sábado, 6 de julio de 2024

Conversación con el diablo. Jean de la Ville de Mirmont (1886-1914)

Parece difícil, a la vista del nivel actual de nuestra civilización, representarse al Diablo de forma diferente a un monstruo negro, con ojos de brasa y pies hendidos, que disimula sus cuernos de macho cabrío bajo un sombrero rojo y su cola peluda en los calzones. Sin embargo, determinadas tribus supersticiosas del centro de África que, si se concede crédito a los relatos de los misioneros, lo veneran casi tanto como nosotros, le atribuyen un color blanco. Por lo que respecta a los partidarios de la secta de Sinto, en el Japón, están persuadidos de que este personaje adopta la forma del zorro y, curiosa coincidencia, los insulares de las islas Maldivas le sacrifican gallos y pollos. A decir verdad, todas esas opiniones son igualmente falsas. El Diablo no es sino un pobre hombre, de aspecto insignificante. Se parece a un profesor de la enseñanza libre tanto como a un empleado de obras públicas. Se le desearía incluso un aspeco más digno, al menos acorde con las tendencias políticas de las últimas generaciones.

La primera vez que me encontré con él, fue en París y a toda ley. Él bebía un café solo sobre un mostrador de un bar del muelle de la Tournelle, hacia las once de la noche. Estábamos los dos algo bebidos. Recuerdo, no obstante, que el fonógrafo del establecimiento tocaba en aquel preciso momento «El despertar del negro» al banjo. El Demonio me propuso en un primer momento una partida de ese juego de azar, derivado del zanzíbar, vulgarmente conocido como «ano» porque sólo cuentan los ases. La rechacé, conocedor de la grotesca fama que este juego tiene en numerosos círculos y casinos de la zona costera. Entonces me propuso muy educadamente que le hiciera compañía por el muelle hasta que sonara la primera campanada de medianoche, instante en el que Él retoma su servicio. Dimos algunos pasos en silencio. Luego, como era de prever, Él intentó ejercer sobre mí distintos tipos de seducción, con el objetivo de apropiarse de mi alma inmortal a poca costa.

—¿Quiere hacerse invisible? —insinuó en voz baja con el tono que los parisinos adoptan habitualmente para venderle tarjetas transparentes a los ingleses en el atrio de Notre-Dame—. Pues bien: póngase bajo el brazo el corazón de un murciélago, el de una gallina negra, o mejor aún, el de una rana de quince meses. Pero es más eficaz robar un gato negro, comprar un puchero nuevo, un espejo, un encendedor, una piedra de ágata, carbón y yesca...

Yo no estaba de humor como para permitir que me siguiera recitando el Petit-Albert o Las Clavículas de Salomón, obras pasadas de moda cuya lectura abandoné hace ya mucho tiempo.

—Creo —repliqué— que en nuestra época de progresos sociales y económicos, su ciencia lleva algo de retraso. La señorita Irma (¿no fue ella mi primera amante cuando leía el futuro en los posos del café no lejos de la estación Réamur-Sébastopol del metropolitano?) sabía tanto como usted sobre esta cuestión. Valiéndose de una simple mesa giratoria de caoba chapeada, hasta me procuró una conversación particular con el general Boulanger. En aquellos momentos yo deseaba librarme del servicio militar.
—Mi arte es eterno, hijo mío —prosiguió el Diablo— y sus preceptos son siempre útiles. Pero me doy cuenta de que, aunque escéptico y viciado por el espíritu del siglo, usted posee bastante instrucción. Con mucho gusto lo incluiría en el número de los intelectuales.
Estas palabras, que me adularon, me indujeron a pensar que mi compañero buscaba en esta ocasión atraerme hacia el pecado de soberbia.
—Si tiene interés en que sigamos siendo amigos —le dije finalmente— no intente utilizar astucias conmigo. ¿Quiere mi alma? Muy bien, se la cederé en lo que vale. Pero deje de darme con el codo cada vez que nos cruzamos por el acerado con una de esas impuras criaturas que la miseria ha reducido a formar parte de su clientela. Sólo le pediré a cambio de lo que desea de mí, una cosa: que me distraiga. ¿Sabe una cosa, Diablo? me aburro tanto como un hombre puede hacerlo sobre este planeta. Como suele decirse, estoy hastiado. Los crímenes pasionales de nuestros grandes diarios ya no me interesan; además los asesinos terminan todos por ser atrapados; la manilla, los cientos o el juego de la rana carecen de misterio para mí. Los beneficios de la gimnasia sueca o el resultado del gran premio de ciclismo ya no bastan para satisfacer mis aspiraciones de ideal. Quisiera que usted me ofreciera un espectáculo capaz de procurarme entusiasmo durante sólo diez minutos. Mire, por ejemplo, haga surgir por detrás de la Halle-au-Vin una aurora boreal. Desencadene algún cataclismo inédito, haga sonar solas las campanas de Notre-Dame o elevarse hacia el cielo como una flecha la torre Eiffel. Deje en libertad a las dos jirafas del Jardín de Plantas, luego despierte a los muertos del cementerio del Père-Lachaise y condúzcalos en orden, por rango de edad y distinción, a través de los bulevares hasta la Concordia. Déle por lo menos un volcán a Montmartre y un geiser al estanque del Luxemburgo. Si hace usted eso renuncio para siempre a mi parte de vida eterna en el seno de Abraham. ¡Algo imprevisto, algo imprevisto! ¡Por falta de algo imprevisto perecemos todos desde que comenzó la era cuaternaria!

—Hijo mío —me contestó entonces el Diablo con indulgencia— piense que en París y su extrarradio existen tres millones de habitantes. Si atendiera su deseo de hacer algo maravilloso, vería de inmediato que dos millones y medio de ellos se convertirían a diversas religiones (y supongo, que unas 500.000 personas de espíritu débil, se morirían de susto en el acto). En consecuencia, la pérdida que tendría que registrar a cambio de conseguir sólo su alma, aún teniéndolo todo en consideración, sería una adquisición bastante mediocre. Pero, puesto que me pone entre la espada y la pared, dése la vuelta y mire.

Mientras hablaba, el Diablo desapareció sin expandir, en contra de lo previsto, el menor olor a azufre. Obedecí su recomendación y el espectáculo que se ofreció a mi vista me dejó estupefacto. Había... había dos lunas en el cielo. Dos lunas, dos lunas iguales se erguían juntas en el horizonte. Era, hay que admitirlo, más de lo necesario para una noche de verano, ya de por sí bastante poética. Pensaba en el pretexto suficiente que me procuraría este acontecimiento sin precedentes para faltar a mi despacho a la mañana siguiente, cuando un pequeño detalle me llamó la atención: La primera de las dos lunas marcaba exactamente las doce de la noche. No era sino la esfera luminosa del reloj de la estación de Lyon... He aquí como, una noche de borrachera, vendí mi alma al diablo por un reloj...


Poemas III. Emily Dickinson (1830-1886)

Hay una languidez en la vida. 


Hay una languidez de la vida
Más inminente que la pena,
Es sucesora de la pena
Cuando el alma ha sufrido
Todo lo que puede.
Una somnolencia difusa,
Un ofuscamiento como neblina
Envuelve tu conciencia,
Una neblina que conduce a un despeñadero.
El cirujano no se inmuta ante el dolor,
Su hábito es severo,
Pero él sabe que ha cesado de sentir
La criatura que yace ahí.
Y te dirá que la técnica tardó,
Que alguien más poderoso que él
Ha oficiado antes
Y ya no hay vitalidad.





El pasado es una figura tan extraña.


El pasado es una criatura tan extraña
Que mirarla en la cara
Arrobamiento puede producir
O desgracia.
Desarmado si cualquiera la encuentra
Le aconsejo huir,
Si sus desteñidos pertrechos
Aún pueden responder.





El era débil y yo era fuerte.


Él era débil y yo era fuerte,
Después él dejó que yo le hiciera pasar
Y entonces yo era débil y él era fuerte,
Y dejé que él me guiara a casa.
No era lejos, la puerta estaba cerca,
Tampoco estaba oscuro, él avanzaba a mi lado,
No había ruido, él no dijo nada,
Y eso era lo que yo más deseaba saber.
El día irrumpió, tuvimos que separarnos,
Ahora ninguno de los dos era más fuerte,
Él luchó, yo también luché,
¡Pero no luchamos a pesar de todo!





El corazón pide placer primero.


El corazón pide placer primero,
Luego excusa del dolor,
Luego los pequeños detalles
Que matan el dolor.
Luego irse a dormir,
Y luego, si tiene que ser
El deseo de su inquisidor,
El privilegio de morir.





Cuántas veces estos cansados pies han podido tropezar.


Cuántas veces estos cansados pies han podido tropezar,
Sólo mi amordazada boca puede decirlo,
Ensaya, trata de mover este horrible remache,
Ensaya, levanta si puedes aldabas de acero.
Acaricia la fría frente, antes ardiente,
Levanta si quieres el deslucido cabello,
Palpa los adamantinos dedos
Que ya nunca usarán dedal.





