martes, 25 de junio de 2024

Poemas. Keith Douglas (1920-1944)

Recuérdenme cuando haya muerto...


Recuérdenme cuando haya muerto
y simplifíquenme cuando haya muerto.

Como los procesos de la tierra
despojan del color y de la piel;
se llevan el pelo castaño y los ojos azules

y me dejarán más simple que en la hora del nacimiento,
cuando sin pelos llegué aullando
mientras la luna aparecía en el frío firmamento.

Acaso de mi esqueleto,
ya tan despojado, un docto dirá:
"Era de tal tipo y de tal inteligencia", y nada más.

Así, cuando en un año se derrumben
recuerdos específicos, podrán
deducir, del largo dolor que soporté

las opiniones que sustentaba, quién fue mi enemigo
y lo que dejé, hasta mi apariencia
pero los incidentes no servirán de quía.

El telescopio invertido del tiempo mostrará
un hombre diminuto dentro de diez años
y por la distancia simplificado.

A través de ese lente observen si parezco
sustancia o nada: merecedor
de renombre en el mundo o de un piadoso olvido,

sin dejarse arrastrar por momentáneo enojo
o por el amor a una decisión,
llegando sin prisa a una opinión.

Recuérdenme cuando haya muerto
y simplifíquenme cuando haya muerto.





El difunto.


Era un maldito, lo admito,
Y siempre ebrio hasta que se quedó sin plata.
Su pelo le colgaba por un lazo de
una Corona Veneris. Sus ojos, mudos
como prisioneros en sus cavernosas hendeduras, estaban
fijos en actitudes de desesperación.
Ustedes que, Dios los bendiga, jamás han caído tanto,
Lo censuran y oran por él que sí había caído;
y con sus flaquezas lamentan los versos
que el tipo hacía, acaso entre maldiciones,
acaso en el colmo de la ruina moral,
pero los escribía con sinceridad;
y al parecer sentía un dolor acrisolado
al cual la virtud de ustedes no puede llegar.


Poemas. Rita Dove.

Terso americano.


Bailábamos; debió haber
sido un fox trot o un vals,
algo romántico, pero
que pedía discreción:
pleamar y bajamar,
ejecución precisa al deslizarnos
a la siguiente pieza sin parar,
dos pechos jadeantes alzándose
para dar una zancada
de siete leguas: agonía tan perfecta
que uno aprende a sonreír mientras la ejecuta,
mímica embriagante,
el sine qua non
de lo terso americano
Y porque estaba distraída
en el esfuerzo de
guardar la forma
(la inclinación hacia la izquierda
cabeza entornada justo para atisbar
detrás de tu oreja y siempre
sonriendo, sonriendo),
no me había dado cuenta
de lo quieto que te habías quedado
hasta que habíamos hecho
(¿por dos compases?,
¿cuatro?) alcanzando el vuelo,
esa ligera y tranquila
magnificiencia,
antes de que la tierra
nos recordara quiénes éramos
y nos trajera de regreso.





Oración de Deméter para Hades.


Sólo esto deseo para ti, el conocimiento.
Entender que cada deseo tiene un límite,
para saber en que medida somos responsables de las vidas
que cambiamos. Ninguna fe viene sin costo,
nadie cree sin morir.

Ahora, por primera vez
veo claramente el sendero que plantaste,
qué tierra se abrió para dilapidarse,
aunque soñaste con una riqueza
de flores.

No existen maldiciones - sólo espejos
sostenidos en las almas de dioses y mortales.
Y entonces yo abandono también este destino.
Cree en ti,
continúa - mira adónde te lleva.





Perséfone, cayéndose.


Un asfódelo en medio de hermosas
flores comunes ¡una flor como ninguna otra! Ella haló,
se inclinó para halar con más fuerza...
cuando, saliendo fuera de la tierra
en su reluciente y terrible carruaje
Él exigió su pago.
Todo terminó. Nadie la oyó.
¡Nadie! Ella se había desviado de la manada.

(Recuerda: ve derecho a la escuela.
¡Esto es importante, déjate de tonterías!
No contestes a extraños. Mantente
con tus compañeros de juegos. Mantén tus ojos en el suelo.)
Así de fácil el abismo se
abre. Es así como un pie se hunde en la tierra.





La tonadilla.


Cuando yo era joven, la luna habló en acertijos
y las estrellas rimaron. Yo era un nuevo juguete
esperando ser recogido por mi dueño.

Cuando yo era joven, puse al día de rodillas al correr.
Había árboles por mecerse, grillos por atrapar.

Era apenas dulce, infinitamente cruel,
seductora y mimada en leche,
quemada por el sol y plateada y costrosa como un potro.

Y el mundo ya era viejo.
Y yo era más vieja que lo que soy hoy.





Geometría.


Demuestro un teorema y la casa se expande:
las ventanas se sacuden para volar libremente cerca al techo,
el techo flota lejos con un suspiro.

Cuando las paredes se liberan de todo
menos de la transparencia, el olor de claveles,
se va con ellas. Yo estoy afuera al aire libre

y arriba las ventanas se han convertido en mariposas,
luz del sol que brilla donde se interceptan.
van a algún lugar verdadero e improbado.


El violador. Stephen Dunn (1939-2021)

Soy el hombre agachado detrás de un arbusto
que se sienta a su escritorio.
Jamás me prenderán. Todas mis víctimas
tienen una manera de desaparecer.
No importa que sexo tengas,
serás el próximo.
Te sentarás justo a mí
en un concierto en el bosque.
Si te mirara en el subte,
No desviarías los ojos.
Soy pequeño, engañoso,
como este poema
que ya está dentro de ti.


Poemas. Max Ehrmann (1872-1945)

Todos somos barcos...


Todos somos barcos
cargados con experiencia de vida,
memorias de trabajo, buenos tiempos y pesares,
cada uno con su carga especial;
y es nuestro común destino
mostrar las marcas del viaje,
aquí una proa astillada, allí un cordaje emparchado,
y cada casco ennegrecido
por el incesante apaleo de las incansables olas.

Ojala seamos agradecidos por buenos tiempos y mares apacibles,
y en tiempos de tormenta tener el coraje
y la paciencia que caracteriza a todo buen navegante;
y, sobre todo, ojalá tengamos la alentadora esperanza de gozosos encuentros,
cuando nuestro barco finalmente tire su ancla en el agua quieta de la eterna bahia. "





Desiderata.


Camina plácido entre el ruido y la prisa y piensa
en la paz que se puede encontrar en el silencio.
En cuanto te sea posible y sin rendirte,
mantén buenas relaciones con todas las personas.
Enuncia tu verdad de una manera serena y clara;
y escucha a los demás,
incluso al torpe e ignorante;
también ellos tienen su propia historia.

Esquiva a las personas agresivas y ruidosas,
pues son un fastidio para el espíritu.
Si te comparas con los demás,
te volverás vano y amargado,
pues siempre habrá personas mas grandes y mas pequeñas que tú.
Disfruta de tus éxitos lo mismo que de tus planes.

Mantén el interés en tu propia carrera por humilde que sea,
ella es un verdadero tesoro en el fortuito cambiar del tiempo.
Se cauto en los negocios, el mundo esta lleno de engaños;
mas no dejes que esto te deje ciego para la virtud que existe.
Hay muchas personas que se esfuerzan por alcanzar nobles ideales,
y por doquier la vida esta llena de heroísmo.

Se sincero contigo mismo.
En especial, no finjas el afecto;
tampoco seas cínico en cuanto al amor;
pues en medio de todas las arideces y desengaños,
es perenne como la hierba.

Acata dócilmente el consejo de los años,
y abandona con donaire las cosas de la juventud.
Cultiva la firmeza del espíritu para que te proteja en las adversidades repentinas,
pero no te afligas imaginando fantasmas.
Muchos temores nacen de la fatiga y la soledad.
Sobre una sana disciplina se benigno contigo mismo.

Tú eres una criatura del universo,
no menos que las árboles y las estrellas;
tienes derecho a existir.
Y sea que te resulte claro o no,
indudablemente el universo marcha como debiera.

Por eso debes estar en paz con Dios,
cualquiera que sea tu idea de El,
y sean cualesquiera tus trabajos y aspiraciones.
Coserva la paz con tu alma en la bulliciosa confusión de la vida.

Aún con toda su farsa, penalidades y sueños fallidos,
el mundo es todavía hermoso.
Sé alegre.
Esfuérzate por ser feliz.


El artista de lo bello. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

Un anciano, con su bella hija cogida del brazo, paseaba por la calle, y pasó de la oscuridad de la tarde nublada a la luz que caía sobre el pavimento desde el escaparate de una pequeña tienda. Era un escaparate proyectado hacia el exterior, y en el interior había colgados una variedad de relojes, de similor, de plata y uno o dos de oro, todos con la faz de espaldas a la calle, como si no deseara informar a los paseantes de la hora que era. Sentado dentro de la tienda, oblicuamente al escaparate, con su rostro pálido inclinado seriamente sobre un delicado mecanismo sobre el que caía el brillo concentrado de una pantalla, se veía a un hombre joven.

—¿Qué podrá estar haciendo Owen Warland? —murmuró el viejo Peter Hovenden, también él relojero, aunque jubilado, y antiguo maestro de ese joven cuya ocupación ahora le intrigaba—. ¿Qué estará haciendo ese hombre? Estos últimos seis meses siempre que he pasado junto a su tienda lo he visto igual de atareado que ahora.
Con sus tonterías habituales, le quedaría un poco lejano el buscar el movimiento perpetuo; y sin embargo conozco lo suficiente la profesión como para estar seguro de que eso en lo que trabaja no forma parte de la maquinaria de un reloj.
—Padre —dijo Annie sin mostrar mucho interés en la cuestión—. Quizás Owen esté inventando un nuevo tipo de cronómetro. Estoy segura de que tiene suficiente ingenio para ello.
—¡Bah, niña! No tiene ingenio para inventar nada mejor que un muñeco articulado —respondió el padre, quien en anteriores ocasiones se había sentido muy vejado por el genio irregular de Owen Warland—. ¡Vaya peste de ingenio! Lo único que he sabido que ha hecho fue estropear la precisión de algunos de los mejores relojes de mi tienda. ¡El sol se saldría de su órbita y desarreglaría todo el curso del tiempo antes de que su ingenio, como dije antes, fuera capaz de captar algo más importante que un juguete!
—¡Calle, padre! ¡Le está oyendo! —susurró Annie presionando el brazo del anciano—. Sus oídos son tan delicados como sus sentimientos; y ya sabe usted lo fácilmente que se turban. Sigamos andando.

Peter Hovenden y su hija Annie siguieron caminando sin hablar más, hasta que se metieron en una calle secundaria de la ciudad y cruzaron la puerta abierta del taller de un herrero. Dentro se veía la forja, que ahora ardía e iluminaba el techo alto y oscuro, para luego limitar su brillo a una estrecha franja del suelo cubierto de carbón, según que el fuelle expulsara o inspirara el aire desde sus grandes pulmones de cuero. En los intervalos de brillantez era fácil distinguir los objetos de las esquinas más lejanas del taller, y las herraduras que colgaban en la pared; en la oscuridad momentánea, el fuego parecía brillar en medio de la vaguedad de un espacio abierto. Moviéndose entre esa alternancia de brillo rojo y oscuridad apareció la figura del herrero, que merecía la pena ser visto bajo ese aspecto pintoresco de la luz y la sombra, cuando las llamas brillantes luchaban con la noche negra, como si cada una extrajera su fuerza de la otra.

Inmediatamente sacó de entre los carbones una barra candente de hierro, la colocó sobre el yunque, elevó su poderoso brazo y enseguida se vio envuelto en miríadas de chispas que los golpes de su martillo esparcían por la oscuridad circundante.

—Esto sí que da gusto verlo —dijo el viejo relojero—. Sé bien lo que es trabajar con el oro; pero después de decirlo y hacerlo todo, a mí dame el que trabaja con hierro. Éste sí que trabaja sobre la realidad. ¿Qué te parece, Annie, hija?
—Por favor, padre, no hable tan fuerte —susurró Annie—. Robert Danforth va a oírle.
—¿Y qué si me oye? —contestó Peter Hovenden—. Te repito que es algo bueno y saludable depender de la fuerza y la realidad, y ganarse el pan con el brazo desnudo y fornido de un herrero. Un relojero confunde su cerebro con sus ruedas dentro de una rueda, o pierde la salud o la bendición de la vista, como me sucedió a mí, y se encuentra a una edad mediana, o un poco después, que ya no puede trabajar en su profesión y no vale para ninguna otra cosa, y sin embargo es demasiado pobre para vivir con comodidad. Por eso te lo repito, a mí dame el ganar el dinero principalmente con la fuerza. Y además, ¡cómo le quita el buen sentido a un hombre! ¿Has oído alguna vez que un herrero esté tan loco como ese Owen Warland?
—¡Bien dicho, tío Hovenden! —gritó Robert Danforth desde la forja, con una voz plena, profunda y alegre que produjo un eco en el techo—. ¿Y qué opina la señorita Annie de esa doctrina? Supongo que pensará que es un oficio mucho más de caballero remendar el reloj de una dama que forjar una herradura o hacer una parrilla.

Annie tiró de su padre hacia delante sin darle tiempo a responder. Pero volvamos al taller de Owen Warland y meditemos más en su historia y carácter de lo que estarían dispuestos a hacerlo Peter Hovenden, o probablemente su hija Annie, o el antiguo compañero de escuela de Owen, Robert Danforth. Desde que sus pequeños dedos pudieron coger una navaja, Owen había sobresalido por su delicado ingenio, que a veces le permitía hacer hermosas formas en madera, sobre todo figuras de flores y pájaros, y otras veces parecía apuntar a los misterios ocultos de los mecanismos. Pero lo hacía siempre buscando la armonía, jamás un mal remedo de lo útil. Nunca, como solía hacer la masa de artesanos escolares, construía pequeños molinos de viento en la esquina de un granero, o molinos de agua sobre el torrente más cercano. Quienes descubrieron en el muchacho una peculiaridad que les hiciera pensar que merecía la pena observarle atentamente, a veces tenían motivos para suponer que estaba intentando imitar los bellos movimientos de la naturaleza tal como se ejemplifica en el vuelo de los pájaros o la actividad de los pequeños animales. De hecho parecía una nueva explotación del amor a lo hermoso, que podría haberle convertido en poeta, pintor o escultor, y que había refinado completamente toda tosquedad utilitaria, tal como le habría podido suceder en cualquiera de las bellas artes. Contemplaba con singular desagrado los procesos rígidos y regulares de la maquinaria ordinaria. En una ocasión en la que le llevaron a contemplar una máquina de vapor, creyendo que su comprensión intuitiva de los principios mecánicos se vería gratificada, se puso pálido y se mareó, como si le hubieran enseñado algo monstruoso y que no era natural. Ese horror se debió en parte al tamaño y la energía terrible del trabajador de hierro; pues el carácter de la mente de Owen era microscópico, y tendía por naturaleza a lo diminuto de acuerdo con su estructura pequeña y con la maravillosa pequeñez y el delicado poder de sus dedos. Y no es que su sentido de la belleza disminuyera con ello hasta convertirse en un sentir de lo bonito. La idea de belleza no tenía relación con el tamaño, y podía desarrollarse igualmente en un espacio demasiado pequeño para que no fuera posible otra investigación que la microscópica, tanto como por el amplio margen que se mide por la distancia del arco iris. Pero en todo caso, esta minuciosidad característica de sus objetos y logros fue la causa de que la gente fuera más incapaz de apreciar el genio de Owen Warland. Los parientes del muchacho no vieron que se pudiera hacer nada mejor que contratarlo como aprendiz de un relojero, quizás no existiera nada mejor, esperando que su extraño ingenio pudiera ser así regulado y sirviera para fines útiles.

