lunes, 15 de julio de 2024

Cabeza de pescado. Irvin S. Cobb (1876-1944)

Va más allá del poder de mi pluma intentar describir para ustedes el lago Reelfoot de forma que, leyendo este relato, consigan representarse el cuadro en su imaginación tal como está en la mía. Porque el lago Reelfoot es un lago completamente distinto de cualquier otro que hayan conocido en cualquier otra parte. El resto de este continente se hizo y se secó bajo la acción de los rayos del sol en el transcurso de milenios..., millones de años por lo que yo he logrado saber..., antes que Reelfoot comenzara a existir. Entre las creaciones importantes de la Naturaleza, Reelfoot ha sido, probablemente, lo más nuevo de este hemisferio; pues se formó a consecuencia del gran terremoto de 1811, hace apenas un poco más de un siglo. Aquel terremoto debió de alterar la faz de la Tierra a lo largo de lo que por aquel entonces constituían las lejanas fronteras de este país. Cambió el curso de los ríos, convirtió las colinas en las depresiones de lo que ahora son tres estados, y trocó el suelo firme en otro tan blanducho como la jalea, configurándolo con rizadas olas como el mar. Y en el fragor que ocasionó el ondulado de la tierra y el convulsionado estado de las aguas, hundió en cambiantes profundidades una parte de la corteza terrestre en una longitud de ciento veinte kilómetros, arrastrando al fondo árboles, colinas, valles, todo; abriéndose entonces una grieta de parte a parte del Mississippi, de forma que durante tres días el río acudió con su corriente a llenar el hueco.

El resultado fue la creación del más grande lago del sur de Ohio, situado en Tennessee, corriéndose hacia lo que ahora constituye la frontera de Kentucky, y tomando su nombre de la semejanza que su contorno tiene con el pie abierto en forma de aspa del negro de los maizales. Niggerwool Swamp, no lejos de allí, tal vez recibiera su nombre del mismo individuo que cristianó Reelfoot. Reelfoot es, y siempre ha sido, un lago lleno de misterio. A trechos, insondable. En otros lugares, los esqueletos de los cipreses que se fueron abajo cuando la tierra se hundió, todavía subsisten en pie, de tal manera que, si el sol brilla del lado de la derecha y el agua se muestra menos cenagosa de lo común, quien dirigiese la mirada hacia las profundidades vería, o creería ver, allá abajo, los desnudos miembros tendidos hacia lo alto como dedos humanos de un ahogado, todo ello cubierto por un lodo de años y reliado de viscosas grímpulas de los verdes mucílagos del agua. En otros encalmados parajes, el lago es poco profundo en prolongados espacios, no más hondo que para cubrir el pecho de un hombre, pero peligroso a causa del crecimiento de hierbajos hundidos y la existencia de arremolinados objetos, los cuales se enredan a restos flotantes. Sus orillas son predominantemente fangosas, sus aguas turbias, así mismo, de un color café cargado en primavera y amarillo cobrizo durante el verano, mientras que los árboles siguiendo la costa ofrecen un tinte sucio, después de las crecidas primaverales, en la zona que alcanza hasta las primeras ramas, donde los sedimentos secos han cubierto los troncos con una espesa capa de apariencia escrofulosa.

A su alrededor extensiones de bosque intacto y tajos donde innumerables cipreses se elevan cual lápidas mortuorias por los raigones muertos que van pudriéndose en el blando limo. Hay trechos apacibles donde el maíz de las tierras bajas crece por debajo, arrogante y lozano, en tanto que por encima se yerguen árboles desnudos de hojas y ramas. Hay dilatados y lúgubres llanos donde en primavera los grumos formados por las huevas de las ranas se consumen como parches de blanca mucosidad entremedias de los tallos de la maleza y donde, en la noche, hasta allí se deslizan las tortugas para depositar en la arena, en camadas de perfecta redondez, blancos huevos de resistentes y ásperos cascarones. Hay bayous que no conducen a parte alguna y charcas que se extienden en revueltas, a la ventura, como enormes gusanos obcecados, hasta unirse finalmente a la corriente principal, la cual hace rodar su semilíquida torrentera algunos kilómetros más al oeste. Así Reelfoot yace aplastado sobre su fondo, superficialmente helado en invierno, tórridamente vaporoso en verano, hinchado en primavera, cuando los bosques se han tornado de un verde brillante y el pequeño jején o mosca del búfalo, por millones y billones, llena las charcas desbordadas con su dañino zumbido y al descender evolucionan en redondo esplendorosamente, con todos los colores que la tempranera escarcha produce: el dorado del nogal, el bermejo amarillento de los sicómoros, los rojos del durillo y el cenizoso púrpura negruzco del ocozol.

Mas la comarca de Reelfoot tiene su utilidad. Es el mejor paraje de caza y pesca, natural o artificial, que queda hoy en día por el sur. En momento oportuno, el pato y los gansos se reúnen allí, e incluso las aves semitropicales, como el pelícano pardo y el pájaro reptil de Florida, sabido es que habrán de acudir para anidar. Los cerdos, al regresar a la señera libertad, recorren las lomas, cada piara de estos ejemplares de fino lomo capitaneada por un viejo verraco de aplastados flancos, enjuto, feroz. Por la noche, la «rana-toro», inconcebiblemente grande y tremendamente sonora, croa en las riberas. Es un asombroso lugar para la pesca de la lubina, de la perca y del hocicudo pez búfalo. Como estas especies comestibles pueden vivir para aovar y como sus huevas, a la vez, sobreviven para aovar de nuevo, resulta una maravilla ver cuántos grandes peces, caníbales devoradores de peces, hay en Reelfoot. Mayor que en cualquier otra parte, encontraréis aquí la belona, toda espinas, voracísima, de láminas córneas, con morro como el del caimán y el eslabón más próximo, al decir de los naturalistas, entre los animales vivientes hoy en día y los que vivieron en la era de los reptiles. El gato de hocico de pala, realmente una variedad deformada del esturión de agua dulce, provisto de una gran placa membranosa en forma de abanico prominente encima del morro, cual un bauprés, salta todo el día por los lugares encalmados con poderoso ruido de chapoteo, lo mismo que si un caballo hubiera caído al agua. Sobre todo leño varado, tremendas tortugas buscan esparcimiento, en grupos de cuatro o seis, los días soleados, desecando, calcinando sus negros caparazones bajo el sol, con sus pequeñas cabezas de culebra en alto, vigilantes, prestas para desaparecer silenciosamente al primer ruido de remos chirriando en sus toletes.

Pero los más grandes de todos estos seres son los siluros. Monstruosas criaturas, estos siluros de Reelfoot, sin escamas, resbaladizas sustancias de cadavéricos ojos inertes y barbas deletéreas como venablos y largos bigotes colgantes a los costados de sus cavernosas cabezas. Con una longitud de metro y medio a dos metros, crecen hasta alcanzar el peso de cien kilos, por lo menos, y tienen fauces lo suficientemente anchas para apresar un pie humano o el puño de un hombre y lo bastante fuertes como para romper cualquier anzuelo, a no ser de los más resistentes, y son insaciables hasta el límite de devorar cualquier cosa, viva o muerta, o putrefacta, que sus encallecidas quijadas sean capaces de triturar. ¡Ah, y hay pérfidos sujetos que cuentan por ahí pérfidas historias de ellos! Se los moteja de devoradores de hombres y los comparan, por algunos de sus hábitos, con los tiburones.

Fishhead formaba conjunto con tal escenario. El apelativo, «Cabeza de pez», le venía como anillo al dedo. Toda su vida había morado en Reelfoot, siempre en el mismo sitio, en la desembocadura de la misma charca. Allí nació, de padre negro y madre a medias de casta india, ambos ya fallecidos, y la historia cuenta que, antes de nacer, su madre fue aterrorizada por uno de esos descomunales peces, de manera que el muchacho vino a este mundo horriblemente marcado, a más no poder. Por todo ello, Fishhead era una monstruosidad humana, una verdadera personificación de pesadilla. Tenía cuerpo de hombre -un cuerpo robusto, rechoncho, corto-, mas su cara estaba tan cerca de ser la cara de un gran pez como ningún otro rostro pudiera estarlo, aunque conservase ciertas trazas de humano aspecto. Su cráneo descendía hacia atrás tan bruscamente, que a duras penas podría haberse dicho de él que poseyera frente, y la barbilla le sesgaba tan de prisa, que apenas existía. Sus ojos eran pequeños y redondos, con unas superficiales pupilas vidriosas de amarillo pálido, y estaban insertos demasiado separados uno de otro en la cabeza, y no parpadeaban, clavados siempre cual los ojos de los peces. Su nariz no era sino un par de menudas rendijas en medio de una máscara amarilla. En cuanto a su boca, era lo peor de todo: era la pavorosa boca de un siluro, sin labios, ancha casi inverosímilmente, rasgada de lado a lado. Incluso cuando Fishhead se convirtió en hombre hecho y derecho, su semejanza con un pez fue en aumento, pues los pelos de la cara le crecieron en dos finos colgantes, retorcidos y tiesos, que pendían a cada lado de su boca como a guisa de barbas de pez.

Si tuvo algún otro nombre, ademas de Fishhead, nadie excepto él lo supo nunca. Fishhead le llamaban y por Fishhead respondía. Puesto que conocía las aguas y los bosques de Reelfoot mejor que nadie, los hombres de la ciudad que cada año vinieran a cazar o a pescar lo apreciaban como un buen guía. Eran contadas, sin embargo, las ocasiones en que Fishhead se aviniese a encargarse de tales oficios. Le gustaba ante todo ocuparse de sí mismo, vigilando su pedazo de tierra sembrado de maíz, yendo a tender las redes en el lago, algunas veces tendiendo trampas y cazando para los mercados de la ciudad cuando era la época. Sus vecinos, blancos mordidos por las fiebres tercianas, y negros, por contra, a prueba de la malaria, dejábanle vivir a su propio arbitrio. Era así como Fishhead vegetaba solo, sin parientes ni amigos, sin un hermano tan siquiera, esquivando a sus semejantes y rehuido por ellos.

Su cabaña se halla justamente en la raya del estado, donde Mud Slough (Charca Fangosa) desemboca en el lago. Era aquella choza de troncos la única habitación humana en ocho kilómetros a la redonda. Detrás de ella, el resistente maderamen venía a servir de apoyo a la cerca del recinto del pequeño huerto de hortalizas de Fishhead, la cual lo encerraba en espesa sombra, excepto cuando el sol azotaba desde lo alto. Guisaba sus alimentos de manera primitiva, fuera, en un agujero hecho en tierra mojada, o sobre los herrumbrosos restos rojizos de un hornillo, y bebía el agua de color azafrán del lago con un cazo hecho de calabaza. Se atendía y cuidaba de si mismo; era experto en el manejo del esquife y de la red; competente con la escopeta y el arpón, empero una criatura de pena y soledad, en mucho salvaje, casi un anfibio, mantenido aparte por sus semejantes, silente y receloso.

Frente a la cabaña sobresalía el tronco caído de un álamo, a medias sumergido, a medias fuera del agua, su parte externa quemada del sol y gastada por el roce de los pies desnudos de Fishhead hasta ofrecer innumerables huellas de finas rayas que lo contorneaban, mientras la extremidad inferior estaba negra y podrida, lamida incesantemente por menudas olas cual por finas lenguas. Su lado más distante alcanzaba a las aguas profundas. Y constituía una parte indivisible del mismo Fishhead, pues a despecho de lo alejado que la pesca o el poner las trampas lo retuvieran durante el día, el ocaso había de encontrarlo de regreso, habiendo arrastrado su bote a la orilla y hallándose él a la otra punta del madero. Desde cierta distancia, algunos hombres lo columbraban allí varias veces, en ciertas ocasiones acurrucado, tan inmóvil como las tortugas que se deslizaban hasta la empapada punta durante su ausencia, y en algunos momentos tieso y vigilante cual una grulla en el río, con toda su desventurada figura amarillenta delineándose en medio de la amarillez soleada, en medio de las aguas amarillas, de la amarillenta ribera, todo ello amarillo a su vez.

Mas si los habitantes de Reelfoot esquivaban a Fishhead de día, por la noche le tenían miedo y huían de él como de la peste, temerosos incluso de la posibilidad de un encuentro casual. Pues se contaban feas historias de Fishhead, historias que todos los negros y algunos blancos se creían. Decían que aquel grito escuchado precisamente un poco antes de oscurecer y un poco después, propagado como en un chapoteo sobre las tenebrosas aguas, era su grito de llamada a los siluros, y que a su clamor éstos acudían en manada, y que a su lado Fishhead nadaba por el lago las noches de luna, divirtiéndose con los monstruos, zambulléndose con ellos, incluso comiendo en su compañía, ¡y de qué manera!, hasta de las puercas cosas que ellos comían. El grito fue oído muchísimas veces, y aquella vez fue bien cierto, y era cierto también que los descomunales peces se hallaban significativamente apretados a la entrada de la charca de Fishhead. Ninguno de los nativos de Reelfoot, blanco o negro, se habría atrevido entonces a sumergir una pierna o un brazo en el agua.

Aquí había vivido Fishhead y aquí moriría. Los Baxter iban a matarle, y este día, en medio del verano, sería el día de su asesinato. Los dos Baxter -Jake y Joel- se acercaban en su piragua para cumplir el propósito. Este crimen tuvo un largo período de gestación. Los Baxter contaron para fraguar su odio con un motivo surgido varios meses antes que la decisión llegase al punto culminante. Eran ellos unos pobres blancos, pobres en todos los sentidos -en estimación, en posesiones terrenales y en posición-, una pareja de exaltados jinetes ladrones advenedizos que vivían del tabaco y del whisky cuando el whisky y el tabaco estaban a su alcance, y de pan de maíz cuando carecían de recursos para otra cosa. La querella propiamente dicha venía de meses anteriores. Habiendo encontrado un día a Fishhead en la estrecha armazón del embarcadero de botes de Walnut Log, y estando ellos harto empapados de licores, jactanciosos en una falsa apariencia de valentía nacida del alcohol, le acusaron atrevidamente y sin pruebas de haber hollado la raya de sus dominios, un imperdonable pecado entre los moradores de los lagos y los barqueros del sur. Viendo que él soportó esta acusación en silencio, contentándose con mirarlo fijamente, se envalentonaron y le golpearon el rostro. Sólo que entonces él se revolvió y propinó a ambos la mayor paliza de toda su vida, haciéndoles sangrar la nariz y magullándoles los labios con enérgicos golpes contra la mandíbula, y finalmente abandonándolos, maltrechos y postrados, sobre el barro. Sin embargo, en los espectadores que presenciaron esto, el sentimiento de que lo que sucede siempre es oportuno triunfó sobre los prejuicios raciales, lo cual se manifestó permitiendo que un negro diese a aquéllos una tunda, a dos hombres libres de nacimiento, a dos blancos soberanos.