Cuando cuento las semillas.


Cuando cuento las semillas
Sembradas allá abajo
Para florecer así, lado a lado;
Cuando examino a la gente
Que tan bajo yace
Para llegar tan alto;
Cuando creo que el jardín
Que no verán los mortales
Siega el azar sus capullos
Y sortea a esta abeja
Puedo prescindir del verano sin lamentos.





Cualquiera que desencante.


Cualquiera que desencante
A un solo ser humano
Por traición o por irreverencia
Es culpable de todo.
Inocente como un pájaro,
Gráfico como una estrella
Hasta una sugestión siniestra
Que las cosas no son lo que son.





Como si yo pidiera limosna común.


¡Como si yo pidiera limosna común
Y en mi suplicante mano
Un extraño pusiera un reino
Y yo perpleja quedara,
Como si hubiera pedido a Oriente
Que me mandara una mañana
Y que levantara su purpúrea barrera
Y destrozarme con el alba!





Como ojos que miran las basuras.


Como ojos que miran las basuras
Incrédulos de todo
Salvo del vacío y quieta soledad
Diversificada por la noche.
Sólo infinitos de la nada
Tan lejos como podía ver
Así era la cara que yo miré
Así miró ella misma a la mía.
No le ofrecí ninguna ayuda
Porque la pena era mía
La miseria densa y tan compacta
Tan desesperanzada como divina.
Ninguna se absolvería
Ninguna sería una reina
Sin la otra, de modo que
Aunque reinemos, pereceremos.





Cayeron como copos, cayeron como estrellas.


Cayeron como copos,
Cayeron como estrellas,
Como pétalos de una rosa
Cuando de pronto a través de junio
Un viento con dedos avanza.
Perecieron en el pasto desarraigado,
Nadie pudo hallar el lugar exacto
Pero Dios puede convocar cada faz
En su lista de abolidos.


Absalom. Henry Kuttner (1915-1958)

Joel Locke regresó al atardecer de la universidad donde daba cátedra de psiconámica. Entró silenciosamente en la casa por una puerta lateral y se quedó escuchando. Era un cuarentón alto, de labios delgados, con una sonrisa ligeramente sardónica y ojos grises y distantes. Oía el zumbido del precipitrón. Eso significaba que Abigail Schuler, el ama de llaves, se ocupaba de sus tareas. Locke sonrió ligeramente y se volvió hacia un panel de la pared, que se abrió cuando él se acercó. El pequeño ascensor lo llevó calladamente arriba. Allí se movió con extraño sigilo. Fue directamente hacia una puerta en el fondo del vestíbulo y se detuvo, la cabeza gacha, los ojos extraviados. No oía nada. Luego abrió la puerta y entró en la habitación. Instantáneamente la sensación de inseguridad le asaltó de nuevo. Le paralizó. No hizo ningún gesto, aunque la boca se le frunció. Se obligó a quedarse quieto mientras miraba en tomo.

Podía haber sido la habitación de cualquier muchacho de veinte años, no de un niño de ocho. Había raquetas de tenis arrumbadas contra una pila desordenada de libros grabados. El tiaminizador estaba encendido, y Locke empleó el modo mecánico de encender la luz. Se volvió abruptamente. El televisor estaba apagado, pero él habría jurado que unos ojos le estaban observado desde la pantalla. No era la primera vez que le ocurría. Al rato Locke se volvió de nuevo y se acuclilló para examinar los carretes. Eligió uno can la etiqueta LA LÓGICA ENTROPICA SEGÚN BRIAFF y frunció el ceño mientras jugueteaba con el cilindro. Después lo guardó y salió del cuarto, pero no antes de haberle echado una última y pensativa mirada al televisor. Abajo, Abigail Schuler tecleaba el panel de la Limpiadora Maestra. Tenía la boca menuda tan rígida como el severo mechón de cabello entrecano que le tapaba la nuca.

—Buenas noches —dijo Locke—. ¿Dónde está Absalón?
—Afuera, hermano Locke. Está jugando —dijo el ama de llaves con tono formal—. Llega usted temprano. Aún no he limpiado la sala.
—Bien, conecte los iones y ellos se encargarán —dijo Locke—. No tardará mucho. De todos modos, tengo que corregir algunos exámenes.
Se iba a marchar, pero Abigail carraspeó de un modo significativo.
—¿Bien?
—Se le ve bastante desmejorado.
—Entonces lo que necesita es jugar al aire libre —dijo Locke concisamente—. Lo enviaré a un campamento de verano.
—Hermano Locke —dijo Abigail—, no entiendo por qué no lo deja ir a Baja California. Se muere por ir. Usted le dejó estudiar antes todas las materias difíciles que él quería. Ahora se lo prohibe. Sé que no me concierne, pero le noto ansiedad.
—La ansiedad sería peor si yo le dijera que sí. Tengo mis razones para no permitirle estudiar lógica entrópica. ¿Sabe usted lo que implica eso?
—No sé... Usted sabe que no sé. No soy una mujer instruida, hermano Locke. Pero Absalón es brillante como un botón.
Locke gesticuló con impaciencia.
—Tiene usted ocurrencias geniales —dijo—. ¡Brillante como un botón!

Encogiéndose de hombros, se dirigió a la ventana y observó el patio de abajo, donde su hijo de ocho años jugaba al handbaü. Absalón no levantó los ojos. Parecía absorto en el juego. Pero Locke no pudo evitar que una sensación de terror frío y sigiloso le invadiera la mente, y se apretó las manos con fuerza detrás de la espalda. Un niño que aparentaba diez años, con un nivel de madurez de veinte, pero que seguía siendo un niño de ocho. No era fácil de gobernar. Había muchos padres con el mismo problema. La curva del diagrama que registraba el porcentaje de niños prodigio nacidos en tiempos recientes se estaba alterando. Algo había empezado a agitarse perezosamente en los cerebros de las últimas generaciones y una nueva especie, por así decirlo, estaba naciendo lentamente. Locke lo sabía bien. En su época él también había sido un niño prodigio. Quizás otros padres encararan el problema de otro modo, pensaba tercamente. No él. El sabía qué era lo mejor para Absalón. Otros padres quizás enviaran a sus hijos-prodigio a esos institutos donde podían desarrollarse entre los de su misma especie. No Locke.

—El lugar de Absalón es éste —dijo en voz alta—. Aquí. Donde yo puedo... —notó que el ama de llaves lo estaba mirando y se encogió nuevamente de hombros, irritado, retomando la conversación que antes había interrumpido—. Claro que es brillante. Pero todavía no lo suficiente para ir a Baja California y estudiar lógica entrópica. ¡Lógica entrópica! Es demasiado para el chico. Hasta usted tendría que darse cuenta. No es como darle una golosina tras asegurarse de que hay aceite de castor en el botiquín de la sala de baño. Absalón es inmaduro. Podría ser realmente peligroso enviarlo a la Universidad de Baja California con hombres tres veces mayores. Lo sometería a esfuerzos mentales para los que aún no está preparado. No quiero que se transforme en psicópata.

Abigail frunció hurañamente la boca menuda.

—Usted le permitió aprender álgebra.
—Oh, déjeme en paz —Locke observó de nuevo al niño que jugaba en el patio, y agregó lentamente—. Creo que es hora de un nuevo contacto con Absalón.

El ama de llaves lo miró con severidad, entreabrió ¡os labios finos y luego los cerró con un chasquido reprobatorio casi audible. Claro que ella no comprendía del todo cómo funcionaba un contacto o para qué servía. Pero sabía que en estos días había maneras de imponer la hipnosis, de forzar una mente para hurgar los pensamientos ocultos. Meneó la cabeza y apretó los labios.

—No trate de interferir en cosas que no entiende —dijo Locke—. Le digo que yo sé qué es mejor para Absalón. Está en la misma situación que yo hace treinta y tantos años. ¿Quién puede comprenderlo mejor? Llámelo adentro, por favor. Estaré en mi estudio. Abigail lo observó alejarse y arrugó el entrecejo. Era difícil saber qué era mejor. Las costumbres actuales exigían una conducta rígida, pero a veces costaba decidir qué era lo correcto. En los viejos tiempos, después de las guerras atómicas, cuando se vivía licenciosamente y cualquiera podía actuar a su antojo, la vida debía de haber sido más fácil. Ahora, en esta vuelta brusca a una cultura puritana, había que pensar dos veces y escudriñarse el alma antes de cometer un acto dudoso.

Bien, Abigail no tenía elección esta vez. Abrió el micrófono de la pared y habló.

—¿Absalón?
—Sí, hermana Schuler.
—Entra, tu padre quiere verte.

En su estudio, Locke permaneció callado un instante, reflexionando. Luego tomó el micrófono de la casa.