La opinión que tenía Peter Hovenden de su aprendiz ha sido ya expresada. No podía sacar nada del muchacho. Es cierto que la captación de los misterios profesionales por parte de Owen fue inconcebiblemente rápida; pero olvidaba totalmente, o despreciaba, el principal objetivo de la profesión de relojero, y se interesaba por la medición del tiempo tanto como si éste se hubiera fusionado con la eternidad. Sin embargo, mientras permaneció bajo la atención de su maestro, gracias a la falta de fuerza de Owen fue posible, mediante órdenes estrictas y una vigilancia estrecha, restringir dentro de unos límites su excentricidad creativa; pero cuando terminó el aprendizaje y se hizo cargo del pequeño taller que Peter Hovenden se vio obligado a abandonar por dificultades de la vista, la gente se dio cuenta de que Owen Warland no era una persona adecuada para conseguir que el ciego Padre Tiempo recorriera su curso diario. Uno de sus proyectos más racionales fue el de conectar un funcionamiento musical con la maquinaria de sus relojes, de manera que todas las duras disonancias de la vida pudieran volverse armónicas, y cada momento pasajero cayera en el abismo del pasado dentro de doradas gotas armónicas. Si le confiaban para su reparación un reloj de familia —uno de esos relojes altos y antiguos que casi han llegado a convertirse en aliados de la naturaleza humana al haber medido la vida de muchas generaciones—, se disponía a arreglar una danza o profesión funeraria de figuras por delante de su faz venerable, representando doce horas alegres o melancólicas. Varias rarezas de este tipo destruyeron totalmente la fama del joven relojero para esa clase de personas serias y amantes de los hechos que sostienen la opinión de que el tiempo no es algo con lo que deba jugarse, puesto que lo consideran como el medio de avanzar y prosperar en este mundo o de preparase para el siguiente. Su clientela disminuyó rápidamente; un infortunio, sin embargo, que probablemente Owen Warland consideró uno de sus mejores accidentes, pues cada vez estaba más y más absorbido por una ocupación secreta que exigía de toda su ciencia y destreza manual, dando asimismo pleno empleo a las tendencias características de su genio. En esa búsqueda había consumido ya muchos meses.

Después de que el viejo relojero y su hermosa hija le vieran desde la oscuridad de la calle, Owen Warland sintió una palpitación nerviosa que hizo que sus manos temblaran demasiado violentamente como para seguir con la delicada labor que estaba realizando entonces.

—¡Era la propia Annie! —murmuró—. Debería haberlo sabido por esta palpitación de mi corazón antes de escuchar la voz de su padre. ¡Ay, cómo palpita! Hoy apenas seré capaz de volver a trabajar en este mecanismo exquisito. ¡Annie! ¡Mi queridísima Annie! Deberías dar firmeza a mi corazón y mi mano, en lugar de agitarlos así; pues mi esfuerzo por dar forma al espíritu mismo de la belleza, y darle movimiento, es solamente por ti. ¡Ay, corazón palpitante, tranquilízate! Si mi trabajo se ve así reducido, tendré sueños vagos e insatisfechos que harán que mañana me levante sin espíritu.

Mientras se esforzaba por regresar a su tarea, se abrió la puerta del taller y entró por ella no otra que la figura fornida que Peter Hovenden se había detenido a admirar en mitad de la luz y la sombra de la herrería. Robert Danforth llevaba con él un pequeño yunque que él mismo había fabricado y construido de manera peculiar, y que el joven artista le había pedido recientemente. Owen examinó el artículo y dijo que estaba de acuerdo con lo que deseaba.

—Hombre, claro —contestó Robert Danforth con su potente voz, que llenaba el taller como lo haría el sonido de un violonchelo—. En mi profesión me considero igual que cualquiera; aunque mal me habría ido en la tuya con un puño como éste —añadió riendo mientras estrechaba con su enorme mano la mano delicada de Owen—. ¿Pero qué importa eso? Pongo más fuerza en un golpe de mi martillo que toda la que tú hayas gastado desde que eras aprendiz, ¿no te parece?
—Muy probablemente —respondió la tenue y baja voz de Owen—. La fuerza es un monstruo terrenal. Yo no la pretendo. Mi fuerza, sea la que sea, es totalmente espiritual.
—Muy bien, Owen, ¿pero en qué estás trabajando? —preguntó su viejo amigo del colegio, todavía en un tono tan potente que hizo que el artista se encogiera, sobre todo porque la cuestión se relacionaba con un tema tan sagrado como el absorbente sueño de su imaginación—. Dice la gente que estás intentando descubrir el movimiento continuo.
—¿El movimiento continuo? ¡Tonterías! —contestó Owen Warland con un gesto de desagrado, pues en él los pequeños malos humores eran frecuentes—. Nunca podrá descubrirse. Es un sueño que puede engañar al hombre cuyo cerebro esté preocupado por la materia, pero no a mí. Además, aunque ese descubrimiento fuera posible, no merecería la pena para mí lograrlo sólo para que el secreto se utilizara para los propósitos a los que sirven ahora el vapor y el poder hidráulico. No tengo ambiciones de que me honren considerándome padre de un nuevo tipo de máquina de desmotar algodón.
—¡Eso sí que sería divertido! —gritó el herrero rompiendo en tal carcajada que el propio Owen y las campanas de cristal de su expositor se estremecieron al unísono—. ¡No, no, Owen! Ningún hijo tuyo tendrá nervios y tendones de hierro. Bueno, no te molestaré más. Buenas noches, Owen, y éxito, y si necesitas alguna ayuda, como un buen golpe de martillo en el yunque, soy tu hombre.
Y con otra risotada, el forzudo salió del taller.

«Qué extraño es que todas mis meditaciones, mis propósitos, mi pasión por lo bello, mi conciencia de la capacidad para crearlo —un poder más delicado y etéreo, del que este gigante terrenal no puede tener ni idea—, que todo, todo parezca tan vano e inútil cuando se cruza Robert Danforth en mi camino», susurró Owen Warland para sí mismo apoyando la cabeza en su mano. «Si me lo encontrara a menudo, me volvería loco. Su fuerza bruta y dura oscurece y confunde el elemento espiritual que hay en mí; pero también yo seré fuerte a mi manera. No cederé ante él.»

Sacó de debajo de una campana de cristal una maquinaria diminuta que puso bajo la luz concentrada de su lámpara, y mirándola fijamente a través de una lupa procedió a operar con un delicado instrumento de acero. Sin embargo, un instante después volvía a apoyar la espalda en la silla y entrelazaba las manos, y había en su rostro tal mirada de horror que sus pequeños rasgos resultaron tan impresionantes como lo hubieran sido los de un gigante.

—¡Cielos! ¿Qué he hecho? —exclamó—. El vapor, la influencia de esa fuerza bruta: me ha confundido y oscurecido mi percepción. He dado ese golpe, el golpe fatal que temí desde el principio. Todo ha terminado, el trabajo de meses, el objetivo de mi vida. ¡Estoy arruinado!

Y se quedó allí sentado, presa de una extraña desesperación, hasta que su lámpara parpadeó y dejó en la oscuridad al artista de lo bello. Sucede que las ideas que crecen dentro de la imaginación, y que en ella parecen tan atractivas y de un valor que está más lejos de lo que cualquier hombre puede llamar valioso, están expuestas a ser sacudidas y aniquiladas por el contacto con lo práctico. Es requisito del artista ideal poseer una fuerza de carácter que apenas parece compatible con su delicadeza; debe mantener la fe en sí mismo mientras el mundo incrédulo le ataca con su total escepticismo; debe erguirse frente a la humanidad y ser él su único discípulo, tanto con respecto a su genio como a los objetivos a los que se dirige. Durante un tiempo Owen Warland sucumbió a su prueba severa pero inevitable. Fue perezoso durante unas semanas, en las que su cabeza estaba siempre apoyada en las manos, hasta tal punto que las gentes de la ciudad apenas si tenían la oportunidad de verle la cara. Cuando por fin la levantó a la luz del día, era perceptible en ella un cambio frío, sombrío, inexpresable. Pero en la opinión de Peter Hovenden, y de esa orden de seres sagaces e inteligentes que piensan que la vida debería estar regulada, como un reloj, con pesos de plomo, el cambio le había mejorado totalmente. De hecho Owen se aplicó ahora a su profesión con una laboriosidad tenaz. Era maravilloso contemplar la obtusa gravedad con la que inspeccionaba las ruedas de un reloj de plata grande y viejo; de esa manera complacía al propietario, en cuya faltriquera se había ido desgastando hasta que llegó a considerar que el reloj formaba parte de su propia vida, y en consecuencia se preocupaba mucho por la manera en que lo trataran. Como consecuencia de la buena fama así adquirida, las propias autoridades invitaron a Owen Warland a que arreglara el reloj de la torre de la iglesia. Tuvo un éxito tan admirable en este asunto de interés público que los comerciantes reconocieron bruscamente sus méritos en la Bolsa; la enfermera susurraba sus alabanzas mientras daba la poción al enfermo; el amante le bendecía al llegar la hora de la cita; y en general la ciudad dio gracias a Owen por la puntualidad de la hora de la cena. En resumen, el fuerte peso que sentía sobre su espíritu permitió mantenerlo todo en orden, no sólo dentro de su propio sistema, sino en cualquier parte en la que fuera audible el acento de hierro del reloj de la iglesia. Fue una circunstancia pequeña, aunque característica de su estado actual, el que cuando fue empleado para grabar nombres o iniciales en cucharas de plata escribiera las letras con el estilo más sencillo posible, omitiendo una variedad de floreos caprichosos que habían distinguido hasta entonces su trabajo.

Un día, durante la época de esta feliz transformación, Peter Hovenden acudió a visitar a su antiguo aprendiz.

—Owen, me alegra escuchar tan buenos informes de ti en todas partes, y especialmente desde lo de ese reloj de la ciudad, que hablaba en tu favor cada hora de las veinticuatro que tiene el día. Sólo con liberarte totalmente de tus tonterías absurdas sobre lo bello, que ni yo ni nadie más, ni tú mismo por añadidura, ha podido entender nunca, sólo con liberarte de eso tu éxito en la vida es tan seguro como la luz del día. Vaya, si sigues por este camino incluso me aventuraría a dejar que revisaras este precioso y viejo reloj, pues, salvo mi hija Annie, no tengo ninguna otra cosa en el mundo que sea tan valiosa.
—Casi no me atrevería a tocarlo, señor —contestó Owen en tono abatido, pues se sentía sobrecogido por la presencia de su viejo maestro.
—Con el tiempo —dijo este último—... con el tiempo serás capaz de hacerlo.

El viejo relojero, con la libertad que se derivaba de forma natural de su anterior autoridad, inspeccionó el trabajo que tenía Owen en la mano en ese momento, junto con otros que estaba realizando. Entretanto el artista apenas si podía levantar la cabeza. No había nada que fuera tan contrario a su naturaleza como la sagacidad fría y poco imaginativa de ese hombre, a cuyo contacto todo se convertía en un sueño salvo la materia más densa del mundo físico. Owen gimió en su espíritu y rogó fervientemente para verse liberado de él.

—Pero ¿qué es esto? —gritó Peter Hovenden abruptamente levantando una polvorienta campana de cristal bajo la que apareció algo mecánico tan delicado y diminuto como el sistema anatómico de una mariposa—. ¿Qué tenemos aquí? ¡Owen! ¡Owen! En estas pequeñas cadenas, ruedas y paletas hay brujería. ¡Fíjate! Con un pellizco de mi índice y pulgar voy a liberarte de todos los peligros futuros.
—Por el cielo —gritó Owen Warland saltando con maravillosa energía—. ¡Si no quiere volverme loco, no lo toque! La más ligera presión de su dedo me arruinaría para siempre.
—¡Ajá, joven! ¿Así que es esto? —preguntó el viejo relojero mirándole con tanta penetración que torturaba el alma de Owen con la amargura de las críticas mundanas— . Bien, sigue tu propio rumbo; pero te advierto que en este pequeño mecanismo vive tu espíritu maligno. ¿Quieres que lo exorcice?
—Usted es mi espíritu maligno —contestó Owen muy excitado—. ¡Usted es el mundo duro y burdo! Los pensamientos cargados y el abatimiento que deja en mí es lo que me atasca, de otro modo hace tiempo que habría logrado la tarea para la que fui creado.

Peter Hovenden sacudió la cabeza con esa mezcla de desprecio e indignación que la humanidad, de la que él era en parte un representante, se consideraba con derecho a sentir hacia todos los simples que buscan otro premio distinto a lo que van encontrando a lo largo del camino. Se despidió entonces, con un dedo levantado y una mueca en el rostro que acosó los sueños del artista durante muchas noches. En el momento de la visita de su viejo maestro, Owen estaba probablemente a punto de retomar la tarea abandonada; pero con ese acontecimiento siniestro regresó al estado del que estaba saliendo lentamente.

Mas la tendencia innata de su alma sólo había estado acumulando nuevo vigor durante su aparente pereza. Conforme avanzaba el verano abandonó casi totalmente su negocio y dejó que el Padre Tiempo, tal como era representado por los relojes de muñeca y pared que tenía bajo su control, deambulara al azar por la vida humana, produciendo infinita confusión a lo largo de las desconcertadas horas. Tal como decía la gente, malgastaba el tiempo de luz solar paseando por los bosques y campos y las orillas de los ríos. Allí, como un niño, se divertía persiguiendo mariposas u observando el movimiento de los insectos acuáticos. Había algo verdaderamente misterioso en la fijeza con la que contemplaba esos jugueteos cuando retozaban en la brisa, o examinaba la estructura de un insecto imperial al que había apresado. La caza de mariposas era un buen símbolo de la persecución ideal a la que había dedicado tantas horas doradas; pero ¿tendría alguna vez en su mano la idea de lo bello, lo mismo que tenía ahora la mariposa que la simbolizaba? Fueron dulces, sin duda, aquellos días, concordantes con el alma del artista. Estuvieron repletos de concepciones magníficas que brillaban a través de su mundo intelectual como brillan las mariposas en la atmósfera exterior, y que por el momento eran reales para él, sin el trabajo, la perplejidad y las numerosas decepciones implicadas en el intento de hacerlos visibles para el ojo de nuestros sentidos. Pero desgraciadamente el artista, ya sea en la poesía o en cualquier otro material, no puede contentarse con el gozo interior de lo hermoso, sino que debe perseguir el misterio aleteante más allá de este dominio etéreo, y aplastar su frágil ser al captarlo materialmente. Owen Warland sintió el impulso de dar realidad exterior a sus ideas tan irresistiblemente como cualquier poeta o pintor que hayan adornado el mundo de una belleza más oscura y ligera copiada imperfectamente de la riqueza de sus visiones.

La noche era ahora su momento para avanzar lentamente en la recreación de la única idea a la que dedicaba toda su actividad intelectual. Siempre, al acercarse el atardecer, entraba en la ciudad, se encerraba en su taller y trabajaba con paciente delicadeza del tacto durante muchas horas. Le sobresaltaba a veces la llamada del vigilante, que cuando todo el mundo debía estar dormido pasaba el haz de su lámpara a través de las grietas de las persianas de Owen Warland. Para la sensibilidad mórbida de su mente, la luz del día parecía entrometerse interfiriendo su búsqueda. Por eso en los días nublados e inclementes permanecía sentado con la cabeza apoyada en las manos, como si estuviera envolviendo su sensible cerebro en una niebla de meditaciones indefinidas; pues era un alivio escapar de la claridad aguda con la que se veía obligado a dar forma a sus pensamientos durante el trabajo nocturno. De uno de esos ataques de languidez despertó por la entrada de Annie Hovenden, quien acudió a la tienda con la libertad de una cliente, pero también con algo de la familiaridad de una amiga de la infancia. Se le había hecho un agujero en el dedal de plata y quería que Owen lo reparara.