Tal era el motivo de que ahora fueran a buscarle a él, un maldito negro. La cosa, en su conjunto, había sido planeada minuciosamente. Iban a matarle sobre aquel tronco de álamo, a la puesta del sol. No habría testigos que lo presenciasen, ni después el justo castigo consecuente. Lo fácil de la empresa les hizo olvidar el miedo innato que sintieran al emplazamiento mismo de la morada de Fishhead. Hacía más de una hora que navegaban desde su cabaña a través de un serpeante y profundo brazo del lago. Su piragua, construida al fuego, excavada a golpes de azuela y de cuchillo, procedente de una hevea o árbol de la goma, deslizóse sobre el agua tan silenciosamente como nada el polluelo del ánade, dejando atrás una larga estela sobre las aguas tranquilas. Jake, mejor como remero, iba sentado a la popa de la cóncava embarcación, batiendo con rapidez los salpicantes golpes de remo. Joel, mejor como tirador, iba delante, sentado en cuclillas. Entre sus rodillas había una pesada y rústica escopeta de cazar patos. Aunque el espionaje que precedió en torno a su víctima los hubiera llevado a la absoluta convicción de que Fishhead no regresaría a la orilla en varias horas, un redoblado sentido de precaución los impelía a bogar estrechamente pegados a las riberas, cubiertas de maleza. Se deslizaron a lo largo de la costa como una sombra, moviéndose con tanta suavidad y silencio, que las vigilantes y fangosas tortugas apenas si se dignaban a volver la serpentina cabeza a su paso. De tal suerte que media hora antes de lo previsto alcanzaron, suavemente deslizantes, los alrededores de la bocana de la charca, que parecía creada para una natural emboscada.

0onde el desagüe de la ciénaga se unía a las aguas profundas había un árbol caído, medio arrancado su cepellón, vencido hacia la orilla, con la copa todavía espesa y hojas verdes que extraían aún alimento de la tierra donde los raigones, medio al descubierto, se tenían. Todo ello cubierto y enredado por una gran exuberancia de zarcillos y uvas agrias silvestres. En derredor había arremolinamiento de detritus, tallos de maíz, tiras de corteza mudada por los árboles, manojos de hierbajos podridos, todo el desperdicio y abarrote acumulado desde el año anterior en un apacible remanso. En línea recta hacia este verde amontonamiento, deslizábase la piragua, que se meció de costado al tocar en el tronco protector del árbol y quedando escondida desde el lado de dentro con la cortina interpuesta por la lujuriante vegetación, justamente como los Baxter hubieran pretendido que quedase oculta, cuando en días precedentes, durante una exploración anterior, señalaron este remansado paraje como lugar de espera y lo incluyeron, entonces y allí mismo, en las diferentes etapas de su plan.

No había habido ningún tropiezo ni contratiempo. Nadie fue visto en los alrededores a lo largo de aquellas horas de la tarde, nadie capaz de señalar sus movimientos. Y de un momento a otro Fishhead debería oportunamente hacer acto de presencia. La vista acostumbrada al bosque que Jake poseía iba siguiendo pensativamente el giro del sol hacia su ocaso. Las sombras, proyectadas hacia la costa, se alargaban y escabullían en pequeñas ondulaciones. Moría a lo lejos el leve bullicio del día, los menudos rumores de la noche incipiente comenzaban a multiplicarse. Se fueron las moscas de abultado vientre, mientras voluminosos mosquitos de moteadas y grises patas irrumpían para ocupar el puesto de aquéllas. El lago soñoliento lamía las cenagosas orillas con pequeños lengüeteos, como si hallase agradable el sabor del fango crudo. Un monstruoso cangrejo, tan gordo como una langosta, trepó hasta la salida de su seca chimenea de barro y allí se quedó empingorotado, cual armado centinela en una atalaya. Disparatados murciélagos comenzaron a revolotear, detrás y delante, sobre las copas de los árboles. Una rata almizclera, nadando con la cabeza fuera, viose obligada a virar repentinamente al darse cuenta de la presencia de una serpiente mocasín, tan gruesa e hinchada por su caliente veneno, que habríase dicho un lagarto sin patas, conforme agitaba a lo largo la superficie del agua en una serie de lentos y torpes zigzagueos. Precisamente, encima de las cabezas de los dos asesinos en acecho colgaba un apretado y minúsculo gusano de la mosca de agua, asido a una especie de concreción con apariencia de barrilete.

Pasó un poco más de tiempo, y Fishhead apareció, viniendo del bosque, andando a buen paso, con un saco a la espalda. Por un instante, sus deformidades montráronse en el claro. Luego, el oscuro interior de la cabaña se lo tragó. Entonces el sol estaba ya casi entero bajo el horizonte. Unicamente resplandecía su rojiza aureola encima del perfil del bosque rodeando el lago, y las sombras avanzaban tierra adentro por un gran trecho. Más dentro, los voluminosos peces gatos, de boca en forma de pala, estaban agitados y el fuerte ruido de su chapoteo, conforme sus cuerpos retorcidos saltaban abiertamente y volvían al agua, llegaba hasta la costa como el rumor de un coro. Sin embargo, los dos hermanos, desde su verde escondite, no prestaban atención a nada que no fuese aquello único por lo que sus corazones latían y sus nervios se hallaban en tensión. Joel pasó, empujándolos suavemente, los dos cañones de la escopeta de un lado a otro del tronco, ajustando su culata al hombro y acariciando arriba y abajo con los dedos ambos gatillos. Jake sujetó firmemente la estrecha canoa a un asidero por sobre un zarcillo de la parra virgen.

Una breve espera y el final acaeció. Fishhead surgió en la puerta de la cabaña y fue hacia la orilla a lo largo del angosto sendero y, todavía más, por encima del agua, sobre su tronco de costumbre. Iba descalzo y llevaba la cabeza descubierta, la pechera de su camisa de algodón abierta y mostrando la amarillez de su garganta y de su pecho, los pantalones ceñidos a la cintura con una cuerda de estopa trenzada. Los anchos pies desparramados, extendidos sus prensiles dedos, se apretaba a la pulida curvatura del madero, conforme proseguía adelante sobre la inclinada superficie mojada, hasta llegar al extremo, y allí se quedó y se mantuvo erguido, ensanchando el pecho, con la cara imberbe levantada y un algo de superioridad y dominio en su actitud. Mas entonces -sus ojos eran capaces de captar lo que otros habrían pasado por alto- presintió los redondos agujeros gemelos de los cañones de la escopeta de Joel y los fijos destellos de aquella mirada apuntándole entremedias de la verde espesura.

En tan brevísimo instante, demasiado rápido para ser medido por segundos, la culminación del acto fue como un relámpago en su derredor, y estiró aún más la cabeza, y abrió cuan ancho pudo el informe cepo de su boca, y lanzó a lo largo y ancho del lago un grito que se propagó como una ondulación, un chapoteo. Y su grito fue cual la carcajada de un necio y el croar profundo de los sapos y el aullido de un perro: el complejo entero de los ruidos nocturnos del lago. Y en él iban también un adiós, un desafío y una llamada. El pesado estruendo de la escopeta había estallado. Desde una distancia de veinte metros, la doble descarga le alcanzó en el pecho. Se derrumbó boca abajo, sobre el tronco, y a él se pegó, con el cuerpo enroscándose torcidamente en retortijones, sus piernas crispadas estirándose alternativamente como las ancas de una rana, sus hombros encorvándose espasmódicamente, al tiempo que la vida se le escapaba en rápidas oleadas, como de un torrente. Se ladeó su cabeza entre los hombros alzados, miraron sus ojos abrumados la cara sobresaltada del homicida, y en seguida la sangre comenzó a brotar en su boca, y Fishhead, aún más pez que hombre a la hora de la muerte, en un escurridizo aleteo, la cabeza por delante, resbaló de la punta del madero y se hundió, con la cara vuelta hacia abajo, lentamente, abriendo las extremidades a lo ancho. Una tras otra, las pompas de un largo rosario fueron rompiéndose en medio de una creciente mancha roja en las aguas color café del lago.

Ambos hermanos observaron todo esto, presos de terror por la acción que habían cometido, y la insegura piragua, que había dado un bandazo debido al golpe de retroceso, asentóse en el agua firmemente contra la borda. Pero después hubo un repentino choque desde abajo contra su inclinado casco y éste se dio la vuelta, con lo que aquellos dos acabaron en el lago. Mas la orilla se hallaba sólo a seis metros y el tronco del árbol desgajado solamente a metro y medio. Joel, todavía aferrado a la escopeta, se esforzó para alcanzar el tronco, y lo consiguió de un impulso. Pasó en su derredor el brazo libre y se colgó de él, agitando el agua, mientras aguzaba la vista. Algo vino a atenazarle: algo que era grande y fuerte, algo que le retenía estrechamente con un aprieto, estrujándole la carne.

No profirió ni un grito; pero los ojos se le salían de las órbitas y su boca produjo una auténtica mueca de agonía, mientras sus dedos se incrustaban en la corteza del árbol como garfios. Y fue arrastrado hacia abajo, hacia abajo, con secos tirones, no con rapidez sino con energía y, conforme cedía él, las uñas fueron trazando cuatro finos arañazos blancos en la corteza del árbol. Se hundió su boca, a continuación sus desorbitados ojos, después sus erizados cabellos y finalmente las manos que agarraban y arañaban. Y aquello fue su fin.

La suerte de Jake resultó más severa aún, pues vivió más tiempo, tiempo bastante para ver el final de Joel. Le vio a través del agua que le corría por la cara y, con una tremenda conmoción de todo su cuerpo, literalmente saltó por encima del tronco, agitando las piernas en el aíre para defenderlas. Se hundió demasiado lejos, sin embargo, pues su cara y tórax se pegaron contra el agua. Y de ésta se irguió la cabeza de un gran pez, con el cieno lacustre de años encima, con una negra cabezota, los bigotes hirsutos, encendidos los cadavéricos ojos. Sus córneas mandíbulas se cerraron y atenazaron la parte delantera de la camisa de franela de Jake. La mano de éste golpeó ferozmente pero se incrustó en una envenenada barba y, al contrario que Joel, desapareció de vista con un tremendo alarido, y con una rotación y convulsión del agua que produjo el circulo de cañas de maíz en los bordes de un pequeño remolino.

Pero el remolino pronto se atenuó a lo lejos, en crecientes anillos de olas, y las cañas flotantes acallaron los círculos y volvió de nuevo la quietud, y solamente los ruidos multiplicados de la noche pudieron escucharse en la desembocadura de la charca.

Los cadáveres de los tres hombres fueron devueltos a la orilla en el mismo sitio. A excepción de la herida abierta por el disparo donde la garganta se une al pecho, el cadáver de Fishhead aparecía intacto. Por el contrario, los cuerpos de ambos Baxter estaban tan desfigurados y maltrechos, que los habitantes de Reelfoot hubieron de quemarlos juntos en la orilla, sin saber en modo alguno cuál podría ser el de Jake y cuál el de Joel.


Canción de la bailarina. Sidonie Colette (1873-1954)

¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.

Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.

Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa...» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.

En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé...

Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.

Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.

Abandoné tu casa mientras murmurabas: "La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serena y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, tu barbilla en el hombro. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos...Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino...

"Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente..."

Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.

Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.

Una última danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.

Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras...

Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar...


Carta de un loco. Guy de Maupassant (1850-1893)

Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso. Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: «Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.»

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad. En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia. Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.

Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos. No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animálculo que habita la gota de agua.

Incluso aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez. Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña. Lo confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices. Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído. Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso. Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio. Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra. ¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor. Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas. Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras. Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: «Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.»

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado. Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?

Me he dicho: «Estoy rodeado de cosas desconocidas.» He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros. Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo. He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: «Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?»

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto -he visto un ser invisible- hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible. Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo. Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea y de mi lustro. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas. Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.

Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, y que me tapaba.

¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto! Y no he vuelto a verlo. Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera. Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!

Ha comprendido que yo lo había visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho. Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.


Carolina. Charles Nodier (1780-1844)

Una joven de dieciocho años, llamada Carolina, inspiró la más violenta pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se dice, más enamoradizo que a los veinte -aunque con muchos menos medios para complacer-, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a Carolina, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que aquel funesto amor fue en gran parte el origen.

Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Carolina se dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego, añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Carolina más por el interés de ella que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el primero.

La amiga de Carolina, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como expiación. Carolina, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de muy mala gana y dijo: -Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los muertos.

Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a Carolina, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada:

-Ya no hay tiempo, señorita, -dijo- me habéis negado con crueldad la dicha de veros cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita... Hasta esta noche.

Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito pronunciar, expiró.

Carolina, presa del horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los medios posibles para calmar su extrema agitación. Carolina le suplicó que pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir, estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Carolina exclama con terror:

-¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!

Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros, seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente; acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias, suena el reloj. Carolina lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y Carolina, con una voz agonizante, dice:

-¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
-¿Lo has visto entonces?
-Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
-¡Y qué! ¿Te ha hablado?
-Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.

La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma escena, se negó a pasar las noches siguientes con Carolina, quien le reprochó que la abandonase a un vampiro.

Las visitas nocturnas continuaron. Carolina, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no formaban parte de ella.

La amiga de Carolina, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre a Carolina para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo que la hizo totalmente feliz.


Una carretera iluminada por la luna. Ambrose Bierce (1842-1914)

 Testimonio de Joel Hetman, Jr.

