martes, 25 de junio de 2024

Poemas. Keith Douglas (1920-1944)

Recuérdenme cuando haya muerto...


Recuérdenme cuando haya muerto
y simplifíquenme cuando haya muerto.

Como los procesos de la tierra
despojan del color y de la piel;
se llevan el pelo castaño y los ojos azules

y me dejarán más simple que en la hora del nacimiento,
cuando sin pelos llegué aullando
mientras la luna aparecía en el frío firmamento.

Acaso de mi esqueleto,
ya tan despojado, un docto dirá:
"Era de tal tipo y de tal inteligencia", y nada más.

Así, cuando en un año se derrumben
recuerdos específicos, podrán
deducir, del largo dolor que soporté

las opiniones que sustentaba, quién fue mi enemigo
y lo que dejé, hasta mi apariencia
pero los incidentes no servirán de quía.

El telescopio invertido del tiempo mostrará
un hombre diminuto dentro de diez años
y por la distancia simplificado.

A través de ese lente observen si parezco
sustancia o nada: merecedor
de renombre en el mundo o de un piadoso olvido,

sin dejarse arrastrar por momentáneo enojo
o por el amor a una decisión,
llegando sin prisa a una opinión.

Recuérdenme cuando haya muerto
y simplifíquenme cuando haya muerto.





El difunto.


Era un maldito, lo admito,
Y siempre ebrio hasta que se quedó sin plata.
Su pelo le colgaba por un lazo de
una Corona Veneris. Sus ojos, mudos
como prisioneros en sus cavernosas hendeduras, estaban
fijos en actitudes de desesperación.
Ustedes que, Dios los bendiga, jamás han caído tanto,
Lo censuran y oran por él que sí había caído;
y con sus flaquezas lamentan los versos
que el tipo hacía, acaso entre maldiciones,
acaso en el colmo de la ruina moral,
pero los escribía con sinceridad;
y al parecer sentía un dolor acrisolado
al cual la virtud de ustedes no puede llegar.


Poemas. Rita Dove.

Terso americano.


Bailábamos; debió haber
sido un fox trot o un vals,
algo romántico, pero
que pedía discreción:
pleamar y bajamar,
ejecución precisa al deslizarnos
a la siguiente pieza sin parar,
dos pechos jadeantes alzándose
para dar una zancada
de siete leguas: agonía tan perfecta
que uno aprende a sonreír mientras la ejecuta,
mímica embriagante,
el sine qua non
de lo terso americano
Y porque estaba distraída
en el esfuerzo de
guardar la forma
(la inclinación hacia la izquierda
cabeza entornada justo para atisbar
detrás de tu oreja y siempre
sonriendo, sonriendo),
no me había dado cuenta
de lo quieto que te habías quedado
hasta que habíamos hecho
(¿por dos compases?,
¿cuatro?) alcanzando el vuelo,
esa ligera y tranquila
magnificiencia,
antes de que la tierra
nos recordara quiénes éramos
y nos trajera de regreso.





Oración de Deméter para Hades.


Sólo esto deseo para ti, el conocimiento.
Entender que cada deseo tiene un límite,
para saber en que medida somos responsables de las vidas
que cambiamos. Ninguna fe viene sin costo,
nadie cree sin morir.

Ahora, por primera vez
veo claramente el sendero que plantaste,
qué tierra se abrió para dilapidarse,
aunque soñaste con una riqueza
de flores.

No existen maldiciones - sólo espejos
sostenidos en las almas de dioses y mortales.
Y entonces yo abandono también este destino.
Cree en ti,
continúa - mira adónde te lleva.





Perséfone, cayéndose.


Un asfódelo en medio de hermosas
flores comunes ¡una flor como ninguna otra! Ella haló,
se inclinó para halar con más fuerza...
cuando, saliendo fuera de la tierra
en su reluciente y terrible carruaje
Él exigió su pago.
Todo terminó. Nadie la oyó.
¡Nadie! Ella se había desviado de la manada.

(Recuerda: ve derecho a la escuela.
¡Esto es importante, déjate de tonterías!
No contestes a extraños. Mantente
con tus compañeros de juegos. Mantén tus ojos en el suelo.)
Así de fácil el abismo se
abre. Es así como un pie se hunde en la tierra.





La tonadilla.


Cuando yo era joven, la luna habló en acertijos
y las estrellas rimaron. Yo era un nuevo juguete
esperando ser recogido por mi dueño.

Cuando yo era joven, puse al día de rodillas al correr.
Había árboles por mecerse, grillos por atrapar.

Era apenas dulce, infinitamente cruel,
seductora y mimada en leche,
quemada por el sol y plateada y costrosa como un potro.

Y el mundo ya era viejo.
Y yo era más vieja que lo que soy hoy.





Geometría.


Demuestro un teorema y la casa se expande:
las ventanas se sacuden para volar libremente cerca al techo,
el techo flota lejos con un suspiro.

Cuando las paredes se liberan de todo
menos de la transparencia, el olor de claveles,
se va con ellas. Yo estoy afuera al aire libre

y arriba las ventanas se han convertido en mariposas,
luz del sol que brilla donde se interceptan.
van a algún lugar verdadero e improbado.


El violador. Stephen Dunn (1939-2021)

Soy el hombre agachado detrás de un arbusto
que se sienta a su escritorio.
Jamás me prenderán. Todas mis víctimas
tienen una manera de desaparecer.
No importa que sexo tengas,
serás el próximo.
Te sentarás justo a mí
en un concierto en el bosque.
Si te mirara en el subte,
No desviarías los ojos.
Soy pequeño, engañoso,
como este poema
que ya está dentro de ti.


Poemas. Max Ehrmann (1872-1945)

Todos somos barcos...


Todos somos barcos
cargados con experiencia de vida,
memorias de trabajo, buenos tiempos y pesares,
cada uno con su carga especial;
y es nuestro común destino
mostrar las marcas del viaje,
aquí una proa astillada, allí un cordaje emparchado,
y cada casco ennegrecido
por el incesante apaleo de las incansables olas.

Ojala seamos agradecidos por buenos tiempos y mares apacibles,
y en tiempos de tormenta tener el coraje
y la paciencia que caracteriza a todo buen navegante;
y, sobre todo, ojalá tengamos la alentadora esperanza de gozosos encuentros,
cuando nuestro barco finalmente tire su ancla en el agua quieta de la eterna bahia. "





Desiderata.


Camina plácido entre el ruido y la prisa y piensa
en la paz que se puede encontrar en el silencio.
En cuanto te sea posible y sin rendirte,
mantén buenas relaciones con todas las personas.
Enuncia tu verdad de una manera serena y clara;
y escucha a los demás,
incluso al torpe e ignorante;
también ellos tienen su propia historia.

Esquiva a las personas agresivas y ruidosas,
pues son un fastidio para el espíritu.
Si te comparas con los demás,
te volverás vano y amargado,
pues siempre habrá personas mas grandes y mas pequeñas que tú.
Disfruta de tus éxitos lo mismo que de tus planes.

Mantén el interés en tu propia carrera por humilde que sea,
ella es un verdadero tesoro en el fortuito cambiar del tiempo.
Se cauto en los negocios, el mundo esta lleno de engaños;
mas no dejes que esto te deje ciego para la virtud que existe.
Hay muchas personas que se esfuerzan por alcanzar nobles ideales,
y por doquier la vida esta llena de heroísmo.

Se sincero contigo mismo.
En especial, no finjas el afecto;
tampoco seas cínico en cuanto al amor;
pues en medio de todas las arideces y desengaños,
es perenne como la hierba.

Acata dócilmente el consejo de los años,
y abandona con donaire las cosas de la juventud.
Cultiva la firmeza del espíritu para que te proteja en las adversidades repentinas,
pero no te afligas imaginando fantasmas.
Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.
Sobre una sana disciplina se benigno contigo mismo.

Tú eres una criatura del universo,
no menos que las árboles y las estrellas;
tienes derecho a existir.
Y sea que te resulte claro o no,
indudablemente el universo marcha como debiera.

Por eso debes estar en paz con Dios,
cualquiera que sea tu idea de El,
y sean cualesquiera tus trabajos y aspiraciones.
Coserva la paz con tu alma en la bulliciosa confusión de la vida.

Aún con toda su farsa, penalidades y sueños fallidos,
el mundo es todavía hermoso.
Sé alegre.
Esfuérzate por ser feliz.


El ángel de lo extraño, una extravagancia. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino yliqu eur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente u n periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de casas de alquiler, la de perros perdidosy las dos de esposas y aprendices desaparecidos, ataqué resuelto el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado este infolio de cuatro páginas, feliz obra que ni siquiera los poetas critican, cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:

Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a soplar el dardo, juego que consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.

Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.

-Este artículo –exclamé- es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables… accidentes extraños, como ellos lo denominan. Pero una inteligencia reflexiva (como la mía, pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos accidentes extrañoses en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia singular.
-¡Tíos mío, que estúpido es usted, ferdaderamente! –pronunció una de las más notables voces que jamás haya escuchado.

En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido contenía sílabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había sido saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los paseé por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.

-¡Humf! –continuó la voz, mientras seguía yo mirando-. ¡Debe estar más borracho que un cerdo, si no me fe sentado a su lado!

Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.

-Digo –repitió- que debe estar más borracho que un cerdo para no ferme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que esdá impreso en el diario. Es la ferdad… toda la ferdad… cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? –pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Yqué significan sus palabras?
-Cómo he endrado aquí no es asunto suyo –replicó la figura-; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho –dije-. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! –rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imbosible que haga eso!
-¿Imposible? –pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla –me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.

Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza; pero entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe que hacer. Entretanto, él seguía con su cháchara.

-¿Ha visto? Es mejor que se guede guieto. Y ahora sabrá guien soy. ¡Míreme! ¡Vea! Yo soy el Ángel de lo Extraño.
-¡Vaya si es singular! –me aventuré a replicar-. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! –gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¡Me doma usted por un bollo?
-¡Oh, no, ciertamente! –me apresuré a decir muy alarmado-. ¡No, no tiene usted nada de pollo!-Pueno, entonces quédese sentado y bórtese pien, o le begaré de nuevo con el buño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Extraño.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber…?
-¡Qué me draigo! –profirió aquella cosa-. ¡Bues… que berfecto maleducado tebe ser usted para breguntar a un ángel qué se drae!

Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que, sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.

-¡Tíos mío! –exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación-. ¡Tíos mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto… usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto… así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!

Y, con estas palabras, el Ángel de lo Extraño llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: Kirschenwasser.

La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre los contratiempos de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes extraños que asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.

Su partida fue un gran alivio para mí. Lospoquís imosvasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A la seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos; y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.

Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción quetodaví aeran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.

-No será nada –me dije-. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?

Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse –de manera bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.

-¡Ah, ya veo! –exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.

Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.

Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, peronoa tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.

Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía había algo que me recordaba al Ángel de lo Extraño) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caí yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.

Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.

Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos, pero así ocurrió. Levantéme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella, ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.

Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda laélite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando alguna partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Extraño, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y –sea lo que fuere aquella gota- me la extrajo y me procuró alivio.

Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.

Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír, Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.

Durante largo tiempo no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.

-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? –preguntó-. A esta desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: ¡Socorro!
-¡Socorro! –repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella… ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!

Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.

-¡Déngase con fuerza! –gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella… o brefiere bortarse bien y ser más sensato?

Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.

-Entonces… ¿cree por fin? –inquirió-. ¿Cree por fin en la bosibilidad de lo extraño?

Asentí nuevamente con la cabeza.

-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Extraño?

Asentí otra vez.

-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?

Una vez más dije que sí.

-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Extraño.

Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando…

-¡Fáyase al tiablo, entonces! –rugió el Ángel de lo Extraño.

Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.

Al recobrar los sentidos –pues la caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana. Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Extraño.


El aparecido. Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814)

La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, viuda, franca, ingenua y de buena compañía, vivía con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

—¿Qué asunto tan urgente —le dice ella— puede hacerle venir a turbarme de esta manera en una casa en la que no eres conocido?

—Uno muy esencial, señora —responde el corredor—, y debe creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarle por última vez en mi vida...

Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turbó. Observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado.

—¿Qué tienes, señor? —le dice— ¿Cuáles son los motivos del estado en que te veo y de las cosas siniestras de que me hablas... acláramelo rápidamente, qué te ha ocurrido?

—Sólo algo muy ordinario, señora —dice Ménou—, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberte olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pedirte perdón.

—Pero, señor, tú bates el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o vuelves en ti o voy a pedir socorro.

—No llames, señora. Esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escucha, pues, mis últimas palabras, y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, te dije, señora. Muy pronto serás informada de la verdad de lo que te adelanto. Te he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; toma esta llave, transpórtate al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrarás una puerta de hierro, la abrirás con la llave que te doy, y te llevarás el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es tuya, nadie te la disputará. Adiós, señora, no me sigas...

Y Ménou desapareció.

Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...

—La cosa merece ser reconocida —le dijo Madame Duplatz—; no perdamos un instante.

Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta casa de Ménou... Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos. La amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones, llega entonces a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.

He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.


El ánima de mi madre. Antonio Ros de Olano (1808-1886)

¡Terrible noche aquélla por cierto!

Mi calle enfila al Norte sin discrepar un ápice y está muy solitaria y ruinosa, de suerte que, mejor que calle, parece una brecha que abrió el invierno con sus baterías de viento y el empuje de sus avalanchas… ¡Oh! ¡gran sitio para celebrar un sábado! ¡Recinto pintiparado para los aquelarres!………Sin embargo las brujas andan desperdigadas a tientas y a locas por el mundo, cuando no han dado con ella. ¡Ah! ¡Qué calle, qué calle la mía! Llovía a cántaros y un vendaval rabioso acababa de matar los faroles, cuando mi padre entró en casa. Estábame yo acurrucado en el barreño de la ceniza y rebujado en un ruedo leyendo a Platón al mortecino reflejo de una candileja, y como tenía mis cinco sentidos puestos en el libro, no saludé al buen señor con el tenga Vd. santas noches de costumbre. Tiróme él su capa encima muy bruscamente y sentí un frío mortal que me caló los tuétanos. Más mojado que un chopo, naturalmente sacudí los hombros y miré el rostro de mi padre. En lo que vi se hallaba enojado y eché a temblar.

-Maldecido de Dios, bien hizo tu madre en morirse al echar al mundo el fruto de su culpa. ¡Oh, cuánto horror me das!
-Padre mío, soy inocente y bueno.
-¡No! tú eres el instrumento que forjó y aguzó una mujer contra su honra y vida.
-Padre mío…
-Quita, quita, que naciste en mal hora.
-Soy inocente y bueno, laborioso y humilde. He calentado tu vianda, barrido los suelos de tu estancia y mullido tu lecho para que reposaras.
-¡Mi lecho! ¡Mi lecho!! ¡Ah! ¿Tú sabes que el vellón de mi cama está convertido en erizos de veinte años a esta parte?
-Yo he restaurado el calor de tus miembros, padre mío, con la frotación de mis palmas…

Mi padre cayó de golpe sobre los ladrillos y una palidez de muerte cubrió su rostro. Entonces me precipité a él y mis labios y mis manos llamaron a su cabeza la sangre que sin duda se había retirado a los senos del corazón para ahogarlo. Mas poco a poco la rubicundez de sus mejillas fue subiendo de punto, tanto que empezó a darme cuidado y hasta que los ojos se le pusieron como la lumbre. Mientras se mantuvo inmóvil lo sostenían mis brazos, pero luego que incorporándose me clavó una mirada, que me quemó de dos chispazos, di en huir para que más el diablo no aventara la braza. Y en siete saltos cobré la puerta, bajé seis tramos y me encontré en la calle. La lluvia había cesado, y en su lugar un mansísimo orvallo caía como el ropaje de las sombras aplanando el espíritu. Eché a andar sin dirección, desamparado y huérfano en el mundo, sin nadie sobre la tierra para mí, oscuro el porvenir, desprovisto para la sociedad, aborrecido de un hombre y desconocido de todos, solo encogido, tímido, cobarde, el alma pura, el corazón sensible, jamás rociado en el bálsamo de las caricias, el cuerpo yerto, entumecido y flaco, sin pan y sin asilo, próximo a perecer de sentimiento. Parecíame que marchaba sobre el caos, que en verdad no sentía bajo mis pies la tierra. Las manos por delante y caminando, tropecé contra el atrio de una iglesia y me acogí a sus muros. ¡Ay!, dije, arrojando muy de cerca el hálito en mis crispados dedos. Las comunidades religiosas eran unas nuevas familias que adoptaban por hijos y por hermanos suyos a los como yo desgraciados, sin otro vínculo que la virtud; pero desde aquí fueron arrojadas al martirio las comunidades religiosas y el templo está desierto y la caridad sin sus mandatarios. ¡Estoy solo!, y mañana el sol que me caliente descubrirá mi miseria a los que pasen por junto a mí sin condolerse. Y ahora me esconde la misma noche que me hiela….tan malos son para mí la noche como el día. Mañana como hoy, ¡todo es lo mismo! Y el siempre se forma de una hora y otra y otra y la de más allá, ¡todas como ésta! ¡Ay madre mía! ¡cuál fue mi culpa al nacer!

La pena del inocente no es amarga y por eso se alivia con el llanto. Yo lloraba y llorando estaba cuando vi una lucecilla muy triste que rompía la neblina, al parecer a muy larga distancia, pero en realidad no tan lejos. Fuese acercando tanto la lucecilla que vi quién la traía y cómo. Y quien la traía érase una mujer, desnuda como un ángel, y la lucecilla no era vela, lámpara, ni farol, sino una llamita que a la mujer le brotaba desde la altura y al lado del corazón pegada al pecho. Paróse aquella ilusión, aquella realidad, aquel espíritu, aquel ente bello, misterioso, dolorido. Paróse a medio paso de mí y lentamente dejándose caer de rodillas fue luego para más de cerca contemplarme, con una amante ternura y un celestial placer que por los ojos y la boca derramaba. Embebecida, estática, sublime, llena de abnegación como una madre por su nacido, lacrimosos los párpados y cansados, los labios rebosando en pueril o fanática sonrisa…..sin aliento.

-Me muero de frío. No hay más si no que me muero. La noche se hace ya más larga que mi resistencia… y soy un pobrecito que a nadie hago mal, un pobrecito que acaba de perder a su padre, y que perdió a su madre, hace ya mucho, un pobrecito huérfano, lleno del santo temor de Dios…. ¡Oh! Sí que me muero de fríííí….o…..
-Amor mío, corazón mío, alma de mi alma, del alma de tu madre que te adora. ¡Qué hermoso estás!! ¡Y cuánto has crecido! ¿y has llorado mucho? ¿y te consolaban con mimos cariñosos? Dime, ¿cuál mujer te prestó el pecho para envidiarla yo? ¡¡Querubín del cielo!! ¿Quién te comió a besos las primeras sonrisas de la infancia? ¿quién se dormía a tu lado o te arrullaba en su regazo? ¿a que dichosa despertó tu lloro? ¿quién santiguó tu frente? ¿quién ensayó tus labios a balbucear la palabra primera?…. ¡Ah!….¡Ah!…. ven a mí que deliro de alegría. ¡Ah! Ven y ampárate del calor de la madre que es el calor más dulce y sabroso. ¡Oh! ¡Qué gozo, qué gozo! ¡Tenerlo ya tras tanto purgatorio!
-Per signum crucis…. Abrenuncio Satanás…. Diablo, mujer, visión o lo que tú seas, vengas de dónde vinieres, yo te conjuro y en nombre de Dios te pido, que si buscas mi perdición, huyas, como hiciste del Santo Abad Antonio, y si es que por lo contrario te ofreces en mi provecho, también de parte de Dios te pido que me digas quién eres.
-Cuál fue tu culpa al nacer, exclamabas llorando hace un instante, y se lo preguntabas a tu madre infeliz, que allá desde el seno de la eternidad como te oía, rompió la cárcel de la muerte, cerrada con las sombrías sordas puertas del misterio, que se levantaron para no caer, entre esta y la otra vida…
-¿Con que tú eres….?
-Tu madre, Leoncio mío, y tú un pedazo de este mismo corazón cuya llama es amor, que me alumbra en las tinieblas, para que mis anhelantes ojos busquen su otra mitad por el mundo y te encuentren, te reconozcan y se harten de la mirada que perdieron.
-¡Oh madre mía, madre mía, cuál fue mi culpa al nacer!