—Aunque no sé si condescenderás a esa tarea —le dijo ella, riendo— ahora que estás tan embebido en la idea de dar espíritu a la maquinaria.
—¿De dónde sacaste esa idea, Annie? —preguntó Owen con sorpresa.
—Ah, de mi cabeza —respondió ella—. Y también de algo que te oí decir, hace mucho, cuando sólo eras un muchacho, y yo una niña pequeña. Pero bueno, ¿me arreglarás mi pobre dedal?
—Por ti haría cualquier cosa, Annie —replicó Owen Warland—. Cualquier cosa, aunque para ello tuviera que trabajar en la forja de Robert Danforth.
—¡Sí que sería bonito ver eso! —replicó Annie mirando con imperceptible fragilidad el cuerpo pequeño y esbelto del artista—. Bueno, aquí está el dedal.
—Pero qué extraña es esa idea tuya sobre la espiritualización de la máquina — añadió Owen.

Y entonces se introdujo en su mente el pensamiento de que la joven poseía el don de comprenderle mejor que el resto del mundo. Qué ayuda y fuerza sería para él, en su trabajo solitario, si pudiera obtener la simpatía del único ser al que amaba. A las personas cuya búsqueda les aísla de los asuntos comunes de la vida —que van por delante de la humanidad, o están separados de ésta—, a veces les sobreviene la sensación de un frío moral que hace que el espíritu se estremezca como si hubiera alcanzado las soledades congeladas que rodean el Polo. Lo que sea capaz de sentir el profeta, el poeta, el reformista, el criminal o cualquier otro hombre con anhelos humanos, aunque separado de la multitud por un destino peculiar, el pobre Owen lo sentía.

—¡Annie, cómo me alegraría poder contarte el secreto de mi trabajo! —exclamó volviéndose tan pálido como la muerte ante ese simple pensamiento—. Creo que tú lo estimarías correctamente. Sé que lo oirías con una reverencia que no puedo esperar del mundo duro y material.
—¿Que podría hacerlo? ¡Seguro que lo haría! —contestó Annie Hovenden con una risa ligera—. Venga, explícame enseguida qué significa este pequeño tiovivo, trabajado con tanta delicadeza que podría ser un juguete para la reina Mab. ¡Vamos! Yo lo pondré en movimiento.
—¡Un momento! —exclamó Owen—. ¡Un momento!
Annie había tocado de la manera más ligera posible, con la punta de una aguja, la misma parte diminuta de la complicada maquinaria que ya hemos mencionado más de una vez, en el momento en que el artista la cogió por la muñeca con una fuerza que la hizo lanzar un grito. Ella se asustó por la convulsión de rabia intensa y angustia que cruzó por los rasgos de Owen. Al instante siguiente, él dejaba hundir la cabeza entre las manos.
—Vete, Annie —murmuró—. Me he engañado a mí mismo y debo sufrir por ello.

Ansiaba simpatía, y pensé, imaginé y soñé que podías dármela; pero careces del talismán que permitiría admitirte entre mis secretos, Annie. Ese roce ha deshecho el trabajo de meses y el pensamiento de una vida. ¡No ha sido tu culpa, Annie, pero me has arruinado!

¡Pobre Owen Warland! Se había equivocado, ciertamente, pero se le podía perdonar; pues si algún espíritu humano hubiera podido reverenciar suficientemente los procesos tan sagrados a sus ojos, tenía que haber sido una mujer. Posiblemente Annie Hovenden no le habría decepcionado de haber estado ella iluminada por la inteligencia profunda del amor.

El artista pasó el invierno siguiente de una manera que satisfizo a todos los que todavía depositaban alguna esperanza en él, cuando en verdad estaba irrevocablemente destinado a la inutilidad por lo que respectaba al mundo, y a un destino personal nocivo. La muerte de un pariente le había hecho tomar posesión de una pequeña herencia. Liberado así de la necesidad del trabajo, y habiendo perdido la influencia resuelta de un gran propósito —grande, al menos, para él—, se abandonó a unos hábitos contra los que debería haberse asegurado por la delicadeza de sus sistemas. Pero cuando se oscurece la parte etérea de un hombre de genio, la parte terrenal asume una influencia más incontrolable, pues ha perdido ahora el equilibrio que la providencia había ajustado tan delicadamente, y que en una naturaleza más tosca se ajusta mediante algún otro método. Owen Warland probó los estados benditos que puede proporcionar la turbulencia. Contempló el mundo a través del medio dorado del vino, y tuvo las visiones que suben alegres y burbujeantes por el borde de la copa, pueblan el aire con formas de agradable locura y pronto se vuelven fantasmales y tristes. Incluso cuando se había producido ya este cambio fatal e inevitable, el joven siguió bebiendo la copa de los encantamientos, aunque su vapor sólo sirviera para envolver la vida de tristeza, y llenar la tristeza de espectros que se burlaban de él. Había una cierta pesadez del espíritu que, siendo real, y la sensación más profunda de la que era consciente ahora el artista, resultaba más intolerable que cualquier horror y desgracia fantástica que invocara el abuso del vino. En este último caso podía recordar, incluso en la neblina de su problema, que no era más que un engaño; pero en el primer caso, la pesada angustia era su vida real.

De ese estado peligroso fue redimido por un incidente que presenció más de una persona, aunque ni el más sagaz fue capaz de explicar o conjeturar cómo actuó sobre la mente de Owen Warland. Fue muy simple. Una cálida tarde de primavera, cuando el artista estaba sentado entre sus compañeros de juerga con un vaso de vino ante él, una mariposa espléndida entró por la ventana abierta y aleteó junto a su cabeza.

—¡Ah! —exclamó Owen, que había bebido mucho—. ¿Vuelves a estar viva, hija del sol y compañera de juego de la brisa de verano, tras tu siesta del fatal invierno? ¡Entonces es la hora de que vuelva al trabajo!

Y dejando sobre la mesa la copa sin vaciar, se despidió y no volvió a beber otra gota de vino. Reanudó sus paseos por bosques y campos. Podría imaginarse que la brillante mariposa, que había entrado como un espíritu por la ventana mientras Owen estaba sentado con los toscos borrachos, era ciertamente un espíritu encargado de recordarle la vida pura e ideal que le había convertido en alguien etéreo en medio de los hombres. Podría imaginarse que fue a buscar este espíritu en sus territorios soleados; pues como en el verano anterior, le vieron deslizarse siempre que había aparecido una mariposa, perdiéndose en su contemplación. Cuando ésta emprendía el vuelo sus ojos seguían la visión alada, como si su camino aéreo le mostrara el sendero hasta el cielo. ¿Pero cuál podía ser el propósito de ese trabajo fuera de estación, que volvió a reanudar tal como sabía el vigilante por las franjas de luz que se filtraban a través de las grietas de las persianas de Owen Warland? La gente de la ciudad tenía una explicación general de todas esas singularidades. ¡Owen Warland se había vuelto loco! Qué universalmente eficaz, qué satisfactorio también, y tranquilizante para la sensibilidad herida de los estrechos y torpes, es este sencillo método de explicar todo lo que queda más allá del alcance de las personas más ordinarias del mundo. Desde los tiempos de San Pablo hasta los de nuestro pobre pequeño artista de lo bello, el mismo talismán se había aplicado a la solución de todos los misterios de palabra o hecho de los hombres que hablaban o actuaban demasiado sabiamente o demasiado bien. En el caso de Owen Warland el juicio de sus conciudadanos pudo haber sido correcto. Quizás estaba loco.

La falta de simpatía, ese contraste entre él mismo y sus vecinos, que eliminaba la restricción del ejemplo, pudo bastar para enloquecerlo. O posiblemente había captado tanta radiación etérea como para confundirle, en un sentido terrenal, al mezclarse con la luz común del día. Una tarde, cuando el artista había regresado de su habitual paseo y acababa de lanzar el brillo de su lámpara sobre la delicada obra tan frecuentemente interrumpida, pero siempre reanudada, como si su destino estuviera encarnado en su mecanismo, le sorprendió la entrada del viejo Peter Hovenden. Owen no podía encontrarse nunca con ese hombre sin que se le encogiera el corazón. De todo el mundo, era el más terrible, a causa de una comprensión afilada que le permitía ver con tanta claridad lo que veía, y no creer, con tan poco compromiso, lo que no podía ver. En esta ocasión, el viejo relojero simplemente tenía una o dos palabras afables que decirle.

—Owen, muchacho, queremos que vengas a casa mañana por la noche. El artista empezó a murmurar alguna excusa.
—No, no, tienes que venir en recuerdo de los tiempos en que eras uno de la casa —dijo Peter Hovenden—. ¿Es que no sabes que mi hija Annie se ha comprometido con Robert Danforth? Estamos preparando una fiesta, a nuestra manera humilde, para celebrar el acontecimiento.
—¡Ah! —dijo Owen.

Ese pequeño monosílabo fue lo único que dijo; su tono pareció frío y despreocupado para un oído como el de Peter Hovenden; y sin embargo en él iba el grito ahogado del corazón del pobre artista, que se comprimió en su interior como un hombre que sujetara un espíritu maligno. Sin embargo se permitió un estallido ligero que fue imperceptible para el viejo relojero. Levantando el instrumento con el que iba a iniciar el trabajo, lo dejó caer sobre el pequeño sistema de la maquinaria que, de nuevo, le había costado meses de pensamiento y trabajo. ¡Quedó destrozada por el golpe! La historia de Owen Warland no habría sido una representación aceptable de la vida inquieta de quienes se esfuerzan por crear lo hermoso si, en medio de todas las demás influencias frustrantes, no se hubiera interpuesto el amor quitándole la habilidad de la mano. Exteriormente no había sido un amante ardiente ni emprendedor; la vida de su pasión había confinado sus tumultos y vicisitudes totalmente dentro de la imaginación del artista, por lo que la propia Annie apenas había tenido de ésta algo más que la percepción intuitiva de una mujer; pero en opinión de Owen cubría todo el campo de su vida. Olvidándose de la época en que ella se había mostrado incapaz de ninguna respuesta profunda, él había persistido en relacionar todos sus sueños de éxito artístico con la imagen de Annie; ella era la forma visible en que se le manifestaba a él el poder espiritual que veneraba, y sobre cuyo altar esperaba poner una ofrenda digna.

Desde luego, Owen se había engañado; no había en Annie Hovenden esos atributos con los que su imaginación la había dotado. Ella, en la apariencia que tomaba ante la visión interior de él, era suya tanto como lo sería el mecanismo misterioso si llegara alguna vez a realizarlo. Si el éxito en el amor le hubiera convencido de su error, si hubiera atraído a Annie hacia su pecho viendo allí cómo se convertía de ángel en mujer ordinaria, la decepción pop haberle hecho regresar, con concentrada energía, al único objetivo que le quedaba pero si hubiera encontrado a Annie tal como él la imaginaba, su destino habría sido tan rico en belleza que por mera redundancia habría podido trabajar lo hermoso de una manera más digna de aquella por la que se había esforzado; pero la forma en que su pena llegó hasta él, la sensación de que el ángel de su vida le había sido arrebatado y se había entregado a un hombre tosco de la tierra y el hierro, que no necesitaba ni apreciaba sus servicios... eso era la perversidad misma del destino que hace que la existencia humana parezca demasiado absurda y contradictoria como para ser el escenario de cualquier otra esperanza o cualquier otro miedo. A Owen Warland no le quedaba otra cosa que sentarse como un hombre aturdido.

Estuvo enfermo. Tras recuperarse, su cuerpo pequeño y delgado asumió un adorno de carne más obtuso que el que había llevado nunca. Sus mejillas delgadas se redondearon; su pequeña y delicada mano, conformada tan espiritualmente para realizar tareas mágicas, se volvió más rolliza que la mano de un próspero bebé. Su aspecto era tan infantil que podría haber inducido a un desconocido a palmearle la cabeza, aunque se habría detenido en el acto preguntándose qué tipo de niño era aquél.

Era como si el espíritu se hubiera marchado de él, dejando que el cuerpo floreciera en una especia de existencia vegetal. No es que Owen Warland fuera idiota. Podía hablar, y no irracionalmente. La verdad es que la gente empezó a pensar en él como en un charlatán, pues podía lanzar discursos de una duración fatigosa acerca de las maravillas de la mecánica que había leído en los libros y que había aprendido a considerar como absolutamente fabulosas. Enumeraba entre ellas al hombre de bronce, construido por Alberto Magno, y la cabeza de bronce de Fray Bacon; y llegando a épocas posteriores, el autómata de un pequeño coche con caballos, que se decía que había sido fabricado por el Delfín de Francia; junto con un insecto que zumbaba junto al oído como una mosca viva, y que sólo era un ingenio de diminutos resortes de acero. Se contaba también la historia de un pato que nadaba, graznaba y comía; aunque si cualquier ciudadano honesto lo hubiera comprado por dinero, se habría sentido engañado con la aparición mecánica de un pato.

—Pero estoy convencido de que todos esos relatos son simples embustes — terminaba diciendo Owen Warland.

Después, con cierto aire de misterio, confesaba que en otro tiempo había pensado de manera diferente. En sus tiempos de ocio y ensoñación había creído posible, en un cierto sentido, espiritualizar la maquinaria, combinando, con la nueva especie de vida y movimiento así producida, una belleza que alcanzaría el ideal que la naturaleza se había propuesto en todas sus criaturas, pero que nunca se había tomado el esfuerzo de realizar. Sin embargo no parecía recordar con percepción muy clara el proceso para lograr ese objeto y ni siquiera el propio diseño.

—Ahora me he apartado de todo eso —decía—. Era uno de esos sueños con los que los jóvenes siempre se están engañando. Ahora que he adquirido un poco de sentido común, me hace reír pensar en ello.

¡Pobre, pobre caído Owen Warland! Éstos eran los síntomas de que había dejado de ser un habitante de la esfera superior que está, invisible, a nuestro alrededor. Había perdido la fe en lo invisible y se enorgullecía ahora, como invariablemente hacen tantos infortunados, de la sabiduría de rechazar gran parte de lo que incluso había visto, y no confiar en nada de lo que su mano tocara. Esta es la calamidad de los hombres cuya parte espiritual muere en ellos y dejan que el entendimiento más grosero les asimile más y más a las cosas que puede conocer; pero en Owen Warland el espíritu no había muerto; sólo dormía.

Se desconoce cómo despertó de nuevo. Quizás el sueño lánguido fue roto por un dolor convulso. Quizás, como en un caso anterior, entró la mariposa y quedó suspendida sobre su cabeza, volviendo a darle la inspiración —pues esta criatura del sol había tenido siempre una misión misteriosa para el artista—, el propósito anterior de su vida. Pero tanto si fue el dolor o la felicidad lo que volvió a conmocionar sus venas, su primer impulso fue el de agradecer al cielo por haberle vuelto de nuevo la persona de pensamiento, imaginación y agudísima sensibilidad que hacía tiempo había dejado de ser.

—Y ahora a la tarea —dijo—. Jamás sentí tanta fuerza como ahora.
Sin embargo, aunque se sentía fuerte, se vio incitado a trabajar con más diligencia temiendo que la muerte le sorprendiera en medio de su esfuerzo. Esa ansiedad es común, quizás, a todos los hombres que ponen el corazón en algo tan elevado, en su propia visión de la tarea, hasta el punto de que la vida sólo tiene importancia como una condición para ese logro. Mientras amamos la vida por sí misma, raras veces tememos perderla. Cuando deseamos la vida para el logro de un objetivo, reconocemos la fragilidad de su textura. Pero, junto con esta sensación de inseguridad, hay una fe vital en nuestra invulnerabilidad ante la flecha de la muerte mientras estemos comprometidos en una tarea que parece nos haya asignado la providencia como lo adecuado que tenemos que hacer, y que el mundo tendría motivos para quejarse si la dejáramos inacabada. ¿Puede creer el filósofo, engrandecido con la inspiración de una idea que va a reformar a la humanidad, que va a ser llamado para que abandone esta existencia sensible en el instante mismo en que está cobrando aliento para pronunciar la palabra de luz? Si así pereciera, las fatigadas eras podrían pasar —y la arena de la vida del mundo podría caer gota a gota— antes de que otro intelecto estuviera preparado para desarrollar la verdad que él podría haber pronunciado. Pero la historia nos da muchos ejemplos en los que el espíritu más precioso, manifestado en una época particular en forma humana, ha desaparecido inoportunamente sin que se le concediera espacio, por lo que puede saber el juicio mortal, para realizar su misión en la tierra. El profeta muere, y el hombre de corazón lánguido y cerebro torpe sigue viviendo. El poeta deja su canción a medio cantar, o la termina, más allá del alcance de los oídos mortales, en un coro celestial. El pintor, como hizo Allston, deja la mitad de su concepción en el lienzo para entristecernos con su belleza imperfecta, y va a pintar la totalidad, si no es irreverencia decir esto, con los tonos del cielo. Pero más bien es posible que los diseños incompletos de esta vida no se perfeccionen en parte alguna.

