, a través del obispo que la mantenía, en estrechísima relación con los monjes del monasterio de los Carmelitas; y puesto que la madre de Nicolo acudía allí a confesar, no dudaba él que le hubiera sido posible obtener información sobre la secreta historia de sus afectos que confirmara sus esperanzas contra natura. Mas de qué modo tan ingrato, tras un saludo extraño y zumbón de Xaviera, fue sacado de su error cuando, sonriendo, le hizo sentarse sobre el diván en que ella estaba y le dijo que sólo tenía que revelarle que el objeto del amor de Elvira era, desde hacía ya doce años, un muerto que dormía en la tumba. —Aloysius, marqués de Montferrat, al cual un tío de París en cuya casa se había educado diera el sobrenombre de «Collin», más tarde transformado en Italia chuscamente en «Colino», era el original del retrato que había descubierto en el nicho, tras una cortina de seda carmesí, en la alcoba de Elvira; el joven caballero geno-vés que tan noblemente la había salvado en su infancia del fuego y que había muerto a causa de las heridas sufridas en tal empresa. —Añadió que sólo le rogaba no hacer ningún otro uso de tal secreto, ya que le había sido confiado en el monasterio de los Carmelitas bajo el sello de la confidencialidad más extrema por una persona que en realidad no tenía derecho a disponer de él. Nicolo aseguró, alternándose en su semblante palidez y sonrojo, que nada había de temer; e incapaz por completo como era de ocultar frente a las picaras miradas de Xaviera cuán corrido quedaba tras semejante revelación, alegó que lo reclamaba un asunto, contrayendo el labio superior en una fea mueca tomó su sombrero, se despidió y marchó.

Vergüenza, lascivia y venganza se aunaron entonces para urdir el acto más abyecto jamás cometido. Bien entendía que al alma pura de Elvira sólo se podía acceder mediante una añagaza; y apenas Piachi, que marchó a la quinta por unos días, le hubo dejado el campo libre, ya se aprestó a llevar a cabo el satánico plan que había ideado. Se procuró otra vez exactamente el mismo traje con el cual meses atrás, regresando por la noche del carnaval a escondidas, había aparecido ante ella; y tras vestirse capa, coleto y sombrero de pluma de hechura genovesa justo como los llevaba el retrato, se deslizó furtivamente, poco antes de la hora de dormir, en la alcoba de Elvira, colgó un paño negro sobre el cuadro que se encontraba en el nicho y esperó, bastón en mano, enteramente en la postura del joven patricio retratado, su adoración. Había calculado muy acertadamente con la agudeza de su inicua pasión; pues Elvira, quien entró poco después, tras desvestirse en silencio y tranquila, apenas descorrió como solía la cortina de seda que cubría el nicho y lo descubrió cuando ya gritó: «¡Colino! ¡Amado mío!», desplomándose sin sentido sobre el entarimado. Nicolo salió del nicho; permaneció un instante absorto en la contemplación de sus encantos, y observó su delicado semblante que palidecía de pronto bajo el beso de la muerte: mas no habiendo sin embargo tiempo que perder la alzó sin más dilación en sus brazos y la condujo, arrancando el paño negro del cuadro, hasta la cama que se encontraba en el rincón del dormitorio. Acto seguido fue a echar el cerrojo a la puerta, encontrándola ya cerrada con llave; y con la certeza de que incluso cuando le volvieran sus perturbados sentidos ella no ofrecería resistencia a su fantástica y aparentemente sobrenatural aparición, volvió entonces al lecho, afanado en despertarla con ardientes besos sobre el pecho y los labios.