Mi madre me arrebató en sus brazos, me arrulló sobre sus muslos, con la mano izquierda sostenía mi cabeza y con la derecha muy delicadamente puso entre mis labios uno de sus pechos. Yo me dejaba querer a todo exceso. Mi madre me contemplaba y alternativamente se reía y lloraba, pero represando siempre el aliento para que la respiración no interrumpiera mi reposo. Poco a poco aquella alteración de sus afectos fue calmando y sin dejar de mecerme y con un tono melancólico jamás oído en las partituras italiana, tono semejante a los plumajes de niebla, que sobre las crestas del Sangotardo, ondulan y se pierden en la silenciosa inmensidad aquella, mitad espíritu y lágrimas lo demás. Con un tono tristísimo arrojado de los senos del corazón, cantó las estrofas siguientes para derramar unción sobre mi sueño:

Con quince mayos cumplidos
Y en su rostro la hermosura
Envuelta en pobres vestidos;
Y los ricos atrevidos
Que llaman a su clausura.
Tendrás oro, pedrería
Plumas, seda argentería;
Ricas galas que gastar;
Será tu suerte la mía
Será tu destino amar.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Amor que es el estallido
Del beso ardiente, perdido
Entre el ramaje sin fin
Del ancho verde y florido
Laberinto de un jardín;
Amor que es el abandono,
El columpio entre ilusiones;
Que el arpa y las canciones
Tristes que en lánguido tono
Llamarán a tus balcones;
Amor que es fuego en el pecho,
Que es el delirio en el lecho
Y el cielo de la mujer
Amor que es volar de un trecho
Los límites del placer
Serás reina en los estrados,
Sultana de cien galanes,
Y tus trajes recamados
Se quejarán despreciados
Al rodar por los divanes.
Altas horas de la noche
Serán música el ruido
Del aliento y el quejido,
Que prenda como de un broche
Amante un labio en tu oído.
Y tu gala y gentileza
Y el drama de tu belleza,
Abriendo el mundo por foro…
Pisarás por más alteza
Carrozas de sedas y oro.
No declinarán tus días;
Tus pupilas radiarán;
Tus continuas alegrías,
Por ser tuyas serán las mías.
Tus rivales llorarán.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella,
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Y pasaron y volvieron,
Suspiraron, padecieron,
Y tornaron a cantar.
La miraron, la dijeron
Sin descanso, sin cesar.
En su corazón nacía
Un sentimiento de cielo,
Amaba cuanto veía,
La flor y el ave que huía
Extraviada en su vuelo.
Amaba el sol y en el viento
Amaba la veleidad;
Y su pobre apartamento
Amaba hasta el sentimiento
De su virgen pubertad.
¡Ay! Amaba y padecía
deseaba y no tenía!….
¡Hija! Trabaja, por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos.

Llegando aquí exhaló mi madre un quejido dolorosísimo. Era todo el recuerdo de una vida entera ya pasada, la expresión enérgica, concreta, depurada y sublime de una tragedia completa. Su quejido se clavó en mis entrañas y vibró como la espada de buen temple dentro del seno de la víctima. Conocí entonces que era yo parte del corazón de mi afligida madre, y sentí con ella y ella conmigo, la mitad cada uno de un dolor único pero inmenso.

-Leoncio, mío, enjuga tus ojos, levanta la cabeza y mírame para que mi memoria se retrate en el espejo de mi vida real. Voy a contártela tan sin rebozo y con una extensión tal, que sólo tu la sabrás en la tierra. Tú me perdonarás tanto porque tu desgracia te ha hecho más justo que el mundo, como porque mi alma lo necesita; y yo te referiré cosas que no salen del labio de las mujeres sino después de muertas ante el tribunal de Dios.
-Habla, madre mía, y llévame contigo donde no nos separe el tiempo.

II.
En aquellos tiempos daban las doce de la noche, daba la una, y se contaban hasta las tres de la madrugada, pronunciadas a la vez con claro y distinto son por cinco relojes de cinco torres distantes. Y al expirar la postrera campanada de la última hora, se apagaba constantemente la luz en una buhardilla altísima, que en la calle del Dardo corona como por escarnio una casa de vecindad con cuatro pisos y cuarenta viviendas, semejante en la general pobreza y el mutuo encono de los asociados a esas repúblicas que llaman federales. En mil ochocientos y dos, la que estaba destinada por la Providencia a ser mi familia materna, habitaba un cuarto principal de los de la misma casa y vivía con menos holgura que estrechez. Casóse en dicho año mi madre y convino con su marido en que habitarían el piso segundo, y en este nací yo. Pronuncióse la guerra a poco y mi padre marchó a campaña. Murieron mis abuelos. Dejamos mi madre y yo aquella vivienda y subimos veinte escalones más para bajar un real. Era ya el piso tercero nuestro acomodado retiro, cuando una bala dio mucho honor a mi padre, pero le quitó la vida y a nosotras el sustento que de él recibíamos. Entonces subimos otros veinte escalones regados con el llanto de mi madre que la pobre recuerdo que me llevaba en hombros, y no apartaba de mí los ojos, más que para encomendarme a la Virgen de los Desamparados. Sin duda que creía la mataría en breve el sentimiento. Mientras mi madre andaba las diligencias para establecer su derecho a una viudedad, que no le habían de pagar, se consumieron nuestros ahorros. Cierta mañana, que no me había dado de almorzar, llegó el casero y la regañó. Calmóse aquello a poco, hablaron luego despacio, él contando por días y ella por quebrantos, hasta que por último cambiáronse unas llaves, dióle mi madre las gracias muy humilde, y con grande resignación cogiéndome de la mano subimos al piso quinto, que es la buhardilla altísima que desde la calle del Dardo domina toda la población y en la que en aquellos tiempos se apagaba la luz a las dos de la madrugada.

Desde los seis años de mi edad hasta unos meses antes de mi muerte, habité bajo aquel techo avariento que me reducía el espacio a medida que la edad íbame dando estatura. No he tenido amigas, no conocí el bullicio del concurso, no he pisado la arena postiza de los paseos artificiales, ni mis pies giraron nunca al compás voluptuoso de una orquesta. Solíame mandar mi madre por no dejar su faena, a que comprara en las vecinas tiendas algún frugal alimento; y muchas veces iba también a la fuente por agua, porque la que había en casa, como estaba bajo la teja vana se nos entibiaba muy pronto. Bajaba yo la escalera a tramos y cantando. Hablaba a las vecinas y corría; y en llegando a la calle solíanme besar las mujeres diciéndome: "Dios te bendiga, ¡qué hermosa eres!"; y los hombres groseros, ponían su mano sobre mi cabeza y soltaban el vapor de su aliento sobre el espejo de mi inocencia, diciéndome con tono intencionado de amenaza, placer y confianza: "crece, crece, que no te aguardan malos quince." Era yo en efecto en la niñez, como la manzana más alta del huerto cercado; que el sol primero la calienta y las últimas auras la refrescan. Toda colores, redondez y lozanía, bullidora, versátil y parlera, brotando vida y recogiendo risas, que solían apagarse en mi buhardilla, allí junto a mi madre dolorida, los ojos bajos y las manos aplicadas a la costura más asidua, ya desde aquellos años pequeñuelos.

Cosíamos para un almacén de vestuario y lo pagaban tan poco, que apenas ganábamos el sustento. Desde que comenzamos a trepar escaleras, cada mes desaparecía de mi casa un mueble o un vestido de mi madre; pero yo siempre contenta y ella cada vez más melancólica marchábamos en progresiones opuestas. Caducó la infeliz; los ojos le enfermaron y no atinaba a enhebrar la aguja. Apuntaba yo en tanto, en desarrollo físico y destreza en el trabajo; pero ella al cabo de un tiempo quedó ciega del todo y el peso de la casa gravitó por completo sobre mí. Cosía muchísimo, hijo mío, y como los días me eran cortos y las noches caras, mientras comíamos ensartaba agujas para la próxima tarea. Tú no sabes lo que es una madre desvalida y ciega, acariciando a una hija que la mantiene; nada hay tan elevado, nada tan desgarrador, nada que tanto nos llene el corazón, ni nada tampoco que más nos haga sentir la propia insuficiencia. "Hija," solía decirme, "¡quién pudiera ayudarte, aunque fuera sudando gota a gota la sangre de mis venas!!" Y luego se afligía y palpando en sus tinieblas, buscaba mi cabeza y la besaba y tras esto continuaba diciendo: "créeme que lo haría…. En cada gota de mi sangre te ofrecería un descanso; y mi último aliento se escaparía durante un sueño tuyo…. ¡No muy lejos de ti! Hija mía de mi vida. Colócate en el sol y pásame la mano por los ojos, a ver si se me aclaran un poquito….¡un poquito nada más, le pido a Dios, para mirarte!" Ella así me influía su amargura y yo procuraba distraerla cantando, pero todo era en vano; alargaba el cuello hasta sentir mi aliento en su mejilla y me decía: "tienes la voz de un ángel, pero la cólera de Dios contra su sierva apagó la antorcha de la luz dentro de mis ojos, para que la vanidad no se gozara en contemplarte…. ¡Ven, abrázame mucho, apriétame, maltrátame; y que te sienta ya que no te veo!"

Estos accesos se hacían insoportables. Arrojábame yo en sus brazos con un sobrante de vida matador, el cual me hacía prorrumpir en gritos histéricos y dementes caricias hasta que la postración se apoderaba de nosotras y llorábamos. Mi madre entonces, queriendo consolarme, se esforzaba diciéndome: "no trabajes más, hermosa mía, descansa porque yo te lo ruego, que con lo que has hecho ya tenemos para mañana, y yo con pan y con agua me paso tan contenta; porque como me lo das tú, la voluntad lo sazona de todos los sabores, ni más ni menos, que aquel manjar que derramaban los ángeles sobre la grey de Dios en el desierto. Tal mis años de la infancia corrían monótonos ignorados y labrando en cierto modo felicidad por la costumbre; hasta que unos tras otros pasando perezosos, cumpliéronse los quince de mi vida. Y durante un sueño, una pluma mágica ludió mi cuerpo, que retembló de placer; y por tres veces volvió a pasar ondulando la pluma vaporosa y otras tantas retemblé. Mis pechos se apretaron y temblaron y bajo de ellos el corazón tembló como un cervatillo asustado. Una vara encantada sin duda tocó mi frente, porque súbito a mis ojos y a compás de una música augusta que envanecía, las paredes de mi buhardilla, las unas de las otras se apartaron al infinito. Vi correrse los velos de mi mundo y otro allá en lontananza apareció. Y el mundo aquel era el movimiento, la irreflexión, la vida, la risa y la alegría de los hombres; la vanidad, el lujo y devaneo de las hembras; el ruido, la armonía, la danza y los festines de ambos sexos, mezclados en tropel y sin concierto. El mundo aquel era de un suelo anchísimo y sin montes, y acá y allá jardines amoldados y alfombras por el suelo y ricos almohadones arrastrados; pabellones, espejos obeliscos, oro y cristal; fuentes y cascadas y primorosas aves prisioneras de todas las regiones de la tierra. Y se tendía bajo una techumbre no tan elevada, pero más cómoda que la bóveda del cielo, tersa como el firmamento y tachonada de una infinita multitud de luces ¡que no se nublaban nunca!!!… Ignoro qué misterioso mandato me prevenía que anduviera, porque estaba destinada a formar parte de aquel gran mundo, pero lo cierto es que yo me creía andando con precipitación hacia él, cuando me despertó el primer canto de un gorrión parado en el alero de mi buhardilla.

