lunes, 3 de junio de 2024

El alma del guerrero. Joseph Conrad (1857-1924)

El viejo oficial de largos bigotes canos dio rienda suelta a su indignación.

—¡Cómo es posible que los jóvenes tengáis tan poco sentido común! ¡Más os valdría a algunos de vosotros limpiaros la leche de la boca antes de dictar sentencia contra los escasos y pobres rezagados de una generación que tanto hizo y tanto sufrió en sus tiempos!

Después de que sus oyentes expresaran su gran remordimiento, el viejo guerrero se mostró satisfecho, pero no por ello calló.

—Yo soy uno de ellos..., uno de los rezagados, quiero decir —prosiguió pacientemente—. Y, ¿qué es lo que hicimos? ¿Qué fue lo que logramos? Él -el gran Napoleón— saltó sobre nosotros, dispuesto a emular a Alejandro el Macedonio, seguido de un montón de naciones. Nosotros opusimos a la impetuosidad francesa los espacios desiertos y luego presentamos una batalla interminable, de modo que al final sus tropas acabaron dormidas en sus posiciones, acostadas sobre montones de cadáveres de sus propios compañeros. Después vino el muro de fuego de Moscú, que se derrumbó sobre ellos.

Entonces empezó la larga desbandada del Gran Ejército. Yo lo he visto avanzar en tropel, como una fatal estampida de demacrados y espectrales pecadores, a lo largo del más profundo y helado de los círculos del Infierno de Dante, que iba abriéndose incesantemente ante sus desesperadas miradas. Para poder salir de Rusia a través de una helada capaz de partir piedras, los que lograron escapar debían de tener el alma clavada al cuerpo con remaches dobles. Pero decir que si uno solo logró huir fue por culpa nuestra no es más que simple ignorancia. ¡Vaya que sí! Nuestros propios soldados padecieron hasta el límite de sus fuerzas. ¡De sus fuerzas de rusos! Claro que nuestro ánimo no estaba abatido; y, por otro lado, luchábamos por una causa justa, una causa sagrada. Pero eso no bastaba para templar el viento que soplaba sobre los hombres y los caballos. La carne es débil. Para bien o para mal, la Humanidad tiene que pagar el precio. ¡Vaya que sí! En la misma batalla por la conquista de la aldea de que os estaba hablando, luchábamos tanto por la victoria como por encontrar refugio en sus viejas casas. Y lo mismo los franceses.

No luchábamos por la gloria ni por estrategia. Los franceses sabían que tendrían que retirarse antes del amanecer, y nosotros sabíamos que acabarían yéndose. Desde el punto de vista de la guerra, no había nada por lo que luchar. Pero las tropas de las dos infanterías pelearon entre las casas como gatos salvajes, o como héroes si lo preferís —cualquiera entraba así en calor—, mientras las tropas de apoyo se congelaban a la intemperie bajo un tempestuoso viento del norte que, a una terrible velocidad, arrastraba por tierra la nieve y por el cielo grandes masas de nubes. El aire mismo estaba indescriptiblemente sombrío en contraste con la blanca tierra. En mi vida he visto lo creado con un aspecto tan siniestro como aquel día. Nosotros, la caballería (no éramos más que un puñado), apenas si podíamos hacer otra cosa que volver las espaldas al viento y recibir alguna bala perdida de la artillería francesa. Convendría quizá que os dijera que eran los últimos cañones que les quedaban, y que ésa fue la última vez que los colocaron en posición. Aquella batería no salió nunca de allí. A la mañana siguiente encontramos los cañones abandonados. Pero esa tarde mantenían un fuego infernal contra nuestra columna de ataque; el furioso viento se llevaba el humo e incluso el ruido, pero podíamos ver el constante llamear de las lenguas de fuego a lo largo del frente francés. Luego, una veloz ráfaga de nieve lo ocultaba todo excepto los destellos de color rojo oscuro en medio del blanco remolino.

Durante los intervalos en los que cesaba el fuego dominábamos toda la llanura que se extendía a la derecha, por la que veíamos avanzar interminablemente una sombría columna; la gran desbandada del Gran Ejército reptaba ininterrumpidamente mientras a nuestra izquierda la lucha continuaba con gran estrépito y furia. El cruel torbellino de nieve barría aquel escenario de muerte y desolación. Y luego el viento amainó con la misma brusquedad con que se había levantado por la mañana. Al cabo de un tiempo recibimos órdenes de cargar contra la columna en retirada; ignoro el motivo de la orden, como no fuera que pretendieran, dándonos una ocupación, evitar que pereciésemos helados sobre nuestras sillas. Giramos hacia la derecha y avanzamos al paso con intención de atacar por el flanco aquella lejana línea oscura. Serían las dos y media de la tarde. Tenéis que saber que hasta ese momento de la campaña mi regimiento no había entrado nunca en contacto con el grueso de las tropas de Napoleón. Durante los meses transcurridos desde el inicio de la invasión, el ejército al que pertenecíamos había estado combatiendo en el norte contra Oudinot. Sólo últimamente habíamos descendido, empujándole ante nosotros hacia el Beresina. Ésta fue, por tanto, la primera ocasión en la que mis camaradas y yo pudimos ver de cerca el Gran Ejército de Napoleón. Era una imagen pasmosa y terrible. Había oído hablar de él; había visto a los rezagados: pequeñas bandas de merodeadores, grupos de prisioneros a lo lejos. ¡Pero éste era el grueso del ejército! Una turba semi-enloquecida y hambrienta que andaba a rastras y dando traspiés. Emergía del bosque a casi dos kilómetros de distancia, y su vanguardia se perdía entre la oscuridad de los campos. Avanzamos hacia ella al trote, al máximo rendimiento que podíamos sacarles a nuestros caballos, y arremetimos contra esa masa humana como si de una ciénaga ambulante se tratara. No hubo resistencia. Oí algunos disparos, media docena quizá. Parecía que se le hubiesen congelado hasta los sentidos. Mientras cabalgaba al frente de mi escuadrón tuve tiempo de echarle una buena ojeada. Pues bien, puedo aseguraros que entre los hombres que caminaban en el margen exterior de la columna había algunos tan ajenos a todo lo que no fuera su propia desdicha que ni siquiera volvieron la cabeza para mirar nuestra carga. ¡Soldados!

Mi caballo empujó con el pecho a uno de esos hombres. El pobre desgraciado llevaba sobre los hombros, roto y chamuscado, el capote azul de los dragones, y ni siquiera levantó la mano para arrancarme las riendas y salvarse. No hizo más que caer. Nuestros soldados blandían y clavaban sus sables; bueno, yo también lo hice al principio, naturalmente... ¡Qué queríais que hiciésemos! Un enemigo es un enemigo. Pero una especie de pavor nauseabundo embargó mi corazón. No se oía ningún tumulto, solamente un profundo murmullo sordo con el que de vez en cuando se mezclaban algunos gritos y gruñidos más fuertes, mientras la turba seguía empujando y avanzando en desorden, dejándonos atrás, ciega e insensible. Flotaba en el aire un olor a andrajos chamuscados y heridas ulceradas. Mi caballo se tambaleaba en los remolinos de aquella marea humana. Pero era como derribar cadáveres galvanizados a los que nada importaba. ¡Invasores! Sí... Dios ya estaba dando buena cuenta de ellos.

Espoleé a mi caballo para alejarme. Cuando nuestro segundo escuadrón les atacó por la derecha, hubo unas carreras repentinas y se oyó una especie de gemido iracundo. Mi caballo corcoveó y alguien me agarró de una pierna. Como no tenía intención de permitir que me derribasen de la silla, di, sin mirar, un revés con el sable. Oí un grito y, bruscamente, mi pierna quedó libre. Justo entonces descubrí al alférez de mi escuadrón, que se encontraba no muy lejos de mí. Se llamaba Tomassov. Aquella multitud de cadáveres resucitados de ojos vidriosos hervía alrededor de su caballo como un montón de ciegos, aullando enloquecidamente. Él permanecía sentado muy erguido en su silla, sin mirarles, y manteniendo envainado su sable a propósito. Este Tomassov, bueno, llevaba barba. Todos llevábamos barba entonces, naturalmente. Por las circunstancias y por la falta de tiempo libre y también de navajas. No, en serio, durante aquellos días inolvidables que tantos, tantísimos de nosotros, no lograron sobrevivir, parecíamos una partida de salvajes. Sí, teníamos un aspecto salvaje. Des russes sauvages, ¡nada menos! Así que llevaba barba; me refiero a ese tal Tomassov; pero él no parecía un sauvage. Era el más joven de todos nosotros. Lo que equivale a decir que era verdaderamente joven. Visto a cierta distancia pasaba bastante bien, sobre todo por la mugre y el sello especial que la campaña imprimía a nuestros rostros. Pero si estabas lo bastante cerca para mirarle a los ojos, podías notarle, justo en ellos, su escasa edad, pese a que no fuera exactamente un muchacho.

Esos ojos eran azules, de un azul como el de los cielos de otoño, y también soñadores y alegres; unos ojos inocentes, confiados. Un copete de pelo rubio coronaba su frente como una diadema de oro en los tiempos que podríamos llamar normales. Quizá os parezca que hablo de él como si se tratase del héroe de una novela. Bien, pues eso no es nada en comparación con lo que observó el ayudante en Tomassov. Descubrió que tenía «labios de amante», sea eso lo que fuere. Si el ayudante se refería a que los tenía bonitos, hombre, eran bastante bonitos, pero la frase pretendía, naturalmente, ser despectiva. Ese ayudante nuestro no era un tipo muy delicado. «Mirad qué labios de amante», decía en alta voz mientras Tomassov hablaba. Esa clase de observaciones no acababa de gustar a Tomassov. Pero hasta cierto punto era él mismo quien se había expuesto a las chanzas por culpa de lo duraderas que fueron en él las impresiones producidas por la pasión amorosa, unas impresiones que quizá no fueran tan extraordinarias como creía. Pero si sus camaradas le toleraban sus efusiones era porque estaban relacionadas con Francia, ¡con París! Vosotros, los que pertenecéis a la generación actual, no podéis concebir siquiera el prestigio que esos nombres tenían entonces para todo el mundo. París era la ciudad de las maravillas para todo hombre con un poco de imaginación. Y allí estábamos nosotros, jóvenes y bien relacionados la mayoría, pero casi recién salidos de nuestros nidos hereditarios de provincias; sencillos siervos de Dios; simples palurdos, si se me permite la expresión. De modo que estábamos no poco dispuestos a escuchar los cuentos que de Francia traía nuestro camarada Tomassov. El año antes de la guerra había sido agregado de nuestra embajada en París. Seguramente porque tenía influencias en altas esferas, o quizá por pura suerte.

No creo que hubiese podido ser un miembro muy útil de la misión diplomática, debido a su juventud y a su absoluta falta de experiencia. Y aparentemente, mientras estuvo en París pudo disponer del tiempo a su antojo. Lo utilizó para enamorarse, para permanecer en ese estado, para cultivarlo, podría decirse que para existir sólo para el amor. Así que fue algo más que simples recuerdos lo que se trajo de Francia. Los recuerdos son cosas fugaces. Se pueden falsificar, se pueden borrar, se pueden incluso poner en duda. ¡Vaya que sí! Yo mismo dudo a veces de haber llegado a estar en París. Y aquel largo camino en el que las batallas hicieron las veces de etapas incluso parecería más increíble si no fuera por cierta bala de mosquete que llevo en el cuerpo desde una pequeña escaramuza de caballería ocurrida en Silesia, al comienzo mismo de la campaña de Leipzig. Los episodios amorosos son, sin embargo, más impresionantes quizá que los episodios de peligro. Digamos que nadie afronta el amor en compañía de los demás miembros de una patrulla. Los primeros son más raros, más personales y más íntimos. Y recordad que para Tomassov todo aquello estaba todavía muy fresco. Apenas habían transcurrido tres meses desde su regreso a casa cuando empezó la guerra. Tenía el corazón y la mente empapadas de esa experiencia. Estaba realmente sobrecogido por ella, y era lo bastante candoroso como para dejar que se trasluciera su estado cada vez que hablaba. Se consideraba algo así como una persona privilegiada, no porque una mujer le hubiese mirado con aprobación, sino simplemente porque, cómo podría decirlo, había experimentado la maravillosa iluminación que fue su adoración por ella, como si se tratase de un favor del cielo.

Sí, era muy cándido. Un agradable jovencito nada tonto, sin embargo; y aun así, profundamente desprovisto de experiencia, de recelos y de ideas. A veces se encuentran tipos así, aquí o allá, en provincias. Había además en él cierta poesía, una poesía que solamente podía ser natural, algo muy propio, no adquirido. Imagino que en el padre Adán había también un poco de esa poesía natural. Por lo demás, era un Russe sauvage como los franceses nos llaman en algunas ocasiones, pero no de esos que, según ellos aseguran, comen velas de sebo a la hora de los postres. En cuanto a la mujer francesa, bueno, aunque yo también estuve en Francia junto con otros cien mil rusos, nunca la he visto. Es muy probable que no estuviera en París entonces. Y en cualquier caso, las suyas no eran puertas de esas que se le abren de par en par a tipos corrientes como yo, ya me entendéis. Jamás entré en salones dorados. No puedo deciros qué aspecto tenía esa mujer, lo cual es extraño teniendo en cuenta que yo era, si se me permite decirlo, el principal confidente de Tomassov.

Muy pronto ya no se atrevió a hablar delante de los otros. Supongo que los comentarios normales en torno al fuego del campamento chocaban con sus delicados sentimientos. Pero le quedaba yo, y no tuve verdaderamente más remedio que someterme. No se puede esperar que un jovencillo que se encuentra en el estado de Tomassov refrene por completo su lengua; y yo —imagino que os costará muchísimo creerme—, yo soy por naturaleza una persona bastante silenciosa. Es muy probable que mis silencios le parecieran fruto de la comprensión. Durante todo el mes de septiembre nuestro regimiento, acuartelado en aldeas, pasó una temporada de tranquilidad. Fue entonces cuando oí la mayor parte de esa..., no puede llamarse historia. La historia que yo tengo en la cabeza no es eso. Llamémoslo efusiones. Yo permanecía sentado, muy satisfecho de no tener que decir palabra, quizá una hora entera, mientras Tomassov hablaba exaltadamente. Y cuando él terminaba yo seguía callado. Y entonces se producía un solemne efecto de silencio que, imagino, omplacía en cierto modo a Tomassov. Ella no era, naturalmente, una mujer que estuviera en su primera juventud. Quizá fuera viuda. En cualquier caso, nunca oí que Tomassov mencionase a su marido. Tenía un salón, muy distinguido; un centro social en el que reinaba con gran esplendor. No sé por qué razón, imagino que su corte estaba compuesta únicamente de hombres. Pero debo decir que Tomassov tenía una maravillosa habilidad para excluir estos detalles de sus discursos. Os doy mi palabra que no sé si el cabello de la mujer era moreno o rubio, si sus ojos eran azules o castaños; ni cuáles eran su estatura, sus rasgos o el color de su tez. El amor de Tomassov se remontaba muy por encima de las simples impresiones físicas. No me hizo nunca una descripción de conjunto; pero estaba dispuesto a jurar que en presencia de ella era inevitable que los pensamientos y sentimientos de todos girasen a su alrededor. Era de esa clase de mujeres. En su salón discurrían maravillosas conversaciones sobre toda clase de temas: pero a través de todas ellas fluía muda, como una melodía misteriosa, la afirmación, el poder, la tirania de su absoluta belleza. Así que, al parecer, aquella mujer era hermosa. Era capaz de alejar a todos esos conversadores de sus intereses cotidianos e incluso de sus vanidades. Era un secreto placer y una secreta inquietud. Cuando la miraban, todos los hombres se quedaban melancólicamente pensativos, como asaltados por la idea de que habían malgastado su vida. Ella era la alegría y el estremecimiento mismos de la felicidad, y no proporcionaba más que tristeza y tormentos a los corazones de los hombres.

En pocas palabras, que debía de ser una mujer extraordinaria, o si no Tomassov tenía que ser un jovencito extraordinario, para poder sentir de ese modo y hablar así de ella. Ya os he dicho que había en aquel tipo mucha poesía y he advertido que todo lo que contaba sonaba a verdad. Debía de ser la clase de hechicería que es capaz de ejercer una mujer muy fuera de lo corriente. Los poetas se acercan de algún modo a la verdad, eso es algo que nadie puede negar. Mi reconstrucción, ya lo sé, carece de poesía, mas no me falta cierta dosis de perspicacia común, y no me cabe ninguna duda de que la dama se mostró amable con el joven en cuanto éste logró abrirse paso hasta su salón. Que entrase en él es el verdadero portento. Sin embargo, entró, el muy cándido, y se encontró rodeado de una distinguida compañía de hombres de considerable posición. Y ya sabéis lo que eso significa: gruesas cinturas, calvas cabezas y dientes que no son tales, como dice algún satírico. Imaginaos entre ellos a un guapo muchacho, fresco e ingenuo, como una manzana recién caída del árbol; un sencillo, apuesto, impresionable y adorador joven bárbaro. ¡Caramba! ¡Menudo cambio! ¡Qué alivio para los que han perdido el entusiasmo! Y además, con esa poesía que puede salvar incluso a un inocentón del ridículo.