Así, la frecuente desaparición de los proyectos más queridos del hombre debe tomarse como una prueba de que los hechos de la tierra, aunque se hayan vuelto etéreos por la piedad o el genio, carecen de valor, salvo como ejercicios y manifestaciones del espíritu. En el cielo, todo pensamiento ordinario es superior y más melodioso que la canción de Milton. Entonces, ¿añadiría él otro verso a cualquier melodía que hubiera dejado aquí sin terminar? Mas volvamos a Owen Warland. Tuvo la fortuna, sea ésta buena o mala, de conseguir el propósito de su vida. Pasemos por un largo espacio de pensamiento intenso, esfuerzo anhelante, trabajo minucioso y ansiedad, seguido por un instante de triunfo solitario: dejemos que todo esto sea imaginado y contemplemos después al artista, una tarde de invierno, pidiendo ser admitido junto a la chimenea de Robert Danforth. Allí encontró al hombre de hierro, con su enorme sustancia bien calentada y atemperada por las influencias domésticas. Y allí estaba también Annie, transformada ahora en una matrona, habiendo acaparado una gran parte de la naturaleza sencilla y robusta de su esposo, pero imbuida también, como Owen Warland seguía creyendo, de una gracia más delicada que podría permitirle servir de intérprete entre la fuerza y la belleza. Sucedió asimismo que aquella tarde el viejo Peter Hovenden estaba invitado junto a la chimenea de su hija; y fue su recordada expresión de aguda y fría crítica lo primero que encontró la mirada del artista.

—¡Mi viejo amigo Owen! —gritó Robert Danforth, levantándose y comprimiendo los delicados dedos del artista con una mano habituada a sujetar barras de hierro—. Qué amable que hayas venido a vernos por fin. Tenía miedo de que tu movimiento continuo te hubiera embrujado haciéndote olvidar los recuerdos de los viejos tiempos.
—Nos alegramos de verte —dijo Annie mientras un rubor enrojecía su mejilla de matrona—. No es de buen amigo estar alejado tanto tiempo.
—Y bien, Owen —preguntó el viejo relojero como primer saludo—. ¿Cómo va lo bello? ¿Lo has creado por fin?

El artista no respondió de inmediato, pues le sorprendió la aparición de un niño pequeño y fuerte que avanzó dando traspiés sobre la alfombra; un pequeño personaje que había surgido misteriosamente del infinito, pero con algo tan fuerte y real en su composición que parecía moldeado a partir de la sustancia más densa que pudiera proporcionar la tierra. El ilusionado niño se arrastró hacia el recién llegado, y poniéndose sobre las extremidades, tal como lo decía Robert Danforth, miró a Owen con una apariencia de observación tan sagaz que la madre no pudo evitar intercambiar una mirada de orgullo con su esposo. Pero el artista se sentía inquieto por la mirada del niño, pues creía ver un parecido entre ésta y la expresión habitual de Peter Hovenden.

Debió imaginar que el viejo relojero se hallaba comprimido en esa forma de bebé, y mirándole desde los ojos del niño repetía, como en realidad estaba haciendo ahora el anciano, la maliciosa pregunta:

—¡Lo bello, Owen! ¿Cómo vas con lo bello? ¿Has conseguido crearlo?
—Lo he conseguido —contestó el artista con una momentánea luz de triunfo en los ojos y una sonrisa iluminada, aunque impregnada de tal profundidad de pensamiento que casi era tristeza—. Sí, amigos míos, es la verdad. Lo he logrado.
—¿De verdad? —preguntó Annie con una mirada de jovencita alegre que brotaba de nuevo de su rostro—. ¿Y se puede preguntar ahora cuál es el secreto?
—Por supuesto, he venido para revelarlo —respondió Owen Warland—. ¡Conoceréis, veréis, tocaréis y poseeréis el secreto! Pues Annie, si puedo seguir dirigiéndome por ese nombre a la amiga de mis años infantiles, Annie, ha sido como regalo de bodas que he trabajado ese mecanismo espiritualizado, esa armonía del movimiento, ese misterio de la belleza. Llega tarde, cierto; pero así es como vamos avanzando en la vida. Cuando los objetos empiezan a perder esa frescura del tono, y nuestra alma la delicadeza de su percepción, es cuando más se necesita el espíritu de la belleza. Pero, perdóname, Annie, si sabes valorar este regalo, no llegará demasiado tarde.

Mientras hablaba sacó algo parecido a un joyero. De su propia mano lo había tallado ricamente en ébano, e incrustado con una imaginativa tracería de perlas que representaba a un muchacho persiguiendo una mariposa, que en otra parte se había convertido en un espíritu alado que volaba hacia el cielo; mientras que el muchacho, o joven, había encontrado tal eficacia en su poderoso deseo que ascendía desde la tierra hasta la nube, y desde la nube a la atmósfera celestial, para obtener lo bello. El artista abrió la caja de ébano y pidió a Annie que colocara un dedo en su borde. Así lo hizo ella, y casi lanzó un grito cuando una mariposa salió aleteando, y posándose en la punta de su dedo, se quedó allí ondeando la amplia magnificencia de sus alas púrpuras moteadas de dorado, como en el preludio de un vuelo. Es imposible expresar en palabras la gloria, el esplendor, la vistosidad delicada que se templaban en la belleza de ese objeto. La mariposa ideal de la naturaleza estaba aquí realizada en toda su perfección; no con el modelo de esos insectos descoloridos que vuelan entre las flores terrenales, sino de aquellos que están suspendidos sobre los prados del paraíso para que los ángeles niños y el espíritu de los niños fallecidos se diviertan con ellos. La riqueza era visible en sus alas, el brillo de sus ojos parecía imbuido de espíritu. La luz de la chimenea brillaba alrededor de esa maravilla, pero parecía relucir por su propia radiación, e iluminaba el dedo y la mano extendida sobre la que se posaba con un resplandor blanco semejante al de las piedras preciosas. En su belleza perfecta se perdía totalmente la consideración del tamaño. Si sus alas hubieran llegado al firmamento, la mente no podría haber estado más repleta o satisfecha.

—¡Hermoso! ¡Hermoso! —exclamó Annie—. ¿Está viva?
—¿Viva? Claro que sí—contestó su marido—. ¿Te crees que cualquier mortal tiene la suficiente habilidad como para hacer una mariposa, o tomarse el trabajo de fabricarla, cuando cualquier niño puede coger una docena de ellas en una tarde de verano? ¿Viva? ¡Por supuesto! Pero esa bonita caja ha sido fabricada sin duda por nuestro amigo Owen; y realmente le da fama.
En ese momento la mariposa movió de nuevo las alas con un movimiento tan absolutamente parecido a la vida que Annie se sobresaltó, incluso se asustó; pues, a pesar de la opinión de su esposo, no estaba segura de si era ciertamente un ser vivo una pieza de mecanismo maravilloso.
—¿Está viva? —preguntó con más seriedad que antes.
—Juzga por ti misma —dijo Owen Warland, mirándola al rostro con absoluta atención.

La mariposa voló por el aire, aleteó alrededor de la cabeza de Annie y se remontó hasta una zona alejada del salón, aunque era todavía perceptible a la vista por el brillo estrellado en que la envolvía el movimiento de las alas. El niño siguió su curso desde el suelo con sus ojillos sagaces. Tras volar por la habitación, regresó en una curva espiral y volvió a posarse sobre el dedo de Annie.

—Pero ¿está viva? —volvió a exclamar ella; y el dedo en el que el brillante misterio se había posado estaba tan tembloroso que la mariposa tuvo que equilibrarse con sus alas—. Dime si está viva o si tú la has creado.
—¿Por qué preguntas quién la creó, si es tan hermosa? —contestó Owen Warland—. ¿Viva? Claro, Annie; bien puede decirse que posee vida, pues ha absorbido en ella mi propio ser; y en el secreto de esa mariposa, y en su belleza, que no es simplemente exterior, sino profunda como todo su sistema, está representado el intelecto, la imaginación, la sensibilidad y el alma de un artista de lo bello. Sí, yo la creé. Pero... —y aquí su semblante cambió algo—. Esta mariposa no es ya para mí lo que era cuando la contemplé lejos, en las ensoñaciones de mi juventud.
—Sea como sea, es un hermoso juguete —dijo el herrero sonriendo con placer infantil—. Me pregunto si condescenderá a posarse sobre un dedo grande y torpe como el mío. Sostenla ahí, Annie.

Haciendo lo que le pedía el artista, Annie tocó con la punta de su dedo el de su marido; y tras un retraso momentáneo, la mariposa aleteó de uno a otro. Fue el preludio de un segundo vuelo, con un movimiento de las alas similar, aunque no exactamente igual, al del primer experimento. Luego, ascendiendo desde el dedo fornido del herrero, se elevó hasta el techo en una curva cada vez más amplia, recorrió el ancho de la habitación y regresó, con un movimiento ondulante, a la punta del dedo desde la que había partido.

—¡Vaya, esto vence a toda naturaleza! —gritó Robert Danforth concediendo la mayor alabanza que sabía expresar; y ciertamente, si se hubiera detenido ahí, un hombre de palabras más hermosas y percepción más aguda no habría podido decir más —. Confieso que esto me sobrepasa. Pero ¿y qué? Hay un uso más real en un buen golpe de mi martillo que en el trabajo de cinco años que nuestro amigo Owen ha malgastado en esa mariposa.

En ese momento el niño aplaudió y empezó a emitir sonidos ininteligibles, pidiendo evidentemente que le dieran la mariposa como juguete. Owen Warland miró de soslayo a Annie para descubrir si estaba de acuerdo con lo que había dicho su marido acerca del valor comparativo de lo bello y lo práctico. En medio de toda su amabilidad hacia él, de toda la admiración y sorpresa con la que contemplaba el trabajo maravilloso de sus manos y la encarnación de su idea, había un secreto desdén... quizás secreto hasta para la propia conciencia de Annie, y perceptible sólo para un discernimiento intuitivo como el del artista. Pero Owen, en las últimas fases de su búsqueda, había salido de la región en la que un descubrimiento semejante podría haber representado una tortura. Sabía que el mundo, y Annie como representante del mundo, con independencia de las alabanzas que pudiera otorgar nunca sería capaz de decirle la palabra adecuada ni de tener el sentimiento adecuado que podría ser la recompensa perfecta para un artista que, al simbolizar una elevada moral en una bagatela material, al convertir lo que era terrenal en espiritual, había obtenido lo bello con el trabajo de sus manos. Hasta ese último momento no aprendería Owen que la recompensa de toda alta ejecución sólo puede buscarse dentro de uno mismo, o buscarse en vano. Había sin embargo una visión del asunto que Annie y su marido, incluso Peter Hovenden, podían entender plenamente, y que podría haberles convencido de que ese trabajo de años había merecido la pena. Owen Warland podría haberles dicho que esa mariposa, ese juguete, ese regalo de bodas de un relojero pobre a la esposa de un herrero, era en realidad una gema artística que un monarca habría comprado con honores y abundantes riquezas, y habría atesorado entre las joyas de su reino como la más maravillosa y excepcional de todas. Pero el artista sonrió y guardó el secreto para sí.

—Padre —dijo Annie pensando que una palabra de alabanza del viejo relojero podría satisfacer a su antiguo aprendiz—. Ven a admirar esta hermosa mariposa.
—Déjame ver —contestó Peter Hovenden levantándose de su asiento con una sonrisa sarcástica en el rostro que provocaba siempre dudas en los demás, puesto que él mismo dudaba de todo salvo de una existencia material—. Aquí está mi dedo para que se pose encima. La entenderé mejor cuando la haya tocado.

Pero con gran asombro de Annie, cuando la punta del dedo del padre tocó la del marido, en la que estaba quieta la mariposa, el insecto inclinó las alas y estuvo a punto de caer al suelo. Hasta los puntos dorados brillantes de las alas y el cuerpo, si es que los ojos de Annie no la engañaban, se oscurecieron, y el color púrpura brillante adoptó un tono oscuro, y el brillo estelar que relucía alrededor de la mano del herrero se debilitó hasta desaparecer.

—¡Se está muriendo! ¡Se está muriendo! —gritó Annie alarmada.
—Ha sido delicadamente trabajada —contestó tranquilamente el artista—. Tal como te dije, ha embebido una esencia espiritual... llámalo magnetismo, o lo que prefieras. En una atmósfera de duda y burla, su exquisita susceptibilidad se siente torturada, como el alma de aquel que le ha instilado su propia vida. Ya ha perdido su belleza; en unos momentos más su mecanismo quedará irreparablemente herido.
—¡Aparta la mano, padre! —ordenó Annie palideciendo—. Aquí está mi hijo; déjala sobre su mano inocente. Quizás ahí su vida se reanime y sus colores se vuelvan más brillantes que nunca.

El padre retiró el dedo con una sonrisa áspera. La mariposa pareció recuperar entonces el poder del movimiento voluntario, y sus tonos asumieron una gran parte del brillo original, y la radiación estelar, que era su atributo más etéreo, volvió a formar un halo a su alrededor. Al principio, al ser traspasada desde la mano de Robert Danforth al pequeño dedo del niño, esa radiación se hizo tan poderosa que llegó a producir la sombra del niño en la pared. Entretanto él extendió su mano rolliza como había visto hacer a su padre y su madre, y contempló con placer infantil el movimiento de las alas del insecto. Sin embargo había allí una cierta expresión extraña de sagacidad que hizo que Owen Warland sintiera como si estuviera allí parcialmente el viejo Peter Hovenden, y parcialmente se redimiera de su duro escepticismo con la fe infantil.

—¡Qué sabio parece el pequeño mono! —susurró Robert Danforth a su esposa.
—Jamás vi esa mirada en el rostro de un niño —respondió Annie admirando a su propio hijo, y con buenas razones, mucho más que a la artística mariposa—. El sabe del misterio más que nosotros.

Como si la mariposa, igual que el artista, fuera consciente de algo que no congeniaba totalmente con la naturaleza infantil, alternativamente centelleaba y se oscurecía. Finalmente se levantó de la pequeña mano del niño con un movimiento aéreo que parecía impulsarla hacia arriba sin esfuerzo, como si los instintos etéreos con los que la había dotado el espíritu de su creador impulsaran involuntariamente esa hermosa visión hacia una esfera superior. De no haber encontrado una obstrucción, podría haberse encumbrado al cielo y volverse inmortal. Pero su brillo irradió sobre el techo; la textura exquisita de sus alas se rozó contra ese medio terrenal; Y una o dos chispas, como si fueran polvo de estrellas, cayeron flotando y quedaron brillantes sobre la alfombra. Entonces la mariposa bajó aleteando y, en lugar de regresar al niño, pareció verse atraída hacia la mano del artista.

—¡No, no! —murmuró Owen Warland como si su obra de arte pudiera entenderle —. Ya has salido del corazón de tu amo. No hay regreso para ti.