Soy un hombre de lo más desafortunado. Rico, respetado, bastante bieneducado y de buena salud (aparte de otras muchas ventajas generalmente valoradas por quienes las disfrutan y codiciadas por los que las desean). A veces pienso que sería menos infeliz si tales cualidades me hubieran sido negadas, porque entonces el contraste entre mi vida exterior e interior no exigiría continuamente una atención ingrata. Bajo la tensión de la privación y la necesidad del esfuerzo, podría olvidar en ocasiones el oscuro secreto, cuya explicación —siempre misteriosa— el mismo hace inevitable. Soy hijo único de Joel y Julia Hetman. El primero fue un rico hacendado, la segunda una mujer bella y bien dotada, a la que estaba apasionadamente ligado por lo que ahora sé que fue una devoción celosa y exigente. El hogar familiar se encontraba a unas cuantas millas de Nashville, en Tennessee, en una vivienda amplia, irregularmente construida, sin ningún orden arquitectónico definido, y algo apartada de la carretera, con un parque de árboles y arbustos. En la época a la que me refiero yo tenía diecinueve años y estudiaba en Yale. Un día recibí un telegrama de mi padre tan urgente que, obedeciendo a su inexplicada solicitud, partí inmediatamente con dirección a casa. En la estación de ferrocarril de Nashville, un pariente lejano me esperaba para poner en mi conocimiento la razón de la llamada: mi madre había sido bárbaramente asesinada; el móvil y el autor nadie los conocía, pero las circunstancias fueron las siguientes:

Mi padre había ido a Nashville con la intención de volver al día siguiente por la tarde. Algo impidió que realizara el negocio que tenía entre manos, por lo que regresó esa misma noche, antes del amanecer. En su testimonio ante el juez explicó que, como no tenía llave del cerrojo y no quería molestar a los sirvientes que estaban durmiendo, se había dirigido, sin ningún propósito especial, hacia la parte trasera de la casa. Al doblar una esquina del edificio, oyó el ruido de una puerta que se cerraba con suavidad y vio en la oscuridad, no muy claramente, la figura de un hombre que desapareció de inmediato por entre los árboles. Como una precipitada persecución y una batida rápida por los jardines, en la creencia de que el intruso era alguien que visitaba clandestinamente a un sirviente, resultaron infructuosas, entró en la casa por la puerta abierta y subió las escaleras en dirección al dormitorio de mi madre. La puerta estaba abierta y, al penetrar en aquella intensa oscuridad, tropezó con un objeto pesado que había en el suelo y cayó de bruces. Me ahorraré los detalles; era mi pobre madre, ¡estrangulada por unas manos humanas!

No faltaba nada en la casa, los sirvientes no habían oído ruido alguno y, salvo aquellas horribles marcas en la garganta de la mujer asesinada (¡Dios mío! ¡Ojalá pudiera olvidarlas!), no se encontró nunca rastro del asesino. Abandoné mis estudios y permanecí junto a mi padre que, como es de suponer, estaba muy cambiado. De carácter siempre taciturno y sereno, cayó en un abatimiento tan profundo que nada conseguía mantener su atención, aunque, cualquier cosa, una pisada, un portazo repentino, despertaban en él un interés desasosegado; se le podría haber llamado recelo. Se sobresaltaba visiblemente por cualquier pequeña sorpresa sensorial y a veces se ponía pálido, y luego recaía en una apatía melancólica más profunda que la anterior. Supongo que sufría lo que se llama «una tremenda tensión nerviosa». En cuanto a mí, era más joven que ahora, y eso significa mucho. La juventud es Galad, donde existe un bálsamo para cada herida. ¡Ah! ¡Si pudiera vivir de nuevo en aquella tierra encantada! Al no estar habituado al dolor, no sabía cómo valorar mi aflicción. No podía apreciar debidamente la potencia del impacto.

Cierta noche, unos meses después del fatal acontecimiento, mi padre y yo volvíamos andando de la ciudad. La luna llena llevaba unas tres horas sobre el horizonte, en el este; los campos mostraban la quietud solemne de una noche estival. Nuestras pisadas y el canto incesante de las chicharras en la distancia eran el único sonido. Las negras sombras de los árboles contiguos atravesaban la carretera, que tenía un brillo blanco y fantasmal en las estrechas zonas del centro. Cuando nos encontrábamos cerca de la verja de nuestra hacienda, cuya fachada aparecía en penumbra, y en la que no había ninguna luz, mi padre se detuvo de repente y, agarrándome del brazo, dijo con un tono apenas perceptible:

—¡Dios mío! ¿Qué es eso?
—No oigo nada —contesté.
—Pero mira, ¡mira! —exclamó señalando hacia la carretera, delante de nosotros.
—Allí no hay nada —dije—. Venga, padre, entremos. Estás enfermo.

Me había soltado el brazo y se había quedado rígido e inmóvil en el centro de la carretera iluminada, absorto como alguien privado del juicio. A la luz de la luna, su rostro presentaba una palidez y fijeza inefablemente penosa. Le di un suave tirón de la manga, pero se había olvidado de mi existencia. Al rato comenzó a retroceder, paso a paso, sin apartar la vista ni un instante de lo que veía, o creía que veía. Di media vuelta para seguirle, pero me quedé quieto, indeciso. No recuerdo ningún sentimiento de miedo, a no ser que un frío repentino fuera su manifestación física. Fue como si un viento helado hubiera rozado mi cara y envuelto mi cuerpo de arriba abajo. Pude sentir su revuelo en el pelo.

En aquel momento mi atención fue atraída por una luz que apareció de repente en una ventana del piso superior de la casa; uno de los sirvientes, despertado por quién sabe qué premonición misteriosa, y obedeciendo a un impulso que nunca pudo explicar, había encendido una lámpara. Cuando me volví para buscar a mi padre, había desaparecido; en todos estos años ni un rumor de su destino ha atravesado la frontera de la conjetura desde el reino de lo desconocido.

Testimonio de Caspar Grattan:
Hoy se dice que estoy vivo. Mañana, aquí, en esta habitación, habrá una forma insensible de arcilla que mostrará lo que fui durante demasiado tiempo. Si alguien levanta el paño que cubrirá el rostro de aquella cosa desagradable será para satisfacer una mera curiosidad malsana. Otros, sin duda, irán más lejos y preguntarán «¿Quién era ése?» En estos apuntes ofrezco la única respuesta que soy capaz de dar: Caspar Grattan. Claro, eso debería ser suficiente. Ese nombre ha cubierto mis pequeñas necesidades durante más de veinte años de una vida de duración desconocida. Es cierto que yo mismo me lo puse, pero, a falta de otro, tenía ese derecho. En este mundo uno debe tener un nombre; evita la confusión, incluso hasta cuando no aporta una identidad. A algunos, sin embargo, se les conoce por números, que también resultan ser formas de distinción inadecuadas.

Un día, por ejemplo, caminaba por una calle de una ciudad, lejos de aquí, cuando me encontré a dos individuos de uniforme, uno de los cuales, casi deteniéndose y mirándome a la cara con curiosidad, le dijo a su compañero: «Ese hombre se parece al 767». En aquel número me pareció ver algo familiar y horrible. Llevado por un impulso incontrolable, tomé una bocacalle y corrí hasta caer agotado en un camino.

Nunca he olvidado aquel número, y siempre me viene a la memoria acompañado por un guirigay de obscenidades, carcajadas de risas tristes y estruendos de puertas de hierro. Por eso creo que un nombre, aunque sea uno mismo quien se lo ponga, es mejor que un número. En el registro del campo del Alfarero pronto tendré los dos. ¡Qué riqueza! A quien encuentre este papel he de rogarle que tenga cierta consideración. No es la historia de mi vida; la capacidad de hacer tal cosa me está negada. Esto no es más que una relación de recuerdos quebrados y aparentemente inconexos, algunos de ellos tan nítidos y ordenados como los brillantes de un collar; otros, remotos y extraños, presentan las características de los sueños carmesí, con espacios en blanco y en negro, y con el resplandor de aquelarres candentes en medio de una gran desolación.

Situado en los límites de la eternidad, me doy la vuelta para echar un último vistazo a la tierra, a la trayectoria que seguí hasta llegar aquí. Hay veinte años de huellas inconfundibles, impresiones de pies sangrantes. El trazado sigue caminos de pobreza y dolor, tortuosos y poco seguros, como los de alguien que se tambalea bajo una carga, Remoto, sin amigos, melancólico, lento. Ah, la profecía que el poeta hizo sobre mí. ¡Qué admirable! ¡Qué espantosamente admirable!

Retrocediendo más allá del principio de esta vía dolorosa, esta epopeya de sufrimiento con episodios de pecado, no puedo ver nada con claridad; sale de una nube. Sé que sólo cubre veinte años, y sin embargo soy un anciano. Uno no recuerda su nacimiento, se lo tienen que contar. Pero conmigo fue diferente. La vida llegó a mí con las manos llenas y me otorgó todas mis facultades y poderes. De mi existencia previa no sé más que otros, porque todos balbucean insinuaciones que pueden ser recuerdos o sueños. Solamente sé que mi primera sensación de consciencia lo fue de madurez en cuerpo y alma; una sensación aceptada sin sorpresa o aprensión. Sencillamente me encontré caminando por un bosque, medio desnudo, con los pies doloridos, tremendamente fatigado y hambriento. Al ver una granja, me acerqué y pedí comida, que alguien me dio preguntando mi nombre. No lo conocía, aunque sí sabía que todo el mundo tenía nombres. Me retiré muy azorado y, al caer la noche, me tumbé en el bosque y me dormí.

Al día siguiente llegué a una gran ciudad cuyo nombre no citaré. Tampoco relataré otros incidentes de la vida que ahora está a punto de acabar; una vida de peregrinaje continuo, siempre rondada por una imperante sensación de delito en el castigo del mal y de terror en el castigo del delito. Veamos si soy capaz de reducirlo a la narrativa.

Parece ser que una vez viví cerca de una gran ciudad. Era un colono próspero, casado con una mujer a la que amaba y de la que desconfiaba. Tuvimos, al parecer, un hijo, un joven de talento brillante y prometedor. Para mí, siempre se trata de una figura vaga, nunca claramente definida y, con frecuencia, fuera de escena. Una desafortunada noche se me ocurrió poner a prueba la fidelidad de mi esposa de una forma vulgar y sabida por todo el mundo que conoce la literatura histórica y de ficción. Fui a la ciudad después de haberle dicho a mi mujer que estaría ausente hasta el día siguiente por la tarde. Pero regresé antes del amanecer y me dirigí a la parte trasera de la casa con la intención de entrar por una puerta que había estropeado sin que nadie me viera, para que pareciera encajar y en realidad no cerrara. Al acercarme, oí una puerta que se abría y se cerraba con suavidad, y vi a un hombre que salía sigilosamente a la oscuridad. Con la idea del asesinato en la mente, salté sobre él, pero desapareció sin que consiguiera ni siquiera identificarle. A veces, ni aún ahora consigo convencerme de que se tratara de un ser humano.

Loco de celos y rabia, ciego y lleno de todas las pasiones elementales de la hombría humillada, entré en la casa y subí precipitadamente las escaleras hasta el dormitorio de mi esposa. Estaba cerrado, pero como también había estropeado el cerrojo, conseguí entrar fácilmente y, a pesar de la intensa oscuridad, en un instante estaba junto a su cama. Tanteando con las manos descubrí que estaba vacía, aunque deshecha.

«Debe de estar abajo —pensé—; aterrorizada por mi presencia se ha ocultado en la oscuridad del recibidor.»

Con el propósito de buscarla, me di la vuelta para marcharme. Pero tomé una dirección equivocada. ¡Correcta!, diría yo. Golpeé su cuerpo, encogido en un rincón, con el pie. En un instante le lancé las manos al cuello y, ahogando su grito, sujeté su cuerpo convulso entre las rodillas. Allí, en la oscuridad, sin una palabra de acusación o reproche, la estrangulé hasta la muerte. Aquí acaba el sueño. Lo he contado en tiempo pasado, pero el presente sería la forma más apropiada, porque una y otra vez aquella triste tragedia vuelve a ser representada en mi consciencia; una y otra vez trazo el plan, sufro la confirmación y desagravio la ofensa. Después todo queda en blanco; y más tarde la lluvia golpea contra los mugrientos cristales, o la nieve cae sobre mi escaso atavío, las ruedas chirrían por calles asquerosas donde mi vida se desarrolla en medio de la pobreza y de los trabajos mezquinos. Si alguna vez brilla el sol, no lo recuerdo. Si hay pájaros, no cantan.

Hay otro sueño, otra visión de la noche. Estoy de pie, entre las sombras, sobre una carretera iluminada por la luna. Soy consciente de la presencia de alguien más, pero no puedo determinar exactamente de quién. Entre la penumbra de una gran vivienda, percibo el brillo de ropas blancas; entonces la figura de una mujer aparece frente a mí en la carretera. ¡Es mi asesinada esposa! Hay muerte en su rostro y señales en su garganta. Tiene los ojos clavados en los míos con una seriedad infinita, que no es reproche, ni odio, ni amenaza; no es algo tan terrible como el reconocimiento. Ante esta horrorosa aparición, retrocedo con terror; un terror que me asalta cuando escribo. No puedo dar la forma correcta a las palabras. ¡Fíjate! Ellas... Ahora estoy tranquilo, pero en verdad ya no hay más que contar. El incidente acaba donde empezó: en medio de la oscuridad y de la duda. Sí, de nuevo tengo el dominio de mí mismo: «el capitán de mi alma». Pero no se trata de un respiro, sino de otro estadio y fase de la expiación. Mi penitencia, constante en grado, es mutable en aspecto: una de sus variantes es la tranquilidad. Después de todo, se trata de cadena perpetua. «Al Infierno para siempre», ése es el castigo absurdo: el culpable escoge la duración de su pena. Hoy mi plazo expira.

A todos y cada uno, les deseo la paz que no fue mía.

Testimonio de la difunta Julia Hetman a través del medium Bayrolles:
Me había retirado temprano y había caído casi inmediatamente en un sueño apacible, del que desperté con una indescriptible sensación de peligro, lo que es, según creo, una experiencia común de otra vida anterior. También me sentí convencida de su sin sentido, aunque eso no lo desterraba. Mi marido, Joel Hetman, estaba ausente; los sirvientes dormían en la otra parte de la casa. Pero éstas eran cosas normales; nunca antes me habían preocupado. Sin embargo, aquel extraño terror se hizo tan insoportable que, venciendo mi escasa disposición, me incorporé en la cama y encendí la lámpara de la mesilla. En contra de lo que esperaba, esto no supuso un alivio; la luz parecía añadir aún más peligro, porque pensé que su resplandor se advertiría por debajo de la puerta, revelando mi presencia a cualquier cosa maligna que acechara desde fuera. Vosotros que todavía estáis vivos, sujetos a los horrores de la imaginación, os daréis cuenta de qué monstruoso miedo debe de ser ése que, en la oscuridad, busca seguridad contra las existencias malévolas de la noche. Es como batirse cuerpo a cuerpo con un enemigo invisible. ¡La estrategia de la desesperación! Después de apagar la luz, me cubrí la cabeza con la colcha y me quedé temblando en silencio, incapaz de gritar, y sin acordarme siquiera de rezar. En ese penoso estado debí de permanecer durante lo que vosotros llamaríais horas; entre nosotros no existen horas: el tiempo no existe.