Rodé una intensa mirada para reconocerlo todo inclusa yo misma, y vi a mi madre levantada ya; y a tientas enhebrándome agujas para la labor. Boté del lecho afuera y me arrojé a los pies de aquella anciana ciega, con un dolor de atrición penitente. Lo pasado era para mí una culpa sin absolución, que la vergüenza me impidió confesarle, a pesar de su dulce solicitud y de la suavidad de sus instancias. Mi sueño de oro fue por último envilecido con el nombre de pesadilla y tratamos de olvidarlo; pero veinte veces al día se humedecieron mis párpados; y al través de los prismas que formaban las lágrimas agolpadas, veía pasar con danza y galanura aquellos arrogantes mancebos, y aquellas galanteadas damas, de cuya felicidad distaba tanto mi escondida desgracia. Todo el gran panorama de aquel sueño estaba frente de mí. Embebecida en la contemplación mental, los brazos me caían perezosos….. y ¡ay de mí! el día primero que mi madre me llamó mujer con cierta extraña alegría de amor propio, fue, Leoncio mío, el día mismo en que yo empecé a conocer la honda desventura que cobija a este sexo de abnegación y de escarnio, a quien la ajena vanidad impuso leyes y la naturaleza rodeó de simas; donde nunca nos arrojamos sin ser empujadas, donde tampoco nunca caemos solas, sino con el hombre legislador, que se salva por más fuerte. Sucedió que un día, al abrir la puerta de nuestra buhardilla, oí en los pasillos inmediatos un canto extraño, un voz delgada y muy alta que una cadencia lenta y melodiosa decía:

Arroja, hermosa doncella
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.

Aquel eco impensado y unísono con el indefinible sentimiento de mi alma, movió mi curiosidad y me trajo a la mente el recuerdo completo del sueño simbólico. Entonces sin más reflexionar, me encaminé por donde había llegado hasta mí la voz; y me hallé frente a frente con una mujer, como de cuarenta años, alta, atezada, los ojos negros y radiantes, la boca rasgada, desaliñado el pelo y muy luciente, la cintura delgada y flexible como el lomo de la culebra, los pies pequeños y calzados con chapines color de rosa, y medias abigarradas; vestía saya blanca, corta y poblada de jaralares; llevaba los brazos desnudos y en cada muñeca una garzota de cascabeles, ceñíanle la garganta tres collares de abalorios, le colgaban de las orejas unos pendientes de granate y con la mano derecha daba vueltas a una pandereta que zumbaba a compás de su cantar. Al verme quedóse parada y contemplándome con cierta sonrisa y donosura picaresca. Yo le pregunté a quien buscaba y me respondió:

Reina sultana,
Flor de las flores,
Rosa temprana,
Soy la gitana
Que canto amores.

-¡Ola! -Le dije al oír su respuesta, -¿con que tú sabrás acertar lo que, salvo la voluntad de dios, ha de suceder a todos y a cada uno de nosotros los que no conocemos vuestra ciencia?
Y me contestó muy festiva:
Oiga que sí,
La gitana es zahorí
So perla fina;
Quiromántica, adivina,
Que a quien su sino procura
Dice la buena ventura

-Y tú me la querrás decir de balde?
-A las bonitas como vuestra merced suelo yo pagarles un real columnario para que me la oigan con la sal que la digo y las muchas venturas que predigo.
-Empieza, pues, gitana, y dímela, sea mi fortuna la que se fuere.
-Déme, pues, la niña su manita de plata.

III.
Llena de la más buena fe le entregué mi mano y no sin algún respeto quedé aguardando la revelación de mi porvenir. Cogiómela ella y abriéndola a su sabor, contó, recorrió con su dedo índice y combinó todas las rayas de la palma. Murmuraba en tanto no sé qué oración o exorcismo e iba cobrando gradualmente la gravedad de una Sibila. Yo temblaba, más la gitana medio inspirada, sin pararse en mi temor, como que replegó su espíritu en sí misma y empleó un rato, al parecer consultando con Mefistófeles o recibiendo la inspiración de Dios. Sea esto lo que fuere, arte, ciencia, revelación o impostura, dejó por fin su actitud reflexiva, clavó de hito en hito sus ojos en mis ojos, cimbreó la cintura y meneando la cabeza soltó su predicción en estos términos:

Quince mayos, quince flores
Atadas con verde cinta,
Y la última se pinta
Con el sol de los amores.
La cinta es de la esperanza;
Y el ramillete fatal
Puesto en vaso de cristal
El hombre llega y lo alcanza.
Niña de los quince mayos
Vive sola en su retiro,
Y se le arranca un suspiro
Cuando amor vibra sus rayos.
Ilusiones en el día,
En la noche ensueños de oro,
Disgusto, indolencia, lloro
Y penas que no sentía.
Ya no tardará y mañana
Tal vez que cuente llegado
Un ruido, que impensado
La llame hacia la ventana.
Verá pasar un galán
Rubio y que atento pasea,
Piafa, cambia, escarcea,
En un caballo alazán.
Más fustigando el corcel
Huirá el galán como el viento;
Y ella con el pensamiento
Seguirá al bruto y a él.
Y antes que las huecas losas
Hiera el resonante callo
De aquel hermoso caballo
De las revueltas pomposas;
Se verá como palanca
Sobre la blanca paloma,
El buitre y que se desploma
Sin que el cazador lo vea.
Volará sin ser sentido
El buitre de frente cana,
¡Pobre flor! Y una mañana
te sorprenderá otro ruido.
Sin alcanzar su aflicción,
Diránla enferma de amores,
Y espinas que fueron flores
Rasgarán su corazón.
Hará la niña dichoso
Al amador que desea,
Hasta que venga quien sea
La maldición de su esposo.
Que el buitre al huir callado
Dejó para maldecida
Una pluma desprendida
Prevenido u olvidado.
Cuanto ha dicho la gitana,
Por estas rayas lo arguye,
Fíalo al tiempo que huye
Y te lo dirá….mañana.

Dijo, y cogiendo su pandereta si disponía a partir, pero yo la así de la falda para rogarle por Dios y por los santos, que si bien no quería hacerlo del todo, se explicara a lo menos más claramente. -- No, -- me contestó, -- por más que quisiera no puedo: la buenaventura está ya dicha y como no sea que te cumpla oír aquel romance que se gime, se canta y se llora, mal haya amén la gitana, si se le alcanza otra cosa.

-Bueno, pues bien, empiézalo; y ya que soy tan pobre, haga por ti la fortuna, y ojalá que te veas la más rica de tu familia.
-¡Oh tórtola de los primeros arrullos! No te quejes ni me desees mayor bien que el que me guardo. Yo no tengo familia y mi ciencia será lo que se fuere, pero es lo muy bastante para mí. Un tiempo la cabila de mis padres apacentaba sus ganados en todo un valle; las cabras coronaban el monte y en divididas piaras los asnos y las yeguas poblaban las orillas de un río. Vino entonces sobre la tribu errante la mano negra, y no se oyó en todo el contorno más que un balido y el llanto de una criatura….eran una cabra que aclamaba a su perdido recental y una hija mamoncilla, a quien sus padres no socorrían. Ningún otro rumor sonaba a la redonda y todo lo demás estaba donde la Inquisición era servida. La cabra vino a mí y me dio su leche, seguíala yo gateando por espacio de muchas lunas. Ella me abrigaba de noche y me alimentaba de día, hasta que creciendo y viajando supimos llegar a la ermita de la Malograda, la que se encuentra mitad en medio del bosque de los Áloes. Allí todas las mañanitas, con la brisa en las ramas de los sauces, se formaba una armonía que aprendí en la naturaleza y del hondo del santuario salían las palabras que voy a cantar.

Dijo y dio muchas y muy rápidas vueltas a su pandereta, que de nuevo empezó a zumbar. Imposible me era sacudir la fascinación que sobre mis sentidos obraba la gitana, y ella en tanto comenzó a cantar el fúnebre lamento, aquel que antes me oíste, hijo mío, y daba sin parar, en torno a mí, muchas fantásticas y muy pausadas vueltas. Cada vez más iba prologando sus círculos, hasta que al entonar la postrera estrofa, cuando dijo:

Hija, trabaja por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos

casi no percibía el eco y al expirar la última cadencia dio en huir por los encrucijados corredores y desapareció, dejándome apesarada sin saber de qué; y pensativa sin acertar el objeto. Mi madre, que lo ignoraba todo, me preguntó si me sentía enferma y le respondí que sí, pagando su cuidadosa ternura con mi segunda mentira. La temerosa anciana desde aquel momento instó con tanta tenacidad y de tal modo se afligía, que por calmar su angustia obedecí a sus instancias y me acosté. Palpó mi ropa y desde los pies a la cabeza la acomodó a su gusto, besóme en los labios, se llegó a la ventana y la entornó. Quemó un terrón de azúcar y se acomodó en un rincón muy silenciosa con el rosario en la mano. Creyó a poco sin duda que yo me había dormido, porque muy quedito se santiguó con la cruz de su rosario y echando mano a su cayada salió con tiento de la habitación, llevándose el picaporte. ¿Dónde iría la madre ciega, más que a pedir prestados unos reales, dados de mala gana, contados cuarto por cuarto, con una fingida historia en cada real, con una condición apretante en cada ochavo; y recibidos con una gratitud tan generosa como el martirio? Quedéme a solas, y aparté los cabellos de mi rostro, descubrí el pecho y desnudé los brazos. Quería respirar, quería espacio, libertad y silencio. Los ojos buscaron la luz y un rayo de sol penetraba escasamente por una rendija de la ventana. Los ligeros tamos se agitaban en él y las moscas danzando al monótono zumbido de sus propias alas, llegaban formando intersección con la cinta luminosa; e iban, giraban y volvían con vueltas y revueltas circulares sin cesar en rumor ni en movimiento.

Allí se aficionó mi vista indeliberadamente y aquel continuo rebullir sin orden, fue dando vaguedad al pensamiento, vértigo y confusión a los sentidos, o no acierto qué cosa me pasó. Pero a que fue realidad me inclino y no mentido devaneo reflejado en sombras por la cámara oscura de los sueños. Era un átomo brillante que se mantenía en la luz como el botón de oro dentro del fuego. Yo lo vi y luego en confusión pasó muy rápido y llegó hasta él un animal que por lo diminuto no tenía pronunciados ni el color ni la forma. El átomo impulsado por su propia escondida virtud se acreció cobrando voluntad y movimiento. El animal se mostraba impaciente pero sin ser osado a huir como podía. El átomo érase ya una chispa encendida con el soplo de la vida y se posó sobre los hombros del animal. En tal estado la chispa viviente y el animal informe volaron largo trecho, y cuanto más se alejaban más crecían. Volvieron hacia mí en aquella misma progresión de volumen a la ida llevaban indicada y ya me parecía distinguir en el objeto un jinete que refrenaba el ímpetu de su palafrén. Los divisé por fin a mi deseo clara y distintamente. Y un color de oro purísimo a los dos les prestaba realce y hermosura. Muy joven era el caballero y el palafrén sin juicio como un niño. Daban vueltas, daban vueltas, sin perder el galope y sin que yo les quitara ojo, que no sé cuál me parecía más arrogante. O érase que el uno al otro tan unidos marchaban y tanto se prestaban de sus bellezas relativas, valor y maestría, que no acertaba la voluntad sedienta en dividir objeto tan hermoso, sino a admirarlo completo en su atrevido conjunto y galanura. Un grande rato por aquel aéreo espacio que pisaban, señoreáronse, solos, sin tropa, espectadores ni cortejo, pero de improviso apareció una atropellada cohorte de jinetes y todos juntos y el galán entre ellos, emprendieron un lucidísimo torneo.