Con un movimiento ondulante, y emitiendo una radiación temblorosa, la mariposa, por así decirlo, luchó moviéndose hacia el niño, y estuvo a punto de posarse en su dedo; pero cuando se hallaba todavía suspendida en el aire, el pequeño hijo de la fuerza, con la expresión aguda y astuta de su abuelo en el rostro, cogió el insecto maravilloso y lo comprimió en la mano. Annie lanzó un grito. El viejo Peter Hovenden lanzó una carcajada fría y burlona. El herrero, haciendo fuerza, abrió la mano del niño y encontró en la palma un pequeño montón de fragmentos brillantes, de los que había desaparecido para siempre el misterio de la belleza. Y en cuanto a Owen Warland, contempló plácidamente lo que parecía la ruina del trabajo de su vida, y que sin embargo no era tal. Había captado otra mariposa muy distinta a ésta. Cuando el artista se eleva lo suficiente para conseguir lo bello, el símbolo con que lo hizo perceptible para los sentidos mortales deviene poco valioso para sus ojos, mientras que su espíritu toma posesión del gozo de la realidad.

El ángel de lo extraño, una extravagancia. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino yliqu eur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente u n periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de casas de alquiler, la de perros perdidosy las dos de esposas y aprendices desaparecidos, ataqué resuelto el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado este infolio de cuatro páginas, feliz obra que ni siquiera los poetas critican, cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:

Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a soplar el dardo, juego que consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.

Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.

-Este artículo –exclamé- es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables… accidentes extraños, como ellos lo denominan. Pero una inteligencia reflexiva (como la mía, pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos accidentes extrañoses en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia singular.
-¡Tíos mío, que estúpido es usted, ferdaderamente! –pronunció una de las más notables voces que jamás haya escuchado.

En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido contenía sílabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había sido saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los paseé por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.

-¡Humf! –continuó la voz, mientras seguía yo mirando-. ¡Debe estar más borracho que un cerdo, si no me fe sentado a su lado!

Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.

-Digo –repitió- que debe estar más borracho que un cerdo para no ferme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que esdá impreso en el diario. Es la ferdad… toda la ferdad… cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? –pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Yqué significan sus palabras?
-Cómo he endrado aquí no es asunto suyo –replicó la figura-; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho –dije-. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! –rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imbosible que haga eso!
-¿Imposible? –pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla –me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.

Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza; pero entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe que hacer. Entretanto, él seguía con su cháchara.

-¿Ha visto? Es mejor que se guede guieto. Y ahora sabrá guien soy. ¡Míreme! ¡Vea! Yo soy el Ángel de lo Extraño.
-¡Vaya si es singular! –me aventuré a replicar-. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! –gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¡Me doma usted por un bollo?
-¡Oh, no, ciertamente! –me apresuré a decir muy alarmado-. ¡No, no tiene usted nada de pollo!-Pueno, entonces quédese sentado y bórtese pien, o le begaré de nuevo con el buño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Extraño.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber…?
-¡Qué me draigo! –profirió aquella cosa-. ¡Bues… que berfecto maleducado tebe ser usted para breguntar a un ángel qué se drae!

Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que, sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.

-¡Tíos mío! –exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación-. ¡Tíos mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto… usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto… así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!

Y, con estas palabras, el Ángel de lo Extraño llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: Kirschenwasser.

La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre los contratiempos de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes extraños que asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.

Su partida fue un gran alivio para mí. Lospoquís imosvasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A la seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos; y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.

Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción quetodaví aeran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.

-No será nada –me dije-. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?

Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse –de manera bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.

-¡Ah, ya veo! –exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.

Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.

Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, peronoa tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.

Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía había algo que me recordaba al Ángel de lo Extraño) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caí yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.

Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.

Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos, pero así ocurrió. Levantéme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella, ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.

Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda laélite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando alguna partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Extraño, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y –sea lo que fuere aquella gota- me la extrajo y me procuró alivio.

Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.

Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír, Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.

Durante largo tiempo no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.

-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? –preguntó-. A esta desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: ¡Socorro!
-¡Socorro! –repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella… ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!

Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.

-¡Déngase con fuerza! –gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella… o brefiere bortarse bien y ser más sensato?

Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.

-Entonces… ¿cree por fin? –inquirió-. ¿Cree por fin en la bosibilidad de lo extraño?

Asentí nuevamente con la cabeza.

-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Extraño?

Asentí otra vez.

-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?

Una vez más dije que sí.

-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Extraño.

Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando…

-¡Fáyase al tiablo, entonces! –rugió el Ángel de lo Extraño.

Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.

Al recobrar los sentidos –pues la caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana. Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Extraño.


El aparecido. Donatien Alphonse François de Sade (1740-1814)

La cosa del mundo a la cual los filósofos otorgan menos fe es a los aparecidos. No obstante, si el caso extraordinario que voy a contar, caso certificado con la firma de muchos testigos y consignado en archivos respetables, si ese caso, digo, y teniendo en cuenta esos títulos y la autenticidad que tuvo en su tiempo, puede volverse susceptible de ser creído, será necesario, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, persuadirse de que si todos los cuentos de aparecidos no son verdaderos, al menos hay acerca de eso cosas muy extraordinarias.

Una gruesa Madame Dallemand, que todo París conocía entonces como una mujer alegre, viuda, franca, ingenua y de buena compañía, vivía con un cierto Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint Jean-en-Grève. Madame Dallemand se encontraba un día cenando en casa de cierta Madame Duplatz, mujer de su apostura y de su sociedad, cuando en medio de una partida que habían comenzado al levantarse de la mesa, un lacayo vino a rogar a Madame Dallemand que pasara a un cuarto vecino, visto que una persona de su conocimiento demandaba insistentemente hablarle por un asunto tan apurado como consecuente; Madame Dallemand dijo que la esperara, que no quería interrumpir su partida; el lacayo vuelve e insiste de tal manera que la dueña de la casa es la primera en apurar a Madame Dallemand para que vaya a ver qué es lo que quiere. Ella sale y reconoce a Ménou.

—¿Qué asunto tan urgente —le dice ella— puede hacerle venir a turbarme de esta manera en una casa en la que no eres conocido?

—Uno muy esencial, señora —responde el corredor—, y debe creer que es bien necesario que sea de esa especie, para que haya obtenido de Dios el permiso de venir a hablarle por última vez en mi vida...

Ante esas palabras que no anunciaban un hombre muy en sus cabales, Madame Dallemand se turbó. Observando a su amigo que no había visto desde hacía unos días, se espanta aun más al verlo pálido y desfigurado.

—¿Qué tienes, señor? —le dice— ¿Cuáles son los motivos del estado en que te veo y de las cosas siniestras de que me hablas... acláramelo rápidamente, qué te ha ocurrido?

—Sólo algo muy ordinario, señora —dice Ménou—, después de sesenta años de vida era muy simple llegar a puerto, he pagado a la naturaleza el tributo que todos los hombres le deben, no me lamento más que de haberte olvidado en mis últimos instantes, y es por esa falta, señora, que vengo a pedirte perdón.

—Pero, señor, tú bates el campo, no hay ningún ejemplo de una tal sinrazón; o vuelves en ti o voy a pedir socorro.

—No llames, señora. Esta visita inoportuna no será muy larga, me aproximo al término que me ha sido acordado por el Eterno; escucha, pues, mis últimas palabras, y es para siempre que vamos a dejarnos... Estoy muerto, te dije, señora. Muy pronto serás informada de la verdad de lo que te adelanto. Te he olvidado en mi testamento, vengo a reparar mi falta; toma esta llave, transpórtate al instante a mi casa; detrás de la tapicería de mi lecho encontrarás una puerta de hierro, la abrirás con la llave que te doy, y te llevarás el dinero que contendrá el armario cerrado por esa puerta; esa suma es desconocida por mis herederos, es tuya, nadie te la disputará. Adiós, señora, no me sigas...

Y Ménou desapareció.

Es fácil imaginar con qué turbación Madame Dallemand volvió al salón de su amiga; le fue imposible esconder el tema...

—La cosa merece ser reconocida —le dijo Madame Duplatz—; no perdamos un instante.

Se piden caballos, se sube en coche, se llega hasta casa de Ménou... Él estaba ante su puerta, yaciendo en su ataúd; las dos mujeres suben a los apartamentos. La amiga del dueño, demasiado conocida para ser rechazada, recorre todas las habitaciones, llega entonces a aquella indicada, encuentra la puerta de hierro, la abre con la llave que le han dado, reconoce el tesoro y se lo lleva.

He aquí sin duda pruebas de amistad y de reconocimiento cuyos ejemplos no son frecuentes y que, si los aparecidos espantan, deben al menos, se convendrá en ello, hacerse perdonar los miedos que pueden causarnos, en favor de los motivos que los conducen hacia nosotros.


El ánima de mi madre. Antonio Ros de Olano (1808-1886)

¡Terrible noche aquélla por cierto!

Mi calle enfila al Norte sin discrepar un ápice y está muy solitaria y ruinosa, de suerte que, mejor que calle, parece una brecha que abrió el invierno con sus baterías de viento y el empuje de sus avalanchas… ¡Oh! ¡gran sitio para celebrar un sábado! ¡Recinto pintiparado para los aquelarres!………Sin embargo las brujas andan desperdigadas a tientas y a locas por el mundo, cuando no han dado con ella. ¡Ah! ¡Qué calle, qué calle la mía! Llovía a cántaros y un vendaval rabioso acababa de matar los faroles, cuando mi padre entró en casa. Estábame yo acurrucado en el barreño de la ceniza y rebujado en un ruedo leyendo a Platón al mortecino reflejo de una candileja, y como tenía mis cinco sentidos puestos en el libro, no saludé al buen señor con el tenga Vd. santas noches de costumbre. Tiróme él su capa encima muy bruscamente y sentí un frío mortal que me caló los tuétanos. Más mojado que un chopo, naturalmente sacudí los hombros y miré el rostro de mi padre. En lo que vi se hallaba enojado y eché a temblar.

-Maldecido de Dios, bien hizo tu madre en morirse al echar al mundo el fruto de su culpa. ¡Oh, cuánto horror me das!
-Padre mío, soy inocente y bueno.
-¡No! tú eres el instrumento que forjó y aguzó una mujer contra su honra y vida.
-Padre mío…
-Quita, quita, que naciste en mal hora.
-Soy inocente y bueno, laborioso y humilde. He calentado tu vianda, barrido los suelos de tu estancia y mullido tu lecho para que reposaras.
-¡Mi lecho! ¡Mi lecho!! ¡Ah! ¿Tú sabes que el vellón de mi cama está convertido en erizos de veinte años a esta parte?
-Yo he restaurado el calor de tus miembros, padre mío, con la frotación de mis palmas…

Mi padre cayó de golpe sobre los ladrillos y una palidez de muerte cubrió su rostro. Entonces me precipité a él y mis labios y mis manos llamaron a su cabeza la sangre que sin duda se había retirado a los senos del corazón para ahogarlo. Mas poco a poco la rubicundez de sus mejillas fue subiendo de punto, tanto que empezó a darme cuidado y hasta que los ojos se le pusieron como la lumbre. Mientras se mantuvo inmóvil lo sostenían mis brazos, pero luego que incorporándose me clavó una mirada, que me quemó de dos chispazos, di en huir para que más el diablo no aventara la braza. Y en siete saltos cobré la puerta, bajé seis tramos y me encontré en la calle. La lluvia había cesado, y en su lugar un mansísimo orvallo caía como el ropaje de las sombras aplanando el espíritu. Eché a andar sin dirección, desamparado y huérfano en el mundo, sin nadie sobre la tierra para mí, oscuro el porvenir, desprovisto para la sociedad, aborrecido de un hombre y desconocido de todos, solo encogido, tímido, cobarde, el alma pura, el corazón sensible, jamás rociado en el bálsamo de las caricias, el cuerpo yerto, entumecido y flaco, sin pan y sin asilo, próximo a perecer de sentimiento. Parecíame que marchaba sobre el caos, que en verdad no sentía bajo mis pies la tierra. Las manos por delante y caminando, tropecé contra el atrio de una iglesia y me acogí a sus muros. ¡Ay!, dije, arrojando muy de cerca el hálito en mis crispados dedos. Las comunidades religiosas eran unas nuevas familias que adoptaban por hijos y por hermanos suyos a los como yo desgraciados, sin otro vínculo que la virtud; pero desde aquí fueron arrojadas al martirio las comunidades religiosas y el templo está desierto y la caridad sin sus mandatarios. ¡Estoy solo!, y mañana el sol que me caliente descubrirá mi miseria a los que pasen por junto a mí sin condolerse. Y ahora me esconde la misma noche que me hiela….tan malos son para mí la noche como el día. Mañana como hoy, ¡todo es lo mismo! Y el siempre se forma de una hora y otra y otra y la de más allá, ¡todas como ésta! ¡Ay madre mía! ¡cuál fue mi culpa al nacer!

La pena del inocente no es amarga y por eso se alivia con el llanto. Yo lloraba y llorando estaba cuando vi una lucecilla muy triste que rompía la neblina, al parecer a muy larga distancia, pero en realidad no tan lejos. Fuese acercando tanto la lucecilla que vi quién la traía y cómo. Y quien la traía érase una mujer, desnuda como un ángel, y la lucecilla no era vela, lámpara, ni farol, sino una llamita que a la mujer le brotaba desde la altura y al lado del corazón pegada al pecho. Paróse aquella ilusión, aquella realidad, aquel espíritu, aquel ente bello, misterioso, dolorido. Paróse a medio paso de mí y lentamente dejándose caer de rodillas fue luego para más de cerca contemplarme, con una amante ternura y un celestial placer que por los ojos y la boca derramaba. Embebecida, estática, sublime, llena de abnegación como una madre por su nacido, lacrimosos los párpados y cansados, los labios rebosando en pueril o fanática sonrisa…..sin aliento.

-Me muero de frío. No hay más si no que me muero. La noche se hace ya más larga que mi resistencia… y soy un pobrecito que a nadie hago mal, un pobrecito que acaba de perder a su padre, y que perdió a su madre, hace ya mucho, un pobrecito huérfano, lleno del santo temor de Dios…. ¡Oh! Sí que me muero de fríííí….o…..
-Amor mío, corazón mío, alma de mi alma, del alma de tu madre que te adora. ¡Qué hermoso estás!! ¡Y cuánto has crecido! ¿y has llorado mucho? ¿y te consolaban con mimos cariñosos? Dime, ¿cuál mujer te prestó el pecho para envidiarla yo? ¡¡Querubín del cielo!! ¿Quién te comió a besos las primeras sonrisas de la infancia? ¿quién se dormía a tu lado o te arrullaba en su regazo? ¿a que dichosa despertó tu lloro? ¿quién santiguó tu frente? ¿quién ensayó tus labios a balbucear la palabra primera?…. ¡Ah!….¡Ah!…. ven a mí que deliro de alegría. ¡Ah! Ven y ampárate del calor de la madre que es el calor más dulce y sabroso. ¡Oh! ¡Qué gozo, qué gozo! ¡Tenerlo ya tras tanto purgatorio!
-Per signum crucis…. Abrenuncio Satanás…. Diablo, mujer, visión o lo que tú seas, vengas de dónde vinieres, yo te conjuro y en nombre de Dios te pido, que si buscas mi perdición, huyas, como hiciste del Santo Abad Antonio, y si es que por lo contrario te ofreces en mi provecho, también de parte de Dios te pido que me digas quién eres.
-Cuál fue tu culpa al nacer, exclamabas llorando hace un instante, y se lo preguntabas a tu madre infeliz, que allá desde el seno de la eternidad como te oía, rompió la cárcel de la muerte, cerrada con las sombrías sordas puertas del misterio, que se levantaron para no caer, entre esta y la otra vida…
-¿Con que tú eres….?
-Tu madre, Leoncio mío, y tú un pedazo de este mismo corazón cuya llama es amor, que me alumbra en las tinieblas, para que mis anhelantes ojos busquen su otra mitad por el mundo y te encuentren, te reconozcan y se harten de la mirada que perdieron.
-¡Oh madre mía, madre mía, cuál fue mi culpa al nacer!