—Hermana Schuler, estoy usando el televisor. Dígale a Absalón que espere.
Se sentó ante el visor privado. Movió las manos diestramente.
—Deme con el doctor Ryan, del Instituto de Niños Anómalos de Wyoming. Le habla Joel Locke.

Mientras esperaba tendió la mano para sacar un viejo volumen encuadernado en tela de un anaquel de libros curiosos y antiguos. Leyó:

Mas Absalón envió espías a todas las tribus de Israel, y les advirtió: "Cuando oigáis el sonido de la trompeta, entonces diréis: Absalón reina en Hebrón..."

—¿Hermano Locke? —preguntó el televisor.
En la pantalla apareció el rostro de un hombre de cabellos blancos y facciones agradables. Locke guardó el libro y levantó la mano para saludar.
—Doctor Ryan, lamento seguir importunándole.
—No tiene importancia —dijo Ryan—. Me sobra tiempo. Se supone que soy supervisor del Instituto, pero los chicos lo dirigen a gusto de ellos —rió—, ¿Cómo está Absalón?
—Hay un límite —dijo amargamente Locke—. Le he dado todos los gustos a! chico. Le permití hacer carrera y ahora quiere estudiar lógica entrópica. Hay solamente dos universidades con esa especialidad, la más cercana está en Baja California...
—Podría viajar en helicóptero, ¿verdad? —preguntó Ryan, pero Locke gruñó reprobatoriamente.
—Demasiado tiempo. Además, uno de los requisitos es alojarse en la universidad bajo un régimen estricto. Se supone que la disciplina, mental y física, es necesaria para dominar la lógica entrópica. Que es dura de pelar. Tengo los rudimentos en casa, pero tuve que usar el tri-disney para llegar a visualizarlos.

Ryan rió. Los chicos de aquí se interesan en ella. Ejem..., ¿está usted seguro de que la ha comprendido? Lo suficiente, sí. Lo suficiente para entender que no es algo que un chico pueda estudiar mientras no se le hayan ampliado los horizontes.
—Los de aquí no tienen problemas —dijo el doctor—. No olvide que Absalón es un genio, no es un niño común.
—No lo olvido. Tampoco olvido mi responsabilidad. Absalón necesita un medio doméstico normal para no perder la seguridad en sí mismo... Y por ese motivo no quiero que se mude ahora a Baja California. Quiero estar cerca para protegerlo.
—Hemos diferido en ese aspecto anteriormente. Todos los anómalos saben arreglárselas por cuenta propia, Locke.
—Absalón es un genio, y un niño. Por lo tanto, carece del sentido de la proporción. Tiene más peligros que sortear. Creo que es un grave error darles todos los gustos a los anómalos. Rehusé enviar a Absalón a un instituto por una razón excelente. Juntan a todos los niños prodigio en un montón y los dejan actuar a sus anchas. Un medio ambiente totalmente artificial.
—No discutiré. Es cosa de usted —dijo Ryan—. Aparentemente no quiere admitir que hay una sinusoide de genios actualmente. Un aumento constante. En otra generación...
—Yo mismo he sido un niño prodigio, pero logré sobreponerme —graznó Locke—. Ya tuve bastantes problemas con mi padre. Era un déspota, y si yo no hubiese tenido suerte él habría hecho lo posible para deformarme psicológicamente. Lo he superado, pero tuve problemas. No quiero que Absalón pase por lo mismo. Por eso estoy empleando psiconámica... Es una valiosa catarsis mental, como usted sabrá.
—¿Narcosíntesis? ¿Hipnotismo forzado?
—No es forzado —replicó Locke—. Bajo hipnosis, él me cuenta todo lo que tiene en la mente, y yo puedo ayudarle.
—No sabía que estaba empleando eso —dijo lentamente Ryan—. No estoy seguro de que sea un procedimiento atinado.
—Yo no le indico a usted cómo dirigir el Instituto.
—Oh, no. Lo hacen los propios chicos. Muchos de ellos son más listos que yo.
—La inteligencia inmadura es peligrosa. Un chico se larga a patinar sin probar primero e! espesor de la capa de hielo. No piense que quiero retener a Absalón. Simplemente hago las pruebas de antemano, para asegurarme de que la capa de hielo es firme. Yo puedo entender la lógica entrópica, pero él todavía no. Así que tendrá que esperar.
—¿Bien? Locke titubeó.
—Eh... ¿Sabe usted si sus muchachos se han estado comunicando con Absalón?
—No sé —dijo Ryan—. No interfiero en sus vidas.
—De acuerdo, yo no quiero que ellos interfieran en la mía ni en la de Absalón. Quisiera que me informe si están en contacto con él.
Hubo una pausa prolongada.
—Lo intentaré —dijo por fin Ryan—. Pero si yo fuera usted, hermano Locke, dejaría que Absalón vaya a Baja California, si lo desea.
—Sé lo que hago —dijo Locke, y cortó la comunicación. Se volvió nuevamente hacia la Biblia.

¡Lógica entrópica! Una vez que el muchacho haya llegado a la madurez sus síntomas somáticos y fisiológicos se orientarían a la normalidad, pero entretanto el péndulo seguía oscilando peligrosamente. Absalón necesitaba un control estricto, por su propio bien. Y últimamente el muchacho por alguna razón estaba eludiendo los contactos hipnóticos. Algo pasaba. Pensamientos caóticos se arremolinaban en la mente de Locke. Olvidó que Absalón le esperaba. Sólo se acordó al oír la voz de Abigail anunciar que la cena estaba, servida. Durante la cena Abigail Schuler se sentó entre padre e hijo como Átropos, dispuesta a cortar la conversación si no le gustaba. Locke sintió que su largamente reprimida irritación contra Abigail, que se creía obligada a proteger a Absalón del padre, empezaba a aflorar. Tal vez por eso sacó finalmente el tema de Baja California.

—Parece que has estado estudiando la tesis de la lógica entrópica... ¿Aún no te has convencido de que es demasiado para ti?
—No, papá —dijo Absalón. sin demostrar ninguna sorpresa—. No me he convencido.
—Los rudimentos del álgebra pueden ser fáciles para un niño. Pero una vez internado en la especialidad... He leído algo sobre lógica entrópica, hijo. Leí el libro entero, y a mí me costó bastante. Y tengo una mente madura.
—Sé que la tienes. Y sé que yo todavía no la tengo. Pero sigo pensando que podría estudiar esa materia.
—El problema es el siguiente —dijo Locke—; podrías desarrollar síntomas psicóticos si estudiaras esa cosa, y quizá no los reconocerías a tiempo. Si pudiéramos tener un contacto todas las noches, o noche de por medio, mientras estudias...
—¡Pero es en Baja California!
—Ese es el inconveniente. Si esperas mi licencia, podré acompañarte. O quizás alguna universidad más cercana inicie cursos. No quisiera parecer poco razonable. La lógica debería indicarte mis motivos.
—En efecto —dijo Absalón—. Esa parte la entiendo. La única dificultad es un imponderable, ¿verdad? Es decir, tú crees que mi mente no podría asimilar la lógica entrópica sin alteraciones, y yo estoy convencido de lo contrario.
—Exacto —dijo Locke—. Tú tienes la ventaja de conocerte a ti mismo mejor de lo que podría conocerte yo. Tu desventaja es la inmadurez, la falta de un sentido de la proporción. Y yo cuento con la ventaja de una mayor experiencia.
—Pero es la tuya, papá. ¿Puedes aplicarme los mismos valores?
—Deja que sea yo quien lo juzgue, hijo.
—Tal vez —dijo Absalón—. Pero preferiría haber ido a un instituto de anómalos.
—¿Acaso no eres feliz aquí? —preguntó Abigail, lastimada, ante lo cual el niño le dirigió una cálida mirada de afecto.
—Claro que sí, Abbie. Tú sabes que sí.
—Sería mucho menos feliz con dementia praecox —dijo sardónicamente Locke—. La lógica entrópica, por ejemplo, presupone una captación de las variaciones temporales que se encaran en problemas relacionados con la relatividad.
—Oh, eso me da dolor de cabeza —dijo Abigail—. Y si a usted le preocupa tanto que Absalón exagere su actividad mental, no tendría que hablarle de esa manera —apretó botones y deslizó los platos metálicos esmaltados en el compartimiento—. Café, hermano Locke... Leche, Absalón... Y yo tomaré té.

Locke le guiñó el ojo a su hijo, que conservó una actitud solemne. Abigail se levantó con la taza de té y se dirigió al hogar. Tomó la escobilla, barrió unas pocas cenizas, se acomodó entre los almohadones y se entibió los tobillos huesudos al fuego. Locke emitió un bostezo.

—Hasta que lleguemos a una decisión, hijo, las cosas quedarán como están. No vuelvas a tocar ese libro de lógica entrópica ni nada más relacionado con el tema. ¿Correcto?
No hubo respuesta.
—¿Correcto? —insistió Locke.
—No estoy seguro —dijo Absalón tras una pausa—. En realidad, ese libro ya me ha sugerido ciertas ideas...