No se oían los pies de los caballos, ni voces ni relinchos ni el campo se nublaba con el polvo, ni sonaban trompetas, ni aliento alguno, ni el menor choque que pudiera alterar la fantasía. Era el galán de los cabellos rubios quien entre todos sobresalía, su corcel más revuelto y levantado, su cintura la más ágil; y toda su apostura tan resuelta que aquella cabalgata lo envidiaba. Ya parecía que una voz muda o un secreto convenio les prevenía correr la última pareja, pues que lo vi (aunque con pena) cómo se preparaban para ello;……y en esto sobrevino un estrépito dentro mi mismo cuarto. Salió cada jinete a escape y por su lado, cual si montaran en asustadizos ciervos que oyen el perro y salen disparados, más aun así fue el postrero el caballero del palafrén dorado, que cogiendo carrera emprendió un salto, y rompiendo por entre la cinta de luz, sus cabellos chispearon y lo perdí de vista. Aquel estrépito lo había producido el dejarse caer al suelo, un gato de la vecindad, muy familiarizado con mi casa. Al verlo me irrité tanto, que le arrojé la almohada, salió despavorido por donde había entrado y aquello quedó otra vez en silencio y las moscas volvieron a zumbar. Te confieso, amado Leoncio, que el recuerdo de mi humilde tarea me causó horror y que sin embargo que la piedad filial me desgarraba el alma no podía valerme ni aun a mí misma. ¡Ah! ¡Maldita sea mi suerte! Exclamé con el primer preludio de la desesperación, e incorporándome en el lecho me vestí con desorden. Abrí de golpe los postigos y empezaba a coser, cuando sentí que muy quedito levantaba mi madre el picaporte. Entró pasito a paso y me enternecí.

-Ya estoy buena,-- le dije y ella bendijo a Dios.

Traía para mí la pobrecilla un cuarto de gallina dado al fiado, salvo que por él había dejado en rehenes su pañuelo. Estaba gozosa con la nueva de mi salud, pero no pudo por menos de quejárseme de todas las vecinas, las que sin exceptuar una sola se habían negado a prestarle medio duro…Estábamos en mitad de estas quejas que tanto ponen en relieve la desgracia, cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir y me saludó por mi nombre una mujer al parecer decente y para mí del todo desconocida. Traía dicha mujer un lío en la mano, pasó adelante, sentóse, desenvolvió su lío y me presentó dobladas hasta doce comisas nuevas de holanda y otro igual número de pañuelos sin estrenar. Díjela que qué significaba aquello, y me contestó que ella era viuda del teniente coronel D. Hipólito Chinchilla de Zuazo, natural de Sevilla, compariente del marquesito de Andújar y muerto por los pícaros franceses en la misma batalla que mi padre. "Ya se ve," prosiguió, "naturalmente se tiene ley hacia aquellas personas que en mejores días fueron, como quien dice, de la familia; porque como sabe aquí la mamá, las militaras, hija, nos tratamos ni más ni menos que hermanas. Y así es que yo, sabiendo que no estaban Vds. En la prosperidad que se merecen, dije a un amigo de casa, que es otro yo y hombre poderoso y muy cabal, mira fulano, una compañera mía con una hija como un sol se encuentran desgraciadas y es preciso que me sirvas completamente…. Al sujeto, hija, no hay más que pedirle, anoche se lo dije en la tertulia y esta mañanita temprano me ha remitido ese recadito que dentro del pañuelo de en medio tiene la explicación y el honorario, porque él, ¡Jesús!, no ha querido anunciarse con una limosna….¡Ca! ¡ni por pienso! Es D. Juan Pérez y López un señor, ya mayor y muy prudente."

-Déle Ud. las gracias en nuestro nombre a ese caballero y que lo encomendaré a Dios, -- dijo mi madre. -- Y Ud., señora, hallará el premio en el cielo.
-Calle Vd., por la virgen, compañera, -- respondió la viuda, -- vaya, pues, no faltaba más. D. Juan no exige de la niña sino que le marque bien esas prendas, que están nuevecitas. Ea, yo volveré por ellas y seremos amigas.
-Las llevaré yo, señora, -- la respondí, y convino en ello diciendo:
-Pues no hay inconveniente, calle Mayor en la casa grande de sillería donde está el vestuario y ya estará hablado el portero para que no me la detengan a Vd.

Diciendo esto se levantó, abrazó a mi madre que quedaba atónita y a mí me pidió un beso, llamándome hermosísima y profetizándome muchas venturas. Apenas se hubo ido la viuda del teniente coronel, fui desdoblando las ropas una por una, y en efecto hallé que dentro del séptimo pañuelo había envueltos en un papel hasta setenta y dos duros en oro y en el mismo papel que las monedas venían liadas decía: J.P.L. igual a 3 que multiplicado por 24 suman 72 y en igual número de pesos fuertes por esta vez se gratifica al mérito. Yo nunca había visto tanto dinero junto y me aluciné. Di un grito de alegría y puse el oro en las manos de mi madre. La buena señora se llevó a los labios aquel presente llovido del cielo y exclamó: "La divina Providencia provee a los justos tarde o temprano, hija mía. ¡Nuestros apuros se hacían ya casi insoportables y el señor que vela sobre sus criaturas, oyó mis fervorosas súplicas! ¡Bendigamos a Dios y al bienhechor, por cuya mano nos ampara!!" Pusímonos de rodillas y rezamos, y en el momento emprendí mi trabajo, sin dar treguas hasta verlo completo. Eran las dos de la madrugada del siguiente día, cuando apagué la luz y me entregué al descanso. Un pensamiento lisonjeó mi sueño: era el lujo…..y reposé tranquila.

Las diez de la mañana serían apenas, cuando entraba en el portal de la casa grande de la calle Mayor. El portero era un viejo chancero con dos escarapelas, una bermeja colocada en el sombrero y otra negra puesta sobre el ojo derecho. Díjele quién yo era , y si me permitía la entrada. Y él midiéndome con el ojo sano de alto a bajo, tomando un tono picante y meciendo el cuerpo sobre las piernas, me respondió: "Ya estoy impuesto, prenda, entre con bien ese garbo que con tal palmito de cara hay pasaporte franco, ración de etapa, alojamiento y compaña." Entré un tanto avergonzada y muy creída que me iba a encontrar con la viuda del teniente coronel Zuazo.

Conclusión:
Pasé un recibimiento, una antesala y una sala, luego otra y después otra, todas muy espaciosas, decoradas con muebles suntuosos, algo severas en su anticuada magnificencia y desiertas de todo viviente. Más parecíame que conforme iba caminando adentro me guiaba la viuda del teniente coronel Zuazo pues que creía oírla como tosía cada vez una puerta más allá. Llegué por último a un gabinete sombrío, a causa de tener entornadas las persianas y llamé con un dedo a la vidriera antes que por resolución que tuviese hecha de entrar, por temor que me sobrevino de volver atrás sin el eco que me había conducido por donde yo ya ignoraba hasta aquel término. ¡Oh! ¡Pluguiera a Dios que en lugar de mi cobarde atrevimiento hubiéranse pegado las manos a la lengua y la vaciladora voluntad ojalá se hubiese convertido en la certeza insensible de la muerte…! Apenas toqué el cristal me respondió la voz de un hombre que con tono imperioso y prevenido dijo: "Adelante." Y oí como pasos que venían hacia mí. Se abrió la puerta y sobrecogida saludé a un personaje que vestía bata de color de fuego sembrada acá y allá de diablos negros. Tenía este hombre sobre cincuenta años de edad, era alto, enjuto y atezado, con las cejas muy pobladas, y la mirada lenta y el ademán indiferente y flojo. El tal hombre me cogió de la mano y me sentó a su lado en un confidente del fondo del gabinete. La luz entraba a medias y solo la costumbre podía ir poco a poco aclarando los objetos que me rodeaban. Enfrente de nosotros vi como había un cuadro con grande marco dorado, cuyo lienzo sería próximamente de vara y cuarta. En este lienzo se dibujaba entre otros objetos agrupados y por entonces confusos, un templo con una torre eminente y en el último tercio de la torre la esfera de un reloj sobresalía. El pausado golpe de la péndula me advirtió que estaba animada la esfera del reloj.

Distraje la vista de aquel punto y vi sobre una mesa reclinadas las unas apoyándose en las otras muy simétricamente y formando curva, más de trescientas onzas de oro en una sola hilera…. Parecióme también que se movía onza por onza como la serpiente anillo por anillo…. Pero no…. no…. fue tan solo ilusión de aquel momento…. Las onzas no se movían. Mientras que yo me hallaba fascinada contemplando aquello y poseída de un terror pasivo, el sigiloso y austero personaje había vuelto a cogerme la mano izquierda sin grande interés aparente, y como por mero pasatiempo jugaba con mis dedos que convulsivos le opondrían sin duda alguna resistencia que le fue grata, porque gradualmente iba cobrando vida que la faltaba hasta que tocó en el exceso. Aquí solté un grito. Le pregunté quién era que tan osado me ofendía, más él asomando el labio inferior se sonrió como un relámpago y sólo dijo "J.P.L. igual a 72".

-¡Ah! No, caballero, aquí están las camisas y el dinero en mi casa.
-Y tú en la mía, -- me respondió sin refrenar acciones ni alterarse.
Yo di otro grito y me refugié en un rincón hecha un ovillo.

¡Ay, hijo mío! ¡qué les vale contra el tiro certero del alcotán flechado, a la tímida codorniz la floja avena ni al colorín la rama en que se esconden! Aquí D. Juan Pérez y López se puso en pie, arrojó al suelo su bonete bordado y con furor se sacudió la bata…La bata, ¡ah! La bata era de fuego y ambos faldones dieron un chasquido atronador como cohetes infernales. A este chasquido contestó fatídico el reloj del marco de oro con once ayes doloridos y tras estos lamentos cuando expiraron, la música misma aquella de mi sueño, aquella misma augusta consonancia se reprodujo a no tanto trecho de mis oídos como la oí la vez primera. Parecióme que se difundía por la estancia cada vez más clara como la aurora del alma y que su oriente lo tenía en el reloj de oro. Levanté hacia él la mirada y vi sobre el lienzo a todos aquellos arrogantes mancebos y a las galanteadas damas aquellas que antes viera voluptuosos danzando al pausado compás de la armonía. Vi el lujo y los doseles, las fuentes con aljófares, los ricos aderezos, las plumas y las estofas. Vi despierta, hijo mío, el sueño entero de la crisis de mi vida, brotado por el caño abundante de la fantasía virgen de una mujer. ¡Ay de mí! ¡a quién le fuera dado no volver los ojos! Un ruido misterioso y como de escamas llamó a mis pies, miré y encontréme con la serpiente de oro culebreando muy humilde y como deseosa de que la pisara con tal de que me advirtiera sus halagos.