Mi madre me arrebató en sus brazos, me arrulló sobre sus muslos, con la mano izquierda sostenía mi cabeza y con la derecha muy delicadamente puso entre mis labios uno de sus pechos. Yo me dejaba querer a todo exceso. Mi madre me contemplaba y alternativamente se reía y lloraba, pero represando siempre el aliento para que la respiración no interrumpiera mi reposo. Poco a poco aquella alteración de sus afectos fue calmando y sin dejar de mecerme y con un tono melancólico jamás oído en las partituras italiana, tono semejante a los plumajes de niebla, que sobre las crestas del Sangotardo, ondulan y se pierden en la silenciosa inmensidad aquella, mitad espíritu y lágrimas lo demás. Con un tono tristísimo arrojado de los senos del corazón, cantó las estrofas siguientes para derramar unción sobre mi sueño:

Con quince mayos cumplidos
Y en su rostro la hermosura
Envuelta en pobres vestidos;
Y los ricos atrevidos
Que llaman a su clausura.
Tendrás oro, pedrería
Plumas, seda argentería;
Ricas galas que gastar;
Será tu suerte la mía
Será tu destino amar.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Amor que es el estallido
Del beso ardiente, perdido
Entre el ramaje sin fin
Del ancho verde y florido
Laberinto de un jardín;
Amor que es el abandono,
El columpio entre ilusiones;
Que el arpa y las canciones
Tristes que en lánguido tono
Llamarán a tus balcones;
Amor que es fuego en el pecho,
Que es el delirio en el lecho
Y el cielo de la mujer
Amor que es volar de un trecho
Los límites del placer
Serás reina en los estrados,
Sultana de cien galanes,
Y tus trajes recamados
Se quejarán despreciados
Al rodar por los divanes.
Altas horas de la noche
Serán música el ruido
Del aliento y el quejido,
Que prenda como de un broche
Amante un labio en tu oído.
Y tu gala y gentileza
Y el drama de tu belleza,
Abriendo el mundo por foro…
Pisarás por más alteza
Carrozas de sedas y oro.
No declinarán tus días;
Tus pupilas radiarán;
Tus continuas alegrías,
Por ser tuyas serán las mías.
Tus rivales llorarán.
Arroja hermosa doncella,
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella,
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.
Y pasaron y volvieron,
Suspiraron, padecieron,
Y tornaron a cantar.
La miraron, la dijeron
Sin descanso, sin cesar.
En su corazón nacía
Un sentimiento de cielo,
Amaba cuanto veía,
La flor y el ave que huía
Extraviada en su vuelo.
Amaba el sol y en el viento
Amaba la veleidad;
Y su pobre apartamento
Amaba hasta el sentimiento
De su virgen pubertad.
¡Ay! Amaba y padecía
deseaba y no tenía!….
¡Hija! Trabaja, por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos.

Llegando aquí exhaló mi madre un quejido dolorosísimo. Era todo el recuerdo de una vida entera ya pasada, la expresión enérgica, concreta, depurada y sublime de una tragedia completa. Su quejido se clavó en mis entrañas y vibró como la espada de buen temple dentro del seno de la víctima. Conocí entonces que era yo parte del corazón de mi afligida madre, y sentí con ella y ella conmigo, la mitad cada uno de un dolor único pero inmenso.

-Leoncio, mío, enjuga tus ojos, levanta la cabeza y mírame para que mi memoria se retrate en el espejo de mi vida real. Voy a contártela tan sin rebozo y con una extensión tal, que sólo tu la sabrás en la tierra. Tú me perdonarás tanto porque tu desgracia te ha hecho más justo que el mundo, como porque mi alma lo necesita; y yo te referiré cosas que no salen del labio de las mujeres sino después de muertas ante el tribunal de Dios.
-Habla, madre mía, y llévame contigo donde no nos separe el tiempo.

II.
En aquellos tiempos daban las doce de la noche, daba la una, y se contaban hasta las tres de la madrugada, pronunciadas a la vez con claro y distinto son por cinco relojes de cinco torres distantes. Y al expirar la postrera campanada de la última hora, se apagaba constantemente la luz en una buhardilla altísima, que en la calle del Dardo corona como por escarnio una casa de vecindad con cuatro pisos y cuarenta viviendas, semejante en la general pobreza y el mutuo encono de los asociados a esas repúblicas que llaman federales. En mil ochocientos y dos, la que estaba destinada por la Providencia a ser mi familia materna, habitaba un cuarto principal de los de la misma casa y vivía con menos holgura que estrechez. Casóse en dicho año mi madre y convino con su marido en que habitarían el piso segundo, y en este nací yo. Pronuncióse la guerra a poco y mi padre marchó a campaña. Murieron mis abuelos. Dejamos mi madre y yo aquella vivienda y subimos veinte escalones más para bajar un real. Era ya el piso tercero nuestro acomodado retiro, cuando una bala dio mucho honor a mi padre, pero le quitó la vida y a nosotras el sustento que de él recibíamos. Entonces subimos otros veinte escalones regados con el llanto de mi madre que la pobre recuerdo que me llevaba en hombros, y no apartaba de mí los ojos, más que para encomendarme a la Virgen de los Desamparados. Sin duda que creía la mataría en breve el sentimiento. Mientras mi madre andaba las diligencias para establecer su derecho a una viudedad, que no le habían de pagar, se consumieron nuestros ahorros. Cierta mañana, que no me había dado de almorzar, llegó el casero y la regañó. Calmóse aquello a poco, hablaron luego despacio, él contando por días y ella por quebrantos, hasta que por último cambiáronse unas llaves, dióle mi madre las gracias muy humilde, y con grande resignación cogiéndome de la mano subimos al piso quinto, que es la buhardilla altísima que desde la calle del Dardo domina toda la población y en la que en aquellos tiempos se apagaba la luz a las dos de la madrugada.

Desde los seis años de mi edad hasta unos meses antes de mi muerte, habité bajo aquel techo avariento que me reducía el espacio a medida que la edad íbame dando estatura. No he tenido amigas, no conocí el bullicio del concurso, no he pisado la arena postiza de los paseos artificiales, ni mis pies giraron nunca al compás voluptuoso de una orquesta. Solíame mandar mi madre por no dejar su faena, a que comprara en las vecinas tiendas algún frugal alimento; y muchas veces iba también a la fuente por agua, porque la que había en casa, como estaba bajo la teja vana se nos entibiaba muy pronto. Bajaba yo la escalera a tramos y cantando. Hablaba a las vecinas y corría; y en llegando a la calle solíanme besar las mujeres diciéndome: "Dios te bendiga, ¡qué hermosa eres!"; y los hombres groseros, ponían su mano sobre mi cabeza y soltaban el vapor de su aliento sobre el espejo de mi inocencia, diciéndome con tono intencionado de amenaza, placer y confianza: "crece, crece, que no te aguardan malos quince." Era yo en efecto en la niñez, como la manzana más alta del huerto cercado; que el sol primero la calienta y las últimas auras la refrescan. Toda colores, redondez y lozanía, bullidora, versátil y parlera, brotando vida y recogiendo risas, que solían apagarse en mi buhardilla, allí junto a mi madre dolorida, los ojos bajos y las manos aplicadas a la costura más asidua, ya desde aquellos años pequeñuelos.

Cosíamos para un almacén de vestuario y lo pagaban tan poco, que apenas ganábamos el sustento. Desde que comenzamos a trepar escaleras, cada mes desaparecía de mi casa un mueble o un vestido de mi madre; pero yo siempre contenta y ella cada vez más melancólica marchábamos en progresiones opuestas. Caducó la infeliz; los ojos le enfermaron y no atinaba a enhebrar la aguja. Apuntaba yo en tanto, en desarrollo físico y destreza en el trabajo; pero ella al cabo de un tiempo quedó ciega del todo y el peso de la casa gravitó por completo sobre mí. Cosía muchísimo, hijo mío, y como los días me eran cortos y las noches caras, mientras comíamos ensartaba agujas para la próxima tarea. Tú no sabes lo que es una madre desvalida y ciega, acariciando a una hija que la mantiene; nada hay tan elevado, nada tan desgarrador, nada que tanto nos llene el corazón, ni nada tampoco que más nos haga sentir la propia insuficiencia. "Hija," solía decirme, "¡quién pudiera ayudarte, aunque fuera sudando gota a gota la sangre de mis venas!!" Y luego se afligía y palpando en sus tinieblas, buscaba mi cabeza y la besaba y tras esto continuaba diciendo: "créeme que lo haría…. En cada gota de mi sangre te ofrecería un descanso; y mi último aliento se escaparía durante un sueño tuyo…. ¡No muy lejos de ti! Hija mía de mi vida. Colócate en el sol y pásame la mano por los ojos, a ver si se me aclaran un poquito….¡un poquito nada más, le pido a Dios, para mirarte!" Ella así me influía su amargura y yo procuraba distraerla cantando, pero todo era en vano; alargaba el cuello hasta sentir mi aliento en su mejilla y me decía: "tienes la voz de un ángel, pero la cólera de Dios contra su sierva apagó la antorcha de la luz dentro de mis ojos, para que la vanidad no se gozara en contemplarte…. ¡Ven, abrázame mucho, apriétame, maltrátame; y que te sienta ya que no te veo!"

Estos accesos se hacían insoportables. Arrojábame yo en sus brazos con un sobrante de vida matador, el cual me hacía prorrumpir en gritos histéricos y dementes caricias hasta que la postración se apoderaba de nosotras y llorábamos. Mi madre entonces, queriendo consolarme, se esforzaba diciéndome: "no trabajes más, hermosa mía, descansa porque yo te lo ruego, que con lo que has hecho ya tenemos para mañana, y yo con pan y con agua me paso tan contenta; porque como me lo das tú, la voluntad lo sazona de todos los sabores, ni más ni menos, que aquel manjar que derramaban los ángeles sobre la grey de Dios en el desierto. Tal mis años de la infancia corrían monótonos ignorados y labrando en cierto modo felicidad por la costumbre; hasta que unos tras otros pasando perezosos, cumpliéronse los quince de mi vida. Y durante un sueño, una pluma mágica ludió mi cuerpo, que retembló de placer; y por tres veces volvió a pasar ondulando la pluma vaporosa y otras tantas retemblé. Mis pechos se apretaron y temblaron y bajo de ellos el corazón tembló como un cervatillo asustado. Una vara encantada sin duda tocó mi frente, porque súbito a mis ojos y a compás de una música augusta que envanecía, las paredes de mi buhardilla, las unas de las otras se apartaron al infinito. Vi correrse los velos de mi mundo y otro allá en lontananza apareció. Y el mundo aquel era el movimiento, la irreflexión, la vida, la risa y la alegría de los hombres; la vanidad, el lujo y devaneo de las hembras; el ruido, la armonía, la danza y los festines de ambos sexos, mezclados en tropel y sin concierto. El mundo aquel era de un suelo anchísimo y sin montes, y acá y allá jardines amoldados y alfombras por el suelo y ricos almohadones arrastrados; pabellones, espejos obeliscos, oro y cristal; fuentes y cascadas y primorosas aves prisioneras de todas las regiones de la tierra. Y se tendía bajo una techumbre no tan elevada, pero más cómoda que la bóveda del cielo, tersa como el firmamento y tachonada de una infinita multitud de luces ¡que no se nublaban nunca!!!… Ignoro qué misterioso mandato me prevenía que anduviera, porque estaba destinada a formar parte de aquel gran mundo, pero lo cierto es que yo me creía andando con precipitación hacia él, cuando me despertó el primer canto de un gorrión parado en el alero de mi buhardilla.

Rodé una intensa mirada para reconocerlo todo inclusa yo misma, y vi a mi madre levantada ya; y a tientas enhebrándome agujas para la labor. Boté del lecho afuera y me arrojé a los pies de aquella anciana ciega, con un dolor de atrición penitente. Lo pasado era para mí una culpa sin absolución, que la vergüenza me impidió confesarle, a pesar de su dulce solicitud y de la suavidad de sus instancias. Mi sueño de oro fue por último envilecido con el nombre de pesadilla y tratamos de olvidarlo; pero veinte veces al día se humedecieron mis párpados; y al través de los prismas que formaban las lágrimas agolpadas, veía pasar con danza y galanura aquellos arrogantes mancebos, y aquellas galanteadas damas, de cuya felicidad distaba tanto mi escondida desgracia. Todo el gran panorama de aquel sueño estaba frente de mí. Embebecida en la contemplación mental, los brazos me caían perezosos….. y ¡ay de mí! el día primero que mi madre me llamó mujer con cierta extraña alegría de amor propio, fue, Leoncio mío, el día mismo en que yo empecé a conocer la honda desventura que cobija a este sexo de abnegación y de escarnio, a quien la ajena vanidad impuso leyes y la naturaleza rodeó de simas; donde nunca nos arrojamos sin ser empujadas, donde tampoco nunca caemos solas, sino con el hombre legislador, que se salva por más fuerte. Sucedió que un día, al abrir la puerta de nuestra buhardilla, oí en los pasillos inmediatos un canto extraño, un voz delgada y muy alta que una cadencia lenta y melodiosa decía:

Arroja, hermosa doncella
De tus manos la labor,
Que tan joven y tan bella
No te empleas bien en ella
Cuando te llama el amor.

Aquel eco impensado y unísono con el indefinible sentimiento de mi alma, movió mi curiosidad y me trajo a la mente el recuerdo completo del sueño simbólico. Entonces sin más reflexionar, me encaminé por donde había llegado hasta mí la voz; y me hallé frente a frente con una mujer, como de cuarenta años, alta, atezada, los ojos negros y radiantes, la boca rasgada, desaliñado el pelo y muy luciente, la cintura delgada y flexible como el lomo de la culebra, los pies pequeños y calzados con chapines color de rosa, y medias abigarradas; vestía saya blanca, corta y poblada de jaralares; llevaba los brazos desnudos y en cada muñeca una garzota de cascabeles, ceñíanle la garganta tres collares de abalorios, le colgaban de las orejas unos pendientes de granate y con la mano derecha daba vueltas a una pandereta que zumbaba a compás de su cantar. Al verme quedóse parada y contemplándome con cierta sonrisa y donosura picaresca. Yo le pregunté a quien buscaba y me respondió:

Reina sultana,
Flor de las flores,
Rosa temprana,
Soy la gitana
Que canto amores.

-¡Ola! -Le dije al oír su respuesta, -¿con que tú sabrás acertar lo que, salvo la voluntad de dios, ha de suceder a todos y a cada uno de nosotros los que no conocemos vuestra ciencia?
Y me contestó muy festiva:
Oiga que sí,
La gitana es zahorí
So perla fina;
Quiromántica, adivina,
Que a quien su sino procura
Dice la buena ventura

-Y tú me la querrás decir de balde?
-A las bonitas como vuestra merced suelo yo pagarles un real columnario para que me la oigan con la sal que la digo y las muchas venturas que predigo.
-Empieza, pues, gitana, y dímela, sea mi fortuna la que se fuere.
-Déme, pues, la niña su manita de plata.