Mirando por encima de la mesa, Locke se sorprendió ante la incongruencia de esa mente increíblemente desarrollada en el cuerpo infantil.

—Todavía eres joven —dijo—. Unos días de diferencia no importarán. No olvides que legalmente ejerzo control sobre ti, aunque nunca lo haré sin que tú apruebes mis decisiones como justas.
—Lo que es justo para ti puede no serlo para mí —dijo Absalón, trazando dibujos con la uña en el mantel.
Locke se levantó y apoyó la mano en el hombro del muchacho.
—Lo volveremos a discutir, hasta llegar a un acuerdo. Ahora tengo que corregir exámenes. Salió.
—Lo hace por tu bien, Absalón —drjo Abigail.
—Claro que sí, Abbie —convino el niño, pero siguió pensativo.

Al día siguiente Locke dio sus clases con aire distraído y a mediodía llamó por televisor al doctor Ryan del Instituto de Wyoming. Ryan le atendió con cierta indiferencia. Dijo que había preguntado a los chicos si se habían comunicado con Absalón, y le habían dicho que no.

—Claro que mentirían por cualquier insignificancia, si lo creen conveniente —añadió Ryan, inexplicablemente divertido.
—¿Qué le causa gracia? —preguntó Locke.
—No sé —dijo Ryan—. El modo en que ellos me toleran. A veces les soy útil, pero... Originalmente se suponía que el supervisor era yo. Ahora ellos me supervisan a mí.
—¿Lo dice de veras? Ryan se puso serio.
—Siento un tremendo respeto por los niños anómalos. Y creo que usted comete un gravísimo error con su hijo. He estado en casa de usted, hace un año. Es la casa de usted. Sólo una habitación le pertenece a Absalón. No puede dejar ninguna de sus cosas en ninguna otra parte. Usted lo domina espantosamente.
—Trato de ayudarle.
—¿Está seguro de que es el modo correcto?
—Claro que sí —estalló Locke—. Aunque me equivoque, eso no significa que esté cometiendo fil..., filio...
—Ese detalle es interesante —dijo Ryan casualmente—. No le habría costado mucho nombrar el matricidio, el parricidio o el fratricidio. Pero matar al hijo es menos frecuente. La palabra no sale con la misma facilidad.
Locke clavó los ojos en la pantalla.
—¿Qué demonios está insinuando?
—Que tenga cuidado —dijo Ryan—. Creo en la teoría de los mutantes, después de dirigir este Instituto durante quince años.
—Yo mismo he sido un niño prodigio —repitió Locke.
—Aja —dijo Locke, mirándole con intensidad—. Y usted habrá de saber que se supone que la mutación es acumulativa..., ¿verdad? Tres generaciones atrás, los niños prodigio constituían el dos por ciento de la población. Y hace dos generaciones, el cinco por ciento. Hace una generación..., una sinusoide, hermano Locke. El CI aumenta proporcionalmente. ¿El padre de usted no fue también un niño prodigio?
—Lo fue —admitió Locke—. Pero inadaptado.
—Lo suponía. Las mutaciones llevan tiempo. La teoría es que en este momento estamos viviendo la transición del homo sapiens al homo superior.
—Lo sé. Es bastante lógico. Cada generación de mutaciones, al menos de esta mutación dominante, avanza un paso hacia el homo superior. ¿Cómo será...
—No creo que lo sepamos nunca —dijo serenamente Ryan—. Creo que no entenderíamos. Quién sabe cuánto tardará. ¿La próxima generación? Lo dudo. ¿Cinco generaciones más, o diez, o veinte? Y cada una avanzando un paso, explotando otra potencialidad sepultada en el hombre hasta llegar a la cúspide. El superhombre, Joel.
—Absalón no es un superhombre —dijo pragmáticamente Locke—. O un superniño, en este caso.
—¿Está seguro?
—¡Dios santo! ¿No le parece que conozco a mi propio hijo?
—No responderé a eso —dijo Ryan—. Estoy seguro de que no sabe todo lo que se puede saber sobre los chicos anómalos de mi Instituto. Beltram, el supervisor del Instituto de Denver, me dice lo mismo. Estos chicos son el próximo paso de la mutación. Usted y yo formamos parte de una especie moribunda, hermano Locke.

La cara de Locke cambió. Apagó el televisor sin una palabra. La campanilla anunció la próxima clase. Pero Locke permaneció inmóvil, las mejillas y la frente ligeramente húmedas. Luego la boca se le curvó en una sonrisa curiosamente desagradable. Cabeceó y se alejó del televisor. Llegó a casa a las cinco. Entró silenciosamente por la puerta lateral y tomó el ascensor. La puerta de Absalón estaba cerrada, pero se oían voces. Locke escuchó un rato. Luego golpeó violentamente el panel.

—Baja, Absalón. Quiero hablar contigo. En la sala le dijo a Abigail que saliera un momento. De espaldas a la chimenea, esperó a que llegara Absalón.

Los enemigos de mi señor el rey, y todos los que se alzan contra ti para tu daño, son como ese joven...

El niño entró sin demostrar embarazo. Avanzó y encaró al padre con una expresión calma y despreocupada. Era equilibrado, pensó Locke. De eso no cabía duda.

—Oí parte de esa conversación, Absalón —dijo Locke.
—De acuerdo —dijo fríamente Absalón—. Igual te lo habría contado esta noche. Tengo que hacer ese curso de lógica entrópica.
Locke ignoró la frase.
—¿Con quién te comunicabas?
—Un chico que conozco, Malcolm Roberts, del Instituto de Den ver.
—¿Discutiendo lógica entrópica con él, eh? ¿Después de lo que te dije?
—Recordarás que no estábamos de acuerdo... Locke se llevó las manos a!a espalda y entrelazó los dedos.
—Entonces también recordarás que mencioné que ejercía control legal sobre ti.
—Legal —dijo Absalón—. No moral.
—Esto no tiene nada que ver con la moral.
—Sin embargo, sí. Y con la ética. Muchos niños menores que yo están estudiando lógica entrópica en los institutos. No les causa daño. Tengo que ir a un instituto, o a Baja California. Es necesario.
Locke agachó la cabeza, pensativo.
—Espera un minuto —dijo—. Lo siento, hijo. Por un momento caí en la trampa de mis propias emociones. Volvamos al plano de la lógica pura.
—De acuerdo —dijo Absalón, con una distancia serena e imperceptible.
—Estoy convencido de que ese estudio en particular te podría resultar peligroso. No quiero que sufras ningún daño. Quiero que tengas todas las oportunidades posibles, especialmente las que yo no tuve nunca.
—No —dijo Absalón, con una curiosa nota de madurez en la voz atiplada—. No fue falta de oportunidad. Fue incapacidad.
—¿Qué?
—Nunca dejarías que te convenzan de que yo podría estudiar lógica entrópica sin peligro. Me he dado cuenta. He hablado con otros chicos anómalos.
—¿De problemas privados?
—Ellos son de mi raza —dijo Absalón—. Tú no. Y por favor, no hables de amor filial. Tú mismo quebraste esa ley hace mucho tiempo.
—Sigue hablando —dijo serenamente Locke, apretando los labios—. Pero cerciórate de ser lógico.
—Bien. Pensaba que no tendría necesidad de hacer esto durante mucho tiempo, pero ahora es necesario. Me estás impidiendo hacer lo que debo.
—La mutación gradual. Acumulativa. Entiendo.

El fuego daba demasiado calor. Locke se alejó un paso del hogar. Absalón pareció a punto de escabullirse. Locke le clavó los ojos.

—Es una mutación —dijo el niño—. No una mutación completa, pero abuelo fue uno de los primeros pasos. Tú también... Fuiste más lejos que él. Y yo iré más lejos que tú. Mis hijos estarán más cerca del paso definitivo. Los únicos expertos en psiconámica que valen la pena son los niños prodigio de tu generación.
—Gracias.
—Me tienes miedo —dijo Absalón—. Me tienes miedo y me tienes envidia.
Locke se echó a reír.
—¿Adonde has dejado la lógica? El niño tragó saliva.
—El lógico. Una vez convencido de que la mutación era acumulativa no puedes tolerar la idea de que yo llegaría a desplazarte. Es una distorsión psicológica básica en ti. Te pasó lo mismo con abuelo, en un sentido diferente. Por eso te dedicaste a la psiconámica, donde eras un pequeño dios que arrancaba secretos a las mentes de los alumnos y moldeaba los cerebros tal como se moldeó a Adán. Tienes miedo de que te supere, Y lo haré.
—Supongo que por esa razón te he dejado estudiar todo lo que has querido —dijo Locke—. Con excepción de esto.
—Sí, por eso. Muchos niños prodigio trabajan tan duro que se consumen y pierden totalmente su capacidad mental. No habrías mencionado tanto el peligro si dadas las circunstancias, no hubiera sido lo que más te interesaba. Claro que me has dado los gustos. Y subconscientemente deseabas que me consumiera, así eliminarías a tu posible rival.
—Entiendo.
—Me dejaste estudiar matemáticas, geometría plana, álgebra, geometría noeuclidiana... Pero me seguías los pasos. Cuando no conocías el tema, ponías cuidado de actualizarte para estar seguro de que era algo que tú podías dominar. Te cercioraste de que yo no pudiera superarte, de que no obtuviera ningún conocimiento que tú no pudieras obtener. Y por eso no me dejas aprender lógica entrópica.