Una y cien vueltas dio sin que yo fuera osada a prorrumpir ni un alarido, más ella, viendo impunidad o flaqueza, subióse deslizando por la falda hasta mi mismo seno. "¡Piedad!" exclamé, como implorando amparo del amante bastardo y vi su bata de fuego que me deslumbró y con mayor sorpresa que nunca advertí que en ella y al son incesante de la música, también bailaban los tiznados demonios una grotesca pantomima, los unos frente a frente de los otros, pareados y como si fueran juegos de tenazas. ¡Ay! ¡ay! La música arreciaba, el rumor atronaba mis oídos, la llameante bata fulguraba, mi vista se perdía confundida entre tantas multiplicadas maravillas, ¡mi alma en fin era un aroma que volaba, y mi cuerpo aún la flor de que partía! Un frío apetecible, un calor sabroso, un roce regalado sentí luego, que se me desenvolvía por el pecho para subir pausado a la garganta. Y era que la serpiente en elegantes roscas llegó hasta mis oídos, y arrojando un aliento imperceptible habló de esta manera:

-Leda, Leda, tu escondida orfandad era tu mundo, hasta que el corazón se te asomó a los ojos y me viste por las lumbreras de tu alma. Yo soy el Dios de la tierra, a quien adoran los reyes de los hombres, y por quien los hombres se humillan a sus reyes. Yo de los senos profundísimos, donde las aguas azuladas de Omán hierven y combaten, arranco la avergonzada perla para la frente de la mujer. Leda, Leda, como un punto en el vacío tu niño corazón era tu mundo, tú me viste y yo soy más grande todavía que el mundo de la creación. Sígueme, que soy también virtud de los hombres, el poder a la sociedad, el amor de las familias, la perfección de la belleza. Y yo en cambio sentaré encima de mis brillantes hombros tu hermosura. Ámame así como la piedra oriental ama al engarce, y si pierdes tu nombre, te daré títulos sonoros y magníficos que muchos han trocado por la vida. Yo soy parte hoy y mañana el todo del oro de la tierra. Ámame, ámame como te amo, adorada mía, que de placer, si me abrazaras, me derretiría en el canal que forman tus dos pechos. Ámame, ámame como te adoro, hermosa mía….

¡Oh seductora voz de la serpiente!
Sentí desfallecerse mi flaca materia, perdióse mi razón desvanecida y en un vapor densísimo vagó mi espíritu. No sé si sentí en mis labios la boca de la serpiente que besaba y sin embargo de su amorosa solicitud y encanto di un grito de dolor.

-¡Ay! ¡ay! ¡ay! Suéltame, suéltame que me devoras….. -- parece todavía que lo siento….. y en esta angustia recobré la razón y me encontré arrojada como un pañuelo ajado con las manos.

Desolada volví en torno los ojos, y de mi pasado vértigo encontré solamente como real y positivo, bastantes onzas esparcidas por el suelo y alguna que otra en mi seno que cogí y arrojé lejos de mí. El impasible D Juan Pérez y López se paseaba a lo largo del gabinete cual si nada me hubiese sucedido. De allí a un instante se arrebató las manos a la frente, dio una patada en el suelo y tiró con violencia de la campanilla. Tardaban en venir a su deseo y sacudió con mayor fuerza el tirado. Oyóse en esto un ruido como de pasos precipitados y se presentaron, la que yo creía viuda del teniente coronel Zuazo y el portero, pero venían en la forma más extravagante que jamás se haya ocurrido a nadie. El portero andaba a gatas y la viuda venía a la jineta en sus espaldas. Al verlos dijo D. Juan Pérez y López con marcado desafuero y virulencia: "Zarandilla y Chuzón de los demonios, ¿dónde os metéis canalla que andáis torpes? Ea vivo, echad fuera a esa muchacha y traedme ropa de calle, que me voy al remate de unas fincas nacionales que fueron de los ex-frailes trinitarios."

Tanta vergüenza cayó sobre tu pobre madre que no atinaba a andar. D. Juan Pérez y López dado que hubo sus órdenes, se puso a recoger una por una las onzas que había desparramadas por la alfombra. Hízome una seña la Zarandilla y la seguí cabizbaja. Esta mujer desvergonzada espoleó al vil Chuzón y le dijo, "arrea marido", y el Chuzón tomando un trotecillo respondía, "mujer ya ando." Así llegamos al portal. Yo les iba detrás y para despedirme a orillas ya del dintel, pegó el Chuzón un corcobo de cabra envuelto en un insolente par de coces al que la Zarandilla de grado o por fuerza brincó al suelo y cayó de pies. Hízome en seguida un moho ridículo y huyeron ambos por donde habían venido muy alegres. Heme tú a mi vuelta a mi buhardilla con dirección incierta, desmemoriada y pálida, a cada paso sobrecogida de espanto, volviendo la cabeza y creyéndome que D. Juan Pérez López me sorprendía de nuevo para ensayar su condenada magia. Al llegar a una esquina oí una voz muy cerca de mí que me llamaba y quedé petrificada.

-No te asustes, -- me dijo la voz con tono delicado e insinuante al alma, -- Yo te he visto cien veces sin que fuera advertido, y otras tantas intenté decirte que te amaba, pero el cobarde corazón tembló.

Fijé la atención y vi un joven absorto en contemplarme y temeroso cual si esperara oír de mi labio una sentencia severa. No supe qué responderle, y dos gruesas lágrimas surcaron mis mejillas, acaso las más amargas de mi vida.

-¡Ah!, -- exclamó el mancebo, -- no llores por piedad. Yo te he visto también en una ventana muy alta de la calle del Dardo y me pareciste una flor perfumada de pureza, que pendía del cielo prendida a un cabello de un serafín. Yo te amo, porque si la inocencia está en la tierra, tu corazón es su altar. Yo te amo porque esas lágrimas mismas que descienden, tranquilas manan de la fuente de la castidad. Me nombro Mario Garcerán y ya conocen tus ojos y tu oído a quien hoy llama a tu sentimiento y llegará mañana acaso a pasar los umbrales de tu casa.

Mario Garcerán inclinó la cabeza y se apartó de mí. Mirábale yo alejarse como si aun estuviese bajo la influencia maravillosa del gabinete terrible y necesité apoyarme. Era Mario Garcerán un joven que contaba a la sazón veinte y dos años apenas. Todo su ademán era resuelto, de atrevida cabeza, blonda cabellera rubia, y el bozo apenas indicado sobre el labio superior. Al golpe de sus pasos respondían las lucientes espuelas que llevaba. Parecíame haber soñado aquel hombre antes de conocerle, guardaba al mismo tiempo cierta reminiscencia de haber oído su voz. Mi voluntad se había instintivamente aficionado a él en otras ocasiones, pero sin duda que el juicio no había entrado por nada y la memoria no retenía ni cuándo ni en dónde. Desapareció a lo lejos y me acometió el recuerdo de los pasados sucesos con toda la intención de Judit y la amargura de Lucrecia….. ¡Ay de mí! ¡Ni el puñal de la segunda, ni el brazo vengador de la primera, ni la garganta de Olofernes, estaban a mi arbitrio en aquella edad….! El tirano del oro podía vagar impune por esta nueva Vetulia esclava, degradada Roma…. Aquello fue sólo un rapto de ira femenil, que huyendo pronto me postró en la tristeza más profunda. Cabizbaja y llorosa llegué a mi quinto piso, abrí la puerta y ¡oh dolor!, hijo mío, mi madre se revolcaba accidentada por el suelo….¡jamás, jamás! ¡Las palabras no alcanzan donde raya el dolor de un solo empuje!

Al día siguiente estaba yo reclinada en la almohada sobre que dormía mi doliente madre y llamaron fuera. Salí a ver quien fuese, entró Garcerán y se despertó mi madre. La decaída anciana apenas lo sintió hablar, que olvidando sus dolores se sonrió con una sonrisa inefable. Explicó Mario el motivo de su visita y mi madre alabó a Dios y nos dijo:

-Mirad, hijos míos, hace un instante que mi alma había abandonado el cuerpo como la llama al pabilo, pero mi alma dejaba un destello de sí misma sobre la tierra y le penaba abandonarlo sin guía y para que divagara por el caos. Era forzoso remontar el vuelo y la aflicción plegaba las luminosas alas de mi alma. El mandato de Dios y el apego de las criaturas al mundo que conocemos, forman la agonía de la muerte. En este estado un soplo del señor sobre mi ser entero, volvió la vida a su cárcel y con los ojos del fervoroso espíritu, vi su dedo omnipotente que señalaba hacia allá por donde llegaste tú a interrumpir mi sueño…. La bendición de Dios sobre sus hijos y sobre vosotros la de la madre ciega y moribunda.

Alargó mi santa madre sus desmedrados brazos, e incorporándose apenas en el lecho reposó cada una de sus manos sobre nuestras cabezas, abrió los ojos claros y serenos, dijo que nos veía, y entreabiertos los labios y risueños luego reclinó la frente y tendió el cuerpo para dar libre paso al alma justa…. Expiró. No sé cuales fueron las muestras de mi pesar. Me acuerdo sólo que perdí el sentido y al volver de un letargo me hallé en un sitio extraño para mí, rodeada de gentes desconocidas y solícitas. Dijéronme luego que Mario Garcerán me había dejado en poder de una honrada familia, como un depósito sagrado para hacerme su esposa luego de transcurrido cierto tiempo. Así era la verdad, vino Garcerán al poco rato y me habló lleno de ternura en presencia de un anciano de la casa. A punto estuve de arrodillarme a sus pies y contarle mi vida como lo he hecho contigo, Leoncio mío, pero el no verlo nunca a solas, fue la causa que contuvo mi noble resolución y he aquí también el motivo de nuestra común desgracia.