Tomassov se convirtió en un esclavo torpe e incondicionalmente devoto. Como premio recibió algunas sonrisas y, al cabo de un tiempo, fue admitido en la intimidad de la casa. Es posible que este joven bárbaro y sencillo divirtiera a la exquisita dama. Quizá —ya que no se alimentaba de velas de sebo— satisficiera alguna necesidad de ternura en aquella mujer. Ya sabéis, las mujeres muy civilizadas son capaces de sentir muchas clases de ternura. Me refiero a esas mujeres con cabeza e imaginación, nada temperamentales, ya me entendéis. Pero, ¿quién es capaz de desentrañar sus necesidades o sus caprichos? Ni ellas mismas saben casi nunca nada acerca de sus humores más íntimos, y van de uno en otro dando tumbos, a veces con resultados catastróficos. ¿Y quién hay, entonces, más sorprendido que ellas mismas? Sin embargo, el caso de Tomassov era, debido a su carácter, bastante idílico. Para el mundo elegante, era una diversión. Su devoción le proporcionó una especie de éxito social. Pero eso a él no le importaba. Tenía una sola divinidad, y tenía el templo, adonde podía ir y de donde podía salir cuando quisiera, sin tener en cuenta las horas oficiales de recepción.

Él se aprovechó con entera libertad de ese privilegio. Bueno, ya sabéis que no tenía deberes oficiales que cumplir. Se suponía que la Misión Militar era más honorífica que otra cosa, y estaba presidida por un amigo personal de nuestro emperador Alejandro; el cual, además, se dedicaba exclusivamente a buscar éxitos en la vida elegante, al menos aparentemente. Al menos aparentemente. Una tarde Tomassov fue a ver a la señora de sus sueños más temprano que de costumbre. La mujer no estaba sola. La acompañaba un hombre que no era uno de esos personajes de gran barriga y cabeza calva, pero que aun así no era un don nadie: un hombre de treinta y pocos años, un oficial francés que, hasta cierto punto, gozaba también del privilegio de la intimidad. Tomassov no sintió celos de él. Un sentimiento así le hubiese parecido presuntuoso a un tipo tan cándido. Sintió, por el contrario, admiración por ese oficial. No os podéis hacer una idea del prestigio que tenían los militares franceses en aquellos tiempos, incluso entre nosotros, los soldados rusos, que habíamos conseguido hacerles frente quizá mejor que los demás. Llevaban marcadas en la frente, se diría que para siempre, sus victorias. Hubiesen sido más humanos de no haber tenido tanta conciencia de ese hecho; pero eran buenos camaradas y manifestaban cierto sentimiento fraternal por todos los que llevaban armas, aunque fuese contra ellos.

Y éste era un ejemplar de la mejor categoría, un oficial del Estado Mayor de un general de división, y además un hombre de la buena sociedad. Era muy corpulento y masculino, a pesar de que iba tan esmeradamente acicalado como una mujer. Tenía el aplomo de un hombre de mundo. Su frente, blanca como el alabastro, contrastaba de manera impresionante con el saludable color de su cara. No sé si él sintió celos de Tomassov, pero sospecho que le molestó como una especie de absurda encarnación del tipo sentimental. Pero estos hombres de mundo son impenetrables, y exteriormente tuvo la condescendencia de reconocer la existencia de Tomassov en un grado que iba más allá de lo estrictamente imprescindible. Tomassov se sintió completamente conquistado por esa prueba de amabilidad aparente bajo el frío brillo de la mejor sociedad. Tomassov, introducido en el petit salón, encontró a esas dos exquisitas personas sentadas una al lado de la otra en un sofá y tuvo la sensación de haber interrumpido una conversación especial. Pensó que le miraban de una forma extraña; pero no le dieron a entender que fuera un intruso. Al cabo de un rato la dama le dijo al oficial —se llamaba De Castel:

—Me gustaría que os tomaseis la molestia de confirmar la veracidad de ese rumor.
—Es mucho más que un simple rumor —observó el oficial.
Pero se levantó dócilmente y se fue. La dama se volvió a Tomassov y dijo:
—Podéis quedaros conmigo.

Esa orden expresa hizo que él experimentara la felicidad suprema, aunque de hecho no tuviera la menor intención de irse. Ella le dirigió una de aquellas amables miradas que hacían que algún rincón del pecho de Tomassov ardiera y se ensanchara. Era una sensación deliciosa, aunque de vez en cuando le dejara sin aliento. Bebió en éxtasis el sonido de la tranquila y seductora conversación de la dama, llena de alegría inocente y quietud espiritual. Le pareció que su pasión se encendía y la envolvía de pies a cabeza en ardientes llamas azules y que el alma de ella reposaba en el centro como una gran rosa blanca. Bueno, esto basta. Me dijo muchas cosas semejantes. Pero ésta es la que recuerdo. Él se acordaba de todo porque esos fueron sus últimos momentos con aquella mujer. Estaba viéndola por última vez aunque él no lo supiese entonces. M. De Castel, al regresar, malogró la atmósfera encantada que Tomassov había estado absorbiendo hasta el punto de perder toda conciencia del mundo exterior. Tomassov no pudo impedir que le sorprendiera la distinción de los movimientos del oficial, la naturalidad de sus modales, su superioridad con respecto a todos los demás hombres que él conocía, y eso le hizo sufrir. Se le ocurrió que aquellos dos brillantes seres sentados en el sofá estaban hechos el uno para el otro. De Castel, que se había sentado al lado de la dama, le murmuró discretamente:

—No hay la menor duda de que es cierto.

Luego, volvieron los dos sus ojos hacia Tomassov. El despertó totalmente de su ensueño y se sintió abrumado por la timidez. Permaneció sentado sonriéndoles ligeramente. Sin apartar los ojos del azarado Tomassov, la dama dijo con una gravedad soñadora completamente desacostumbrada en ella:

—Me gustaría comprobar que vuestra generosidad puede ser absoluta, impecable. El amor supremo debería ser origen de todas las perfecciones.

Tomassov, admirado, abrió los ojos de par en par al oírlo, como si de los labios de la dama hubiesen brotado auténticas perlas. Pero aquel sentimiento no había sido expresado pensando en el primitivo joven ruso, sino en el exquisitamente maduro hombre de mundo, De Castel. Tomassov no pudo ver el efecto que producía porque el oficial francés bajó la cabeza y se quedó sentado contemplando sus botas admirablemente lustrosas. La dama susurró comprensiva:

—¿Tenéis escrúpulos?
De Castel, sin levantar la vista, murmuró:
—Podría convertirse en una magnífica cuestión de honor.
—Eso es muy artificial, sin duda. Yo estoy a favor de los sentimientos naturales. No creo en otra cosa. Pero quizá vuestra conciencia...
—En absoluto —la interrumpió él—. No tengo una conciencia infantil. El destino de esas personas no tiene importancia militar para nosotros. ¿Qué puede importar? La fortuna de Francia es invencible.
—Bien, entonces... —dijo ella significativamente, y se levantó del sofá.

El oficial francés se levantó también. Tomassov se apresuró a imitar su ejemplo. Sufría por culpa del estado de absoluta oscuridad mental en que se encontraba. Mientras alzaba la blanca mano de la dama hasta sus labios oyó decir al oficial francés con gran intensidad:

—Si tiene alma de guerrero (en aquel tiempo, ¿sabéis?, la gente hablaba realmente así), si tiene alma de guerrero debería caer a vuestros pies lleno de gratitud.

Tomassov se sintió sumido en una oscuridad más densa incluso que antes. Salió de la habitación y de la casa detrás del oficial francés, pues le daba la sensación que era eso lo que se esperaba de él.
Anochecía, hacía muy mal tiempo y la calle estaba completamente desierta. El francés retrasó extrañamente su partida. Y también Tomassov, sin impaciencia, se quedó. Nunca tenía prisa por irse de la casa donde ella vivía. Y además, le había ocurrido una cosa maravillosa. La mano que había levantado reverentemente por la punta de los dedos había oprimido sus labios. ¡Había recibido un favor secreto! Estaba casi asustado. El mundo se había tambaleado, y todavía no había vuelto a estabilizarse. De Castel se detuvo de pronto en la esquina de la tranquila calle.

—No tengo especial interés de que me vean con vos por la calle, M. Tomassov —le dijo en un tono extrañamente sombrío.
—¿Por qué? —preguntó el joven, tan desconcertado que no pudo sentirse ofendido.
—Por prudencia —respondió secamente el otro—. De modo que tendremos que separarnos aquí; pero antes de separarnos voy a revelaros una cosa cuya importancia comprenderéis inmediatamente.

Éste era, fijaos bien, un anochecer de finales de marzo del año 1812. Hacía ya bastante tiempo que se hablaba de la creciente frialdad entre Rusia y Francia. En los salones se susurraba la palabra guerra en voz cada vez más alta, y por fin había empezado a oírse en los círculos oficiales. Luego la policía de París descubrió que el jefe de nuestra Misión Militar había sobornado a algunos funcionarios del Ministerio de la Guerra y obtenido de ellos algunos documentos muy importantes. Aquellos desgraciados (eran dos) confesaron su crimen e iban a ser ejecutados esa noche. Al día siguiente toda la ciudad hablaría del asunto. Pero lo peor era que el emperador Napoleón estaba furiosamente indignado por el descubrimiento, y había decidido que el embajador ruso sería detenido. Esto fue lo que le reveló De Castel; y aunque le había hablado en voz baja, Tomassov quedó aturdido como por un gran estruendo.

—Detenido —murmuró desolado.
—Sí, y será prisionero de Estado, con todos los que han venido aquí con él...

El oficial francés cogió a Tomassov por el brazo, por encima del codo, y se lo apretó con mucha fuerza.

—Y quedará retenido en Francia —repitió en el mismo oído de Tomassov, y luego, soltándole, dio un paso atrás y permaneció en silencio.
—¡Y sois vos, vos, quien me lo cuenta! —exclamó Tomassov experimentando una gratitud tan extraordinaria como la admiración que sentía por la generosidad de su futuro enemigo.

¡Acaso un hermano hubiese podido hacer más por él! Trató de estrechar la mano del oficial francés, pero éste permaneció envuelto en su capa. Es posible que la oscuridad le hubiese impedido ver la intención de Tomassov. El francés dio otro paso atrás y con la voz serena del hombre de mundo, como si estuviese hablando en una mesa de juego o algo parecido, dijo a Tomassov que si tenía intención de aprovechar la advertencia, los momentos eran preciosos.

—Desde luego que lo son —convino el atemorizado Tomassov—. Adiós, entonces. No tengo palabras para agradeceros vuestra generosidad; pero si alguna vez tuviese una oportunidad, os lo juro, podéis hacer con mi vida...

Pero el francés se retiró, ya se había desvanecido en la oscura calle solitaria. Tomassov estaba solo, y a partir de entonces ya no perdió ni uno solo de los preciosos minutos de aquella noche. Ved cómo pasan a la historia los simples rumores y las conversaciones ociosas. En todos los libros que hablan de esa época leeréis que nuestro embajador recibió un aviso de alguna dama de elevada posición que estaba enamorada de él. Se sabe, naturalmente, que tenía éxitos entre las mujeres, y también que los solía conseguir en las altas esferas, pero la verdad es que la persona que le advirtió no fue otra que nuestro cándido Tomassov, un amante también, pero de una especie completamente distinta. Éste es, pues, el secreto de cómo consiguió evitar su detención el jefe de la Misión de nuestro emperador. Él y todos los miembros de la embajada, tal como registra la historia, salieron a tiempo de Francia. Y entre esos miembros se encontraba naturalmente nuestro Tomassov. Por decirlo con las palabras del oficial francés, tenía alma de guerrero. Y no hay perspectiva más desoladora para un hombre con un alma así que la de ser hecho prisionero en vísperas de una guerra; verse alejado de su país en peligro, de su familia militar, de su deber, de su honor y —bueno— también de la gloria. Tomassov se estremecía con sólo pensar en el tormento moral del que había escapado; y alimentó en su corazón una ilimitada gratitud por las dos personas que le habían salvado de tan cruel ordalía. ¡Eran unos seres maravillosos! Para él, amor y amistad no eran sino dos aspectos de la más exaltada perfección. Había encontrado esos dos magníficos ejemplos y les rendía algo bastante semejante a un culto. Aquello afectó también a su actitud general en relación con los franceses, a pesar de que era un gran patriota. Se sintió naturalmente indignado cuando su país fue invadido, pero no había en esa indignación la mínima animosidad personal. La suya era una naturaleza refinada. Se afligía ante la escandalosa enormidad de los sufrimientos humanos que veía a su alrededor. Sí, estaba lleno de compasión por todas las formas de miseria humana, pero de una manera varonil.

Naturalezas menos refinadas que la suya no acababan de comprender muy bien su actitud. En el regimiento le habían puesto el mote de Tomassov el Humanitario. Él no se sintió ofendido por ello. No existe ninguna incompatibilidad entre el humanitarismo y un alma de guerrero. La gente sin compasión son los civiles, los funcionarios del gobierno, los comerciantes y otros como ellos. Y en cuanto a esas feroces palabras que suelen decir muchísimas personas decentes en tiempo de guerra, bueno, en el mejor de los casos la lengua es ingobernable, y cuando las circunstancias crean un ambiente excitado no hay modo de refrenar su furiosa actividad. De modo que no me llevé ninguna sorpresa al ver que Tomassov envainaba deliberadamente su sable justo en plena carga, podríamos decir. Cuando después nos alejábamos de la columna él permanecía muy silencioso. No es que fuese un charlatán, pero era evidente que haber visto de cerca el Gran Ejército le había afectado profundamente, como una visión del otro mundo. Yo había sido siempre un individuo bastante frío; pues bien, incluso yo... ¡Figuraos aquel tipo que tenía una naturaleza tan poética! Ya podéis imaginar lo que debió pensar. Cabalgamos el uno al lado del otro sin despegar los labios. Aquella experiencia estaba sencillamente más allá de las palabras.

Establecimos nuestro vivaque en el lindero del bosque para que los caballos quedaran un poco resguardados. Sin embargo, el borrascoso viento del norte había cesado tan bruscamente como se había levantado, y del Báltico al Mar Negro reinaba la gran quietud del invierno. Casi podíamos sentir esa fría inmensidad sin vida extendiéndose hasta las estrellas. Nuestros soldados habían encendido varias hogueras para sus oficiales y habían limpiado la nieve a su alrededor. Nuestros asientos eran grandes troncos; eran en general un vivaque bastante tolerable, aun sin la exultación de la victoria. Eso era algo que sentiríamos posteriormente, pero de momento estábamos sufriendo la opresión que nos producía nuestra dura y ardua tarea. Nos habíamos sentado en torno a mi hoguera tres oficiales. El tercero era ese ayudante que ya he mencionado. Quizá fuese un tipo sin mala intención, pero no tan buena persona como hubiese podido ser sin sus rudos modales y su burda visión de las cosas. Solía razonar acerca de la conducta de las personas como si el ser humano fuese una figura tan simple como, por ejemplo, dos palos cruzados el uno sobre el otro; cuando de hecho el hombre se parece mucho más al mar, cuyos movimientos son demasiado complicados para que nadie pueda explicarlos, y de cuyas profundidades puede surgir Dios sabe qué en cualquier momento.

Charlamos un rato de esa carga. No mucho. Esa clase de cosas no se presta demasiado a la conversación. Tomassov murmuró unas cuantas palabras al efecto de considerarla una simple carnicería. Yo no tenía nada que decir. Como ya os he contado, enseguida dejé colgar ociosamente mi sable. Aquella muchedumbre hambrienta ni siquiera había intentado defenderse. Sólo unos pocos disparos. Dos de nuestros hombres estaban heridos. ¡Dos!... Y habíamos cargado contra la columna principal del Gran Ejército de Napoleón. Tomassov murmuró en tono de hastío:

—¿Y para qué ha servido?
Como yo no tenía ganas de discutir me limité a decir entre dientes:
—¡Hombre!
Pero el ayudante intervino de forma desagradable:
—Pues ha servido para calentar un poco a nuestras tropas. A mí me ha hecho entrar en calor. Y eso me parece una razón suficiente. ¡Pero nuestro Tomassov es tan humanitario! Y además ha estado enamorado de una mujer francesa, y ha sido uña y carne de un montón de franceses, y por eso le dan pena. No te preocupes, muchacho, ¡Ahora hemos emprendido el camino hacia París y pronto podrás verla!