Pero Némesis, que sigue de cerca al crimen, quiso que Piachi, al cual el miserable creía alejado para varios días, hubiera de regresar inesperadamente en ese preciso momento a su hogar; muy quedo, pues creía a Elvira ya dormida, se aproximó sigilosamente por el corredor y mediante la llave que siempre llevaba consigo logró entrar de improviso, sin que ruido alguno lo hubiera anunciado, en la alcoba. Nicolo se puso en pie como tocado por el rayo; como en modo alguno se pudiera encubrir su bellaquería se arrojó a los pies del anciano e imploró su perdón, asegurando que jamás volvería a poner los ojos en su esposa. Y en efecto se inclinaba también el anciano por zanjar el asunto sin alharacas; mudo como lo habían dejado algunas palabras de Elvira, la cual había vuelto en sí rodeada por sus brazos con una pavorosa mirada sobre el miserable, tomó simplemente, corriendo las cortinas de la cama sobre la que ella reposaba, el látigo de la pared, abrió la puerta y le mostró el camino que había de seguir en el acto. Mas éste, digno por completo de un Tartufo, no bien comprendió que por esta vía nada había de conseguir, súbitamente se alzó del suelo y declaró que «era él, el anciano, a quien correspondía abandonar la casa, puesto que documentos de total validez lo convertían a él en dueño y señor y sabría hacer valer sus derechos frente a quien fuese». —Piachi no daba crédito a sus oídos; como desarmado por tan inaudita osadía soltó el látigo, tomó sombrero y bastón, se encaminó en el acto a casa de su viejo amigo jurista, el Dr. Valerio, tocó la campanilla hasta que abrió una criada y según llegaba a la habitación de éste se desplomó sin sentido junto a su cama aún antes de haber logrado formular una sola palabra. El doctor, que lo acogió en su casa a él y más tarde también a Elvira, se apresuró sin demora a la mañana siguiente a realizar las diligencias encaminadas a detener al infernal villano, el cual tenía alguna ventaja a su favor; mas mientras Piachi tocaba sus impotentes resortes para desalojarlo de las posesiones que un día le fueran concedidas, ya volaba él con una escritura notarial sobre la completa totalidad de aquéllas al monasterio de los Carmelitas, sus amigos, exhortándolos a protegerlo contra el viejo demente que pretendía expulsarlo de allí.

En suma, como consintiera en casarse con Xaviera, de la que deseaba verse libre el obispo, venció la maldad y el gobierno promulgó a instancias de este eclesiástico un decreto mediante el cual se confirmaba a Nicolo en la posesión y a Piachi se le prescribía que no lo importunara al respecto. Piachi acababa precisamente días antes de enterrar a la infeliz Elvira, quien había fallecido a consecuencia de unas ardientes fiebres causadas por dicho suceso. Exasperado por aquel doble dolor se llegó, decreto en mano, a la casa, y con la fuerza que le prestó la furia derribó a Nicolo, más débil por naturaleza, y le aplastó los sesos contra la pared. Quienes estaban en la casa no se percataron de su presencia hasta después de sucedido el hecho; lo encontraron sujetando aún a Nicolo entre las rodillas y embutiéndole el decreto en la boca. Hecho esto se puso en pie y entregó todas sus armas; fue conducido a prisión, interrogado y condenado a morir en la horca. En el estado eclesiástico rige una ley según la cual no se puede dar muerte a ningún reo antes de que haya sido absuelto de sus pecados. Piachi, cuando se rompió sobre su cabeza la vara de la justicia, se negó obstinadamente a recibir la absolución.

Tras haber en vano intentado todo cuanto la religión tiene a su alcance para hacerle comprender la punibilidad de su acto, se esperaba llevarlo a sentir arrepentimiento a la vista de la muerte que lo esperaba y fue conducido al patíbulo. Allí había un sacerdote que le describió, con el aliento de la postrer trompeta, todos los horrores del infierno al que estaba a punto de descender su alma; allá otro con el cuerpo del Señor en la mano, el santo medio de expiación, ponderándole las moradas de la paz eterna. —«¿Quieres participar en el consuelo de la redención?», le preguntaron ambos. «¿Quieres recibir la Eucaristía?» —«No», respondió Piachi. —«¿Por qué no?» —«No quiero salvarme. Quiero bajar al más profundo abismo del infierno. ¡Quiero volver a encontrar a Ni coló, que no estará en el cielo, y continuar allí mi venganza que sólo pude satisfacer a medias!» —Y diciendo esto subió a la escalera y exigió al verdugo que hiciera su trabajo. En resumidas cuentas, se vieron obligados a suspender la ejecución y a conducir de nuevo a prisión al desdichado que la ley protegía. Tres días consecutivos se hicieron las mismas tentativas y siempre con idéntico resultado.

Cuando al tercer día tuvo que descender nuevamente de la escalera sin que le pusieran la soga al cuello, alzó las manos al cielo con furibundo ademán, maldiciendo la inhumana ley que no quería dejarle ir al infierno. Conjuró a todas las huestes demoníacas a subir a buscarlo, juró y perjuró que su único deseo era ser ejecutado y condenado y aseguró que «¡se lanzaría al cuello del primer sacerdote que se le pusiera a tiro con tal de volver a echar mano a Nicolo en el infierno!». Cuando se comunicó esto al Papa, ordenó que fuera ejecutado sin absolución; no lo acompañó sacerdote alguno, en absoluto silencio se le ahorcó en la Plaza del Popolo.