Finalmente apareció: ¡un ruido suave e irregular de pisadas en las escaleras! Eran pausadas, dubitativas, inseguras, como si fueran producidas por alguien que no viera por dónde iba; para mi mente confusa eso era mucho más espantoso, como la proximidad de una malignidad ciega y estúpida, para la que no valen ruegos. Estaba casi segura de que había dejado la lámpara del recibidor encendida y el hecho de que aquella criatura caminara a tientas demostraba que era un monstruo de la noche. Esto era absurdo y no coincidía con mi anterior terror a la luz, pero ¿qué queréis que haga? El miedo no tiene cerebro; es idiota.

El observador sombrío que contiene y el cobarde consejo que susurra no guardan relación. Nosotros, que hemos entrado en el Reino del Terror, que permanecemos ocultos en el crepúsculo eterno rodeados por las escenas de nuestra vida anterior, invisibles incluso para nosotros mismos y para los demás, y que sin embargo nos escondemos desesperados en lugares solitarios, lo sabemos muy bien; anhelamos hablar con nuestros seres queridos, y sin embargo estamos mudos, y tan temerosos de ellos como ellos de nosotros. A veces este impedimento desaparece, la ley queda en suspenso: por medio del poder inmortal del amor o del odio conseguimos romper el hechizo. Entonces, aquellos a los que avisamos, consolamos o castigamos, nos ven. Qué forma adoptamos es algo que desconocemos; sólo sabemos que aterrorizamos hasta a aquellos que más deseamos reconfortar y de los que más anhelamos ternura y compasión.

Perdona, te lo ruego, este paréntesis inconsecuente de lo que una vez fue una mujer. Vosotros que nos consultáis de este modo imperfecto, no comprendéis. Hacéis preguntas absurdas sobre cosas desconocidas y prohibidas. La mayor parte de lo que sabemos y podríamos reflejar en nuestro discurso no tiene ningún sentido para vosotros. Debemos comunicarnos con vosotros por medio de una inteligencia balbuciente en aquella pequeña zona de nuestro lenguaje que vosotros sabéis hablar. Creéis que somos de otro mundo. Pero no; no conocemos otro mundo que el vuestro, aunque para nosotros no existe la luz del sol, ni calor, ni música, ni risa, ni cantos de pájaros, ni compañía. ¡Dios mío! ¡Qué cosa es ser un fantasma, encogido y tembloroso en un mundo alterado, presa de la aprensión y la desesperación!

Pero no, no morí de miedo: aquella Cosa se dio la vuelta y se marchó. La oí bajar, creo que apresuradamente, por las escaleras, como si ella también se hubiera asustado. Entonces me levanté para pedir ayuda. Apenas mi temblorosa mano hubo encontrado el tirador de la puerta... ¡cielo santo!, oí que volvía hacia mí. Sus pisadas por las escaleras eran rápidas, pesadas y fuertes; hacían que la casa se estremeciera. Huí hacia una esquina de la pared y me acurruqué en el suelo. Intenté rezar. Intenté gritar el nombre de mi querido esposo. Entonces oí que la puerta se abría de un golpe. Hubo un intervalo de inconsciencia y, cuando me recuperé, sentí una opresión asfixiante en la garganta, advertí que mis brazos golpeaban lánguidamente contra algo que me arrastraba, ¡noté que la lengua se me escapaba por entre los dientes! Después pasé a esta vida.

No, no sé lo que pasó. La suma de lo que conocemos al morir es la medida de lo que sabemos después de todo lo que hemos vivido. De esta existencia sabemos muchas cosas, pero nunca hay nueva luz sobre ninguna de esas páginas: todo lo que podemos leer está escrito en el recuerdo. Aquí no hay cimas de verdad que dominen el confuso paisaje de aquel reino dudoso. Todavía vivimos en el Valle de la Sombra, ocultos en sus espacios desolados, observando desde detrás de las zarzamoras y los matorrales a sus habitantes malvados, locos. ¿Cómo íbamos a tener conocimiento de aquel desvanecido pasado?

Lo que ahora voy a relatar ocurrió en una noche. Sabemos cuándo es de noche porque os marcháis a casa y podemos aventurarnos a salir de nuestros escondrijos y dirigirnos sin miedo hacia nuestras antiguas casas, asomarnos a las ventanas, hasta incluso entrar y observar vuestros rostros mientras dormís. Había merodeado durante un buen rato cerca de la casa en la que se me había transformado tan cruelmente en lo que ahora soy, como hacemos cuando alguien a quien amamos u odiamos está dentro. En vano había estado buscando alguna forma de manifestarme, algún modo de hacer que mi existencia continuada, mi gran amor y mi profunda pena fueran captados por mi marido y mi hijo. Si dormían, siempre se despertarían, o si, en mi desesperación, me atrevía a acercarme a ellos una vez despiertos, lanzarían hacia mí sus terribles ojos vivos, aterrorizándome con las miradas que yo anhelaba y apartándome de mi propósito.

Esa noche les había estado buscando sin éxito, temerosa de encontrármelos. No estaban en la casa, ni en el jardín iluminado por la luna. Porque, aunque hemos perdido el sol para siempre, todavía nos queda la luna, completamente redonda o imperceptible. A veces brilla por la noche, a veces de día, pero siempre sale y se pone como en la otra vida. Dejé el jardín y me fui, acompañada por la luz blanca y el silencio, hacia la carretera, sin dirección definida y entristecida. De repente oí la voz de mi pobre esposo que lanzaba exclamaciones de sorpresa, junto a la de mi hijo que procuraba tranquilizarle y disuadirle. Y allí estaban, a la sombra de un grupo de árboles. Cerca, ¡tan cerca! Tenían sus caras vueltas hacia mí, los ojos de mi esposo se clavaban en los míos. Me vio, ¡por fin, por fin me vio! Al advertir esta sensación, mi miedo desapareció como un sueño cruel. El hechizo de la muerte estaba roto: ¡El Amor había vencido a la Ley! Loca de alegría, grité, debí de haber gritado: «Me ve, me ve: ¡me comprenderá!» Entonces, tratando de controlarme, avancé hacia él, sonriente y consciente de mi belleza, para arrojarme en sus brazos, consolarle con palabras cariñosas y, con la mano de mi hijo entre las mías, pronunciar palabras que restauraran los lazos rotos entre los vivos y los muertos.

Pero, ¡ay! ¡Ay de mí! Su cara estaba pálida de terror, sus ojos eran como los de un animal acorralado. Mientras yo avanzaba, él se alejaba de mí, y por fin se dio la vuelta y salió huyendo por el bosque. Hacia dónde, es algo que desconozco.

A mi pobre hijo, abandonado con su doble desolación, nunca he sido capaz de comunicarle ninguna sensación de mi presencia. Pronto, también él, pasará a esta Vida Invisible y le habré perdido para siempre.


Caronte. Lord Dunsany (1878-1957)

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas del mundo eran una con su infinito cansancio.

Para él, la cuestión no se reducía a simples años o siglos, sino a ilimitados flujos de tiempo, y a una antigua pesadez y a un punzante dolor en los brazos, que se habían convertido en parte de un laberinto creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran enviado siquiera un viento contrario esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban las cosas donde él estaba, que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma sombría. Caronte sólo se inclinaba hacia adelante, y remaba.

Entonces nadie arribó a sus costas por un tiempo. No era usual que los dioses no enviasen a nadie desde la Tierra; pero claro, los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote negro zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte enorme y abatido remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

"Soy el último", dijo.

Nunca nadie había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie lo había hecho llorar.


La mosca. George Langelaan (1908-1972)

"A Jean Rostand, que un día me habló largamente de mutaciones".