III.
Llena de la más buena fe le entregué mi mano y no sin algún respeto quedé aguardando la revelación de mi porvenir. Cogiómela ella y abriéndola a su sabor, contó, recorrió con su dedo índice y combinó todas las rayas de la palma. Murmuraba en tanto no sé qué oración o exorcismo e iba cobrando gradualmente la gravedad de una Sibila. Yo temblaba, más la gitana medio inspirada, sin pararse en mi temor, como que replegó su espíritu en sí misma y empleó un rato, al parecer consultando con Mefistófeles o recibiendo la inspiración de Dios. Sea esto lo que fuere, arte, ciencia, revelación o impostura, dejó por fin su actitud reflexiva, clavó de hito en hito sus ojos en mis ojos, cimbreó la cintura y meneando la cabeza soltó su predicción en estos términos:

Quince mayos, quince flores
Atadas con verde cinta,
Y la última se pinta
Con el sol de los amores.
La cinta es de la esperanza;
Y el ramillete fatal
Puesto en vaso de cristal
El hombre llega y lo alcanza.
Niña de los quince mayos
Vive sola en su retiro,
Y se le arranca un suspiro
Cuando amor vibra sus rayos.
Ilusiones en el día,
En la noche ensueños de oro,
Disgusto, indolencia, lloro
Y penas que no sentía.
Ya no tardará y mañana
Tal vez que cuente llegado
Un ruido, que impensado
La llame hacia la ventana.
Verá pasar un galán
Rubio y que atento pasea,
Piafa, cambia, escarcea,
En un caballo alazán.
Más fustigando el corcel
Huirá el galán como el viento;
Y ella con el pensamiento
Seguirá al bruto y a él.
Y antes que las huecas losas
Hiera el resonante callo
De aquel hermoso caballo
De las revueltas pomposas;
Se verá como palanca
Sobre la blanca paloma,
El buitre y que se desploma
Sin que el cazador lo vea.
Volará sin ser sentido
El buitre de frente cana,
¡Pobre flor! Y una mañana
te sorprenderá otro ruido.
Sin alcanzar su aflicción,
Diránla enferma de amores,
Y espinas que fueron flores
Rasgarán su corazón.
Hará la niña dichoso
Al amador que desea,
Hasta que venga quien sea
La maldición de su esposo.
Que el buitre al huir callado
Dejó para maldecida
Una pluma desprendida
Prevenido u olvidado.
Cuanto ha dicho la gitana,
Por estas rayas lo arguye,
Fíalo al tiempo que huye
Y te lo dirá….mañana.

Dijo, y cogiendo su pandereta si disponía a partir, pero yo la así de la falda para rogarle por Dios y por los santos, que si bien no quería hacerlo del todo, se explicara a lo menos más claramente. -- No, -- me contestó, -- por más que quisiera no puedo: la buenaventura está ya dicha y como no sea que te cumpla oír aquel romance que se gime, se canta y se llora, mal haya amén la gitana, si se le alcanza otra cosa.

-Bueno, pues bien, empiézalo; y ya que soy tan pobre, haga por ti la fortuna, y ojalá que te veas la más rica de tu familia.
-¡Oh tórtola de los primeros arrullos! No te quejes ni me desees mayor bien que el que me guardo. Yo no tengo familia y mi ciencia será lo que se fuere, pero es lo muy bastante para mí. Un tiempo la cabila de mis padres apacentaba sus ganados en todo un valle; las cabras coronaban el monte y en divididas piaras los asnos y las yeguas poblaban las orillas de un río. Vino entonces sobre la tribu errante la mano negra, y no se oyó en todo el contorno más que un balido y el llanto de una criatura….eran una cabra que aclamaba a su perdido recental y una hija mamoncilla, a quien sus padres no socorrían. Ningún otro rumor sonaba a la redonda y todo lo demás estaba donde la Inquisición era servida. La cabra vino a mí y me dio su leche, seguíala yo gateando por espacio de muchas lunas. Ella me abrigaba de noche y me alimentaba de día, hasta que creciendo y viajando supimos llegar a la ermita de la Malograda, la que se encuentra mitad en medio del bosque de los Áloes. Allí todas las mañanitas, con la brisa en las ramas de los sauces, se formaba una armonía que aprendí en la naturaleza y del hondo del santuario salían las palabras que voy a cantar.

Dijo y dio muchas y muy rápidas vueltas a su pandereta, que de nuevo empezó a zumbar. Imposible me era sacudir la fascinación que sobre mis sentidos obraba la gitana, y ella en tanto comenzó a cantar el fúnebre lamento, aquel que antes me oíste, hijo mío, y daba sin parar, en torno a mí, muchas fantásticas y muy pausadas vueltas. Cada vez más iba prologando sus círculos, hasta que al entonar la postrera estrofa, cuando dijo:

Hija, trabaja por Dios,
Que ya pronto vendrá el día
Y haya pan para las dos

casi no percibía el eco y al expirar la última cadencia dio en huir por los encrucijados corredores y desapareció, dejándome apesarada sin saber de qué; y pensativa sin acertar el objeto. Mi madre, que lo ignoraba todo, me preguntó si me sentía enferma y le respondí que sí, pagando su cuidadosa ternura con mi segunda mentira. La temerosa anciana desde aquel momento instó con tanta tenacidad y de tal modo se afligía, que por calmar su angustia obedecí a sus instancias y me acosté. Palpó mi ropa y desde los pies a la cabeza la acomodó a su gusto, besóme en los labios, se llegó a la ventana y la entornó. Quemó un terrón de azúcar y se acomodó en un rincón muy silenciosa con el rosario en la mano. Creyó a poco sin duda que yo me había dormido, porque muy quedito se santiguó con la cruz de su rosario y echando mano a su cayada salió con tiento de la habitación, llevándose el picaporte. ¿Dónde iría la madre ciega, más que a pedir prestados unos reales, dados de mala gana, contados cuarto por cuarto, con una fingida historia en cada real, con una condición apretante en cada ochavo; y recibidos con una gratitud tan generosa como el martirio? Quedéme a solas, y aparté los cabellos de mi rostro, descubrí el pecho y desnudé los brazos. Quería respirar, quería espacio, libertad y silencio. Los ojos buscaron la luz y un rayo de sol penetraba escasamente por una rendija de la ventana. Los ligeros tamos se agitaban en él y las moscas danzando al monótono zumbido de sus propias alas, llegaban formando intersección con la cinta luminosa; e iban, giraban y volvían con vueltas y revueltas circulares sin cesar en rumor ni en movimiento.

Allí se aficionó mi vista indeliberadamente y aquel continuo rebullir sin orden, fue dando vaguedad al pensamiento, vértigo y confusión a los sentidos, o no acierto qué cosa me pasó. Pero a que fue realidad me inclino y no mentido devaneo reflejado en sombras por la cámara oscura de los sueños. Era un átomo brillante que se mantenía en la luz como el botón de oro dentro del fuego. Yo lo vi y luego en confusión pasó muy rápido y llegó hasta él un animal que por lo diminuto no tenía pronunciados ni el color ni la forma. El átomo impulsado por su propia escondida virtud se acreció cobrando voluntad y movimiento. El animal se mostraba impaciente pero sin ser osado a huir como podía. El átomo érase ya una chispa encendida con el soplo de la vida y se posó sobre los hombros del animal. En tal estado la chispa viviente y el animal informe volaron largo trecho, y cuanto más se alejaban más crecían. Volvieron hacia mí en aquella misma progresión de volumen a la ida llevaban indicada y ya me parecía distinguir en el objeto un jinete que refrenaba el ímpetu de su palafrén. Los divisé por fin a mi deseo clara y distintamente. Y un color de oro purísimo a los dos les prestaba realce y hermosura. Muy joven era el caballero y el palafrén sin juicio como un niño. Daban vueltas, daban vueltas, sin perder el galope y sin que yo les quitara ojo, que no sé cuál me parecía más arrogante. O érase que el uno al otro tan unidos marchaban y tanto se prestaban de sus bellezas relativas, valor y maestría, que no acertaba la voluntad sedienta en dividir objeto tan hermoso, sino a admirarlo completo en su atrevido conjunto y galanura. Un grande rato por aquel aéreo espacio que pisaban, señoreáronse, solos, sin tropa, espectadores ni cortejo, pero de improviso apareció una atropellada cohorte de jinetes y todos juntos y el galán entre ellos, emprendieron un lucidísimo torneo.

No se oían los pies de los caballos, ni voces ni relinchos ni el campo se nublaba con el polvo, ni sonaban trompetas, ni aliento alguno, ni el menor choque que pudiera alterar la fantasía. Era el galán de los cabellos rubios quien entre todos sobresalía, su corcel más revuelto y levantado, su cintura la más ágil; y toda su apostura tan resuelta que aquella cabalgata lo envidiaba. Ya parecía que una voz muda o un secreto convenio les prevenía correr la última pareja, pues que lo vi (aunque con pena) cómo se preparaban para ello;……y en esto sobrevino un estrépito dentro mi mismo cuarto. Salió cada jinete a escape y por su lado, cual si montaran en asustadizos ciervos que oyen el perro y salen disparados, más aun así fue el postrero el caballero del palafrén dorado, que cogiendo carrera emprendió un salto, y rompiendo por entre la cinta de luz, sus cabellos chispearon y lo perdí de vista. Aquel estrépito lo había producido el dejarse caer al suelo, un gato de la vecindad, muy familiarizado con mi casa. Al verlo me irrité tanto, que le arrojé la almohada, salió despavorido por donde había entrado y aquello quedó otra vez en silencio y las moscas volvieron a zumbar. Te confieso, amado Leoncio, que el recuerdo de mi humilde tarea me causó horror y que sin embargo que la piedad filial me desgarraba el alma no podía valerme ni aun a mí misma. ¡Ah! ¡Maldita sea mi suerte! Exclamé con el primer preludio de la desesperación, e incorporándome en el lecho me vestí con desorden. Abrí de golpe los postigos y empezaba a coser, cuando sentí que muy quedito levantaba mi madre el picaporte. Entró pasito a paso y me enternecí.

-Ya estoy buena,-- le dije y ella bendijo a Dios.

Traía para mí la pobrecilla un cuarto de gallina dado al fiado, salvo que por él había dejado en rehenes su pañuelo. Estaba gozosa con la nueva de mi salud, pero no pudo por menos de quejárseme de todas las vecinas, las que sin exceptuar una sola se habían negado a prestarle medio duro…Estábamos en mitad de estas quejas que tanto ponen en relieve la desgracia, cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir y me saludó por mi nombre una mujer al parecer decente y para mí del todo desconocida. Traía dicha mujer un lío en la mano, pasó adelante, sentóse, desenvolvió su lío y me presentó dobladas hasta doce comisas nuevas de holanda y otro igual número de pañuelos sin estrenar. Díjela que qué significaba aquello, y me contestó que ella era viuda del teniente coronel D. Hipólito Chinchilla de Zuazo, natural de Sevilla, compariente del marquesito de Andújar y muerto por los pícaros franceses en la misma batalla que mi padre. "Ya se ve," prosiguió, "naturalmente se tiene ley hacia aquellas personas que en mejores días fueron, como quien dice, de la familia; porque como sabe aquí la mamá, las militaras, hija, nos tratamos ni más ni menos que hermanas. Y así es que yo, sabiendo que no estaban Vds. En la prosperidad que se merecen, dije a un amigo de casa, que es otro yo y hombre poderoso y muy cabal, mira fulano, una compañera mía con una hija como un sol se encuentran desgraciadas y es preciso que me sirvas completamente…. Al sujeto, hija, no hay más que pedirle, anoche se lo dije en la tertulia y esta mañanita temprano me ha remitido ese recadito que dentro del pañuelo de en medio tiene la explicación y el honorario, porque él, ¡Jesús!, no ha querido anunciarse con una limosna….¡Ca! ¡ni por pienso! Es D. Juan Pérez y López un señor, ya mayor y muy prudente."

-Déle Ud. las gracias en nuestro nombre a ese caballero y que lo encomendaré a Dios, -- dijo mi madre. -- Y Ud., señora, hallará el premio en el cielo.
-Calle Vd., por la virgen, compañera, -- respondió la viuda, -- vaya, pues, no faltaba más. D. Juan no exige de la niña sino que le marque bien esas prendas, que están nuevecitas. Ea, yo volveré por ellas y seremos amigas.
-Las llevaré yo, señora, -- la respondí, y convino en ello diciendo:
-Pues no hay inconveniente, calle Mayor en la casa grande de sillería donde está el vestuario y ya estará hablado el portero para que no me la detengan a Vd.

Diciendo esto se levantó, abrazó a mi madre que quedaba atónita y a mí me pidió un beso, llamándome hermosísima y profetizándome muchas venturas. Apenas se hubo ido la viuda del teniente coronel, fui desdoblando las ropas una por una, y en efecto hallé que dentro del séptimo pañuelo había envueltos en un papel hasta setenta y dos duros en oro y en el mismo papel que las monedas venían liadas decía: J.P.L. igual a 3 que multiplicado por 24 suman 72 y en igual número de pesos fuertes por esta vez se gratifica al mérito. Yo nunca había visto tanto dinero junto y me aluciné. Di un grito de alegría y puse el oro en las manos de mi madre. La buena señora se llevó a los labios aquel presente llovido del cielo y exclamó: "La divina Providencia provee a los justos tarde o temprano, hija mía. ¡Nuestros apuros se hacían ya casi insoportables y el señor que vela sobre sus criaturas, oyó mis fervorosas súplicas! ¡Bendigamos a Dios y al bienhechor, por cuya mano nos ampara!!" Pusímonos de rodillas y rezamos, y en el momento emprendí mi trabajo, sin dar treguas hasta verlo completo. Eran las dos de la madrugada del siguiente día, cuando apagué la luz y me entregué al descanso. Un pensamiento lisonjeó mi sueño: era el lujo…..y reposé tranquila.

Las diez de la mañana serían apenas, cuando entraba en el portal de la casa grande de la calle Mayor. El portero era un viejo chancero con dos escarapelas, una bermeja colocada en el sombrero y otra negra puesta sobre el ojo derecho. Díjele quién yo era , y si me permitía la entrada. Y él midiéndome con el ojo sano de alto a bajo, tomando un tono picante y meciendo el cuerpo sobre las piernas, me respondió: "Ya estoy impuesto, prenda, entre con bien ese garbo que con tal palmito de cara hay pasaporte franco, ración de etapa, alojamiento y compaña." Entré un tanto avergonzada y muy creída que me iba a encontrar con la viuda del teniente coronel Zuazo.

Conclusión:
Pasé un recibimiento, una antesala y una sala, luego otra y después otra, todas muy espaciosas, decoradas con muebles suntuosos, algo severas en su anticuada magnificencia y desiertas de todo viviente. Más parecíame que conforme iba caminando adentro me guiaba la viuda del teniente coronel Zuazo pues que creía oírla como tosía cada vez una puerta más allá. Llegué por último a un gabinete sombrío, a causa de tener entornadas las persianas y llamé con un dedo a la vidriera antes que por resolución que tuviese hecha de entrar, por temor que me sobrevino de volver atrás sin el eco que me había conducido por donde yo ya ignoraba hasta aquel término. ¡Oh! ¡Pluguiera a Dios que en lugar de mi cobarde atrevimiento hubiéranse pegado las manos a la lengua y la vaciladora voluntad ojalá se hubiese convertido en la certeza insensible de la muerte…! Apenas toqué el cristal me respondió la voz de un hombre que con tono imperioso y prevenido dijo: "Adelante." Y oí como pasos que venían hacia mí. Se abrió la puerta y sobrecogida saludé a un personaje que vestía bata de color de fuego sembrada acá y allá de diablos negros. Tenía este hombre sobre cincuenta años de edad, era alto, enjuto y atezado, con las cejas muy pobladas, y la mirada lenta y el ademán indiferente y flojo. El tal hombre me cogió de la mano y me sentó a su lado en un confidente del fondo del gabinete. La luz entraba a medias y solo la costumbre podía ir poco a poco aclarando los objetos que me rodeaban. Enfrente de nosotros vi como había un cuadro con grande marco dorado, cuyo lienzo sería próximamente de vara y cuarta. En este lienzo se dibujaba entre otros objetos agrupados y por entonces confusos, un templo con una torre eminente y en el último tercio de la torre la esfera de un reloj sobresalía. El pausado golpe de la péndula me advirtió que estaba animada la esfera del reloj.