A los dos meses contados desde el fallecimiento de mi madre, Garcerán se casó conmigo. Transcurridos unos cuantos días llamó la Zarandilla a mi puerta. Me habló y traía una amenaza mortal. Yo azorada le regalé dinero para que se fuese, callara y no volviera. Garcerán nos encontró hablando y pasó de largo. Al poco tiempo, tanto amor como nos teníamos y la paz que reinaba en nuestra casa había desaparecido todo por parte de Garcerán. En el lecho mi sueño era interrumpido para oír un suspiro o una maldición. En la mesa mi pan iba mojado con lágrimas que las movía una mirada recelosa. Yo me sentía indispuesta cada vez más. La soledad en que me dejaba mi marido, lo mucho que yo le quería y la falta de sus caricias conspiraban en mi sentir a esta enfermedad continuada, lenta y que entorpecía mis miembros. Así, hijo mío, transcurrieron siete meses, y al cabo de ellos…. Te dejé en el mundo. ¡Ah! ¡si el libro de todos los héroes pudiera escribirse! ¡El heroísmo de abnegación pertenece a las mujeres, y el cúmulo de sus sublimes coronas de martirio, ahogaría las palmas y los ambiciosos laureles, de esos hombres que los historiadores dibujan y los poetas iluminan o encienden! Te dejé en el mundo, hijo mío, con el solo dolor de no abrazarte, porque cuando aún mi corazón vivía para ti, mis brazos ya estaban muertos…

A este punto de su relato llegaba el ánima de mi madre, cuando oímos unas como voces perdidas a lo lejos. Yo no las entendí, pero ella desembarazándose de mí, se quedó tan chiquitita que tuve que buscarla, y por la lucecilla que arrojaba la encontré y vi que era del tamaño de una liebre empinada. Me eché en el suelo para besarle el rostro y entonces muy quedito me dijo al oído izquiero:

-Por ahí viene tu padre que se volvió loco hace veinte años. A ti te busca y yo le temo tanto que me voy. No le digas nunca que me has visto ni le cuentes nada de lo que de mí sabes porque no te creería. La duda sólo le tiene trastornado el juicio. Juzga tú qué no le haría la certeza si Dios no hubiera dispuesto que los hombres dudaran hasta de lo que ven. Ya, ya viene, amor mío, alma de mi alma. Perdóname que soy tan inocente como la paloma que se encuentra en las garras del gavilán.

En efecto, mi padre estaba ya encima. El ánima de mi madre se consumió en sí misma o se sumió por los poros de las losas como el agua en la arena. Las voces de mi padre eran desaforadas. "Satanás, vuélveme mi hijo, " iba gritando. Y con gigantes desconcertados pasos, a trancos daba a veces con las manos en el suelo. Llevaba caída de hombros y arrastrando la capa de hielo aquella que me caló los tuétanos. Y más de veinte perros callejeros ladrándole a la zaga y acosándole por detrás, lo traían a mal traer y la capa se la tenían hecha jirones. A pesar del mucho castigo que desde chiquito me tiene apocado el ánimo, corrí en su ayuda y sacudiendo pedradas a los perros, logré ahuyentarlos. Me columbró mi padre mientras que yo aún me las había con los maldecidos canes, y viniéndose por detrás se me echó a cuestas agarrándome mucho y muy creído que me rescataba de las uñas de Barrabás. Me le cargué a las espaldas lo más acomodadamente que me fue posible y aquí caigo, allí tropiezo, más allá me reposo y con impaciencia, logré volverlo a casa y lo tendí en la cama sin separarme de su lado, hasta muy de mañanita que es la hora en que de ordinario se encaja de rondón alcoba adentro, cierto jorobadillo barbudo, chascando un látigo y echando fieros y blasfemias por la boca. Mi padre salta entonces de la cama sin remedio, baila el pelado al son de la fusta y a revueltas el uno con el otro bajan pegando brincos la escalera para irse juntos, yo no sé dónde ni a qué.


Abbadon Tenebrae. Toño Malpica.

No estoy loco.
Ya sé que lo he dicho un millón de veces. A los doctores. A mis papás. A mis amigos. Pero lo tengo que seguir diciendo hasta que se me acabe la esperanza de que alguien me ayude.
En estos momentos me encuentro en una celda de paredes acolchonadas. Todo es del mismo color verde claro: la cama y sus sábanas, la puerta. No hay más muebles. Para ir al baño tengo que llamar a la enfermera. Muy por encima de mi cabeza hay una ventanita por la que entra la luz del sol y algunos ruidos de la calle. Fuera de eso, estoy solo. Muy solo.
Mis papás vienen a verme cada vez menos. Igual mis amigos.
Escribo esto con un lápiz que olvidó el doctor García una vez y que pude esconder debajo de la almohada. Me ha tomado también varios días hacerme de seis servilletas para tener papel en el cual relatarte mi historia. En cuanto termine, arrojaré mis escritos por la ventana. Tú, quien quiera que seas, amigo de la calle, los recogerás del suelo, los ordenarás, los llevarás a tu casa, los leerás con cuidado y, si decides creerme, me ayudarás. Tendrás la gentileza de venir al hospital, hablar con los doctores y decirles que no he inventado nada, que el juego existe y que debo terminarlo o en pocos días van a tener que sacar de aquí mi cuerpo exánime y retorcido.
Todo comenzó la tarde en que mi amigo Humberto consiguió el CD de un juego llamado Abbadon I. ¿Cómo lo consiguió? Todavía es un misterio para mí. Dice que venía entre unos DVD piratas que compró su hermana, aunque el disco del juego era original. Lo único cierto es que, en cuanto lo jugué por primera vez, mi vida cambió para siempre.
- Gerardo, tienes que venir a ver esto - dijo la voz de Humberto al teléfono.
- ¿Qué es?
- Un juego nuevo. Está… está… no te lo puedo ni explicar.
- Estoy haciendo la tarea de geografía. O me dices de qué se trata o no voy.
- Pues no vengas.
Ojalá le hubiera hecho caso. Ojalá hubiera preferido terminar mi tarea. Después de varios minutos de intentar concentrarme, acabé por rendirme. Agarré una chamarra y salí para su casa cruzando la calle.
-  ¿De qué se trata? - le pregunté en cuanto me senté frente a la computadora a su lado.
No necesitó ni siquiera darme explicaciones. Lo que vi me puso los cabellos de punta.


FIN DE LA PRIMERA SERVILLETA

En el monitor de su computadora estaba nuestra calle, toda en llamas. La reproducción de las casas, los coches, los jardines, era exacta. Cientos de demonios negros volaban por encima de la destrucción. Había varios muertos sobre el pavimento; incluso pude reconocer algunos vecinos nuestros entre ellos.
- ¡Pero…! ¿Cómo lo…? - intenté preguntar.
- Ni yo sé qué onda.
Humberto se esforzaba por acabar con los demonios utilizando la barra espaciadora. Movía su rifle a la izquierda y a la derecha, avanzaba con las flechitas del teclado, disparaba rayos azules. Los demonios caían, sí, pero muchos otros seguían apareciendo en el cielo. Eran como gárgolas furiosas. Seguí a Humberto a través de la realidad virtual hasta que abandonó nuestra calle. Siguió matando demonios frente a la esquina. Entonces se abrieron las nubes y apareció un nuevo diablo, uno rojo y enorme.
-  ¡Este es el mero malo de este nivel! - me dijo- . Está bien difícil echárselo.
Vi a Humberto pelear con él hasta que se le acabaron las vidas y apareció el letrerito: “Game Over”.
- No sé. Nada más puse mi nombre y mi fecha de nacimiento.
Me cedió el teclado. Llevé el puntero del mouse hasta el botón que decía “Juego nuevo”. Entonces, efectivamente, aparecieron tres casillas: Nombre, Apellido Paterno, Apellido Materno. Puse todo en mayúsculas y luego apreté el botón “Siguiente”. Me preguntó entonces mi fecha de nacimiento. La ingresé y se puso a pensar un rato. Luego, apareció la barrita de “Loading” y por fin salió, sobre una hoja que pretendía ser como de pergamino, una descripción en letra garigoleada:
Gerardo Medina Palacios, Mexicano, Colonia Narvarte.
Libra con ascendente en Piscis 4698-131
-  ¡Guau! - exclamé-  ¡De pelos!
- No, y espérate. Dale ENTER.
Apareció el típico rollo de la licencia. Que si uno acepta que no va a copiar el programa y todo eso.
- Apriétale que sí aceptas - me urgió Humberto.
Y así lo hace. Al instante dio inicio el juego. Lo increíble es que la figura de acción estaba parada justo enfrente de la puerta de mi casa.
- De veras que está de pelos.
Apareció un diablo volando por encima de mí y le disparé. Luego otro. Y otro. Lo mejor era sentir que eras verdaderamente tú el que tenía que matarlos a todos. Entonces en la pantalla apareció nuestra vecinita Lilí, por la calle, en su bicicleta. Un diablo se le echó encimo y yo lo maté. Pero luego fue otro y otro hasta que no pude con todos. Pobrecita Lilí, calcinada a media calle.
La verdad no duré mucho. Como en cinco minutos acabaron conmigo, pero el juego estaba buenísimo. Aparecieron los mejores puntajes del día: Humberto Gómez Fernández 4604-7 en los primeros lugares. Gerardo Medina Palacios 4698-131 hasta el final.
- ¿Qué son esos números que pone enfrente de nuestro nombre?
- No sé. Los ha de inventar.
- Yo creo que es como el Google Earth, que te deja ver tu casa desde el espacio, ¿no?
- Sí. Yo creo que utilizan ese mapa para hacer una copia de todas las calles del mundo. ¿A poco no está súper de pelos?
Las manos me sudaban. Era, por mucho, el mejor juego que había jugado en toda mi vida. Humberto se dio cuenta de lo que me pasaba por la cabeza.
- El examen de mate - dijo de pronto.
- ¿Qué?
- Que yate hice una copia. Pero te cuesta el examen de mate. Me vas a dejar copiarte.
- Es un trato.
Al salir de su casa, una sola cosa me llamó la atención. En la calle estaba Lilí sobre su bicicleta. Me hizo sentir escalofrío; estaba en el mismo lugar en el que, dentro del juego, la habían atacado los demonios y convertido en cenizas. Me dio gusto verla viva y jugando.


FIN DE LA SEGUNDA SERVILLETA

Inserté de inmediato el disco en mi computadora. Y aunque el juego me preguntó mis datos otra vez, no me salió el rollo de la licencia. De todos modos, no le di importancia a ese detalle. Estuve como hasta las doce de la noche jugando. Todavía no podía creer lo bueno que estaba. Me había pasado por todos los lugares de la colonia; incluso me metí a nuestra escuela y desde ahí disparé contra los diablos. Cuando aparecía el diablo rojo por entre las nubes lo enfrentaba, sí, pero siempre perdía.
-  ¡Gerardo! ¡No me digas que sigues jugando! - fue el grito de mi mamá que consiguió que por fin apagara la máquina y me fuera a la cama.
Al otro día, después de clases, volví a jugar. Y así lo hice todos los días hasta el fin de semana. El problema era que no podía matar al diablo rojo con nada. Ni siquiera encerrándome todo el sábado y el domingo pude hacerlo. Por eso empecé a sospechar que el juego no tenía más que un nivel. Se lo dije a Humberto el siguiente lunes en la escuela.
 - Ya no lo estoy jugando. Ya me aburrió - me dijo- . Además, me he estado sintiendo mal del estómago y me marea la computadora.
Me sentí decepcionado. No era un juego cualquiera y Humberto era mi único cómplice. Tendría que seguir por mi cuenta. No obstante, si le pedía ayuda en algo.
- Préstame el disco original.
-  ¿Para qué? - dijo, apretándose el estómago y mirando hacia los lados con angustia. Parecía que algo en el ambiente le causaba temor.
- Quiero buscar información en Internet. Es que no logro vencer al diablo y ya me desesperé. Llevo una semana entera jugando y no avanzo.
En la tarde fui a su casa por el disco. Mi amigo estaba verdaderamente mal, tenía fiebre y la mirada extraviada.
- Deberías ir al doctor - le dije.
- Ya me llevó mi mamá. Pero el doctor dice que se me tiene que pasar pronto porque no tengo nada.
Me dio el disco y lo dejé solo.
La verdad es que no había mucho en qué fijarse. Decía “Abaddon I” hasta arriba; “Tenebrae” en la parte inferior; y una secuencia de letras y números en medio: “4qrtpp”. Ninguna empresa responsable ni nada. Comencé a sentir que algo había de malo en todo eso.
Primero busqué en Internet “Abaddon I”. Me salieron muchos resultados de un grupo de rock que así se llamaba, Abaddon. Luego, información de Abaddon, que es el jefe de los demonios de la séptima jerarquía, mejor conocido como “El exterminador”.
Pero el juego, nada.
Luego puse “Tenebrae” y sólo me enteré de que es algo que usan para hacer juegos de acción en “primera persona”, o sea, esos juegos en los que ves la pantalla como si fueras tú el que estás adentro.
Como última opción, puse las letras y números. Menos. El buscador no arrojó ninguna página.
Me fui a dormir, pensando que yo también acabaría por renunciar al tonto juego.