En la cara de Locke no había ninguna expresión.

—¿Por qué? —preguntó fríamente.
—Porque tú no podías comprenderla —dijo Absalón—. Lo intentaste, y no estaba a tu alcance. No eres flexible. Tu lógica no es flexible. Se fundamenta en el hecho de que un segundero registra sesenta segundos. Has perdido la capacidad de asombro. Has traducido demasiado de lo abstracto a lo concreto. Yo sí puedo entender esa lógica. ¡Puedo entenderla!
—Estas ideas se te han ocurrido la semana pasada —dijo Locke.
—No. Te refieres a la hipnosis. Hace mucho tiempo que aprendí a proteger una zona de mi mente de tus sondeos.
—¡Eso es imposible! —dijo Locke, perplejo.
—Lo es para ti. Soy un paso posterior de la mutación. Tengo muchísimos talentos de los que no sabes nada. Y algo más: no soy lo suficientemente avanzado para mi edad. Los niños de los institutos me llevan la delantera. Sus padres obedecieron leyes naturales pues la función de cualquier padre es proteger al hijo. Sólo los padres inmaduros actúan de otro modo...como tú.
Locke aún conservaba la impasibilidad.
—¿Yo soy inmaduro? ¿Y te odio? ¿Te envidio? ¿Estás muy seguro?
—¿Es verdad o no? Locke no respondió.
—Todavía eres mentalmente inferior a mí —dijo—, y lo seguirás siendo durante varios años. Digamos, si lo prefieres, que tu superioridad reside en tu...flexibilidad, y en tus talentos de homo superior, sean cuales fueren. En el otro platillo de la balanza pon el hecho de que soy un adulto físicamente maduro y tú pesas menos de la mitad que yo. Legalmente soy tu tutor. Y soy más fuerte que tú.

Absalón tragó saliva nuevamente, pero no dijo nada. Locke se irguió un poco más, y miró despectivamente al niño. Se llevó la mano a la cintura, pero sólo encontró una ligera cremallera. Caminó hacia la puerta. Se volvió.

—Te voy a demostrar que eres inferior a mí —dijo serena y fríamente—. Tendrás que admitirle.
Absalón no respondió. Locke fue arriba. Tocó el interruptor del escritorio, metió la mano en el cajón y saco un cinturón elástico de lucita. Palpó con los dedos la superficie fría y tersa. Luego bajó nuevamente. Ahora tenía los labios pálidos y exangües. En la nuera de la sala se detuvo, empuñando el cinturón. Absalón no se había movido, pero Abigail Schuler estaba de pie al lado del niño.
—Salga de aquí, hermana Schuler —dijo Locke.
—No azotará al niño —dijo Abigail, la cabeza erguida y los labios muy tensos.
—Váyase.
—No me iré. He oído cada palabra. Y todo es cierto.
—¡Largo de aquí, he dicho! —aulló Locke.

Se precipitó hacia adelante desplegando el cinturón. Los nervios de Absalón cedieron al fin. Jadeó de pánico y se escabulló, buscando a ciegas una salida inexistente. Locke lo persiguió. Abigail manoteó la escobilla y la arrojó a las piernas de Locke. El hombre soltó una exclamación y perdió el equilibrio. Cayó pesadamente, braceando con los brazos rígidos. La cabeza chocó contra el borde de un sillón. Quedó inmóvil. Abigail y Absalón cambiaron una mirada. De pronto la mujer cayó de rodillas y rompió a llorar.

—Lo he matado —sollozó—. ¡Lo he matado! ¡Pero no podía dejar que u azotara, Absalón! ¡No podía!
El niño se mordisqueó el labio inferior. Se acercó lentamente al padre.
—No está muerto.
Abigail soltó un suspiro largo y convulsivo.
—Sube, Abbie —dijo Absalón, con aire preocupado—. Yo lo atenderé. Sé cómo hacerlo.
—No puedo dejarte...
—Por favor, Abbie —insistió él—. Tal vez te desmayes. Descansa un rato. Todo irá bien, de veras.

Finalmente ella subió en el ascensor, Absalón, mirando de soslayo al padre, fue hasta el televisor. Llamó al Instituto de Denver. Expuso concisamente la situación.

—¿Qué conviene hacer, Malcolm?
—Espera un minuto.
Hubo una pausa, hasta que apareció en la pantalla la cara de otro niño.
—Haz como te digo —sugirió una voz firme y aguda que le dio una serie de instrucciones intrincadas—. ¿Has comprendido, Absalón?
—Sí. ¿No le causará daño?
—Vivirá. Ya tiene rasgos psicóticos irreversibles. Esto le dará una orientación diferente, más segura para ti. Es proyección. Externalizará todos sus deseos, sentimientos, etcétera. En ti. Obtendrá placer sólo con lo que tú hagas, pero no podrá controlarte. Tú conoces la clave psiconámica de su cerebro. Trabaja entonces principalmente con el lóbulo frontal. Ten cuidado con el área de Broca. No debes provocarle afasia. Bastará con que sea inofensivo para ti. Una muerte sería difícil de manejar. Además, supongo que no es lo que deseas...
—No —dijo Absalón—. E-es mi padre.
—De acuerdo —dijo la voz infantil—. Deja la pantalla encendida. Observaré y te ayudaré.

Absalón se volvió hacia la figura que yacía inconsciente. Durante mucho tiempo el mundo había sido borroso. Locke estaba acostumbrado. Aún podía cumplir con sus funciones ordinarias, de modo que no estaba loco en ningún sentido de la palabra. Tampoco podía revelarle la verdad a nadie. Le habían creado un bloqueo psíquico. Día tras día asistía a la universidad y enseñaba psiconámica y volvía a casa y comía y esperaba ansiosamente las llamadas televisivas de Absalón. Y cuando Absalón llamaba, a veces condescendía a hablarle de lo que hacía en Baja California. De sus logros. De sus triunfos. Pues esas cosas importaban ahora. Era lo único que importaba. La proyección era total. Absalón rara vez se olvidaba de él. Era un buen hijo. Llamaba todos los días, aunque a veces, si el trabajo apremiaba, tenía que apresurarse. Pero Joel Locke siempre hallaba ocupación en las inmensas carpetas dedicadas a Absalón, atiborradas de recortes y fotografías.

Además, estaba escribiendo la biografía de Absalón. El resto de su vida transcurría en un mundo de sombras y sólo existía de veras, realmente feliz, cuando el rostro de Absalón aparecía en la pantalla del televisor. Pero no había olvidado nada. Odiaba a Absalón y odiaba el vínculo espantoso e inquebrantable que lo encadenaría para siempre a su propia carne, una carne que en realidad no le pertenecía y que ascendería otro peldaño en la escalera de la nueva mutación.

Sentado en el crepúsculo de su irrealidad, rodeado de carpetas, con un televisor que sólo funcionaba para las llamadas de Absalón pero que él vigilaba incesantemente, Joel Locke alimentaba su odio y una satisfacción serena y secreta. Algún día Absalón tendría un hijo... Algún día. Algún día...


Adiós, profesor. Henry Kuttner (1915-1958) - Catherine L. Moore (1911-1987)

Los Hogben somos muy exclusivos. Ese fulano de la ciudad, el profesor, tuvo que haberlo sabido, pero se metió donde nadie lo había invitado, y ahora no tiene derecho a quejarse. En Kentucky la gente bien ubicada cuida de sus asuntos y no mete las narices donde no se le llama. La vez que corrimos a los Haley con esa pistola que habíamos armado —aunque nunca pudimos averiguar cómo funcionaba—, esa vez todo empezó porque Rafe Haley vino a husmear y curiosear por la ventana del cobertizo para echarle un vistazo a Pequeño Sam. Después fue comentando que Pequeño Sam tenía tres cabezas o algo por el estilo. A los Haley no se les puede creer una palabra. ¡Tres cabezas! No es natural, ¿verdad? Pequeño Sam tiene dos cabezas, y ni una más, desde el día que nació. Así que Ma y yo disparamos esa pistola y acribillamos a los Haley. Como decía, nunca hasta ese momento habíamos podido averiguar cómo funcionaba. Conectamos algunas baterías y muchos alambres y cables y otras cosas raras, y Rafe quedó lleno de agujeros.
El forense informó que la muerte de los Haley fue instantánea, y el sheriff Abernathy vino a tomar whisky con nosotros y dijo que una más y me mataba a latigazos. No le hice caso. Sólo que algún maldito periodista yanqui debió enterarse del asunto, porque poco después llegó un grandote serio y gordinflón y se puso a hacer preguntas. Tío Les estaba sentado en el porche, con el sombrero echado en la cara.