Siempre me han dada horror los timbres. Incluso durante el día, cuando trabajo en mi despacho, contesto al teléfono con cierto malestar. Pero por la noche, especialmente cuando me sorprende en pleno sueño, el timbre del teléfono desencadena en mí un verdadero pánico animal, que debo dominar antes de coordinar lo suficiente mis movimientos para encender la luz, levantarme e ir a descolgar el aparato. Y aun entonces, necesito hacer un verdadero esfuerzo para anunciar con voz tranquila: «Arthur Browning al habla». Con todo, no recupero mi estado normal hasta que reconozco la voz que se dirige a mí desde el otro extremo del hilo y no me siento absolutamente tranquilizado hasta que sé por fin de qué se trata.
En aquella ocasión, sin embargo, pregunté con mucha calma a mi cuñada cómo y por qué había matado a mi hermano, cuando me despertó a las dos de la mañana para anunciarme el atroz asesinato y para pedirme por favor que avisara a la policía.
-No puedo explicártelo por teléfono, Arthur. Llama al cuartelillo y ven después.
-¿No sería mejor que te viera antes?
-No. Es preferible prevenir a la policía sin perder un minuto. De no hacerlo así, van a imaginarse demasiadas cosas y a hacer demasiadas preguntas... Les va a costar bastante trabajo creer que lo he hecho yo sola. En realidad, convendría decirles que el cuerpo de Bob está en la fábrica. Tal vez quieran pasarse por allí antes de venir a buscarme.
-¿Dices que Bob está en la fábrica?
-Sí, debajo del martillo-pilón.
-¿Del martillo-pilón?
-Sí, pero no preguntes tanto. Ven, ven de prisa, antes de que mis nervios se nieguen a sostenerme. Tengo miedo, Arthur. ¡Compréndelo, tengo miedo!
Y, cuando colgó, también yo tenía miedo. Hasta aquel momento había escuchado y respondido como si se tratara de un simple asunto de negocios, y sólo entonces empecé a comprender el verdadero significado de las palabras de mi cuñada.
Estupefacto, tiré el cigarrillo que había debido encender mientras hablaba con ella y marqué, dando diente con diente, el número de la policía.
¿Han intentado alguna vez explicar a un soñoliento sargento de guardia que acaban de recibir una llamada telefónica de su cuñada para anunciarles el asesinato de su hermano a golpes de martillo-pilón?
-Sí, señor, le comprendo muy bien. ¿Pero quién es usted? ¿Su nombre? ¿Su dirección?
En aquel momento, al otro lado del hilo, el inspector Twinker se hizo cargo del aparato y de la dirección de las operaciones. Él, por lo menos, pareció comprenderlo todo y me rogó que le esperara para que fuéramos juntos a casa de mi hermano.
Tuve el tiempo justo de ponerme un pantalón y un jersey, y de tomar al pasar una vieja chaqueta y una gorra, antes de que un coche de la policía se detuviera frente a mi puerta.
-¿Tiene usted un vigilante nocturno en la fábrica, míster Browning? -preguntó el inspector mientras arrancaba-. ¿No le ha telefoneado?
-Sí... No. Efectivamente, es curioso. Aunque mi hermano ha podido pasar a la fábrica desde el laboratorio, donde generalmente se queda hasta muy tarde, a veces durante toda la noche.
-¿Entonces Sir Robert Browning no trabaja con usted?
-No. Mi hermano realiza investigaciones por cuenta del Ministerio del Aire. Como necesitaba tranquilidad y un laboratorio cercano a un lugar donde pudiera encontrar en cualquier momento toda clase de piezas, pequeñas y grandes, se instaló hace algún tiempo en la primera casa que hizo construir nuestro abuelo, sobre la colina, cerca de la fábrica. Yo le cedí uno de los talleres antiguos, que ya no utilizamos, y mis obreros, trabajando bajo sus órdenes, lo transformaron en laboratorio.
-¿Sabe usted con exactitud en que consisten las investigaciones de Sir Robert?
-Casi nunca habla de sus trabajos, que son secretos. Pero supongo que el Ministerio del Aire está al corriente. Yo sólo sé que se encontraba a punto de terminar una experiencia en la que llevaba varios años trabajando y por la que demostraba un gran interés. Algo relativo a desintegración y reintegración de la materia.
Frenando a duras penas, el inspector viró en el patio de la fábrica y detuvo el coche al lado de un agente uniformado, que parecía esperarle.
Por mi parte, no necesitaba escuchar la confirmación de labios del policía. Era como si supiera, desde mucho tiempo atrás, que mi hermano estaba muerto. Al bajar del coche, me temblaban las piernas como a un convaleciente en su primera salida.
Otro policía, salido de la sombra, vino a nuestro encuentro y nos condujo hasta un taller brillantemente iluminado. Alrededor del martillo-pilón montaban guardia varios agentes, mientras tres individuos vestidos de paisano se dedicaban a la instalación de pequeños proyectores. Vi la cámara fotográfica dirigida hacia el suelo y tuve que hacer un violento esfuerzo para apartar los ojos de él.
Sin embargo, era menos espantoso de lo que había pensado. Mi hermano parecía dormir bocabajo, con el cuerpo ligeramente atravesado sobre los raíles que servían para la conducción de piezas hasta el martillo. Como si su cabeza y su brazo estuviesen hundidos en la masa metálica del instrumento. Casi resultaba increíble que hubieran sido aplastados por él.
Después de cambiar unas palabras con sus colegas, el inspector Twinker regresó junto a mí.
-¿Cómo puede levantarse el martillo, míster Browning?
-Yo mismo haré la maniobra.
-¿Quiere que vayamos a buscar a uno de sus obreros?
-No, no hace falta. Mire: el cuadro de mandos está ahí. Fíjese, inspector. El martillo ha sido regulado para desarrollar una potencia de cincuenta toneladas y su índice de descenso es de cero.
-¿De cero?
-Sí. O a ras del suelo, hablando más claro. Por otra parte, se le ha puesto en funcionamiento intermitentemente. Lo cual quiere decir que es preciso volverlo a subir después de cada golpe. No sé aún la versión de Lady Anne, pero estoy seguro de que ella no habría sabido regular con tanta precisión la caída del martillo.
-Tal vez se quedó así ayer por la tarde.
-Imposible. En la práctica, jamás se utiliza el descenso a cero.
-¿Puede alzarse suavemente?
-No. No existe ningún mando para regular la velocidad de subida. Tal como está, sin embargo, es más lenta que cuando actúa de modo continuado.
-Bueno. Hágame ver lo que es preciso ver. Sin duda, no resultará un espectáculo agradable.
-No, inspector. Allá va.
-¿Todos dispuestos? -preguntó Twinker a los demás-. Cuando quiera, mister Browning.
Con los ojos clavados en la espalda de mi hermano, apreté a fondo el voluminoso botón negro que ponía en marcha el mecanismo de subida del martillo.
Al prolongado silbido, que siempre me hacía pensar en un gigante jadeando después de un esfuerzo, siguió la ascensión ligera y elástica de la masa de acero. Pude oír, sin embargo, la succión del desprendimiento y reprimí un movimiento de pánico al ver cómo el cuerpo de mi hermano se movía hacia delante, mientras un borbotón de sangre inundaba el amasijo oscuro descubierto por la ascensión del martillo.
-¿Hay algún peligro de que vuelva a caer, mister Browning?
-Ninguno -dije echando el cerrojo de seguridad.
Y, volviéndome de espaldas, vomité toda la cena a los pies de un joven policía que acababa de hacer lo mismo.
Durante varias semanas y después, en sus ratos perdidos, durante varios meses, el inspector Twinker se entregó en cuerpo y alma al esclarecimiento de la muerte de mi hermano. Más tarde me confesó que yo era uno de sus principales sospechosos, aunque jamás pudo encontrar la menor prueba, motivo o detalle revelador.
Anne, a pesar de su increíble tranquilidad, fue declarada loca y no hubo proceso.
Mi cuñada se confesó única culpable del asesinato de su marido y demostró que conocía perfectamente el funcionamiento del martillo-pilón. Se negó, sin embargo, a explicar la causa de este asesinato y la razón de que mi hermano viniera a colocarse, por su propia voluntad, bajo el martillo.
El vigilante nocturno oyó funcionar el aparato; lo oyó, para ser exacto, dos veces. Y el contador, que siempre se ponía a cero después de cada operación, indicaba que el martillo había llevado a cabo dos golpes. A pesar de todo, mi cuñada se obstinó en afirmar que sólo se había servido de él una vez.
El inspector Twinker empezó dudando de que la víctima fuera realmente mi hermano pero varias cicatrices, una herida de guerra en el muslo y las huellas digitales de su mano izquierda, terminaron por disipar todas sus dudas.
Finalmente, la autopsia reveló que no había ingerido ninguna droga antes de su muerte.
En cuanto a su trabajo, los expertos del Ministerio del Aire vinieron a hojear sus papeles y se llevaron varios instrumentos del laboratorio. Todos ellos celebraron largos conciliábulos con el inspector Twinker y le convencieron de que mi hermano había destruido sus documentos y aparatos más interesantes.
Los técnicos del laboratorio de la policía, por su parte, declararon que Bob había tenido la cabeza envuelta en algo hasta el momento de su muerte y Twinker me enseñó cierto día un andrajo desgarrado, que yo reconocí inmediatamente como el paño de una mesa del laboratorio.
Anne fue trasladada al instituto de Broadmoore, donde se encierra a todos los locos criminales. Las autoridades me confiaron a su hijo Harry, que contaba seis años de edad, y se decidió que su educación y mantenimiento corrieran a mi cargo.
Yo podía visitar a Anne todos los días. En dos o tres ocasiones, el inspector Twinker me acompañó y pude comprobar que se había visto con ella otras veces. Pero jamás consiguió sacarle una palabra del cuerpo. Mi cuñada se había convertido, aparentemente, en un ser al que todo le era indiferente. Rara vez respondía a mis preguntas y casi nunca a las de Twinker. Empleaba parte de su tiempo en la costura, pero su entretenimiento favorito parecía ser la caza de moscas, que examinaba cuidadosamente antes de dejarlas en libertad.
Sólo tuvo una crisis -una crisis de nervios, mejor que una crisis de locura-, el día en que vio cómo una enfermera mataba uno de estos animales. Para tranquilizarla, hubo que recurrir a la morfina.
En varias ocasiones le llevamos a su hijo. Anne le trató con amabilidad, pero sin demostrar el menor afecto hacia él. Le interesaba como podía interesarle cualquier niño desconocido.
El día en que tuvo la crisis por culpa de la mosca muerta, el inspector Twinker vino a verme.
-Estoy convencido de que ahí reside la clave del misterio.
-Yo no veo la menor relación. Creo que mi pobre cuñada lo mismo hubiera podido coger otra manía. Las moscas son una simple fijación de su locura.
-¿Cree que está verdaderamente loca?
-¿Cómo puedo dudar de ello, Twinker?
-A pesar de todo lo que dicen los médicos, tengo la impresión, muy clara, de que Lady Browning es absolutamente dueña de sus facultades mentales, incluso cuando ve una mosca.
-De admitir esa hipótesis, ¿cómo explica usted su actitud con relación a Harry?
-De dos formas: o pretende protegerlo o le teme. Tal vez, incluso, lo deteste.
-No le comprendo.
-¿Se ha fijado en que jamás caza moscas cuando él está delante?
-Es cierto... Resulta bastante curioso. Pero confieso que sigo sin comprender nada.
-Yo tampoco, mister Browning. Y seguramente seguiremos igual hasta que Lady Browning se cure.
-Los médicos no tienen la menor esperanza...
-Estoy al corriente de eso. ¿Sabe si su hermano hizo alguna vez experimentos con moscas?
-No lo creo. ¿Se lo ha preguntado a los expertos del Ministerio del Aire?
-Sí. Y se han reído en mis barbas.
-Lo comprendo.
-Tiene usted suerte, mister Browning. Yo, en cambio, no comprendo nada, pero espero comprender algún día.
*****
-Dime, tío Arthur, ¿viven mucho tiempo las moscas?
Estábamos desayunando y mi sobrino, con sus palabras, acababa de romper un prolongado silencio. Le miré por encima del Times, que había apoyado en la tetera. Harry, como la mayor parte de los niños de su edad, tenía la costumbre, o más bien el talento, de plantear cuestiones que los adultos no suelen hallarse en condiciones de responder con precisión. Harry me preguntaba a menudo, siempre de forma inesperada, y cuando tenía la mala suerte de poder aclararle alguna duda, ésta era inmediatamente seguida de otra, después de otra y así sucesivamente, hasta que yo me confesaba vencido, reconociendo que no lo sabía. Entonces, como un campeón de tenis que lanzara su pelota definitiva, la que le convertía en ganador de juego y de partida, decía:
«¿Por qué no lo sabes, tío?».
Era, sin embargo, la primera vez que me hablaba de moscas, y me estremecí ante la idea de que el inspector Twinker pudiera haberle oído. Imaginaba perfectamente la mirada con que el infatigable sabueso me obsequiaría y la pregunta que, a renglón seguido, dirigiría a mi sobrino. E intuía, al mismo tiempo, cuál habría sido -de hallarse en mi caso- su respuesta. Respuesta que, textualmente y no sin cierto malestar, tuve que repetir en voz alta.
-No lo sé, Harry. ¿Por qué me haces esa pregunta?
-Porque he vuelto a ver la mosca que mamá busca.
-¿Mamá busca una mosca?
-Sí. Ha crecido mucho, pero a pesar de todo la he reconocido.
-¿Dónde has vuelto a verla y qué tiene de particular?
-Sobre tu despacho, tío Arthur. Su cabeza es blanca en lugar de negra y su pata muy graciosa.
-¿Cuándo viste esa mosca por primera vez, Harry?
-El día que se fue papá. Estaba en su cuarto y la cacé, pero mamá llegó en ese momento y me obligó a dejarla en libertad. Unas horas después, me pidió que la encontrara. Creo que había cambiado de idea y que quería verla.
-En mi opinión debe estar muerta hace mucho tiempo -dije levantándome y yendo sin prisa hacia la puerta.  
Pero en cuanto la cerré, di un salto hasta mi despacho y busqué en vano alguna huella de moscas.
Las confesiones de mi sobrino y la seguridad del inspector Twinker sobre la relación existente entre las moscas y la muerte de mi hermano me turbaron hasta el desconcierto.
Por primera vez, admití que el inspector tal vez supiera más de lo que daba a entender. Y, también por vez primera, me pregunté si mi cuñada estaba verdaderamente loca. Un sentimiento extraño, incluso terrible, empezó a crecer en mí y, cuanto más reflexionaba sobre ello, más me convencía de la cordura de Anne.
Un drama originado por la locura podía ser inexplicable y horroroso, pero su horror, por grande que fuera, resultaba, a fin de cuentas, admisible. Sin embargo, la idea de que mi cuñada hubiera sido capaz de asesinar tan atrozmente a mi hermano en plena posesión de sus facultades mentales, con o sin su consentimiento, me daba escalofríos. ¿Cuál podía ser la explicación de un crimen tan monstruoso? ¿Cómo se había llevado a cabo?
Pasé una y otra vez revista a todas las respuestas de Anne al inspector Twinker. Éste le había hecho centenares de preguntas. Y mi cuñada contestó con perfecta lucidez a las cuestiones relativas a su vida con mi hermano. Una vida, al parecer, feliz y sin historia.
Twinker, además de ser un psicólogo muy fino, tenía una gran experiencia y estaba acostumbrado a sentir, a adivinar -por decirlo de alguna forma- el engaño. También él estaba convencido de que Anne había contestado honestamente a las preguntas que se había dignado contestar. Pero estaban las otras, aquellas ante las que siempre reaccionó de idéntica manera, repitiendo hasta la saciedad las mismas palabras.
-No puedo aclararle esa cuestión -decía lisa y llanamente, sin perder nunca la calma.
Ni siquiera la acumulación de preguntas de este tipo parecía molestarle. Una sola vez, en el curso de los numerosos interrogatorios, le hizo notar al inspector que ya le había preguntado anteriormente lo mismo. En las restantes ocasiones, siempre contestó de igual forma: «No puedo aclararle esa cuestión».
Su estribillo se convirtió en un muro formidable, contra el cual se estrelló una y otra vez la tenacidad de Twinker. Cuando el inspector cambiaba el rumbo de sus interrogatorios y se interesaba por temas que no guardaban relación directa con el drama, Anne respondía con lucidez y amabilidad. Pero en cuanto la conversación se orientaba, por algún resquicio, hacia el asesinato de Bob, mi cuñada se escondía nuevamente tras la muralla del «no puedo aclararle esta cuestión».
Deseosa de que no recayeran sospechas sobre ninguna otra persona, Anne demostró prácticamente cómo había manejado el martillo-pilón. Nos hizo ver, sin lugar a dudas, que conocía su funcionamiento y la forma de regular la fuerza y la altura del golpe, y como el inspector adujera que todo aquello no probaba su intervención en el asesinato de Bob, nos enseñó el lugar donde se había apoyado con la mano izquierda, contra un montante del cuadro de mandos, mientras manipulaba los botones con la mano derecha.
-Sus técnicos encontrarán aquí mis huellas digitales -añadió con sencillez.
Y sus huellas, efectivamente, fueron encontradas.
Twinker sólo pudo descubrir una mentira en sus declaraciones. Anne afirmaba haber maniobrado el martillo una sola vez, mientras el vigilante nocturno juraba y perjuraba haberlo oído dos. El contador, que siempre se ponía a cero al terminar cada jornada, le daba la razón.
Durante algún tiempo, Twinker confió en forzar el mutismo de mi cuñada gracias a este error. Pero un buen día, Anne, con la mayor tranquilidad del mundo, echó por tierra sus esperanzas, declarando:
-Sí, he mentido, pero no, puedo explicarle los motivos de mi mentira.
-¿Sólo me ha engañado en eso? -preguntó inmediatamente Twinker, con el propósito de desconcertarla y de adquirir así alguna ventaja sobre ella.
Con gran sorpresa por su parte -pues esperaba el estribillo habitual-, Anne respondió:
-Sí. Ha sido mi único engaño.
Y Twinker comprendió que Anne había reparado con creces la única fisura de su muro defensivo.
A la luz de las revelaciones de Harry, creció en mí un progresivo sentimiento de horror hacia mi cuñada, porque, si no estaba loca, simulaba estarlo para escapar a un castigo que merecía cien veces. En ese caso Twinker tenía razón y la llave del drama residía en las moscas, a no ser que la obsesión de Anne formara parte de su engaño. Y si, por el contrario, no estaba en sus cabales, entonces Twinker seguía teniendo razón, porque tal vez a través de las moscas pudiera un psiquiatra descubrir la causa del asesinato.
Diciéndome que Twinker seguramente sabría resolver aquel rompecabezas mejor que yo, estuve a punto de ir a contárselo todo. Pero el pensamiento de que atosigaría a Harry con mil preguntas, me retuvo. Existía también otra razón para no acudir a él: me daba miedo que buscara y encontrara la mosca mencionada por mi sobrino. Y ese miedo era, por incomprensible, profundamente turbador.
Pasé revista a todas las novelas policíacas que había leído en mi vida. Este género literario no carece de lógica, incluso cuando presenta casos muy complicados. En la historia de las moscas, por el contrario, no había nada lógico, nada que pudiese encajar. Todo era sorprendentemente sencillo y, al mismo tiempo, misterioso. No existía culpable alguno que desenmascarar: Anne había asesinado a su marido, se había declarado autora del hecho e incluso había reconstruido la escena.
Desde luego, no podía esperarse lógica en un drama provocado por la locura, pero aún admitiendo que fuera así, ¿cómo explicar la extraña pasividad de la víctima?
Mi hermano era el típico sabio partidario de la prueba del nueve. Sentía horror por la intuición y por los golpes de genio. Algunos científicos elaboran teorías que después se esfuerzan en apoyar con hechos; trabajan a saltos en lo desconocido y no tienen inconveniente en abandonar una posición avanzada si las experiencias acumuladas a continuación no bastan para consolidar sus suposiciones. Mi hermano pertenecía, al contrario y -cabe decir - por excelencia, al tipo del investigador receloso, que se guarda siempre las espaldas con un sólido punto de apoyo, probado y archiprobado. Rara vez se traía entre manos más de un experimento y no participaba de ninguna de las características del sabio distraído, que se deja calar por la lluvia con un paraguas cerrado en la mano. Era, en cambio, profundamente humano. Adoraba a los niños y a los animales, y jamás titubeaba en dejar su trabajo para ir al circo con los hijos de su vecino. Le gustaban los juegos de lógica y precisión, como el billar, el tenis, el bridge y el ajedrez.
¿Cómo, entonces, explicar su muerte? ¿Por qué se había colocado debajo del martillo-pilón? En modo alguno podía tratarse de una estúpida jactancia, de un desafío a su propio valor. Jamás se jactaba de nada y no soportaba a las personas aficionadas a apostar. Para vejarlas, siempre decía que una apuesta es un simple negocio concluido entre un imbécil y un ladrón.
Sólo existían dos explicaciones posibles: o se había vuelto loco o tenía una razón para hacerse matar por su mujer de tan extraña manera.
Tras largas reflexiones, decidí no poner al inspector Twinker al corriente de mi conversación con Harry e intentar una nueva gestión personal con mi cuñada. Era sábado, día de visita, y como Anne pasaba por ser una enferma muy tranquila, me permitían llevarla a dar una vuelta al gran jardín, donde le habían concedido una pequeña parcela para que la cultivara a su antojo. Anne había trasplantado allí varios rosales de mi jardín.
Sin duda esperaba mi visita, porque llegó al locutorio en seguida. Empezaba a hacer frío y, en previsión de nuestro paseo habitual, se había puesto el abrigo.
Me pidió noticias de su hijo y después me condujo hasta la parcela, donde me hizo sentarme a su lado sobre un banco rústico, fabricado en la carpintería del asilo por un enfermo aficionado a las actividades manuales.
Yo trazaba vagos dibujos en la arena con la contera de mi paraguas, buscando la forma de llevar la conversación al tema de la muerte de mi hermano. Pero fue ella quien primero se refirió al asunto.
-Arthur, quería preguntarte una cosa...
-Te escucho, Anne.
-¿Sabes si las moscas viven mucho tiempo?
La miré estupefacto y estuve a punto de confesarle que su hijo me había preguntado lo mismo unas horas antes, pero repentinamente comprendí que por fin se me brindaba la posibilidad de asestar un duro golpe a sus defensas, conscientes o subconscientes. Anne, entretanto, parecía esperar con tranquilidad la respuesta, creyendo sin duda que me esforzaba en resucitar mis recuerdos de escuela sobre la duración de la vida de las moscas.
Sin apartar los ojos de ella, repuse:
-No lo sé con precisión, pero tu mosca estaba hoy por la mañana en mi despacho.
El golpe había alcanzado su objetivo. Anne volvió bruscamente la cabeza hacia mí y abrió la boca como si fuera a gritar, pero sólo en sus inmensos ojos se dibujó un auténtico alarido de terror.
Yo conseguí mantener la impasibilidad. Me daba cuenta de que por fin había adquirido alguna ventaja sobre ella y que sólo podría conservarla adoptando la actitud de un hombre al tanto de todo, que no experimenta rencor o piedad y que ni siquiera se permite emitir un juicio sobre los hechos.
Ella, finalmente, respiró y se tapó la cara con las manos.
-Arthur... ¿la has matado? - murmuró suavemente.
-No.
-¡Pero la tienes! -gritó alzando la cabeza- ¡La tienes ahí! ¡Dámela!
Un poco más y se hubiera atrevido a registrarme los bolsillos.
-No, Anne, no la tengo aquí.
-¡Lo sabes todo! ¿Cómo has podido adivinarlo?
-No, Anne, no sé nada, excepto que tú no estás loca. Pero voy a averiguar la verdad de una u otra manera. O me lo dices todo, y entonces decidiré sobre el mejor modo de resolver este asunto, o...
-¿O qué? ¡Habla de una vez!
-Iba a hacerlo, Anne... O te juro que el inspector Twinker tendrá esa mosca antes de veinticuatro horas.
Mi cuñada permaneció inmóvil un momento, con los ojos clavados en las palmas de sus blancas y afiladas manos. Después, sin alzar la mirada, dijo:
-Si te lo digo todo, ¿me prometes que destruirás esa mosca antes de tomar ninguna otra decisión?
-No, Anne. No puedo prometértelo antes de saber el verdadero significado de esta historia.
-Arthur, compréndelo... Le prometí a Bob que esa mosca sería destruida... Tengo que mantener mi promesa... De otra forma, no te diré nada.
Comprendí que me estaba metiendo en un callejón sin salida; Anne se recuperaba. Era absolutamente necesario encontrar un nuevo argumento, un argumento que la empujara hasta sus últimos baluartes y que la hiciera capitular.
A la desesperada, confiando en un golpe de suerte, dije:
-Anne, debes darte cuenta de que cuando esa mosca sea examinada en los laboratorios de la policía, el inspector Twinker tendrá la prueba de que no estás loca y...
-¡Arthur, no! No lo hagas, por Harry, no lo hagas... Llevo mucho tiempo esperando esta mosca, convencida de que terminaría por encontrarme. Al parecer no ha sido capaz y te ha buscado a ti.
Yo observaba atentamente a mi cuñada, preguntándome si fingía aún estar loca o si, a fin de cuentas, lo estaba. A pesar de todo, loca o no, daba la impresión de sentirse acorralada. Era preciso violentar aún su última resistencia y como, al parecer, temía por su hijo, dije:
-Cuéntamelo todo, Anne. Así podré proteger mejor a Harry.
-¿De qué quieres protegerle? ¿No comprendes que, si yo estoy aquí, es únicamente para evitar que Harry se convierta en el hijo de una condenada a muerte, ejecutada por el asesinato de su esposo? Créeme, preferiría cien veces la horca a la muerte lenta de este manicomio.
-Anne, estoy tan interesado como tú en proteger al hijo de mi hermano. Te prometo que, si me lo cuentas todo, haré lo imposible por defender a Harry. Pero si te niegas a hablar, el inspector Twinker tendrá la mosca. De todas formas intentaré velar por el niño, pero tú misma debes hacerte cargo de que entonces ya no tendré las riendas de la situación.
-¿Por qué estás tan empeñado en saber? -dijo lanzándome una curiosa mirada de rencor.
-Anne, es la suerte de tu hijo lo que está en tus manos. ¿Qué decides?
-Vamos dentro. Voy a entregarte el relato de la muerte del pobre Bob.
-¡Lo has escrito!
-Sí. Lo tenía preparado, no para ti, sino para tu maldito inspector. Suponía que, antes o después, terminaría por dar con parte de la verdad.
-En este caso, ¿puedo enseñárselo?
-Haz lo que te parezca.
Me quedé en el locutorio mientras ella subía a su habitación. Al volver, traía un abultado sobre amarillo, que me tendió diciendo:
-Procura leerlo a solas y sin que nadie te moleste.
-De acuerdo, Anne. Lo haré en cuanto llegue y mañana vendré a verte.
-Muy bien.
Y salió del locutorio sin despedirse.
Hasta que algunas horas más tarde empecé la lectura, no descubrí la advertencia escrita en el exterior del sobre:
A quien corresponda - Probablemente al inspector Twinker.
Tras dar órdenes rigurosas de que no se me molestara bajo ninguna excusa, hice saber que no cenaría y pedí té con bizcochos. Después subí rápidamente a mi despacho.
Una vez en él, examiné cuidadosamente las paredes, las tapicerías y los muebles, sin encontrar el menor rastro de moscas. Luego, cuando la criada me subió el té y añadió leña al fuego, cerré las ventanas y corrí las cortinas. Finalmente eché el cerrojo de la puerta, descolgué el teléfono -lo hacía todas las noches desde la muerte de mi hermano-, apagué las luces, excepto la de mi mesa de trabajo, y abrí el grueso sobre amarillo.
Tras servirme una taza de té, comencé la lectura del manuscrito:
«Esto no es una confesión, porque nunca he intentado ocultar la responsabilidad que me incumbe en el trágico fin de mi marido y también porque, a pesar de declararme única autora de su muerte, no soy una criminal. Al actuar como lo hice, me limitaba a ejecutar fielmente las últimas voluntades de Robert Browning, aplastándole la cabeza y el antebrazo derecho con el martillo-pilón de la fábrica de su hermano.»
Sin haber probado una sola gota de té, volví la página.
«Con alguna anterioridad a su desaparición, mi marido me había puesto al corriente de sus experimentos. Ya entonces comprendía perfectamente que el Ministerio se los hubiera prohibido como demasiado peligrosos, pero confiaba en obtener resultados positivos antes de informar sobre ellos.
»Aunque hasta el momento la ciencia sólo ha conseguido transmitir a través del espacio el sonido y la imagen, gracias a la radio y la televisión, Bob aseguraba haber encontrado el medio de transmitir la propia materia. La materia - es decir, un cuerpo sólido - colocada en un aparato emisor, se desintegraba y reintegraba instantáneamente en un aparato receptor.
»Bob consideraba que su descubrimiento podía ser de tanta trascendencia como el de la rueda. Creía que la transmisión de la materia por desintegración-reintegración instantánea, significaba una revolución sin precedentes, de radical importancia para la evolución del hombre. La difusión de su invento equivaldría al fin de los transportes mecanizados, no sólo para los productos y mercancías que pudieran corromperse, sino también para los propios seres humanos. Bob, hombre eminentemente práctico, que jamás se dejaba llevar por la fantasía, vislumbraba ya un mundo desprovisto de aviones, trenes, coches, carreteras y vías férreas. Todo esto sería reemplazado por estaciones emisoras-receptoras, repartidas por toda la superficie de la Tierra. Bastaría con situar a los viajeros y a las mercancías en el interior de una cabina emisora, para que fueran desintegrados y casi instantáneamente reintegrados en la cabina receptora del punto de destino.
»Mi marido tropezó con algunas dificultades al principio. Su aparato receptor sólo estaba separado de su aparato emisor por una pared. Como sujeto de su primera experiencia, eligió un viejo cenicero, recuerdo de un viaje que habíamos hecho a Francia.
»Cuando me trajo triunfalmente el cenicero, aún no estaba al corriente de sus investigaciones y tardé un poco en comprender el significado de sus palabras.
»-¡Mira, Anne! - dijo -. Este cenicero ha permanecido totalmente desintegrado durante una diezmillonésima de segundo. Por un momento, ha dejado de existir. Era sólo un conjunto de átomos viajando a la velocidad de la luz entre dos aparatos. Y un instante después, los átomos se han unido de nuevo para volver a formar este cenicero.
»-Bob, por favor... ¿de qué hablas? Explícate.
»Entonces me reveló el objetivo de sus experiencias y, al ver que no le comprendía, empezó a esgrimir dibujos y a manejar cifras. Tras lo cual, naturalmente, aún entendí menos sus explicaciones.
»-Perdóname, Anne - dijo al darse cuenta, riéndose de buena gana-. ¿Te acuerdas de aquel artículo sobre los misteriosos vuelos de ciertas piedras, que irrumpen sin causa aparente en algunas casas de la India a pesar de que las puertas y las ventanas están cerradas?
»-Sí, me acuerdo muy bien. El profesor Downing, que había venido a pasar el fin de semana con nosotros, dijo que -si no había algún truco - el fenómeno sólo podía explicarse por la desintegración de las piedras en la calle y su reintegración en el interior de la casa, antes de su caída.
»-Exactamente. -Y añadió: A menos que el fenómeno se produzca por una desintegración parcial y momentánea de la pared atravesada por las piedras.
»-Todo eso es muy bonito, pero sigo sin comprender ¿Cómo puede pasar una piedra, por muy desintegrada que esté, a través de una pared o de una puerta?
»-Puede, Anne, porque entonces los átomos que componen la materia no se tocan. Están separados entre sí por espacios inmensos.
»-¿Espacios inmensos entre los átomos que componen, por ejemplo, una simple puerta?
»-Entendámonos: los espacios entre átomos son relativamente inmensos. Es decir, inmensos con relación al tamaño de los átomos. Tú pesas cien libras y mides cinco pies y tres pulgadas... Si todos los átomos que componen tu cuerpo fueran comprimidos unos contra otros, sin que quedara el menor espacio entre ellos, tú seguirías pesando lo mismo, pero no abultarías más que una cabeza de alfiler.
»-Entonces, si no he comprendido mal, ¿tu pretendes haber reducido este cenicero al tamaño de una cabeza de alfiler?
»-No, Anne. En primer lugar, si los átomos de este cenicero, que apenas pesa dos onzas, fueran comprimidos, el conjunto resultante sólo sería visible al microscopio. En segundo lugar, todo esto era una simple imagen. Lo que intento explicarte pertenece a otro orden de fenómenos. Este cenicero, una vez desintegrado, puede atravesar cualquier cuerpo opaco y sólido, a ti misma, por ejemplo, sin la menor dificultad, porque entonces sus átomos separados no encuentran obstáculo alguno en la masa de tus átomos, que también están separados.
»-¿Y tú has desintegrado este cenicero y lo has reintegrado un poco más allá, después de hacerlo pasar a través de otro cuerpo?
»-A través, para ser exacto, de la pared que separaba mi aparato emisor de mi aparato receptor.
»-¿Y puede saberse qué utilidad tiene enviar ceniceros a través del espacio?
»Bob inició entonces un gesto de malhumor, pero al darse cuenta de que sólo le estaba gastando una broma, se dedicó a explicarme algunas de las posibilidades de su descubrimiento.
»-¡Bueno! Espero que nunca me obligues a viajar así, Bob. No me gustaría terminar como tu dichoso cenicero.
»-¿Cómo ha terminado?
»-¿Te acuerdas de lo que había escrito en él?
»-Sí, claro. La inscripción «Made in France», que ahí sigue.
»-Pero, ¿te has fijado cómo?
»Cogió el cenicero con una sonrisa y palideció al darse cuenta de lo que yo quería decir. Las tres palabras seguían, efectivamente allí, pero invertidas, de forma que sólo podía leerse: «ecnarF ni edaM».
»-Es inaudito -murmuró.
»Y, sin terminar el té, se precipitó hacia el laboratorio, del cual ya no volvió a salir hasta el día siguiente por la mañana, tras una noche entera de trabajo.
»Algunos días más tarde, Bob sufrió un nuevo revés, que le puso de malhumor durante varias semanas. Después de muchas preguntas, terminó por confesar que su primera experiencia con un ser vivo había resultado un completo fracaso.
»-Bob, ¿ha sido Dandelo?
»-Sí -reconoció a duras penas-. Se desintegró perfectamente, pero no volvió a reintegrarse en el aparato receptor.
»-¿Y entonces... ?
»-Entonces ya no existe Dandelo. Sólo existen sus átomos dispersos, que se pasean por alguna parte, Dios sabe cuál, del universo.
»Dandelo era un gato blanco que la cocinera había encontrado en el jardín. -Una buena mañana desapareció sin saber cómo. Bob acababa de aclararme lo sucedido.
»Tras una serie de nuevas experiencias y largas horas de vigilia, Bob me anunció que su aparato funcionaba ya perfectamente y me invitó a que lo viera.
»Hice preparar una bandeja con una botella de champagne y dos copas para festejar dignamente su éxito, porque yo sabía que mi marido, de no estar a punto el aparato, no me hubiera llevado a verlo.
»-Excelente idea - exclamó quitándome la bandeja de las manos. ¡Vamos a celebrarlo con champagne reintegrado!
»-Espero que sabrá tan bien como antes de su desintegración, Bob.
»-No temas, Anne. Ven aquí. 
»Abrió la puerta de un compartimento cuadrangular, que era una simple cabina telefónica, debidamente transformada.
»-Ahí tienes el aparato de desintegración-transmisión -me explicó mientras ponía la bandeja sobre un taburete colocado en su interior.
»Cerró con cuidado, me tendió unas gafas de sol y me hizo situarme ante la puerta de cristales de la cabina.
»-Tras ponerse él mismo las gafas negras, manipuló varios botones en el exterior de la cabina, y de ésta se elevó el dulce ronroneo de un motor eléctrico.
»-¿Dispuesta? - preguntó apagando la luz y haciendo girar otro conmutador, que llenó el aparato de un resplandor azulado-. ¡Entonces, fíjate bien!
»Bajó una palanca y todo el laboratorio se iluminó violentamente con un cegador destello anaranjado. Vislumbré, en el interior de la cabina, una especie de bola de fuego, que crepitó un instante, y sentí un repentino calor en la cara y en el cuello. Después sólo pude ver dos agujeros negros bordeados de verde, como cuando se mira durante cierto tiempo al sol.
»-Puedes quitarte las gafas, Anne. La operación ha terminado.
»Con un gesto teatral, mi marido abrió la puerta de la cabina y, a pesar de que lo esperaba, fingí una gran sorpresa al comprobar que el taburete, la bandeja, las copas y la botella habían  desaparecido.
»Después me hizo pasar ceremoniosamente a la habitación contigua, donde se encontraba una cabina idéntica a la que servía de aparato emisor. Abrió la puerta ysacó triunfalmente la bandeja y el champagne que descorchó al instante. El tapón saltó alegremente y el líquido burbujeó en las copas.
»-¿Estás seguro de que se puede beber sin peligro?
»-Absolutamente -dijo Bob tendiéndome una copa-. Y ahora vamos a intentar una nueva experiencia. ¿Quieres asistir a ella?
»Pasamos a la sala donde estaba el aparato de desintegración
»-¡Oh, Bob! ¡Acuérdate del pobre Dandelo!
»-Es sólo un cobaya, Anne. Pero estoy convencido de que ahora saldrá bien.
»Colocó al animal en el suelo metálico de la cabina y me obligó a ponerme las gafas de sol. Oí el ronroneo del motor, presencié de nuevo el estallido de luz y, sin esperar a que Bob abriera el emisor, me precipité a la habitación contigua. A través de la puerta de cristal pude ver al cobaya corriendo de un lado a otro.
»-¡ Bob, amor mío! ¡Está aquí! ¡Lo has conseguido!
»-Un poco de paciencia, Anne. No lo sabremos con seguridad hasta dentro de algún tiempo.
»-Pero está tan vivo como antes.
»-Es preciso comprobar que todos sus órganos siguen intactos. Si continúa así durante un mes, podremos intentar otras experiencias.
»Ese mes me pareció un siglo. Todos los días iba a ver al cobaya, que parecía portarse de maravilla.
»Cuando Bob se convenció de su buena salud, puso aPickles, nuestro perro, en la cabina. No me avisó, porque jamás hubiera consentido que Pickles pasara por una experiencia semejante. Al animal, sin embargo, pareció gustarle. En una sola tarde fue desintegrado y reintegrado diez o doce veces y en cuanto salía de la cabina receptora, se precipitaba al aparato emisor para repetir el juego.
»Suponía que Bob iba a convocar una reunión de científicos y especialistas del Ministerio como solía hacer cuando terminaba un trabajo, para comunicar sus conclusiones y llevar a cabo algunas demostraciones prácticas. Al cabo de algunos días, yo misma se lo hice notar.
»-No, Anne. Este descubrimiento es demasiado importante para anunciarlo sin más ni más. Hay algunas fases de la operación que ni yo mismo he llegado a comprender todavía. No puedo abandonarlo ahora en otras manos.
»A veces, aunque no siempre, me hablaba de la marcha de su trabajo. Desde luego, en ningún momento se me pasó por la cabeza la idea de que fuera a intentar una primera experiencia humana con su propia persona y sólo después de la catástrofe descubrí que un segundo cuadro de mandos había sido instalado en el interior de la cabina emisora.
»La mañana en que intentó su terrible experiencia, Bob no vino a comer. Encontré una nota clavada en la puerta de su laboratorio:
»-"Sobre todo, que nadie me moleste. Estoy trabajando."
»Ya en otras ocasiones había hecho lo mismo. Por otra parte, no concedí importancia a la extraña y deforme escritura del mensaje.
»Y fue precisamente algo más tarde, a la hora de la comida, cuando Harry vino corriendo a decirme que había cazado una mosca con la cabeza blanca. Yo, sin querer verla, le dije que la soltara inmediatamente. Ni Bob ni yo soportábamos que se le hiciera el menor daño a un animal. Yo sabía que Harry había atrapado aquella mosca sólo porque era rara, pero también sabía que su padre no vería en ello disculpa alguna.
»A la hora del té, Bob continuaba encerrado en su laboratorio y el mensaje clavado en la puerta. A la hora de la cena, las cosas seguían igual y por fin, vagamente inquieta, me decidí a llamarle.
»Le oí moverse por la habitación y un momento después apareció un segundo mensaje por debajo de la puerta. Lo desplegué y leí:
»"Anne: he tenido algunas complicaciones. Acuesta al niño y vuelve dentro de una hora. B."
»Golpeé de nuevo y llamé varias veces a Bob, sin recibir respuesta. Al cabo de un instante le oí teclear en la máquina de escribir y, tranquilizada por ese ruido familiar, regresé a la casa.
»Después de acostar a Harry, volví al laboratorio y encontré una nueva hoja de papel, que Bob había deslizado, como la anterior, por debajo de la puerta. Esta vez, leí con espanto:
»Anne:
»Cuento con tu firmeza de espíritu para que no pierdas la cabeza, porque sólo tú puedes ayudarme. Me ha sucedido un grave accidente. Mi vida no corre peligro por el momento, pero se trata, a pesar de ello, de una cuestión de vida o muerte. Me es imposible hablar: nada se consigue, por lo tanto, llamándome o haciéndome preguntas a través de la puerta. Tienes que obedecer mis instrucciones al pie de la letra. Después de dar tres golpes, para indicarme que estás de acuerdo, vete a buscar una taza de leche y añádele una copa colmada de ron. No he comido ni bebido nada desde anoche y tengo necesidad de hacerlo. Confío en ti.
B.