Éste era uno de sus acostumbrados discursos, que tan necios nos parecían a nosotros. Todos pensábamos que llegar a París costaría, como mínimo, varios años. Muchos años. Y, ¡oh maravilla!, menos de dieciocho meses después me estafaban un montón de dinero en un tugurio de juego del Palais Royal. La verdad, que a menudo es la cosa más insensata del mundo, le es revelada a veces a los necios. No creo que aquel ayudante de nuestro regimiento creyera en sus propias palabras. Sólo importunaba a Tomassov por la fuerza de la costumbre. Simplemente por costumbre. Nosotros, naturalmente, no dijimos nada, y él apoyó la cabeza entre las manos y se quedó medio dormido, sentado en un tronco junto al fuego. Nuestra caballería ocupaba el extremo del ala derecha del ejército, y debo confesar que lo protegíamos muy mal. A estas alturas habíamos perdido toda sensación de inseguridad; pero todavía fingíamos que estábamos cumpliendo, a nuestra manera, esa misión. Al cabo de un rato llegó cabalgando un soldado que conducía otro caballo de las riendas; Tomassov lo montó con los envarados movimientos de un hombre entumecido, y partió para hacer una ronda de los puestos de avanzada. De esos puestos de avanzada completamente inútiles. En la silenciosa noche no se oía más que el crepitar de las hogueras. El enfurecido viento se había elevado abandonando la superficie de la tierra y no se oía ni el menor silbido. Sólo la luna se deslizó bruscamente hasta presentarse en el cielo y quedó colgada alta e inmóvil sobre nuestras cabezas. Recuerdo que levanté por un momento mi rostro hirsuto hacia ella. Luego creo que yo también me quedé medio dormido, doblándome sobre mi tronco de árbol con la cabeza dirigida hacia la ardiente hoguera.

Ya sabéis lo inconstante que es esa clase de sueño. Caes repentinamente en un abismo y al instante siguiente regresas a un mundo que te parece demasiado profundo para que llegue a él ningún sonido como no sean las trompetas del Juicio Final. Y después vuelves a caer en el sueño. Es como si tu misma alma se deslizara por un negro pozo sin fondo. Y luego vuelves a sentirte sobresaltadamente despierto. En esas ocasiones no somos más que un juguete del sueño cruel. Vivimos atormentados tanto en unos momentos como en los otros. Sin embargo, cuando se acercó mi asistente, repitiendo sin cesar: «¿Desea cenar su señoría? ¿Desea cenar su señoría?», conseguí agarrar firmemente esa conciencia abismal que había logrado recobrar. El asistente estaba ofreciéndome una tiznada marmita que contenía un poco de grano hervido en agua con una pizca de sal. En la misma marmita había una cuchara de madera. En esta época ése era el único rancho que nos daban de forma regular. ¡Comida de gallinas, el Cielo la confunda! Pero el soldado ruso es maravilloso. Bien, mi asistente esperó a que terminara mi festín y luego se fue con la marmita vacía. Se me había pasado el sueño. De hecho, me había despertado tanto que tenía una exagerada conciencia mental de todo lo que existía más allá de lo que me rodeaba. La humanidad sólo experimenta cosas así en momentos excepcionales, afortunadamente. Tuve la íntima sensación de la tierra envuelta en toda su enorme extensión por una capa de nieve de la que no asomaban más que unos troncos delgados como tallos, con un verdor fúnebre en las copas; y en medio de esta visión de luto generalizado me pareció oír los lamentos de la humanidad entera que caía para morir en medio de una naturaleza sin vida. Ellos eran franceses. Nosotros no les odiábamos; ellos no nos odiaban; habíamos existido muy alejados los unos de los otros, y de repente ellos se habían alzado en armas, arremetiendo contra nosotros, sin temor de Dios, arrastrando consigo a otras naciones, y todo para perecer juntos en una larga, larguísima estela de cadáveres congelados. Tuve una visión real de esa estela: una patética multitud de pequeños túmulos oscuros que se extendía bajo la luz de la luna en medio de una atmósfera transparente, tranquila y despiadada, algo así como una paz horrible.

¿Pero qué otra paz podía haber para ellos? ¿Qué otra cosa merecían? No sé por qué extraña asociación de emociones me vino a la cabeza la idea de que la tierra era un planeta pagano y que no era una morada adecuada para las virtudes cristianas. Posiblemente os sorprenda que recuerde tan bien todo esto. ¿Qué es una pasajera emoción o un pensamiento que no ha llegado a formarse completamente para permanecer presente a lo largo de tantos años en la cambiante e intrascendente vida de un hombre? Pero lo que fijó la emoción de esa noche en mi recuerdo, de tal modo que hasta sus más leves sombras siguen siendo indelebles, fue un acontecimiento extrañamente definitivo, un acontecimiento que difícilmente podría olvidar nadie en toda su vida, como vosotros mismos comprobaréis. No creo que hubiesen pasado más de cinco minutos sumido en esos pensamientos cuando hubo algo que me indujo a volver la cabeza y mirar atrás. Dudo que fuese un ruido; la nieve amortiguaba todos los sonidos. Pero algo tuvo que ser, cierta clase de señal que llegó a mi conciencia. Fuera como fuese, volví la cabeza, y el acontecimiento estaba acercándoseme sin que yo lo supiera ni tuviese la menor premonición. Todo lo que vi a lo lejos fueron dos figuras que se acercaban a la luz de la luna. Una de ellas era nuestro Tomassov. La oscura masa que había detrás de él y que cruzaba mi campo de visión eran los caballos que su asistente se estaba llevando. Tomassov tenía un aspecto muy familiar, con sus botas altas: una figura alta terminada en una capucha puntiaguda. Pero a su lado avanzaba otra figura. Al principio no confié en mis sentidos. ¡Era asombroso! Llevaba en la cabeza un brillante casco coronado por una cimera e iba embozado en una capa blanca. La capa no era tan blanca como la nieve. No hay nada que lo sea. Era de un blanco que recordaba más bien al de la niebla, y tenía un aspecto que era a la vez marcial y fantasmal en un grado extraordinario. Era, como si Tomassov hubiese capturado al mismísimo Dios de la Guerra. Inmediatamente pude ver que llevaba a aquella resplandeciente visión cogida del brazo. Luego vi que la estaba sosteniendo. Mientras yo seguía mirando y mirando, ellos siguieron arrastrándose —porque andaban verdaderamente a rastras— y por fin se arrastraron hasta la luz de nuestra hoguera y dejaron atrás el tronco en el que yo estaba apoyado. El resplandor rieló en el casco. Estaba extremadamente abollado, y sobre el rostro congelado y plagado de heridas inflamadas que asomaba bajo él caían despeinados mechones de pelo mugriento. No era el Dios de la Guerra, sino un oficial francés. Su amplia capa de coracero blanco estaba rasgada y salpicada de agujeros chamuscados. Llevaba los pies envueltos en viejas pieles de cordero entre las que asomaban los restos de unas botas. Parecían monstruosas y el oficial tropezaba con ellas, sostenido por Tomassov, que finalmente le depositó con sumo cuidado sobre el tronco en el que yo estaba.

Mi asombro no conocía límites.
—Has traído un prisionero —le dije a Tomassov, como si no pudiese dar crédito a mis ojos.

Debéis tener en cuenta que, a no ser que se rindieran en gran número, no hacíamos prisioneros. ¿De qué nos hubiese servido? Nuestros cosacos mataban a los rezagados o les abandonaban a su suerte, según les venía en gana. En realidad, fuera como fuese, todos acababan, de uno u otro modo, igual. Tomassov se volvió hacia mí con el semblante profundamente turbado.

—Surgió de golpe no sé de dónde, justo cuando yo me iba del puesto —dijo—. Creo que lo hizo a propósito, porque avanzó ciegamente hacia mi caballo. Me cogió la pierna y naturalmente ninguno de los nuestros se atrevió a tocarle entonces.
—Se ha librado por muy poco —le dije.
—Él no se dio cuenta —dijo Tomassov, más turbado incluso que antes—. Siguió pegado a mí, agarrándose al estribo. Por eso he tardado tanto. Me dijo que era un oficial de Estado Mayor; y luego, hablando con una voz que imagino que sólo usan los condenados, con un gruñido de furia y de dolor, dijo que tenía que rogarme que le hiciese un favor. Un favor supremo. Y con un susurro diabólico me preguntó si le entendía.

Naturalmente le contesté que sí. Oui, je vous cómprends, le dije. «Entonces —dijo él—, hacedlo. ¡Ahora! Inmediatamente, si vuestro corazón alberga un poco de piedad.» Tomassov se interrumpió y me dirigió una extraña mirada por encima de la cabeza del prisionero. —¿Qué quería? —le dije. —Eso es lo que le pregunté —respondió Tomassov con un tono aturdido—, y me dijo que quería que le hiciese el favor de volarle los sesos. Como un soldado que hace un favor a otro soldado —dijo—. Como hombre sensible, como hombre humanitario. El prisionero permanecía sentado entre nosotros dos con su rostro de momia horriblemente acuchillada, como un marcial espantapájaros, como un grotesco horror de andrajos y suciedad, con unos ojos espantosamente vivos, llenos de vitalidad, llenos de un fuego inextinguible, en un cuerpo horriblemente afligido, como un esqueleto en el festín de la gloria. Y de repente aquellos ojos suyos brillantes e inextinguibles se fijaron en Tomassov. Él, pobre hombre, devolvió fascinado la cadavérica mirada de aquel alma en pena que todavía anidaba en lo que apenas si era la cascara de un hombre. El prisionero le gruñó en francés:

—Os reconozco, ¿sabéis? Vos sois su jovencito ruso. Os mostrasteis muy agradecido. Os ruego que paguéis vuestra deuda. Pagadla, os lo pido, con un disparo liberador. Sois un hombre de honor. No tengo ni siquiera un sable roto. Todo mi ser se espanta ante mi propia degradación. Vos sabéis quien soy.
Tomassov no dijo nada.
—¿Acaso no tenéis alma de guerrero? —preguntó el francés en un susurro iracundo, pero también con algo semejante a una intención burlona.
—No lo sé —dijo el pobre Tomassov.

¡Qué mirada de desprecio le lanzó el espantapájaros con sus ojos inextinguibles! Parecía que lo único que le mantenía con vida era la fuerza de su enfurecida e impotente desesperación. De repente dio una boqueada y cayó hacia delante mientras el dolor de los calambres en todos sus miembros le hacía retorcerse; es un efecto bastante corriente del calor de una hoguera de campamento. Parecía que le estuviesen aplicando algún horrible tormento. Pero al principio trató de luchar contra el dolor. Cuando nos inclinamos hacia él para impedir que rodara hasta el fuego sólo dejó oír unos leves gemidos y murmuró varias veces «Tuez moi, tuez moi...», hasta que, derrotado por el dolor, empezó a lanzar gritos a intervalos, como si cada uno de ellos se abriese paso como un estallido por entre sus apretados labios. El ayudante despertó al otro lado de la hoguera y se puso a soltar horribles juramentos quejándose del brutal alboroto que armaba el francés.

—¿Qué pasa? Nuevas muestras del infernal humanitarismo de Tomassov, supongo. ¿Por qué no le mandáis al diablo? Echadle a la nieve.

Como nosotros no prestamos atención a sus gritos, se levantó lanzando escandalosas maldiciones, y se fue a otra hoguera. Por fin el oficial francés se tranquilizó un poco. Le apoyamos contra el tronco y nos sentamos en silencio uno a cada lado de él hasta que, en cuanto amaneció, empezó a sonar la llamada de las cornetas. La enorme llama, que había permanecido viva durante toda la noche, empalideció sobre la lívida sábana de nieve, mientras el aire congelado a nuestro alrededor vibraba a los sones metálicos de las trompetas de la caballería. Los ojos del francés, fijos en una mirada vidriosa que por un momento nos hizo confiar qué hubiese muerto calladamente sentado entre nosotros dos, se agitaron lentamente a izquierda y derecha, mirando por turno nuestros rostros. Tomassov y yo intercambiamos sendas miradas de consternación. Luego la voz de De Castel, inesperada por su renovada fuerza y su horrible serenidad, hizo que nos estremeciéramos interiormente.

—Bonjour, messierus.
Su mentón cayó sobre su pecho. Tomassov se dirigió a mí en ruso:
—Es él, aquel hombre...
Yo asentí con la cabeza y Tomassov prosiguió en tono angustiado.
—¡Sí, es él! Brillante, maduro, envidiado por los hombres, amado por las mujeres... este horror, esta cosa miserable que no puede morir. Mírale los ojos. Es terrible.

Yo no miré, pero comprendí qué quería decir Tomassov. No podíamos hacer nada por él. Aquel vengador invierno que nos había traído el destino tenía aferrados en su puño de hierro tanto a los fugitivos como a los perseguidores. La compasión no era más que una palabra vana ante un destino tan inexorable. Traté de decir algo sobre el convoy que sin duda debía estar formándose en la aldea, pero mi voz desfalleció ante la mirada muda que me dirigió Tomassov. Sabíamos cómo eran esos convoyes: espantosas hordas de seres desgraciados y desesperados empujadas por la punta de las lanzas de los cosacos que les devolvían al infierno helado, alejándoles de sus hogares. Nuestros dos escuadrones ya se habían ido formando a lo largo del lindero del bosque. Transcurrieron unos minutos angustiosos. El francés hizo de repente un esfuerzo por ponerse en pie. Nosotros le ayudamos casi sin saber lo que hacíamos.

—Vamos —dijo él con voz controlada—. Éste es el momento. —Hizo una pausa que duró mucho tiempo y después, con la misma claridad, prosiguió—. Os doy mi palabra que toda mi fe ha muerto.
Su voz perdió de repente la serenidad. Tras esperar un poco añadió en un murmullo:
—Y todo mi valor... Os doy mi palabra.
Transcurrió otra larga pausa antes de que, con gran esfuerzo, susurrara con voz ronca:
-¿No basta esto para conmover a un corazón de piedra? ¿Voy a tener que ponerme de rodillas ante vos?
De nuevo se cernió el silencio sobre los tres. Entonces el oficial francés lanzó contra Tomassov su última palabra de ira:
—¡Marica!

No se movió ni un solo rasgo del semblante del pobre hombre. Yo decidí ir a buscar un par de soldados para que condujeran al miserable prisionero a la aldea. No había otra alternativa. Apenas había recorrido seis pasos hacia el grupo de caballos y asistentes que se encontraba al frente de nuestro escuadrón cuando... Pero ya lo habéis adivinado. Claro. Y yo también lo adiviné, y os doy mi palabra que el disparo de la pistola de Tomassov fue lo más insignificante que se pueda imaginar. La nieve absorbe sin duda los sonidos. No fue más que un leve chasquido. No creo que ni uno solo de los asistentes que sujetaban nuestros caballos volviera la cabeza. Sí. Tomassov lo había hecho. El destino había dirigido los pasos de De Castel hacia el hombre que podía comprenderle perfectamente. Pero al pobre Tomassov le cayó en suerte ser la víctima predestinada. Ya sabéis cómo son la justicia del mundo y el juicio de la humanidad, y ambas cayeron sobre él con una especie de hipocresía invertida. ¡Vaya que sí! ¡Aquel bruto de ayudante fue el primero que empezó a hacer correr horrorizados rumores acerca del asesinato a sangre fría de un prisionero! Tomassov, naturalmente, no fue licenciado. Pero después del asedio de Dantzig, solicitó autorización para abandonar el ejército, y se alejó para sepultarse en lo más recóndito de su provincia, donde una vaga historia de cierto acto oscuro le persiguió durante muchos años.

Sí. Lo había hecho. ¿Y qué fue lo que hizo? Un alma de guerrero había pagado con creces la deuda que contrajo con otra alma de guerrero, liberándola de un destino peor que la muerte: la pérdida de toda fe y todo valor. Podéis entenderlo de ese modo. Yo no estoy muy seguro. Y quizá tampoco lo estuviera el pobre Tomassov. Pero fui el primero que se acercó a ese horrible grupo oscuro en medio de la nieve: el francés, rígido y tendido boca arriba; Tomassov, con una rodilla en tierra, más cerca de los pies que de la cabeza del francés. Se había quitado el gorro y su cabello brillaba como el oro entre los copos de la ligera nevada que había empezado a caer. Estaba agachado sobre el muerto en actitud tiernamente contemplativa. Y su rostro joven e ingenuo, con los párpados entrecerrados, no expresaba pesar, severidad ni horror, sino que se había fijado en el reposo de una profunda, por perpetua y perpetuamente silenciosa, meditación.