Distraje la vista de aquel punto y vi sobre una mesa reclinadas las unas apoyándose en las otras muy simétricamente y formando curva, más de trescientas onzas de oro en una sola hilera…. Parecióme también que se movía onza por onza como la serpiente anillo por anillo…. Pero no…. no…. fue tan solo ilusión de aquel momento…. Las onzas no se movían. Mientras que yo me hallaba fascinada contemplando aquello y poseída de un terror pasivo, el sigiloso y austero personaje había vuelto a cogerme la mano izquierda sin grande interés aparente, y como por mero pasatiempo jugaba con mis dedos que convulsivos le opondrían sin duda alguna resistencia que le fue grata, porque gradualmente iba cobrando vida que la faltaba hasta que tocó en el exceso. Aquí solté un grito. Le pregunté quién era que tan osado me ofendía, más él asomando el labio inferior se sonrió como un relámpago y sólo dijo "J.P.L. igual a 72".

-¡Ah! No, caballero, aquí están las camisas y el dinero en mi casa.
-Y tú en la mía, -- me respondió sin refrenar acciones ni alterarse.
Yo di otro grito y me refugié en un rincón hecha un ovillo.

¡Ay, hijo mío! ¡qué les vale contra el tiro certero del alcotán flechado, a la tímida codorniz la floja avena ni al colorín la rama en que se esconden! Aquí D. Juan Pérez y López se puso en pie, arrojó al suelo su bonete bordado y con furor se sacudió la bata…La bata, ¡ah! La bata era de fuego y ambos faldones dieron un chasquido atronador como cohetes infernales. A este chasquido contestó fatídico el reloj del marco de oro con once ayes doloridos y tras estos lamentos cuando expiraron, la música misma aquella de mi sueño, aquella misma augusta consonancia se reprodujo a no tanto trecho de mis oídos como la oí la vez primera. Parecióme que se difundía por la estancia cada vez más clara como la aurora del alma y que su oriente lo tenía en el reloj de oro. Levanté hacia él la mirada y vi sobre el lienzo a todos aquellos arrogantes mancebos y a las galanteadas damas aquellas que antes viera voluptuosos danzando al pausado compás de la armonía. Vi el lujo y los doseles, las fuentes con aljófares, los ricos aderezos, las plumas y las estofas. Vi despierta, hijo mío, el sueño entero de la crisis de mi vida, brotado por el caño abundante de la fantasía virgen de una mujer. ¡Ay de mí! ¡a quién le fuera dado no volver los ojos! Un ruido misterioso y como de escamas llamó a mis pies, miré y encontréme con la serpiente de oro culebreando muy humilde y como deseosa de que la pisara con tal de que me advirtiera sus halagos.

Una y cien vueltas dio sin que yo fuera osada a prorrumpir ni un alarido, más ella, viendo impunidad o flaqueza, subióse deslizando por la falda hasta mi mismo seno. "¡Piedad!" exclamé, como implorando amparo del amante bastardo y vi su bata de fuego que me deslumbró y con mayor sorpresa que nunca advertí que en ella y al son incesante de la música, también bailaban los tiznados demonios una grotesca pantomima, los unos frente a frente de los otros, pareados y como si fueran juegos de tenazas. ¡Ay! ¡ay! La música arreciaba, el rumor atronaba mis oídos, la llameante bata fulguraba, mi vista se perdía confundida entre tantas multiplicadas maravillas, ¡mi alma en fin era un aroma que volaba, y mi cuerpo aún la flor de que partía! Un frío apetecible, un calor sabroso, un roce regalado sentí luego, que se me desenvolvía por el pecho para subir pausado a la garganta. Y era que la serpiente en elegantes roscas llegó hasta mis oídos, y arrojando un aliento imperceptible habló de esta manera:

-Leda, Leda, tu escondida orfandad era tu mundo, hasta que el corazón se te asomó a los ojos y me viste por las lumbreras de tu alma. Yo soy el Dios de la tierra, a quien adoran los reyes de los hombres, y por quien los hombres se humillan a sus reyes. Yo de los senos profundísimos, donde las aguas azuladas de Omán hierven y combaten, arranco la avergonzada perla para la frente de la mujer. Leda, Leda, como un punto en el vacío tu niño corazón era tu mundo, tú me viste y yo soy más grande todavía que el mundo de la creación. Sígueme, que soy también virtud de los hombres, el poder a la sociedad, el amor de las familias, la perfección de la belleza. Y yo en cambio sentaré encima de mis brillantes hombros tu hermosura. Ámame así como la piedra oriental ama al engarce, y si pierdes tu nombre, te daré títulos sonoros y magníficos que muchos han trocado por la vida. Yo soy parte hoy y mañana el todo del oro de la tierra. Ámame, ámame como te amo, adorada mía, que de placer, si me abrazaras, me derretiría en el canal que forman tus dos pechos. Ámame, ámame como te adoro, hermosa mía….

¡Oh seductora voz de la serpiente!
Sentí desfallecerse mi flaca materia, perdióse mi razón desvanecida y en un vapor densísimo vagó mi espíritu. No sé si sentí en mis labios la boca de la serpiente que besaba y sin embargo de su amorosa solicitud y encanto di un grito de dolor.

-¡Ay! ¡ay! ¡ay! Suéltame, suéltame que me devoras….. -- parece todavía que lo siento….. y en esta angustia recobré la razón y me encontré arrojada como un pañuelo ajado con las manos.

Desolada volví en torno los ojos, y de mi pasado vértigo encontré solamente como real y positivo, bastantes onzas esparcidas por el suelo y alguna que otra en mi seno que cogí y arrojé lejos de mí. El impasible D Juan Pérez y López se paseaba a lo largo del gabinete cual si nada me hubiese sucedido. De allí a un instante se arrebató las manos a la frente, dio una patada en el suelo y tiró con violencia de la campanilla. Tardaban en venir a su deseo y sacudió con mayor fuerza el tirado. Oyóse en esto un ruido como de pasos precipitados y se presentaron, la que yo creía viuda del teniente coronel Zuazo y el portero, pero venían en la forma más extravagante que jamás se haya ocurrido a nadie. El portero andaba a gatas y la viuda venía a la jineta en sus espaldas. Al verlos dijo D. Juan Pérez y López con marcado desafuero y virulencia: "Zarandilla y Chuzón de los demonios, ¿dónde os metéis canalla que andáis torpes? Ea vivo, echad fuera a esa muchacha y traedme ropa de calle, que me voy al remate de unas fincas nacionales que fueron de los ex-frailes trinitarios."

Tanta vergüenza cayó sobre tu pobre madre que no atinaba a andar. D. Juan Pérez y López dado que hubo sus órdenes, se puso a recoger una por una las onzas que había desparramadas por la alfombra. Hízome una seña la Zarandilla y la seguí cabizbaja. Esta mujer desvergonzada espoleó al vil Chuzón y le dijo, "arrea marido", y el Chuzón tomando un trotecillo respondía, "mujer ya ando." Así llegamos al portal. Yo les iba detrás y para despedirme a orillas ya del dintel, pegó el Chuzón un corcobo de cabra envuelto en un insolente par de coces al que la Zarandilla de grado o por fuerza brincó al suelo y cayó de pies. Hízome en seguida un moho ridículo y huyeron ambos por donde habían venido muy alegres. Heme tú a mi vuelta a mi buhardilla con dirección incierta, desmemoriada y pálida, a cada paso sobrecogida de espanto, volviendo la cabeza y creyéndome que D. Juan Pérez López me sorprendía de nuevo para ensayar su condenada magia. Al llegar a una esquina oí una voz muy cerca de mí que me llamaba y quedé petrificada.

-No te asustes, -- me dijo la voz con tono delicado e insinuante al alma, -- Yo te he visto cien veces sin que fuera advertido, y otras tantas intenté decirte que te amaba, pero el cobarde corazón tembló.

Fijé la atención y vi un joven absorto en contemplarme y temeroso cual si esperara oír de mi labio una sentencia severa. No supe qué responderle, y dos gruesas lágrimas surcaron mis mejillas, acaso las más amargas de mi vida.

-¡Ah!, -- exclamó el mancebo, -- no llores por piedad. Yo te he visto también en una ventana muy alta de la calle del Dardo y me pareciste una flor perfumada de pureza, que pendía del cielo prendida a un cabello de un serafín. Yo te amo, porque si la inocencia está en la tierra, tu corazón es su altar. Yo te amo porque esas lágrimas mismas que descienden, tranquilas manan de la fuente de la castidad. Me nombro Mario Garcerán y ya conocen tus ojos y tu oído a quien hoy llama a tu sentimiento y llegará mañana acaso a pasar los umbrales de tu casa.

Mario Garcerán inclinó la cabeza y se apartó de mí. Mirábale yo alejarse como si aun estuviese bajo la influencia maravillosa del gabinete terrible y necesité apoyarme. Era Mario Garcerán un joven que contaba a la sazón veinte y dos años apenas. Todo su ademán era resuelto, de atrevida cabeza, blonda cabellera rubia, y el bozo apenas indicado sobre el labio superior. Al golpe de sus pasos respondían las lucientes espuelas que llevaba. Parecíame haber soñado aquel hombre antes de conocerle, guardaba al mismo tiempo cierta reminiscencia de haber oído su voz. Mi voluntad se había instintivamente aficionado a él en otras ocasiones, pero sin duda que el juicio no había entrado por nada y la memoria no retenía ni cuándo ni en dónde. Desapareció a lo lejos y me acometió el recuerdo de los pasados sucesos con toda la intención de Judit y la amargura de Lucrecia….. ¡Ay de mí! ¡Ni el puñal de la segunda, ni el brazo vengador de la primera, ni la garganta de Olofernes, estaban a mi arbitrio en aquella edad….! El tirano del oro podía vagar impune por esta nueva Vetulia esclava, degradada Roma…. Aquello fue sólo un rapto de ira femenil, que huyendo pronto me postró en la tristeza más profunda. Cabizbaja y llorosa llegué a mi quinto piso, abrí la puerta y ¡oh dolor!, hijo mío, mi madre se revolcaba accidentada por el suelo….¡jamás, jamás! ¡Las palabras no alcanzan donde raya el dolor de un solo empuje!

Al día siguiente estaba yo reclinada en la almohada sobre que dormía mi doliente madre y llamaron fuera. Salí a ver quien fuese, entró Garcerán y se despertó mi madre. La decaída anciana apenas lo sintió hablar, que olvidando sus dolores se sonrió con una sonrisa inefable. Explicó Mario el motivo de su visita y mi madre alabó a Dios y nos dijo:

-Mirad, hijos míos, hace un instante que mi alma había abandonado el cuerpo como la llama al pabilo, pero mi alma dejaba un destello de sí misma sobre la tierra y le penaba abandonarlo sin guía y para que divagara por el caos. Era forzoso remontar el vuelo y la aflicción plegaba las luminosas alas de mi alma. El mandato de Dios y el apego de las criaturas al mundo que conocemos, forman la agonía de la muerte. En este estado un soplo del señor sobre mi ser entero, volvió la vida a su cárcel y con los ojos del fervoroso espíritu, vi su dedo omnipotente que señalaba hacia allá por donde llegaste tú a interrumpir mi sueño…. La bendición de Dios sobre sus hijos y sobre vosotros la de la madre ciega y moribunda.

Alargó mi santa madre sus desmedrados brazos, e incorporándose apenas en el lecho reposó cada una de sus manos sobre nuestras cabezas, abrió los ojos claros y serenos, dijo que nos veía, y entreabiertos los labios y risueños luego reclinó la frente y tendió el cuerpo para dar libre paso al alma justa…. Expiró. No sé cuales fueron las muestras de mi pesar. Me acuerdo sólo que perdí el sentido y al volver de un letargo me hallé en un sitio extraño para mí, rodeada de gentes desconocidas y solícitas. Dijéronme luego que Mario Garcerán me había dejado en poder de una honrada familia, como un depósito sagrado para hacerme su esposa luego de transcurrido cierto tiempo. Así era la verdad, vino Garcerán al poco rato y me habló lleno de ternura en presencia de un anciano de la casa. A punto estuve de arrodillarme a sus pies y contarle mi vida como lo he hecho contigo, Leoncio mío, pero el no verlo nunca a solas, fue la causa que contuvo mi noble resolución y he aquí también el motivo de nuestra común desgracia.

A los dos meses contados desde el fallecimiento de mi madre, Garcerán se casó conmigo. Transcurridos unos cuantos días llamó la Zarandilla a mi puerta. Me habló y traía una amenaza mortal. Yo azorada le regalé dinero para que se fuese, callara y no volviera. Garcerán nos encontró hablando y pasó de largo. Al poco tiempo, tanto amor como nos teníamos y la paz que reinaba en nuestra casa había desaparecido todo por parte de Garcerán. En el lecho mi sueño era interrumpido para oír un suspiro o una maldición. En la mesa mi pan iba mojado con lágrimas que las movía una mirada recelosa. Yo me sentía indispuesta cada vez más. La soledad en que me dejaba mi marido, lo mucho que yo le quería y la falta de sus caricias conspiraban en mi sentir a esta enfermedad continuada, lenta y que entorpecía mis miembros. Así, hijo mío, transcurrieron siete meses, y al cabo de ellos…. Te dejé en el mundo. ¡Ah! ¡si el libro de todos los héroes pudiera escribirse! ¡El heroísmo de abnegación pertenece a las mujeres, y el cúmulo de sus sublimes coronas de martirio, ahogaría las palmas y los ambiciosos laureles, de esos hombres que los historiadores dibujan y los poetas iluminan o encienden! Te dejé en el mundo, hijo mío, con el solo dolor de no abrazarte, porque cuando aún mi corazón vivía para ti, mis brazos ya estaban muertos…

A este punto de su relato llegaba el ánima de mi madre, cuando oímos unas como voces perdidas a lo lejos. Yo no las entendí, pero ella desembarazándose de mí, se quedó tan chiquitita que tuve que buscarla, y por la lucecilla que arrojaba la encontré y vi que era del tamaño de una liebre empinada. Me eché en el suelo para besarle el rostro y entonces muy quedito me dijo al oído izquiero:

-Por ahí viene tu padre que se volvió loco hace veinte años. A ti te busca y yo le temo tanto que me voy. No le digas nunca que me has visto ni le cuentes nada de lo que de mí sabes porque no te creería. La duda sólo le tiene trastornado el juicio. Juzga tú qué no le haría la certeza si Dios no hubiera dispuesto que los hombres dudaran hasta de lo que ven. Ya, ya viene, amor mío, alma de mi alma. Perdóname que soy tan inocente como la paloma que se encuentra en las garras del gavilán.

En efecto, mi padre estaba ya encima. El ánima de mi madre se consumió en sí misma o se sumió por los poros de las losas como el agua en la arena. Las voces de mi padre eran desaforadas. "Satanás, vuélveme mi hijo, " iba gritando. Y con gigantes desconcertados pasos, a trancos daba a veces con las manos en el suelo. Llevaba caída de hombros y arrastrando la capa de hielo aquella que me caló los tuétanos. Y más de veinte perros callejeros ladrándole a la zaga y acosándole por detrás, lo traían a mal traer y la capa se la tenían hecha jirones. A pesar del mucho castigo que desde chiquito me tiene apocado el ánimo, corrí en su ayuda y sacudiendo pedradas a los perros, logré ahuyentarlos. Me columbró mi padre mientras que yo aún me las había con los maldecidos canes, y viniéndose por detrás se me echó a cuestas agarrándome mucho y muy creído que me rescataba de las uñas de Barrabás. Me le cargué a las espaldas lo más acomodadamente que me fue posible y aquí caigo, allí tropiezo, más allá me reposo y con impaciencia, logré volverlo a casa y lo tendí en la cama sin separarme de su lado, hasta muy de mañanita que es la hora en que de ordinario se encaja de rondón alcoba adentro, cierto jorobadillo barbudo, chascando un látigo y echando fieros y blasfemias por la boca. Mi padre salta entonces de la cama sin remedio, baila el pelado al son de la fusta y a revueltas el uno con el otro bajan pegando brincos la escalera para irse juntos, yo no sé dónde ni a qué.