»Con el corazón acelerado, di los tres golpes convenidos y me precipité hacia la casa para satisfacer su petición.
»De regreso al laboratorio encontré un nuevo mensaje en el suelo:
»Anne, sigue fielmente mis instrucciones:
»Cuando llames, abriré la puerta. Pon la taza de leche sobre mi mesa de trabajo, sin hacer ninguna pregunta, y pasa después a la habitación donde se encuentra la cabina receptora. Una vez allí, mira bien por todas partes. Es absolutamente necesario que encuentres una mosca. Aunque no puede andar muy lejos, yo me he pasado horas buscándola en vano. Ahora tengo un serio handicap y veo mal las cosas pequeñas.
»Pero antes de nada, júrame que me obedecerás en todo y que bajo ninguna excusa intentarás verme. Me es imposible discutir. Tres golpes en la puerta me demostrarán que estás nuevamente de acuerdo. Mi vida depende de tu ayuda.
»Sobreponiéndome a la emoción, di tres golpes espaciados.
»Entonces oí que Bob venía hacia ella. Un instante después, su mano buscaba y descorría el cerrojo.
»Al entrar, comprendí que se había quedado detrás de la puerta. Resistiendo el deseo de volverme, dije:
»-Puedes contar conmigo, querido.
»Después de poner la taza en la mesa, bajo la única luz encendida, me dirigí hacia la otra habitación, que estaba, por el contrario, brillantemente iluminada. En ella reinaba el más absoluto desorden: había una gran cantidad de fichas y probetas rotas por el suelo, entre taburetes y sillas patas arriba. De una especie de enorme balde se desprendía un olor acre, originado por la combustión de unos papeles que acababan de consumirse
»Antes de empezar, sabía yo que mi búsqueda no daría resultado. El instinto me decía que la mosca deseada por Bob era la misma que Harry había atrapado y puesto en libertad, por orden mía, aquella misma mañana.
Oí que Bob, en la habitación de al lado, se acercaba a la mesa y de ella se elevó, al cabo de un instante, una especie de succión, como si le costara trabajo beber.
-Bob, no hay ninguna mosca. ¿No podrías ayudarme algo? Si no puedes hablar, recurre a los golpes en la mesa. Ya sabes: uno para el sí y dos para el no.
Aunque había intentado dar una entonación normal a mi voz, tuve que hacer un esfuerzo terrible, cuando oí dos golpes secos en su escritorio, para reprimir un sollozo.
-¿Puedo entrar en esa habitación, Bob? No comprendo nada de lo que pasa, pero sea lo que sea sabré enfrentarme a ello con valor.
Hubo un momento de silencio y, por fin, un solo golpe.
Al llegar a la puerta me quedé paralizada de estupor. Bob se había echado por la cabeza el paño de terciopelo dorado que generalmente se encontraba sobre la mesa donde comía, cuando por cualquier motivo no quería salir del laboratorio.
-Bob, seguiremos buscando mañana, a la luz del sol. ¿No podrías ir a acostarte? Si quieres, te llevaré a la habitación de los huéspedes y cuidaré de que nadie te vea.
Su mano izquierda surgió repentinamente del paño, que le tapaba hasta la cintura, y dio dos golpes en la mesa.
-¿Necesitas un médico?
"No", dijo con dos nuevos golpes.
-¿Quieres que telefonee al profesor Moore? Te sería más útil que yo.
La respuesta fue, una vez más, negativa. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Algo, sin embargo, me daba vueltas en la cabeza. Por fin dije:
-Harry encontró esta mañana una mosca muy extraña, que yo le obligué a dejar en libertad. ¿No podría ser la que buscas? El niño me dijo que tenía la cabeza blanca.
Bob emitió un extraño suspiro, ronco y metálico. Y en aquel momento tuve que morderme la mano hasta que brotó sangre para no gritar. Mi marido había dejado caer su brazo derecho a lo largo del cuerpo y tenía, en vez de mano y muñeca, una especie de artejo gris con ganchos, que le asomaban por debajo de la manga.
-Bob, amor mío, explícame lo que ha pasado... Seguramente podría ayudarte mejor si supiera de lo que se trata... ¡Oh, Bob, es espantoso! -dije tratando vanamente de ahogar los sollozos.
»Sacó la mano izquierda y, tras golpear una vez en la mesa, me indicó la puerta.
Salí por ella, la cerré y me desplomé en el suelo. Bob echó el cerrojo, anduvo un poco por la habitación y finalmente se puso a escribir a máquina. Al poco tiempo, una nueva hoja apareció bajo la puerta:
Vuelve mañana. Para entonces te tendré preparada una explicación. Toma un somnífero y duerme. Voy a necesitar todas tus fuerzas.
B.