Almas en pena. Seabury Quinn (1889-1969)

-¡Diez mil diablillos verdes! ¡Vaya noche, vaya noche tan odiosa!
Jules de Grandin se detuvo bajo la entrada para vehículos del teatro y observó las cortinas de lluvia que caían del cielo con un feroz fruncimiento de ceño.
-Bueno, el verano está muerto y el invierno aún no ha llegado -le recordé intentando calmarle-. Estamos en octubre, y es lógico que tengamos algo de lluvia. El equinoccio de otoño...
-¡Espero que los demonios más selectos de Satanás se larguen volando con el equinoccio de otoño! -Me interrumpió el pequeño francés-. Morbleu, sólo Dios sabe cuánto tiempo llevo sin ver el sol. ¡Además, me encuentro abominablemente hambriento!
-Eso es algo que sí podemos remediar -prometí, apartándole del refugio ofrecido por la cornisa y llevándole hacia mi coche-. ¿Y si nos pasamos por el Café Bacchanale? Siempre suelen tener algo bueno para comer.
-Excelente, magnífico -dijo Jules de Grandin con entusiasmo, instalándose ágilmente en el asiento trasero y bajándose el cuello del abrigo que se había subido para protegerse de la lluvia-. Es usted un auténtico filósofo, mon vieux. Siempre sabe decirme aquello que más deseo oír.

Los clientes del cabaret se lo estaban pasando en grande, pues era la noche del 31 de octubre, y la gerencia había preparado una fiesta especial de Halloween. Dejamos atrás el cordoncillo de terciopelo que colgaba a través de la entrada y apenas llegamos al comedor fuimos acogidos por un estallido de música. Una docena de ágiles jovencitas sucintamente vestidas estaban ejecutando unos giros muy complicados, dirigidas por una dama aparentemente desprovista de huesos cuyo atuendo se componía básicamente de tiras de tela con campanillas que le rodeaban el cuello, las muñecas y los tobillos.

-¿Conejo a la galesa? -sugerí-. Aquí lo preparan muy bien.
De Grandin asintió distraídamente con la cabeza mientras contemplaba a una pareja que comía en una mesa cercana.
-Amigo Trowbridge, tenga la amabilidad de observarles -me susurró justo cuando el camarero nos traía una bebida casi hirviente con que empezar la cena-. Comuníqueme los resultados de su examen, si es que obtiene alguno.

La chica «tumbaba de espaldas», como suele decirse. Era alta, esbelta y muy hermosa, y llevaba un traje de noche de color negro en el que no había ni el más mínimo adorno. Tampoco los había en el resto de su persona, dejando aparte el collar de pequeñas perlas de una sola vuelta que rodeaba su delgado y más bien largo cuello. Tenía el cabello de un castaño brillante, casi color cobre, y lo llevaba recogido alrededor de la cabeza formando una tiara griega: aquel marco rojizo hacía que su rostro pareciese una extraña flor situada al final de un largo tallo. Sus pestañas oscurecidas, el carmín de sus labios y la palidez de sus mejillas creaban una combinación de lo más interesante. Cuando la observé con más atención me pareció que había en su rostro la vaga pero inconfundible expresión de quien sufre alguna enfermedad. No era nada definido, meramente la combinación de ciertos factores que atravesaron la cáscara de mi admiración puramente masculina y obtuvieron una respuesta de mis años de experiencia como practicante de medicina: un cierto tono azulado de la tez que para el profano significaba «palidez interesante», pero que al galeno le indicaba una pobreza de oxígeno en la sangre; una leve rigidez en los músculos situados alrededor de la boca que le daba una inclinación más bien patética a sus labios fruncidos en un hermoso mohín; y una apenas perceptible retracción allí donde se unían la mejilla y la nariz, que significaba fatiga de los nervios o los músculos, posiblemente de ambos.

Volví los ojos hacia el hombre que la escoltaba, mezclando distraídamente la admiración y el diagnóstico en mi cabeza, y mis labios se tensaron un poco mientras hacía una anotación mental: «¡Buscadora de oro!» El hombre tenía los huesos grandes y los rasgos toscos, la cabeza en forma de bala y el cuello grueso, y poseía la complexión blancuzca como el vientre de un sapo de quien bebe y duerme demasiado y apenas hace ejercicio físico. La muchacha le habló en un susurro apremiante y el rostro del hombre apenas si cambió de expresión. Todo en su actitud indicaba al propietario, como si aquella joven le perteneciera en cuerpo y alma porque la había adquirido a cambio de una buena suma, y sus ojos de pez no paraban de vagabundear por la sala posándose con un brillo codicioso en las mujeres atractivas que cenaban en las otras mesas.

-No me gusta. -El comentario de Jules de Grandin hizo que mi atención dejara de vagabundear y volviera a lo que nos ocupaba-. Es tan extraño como inexplicable; no es normal.
-¿Eh? -exclamé-. Tiene toda la razón; estoy de acuerdo con usted. Es vergonzoso. Que una muchacha semejante venda -o, quizá, sólo alquile-, su cuerpo a una criatura tal...
-Non, non -me interrumpió con voz algo irritada-. No siento ni el más mínimo deseo de censurar su comportamiento moral; eso es algo que sólo les concierne a ellos. Lo que me intriga es su tratamiento de la bebida.
-¿La bebida? -repetí yo.
-Oui-da, la bebida. Han pedido bebida por tres veces y, sin embargo, no le han hecho caso en ninguna de esas tres ocasiones; la han dejado intacta sobre la mesa hasta que el garçon se la ha llevado. Y ahora le pregunto: ¿es normal eso?
-Bueno..., pues... -balbuceé intentando ganar tiempo, pero De Grandin siguió hablando.
-Mientras les observaba hubo un momento en el que la mujer pareció dispuesta a llevarse la copa a los labios, pero el gesto de su escolta la detuvo. No llegó a probar la bebida. ¿Qué clase de personas es capaz de no prestarle atención al vino..., el alma viva de la uva?
-Bien, ¿piensa investigarles? -le pregunté sonriendo.
Sabía que su curiosidad era casi tan ilimitada como su autoestima, y no me habría sorprendido demasiado ver cómo iba hacia la mesa de aquella extraña pareja y les pedía una explicación.
-¿Investigarles? -repitió con expresión pensativa-. Hum... Quizá lo haga.
Levantó la tapa de peltre de su jarra de cerveza produciendo un leve chasquido metálico, tomó un prolongado sorbo manteniendo su expresión pensativa y acabó inclinándose hacia adelante clavando sus ojillos redondos en los míos sin parpadear.
-¿Sabe de qué podría tratarse? me preguntó.
-Naturalmente, es Halloween. Todos los diablillos andan sueltos por ahí robando las puertas de los jardines y llamando a las puertas de las casas...
-Puede que los diablos de mayor tamaño también anden sueltos por el mundo.
-Oh, vamos -protesté-, supongo que no hablará en serio...
-Sí, hablo en serio -afirmó solemnemente-. Regardez, s'il vous plait.

Movió la cabeza señalando a la pareja de la otra mesa. Sentado justo enfrente de la extraña pareja había un joven que iba solo. Era uno de esos jóvenes apuestos de lacia y lustrosa cabellera que pueden encontrarse por docenas en cualquier campus universitario. Si De Grandin hubiera presentado contra él las mismas acusaciones de desperdiciar los alimentos de que había hecho objeto a la pareja, habría estado igualmente justificado, pues el muchacho había dejado casi sin probar un plato bastante complicado mientras sus ojos extasiados devoraban a la chica sentada en la mesa contigua. Me volví a mirarle y por el rabillo del ojo vi cómo el acompañante de la chica movía la cabeza señalando en esa misma dirección. Después se levantó y abandonó la mesa. Cuando fue hacia la puerta me di cuenta de que su paso recordaba más a los veloces movimientos de un animal que al caminar de un hombre. En cuanto se quedó sola la chica se dio media vuelta, entornó los párpados y le lanzó una mirada tan indiferente al joven que resultaba imposible equivocarse en cuanto a su intención. De Grandin observó con lo que me pareció un hosco desinterés cómo el joven se levantaba de su mesa para sentarse con ella y, dejando aparte alguna que otra mirada disimulada, no les prestó ninguna atención mientras se dedicaban al insulso intercambio de frases común en tales casos; pero unos minutos más tarde, cuando se pusieron en pie para marcharse, me indicó que debíamos imitarles.

-Debemos averiguar qué dirección toman –me dijo-. Es muy importante.
-¡Oh, por el amor de Dios, tenga un mínimo de sentido común! -le reñí yo-. Déjeles flirtear, si es eso lo que quieren. Estoy seguro de que ahora se encuentra mucho mejor acompañada que cuando entró con...
-¡Précisément, exactamente, así es! -exclamó De Grandin-. Ese «mucho mejor acompañada» al que usted se refiere es justamente aquello en lo que pienso cuando me dejo dominar por la preocupación.
-Hum, no cabe duda de que el hombre con quien estaba sentada era un tipo de aspecto muy duro -admití-. Y pese a toda su bonita inocencia es posible que la chica sea el cebo de un juego sucio...
-¿Un juego sucio? Mais oui, amigo mío. ¡Un juego sucio en el que las apuestas son infinitamente elevadas! -Se volvió hacia el elegante portero del local-. Monsieur le Concierge, esa pareja, el joven y la mujer... ¿se fueron por ahí?
-¿Eh?
-El joven y la muchacha..., ¿les ha visto salir? Nos gustaría saber en qué dirección se han ido...
Un arrugado billete de dólar cambió de manos y la memoria del portero revivió milagrosamente.
-Oh, ellos. Sí, les he visto. Cogieron un gran taxi negro y se alejaron en esa dirección. El conductor era un tipo bajito, un inglés. El joven daba la impresión de haber hecho una buena conquista... Aunque si el tipo duro que trajo aquí a la chavala se entera de que anda tonteando con ella puede acabar saliendo muy malparado. Ese fulano tiene cara de ser muy mala persona, y...
-Cierto, cierto -dijo De Grandin-. Y ese monsieur le Fulano de quien habla, ¿en qué dirección se marchó, si es tan amable?
-Se largó tan deprisa como si le persiguiera el mismísimo diablo hará unos diez minutos. Es un tipo bastante raro. Le observé cuando se alejaba por la calle, no por nada especial, entiéndame, pero estaba mirándole, desvié la vista un momento y cuando volví a mirar hacia allí había desaparecido. Cuando le vi por última vez estaba a mitad de la manzana, pero cuando volví a mirar ya no estaba allí. Que me cuelguen si sé cómo logró doblar la esquina en tan poco tiempo.
-Creo que su perplejidad está justificada -dijo De Grandin mientras yo detenía el coche junto a la acera. Una vez hubo entrado en él se volvió hacia mí y me dijo-: De prisa, amigo Trowbridge. Tenemos que localizarles antes de que desaparezcan en la tormenta.

Unos pocos minutos nos bastaron para divisar las luces traseras del gran coche en el que nuestra pareja se dirigía velozmente hacia las afueras de la ciudad. Les perdíamos de vez en cuando para volver a encontrarles casi de inmediato, pues la ruta que seguían iba en línea recta por el bulevar Oriente hacia el Old Turnpike.

-Ésta es la mayor de las locuras que hemos cometido en todo el tiempo que llevamos juntos -gruñí-. Tenemos tan pocas probabilidades de alcanzarles como de... ¡Diablos, se han parado!
Por improbable que parezca, el gran coche se había detenido ante la imponente Puerta Canterbury del cementerio Shadow Lawn.
De Grandin se inclinó hacia adelante en su asiento como un jockey montado sobre su caballo.
-¡Deprisa, amigo mío, con premura, a toda velocidad! -me suplicó-. Debemos alcanzarles antes de que bajen del vehículo!
Todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Cuando frenamos junto al cementerio con nuestro motor haciendo tanto ruido como un caballo agotado, lo único que encontramos fue una limusina vacía y un chófer atónito que nos recibió con una amplia gama de profanidades.
-¿Por dónde, amigo mío..., por dónde se fueron?
De Grandin salió disparado del coche antes de que hubiera podido detenerlo del todo.
-¡Dentro del cementerio! respondió el chófer-. Oiga, ¿qué diablos sabe usted acerca de esto? Me han hecho venir hasta este sitio donde el diablo dice «¡Buenas noches!» y me han dejado tirado como si fuese un trapo sucio... -Su voz cobró un agudo tono de falsete imitando a la de una mujer-. «No hace falta que nos espere, chófer, no volveremos», me dice. Dios Todopoderoso, ¿quién sino un cadáver puede entrar en un cementerio y no volver a salir?
-Ciertamente, ¿quién? exclamó el francés y se volvió hacia mí-. Vamos, amigo Trowbridge, debemos apresurarnos, ¡tenemos que encontrarle pronto o será demasiado tarde!

El recinto funerario tenía una apariencia tan solemne como el propósito al cual estaba dedicado, y su oscura y lúgubre extensión se desplegó a nuestro alrededor cuando cruzamos la verja de la imponente entrada de piedra. Los caminos de gravilla bordeados por hileras dobles de piceas se curvaban alejándose como el dédalo de un laberinto, y el suelo negro con las ocasionales protuberancias de las tumbas o los monumentos funerarios de blanco mármol iba subiendo de nivel, aparentemente hasta el infinito. De Grandin avanzó con paso rápido como si fuera un terrier que sigue el rastro de su presa, inclinándose de vez en cuando para pasar bajo la rama de algún árbol empapado por la lluvia, después de lo cual apretaba el paso yendo todavía más deprisa que antes.

-¿Conoce este lugar, amigo Trowbridge? -me preguntó durante una de sus breves paradas.
-Mejor de lo que quisiera -admití-. He estado aquí para asistir a varios funerales.
-¡Estupendo! –exclamó-. Entonces podrá decirme dónde se encuentra el... ¿cómo le llaman? ¿La cripta de recepción?
-Por allí, casi en el centro del recinto -respondí.
De Grandin asintió y reanudó su avance casi a la carrera.
Acabamos llegando al achaparrado mausoleo de piedra gris y De Grandin examinó todas las puertas, una detrás de otra.
-¡Es inútil! -anunció con expresión decepcionada después de que las grandes puertas metálicas de aquel sepulcro hubieran desafiado todos sus esfuerzos-. Parece que tendremos que buscar en otro sitio.

Corrió hacia la explanada reservada para aparcamiento de los coches fúnebres y examinó rápidamente lo que le rodeaba. Acabó tomando una decisión y salió disparado por el serpenteante camino que llevaba a una larga hilera de mausoleos familiares, moviéndose tan deprisa como si fuera un corredor en una prueba a campo traviesa. Se detuvo ante cada uno de ellos y trató de abrir las sólidas rejas metálicas de la entrada, observando su tenebroso interior con la ayuda de su linterna de bolsillo. Visitamos una tumba tras otra hasta que me quedé sin aliento y sin paciencia.