—Mejor será que se vuelva a su circo, hombre —le dijo, algo socarrón—. El mismísimo Barnum ya ha venido a hacernos ofertas y las hemos rechazado, ¿no es cierto, Saunk?
—Claro que sí —dije—. Nunca confíe en Phineas. Ha llamado monstruo a Pequeño Sam...

El fulano de cara respetable, que se llamaba profesor Thomas Galbraith, se volvió a mí.

—¿Qué edad tienes, hijo?
—No soy su hijo —le dije—. Además, no lo sé.
—Pese a tu tamaño, no parece que tengas más de dieciocho. No pudiste haber conocido a Barnum.
—Claro que lo conocí. No trate de enredarme o le daré un golpe.
—No pertenezco a ningún circo —dijo Galbraith—. Soy biogenista.

Vaya si nos reímos. El hombre se enfureció y nos preguntó cuál era el chiste.

—Esa palabra no existe —dijo Ma, y en ese momento Pequeño Sam se puso a berrear, y Galbraith se puso blanco como un ala de ganso y tembló como una hoja. Casi se desmaya. Cuando le levantamos, quiso saber qué había pasado.
—Era Pequeño Sam —dije—. Ma fue a calmarle. Ya se ha callado.
—Esas eran ondas subsónicas —dijo el profesor—. ¿Qué es Pequeño Sam? ¿Un transmisor de onda corta?
—Pequeño Sam es el bebé —le dije sin vueltas—. Le aconsejo que lo llame por su nombre. Ahora, ¿qué tal si nos cuenta lo que anda buscando...

Sacó una libreta y se puso a hojearla.

—Soy... científico —dijo—. Nuestra fundación estudia la eugenesis, y tenemos algunos informes sobre vosotros. Suenan increíbles. Uno de nuestros hombres sostiene que las mutilaciones naturales pueden pasar inadvertidas en regiones de subdesarrollo cultural y... —se calló y miró fijamente a tío Les—. ¿De veras puede usted volar?

Bien, no nos gusta hablar de esas cosas. Una vez el predicador nos dio una buena reprimenda. Tío Les había bebido de más y se puso a revolotear sobre los riscos y casi mata del susto a dos cazadores de osos. Y el Libro de Dios no menciona hombres que vuelen. Tío Les generalmente lo hace a escondidas, cuando nadie le ve.

El caso es que tío Les se caló bien el sombrero y refunfuñó.
—Qué estupidez. Los hombres no vuelan. Y en cuanto a esos inventos modernos que se comentan por ahí... Vea, mi amigo; entre nosotros, es mentira que vuelen. Son puras patrañas...

Galbraith parpadeó y volvió a estudiar su libreta.

—Pero tengo muchos testimonios sobre muchas cosas insólitas relacionadas con esta familia. El vuelo es sólo una de ellas. Sé que teóricamente es imposible... Y no estoy hablando de aviones, pero...
—Oh, cállese la boca.
—El ungüento de las brujas medievales incluía acónito para dar una ilusión de vuelo..., absolutamente subjetiva, desde luego.
—Deje de fastidiarme —dijo tío Les, irritado, supongo que porque se sentía incómodo. Después se levantó, tiró el sombrero en el porche y se fue volando. Un minuto después bajó a buscar el sombrero y le hizo una mueca al profesor. Salió volando por la cañada y no le vimos por un buen rato.
Yo también perdí los estribos.
—No tiene derecho a molestamos —le dije—. La próxima vez tío Les hará como Pa, y eso sí que es un fastidio. A Pa no le vemos el pelo desde que vino ese otro fulano de la ciudad. Un cencista, creo.
Galbraith no dijo nada. Parecía un poco alterado. Le di un trago y me preguntó por Pa.
—Oh, anda por aquí —dije—. Sólo que ya no le vemos más.
Dice que lo prefiere así.
—Sí —dijo Galbraith, bebiendo otro trago—. Oh, Dios. ¿Qué edad dijiste que tenías?
—Yo no he dicho nada.
—Bien, ¿cuál es el recuerdo más viejo que tienes?
—No sirve de nada recordar cosas. Embota demasiado la cabeza.
—Es fantástico —dijo Galbraith—. No esperaba poder enviar un informe así a la fundación.
—No queremos que nadie venga a curiosear —le dije—. Váyase y déjenos en paz.
—¡Pero, cielo santo! —se asomó por la baranda del porche y se interesó por la pistola—. ¿Qué es eso?
—Una cosa —dije.
—¿Qué hace?
—Cosas —le dije.
—Oh, ¿puedo echarle una ojeada?
—Claro —le dije—. Se la regalo, si después se larga.

Se acercó a mirarla. Pa, que estaba sentado junto a mí, se levantó y me dijo que me librara del yanqui y me metiera en la casa. El profesor volvió.

—¡Extraordinario! —dijo—. Entiendo algo de electrónica, y me parece que este artefacto es muy raro. ¿Cuál es el principio?
—¿El qué? —dije—. Abre agujeros en las cosas.
—No puede disparar cápsulas. Hay un par de lentes donde tendría que estar la recámara... ¿Cómo has dicho que funciona?
—No sé.
—¿Lo has hecho tú?
—Yo y Ma.
Me preguntó varias cosas más.
—No lo sé —dije—. El problema de las pistolas es que hay que cargarlas. Pensamos que si le añadíamos varias cosas no tendríamos que cargarla más. Y nos ha dado resultado.
—¿De verdad, me la regalas?
—Si deja de molestarnos.
—Escucha —dijo—, es milagroso que tu familia haya pasado inadvertida tanto tiempo.
—Tenemos nuestros recursos.
—La teoría de las mutaciones debe ser cierta. Hay que estudiar a tu familia. Este es uno de los descubrimientos más importantes desde...

Siguió la cháchara. No decía más que bobadas. Finalmente decidí que había sólo dos maneras de encarar las cosas, y después de lo que había dicho el sheriff Abernathy no me parecía conveniente matar a nadie hasta que al sheriff se le pasara el mal humor. No me gusta provocar escándalos.

—Suponga que voy con usted a Nueva York —dije—. ¿Dejará en paz a mi familia?

Lo prometió de mala gana. Pero después juró y perjuró que me haría caso, pues le amenacé con despertar a Pequeño Sam. Claro que quiso ver a Pequeño Sam, pero le dije que no convenía. De cualquier modo Pequeño Sam no podía ir a Nueva York. Tiene que permanecer en el tanque, o se pone muy mal. Sea como fuera, llegué a un acuerdo con el profesor, y él se fue después de que le prometí que a la mañana siguiente nos veríamos en el pueblo. Pero les aseguro que el asunto no me gustaba nada. No me he separado de mi familia desde ese escándalo en la madre patria, cuando tuvimos que poner pies en polvorosa. Recuerdo que fuimos a Holanda. Ma siempre tuvo debilidad por el hombre que nos ayudó a salir de Londres. A Pequeño Sam le bautizó así en memoria de él. No me acuerdo cómo se llamaba; Gwynn o Stuart o Pepys... Cuando pienso en algo anterior a la Guerra Civil se me mezclan las cosas. Esa noche charlamos. Como Pa estaba invisible, Ma pensaba que estaba tomando más whisky de la cuenta, pero después se ablandó y le dejó beber una garrafa. Todos me aconsejaban que tuviera cuidado.

—Ese profesor es muy listo —decía Ma—. Como todos los profesores... No vayas a molestarle. Pórtate bien, o no volveremos a verte.
—Me portaré bien, Ma —dije; Pa me dio un golpe en la cabeza, no era justo pues yo no podía verle.
—Eso es para que no te olvides —dijo.
—Somos gente sencilla —rezongó tío Les—. Si quieres darte aires, te llegarán problemas.
—De veras, no es ésa mi intención —dije—. Sólo me ha parecido que...
—¡No te metas en líos! —dijo Ma, y entonces oímos al Abuelo en el desván; a veces el Abuelo no se mueve durante todo un mes, pero esta noche parecía bastante inquieto.
Naturalmente, subimos a ver qué quería. Estaba hablando del profesor.
—¿Un forastero, eh? —dijo—. Maldito canalla inmundo. ¡Vaya hato de imbéciles que tengo por descendencia! Saunk es el único que tiene un poco de seso, y ¡voto a tal! que es un tonto de capirote.

Yo me contoneaba y murmuraba cosas, pues no me gustaba mirar directamente al Abuelo. Pero él no me hacía caso. Siguió rezongando.

—¿Así que te vas a Nueva York? ¡Rayos y centellas! ¿Has olvidado ya cómo tuvimos que escapar de Londres y Amsterdam y Nueva Amsterdam por temor a la inquisición? ¿Quieres que te expongan en una feria? Y ese no es el mayor peligro...