-¿No querrás nada durante la noche, Bob? - grité a través de la puerta en cuanto conseguí dominar el temblor de mi voz.
Dio dos golpes rápidos y nuevamente se oyó el tecleo de la máquina.
El sol me hizo abrir los ojos. Había puesto el despertador a las cinco, pero no lo había oído por culpa del somnífero. Eran casi las siete y me levanté enloquecida. Había dormido sin un solo sueño, como si alguien me hubiera arrojado al fondo de un oscuro pozo. Pero entonces, al regresar a la pesadilla de la vida real y acordarme del brazo de Bob, rompí nuevamente a llorar.
Luego me precipité a la cocina y preparé, ante la sorpresa de las criadas, una bandeja de té con tostadas, que llevé al laboratorio sin perder un minuto.
Bob me abrió al cabo de unos segundos y cerró a puerta tras de mí. Aún llevaba el paño sobre la cabeza. Por el lecho improvisado y por las arrugas de su traje gris, comprendí que había intentado descansar un poco. Una hoja mecanografiada me esperaba sobre la mesa. Bob se encontraba junto a la puerta de la otra habitación y comprendí que quería estar solo. Llevé, pues, el mensaje a ella y, mientras lo leía, le oí servirse una taza de té. A continuación, reproduzco sus palabras:
¿Te acuerdas del cenicero? Me ha pasado un accidente similar, aunque por desgracia mucho más grave. Me he desintegrado y reintegrado yo mismo, una vez, con éxito. Pero, al intentar una segunda experiencia, no me he dado cuenta de que había una mosca en la cabina de transmisión.
Mi única esperanza se cifra en encontrar esa mosca y en volver a "pasar" con ella. Búscala por todas partes. Si no la encuentras, será preciso que idee un procedimiento, para desaparecer sin dejar rastro.
Yo hubiera preferido una explicación más detallada, pero Bob debía tener alguna poderosa razón para no dármela. "Seguramente está desfigurado", pensé. E intenté imaginarme su rostro invertido, como la inscripción del cenicero, con los ojos en el sitio de la boca o las orejas.
Pero era preciso conservar la calma y tratar de salvarle. Ante todo, debía cumplir sus órdenes y esforzarme por encontrar aquella dichosa mosca a cualquier precio.
-¿Puedo entrar ya?
Bob abrió la puerta que ponía en comunicación las dos habitaciones.
-No desesperes. Voy a traerte esa mosca. Aunque no se la ve por parte alguna del laboratorio, tiene que andar cerca... Supongo que estás desfigurado y que por eso pretendes desaparecer sin dejar huellas. Pero yo no lo permitiré. Si fuera necesario, te haría una máscara o una capucha y continuarías tus investigaciones hasta que consiguieras volver a la normalidad. Incluso, si no hubiera otro remedio, avisaría al profesor Moore y a otros sabios amigos tuyos y entre todos te salvaríamos.
Bob golpeó con violencia la mesa, y emitió el suspiro ronco y metálico de la noche anterior.
-No te irrites, Bob. No haré nada sin prevenirte, te lo prometo. Ten confianza en mí y déjame ayudarte. Estás desfigurado, ¿no es cierto? Seguramente, de un modo terrible. ¿Quieres enseñarme la cara? No me darías asco. ¡Soy tu mujer, Bob!
Dio dos rabiosos golpes, para indicarme su total negativa, y me ordenó con la mano que saliera.
-Bueno. Voy a buscar esa mosca, pero júrame antes que no harás ninguna tontería y que no tomaras la menor iniciativa sin consultarme.
Extendíó lentamente la mano izquierda y comprendí que ese gesto equivalía a una promesa.
Jamás olvidaré aquella espantosa jornada dedicada íntegramente a la caza de moscas. Puse la casa patas arriba, obligando a las criadas a participar en mi búsqueda. Aunque les expliqué que se trataba de una mosca, escapada del laboratorio de mi marido, sobre la cual se había llevado a cabo un importante experimento y que a toda costa era preciso recuperar viva, creo que en más de un momento me creyeron loca. Eso fue, por otra parte, lo que más tarde me salvó de la vergüenza de la horca.
Interrogué a Harry. No comprendió inmediatamente y le sacudí hasta que empezó a llorar. Entonces tuve que armarme de paciencia. Sí, se acordaba. Había encontrado la mosca en el reborde de la ventana de la cocina, pero la había soltado, obedeciendo mis órdenes.
A pesar de encontrarnos en pleno verano, en nuestra casa apenas había moscas, porque vivíamos en lo alto de una colina donde siempre hacía viento. De todos modos, atrapé varios centenares. Hice poner jícaras de leche, confituras y azúcar en los rebordes de las ventanas y en varios sitios del jardín. Ninguno de los insectos cazados, sin embargo, respondió a la descripción dada por Harry. Los examiné personalmente con una lupa y todos parecían iguales.
A la hora de comer, llevé al laboratorio leche y puré de patatas. Por si acaso, dejé también algunas moscas, cogidas al azar. Pero mi marido me dio a entender que no le servían para nada.
-Si de aquí a la noche no aparece la mosca, estudiaremos el procedimiento a seguir. Mi idea es ésta: me instalaré en la habitación de al lado, con la puerta cerrada y te haré preguntas. Cuando no puedas contestar con un sí o un no, escribirás la contestación a máquina y me la echarás por debajo de la puerta... ¿Te parece bien?
"Sí", golpeó Bob con su mano útil.
Al ponerse el sol, seguíamos sin encontrar la mosca. Antes de llevarle la cena a Bob, titubeé un momento ante el teléfono. Sin duda alguna, todo aquello era una cuestión de vida o muerte para mi marido. ¿Tendría yo fuerza suficiente para oponerme a su voluntad e impedirle que pusiera fin a sus días? Seguramente jamás me perdonaría que faltara a mi promesa, pero pensé que su resentimiento era, a fin de cuentas, preferible a su desaparición y, febrilmente, me decidí a descolgar el aparato y a marcar el número del profesor Moore, su más íntimo amigo.
-El profesor está de viaje y no volverá hasta finales de semana -me explicó cortésmente una voz neutra.
La suerte estaba echada. Tendría que luchar sola y sola - decidí - salvaría a Bob.  
Cuando unos minutos después entré en el laboratorio, casi había recuperado la tranquilidad y me instalé, como habíamos convenido, en la habitación vecina para comenzar aquella penosa discusión, llamada a durar buena parte de la noche.
-Bob, ¿podrías decirme con exactitud lo que ha pasado?
Oí el tecleo de su máquina durante varios minutos. Después apareció una hoja de papel bajo la puerta.
Anne:
Prefiero que me recuerdes con mi aspecto anterior. No va a quedar más remedio que destruirme. He reflexionado largamente sobre el asunto y sólo se me ocurre un procedimiento, para el cual necesito tu ayuda. Al principio pensé en una sencilla desintegración por medio de mi aparato emisor, pero se trata de una idea descabellada porque algún sabio podría reintegrarme en un futuro más o menos lejano y no quiero que eso suceda a ningún precio.
Por un momento llegué a preguntarme si Bob se había vuelto loco.
-No quiero saber cuál es tu procedimiento, porque jamás aceptaré esa solución, Bob. Por terrible que sea el resultado de tu experiencia, estás vivo, eres un hombre, con un alma y una inteligencia. ¡No tienes derecho a destruir todo eso!
La respuesta fue de nuevo mecanográfica.
Estoy vivo, pero no soy ya un hombre. En cuanto a mi inteligencia, puede desaparecer de un momento a otro. Ni siquiera sigue intacta. Y no puede haber alma sin inteligencia.
-Tienes que poner a los otros sabios al corriente de tus experiencias y trabajos. Ellos terminarán por salvarte.
Casi me asusté al oír los golpes de Bob sobre la puerta.
-¿Por qué no? ¿Por qué te niegas a recibir una ayuda que todos te prestarían de corazón?
Mi marido aporreó entonces la puerta con una docena de furiosos golpes, y yo comprendí que por ese camino no iba a ninguna parte.
Entonces le hablé de mí, de su hijo, de su familia. No me contestó. Cada vez me sentía más desconcertada. Por fin me aventuré a lanzar un tímido:
-Bob..., ¿me escuchas?
Esta vez se oyó un solo golpe, mucho más suave
-En una de tus cartas te referías al cenicero de tu primera experiencia. ¿Crees que si lo hubieras metido otra vez en el aparato, las letras habrían podido recuperar su primitivo orden?
Unos instantes más tarde, leí en la nueva hoja que acababa de ser deslizada bajo la puerta:
-Veo donde vas a parar, Anne. He pensado en ello y esa, precisamente, es la razón de que tenga tanto interés en recuperar la mosca. Si no nos transmitimos juntos, no hay esperanza alguna.  
-Inténtalo al azar. Nunca se sabe.
-"Ya lo he intentado", fue esta vez su respuesta.
-¡Prueba una vez más!
La respuesta de Bob me animó un poco, porque ninguna mujer ha comprendido ni comprenderá jamás que un condenado a muerte se dedique a gastar bromas. Un minuto más tarde, efectivamente, pude leer
-Admiro tu deliciosa lógica femenina. Podríamos repetir la experiencia un millar de veces... Pero para darte ese placer, sin duda el último, voy a hacerlo. En el caso de que no encuentres las gafas negras, vuélvete de espaldas a la cabina receptora y tápate los ojos con las manos. Avísame cuando estés dispuesta.
-¡Ya, Bob!
Sin molestarme en buscar las gafas, obedecí sus instrucciones. Le oí mover varias cosas y cerrar la puerta de la cabina de transmisión. Tras un momento de espera, que me pareció interminable, se escuchó un ruido violento y pude percibir un brillante resplandor a través de mis párpados cerrados y de mis manos.
Me di la vuelta y miré.
Bob, siempre con su paño de terciopelo sobre la cabeza, salió lentamente de la cabina receptora.
-¿ Ningún cambio? - pregunté dulcemente, tocándole en el brazo.
Al sentir el contacto, retrocedió rápidamente ytropezó con un taburete volcado. Entonces hizo un violento esfuerzo para no perder el equilibrio y el paño de terciopelo dorado resbaló lentamente por su cabeza y cayó al suelo tras él.
Jamás olvidaré aquella visión. Grité de miedo y cuanto más gritaba, más miedo tenía. Me metí los dedos en la boca, como si fueran una mordaza, para ahogar los gritos y, tras sacarlos empapados en sangre, grité aun con más fuerza. Sabía, me daba cuenta de que sólo apartando la mirada de él y cerrando los ojos, podría dominarme.
Sin prisa, el monstruo en que se había convertido Bob volvió a taparse la cabeza y se dirigió a tientas hacia la puerta. Por fin pude cerrar los ojos.
Yo, antes de aquello, creía en la posibilidad de una vida mejor y nunca había sentido miedo de la muerte. Ahora sólo me queda una esperanza: la nada total de los materialistas, porque ni siquiera en otro mundo podría olvidar. No, jamás olvidaré aquel cráneo aplastado, aquella cabeza de pesadilla, blanca, velluda, con puntiagudas orejas de gato y ojos protegidos por grandes placas oscuras. La nariz rosada y palpitante, era también la de un gato, pero la boca había sido sustituida por una especie de hendidura vertical cubierta de largos pelos rojos y prolongada por una trompa negra y viscosa, que se abocinaba en su extremo.
Debí desmayarme, porque me desperté, algún tiempo más tarde, tendida sobre las frías baldosas del laboratorio y con los ojos clavados en la puerta, tras la cual se oía, una vez más, el tecleo de la máquina de escribir de Bob.
Estaba atontada, como esas personas que - tras un accidente grave - no se dan cuenta cabal de lo sucedido. Me acordaba de un hombre, perfectamente lúcido, al que había visto cierta vez en una estación, sentado al borde del andén, mirando con una especie de indiferente estupor su pierna, aun sobre la vía por donde acababa de pasar el ferrocarril.
La garganta me dolía atrozmente y temí haber arruinado mis cuerdas vocales a fuerza de gritar.
Al otro lado de la pared cesó el ruido de la máquina y una nueva hoja apareció bajo la puerta. Estremecida, la cogí con la punta de los dedos y leí:
-Ahora ya lo comprendes. Esta experiencia ha sido un último desastre, querida Anne. Sin duda habrás reconocido una parte de la cabeza de Dandelo. Antes de la transmisión, mi cabeza era, simplemente, la de una mosca. Ahora sólo tengo de ésta los ojos y la boca. El resto ha sido reemplazado por una reintegración parcial de la cabeza del gato desaparecido.
-Supongo que hasta tú misma te das cuenta de que sólo existe una solución. Debo desaparecer, como te decía, sin dejar rastro. Da tres golpes en la puerta si estás de acuerdo. En ese caso, te explicaré el procedimiento que considero más adecuado.
Sí, Bob tenía razón. Era preciso que nadie supiera de él ni de su triste destino. Comprendía mi error al proponerle una nueva desintegración y, confusamente, me daba cuenta de que nuevas tentativas sólo conducirían a transformaciones aun más horribles.
Me acerqué a la puerta e intenté hablar, pero ningún sonido salió de mi garganta abrasada. Entonces di los tres golpes convenidos.
El resto puede adivinarse. Bob me explicó su plan por medio de mensajes mecanografiados y yo lo aprobé.
Helada, temblorosa, con la cabeza a punto de estallar, como un autómata, le seguí de lejos hasta la fábrica. Llevaba en la mano un papel con todas las instrucciones relativas al funcionamiento del martillo-pilón.
La cosa fue más fácil de lo que parece, porque no tenía la sensación de estar matando a mi marido, sino a un monstruo. El verdadero Bob había dejado de existir muchas horas antes. Yo me limitaba simplemente a ejecutar sus últimas voluntades.
Con los ojos clavados en su cuerpo, tendido en el suelo e inmóvil, pulsé el botón de descenso. La masa metálica bajó silenciosamente, aunque menos deprisa de lo que yo había supuesto. El golpe sordo de su llegada al suelo se confundió con un crujido seco. El cuerpo de mi... del monstruo fue recorrido por un estremecimiento y después ya no volvió a moverse.
Entonces me acerqué y vi que se había olvidado de meter el brazo derecho, la pata de mosca, bajo el martillo.
»Sobreponiéndome al asco y al miedo, y con prisa, porque temía que el ruido del martillo atrajera al vigilante nocturno, puse en marcha el mecanismo de ascensión de la máquina.
Después, dando diente con diente y llorando de terror, me vi nuevamente obligada a superar el asco y a levantar y empujar hacia delante su brazo derecho, extrañamente ligero.
Hice caer nuevamente el martillo y eché a correr.
Ahora lo sabe todo. Haga lo que mejor le parezca. »
*****