FIN DE LA TERCERA SERVILLETA

Al día siguiente la maestra nos dio la mala noticia. Casi todos los chavos lloraron; yo, en cambio, no podía creerlo. Había estado en su casa el día anterior Tenía muchas cosas que alguna vez me había prestado y que nunca le regresé de cuando éramos más chicos: su Max Steele, algunas cartas de Yugi-Oh!, su colección de tazos. Era imposible.
Saliendo de la escuela corrí a su casa, pero nadie me abrió. Después me dijo mi mamá que todos se habían ido al velorio. Me preguntó que, si quería ir, pero la verdad me sentía en “shock”. Preferí negarme y ella comprendió. Para distraerme me puse a jugar el juego que tanto habíamos disfrutado juntos, pero a la larga, fue peor. Seguía sin poder matar al diablo y me puse más triste.
Entonces, se me ocurrió poner en el buscador de Internet todo junto: Abbadon I Tenebrae 4qrtpp. Me arrojó un solo resultado: una página en Rumania (lo supe porque tenía al final “ru”) que contenía una sola línea blanca sobre fondo negro: una dirección de correo electrónico.
No pude más. Luego entré a mi correo y le escribí a esa persona. Lo hice en inglés por miedo a que, en español, no me entendiera. Fue muy corto mi correo “I want information of Abbadon I”.
En ese momento me asomé a la ventana. Los papás de Humberto volvían ya a su casa. Los dos estaban vestidos de negro y llorando. Me sentí horriblemente mal. Yo no sabía que un chavo de trece años se pudiera morir de un simple dolor de panza.
Cuando volví a la máquina, todavía no había respuesta del correo. Me puse a jugar otros juegos, uno de carreras y coches y el de Civilization.
A los tres días volví a jugar el Abaddon. Hasta entonces me di cuenta de un horrible detalle. Fue como a la cuarta vez que comencé el juego. En la ventana del cuarto de Humberto, en la casa de la realidad virtual de la computadora, se veía la cara de un muchacho. Un muchacho triste que no me quitaba la vista de encima. Estuve contemplando tan espantosa imagen hasta que uno de los diablos me atacó con su fuego y caí. En cuanto apareció el letrero de “Game Over” cerré el juego. El corazón me latía a mil por hora.
Entonces, al cerrarse la ventana de Abaddon, apareció detrás el mensajito de que tenía varios correos pendientes. Quise distraerme con mis nuevos mensajes, pero me fue imposible: entre dos correos de dos chavos de la escuela, estaba uno que venía de una cuenta de Rumania. Le di un clic con la mano temblorosa. Ya no se trataba sólo de entender el juego, de cómo vencer al diablo mayor y eso, ahora también debía comprender lo que había visto en la computadora y que me había dejado helado.
“La información está en el crucifijo”.
Eso era todo lo que decía el mensaje, en español.
No comprendí qué significaba. No había crucifijos en el juego. A menos que yo hubiera menospreciado el programa dese el principio y fuera, en realidad, uno tipo Adventure y no sólo de acción, Probablemente había que hacer más exploración, había que resolver algún acertijo, había que interactuar más con otros personajes.
Tomé la decisión de entrar de nuevo y hacer lo único que me parecía sensato correr hasta la iglesia de la colonia. Traté de no contraatacar a los demonios; preferí huir de ellos. Sin embargo, al acercarme a la iglesia, era constantemente rechazado por ella, como si un campo de fuerza la rodeara. Esperé a ser consumido por el fuego sin que se me ocurriera nada de nuevo.
Apagué la computadora y fui a la ventana de mi cuarto. Desde ahí observe la ventana de la habitación de Humberto, pasando la calle. Las cortinas estaban quietas. Su cama se veía todavía tendida.
Me fui a dormir. Pero durante toda esa semana tuve horribles pesadillas. Y cuando despertaba de ellas, no podía evitar correr a la ventana y mirar hacia el otro lado de la calle. Estaba seguro de que me iba a encontrar con los ojos de un muchacho triste con el que en otro tiempo jugaba al futbol y a las maquinitas.


FIN DE LA CUARTA SERVILLETA

A los pocos días mis papás se dieron cuenta de que yo no estaba bien.
- ¿Qué es eso de “Regnat Abaddon”? - me preguntó una noche mi mamá después de merendar.
- ¿Por qué? - le pregunté, temeroso. Ni yo sabía que significaba.
- Porque ya van varias veces que lo gritas en sueños, hijo. ¿Viste alguna película que te impresionó? ¿O es por lo de Humberto?
No supe ni qué contestarle. Pero sí me di cuenta de que no podía seguir así. Fui a mi cuarto y rompí el disco original. Luego, hice lo mismo con mi copia. Y cuando estaba a punto de desinstalar el juego de mi computadora, comprendí.
Inicié entonces el juego. No pude evitar mirar hacia la casa de mi amigo en la pantalla. Su rostro parecía querer decirme algo a la distancia, pero se veía que le resultaba imposible. Al instante, los diablos comenzaron su ataque. E hice lo único que sabía que nunca había hecho antes: abrir la puerta a mis espaldas y entrar a mi casa.
Me dio miedo. Todo en el interior de mi casa era idéntico a como era en la vida real. Incluso estaba oscuro. Así que caminé por el pasillo y subí por las escaleras. Pude ver de reojo, a través de la puerta de mi habitación, que alguien jugaba con la computadora. Como te imaginarás, preferí no entrar. Y yo, en la vida real, también preferí no mirar hacia la puerta.
Luego, dentro del juego, fui al único crucifijo que hay en la casa: uno que está en el cuarto de mis papás. Ahí, frente a él, se me develó el secreto. Letras azules brillantes flotaban frente a él.
“El primer número es la distancia de la oscuridad al día del contrato.”
  “El segundo número es la distancia del día del contrato a la oscuridad.”
                                     “Al vencer a Abbadon se vuelve a la prórroga inicial.”
Eso era todo lo que decía. Estuve viendo el mensaje por tanto tiempo, tratando de descifrar el significado, que casi ni vi el arco que se encontraba bajo la cruz. Un arco luminoso y azul con una sola saeta. Supe que con esa flecha podría vencer a Abaddon.
Miré el reloj de la computadora. Pasaban de las doce de la noche. ¿Cómo había transcurrido tanto tiempo? ¿A qué contrato se refería el juego? ¿Qué era eso de la oscuridad?
Abandoné la computadora y corrí a la recámara de mis padres. Dormían. Debajo del crucifijo no había nada, ni leyenda alguna flotando sobre éste. Comencé a llorar.
- Hijo, ¿estas bien? - me preguntó mi mamá, de pronto despierta.
- Sí, mi mamá. Es que tuve un sueño feo otra vez.


FIN DE LA QUINTA SERVILLETA

Volví a mi cuarto, pero alcancé a escuchar que mis padres conversaban preocupados. En la pantalla, uno de los diablos había entrado a la casa, había acabado conmigo y había aniquilado el arco luminoso. “Game Over”, titilaban las letras rojas sobre el fondo negro del monitor.
Al día siguiente no quise ir a la escuela, le dije a mi mamá que me sentía mal. Estuve todo el tiempo entrando al juego y volviendo al lugar del crucifijo. El arco ya no se veía por ningún lado. La cara de Humberto tampoco. Los diablos me atacaban por rutina. Yo me defendía sin ganas.
Desesperado, volví a escribir a la cuenta de correo en Rumania. Sólo obtuve respuesta hasta que puse, en mi petición, la firma que me asignaba el juego: Libra con ascendente en Piscis 4698-131.
-¿Tan joven eres, Libra? - dijo el destinatario en el primer correo.
-¿Cómo lo supo? Tengo casi catorce años - contesté.
-El primer número te separa de la primera oscuridad, es decir, los días de distancia que hay hasta tu nacimiento - dijo en un segundo correo.
Temblé. No me fue muy difícil suponer a lo que se refería el segundo número. A Humberto le había salido un 7. Se me salieron las lágrimas.
-¿A qué se refiere lo del contrato? - pregunté.
- A las cláusulas de inicio, cuando jugaste por primera vez. ¿Qué no las leíste? Entregabas tu prórroga inicial por la que Abbadon quisiera concederte.
- ¿Mi prórroga inicial?
- El día señalado de tu muerte. Abaddon escoge otro para darle interés al juego. Cuando vences al señor de la destrucción, él te devuelve tu día señalado. Y se acaba el juego. Tú tienes suerte, Libra. No a muchos les da 131 jornadas para vencerlo.
Entonces entró un diablo por la ventana. No me atacó con fuego, sólo me empezó a atormentar subiéndose en mi espalda, arañándome con sus garras y sus colmillos. Mis gritos hicieron entrar a mi madre al cuarto.
- ¡Gerardo! ¡Qué te pasa! ¡Qué tienes!
Al día siguiente me trajeron aquí, a este cuarto de hospital en el que, por lo menos, los diablos no me atormentan. Sólo vuelvan por el cielo sin perderme de vista. A veces, sólo a veces, se asoman por la ventana.
Se me termina el espacio. Si crees que vale la pena, amigo de la calle, haz lo posible porque me permitan volver al juego y acabar con Abaddon. Sé que en algún otro crucifijo debe estar el arco luminoso para terminar con él.
Tengo miedo.
Estoy cansado de sentirme tan solo.


FIN DE LA SEXTA SERVILLETA
Grupo de seis servilletas encontrado en los jardines del Hospital Psiquiátrico Infantil y entregados por el doctor Jorge García, médico de guardia, a los padres de Gerardo Medina Palacios a los pocos días de su deceso.