-¿A qué viene todo esto? -le pregunté-. ¿Qué está buscando...?
-Lo que temo encontrar -replicó con voz jadeante mientras paseaba el haz luminoso de su linterna a nuestro alrededor-. Si hemos sido burlados... ¿Eh? Mire, amigo mío, mire y dígame qué ve.
El angosto cono de luz proyectado por su linterna me permitió observar una silueta oscura que yacía sobre los peldaños de un mausoleo.
-Pero... ¡pero si es un hombre! -exclamé.
-Eso espero -replicó De Grandin-. Puede que sólo encontremos las reliquias de uno pero..., ¡eh! Bien. Todavía respira.
Cogí su linterna y moví el haz luminoso sobre la silueta inmóvil caída encima de los peldaños de la tumba. Era el joven al que habíamos visto salir del café acompañando a aquella mujer tan extraña. En su frente había un corte de feo aspecto que parecía haber sido causado por algún instrumento romo blandido con una fuerza terrible..., una cachiporra, por ejemplo.
Las expertas manos de mi amigo recorrieron con hábil rapidez el cuerpo del joven. Le apretó la muñeca con los dedos para tomarle el pulso y se inclinó para pegar el oído a su pecho.
-Vive -anunció en cuanto hubo terminado su inspección-, pero su corazón... No me gusta. Vamos, amigo mío; saquémosle de este lugar.
-Y ahora, mon brave -dijo media hora después cuando hubimos logrado revivir al joven inconsciente con sales aromáticas y compresas frías-, quizá tenga la amabilidad de explicarnos por qué abandona las moradas de los vivos para mezclarse con los muertos.
El paciente hizo un débil esfuerzo para incorporarse en la camilla, descubrió que le resultaba demasiado difícil, se rindió y volvió a recostarse.
-Creí que estaba muerto -confesó.
-¿Hum? -El francés le contempló entrecerrando los ojos-. Aún no ha respondido a mi pregunta, joven monsieur.
El muchacho hizo un segundo intento de levantarse. Una expresión de dolor se difundió por su rostro, se llevó la mano a la parte izquierda del pecho y cayó sobre la camilla, medio derrumbándose y medio retorciéndose.
-Deprisa, amigo Trowbridge, el nitrato de amilo..., ¿dónde está? -me preguntó De Grandin.
-Ahí. -Moví la mano señalando el armarito de las medicinas-. Encontrará tres dosis mínimas en la tercera botella.
Un instante después ya tenía en su mano las tres ampollitas de color perla. Rompió una por el centro con su pañuelo y acercó una mitad de la ampollita a las fosas nasales del joven.
-Ah, ya se siente mejor, n'est-ce-pas, mi pobre amigo? -le preguntó.
-Sí, gracias -replicó éste, aspirando otra honda bocanada de aquel potente tónico-, mucho mejor. ¿Cómo ha sabido lo que debía administrarme? -añadió un instante después-. No creía que...
-Amigo mio -le interrumpió el francés con una sonrisa-, yo ya trataba casos de angina pectoris cuando usted ni tan siquiera había sido concebido. Y ahora, si se encuentra lo suficientemente recuperado, ¿querrá decirnos por qué abandonó el Café Bacchanale y lo que ocurrió después? Esperamos su respuesta.
El joven bajó de la camilla, con De Grandin ayudándole por un lado y yo por el otro, y tomó asiento en un sillón.
-Me llamo Donald Rochester -dijo presentándose-, y ésta tenía que haber sido mi última noche en la tierra.
-¿Ah? -murmuró Jules de Grandin.
-Hace seis meses el doctor Simmons me explicó que padecía angina pectoris -siguió diciendo el joven-. Cuando hizo su diagnóstico mi caso ya estaba bastante avanzado, y me dio muy poco tiempo de vida. Hace dos semanas me dijo que tendría suerte si veía el final del mes, y el dolor estaba volviéndose más severo y los ataques más frecuentes; por lo que hoy decidí obsequiarme con una última fiesta, volver a casa y abandonar este mundo de una forma rápida y limpia.
-¡Maldición!- murmuré.
Conocía a Simmons: era un viejo pomposo y pagado de sí mismo, pero también era un médico de primera clase y un buen especialista en cardiología, aunque se mostraba brutal y despótico con sus pacientes.
-Pedí la clase de cena de la que no se me ha permitido disfrutar durante el último medio año -siguió diciendo Rochester-, y estaba a punto de empezar a saborearla cuando..., cuando la vi entrar. Ustedes... –Sus ojos fueron del rostro de Jules de Grandin al mío, como si esperara obtener más comprensión de un compatriota-. Ustedes también la vieron, ¿no?
-Perfectamente, mon vieux -dijo De Grandin-. Todos la vimos. Siga contándonos lo que ocurrió.
-Siempre había pensado que esas historias del amor a primera vista no eran más que un montón de estupideces, pero ya no opino lo mismo. Hasta olvidé mi cena de despedida. No tenía ojos ni cabeza para nada que no fuese ella. Pensé que si dispusiera de aunque sólo fuesen dos años más de vida nada podría impedirme que la cortejara y le pidiera que se casase conmigo...
-Précisément, desde luego, así es -le interrumpió el francés con expresión algo irritada-. Ya vemos que le dejó fascinado, monsieur; pero, en nombre de veinte mil monos azul claro, le ruego que nos cuente lo que hizo, no lo que pensó.
-Me limité a mirarla boquiabierto, señor. No podía hacer nada más. Cuando esa bestia enorme con la que estaba sentada se levantó y salió del local ella me sonrió, y este pobre corazón mío casi dejó de funcionar. Cuando me sonrió por segunda vez ni todas las cadenas existentes en este país habrían bastado para mantenerme alejado de ella.
Su forma de comportarse y caminar a mi lado cuando salimos del café..., cualquiera habría creído que me conocía de toda la vida. Tenía un gran coche negro esperando fuera. Subí a él y me senté a su lado. Antes de darme cuenta ya estaba contándole quién era, cuánto tiempo de vida me quedaba y el que lo único que sentía era perderla justo cuando acababa de encontrarla. Yo...
-Parbleu, ¿le contó eso?
-Desde luego que sí, y muchas cosas más..., antes de darme cuenta ya le había dicho que la amaba.
-Y ella...
-Caballeros, no estoy seguro de si la enfermedad que padezco debería provocarme delirios o no, pero estoy bastante seguro de que he tenido una experiencia extraña. Antes de contarles el resto quiero hacerles saber que no estoy loco; pero puede que haya sufrido un ataque al corazón o algo parecido que me haya dejado inconsciente y que lo haya soñado todo.
-Siga, monsieur-le ordenó De Grandin con expresión muy seria-. Le escuchamos.
-Muy bien. Cuando le dije que la amaba la chica se llevó las manos a los ojos, así, como si quisiera limpiarse algunas lágrimas que no había llegado a derramar. Había esperado que se enfadaría o que se echaría a reír, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Lo único que dijo fue: «Demasiado tarde..., ¡oh, demasiado tarde!»

Ya sé que es demasiado tarde, respondí. Ya te he dicho que es como si estuviera muerto, pero no podía dejar este mundo sin revelarte lo que sentía. Y entonces ella dijo: Oh, no es eso, querido mío. No me refería a eso. Yo también te amo, aunque no tengo derecho a decir semejante cosa..., no tengo derecho a amar a nadie... Para mí también es demasiado tarde. Después la tomé en mis brazos y la estreché con todas mis fuerzas, y ella lloró como si se le fuera a romper el corazón. Acabé pidiéndole que me hiciera una promesa. Reposaré más tranquilo en mi tumba si sé que nunca volverás a salir con ese hombre horrendo junto al que te vi sentada esta noche, le dije, y ella dejó escapar un grito ahogado y lloró todavía más desesperadamente que antes. Entonces me pasó por la cabeza la horrible idea de que quizá estuviera casada con él, y que a eso era a lo que se refería cuando dijo que ya era demasiado tarde; por lo que se lo pregunté a quemarropa. Su respuesta me pareció diabólicamente extrañna. Me dijo: "Tengo que acudir a él siempre que lo desea. Le odio con un odio que nunca podrás comprender; pero cuando me llama tengo que ir a él. Es la primera vez que lo he hecho; ¡pero tendré que volver a hacerlo una vez, y otra, y otra más!" Siguió repitiendo esas palabras hasta que la hice callar con mis besos. El coche se detuvo y salimos de él. Creo que nos hallábamos en una especie de parque, pero estaba tan absorto ayudándola a recuperar la compostura que apenas si me fijé en lo que nos rodeaba. Me llevó a través de una gran puerta y por un sendero serpenteante. Acabamos deteniéndonos ante una especie de albergue y la tomé en mis brazos para darle un último beso.

No sé si el resto de lo que voy a contarles ocurrió realmente o si perdí el conocimiento y lo soñé. Lo que creo que ocurrió es lo siguiente: en vez de unir sus labios a los míos los puso alrededor de ellos y pareció aspirar el aliento de mis pulmones. Sentí cómo me debilitaba, igual que el nadador atrapado en un oleaje muy fuerte que le golpea y le maltrata hasta dejarle sin respiración, y mis ojos parecieron quedar velados por una especie de niebla; después todo lo que me rodeaba se fue volviendo de un color verde oscuro y sentí cómo mis rodillas empezaban a aflojarse. Todavía podía notar el contacto de sus brazos rodeándome, y recuerdo que me sorprendió lo fuertes que eran, pero entonces me pareció que acababa de ponerme los labios en la garganta. Seguí debilitándome con una especie de lánguido éxtasis, si es que eso tiene algún significado para ustedes... Era como irse quedando dormido poco a poco en una cama muy suave con una buena dosis de coñac en el estómago después de haber quedado agotado a causa del frío y el ejercicio físico. Lo siguiente que supe es que había perdido el equilibrio y había caído sobre los peldaños: mis rodillas estaban tan flácidas como las de un muñeco de trapo. Al caer debí de darme un golpe terrible en la cabeza, pues perdí el conocimiento, y lo siguiente que recuerdo es haber despertado para verles atendiéndome. Díganme, caballeros ,¿lo he soñado todo? Me... siento... muy... cansado.

A medida que pronunciaba esa frase su voz se fue haciendo cada vez más lenta, como si estuviera quedándose dormido, y la cabeza se le cayó hacia adelante mientras su mano se deslizaba sobre su regazo hasta acabar rozando el suelo con los músculos totalmente relajados.
-¿Ha muerto? -murmuré viendo cómo De Grandin cruzaba de un salto la habitación y le abría el cuello de la camka de un manotazo.
-No -respondió-. Más nitrato de amilo, por favor; revivirá dentro de un momento, pero no volverá a su casa hasta que prometa no destruirse a si mismo. Mon Dieu, tanto su cuerpo como su alma quedarían destruidos si se incrustara una bala en el cerebro antes de que... ¡Ah! Mire, amigo Trowbridge, ¡lo que me temía!
En la garganta del joven había dos minúsculas perforaciones, como si una aguja muy fina hubiera sido introducida a través de un pliegue de la piel.
-Hum -comenté-. Si hubiera cuatro diría que le ha mordido una serpiente.
-¡Y así es! ¡En nombre de un hombrecillo azul, así es! -replicó De Grandin-. Una serpiente más virulenta y sutil que cualquiera de las que se arrastran sobre su vientre ha hundido sus colmillos en él; y le ha envenenado de una forma más terrible que si hubiera sido víctima de la mordedura de una cobra; pero juro por las alas del ángel de Jacob que nosotros impediremos que esa serpiente se salga con la suya, amigo mío. Le demostraremos que no se puede jugar con Jules de Grandin..., tanto ella como ese enamorado suyo de los ojos de pez aprenderán la lección; ¡de lo contrario, juro que mí cena de Navidad consistirá en repollos hervidos acompañados con agua de alcantarilla!
Al día siguiente De Grandin se presentó a desayunar con una cara muy seria.
-¿Tendría media hora libre esta mañana? -me preguntó mientras apuraba su cuarta taza de café.
-Supongo que sí. ¿Está pensando en algo especial?
-Ciertamente. Me gustaría volver al cementerio de Shadow Lawn. Querría examinarlo de día, si es tan amable.
-¿Shadow Lawn? -repetí yo, asombrado-. Pero, ¿qué diablos...?
-Justamente-me interrumpió-. A menos que esté totalmente equivocado, creo que este asunto tiene mucho que ver con el diablo. Vamos; debe atender a sus pacientes y yo tengo cosas de las que ocuparme. En marcha.
La lluvia se había esfumado con la noche y cuando llegamos al cementerio un esplendoroso sol de noviembre brillaba en el cielo. Fuimos directamente a la tumba donde habíamos encontrado al joven Rochester la noche anterior. De Grandin se detuvo ante ella y la inspeccionó atentamente. Sobre el dintel de la inmensa puerta había tallada una sola palabra que De Grandin señaló con el dedo:

HEATHERTON

-Hum. -Sostuvo su puntiagudo mentón entre el pulgar y el índice con expresión pensativa-. Debo recordar ese apellido, amigo Trowbridge.
Dentro de la tumba, colocadas en dos hileras superpuestas, estaban las criptas que contenían los restos de los difuntos de la familia Heatherton: cada cripta tenía una losa de mámiol blanco unida con cemento a un marco de bronce, y una breve inscripción de dos líneas recogía el nombre y los datos vitales del ocupante. Los marchitos restos de una corona funeraria colgaban del anillo de bronce que adornaba el panel de mármol de la cripta más alejada sostenidos por una cinta anudada, y detrás del reseco círculo de rosas y hojas de rusco leí la siguiente inscripción:

ALICE HEATHERTON

28 de septiembre de 1906 - 2 de octubre de 1928

-¿Ve? -me preguntó.
-Veo que una chica llamada Alice Heatherton murió hace un mes a los veintidós años de edad -admití-, pero en cuanto a lo que eso tiene que ver con lo ocurrido anoche no...
-Naturalmente -me interrumpió con una risita en la que no había ninguna alegría-. Pero así es. Hay muchas cosas que usted no ve, mi viejo amigo. y hay muchas más ante las que se limita a parpadear, como un niño que se apresura a pasar las páginas desagradables de un libro de ilustraciones. Y ahora, si tiene la bondad de dejarme solo, hablaré con Monsieur l'intendant de este hermoso parque y con algunas personas más. Si es posible volveré a tiempo para la cena, pero -alzó los hombros en un encogimiento cargado de fatalismo-, a veces el deber nos obliga a olvidarnos de la comida. Sí, desgraciadamente así ocurre a veces...
El consomé se había enfriado y el asado de cordero burbujeaba en el horno cuando oí sonar el teléfono de mi estudio.
-Trowbridge, amigo mío -dijo la voz de Jules de Grandin desde el otro extremo de la línea, agudizada por la emoción-, reúnase conmigo en Adelphi Mansions tan deprisa como pueda. ¡Le necesito como testigo!
-¿Testigo? –repetí-. ¿Qué...?
Un seco chasquido me informó de que había colgado el auricular, por lo que me quedé contemplando asombrado el mudo instrumento que tenía en la mano.
Cuando llegué, De Grandin estaba esperándome ante la entrada de aquel elegante edificio de apartamentos. Me hizo cruzar el umbral y me llevó por el vestíbulo alfombrado hasta los ascensores, negándose a contestar a mis impacientes preguntas. Cuando la cabina del ascensor salió disparada hacia arriba metió la mano en el bolsillo y sacó de él una pequeña instantánea sobre la que se veían las huellas dejadas por varios pulgares.
-La he tomado prestada de le Journal -me explicó-. Ellos ya no la necesitaban para nada.
-¡Cielo santo! -exclamé mientras contemplaba la foto-. Pe-pero si es...
-Desde luego que lo es -dijo De Grandin con voz impasible-. No cabe duda de que es la chica a la que vimos anoche; la chica cuya tumba visitamos esta mañana; la chica que le dio el beso de la muerte al joven Rochester.
-Pero eso es imposible. Esa chica está...
Su breve carcajada me impidió terminar la frase.
-Estaba seguro de que diría justamente eso, amigo Trowbridge. Venga conmigo: oigamos qué puede decirnos al respecto la señora Atherton.
Una esbelta doncella negra vestida con un uniforme blanco y negro respondió a nuestra llamada y aceptó nuestras tarjetas para entregárselas a su señora. Cuando salió de la más bien suntuosa sala de recepción contemplé con cierta envidia lo que nos rodeaba, fijándome en las alfombras de China y Oriente Próximo, las antigüedades de caoba y un hermoso tapiz medieval con una escena de los Nibelungenlied bajo la que había una leyenda en letras góticas: «Hic Siegriedum Aureum Occidunt (Aquí mataron al dorado Sigfrido)».
-Doctor Trowbridge, doctor De Grandin.
Aquella voz suave y bien educada me hizo abandonar mi estudio del tapiz: una imponente dama de cabellos blancos acababa de entrar en la estancia.
-¡Señora, le pido mil perdones por esta intrusión! -De Grandin hizo entrechocar sus talones y la obsequió con una rígida reverencia-. Créame, no deseamos turbar su intimidad, pero hemos venido por un asunto de la máxima importancia. Disculpe que le pregunte en qué circunstancias murió su hija, pues soy de la Sûreté de París y mis pesquisas estan relacionadas con la investigación científica.

La señora Heatherton era, para usar una frase algo sobada, «toda una dama». Nueve mujeres de cada diez se habrían quedado paralizadas nada más oír las palabras de Jules de Grandin, pero ella era la mujer número diez. La mirada tan directa que le había lanzado el pequeño francés y su evidente sinceridad, combinadas con los modales perfectos y el atuendo inmaculado, exigían una respuesta.