Al día siguiente, el inspector Twinker vino a tomar el té conmigo.
-Me enteré inmediatamente de la muerte de Lady Browning y, como me había ocupado de la muerte de su marido, me encargaron también de este asunto.
-¿Cuáles son sus conclusiones, inspector?
-La medicina no admite réplicas. Lady Browning, según el diagnóstico del forense, se ha suicidado con una cápsula de cianuro. Debía llevarla encima desde hace tiempo.
-Venga a mi despacho, inspector. Quiero enseñarle un curioso documento, antes de destruirlo. 
Twinker se sentó ante mi mesa y leyó, al parecer sin alterarse, la larga «confesión» de mi cuñada, mientras yo fumaba mi pipa al lado de la chimenea.
Cuando volvió la última página, reunió cuidadosamente, todas las hojas y me las tendió.
-¿Qué le parece? -pregunté mientras las arrojaba con cierta delectación a la chimenea.
En lugar de responder inmediatamente, esperó a que el fuego devorara por completo las blancas hojas, que se retorcían y adquirían extrañas formas.
-En mi opinión, este manuscrito prueba definitivamente, que Lady Browning estaba loca de atar -dijo clavando en mí sus ojos claros.
-Sin duda - asentí yo mientras encendía la pipa. Permanecimos un buen rato mirando el fuego.
-Esta mañana me ha pasado algo muy curioso, inspector. Fui al cementerio, al sitio donde está enterado mi hermano. No había nadie.
-Sí, había alguien, mister Browning. Yo estaba allí. No quise molestarle en sus... trabajos.
-¿Entonces me vio...?
-Sí. Le vi enterrar una caja de cerillas.
-¿Sabe lo que había dentro?
-Supongo que una mosca.
-Sí. La encontré de buena mañana en el jardín. Había caído en una tela de araña.
-¿Estaba muerta?  
-No del todo. Tuve que acabar con ella... La aplasté entre dos piedras. Tenía la cabeza blanca..., completamente blanca.