Abuelo es el más viejo de nosotros y a veces usa expresiones raras. Supongo que las palabras aprendidas de joven se pegan... Eso sí, sabe maldecir mejor que nadie.

—Caray —dije—, Sólo trataba de ayudar.
—No te hagas el bobo —dijo Abuelo—. Tú tienes la culpa. Por construir ese aparato. Ese con que liquidaste a los Haley, quiero decir. De lo contrario ese científico no habría venido aquí.
—Es un profesor —dije—. Se llama Thomas Galbraith.
—Lo sé. Le he leído los pensamientos a través de la mente de Pequeño Sam. Un sujeto peligroso. Nunca conocí a un sabio que no lo fuera. Salvo Roger Bacon, quizás. Y tuve que sobornarlo para... Pero Roger era un hombre excepcional. Oíd: Ninguno de vosotros debe ir a Nueva York. En cuanto abandonemos este refugio, en cuanto nos investiguen, estamos perdidos; la chusma se nos vendrá encima. Y por mucho que aletees en el cielo, no podrás salvarte... ¿Me oyes, Lester?
—¿Pero qué haremos, entonces? —preguntó Ma.
—Oh, demonios —dijo Pa—. Ajustaré cuentas con ese profesor. Lo arrojaré en la cisterna.
—¿Para contaminar el agua? —chilló Ma—. ¡Pobre de ti si lo intentas!
—¡Qué vástagos necios han brotado de mi simiente! —exclamó Abuelo, realmente furioso—. ¿No habéis prometido al sheriff que no habría más muertos, al menos por el momento? ¿No tenéis en cuenta la palabra de un Hogben? A través de los siglos, dos cosas han sido sagradas para nosotros: nuestro secreto y el honor de los Hogben. ¡Matad a Galbraith y responderéis ante mí!
Todos nos pusimos blancos. Pequeño Sam despertó de nuevo y se puso a chillar.
—¿Pero qué hacemos? —dijo tío Les.
—Nuestro secreto debe ser guardado —dijo Abuelo—. Haced lo que podáis, pero sin muertes. Consideraré el problema.

Después se durmió, al parecer. Aunque con Abuelo nunca se sabe. Al día siguiente me encontré con Galbraith en el pueblo, pero antes tropecé en la calle con el sheriff Abernathy, que me clavó una mirada inquietante; me advirtió que no me metiera en líos, que tuviera cuidado. No supe qué decirle. De todos modos vi a Galbraith y le dije que Abuelo no me dejaba ir a Nueva York. Me parece que no le gustó demasiado, pero vio que no había nada que hacer. Su habitación de hotel estaba atiborrada de aparatos científicos. Asustaban un poco. Tenía a la vista la pistola, tal como se la di, al parecer. Se puso a discutir.

—Es inútil —dije—. No nos marcharemos a las montañas. Ayer hablé por hablar, es todo.
—Escucha, Saunk —dijo—. En el pueblo estuve haciendo preguntas sobre tu familia, pero no he sacado demasiado en limpio. Aquí son muy reservados. De todos modos, esos testimonios sólo serían elementos laterales. Sé que nuestras teorías son correctas. Tú y tu familia son mutantes, y hay que estudiarlos.
—No somos mutantes —dijo—. Los científicos siempre nos ponen nombres raros. Roger Bacon nos llamó “homúnculos”, sólo...
—¿Qué? —gritó Galbraith—. ¿Qué has dicho?
—En... Es un granjero de un condado vecino —me apresuré a decir, pero noté que el profesor no se tragaba la píldora. Se paseó por la habitación.
—Es inútil —dijo—. Si no vienes a Nueva York, haré que la fundación envíe una comisión aquí. Es necesario que les estudiemos, por la gloria de la ciencia y el progreso de la humanidad.
—Oh, caray —dije—. Ya sé de qué se trata. Nos expondrían como bichos raros. Pequeño Sam moriría. Lárguese y déjenos en paz.
—¿Dejaros en paz? ¿Y cuando fabricáis aparatos como éste? —señaló la pistola—. ¿Cómo funciona? —quiso saber de repente.
—Ya le he dicho que no sé. Lo armamos, es todo. Escuche, profesor. Si la gente viniera a mirarnos habría problemas. Muchos problemas. Lo dijo Abuelo.
Galbraith se tironeó la nariz.
—Bien, tal vez... Supón que me respondes unas pocas preguntas, Saunk.
—¿Y la comisión?
—Veremos —Galbraith inhaló profundamente—. Si me dices lo que quiero saber, no informaré de vuestro paradero.
—Creí que esa función o fundación sabía dónde encontrarnos...
—Ah, sí. Claro que sí —dijo Galbraith—. Pero no sabe cómo sois.

Eso me dio una idea. Pude haberle matado fácilmente, pero en ese caso Abuelo me habría molido los huesos, y además había que pensar en el sheriff. Así que dije "Caray" y asentí.
¡Vaya las preguntas que hacía ese hombre! Me dejó mareado. Y cada vez se entusiasmaba más.

—¿Qué edad tiene tu abuelo?
—Demonios, no lo sé.
—Homúnculos... Hmmm. ¿Dijiste que en un tiempo fue minero?
—No, ese fue el pa de Abuelo —dije—. Minas de estaño, en Inglaterra. Sólo que Abuelo dice que entonces se llamaba Bretaña. Fue durante una especie de peste mágica que hubo. La gente tenía que llamar a los doctores... ¿Drunas? ¿Drudas?
—¿Druidas?
—Aja. Los druidas eran los doctores de entonces, dice Abuelo. El caso es que todos los mineros empezaron a morir en Cornualles, así que cerraron las minas.
—¿Qué clase de peste era?

Le dije lo que recordaba por las charlas de Abuelo, y el profesor se excitó mucho y dijo algo sobre emisiones radiactivas, por lo que pude entender. Idioteces, como siempre.

—¿Mutaciones artificiales provocadas por radiactividad? —preguntó, y se le colorearon las mejillas—. ¡Tu abuelo nació mutante! Los genes y cromosomas habrán sufrido una alteración estructural. ¡Tal vez todos sois superhombres!
—No, señor —le respondí—. Somos Hogben, nada más.
—Un dominante, obviamente un dominante. ¿Todos tus familiares han sido... hum, raros?
—¡Un momento! —dije.
—Quiero decir, si todos podían volar.
—Yo mismo no lo sé. Supongo que somos un poco diferentes. Abuelo fue listo. Siempre nos enseñaba a no alardear, y...
—Camuflaje protector —dijo Galbraith—. Dentro de una cultura social rígida, las variaciones respecto de la norma se enmascaran con más facilidad. En una cultura moderna y civilizada, sobresalen como un pulgar hinchado. Pero allí, en los bosques, sois prácticamente invisibles.
—Sólo Pa —dije.
—Oh, Dios —suspiró—. Ocultar esos increíbles poderes naturales... ¿Sabes todo lo que podríais haber hecho? —y de pronto se excitó aún más, no me gustó mucho cómo le brillaron los ojos—. Cosas maravillosas —insistió—. Es como descubrir la lámpara de Aladino.
—Quiero que nos dejen en paz —dije—. Usted y su comisión.
—Olvidaba la comisión. He resuelto llevar este asunto por mi cuenta, durante un tiempo. Siempre que cooperes. Que me ayudes, quiero decir. ¿Lo harás?
—No señor.
—Entonces traeré a la comisión de Nueva York —dijo con aire triunfal.
Reflexioné.
—Bien —dije por fin—. ¿Qué quiere de mí?
—Todavía no lo sé —dijo lentamente—. Mi mente no ha vislumbrado aún las posibilidades.

Pero pronto las vislumbraría. Claro que sí. Conozco esa mirada. Yo estaba asomado a la ventana cuando de golpe se me ocurrió una idea. Pensé que no convenía confiar mucho en el profesor, de cualquier modo. Así que me acerqué a la pistola y le hice unos cambios. Sabía lo que quería hacerle, sí. Pero si Galbraith me hubiera preguntado por qué retorcía un alambre aquí y doblaba un tubo allá no habría podido contestarle. No tengo educación. Sólo sabía que la pistola ahora haría lo que yo quería. El profesor hacía anotaciones en su libreta. Levantó la vista y me vio.

—¿Qué estás haciendo? —quiso saber.
—Esto no está bien —dije—. Parece que usted le ha hecho algo a las baterías. Pruébela ahora.
—¿Aquí adentro? —dijo sobresaltado—. No quiero pagar una fortuna por daños. Hay que probarla en condiciones de seguridad.
—¿Ve esa veleta en el techo? —se la señalé—. Si apunta allí no hará ningún daño. Usted se queda junto a la ventana y dispara hacia afuera.
—¿No es... peligrosa? —se moría por probar la pistola, era evidente; como le dije que no mataría a nadie, él hinchó sus pulmones y se acercó a la ventana y se apoyó la culata en la mejilla.