-Siéntense, caballeros -nos invitó-. No se me ocurre razón alguna por la que la tragedia de mi pobre niña deba interesar a un oficial de la policía secreta parisiense, pero estoy dispuesta a contarles todo lo que sé; de todas formas, los periódicos les darían una versión confusa y no demasiado fiel de lo ocurrido.
»Alice era mi hija pequeña. Ella y mi hijo Ralph se llevaban casi dos años exactos de diferencia. Ralph se graduó en ingeniería civil por la Universidad de Cornell hace dos años y fue a Florida para ocuparse de algunas obras. Alice murió mientras le visitaba.
-Pero..., disculpe lo que quizá pueda parecerle rudeza por mi parte, señora, pero su hijo... También está muerto, ¿no?
-Si. -Nuestra anfitriona asintió con la cabeza-. También está muerto. Murieron casi al mismo tiempo. En Florida había un hombre de esta misma ciudad, Joachim Palenzke..., no es la clase de persona con la que solemos relacionarnos, pero era el jefe de Ralph. Creo que tuvo algo que ver con la operación inmobiliaria que motivó las obras. Cuando Alice fue a visitar a Ralph esa persona abusó de su posición y del hecho de que todos éramos de Harrisonville, y persiguió a mi hija de una forma absolutamente indecorosa.
-Comprendo. ¿Y qué ocurrió después? -preguntó De Grandin en voz baja y suave, instándola a proseguir.
-Ralph se enfadó muchísimo. Palenzke hizo algunas observaciones insultantes..., según me han contado, se trató de ciertas alusiones desagradables referentes a Alice y a mí. Se pelearon. Ralph no era demasiado corpulento pero tenía mucho valor. Palenzke era casi un gigante, pero en el fondo era un cobarde. Cuando vio que Ralph estaba a punto de vencerle sacó una pistola e incrustó cinco balas en el cuerpo de mi pobre hijo. Ralph murió al día siguiente depués de haber pasado horas de terribles sufrimientos.
Su asesino huyó a los pantanos, donde sería difícil seguirle el rastro con sabuesos, y según algunos tramperos acabó suicidándose pero debió de haber algún error pues... -Se quedó callada y se tapó la boca con un pañuelo arrugado, como si intentara contener los sollozos.
De Grandin se levantó de su asiento y le dio unas palmaditas en la mano, como si consolara a una criatura.
-Mi querida señora murmuró-, le aseguro que todo esto me resulta muy doloroso, pero le ruego que me crea cuando le dijo que tengo mis razones para hacerle estas preguntas tan penosas para usted. Por favor, dígame por qué cree que la historia según la que ese malvado se suicidó no es cierta.
-Porque..., ¡porque volvieron a verle! ¡Él mató a Alice!
-Nom d'un nom! ¡Es increíble! -El comentario casi fue un grito reprimido-. Señora, cuénteme lo ocurrido, dígame todo lo que sepa sobre ese acto tan espantosamente vil... Esto es de una gran importancia, y explica mucho de lo que hasta ahora resultaba inexplicable. ¡Siga, chére Madame, se lo imploro!
-La tragedia tuvo un efecto terrible sobre Alice..., parecía creer que ella era la responsable de que Ralph hubiera sido asesinado, pero pasados unos días se recuperó lo suficiente para dar comienzo a los preparativos necesarios y volver a casa con el cadáver.

El ferrocarril más cercano quedaba a unos veinticinco kilómetros y quería coger un tren que salía a primera hora, por lo que se marchó en coche la noche anterior a la mañana en que debía coger el tren. El coche avanzaba por un tramo de carretera solitaria y mal iluminada con el pantano a los dos lados cuando alguien emergió de entre los cañizos -lo sabemos gracias a la declaración del chófer-, y saltó al estribo del coche en marcha. Dejó inconsciente al chófer de un solo golpe, pero no antes de haber sido reconocido. Era Joachim Palenzke. Cuando el chófer perdió el conocimiento el coche se dirigió hacia el pantano, pero afortunadamente para él el barro era lo bastante profundo para hacer que el motor se detuviera y no lo bastante profundo para engullir el vehículo. El chófer se recobró pasado un rato y dio la alarma. Un grupo de búsqueda del sheriff les encontró a la mañana siguiente. Al parecer Palenzke había resbalado en el fango mientras intentaba escapar y se había ahogado. Alice estaba muerta..., los médicos dijeron que a causa del shock. Tenía los labios en un estado terrible, y había una herida en su garganta, aunque no era lo bastante seria para haber causado su muerte; y había sido...

-¡Basta! ¡No siga, señora, se lo suplico! Sang de Saint Dennis, ¿acaso Jules de Grandin es un monstruo capaz de hacer rodar una piedra sobre el corazón destrozado de una madre? Dieu de Dieu, non! Pero respóndame a una pregunta más, si puede, y dejaré de interrogarla.. ¿Qué fue de ese diez mil veces maldito..., le pido disculpas, señora..., de ese execrable cochon llamado Palenzke?

-Trajeron su cuerpo aquí para el entierro –replicó la señora Heatherton en voz baja-. Su familia es muy rica. Unos se dedicaron al contrabando de licor durante la prohibición, otros especulan con propiedades inmobiliarias, y algunos son políticos. La ceremonia se celebró en la iglesia ortodoxa griega y fue el funeral más suntuoso que jamás se haya visto -dicen que sólo las flores costaron más de cinco mil dólares-, pero el padre Apostolakos se negó a decir misa por él. Se limitó a recitar una breve plegaria y le negó el entierro en la parte consagrada del cementerio de la iglesia.
-¡Ah! -De Grandin me lanzó una mirada cargada de sobreentendidos cuyo significado parecía ser ¡Ya se lo había dicho yo!
-Puede que esto también le interese, aunque no estoy segura -añadió la señora Heatherton-. Un amigo mío que conoce a un reportero del Journal..., los reporteros se enteran de todo, ya sabe -dijo con una encantadora ingenuidad-. Bien, ese amigo me contó que el cobarde realmente debió de intentar suicidarse y que no lo consiguió, pues había una señal de bala en su sien aunque, naturalmente, el disparo no debió de resultar fatal dado que le encontraron ahogado en el pantano. ¿Cree que pudo haberse herido a propósito allí donde pudieran verle esos tramperos para que la historia del suicidio se difundiera, esperando que los agentes de la ley dejarían de buscarle?
-Es muy posible -dijo De Grandin poniéndose en pie-. Señora, tenemos con usted una deuda mucho más grande de lo que jamás podrá imaginar, y aunque no puede saberlo al menos esta noche hemos conseguido ahorrarle un último dolor. Adieu, chère Madame, y que el buen Dios cuide de usted... y de los suyos.
Le rozó los dedos con los labios, hizo una reverencia y salió de la habitación.
Cuando cruzamos el umbral de la casa oímos el eco de un sollozo y el grito desesperado de la señora Heatherton.
-Yo y los míos... Ya no existen. ¡Todos han muerto, todos!
-La pauvre!-murmuró De Grandin mientras cerraba la puerta sin hacer ruido-. ¡Más razón para pedir que le bon Dieu cuide de ellos, aunque ella no lo sepa!
-¿Y ahora qué? -le pregunté, secándome furtivamente los ojos con mi pañuelo.
El francés no hizo esfuerzo alguno por ocultar sus lágrimas. Corrían por su rostro como si fuera un colegial.
-Vaya a casa, amigo mío -me ordenó-. Yo hablaré con el sacerdote de esa iglesia griega. Por lo que he oído de él debe de ser un hombre bueno y sabio. Pienso que creerá mi historia. Si no, parbleu, deberemos tomar el asunto en nuestras propias manos. Mientras tanto, suplíquele humildemente perdón a la excelente Nora por no haber acudido a disfrutar de su cena y pídale que prepare algún tentempié ligero. Después, esté listo para acompañarme de nuevo en cuanto lo hayamos consumido. Nom d'un canard vert, nos espera una noche muy atareada, mi viejo amigo!
Volvió cuando ya casi era medianoche, pero el brillo de sus ojos me reveló que había logrado cumplir con éxito algunas de sus «misiones».
-Barbe d'une chèvre -exclamó mientras liquidaba su sexto emparedado de cordero frío y vaciaba su octava copa de Ponte Canet-, ese padre Apostolakos no tiene ni un pelo de tonto, amigo mío. No es uno de esos pobres modernos de cabeza hueca tan sabios que no tienen ni idea de nada; un hombre versado en lo oculto puede hablar libremente con él y puede ser comprendido. Sí. Nos ayudará.
-¿Hum? -comenté yo, con la boca medio llena de pan y cordero.
-Exactamente -replicó De Grandin, volviendo a llenar su copa y cogiendo otro emparedado de la bandeja-. Exactamente, amigo mío... El buen papa es la autoridad suprema en los asuntos eclesiásticos, y mañana dará las órdenes necesarias sin necesidad de obtener ni un solo «permiso» de los respetables ex-contrabandistas, especuladores inmobiliarios y políticos que forman el ilustre clan Palenzke. ¿Ya no quedan emparedados y la botella está vacía? Bien, entonces pongámonos en marcha.
-¿Adónde?- le pregunté.
-A la casa del joven señor Rochester. Quiero volver a hablar con él.
Cuando salimos de la casa vi cómo sacaba un pequeño paquete oblongo del bolsillo de su chaqueta y lo metía en el del abrigo.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-Algo que me ha prestado el buen padre. Espero que no tendremos ocasión de utilizarlo, pero si llega a ser preciso emplearlo nos resultará muy útil.

Una tenue neblina atravesada ocasionalmente por una lluvia gélida estaba cayendo sobre las calles cuando partimos hacia la casa de Rochester. Media hora de cautelosa conducción nos llevó a ese lugar, y cuando nos detuvimos junto a la acera el francés señaló una ventana iluminada del séptimo piso.

-Es la luz de su suite -me informó-. ¿Tendrá visitas a esta hora tan avanzada?
El ascensorista del turno de noche roncaba en una silla del vestíbulo y, guiado por el cauteloso gesto que me hizo De Grandin, le seguí hacia las escaleras.
-No hace falta que anunciemos nuestra presencia -murmuró mientras llegábamos al descansillo del sexto piso-. Creo que será mejor que nos presentemos por sorpresa.
Subimos en silencio otro tramo de escalones y nos detuvimos ante la puerta del apartamento de Rochester. De Grandin golpeó suavemente el panel de madera, repitió la llamada de una forma más insistente y estaba a punto de probar suerte con el picaporte cuando oímos pisadas al otro lado de la puerta.
El joven Rochester llevaba un albornoz de seda encima del pijama y tenía la cabellera un tanto desordenada, pero no parecía adormilado ni especialmente contento de vernos.
-Tengo la impresión de que no nos esperaba -anunció De Grandin-, pero aquí estamos. Tenga la bondad de hacerse a un lado y dejarnos entrar, si es tan amable.
-No pueden entrar ahora -dijo el joven-. En este momento me es imposible verles. Si vuelven mañana por la mañana...
-Ya es manana por la mañana, mon vieux -le interrumpió el pequeño francés-. Los relojes dieron la medianoche hace una hora.

Pasó junto a nuestro reluctante anfitrión y fue apresuradamente por el largo corredor que llevaba a la sala. La habitación estaba elegantemente amueblada con un estilo típicamente masculino: robustos sillones de arce y nogal, alfombras turcas, una mesa con una lámpara y un gran sofá con muchos almohadones colocado ante una chimenea con rejilla de bronce tras la que relucía una capa de carbón. Un débil olor a humo de cigarrillos flotaba en el aire, pero mezclado con él se notaba el delicado y exótico aroma del heliotropo. De Grandin se detuvo en el umbral, echó la cabeza hacia atrás y olisqueó la atmósfera como un sabueso que ha perdido el rastro. Delante de la entrada había un arco sobre el que se encontraba una varilla de bronce que sostenía dos gruesos cortinajes estampados al estilo Paisley, y De Grandin fue en línea recta hacia él con la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo y el bastón de ébano que yo sabía ocultaba una espada levemente alzado en su mano izquierda.

-¡De Grandin! -protesté sorprendido, atónito al ver que se comportaba como si fuese el propietario del apartamento.
-No -le advirtió Rochester-. No debe...

Los cortinajes que colgaban del arco se separaron y una chica apareció entre ellos. El ceñido traje de tela púrpura que llevaba era casi tan diáfano como el humo, y pudimos ver a través de él los blancos perfiles de su cuerpo. Su cabellera cobriza fluía en una marea hendida por su rostro cayendo sobre la suave desnudez de sus hombros. Detenido sin haber llegado a completar el acto de dar un paso, un piececito descalzo mostraba su blancura y el azul de sus venas contrastando agudamente con el rojo color óxido de la alfombra de Bokhara. Cuando sus ojos se encontraron con los del francés tragó aire haciendo un sonido sibilante y sus pupilas se dilataron a causa del miedo. En la expresión de su rostro no había vergúenza alguna; y tampoco había confusión por sentirse culpable ni el intento de afrontar una situación desesperadamente embarazosa mediante el descaro. No, su expresión era la de alguien que se encuentra en un terrible peligro, y contempló a De Grandin tal y como podría haber contemplado a una serpiente de cascabel que avanzara ondulando hacia ella.

-Bien! -jadeó, y pude ver cómo la delgada tela de su traje se tensaba sobre sus senos-. ¡Así que lo sabe! Temía que lo descubriera, pero...
No llegó a terminar la frase. De Grandin dio un paso hacia ella y ladeó el cuerpo hasta que el bolsillo derecho de su abrigo quedó a un brazo de distancia de ella.
-Mais oui, mais oui, Mademoiselle la Morte -replicó De Grandin haciéndole una ceremoniosa reverencia, pero manteniendo la mano dentro de su bolsillo-. Lo sé, como muy bien ha dicho usted. Ahora la pregunta que se plantea es: «¿Qué vamos a hacer al respecto?»
-Oiga, ¿cuál es el significado de esta imperdonable intrusión? -le preguntó Rochester interponiéndose entre ellos.
El pequeño francés se volvió hacia él con una expresión levemente interrogativa en el rostro.
-¿Usted me pide una explicación? Bien, si es que hace falta dar explicaciones...
-Mire, maldita sea, no tengo por qué rendirle cuenta de mis actos a nadie. Alice y yo nos amamos. Vino a mí esta noche por voluntad propia y...
-En verité? -le interrumpió el francés-. ¿Y cómo vino, señor Rochester?
El joven contuvo el aliento de una forma parecida a la del corredor que lucha por normalizar su respiración al final de una prueba muy difícil.
-Yo..., salí un rato y cuando volví... -dijo con voz vacilante.
-Mi pobre amigo -volvió a interrumpirle De Grandin contemplándole con simpatía-, miente usted como un caballero, pero miente muy mal. Escúcheme y le diré cómo entró: esta noche, no sé exactamente cuándo pero bastante después de la puesta de sol, oyó un golpecito en su ventana o en su puerta y cuando se asomó a mirar, voilà, ahí estaba la hermosísima demoiselle, Creyó soñar, pero esos lindos dedos volvieron a golpear el cristal de la ventana y esos ojos tan adorables y luminosos le miraron lanzándole un mensaje de amor. Abrió la puerta o la ventana y la hizo entrar, decidido a seguir disfrutando con aquel sueño ya que no había posibilidad alguna de estar con ella en carne y hueso. Dígame, joven señor, y usted también, hermosa mademoiselle, ¿he descrito los hechos tal y como ocurrieron o no?

Rochester y la chica le contemplaron asombrados. El único testimonio de que había acertado lo dieron los temblorosos párpados del joven y el estremecimiento que hizo agitarse los delicados labios de la chica. Un tenso y vibrante silencio reinó durante unos instantes en la habitación; después la joven dejó escapar un leve grito ahogado y avanzó sin hacer ruido dejándose caer de rodillas ante De Grandin.

-¡Tenga piedad de mí..., sea compasivo! le suplicó-. Muéstreme la misma misericordia que quizá algún día desee recibir. Es tan poco lo que le pido... Usted sabe qué soy; ¿sabe también quién soy y por qué ahora soy..., la criatura maldita que ve ante usted? -enterró el rostro en las manos-. Oh, es tan cruel..., ¡es demasiado cruel! -sollozó-. Era tan joven; toda mi vida se extendía ante mí. No conocí el auténtico amor hasta que ya era demasiado tarde. No puede ser tan implacable, no puede hacer que me marche con las manos vacías; ¡no puede!
-Ma pauvre! -De Grandin puso su mano sobre la reluciente cabellera de la joven-. ¡Mi pobre e inocente oveja que se encontró al carnicero allí donde teníatodo el derecho a jugar los juegos de las ovejas! Sé todo cuanto puede saberse sobre usted. Esta noche su santa madre me ha contado mucho más de lo que se imaginaba. No soy cruel, mi hermosa pequeña: soy todo simpatía y pena, pero la vida es cruel y la muerte todavía lo es más. Además, ya sabe cuál será el inevitable final de todo esto si me abstengo de cumplir con mi deber, ¿verdad? Si pudiera hacer un milagro abriría las puertas de la muerte y dejaría que viviera y disfrutara del amor hasta que le llegara el momento natural de morir, pero...
-¡No me importa cuál haya de ser el fin! –exclamó la joven echándose hacia atrás hasta quedar sentada en el suelo, con las plantas de sus pies descalzos mirando hacia arriba-. Sólo sé que se me ha robado aquello a lo que toda mujer tiene derecho por el simple hecho de nacer. Ahora he encontrado el amor y quiero disfrutar de él; ¡lo deseo! Él me pertenece, le digo que me pertenece... -Se encogió ante De Grandin, suplicándole-. ¡Piense en cuán poco le pido! -Se arrastró de rodillas hasta cogerle la mano entre las suyas y se la llevó a la mejilla-. Sólo le pido una gotita de sangre de vez en cuando; sólo una gotita insignificante para hacer que mi cuerpo siga intacto y conserve su belleza. Si fuera como las otras mujeres y Donald fuese mi amante no le importaría ofrecerme su sangre para una transfusión..., estaría dispuesto a darme cualquier cantidad de su sangre siempre que la necesitara. Entonces, ¿es pedirle demasiado cuando sólo quiero una gota de vez en cuando? Sólo una gota de vez en cuando y, algunas veces, un poco del hálito vital que hay en sus pulmones para...
-¡Para aniquilar su pobre cuerpo enfermo y, después, para destruir su alma joven y limpia! -la interrumpió el francés en voz baja y suave-. No es en los vivos en quien pienso más, sino en los muertos. Cuando haya perdido su vida por usted, ¿sería capaz de negarle el reposo de la tumba? ¿Le negaría el sueño apacible hasta que llegue el Gran Mañana de Dios?
-¡O-o-oh! -El grito que aquellas palabras le arrancaron a sus convulsos labios era como el gemido de un espíritu extraviado-. Tiene razón..., es su alma lo que debemos proteger. Lo que le pido también mataría esa alma, como murió la mía aquella noche en los pantanos. ¡Oh, Dios santo, ten compasión de mí! Tú que curaste a los leprosos y no despreciaste a la Magdalena, ¡ten piedad de mí, la impura, la que ha sido contaminada!
Ardientes lágrimas de agonía se deslizaron por entre los dedos de aquellas manos esbeltas y casi transparentes con las que se tapaba los ojos.
-Estoy preparada -anunció por fin, pareciendo haber encontrado el coraje necesario para renunciar a todo-. Haga lo que debe hacer. Si tiene que ser el cuchillo y la estaca, golpee con mano fuerte y veloz. Si puedo evitarlo, no gritaré.
De Grandin la miró durante un segundo interminable a la cara, y su expresión era la misma con la que podría haber contemplado a un ser muy querido que yacía dentro de su ataúd.
-Ma pauvre -murmuró con voz llena de compasión-. ¡Mi pobre, bella y valerosa muchacha!
Se volvió bruscamente hacia Rochester.
-Monsieur -dijo con voz seca-, deseo examinarle. Quiero averiguar qué tal anda su salud.
Observamos con expresión asombrada cómo le quitaba la chaqueta del pijama al joven y auscultaba atentamente su pecho, dándole golpecitos y fijándose en el ritmo y la velocidad de los latidos. Acabó pasándole lentamente la mano por el brazo.
-Hum -dijo con voz pensativa cuando hubo terminado su examen-, se encuentra en bastante mal estado, amigo mío. Con medicinas, muchos cuidados y más suerte de la que suele tener el médico podríamos mantenerle con vida otro mes. Naturalmente, entra dentro de lo posible que caiga muerto en cualquier momento... Pero le juro que nunca le he comunicado su sentencia de muerte a un paciente con tanta alegría como la que siento ahora.
Dos de nosotros le contemplamos enmudecidos por el asombro; la chica fue la única que le comprendió.
-Quiere decir... -susurró con voz temblorosa, con la risa y una luz como jamás he visto sobre el mar o sobre la tierra apoderándose de sus ojos-. Quiere decir que puedo tenerle hasta que...
De Grandin la obsequió con una sonrisa de placer.
-Exactamente, precisamente, así es, mademoiselle -replicó, y en su voz había una inconfundible alegría que casi llegaba a la risa. Le dio la espalda y se dirigió a Rochester-: Usted y mademoiselle Alice pueden amarse todo cuanto quieran mientras la vida siga alentando dentro de su cuerpo. Y después... -Alargó el brazo y tomó la mano de la joven-; después haré lo necesario..., por los dos. Ja, Monsieur Diable, te he engañado bien; ¡Jules de Grandin ha dejado en ridículo al infierno!
Echó la cabeza hacia atrás y asumió una postura desafiante con los ojos centelleando y los labios temblándole a causa de la excitación y el júbilo que sentía.
La chica se inclinó hacia adelante, le cogió la mano y la cubrió de besos.
-¡Oh, es usted tan bueno! -sollozó con voz a punto de quebrarse-. Sabiendo lo que sabe, ningún otro hombre habría hecho lo que acaba de hacer.
-Mais non, mais certainement non, Mademoiselle -dijo de Grandin con expresión imperturbable-. Olvida usted que soy Jules de Grandin... Vamos, Trowbridge, amigo mío, nuestra presencia aquí es una intrusión que esta joven no debe soportar -me dijo-. Nosotros apuramos el vino purpúreo de la juventud hace muchos años, ¿qué hacemos aquí junto a los que ríen y pasan la noche entregándose al amor? Marchémonos.
Los enamorados nos siguieron hasta el vestíbulo cogidos de la mano, pero cuando nos detuvimos junto al umbral...
¡Rat-tat-tat!. Algo golpeó la ventana empapada por la niebla y cuando giré sobre mis talones sentí cómo el aliento ardía en mi garganta. Más allá del cristal había una silueta humana que parecía flotar entre la niebla. Un examen más atento me reveló que era el hombre de rostro brutal que habíamos visto la noche antes en el café. Pero ahora su rostro feo y malvado era el del diablo, y no el de un mero hombre perverso.
-Eh bien, monsieur, ¿es usted, eh? -le preguntó De Grandin con voz despreocupada-. Pensé que quizá se decidiría a aparecer, por lo que estoy preparado para recibirle. No le invite a entrar -le ordenó secamente a Rochester-. No puede entrar a menos que alguien le invite a hacerlo... Abrace con fuerza a su amada y coloque la mano o los labios sobre su boca para que aquel de quien es sierva, aunque sea involuntariamente, no pueda darle permiso para entrar. ¡Recuerde, no puede cruzar el alféizar sin la invitación de alguno de los presentes en este cuarto!
Alzó la persiana y contempló a la aparición con ojos llenos de sarcasmo.
-Monsieur le Vampire, ¿tiene algo que decirnos antes de que le eche de aquí? -le preguntó.
La boca del ser que había al otro lado de la ventana se movió, pero la furia que sentía le había dejado sin palabras.
-¡Es mía! -logró chillar por fin-. La convertí en lo que es, y me pertenece. Volverá a ser mía, y esa cosa agonizante de rostro blanco como la harina que la abraza también lo será. ¡Todos vosotros me pertenecéis! ¡Seré el rey y el emperador de los muertos! Ni tú ni ningún mortal podéis detenerme. Soy omnipotente, supremo, soy...
-Eres el mayor mentiroso de todo el universo, dejando aparte a los que arden en las llamas del infierno -le interrumpió De Grandin con voz gélida-. En cuanto a tu poder y tus afirmaciones, monsieur Cara-de-Mono, mañana no tendrás nada, ni tan siquiera un trocito de tierra al que llamar tumba. Mientras tanto, contempla esto, engendro del diablo; ¡contémplalo y teme su presencia!

Su mano emergió velozmente del bolsillo del abrigo sosteniendo un estuchito parecido a esas carteritas de cuero que se usan para colocar las fotografías. Apretó un resorte oculto y la tapa se abrió. La criatura de la noche contempló el objeto que contenía con una mezcla de estupefacción, horror e incredulidad. Un instante después lanzó un grito salvaje y retrocedió: aquel espantoso movimiento me recordó el de un pez atrapado en el anzuelo.

-Veo que no te gusta -dijo el francés asintiendo con la cabeza-. Parbleu, apestoso truhán escapado del osario, ¡veamos qué efecto tiene su contacto!
Alargó el brazo hasta que el objeto contenido en el estuche de cuero casi tocó el rostro fantasmal que había al otro lado de la ventana.

Un alarido salvaje e inhumano despertó ecos en la noche y cuando el rostro demoníaco se apartó vimos que en su frente había un verdugón rojizo, como si el francés lo hubiese golpeado con un hierro candente.

-Cierren las ventanas, mes amis -nos ordenó con voz tan tranquila como si no hubiera ninguna presencia horrenda flotando al otro lado de la ventana-. Ciérrenlas bien, y abrácense el uno al otro hasta que llegue la mañana y haga huir las sombras. Bonne nuit!
-Por el amor del cielo -le dije mientras iniciábamos el trayecto de vuelta a casa-, ¿qué significa todo esto? Usted y Rochester la llamaron Alice, y es idéntica a la chica que vimos en el café la noche pasada. Pero Alice Heatherton está muerta. Esta noche su madre nos ha contado cómo murió; vimos su tumba esta mañana. ¿Hay dos Alice Heatherton, esta chica es su doble o...?
-En cierto modo -me respondió-. Amigo mío, la joven a la que acabamos de ver era Alice Heatherton, pero no era la Alice Heatherton de quien su madre nos habló esta noche, ni aquella cuya tumba vimos esta mañana.
-¡Deje de hablar en acertijos, por Dios! -exclamé sin poderme contener-. ¿Era o no era Alice Heatherton?
-Tenga paciencia, viejo amigo -me aconsejó-. Por ahora no puedo decírselo, pero dentro de poco se lo explicaré todo..., espero.
Estaba empezando a amanecer cuando los golpes que De Grandin daba en la puerta de mi dormitorio me sacaron de un sueño tan profundo como el coma.
-¡Arriba, amigo Trowbridge! -gritó, acentuando sus palabras con otro golpe asestado en la madera-. Arriba, y vístase lo más deprisa posible... Tenemos que partir inmediatamente. ¡Les ha ocurrido una tragedia!
Me levanté de la cama tambaleándome y sin saber muy bien lo que hacía, me puse la ropa a tientas y, con los ojos todavía velados por el sueño, bajé al vestíbulo: De Grandin me esperaba dominado por lo que parecía una frenética excitación.
-¿Qué ha sucedido? -le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la casa de Rochester.
-Lo peor -me respondió-. El teléfono me despertó hace diez minutos. «Será una llamada para el amigo Trowbridge», me dije. «Algún paciente con le mal de l'estomac desea un pequeño paregórico y mucha simpatía. No le despertaré, pues el ajetreo de la noche le ha dejado agotado.» Pero el timbre seguía sonando, así que acabé respondiendo. Era Alice, amigo mio. Hélas, el amor es fuerte pero la servidumbre que pesa sobre ella lo es todavía más. Aun así, después de que el daño estuviera hecho tuvo el valor suficiente para llamarnos. Recuerde eso cuando tenga que juzgarla.
Estuve a punto de disminuir la velocidad para pedirle una explicación pero De Grandin movió la mano en un gesto impaciente.
-De prisa; ¡oh, apresúrese, apresúrese! -me ordenó con voz apremiante-. Debemos reunirnos con él lo más pronto posible. Puede que ahora ya sea demasiado tarde...
No había tráfico en las calles, y realizamos el trayecto hasta el apartamento de Rochester en un tiempo récord. Nos encontramos ante su puerta casi sin tiempo para darnos cuenta de ello, y De Grandin entró sin ninguna clase de ceremonias. Abrió la puerta de un manotazo, corrió por el pasillo y llegó a la sala, deteniéndose en el umbral para tragar aire.
-¡Ah! -jadeó-. Veo que ha sido muy concienzudo...

La habitación estaba destrozada. Los sillones habían sido volcados, los cuadros se hallaban torcidos, fragmentos de adornos y objetos varios yacían esparcidos por el suelo y el tapete que cubría la mesa de centro había sido arrancado salvajemente de su sitio, haciendo caer la lámpara y dispersando los ceniceros y las cajas de cigarrillos. Donald Rochester yacía sobre la alfombra delante de la chimenea apagada, con una pierna doblada en una postura extraña debajo del cuerpo, el brazo derecho extendido flácidamente y la muñeca formando un ángulo recto con el resto del miembro. El francés cruzó la habitación a la carrera abriendo su maletín mientras avanzaba. Se arrodilló junto a Rochester, auscultó con atención el pecho del joven durante unos instantes, le subió la manga, frotó su brazo con un algodón empapado en alcohol e introdujo la aguja de su hipodérmica a través de un pliegue de la piel.

-Hay una posibilidad entre un millón -murmuró mientras hacía bajar el émbolo de la hipodérmica-, pero la situación apremia; le bon Dieu sabe hasta qué punto...

El poderoso estimulante empezó a surtir efecto y los párpados de Rochester se movieron levemente. Gimió y ladeó la cabeza con un gran esfuerzo, pero no intentó levantarse. Me arrodillé junto a De Grandin y cuando le ayudé a incorporar al herido comprendí cuál era la causa de su sopor. Le habían roto la espina dorsal a la altura de la cuarta vértebra, dejándole paralizado.

-Monsieur -susurró el pequeño francés-, se está muriendo. El círculo del reloj contiene muchos más minutos de los que le quedan de vida. Cuéntenos lo que ha ocurrido, deprisa.
Volvió a inyectar más estimulante en el brazo de Rochester.
El joven se mojó sus labios azulados con la punta de la lengua e intentó tragar una honda bocanada de aire, pero descubrió que el esfuerzo era excesivo.
-Fue él..., aquel al que usted ahuyentó la noche pasada -murmuró con voz enronquecida-. En cuanto se marcharon Alice y yo nos acostamos sobre la alfombra, delante de la chimenea, contando nuestros minutos de estar juntos como un avaro podría contar su oro. Tenía mucho frío así que puse un poco más de carbón en el fuego, pero eso no pareció servir de nada. Empezó a jadear y a atragantarse, y dejé que tomara un poco de mi aliento. Eso la revivió y cuando hubo sorbido un poco de sangre de mi garganta volvió a parecer la de siempre, aunque cuando se acostó junto a mí no pude detectar ningún latido de su corazón.

Debió de ocurrir justo antes del amanecer..., no sé exactamente cuando, pues me había quedado dormido en sus brazos. Oí un ruido en la ventana y alguien que gritaba pidiendo que le dejaran entrar. Recordé su advertencia y traté de sujetar a Alice, pero se me escapó. Corrió hacia la ventana y la abrió de par en par mientras gritaba: "Entra, amo; ahora no hay nadie que pueda detenerte." Se lanzó sobre mí y cuando Alice se dio cuenta de lo que pretendía hacer trató de impedírselo, pero la arrojó a un lado como si fuera una muñeca de trapo: la cogió por el cuello y la lanzó contra la pared. Oí cómo crujían sus huesos al chocar con ella. Luché con él pero la resistencia que pude ofrecer era tan escasa como la que habría presentado un niño de tres años que luchara conmigo. Me tiró al suelo y me rompió los brazos y las piernas con sus pies. El dolor fue terrible. Después me levantó en vilo y volvió a arrojarme al suelo, y ya no sentí más dolor, salvo esta terrible jaqueca. No podía moverme pero estaba consciente, y lo último que recuerdo fue ver cómo Alice y él salían por la ventana cogidos de la mano. Alice ni tan siquiera se volvió a mirar.

Se quedó callado durante unos momentos, luchando desesperadamente para recuperar el aliento y después, en voz todavía más baja que antes, añadió:

-Oh, Alice..., ¿cómo pudiste hacerlo? ¡Y yo que te amaba tanto!
-No se atormente, mi querido amigo -le dijo De Grandin-. No lo hizo por voluntad propia. Ese demonio la domina con un poder al que no puede resistirse. Está sujeta a él de una forma más completa de lo que jamás lo estuvo ningún esclavo negro a su amo. Escúcheme; y abandone este mundo pensando en lo que voy a decirle: ella le amaba y le ama. Estamos aquí porque ella nos llamó, y sus últimas palabras estuvieron llenas de amor hacia usted. ¿Me oye? ¿Me ha comprendido? Morir es muy triste, mon pauvre, pero estoy seguro de que morir sabiendo que se ama y se es amado es algo que no se encuentra al alcance de todos. Muchos hombres viven su existencia sin haber tenido tanto, y muchos cambiarían alegremente todos los años de su vida por cinco breves minutos del éxtasis que fue suyo ayer noche.
-Señor Rochester, ¿me oye? -le preguntó con voz seca e imperiosa, pues el rostro del joven estaba cobrando el tono grisáceo que indica la proximidad de la muerte.
-S-sí. Me ama..., me ama. ¡Alice!
El nombre de la joven brotó de sus labios en un último suspiro, los músculos de su rostro se aflojaron y sus ojos adoptaron la fijeza vidriosa de los ojos que ya no ven nada.
De Grandin le bajó suavemente los párpados cubriendo aquellas pupilas incapaces de ver, le subió la mandíbula y empezó a ordenar la habitación con un metódico apresuramiento.
-Usted se encargará de firmar el certificado de defunción -me anunció como sin darle importancia-. Nuestro joven amigo sufría de angina pectoris. Esta mañana tuvo un ataque y después de llamarnos se cayó del sillón en que estaba sentado cuando intentaba coger su medicina: como resultado de la caída se fracturó varios huesos. Cuando llegamos le encontramos agonizando, pero vivió el tiempo suficiente para contarnos lo sucedido. ¿Me ha comprendido?
-Que me cuelguen si entiendo algo de esto -negué-. Sabe tan bien como yo que...
-Que la policía nos hará muchas preguntas incómodas -me recordó-. Somos las últimas personas que le vimos con vida. Suponiendo que les dijéramos la verdad, ¿piensa que nos creerían?
Seguí sus órdenes al pie de la letra por mucho que me disgustaran, y una hora después el cuerpo del joven fue entregado al forense Martin, quien se ocuparía de él.
Rochester era huérfano y carecía de familia, por lo que De Grandin asumió el papel de amigo más cercano: se encargó de hacer todos los arreglos necesarios para el funeral y ordenó que los restos fueran incinerados sin tardanza. Las cenizas le serian entregadas para que dispusiera de ellas en la forma que le pareciese más conveniente.
Estos arreglos y mis visitas profesionales consumieron la mayor parte del día. A las cuatro de la tarde me hallaba totalmente agotado, pero De Grandin, infatigable, parecía tan fresco como al amanecer.
-Todavía no, amigo mío -dijo cuando me disponía a dejarme caer en mi sillón-. Aún tenemos algo que hacer. ¿No oyó la promesa que le hice al nunca suficientemente anatematizado Palenzke la noche anterior?
-¿Su promesa?
-Précisément. Le tenemos reservada una gran sorpresa.

La curiosidad venció a mi fatiga y le llevé a la pequeña iglesia ortodoxa griega refunfuñando entre dientes. Estacionado junto a la puerta estaba el severo vehículo negro de un empresario de pompas fúnebres: su conductor bostezaba audiblemente ante el retraso impuesto a su misión.
De Grandin subió corriendo los peldaños con paso ligero, entró en la iglesia y volvió unos minutos después acompañado por un venerable sacerdote ataviado con todas las insignias de su condición.

-Allons, mon enfant -le dijo al chófer-. Póngase en marcha; nosotros le seguiremos.
Los imponentes muros de granito del Crematorio North Hudson se alzaron ante nosotros, pero ni tan siquiera entonces logré comprender los motivos de aquella alegría que De Grandin apenas podía contener.

Al parecer ya se habían hecho todos los preparativos. El padre Apostolakos recitó la plegaria del entierro ortodoxo en la pequeña capilla que había sobre el incinerador, y el ataúd fue esfumándose lentamente por el ascensor disimulado que lo llevaría hasta la cámara de incineración situada más abajo. El anciano sacerdote nos hizo una cortés reverencia y abandonó el edificio en dirección a mi coche. Me disponía a seguirle cuando De Grandin me hizo una seña imperiosa.

-Todavía no, amigo Trowbridge -dijo . Acompáñeme abajo y le enseñaré algo.

Fuimos a la cámara subterránea donde se llevaba a cabo la incineración. El ataúd reposaba sobre una carretilla ante la abertura que daba acceso a la caverna del horno, pero De Grandin detuvo a los ayudantes cuando se disponían a introducirlo en ella. Avanzó de puntillas sobre el suelo embaldosado y se inclinó sobre el ataúd, indicándome que me reuniera con él. Cuando me puse a su lado reconocí los toscos y malignos rasgos del hombre al que habíamos visto con Alice en el café: era aquel mismo rostro bestial y furioso que la noche antes nos había dirigido amenazas y maldiciones desde el otro lado de la ventana de Rochester. Estuve a punto de retroceder, pero el francés me agarró firmemente por el codo haciendo que me acercara todavía más al cuerpo.

-Tiens, Monsieur le Cadavre -murmuró mientras se inclinaba sobre aquella cosa muerta-, ¿qué piensa de esto, hein? Usted que iba a ser rey y emperador de todos los muertos, que alardeó de que ningún poder terrestre podría detenerle..., Jules de Grandin le prometió que no tendría nada, ni tan siquiera un pedazo de tierra al que llamar tumba, ¿verdad? Bah, asesino y violador de mujeres, homicida inmundo, ¿dónde está ahora su poder? Váyase..., váyase al horno que le llevará al fuego del infierno, ¡y llévese esto con usted!

Frunció los labios y escupió en el frío rostro del cadáver. Quizá fuera un engaño producto de mis nervios cansados o una ilusión óptica causada por las luces eléctricas, pero creo que vi cómo aquel cadáver que llevaba mucho tiempo enterrado se retorcía dentro de su ataúd, y una expresión de odio tan terrible como imposible de describir desfiguró aquellos rasgos cerúleos. De Grandin dio un paso hacia atrás, le hizo una seña a los ayudantes y el ataúd se deslizó sin ningún ruido hacia el interior del horno. La bomba de presión empezó a funcionar con un leve chirrido y un instante después oímos el rugir apagado de las llamas producidas por la gasolina que brotaba de los quemadores. De Grandin encogió sus flacos hombros.

-C'est une affaire finie.

Volvimos al cementerio Shadow Lawn poco después de la medianoche. De Grandin me guió hasta el mausoleo de la familia Heatherton avanzando sin ninguna vacilación, como si acudiera a una cita. Abrió las enormes puertas de bronce con una llave que había conseguido no sé dónde y me ordenó que montara guardia en el exterior. Entró en la tumba alumbrándose con su linterna eléctrica llevando un paquete cubierto con una tela debajo del brazo. Un instante después oí un ruido de metal contra metal y el sonido de algún objeto pesado que era arrastrado por el suelo; a continuación hubo un largo silencio que acabó poniéndome bastante nervioso y, por fin, un grito medio ahogado, el tipo de grito que emite el paciente sentado en el sillón del dentista cuando se le extrae una muela sin anestesia. Otro período de silencio, roto por el deslizarse de objetos pesados que eran llevados de un lado para otro, y el francés emergió de la tumba con las lágrimas corriéndole por el rostro.

-Paz -anunció con voz entrecortada-. Le he dado la paz, amigo Trowbridge, pero, ¡oh!, qué terriblemente doloroso ha sido oírla gemir, y todavía lo ha sido más ver cómo su hermoso cuerpo que aún parecía vivo se estremecía bajo el abrazo implacable de la muerte. Ver morir a los vivos es fácil de soportar, mi viejo amigo, ¡pero ver morir a los muertos...! ¡Mordieu, cada vez que piense en lo que la clemencia me ha obligado a hacer esta noche mi alma sufrirá tormentos infinitos!
Jules de Grandin escogió un puro del humidificador y lo encendió con la precisión típica de todos sus movimientos.
-Admito que los acontecimientos de los últimos tres días han sido indiscutiblemente extraños –dijo mientras enviaba una nube de humo aromático hacia el techo-. Pero, ¿qué tiene eso de sorprendente? Todo lo que se encuentra fuera del radio de nuestras experiencias cotidianas resulta extraño. Para quien no ha estudiado biología ver una ameba al microscopio es un espectáculo de lo más extraño; estoy seguro de que los esquimales encontraron rarísimo al aeroplano de monsieur Byrd y nosotros opinamos que cuanto hemos visto estas últimas noches es muy extraño. Lo es, por suerte para nosotros y para toda la humanidad.

Empecemos por el principio: hoy en día existen ciertos protozoos que probablemente son idénticos a las primeras formas vitales que hubo sobre la faz de la tierra y, del mismo modo, todavía existen ciertos restos de un mal muy antiguo, aunque su número disminuye continuamente. Hubo una época en que la tierra estaba infestada por ellos: diablos y su parentela, duendes, sátiros y demonios, elementales, licántropos y vampiros... Todos eran numerosos; todos, quizá, existen actualmente en número considerable, aunque no sabemos de su existencia y la mayoría de nosotros ni tan siquiera hemos oído hablar de ellos. Esta vez nos vimos obligados a tratar con el vampiro. Sabe de qué le hablo, ¿verdad? Siendo precisos, el vampiro es un alma atada a la tierra, un espíritu que ha cometido muchos pecados y actos malvados y que, como resultado, se encuentra sujeto al mundo en el que cometió esas maldades y no puede desplazarse hasta el lugar que le corresponde. En la India hay muchos vampiros, así como en Rusia, Hungría, Rumanía y por todos los Balcanes..., el vampiro parece medrar en todos aquellos lugares donde la civilización es vieja y decadente. A veces roba el cuerpo de alguien que ya ha muerto; a veces permanece dentro del cuerpo que tuvo en vida y nunca es más terrible que entonces, pues necesita alimento para ese cuerpo, pero su alimento no es el que usted o yo consumimos. No, el vampiro subsiste gracias a la fuerza vital de los que todavía no han muerto, fuerza que absorbe a través de su sangre, pues la sangre es vida. Debe chupar el aliento de aquellos que viven o no podrá respirar; debe beber su sangre o morirá de hambre. Y aquí es donde surge el peligro: un suicida, alguien que muere bajo una maldición o alguien a quien se le ha inoculado el virus vampírico debido a que un vampiro le ha chupado la sangre se convierte en vampiro después de la muerte. Es posible que esa persona no haya cometido mal alguno, y de hecho eso es lo que suele ocurrir, pero aún así estará condenada a vagar de noche alimentándose incesantemente con los vivos, reclutando nuevos miembros con que engrosar las horrendas filas de su tribu. ¿Comprende lo que le digo?

Piense en el caso que nos ha ocupado: este sacré Palenzke, debido a que cometió un asesinato y se suicidó, quizá en parte a causa de sus antepasados eslavos, quizá también por sus otros muchos pecados, se convirtió en un vampiro después de haberse arrebatado la vida. El informante de la Señora Heatherton no se equivocó: Palenzke se había destruido a sí mismo, pero su cuerpo maligno y su alma todavía más maligna seguían unidos el uno al otro, con lo que la amenaza que representaban para toda la humanidad era diez mil veces mayor que cuando estaban juntos en la vida natural.

Palenzke se alzó del pantano con todos los poderes sobrenaturales que le confería su vida-en-la-muerte, le tendió una emboscada a mademoiselle Alice, atacó a su chófer y se la llevó a las ciénagas para someterla a sus maldades, satisfaciendo a la vez su lujuria bestial, la sed de sangre del vampiro y el deseo de venganza que sentía porque ella había rechazado sus insinuaciones. Cuando la mató la convirtió en otra criatura como él. Además consiguió adquirir un dominio irresistible sobre ella. Era su juguete, su autómata, algo desprovisto de toda voluntad propia. Debía hacer lo que le ordenara, por mucho que odiara hacerlo. Quizá recuerde que le dijo al joven Rochester que debía seguir a ese villano aunque le odiaba; y quizá recuerde también cómo le permitió entrar en el apartamento cuando ella y su amado yacían el uno en brazos del otro, aunque permitirle entrar significaría la perdición de Rochester...

Si el vampiro pudiera añadir los poderes de los vivos a sus poderes de criatura muerta no tendríamos defensa contra él, pero por fortuna se encuentra sujeto a leyes que le es imposible vulnerar. No puede cruzar por sí solo un curso de agua en movimiento, necesita que alguien le lleve; no puede entrar en ninguna morada de los vivos a menos que reciba la invitación de alguien que se encuentre dentro de ella; puede volar por los aires, entrar por el agujero de una cerradura, la rendija de una ventana o el quicio de una puerta, pero sólo puede moverse de noche..., entre el crepúsculo y el canto del gallo. Desde el amanecer hasta que anochece no es más que un cadáver tan indefenso como cualquier otro despojo mortal y debe yacer en su tumba, sumido en la inmovilidad de los muertos. En esos momentos se le puede matar con facilidad, pero sólo utilizando ciertos métodos. El primero requiere atravesarle el corazón con una estaca de fresno y cercenarle la cabeza: el vampiro habrá muerto y no podrá volver a levantarse de la tumba para molestarnos. El segundo requiere quemar su cuerpo hasta convertirlo en cenizas: el vampiro habrá desaparecido, pues el fuego limpia todas las cosas.

Ahora que dispone de esta información haga encajar las piezas del rompecabezas que tan perplejo le tiene: cuando estábamos en el Café Bacchanale el aspecto de aquel hombre no me gustó nada. Tenía el rostro de un muerto y los rasgos de un villano nato, así como los ojos de un pez. En cuanto a su compañera, su belleza era totalmente irreprochable aunque ella también tenía un aspecto extraño, como si no perteneciera a este mundo. Empecé a sentir curiosidad por ellos, me dediqué a observarles por el rabillo del ojo y cuando vi que no comían ni bebían nada aquello me pareció no sólo extraño sino amenazador. La gente normal no hace tales cosas; la gente anormal suele resultar peligrosa.

Cuando Palenzke dejó sola a la joven después de indicarle que flirteara con el joven Rochester la situación me gustó todavía menos que antes. Lo primero que pensé fue que quizá se tratara de un intento de robo... ¿Cómo lo describió usted? Juego sucio... Por lo tanto, pensé que sería mejor seguirles para ver lo que ocurría. Eh bien, amigo mío, no cabe duda de que ocurrieron muchas cosas, n'est ce-pas?

Recordará la experiencia que tuvo el joven Rochester en el cementerio. Cuando nos la contó comprendí inmediatamente con qué clase de enemigo debíamos enfrentarnos, aunque en aquellos momentos no sabía que mademoiselle Alice era una víctima inocente de las circunstancias. La información proporcionada por madame Heatherton confirmó mis peores temores. Lo que vimos aquella noche en el apartamento de Rochester le sirvió de prueba a cuanto me había imaginado, e incluso a más cosas.

Pero mientras tanto yo no me había mantenido cruzado de brazos. Oh, no. Visité al buen padre Apostolakos y le conté cuanto había averiguado. Él lo comprendió todo inmediatamente e hizo los arreglos necesarios para exhumar el cadáver del malvado Palenzke, ordenando que lo llevaran al crematorio para que fuese incinerado. También me prestó un ikon sagrado, una imagen bendita de un santo cuya potencia para repeler a los demonios había quedado demostrada en más de una ocasión. ¿Se fijó en que cuando me acerqué a ella llevando la reliquia en mi bolsillo mademoiselle Alice se apartó de mí? ¿Vio cómo el alma en pena que era Palenzke huyó ante ella como huye la carne ante el hierro al rojo blanco?

Muy bien. Rochester amaba a esa mujer que ya había muerto y él mismo era un moribundo. ¿Por qué no permitirle que gozara del amor con el espectro de la mujer que correspondería a su pasión durante los pocos días que pudieran quedarle de vida? Cuando muriera, cosa inevitable, estaba preparado para tratar su pobre barro mortal de tal forma que no pudiera hacer ningún daño, aunque los besos vampíricos recibidos por su garganta ya casi le hubieran convertido en vampiro. Como bien sabe, eso es lo que he hecho. El fuego purificador ha acabado con el poder de Palenzke. Además, me juré que haría lo mismo por la pobre y hermosa Alice, víctima inocente del pecado, en cuanto su breve lapso de felicidad terrestre hubiera llegado a su fin. Oyó cómo se lo prometía, y he sido fiel a mi palabra.

No podía soportar la idea de hacerle más daño del estrictamente necesario, por lo que cuando fui en su busca esta noche con la estaca y el cuchillo llevé conmigo una jeringuilla en la que había cinco granos de morfina y se la administré antes de cumplir con mi deber. Creo que no sufrió mucho. Su gemido de disolución y el retorcerse de su pobre cuerpo cuando la estaca le atravesó el corazón fueron meros actos reflejos, no señales de un sufrimiento consciente.

-Pero si Alice era una vampira, como dice, y si podía recorrer el mundo de noche -protesté-, ¿por qué estaba en su ataúd cuando fuimos allí esta noche?
-Oh, amigo mío -dijo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-, estaba esperándome. Teníamos un compromiso; la pobre muchacha yacería en su ataúd aguardando el cuchillo y la estaca que la liberarían de su servidumbre. Ella..., ¡cuando la saqué de la tumba me sonrió y sus dedos me apretaron suavemente la mano!
Se limpió los ojos y echó una considerable ración de coñac en una copa.
-Por usted, joven Rochester, y por su hermosa dama -dijo mientras alzaba la copa en un brindis-. Allí donde están ahora el matrimonio no existe, pero espero que sus pobres almas en pena encuentren la paz y el descanso eterno..., juntas.
Vació la copa y la arrojó a la chimenea, donde el frágil recipiente de cristal se hizo añicos.