Retrocedí. No quería que me viera el sheriff. Estaba enfrente, sentado en un banco ante la tienda de ramos generales. Pasó tal como lo había previsto. Galbraith apretó el gatillo, apuntando hacia la veleta, y del cañón del arma salieron anillos de luz. Hubo un ruido espantoso. Galbraith cayó de espaldas, y la conmoción fue de veras sorprendente. Hubo aullidos en todo el pueblo. Me pareció oportuno volverme invisible un rato, y lo hice. Galbraith estaba examinando la pistola cuando irrumpió el sheriff Abernathy. El sheriff es un caso serio. Ya había sacado el arma y las esposas, e insultaba al profesor de arriba abajo.

—¡Le he visto! —aulló—. Ustedes los de la ciudad creen que aquí pueden hacer lo que se les antoje. ¡Bien, no es así!
—¡Saunk! —gritó Galbraith, mirando a su alrededor. Pero por supuesto, no podía verme.

Luego hubo una discusión. El sheriff Abernathy había visto a Galbraith disparar la pistola, y no es nada de tonto. Bajó a Galbraith a la rastra, y yo les seguí sin hacer ruido. La gente correteaba como loca. Casi todos se tapaban la cara con las manos. El profesor seguía gimiendo que no entendía.

—¡Le he visto! —dijo Abernathy—. ¡Usted disparó con esa cosa por la ventana y enseguida todos los del pueblo tuvieron dolor de muelas! ¡Ahora, dígame que no entiende!

El sheriff era listo. Conoce a nuestra familia desde hace tiempo, así que no se sorprende cuando pasan cosas raras. Además, sabía que ese fulano Galbraith era científico. Se armó una batahola fenomenal y en cuanto la gente se enteró de lo que había pasado, quiso linchar a Galbraith. Pero Abernathy se lo llevó. Vagabundeé un rato por el pueblo. El pastor estaba mirando los vitrales de la iglesia, y parecía asombrado. Eran de vidrio coloreado y él no lograba entender por qué estaban calientes. Yo sí. Los vitrales tienen oro; lo usan para producir ciertos tonos rojizos. Finalmente fui a la cárcel, todavía invisible. Así pude escuchar todo lo que Galbraith le explicaba al sheriff Abernathy.

—Fue Saunk Hogben —insistía el profesor—. ¡Le digo que él arregló el proyector!
—Yo lo vi a usted —dijo el sheriff—. Usted lo hizo. ¡Ay! —se apoyó la mano en la mandíbula—. Y mejor que se calle de una vez. Esa multitud me traerá problemas. La mitad de los habitantes de pueblo tiene dolor de muelas. Supongo que la mitad de los habitantes del pueblo llevará coronas de oro.
Luego Galbraith dijo algo que no me sorprendió demasiado.
—Haré venir una comisión de Nueva York. Esta noche me proponía llamar a la fundación. Ellos responderán por mí, verá...
Así que, pese a todo, estaba resuelto a entrometerse. Ya me lo sospechaba.
—¡Me va a curar este dolor de muelas, y el de todo el mundo, o abriré la puerta y dejaré que le linchen! —aulló el sheriff.

Luego fue a buscar una bolsa de hielo para ponerse en la mejilla. Yo retrocedí, me hice visible de nuevo y entré metiendo bulla para que Galbraith me oyera. Esperé a que se cansara de maldecirme. Puse cara de imbécil.

—Bueno, supongo que me equivoqué —dije—. Pero lo arreglaré. Creo que podré hacerlo...
—¡Ya has hecho suficientes arreglos! —se interrumpió—. Espera un minuto. ¿Qué has dicho? ¿Podrás curar el dolor... Qué es?
—He estado mirando la pistola —dije—. Creo que ya sé cuál fue mi error. Ahora está sintonizada en el oro, y todo el oro de la ciudad despide rayos o calor o algo por el estilo.
—Radiactividad selectiva inducida —Galbraith murmuró los disparates de costumbre—. Escucha. Esa multitud allá fuera... ¿Hay linchamientos en este pueblo?
—Una o dos veces por año, a lo sumo —dije—. Ya hubo dos este año, así que la cuota está cumplida. Sin embargo, ojalá pudiera llevarle a casa... Allá le ocultaríamos fácilmente.
—¡Mejor que hagas algo! —dijo—. O tendré que llamar a la comisión de Nueva York. No te gustaría, ¿verdad?
Nunca había visto a nadie que fuera capaz de mentir con tanta compostura...
—Es muy fácil —dije—. Puedo arreglar la pistola para que detenga los rayos de inmediato. Pero no quiero que la gente relacione a mi familia con lo que está pasando. Nos gusta vivir tranquilos. Mire, suponga que vuelvo al hotel y arreglo la pistola. Luego, todo lo que usted tiene que hacer es reunir a la gente con dolor de muelas y apretar el gatillo.
—Pero... Bien, pero...
Temía más problemas. Tuve que convencerle. Afuera rugía la turba, así que no me costó demasiado. Me marché, pero después volví invisible y escuché lo que Galbraith le decía al sheriff. Se pusieron de acuerdo. Todos los que tenían dolor de muelas se reunirían en el Ayuntamiento. Después Abernathy llevaría al profesor con la pistola para solucionar las cosas.
—Curará los dolores de muela o... ¿Está seguro? —quiso saber el sheriff.
—Estoy... totalmente seguro.
Abernathy captó el titubeo.
—Mejor que primero pruebe conmigo. Por si acaso... No confío en usted.

Parece que nadie confiaba en nadie. Volví al hotel y arreglé la pistola. Y después me vi en un brete. Mi invisibilidad se estaba terminando. Eso es lo peor de ser pequeño. Cuando tenga varios siglos más podré ser invisible todo el tiempo que quiera. Pero todavía me falta experiencia. El caso es que ahora necesitaba ayuda pues tenía que hacer algo, y no podía hacerlo si la gente me miraba. Subí al techo y llamé a Pequeño Sam. Después de comunicarme con él, le pedí que le pasara la llamada a Pa y tío Les. Poco después tío Les bajó volando del cielo. Le costaba un poco porque traía a Pa. Pa maldecía porque les había perseguido un halcón.

—Pero creo que nadie nos ha visto —dijo tío Les.
—Hoy la gente del pueblo ya tiene demasiados problemas —dije—. Necesito ayuda. Ese profesor llamará a una comisión para estudiarnos, prometa lo que prometiera.
—Entonces no podemos matarle —dijo Pa.

Así que les conté mi idea. Si Pa se hacía invisible, todo sería fácil. Después nos hicimos un lugarcito en el techo para poder mirar a través de él, y observamos la habitación de Galbraith. Llegamos justo a tiempo. El sheriff estaba allí, esperando, con el arma desenfundada, y el profesor, bastante paliducho, apuntaba la pistola a Abernathy. Todo salió a la perfección. Galbraith apretó el gatillo, brotó un anillo de luz púrpura, y eso fue todo. Sólo que el sheriff abrió la boca y balbuceó:

—¡No me engañaba! ¡El dolor de muelas se me ha ido!
Galbraith estaba sudando, pero actuó con bastante naturalidad.
—Claro que funciona —dijo—. Desde luego, yo se lo había dicho...
—Vamos al Ayuntamiento. Todos esperan. Mejor que nos cure a todos, de lo contrario lo pasará mal...

Salieron. Pa les siguió, y tío Les me recogió y voló tras ellos manteniéndose a la altura de los tejados para que no nos vieran. Poco después estábamos observando desde una de las ventanas del Ayuntamiento. Desde la gran peste de Londres que no oía tantos quejidos. El edificio estaba atestado; todos tenían dolor de muelas, y gemían y aullaban. Abernathy entró con el profesor, que traía la pistola, y se oyó un alarido general. Galbraith puso el aparato en la tarima, apuntando a la concurrencia, mientras el sheriff desenfundaba otra vez el arma y pronunciaba un discurso en el que le advertía a todo el mundo que, si quería librarse del dolor de muelas, se callara. Claro que yo no podía ver a Pa, pero supe que estaba en la tarima. Algo raro le pasaba a la pistola. Nadie lo notó, excepto yo, que para eso miraba. Pa —invisible, por supuesto— estaba haciendo unos cambios. Yo le había dicho cómo aunque él conocía el asunto tan bien como yo. Así que muy pronto la pistola quedó como queríamos.

Lo que pasó después fue impresionante. Galbraith apuntó la pistola y disparó. Saltaron anillos de luz, amarillos esta vez. Le había dicho a Pa que regulara el alcance para que nadie sufriera los efectos fuera del Ayuntamiento. Pero adentro... Bueno, claro que les calmó el dolor de muelas. Las coronas de oro no duelen si no se tiene corona de oro, qué diablos. La pistola estaba regulada de tal modo que afectaba a todas las cosas que no crecen. Pa le había dado el alcance justo. Los asientos desaparecieron de golpe, y también parte de la araña. La concurrencia, que estaba toda apretujada, recibió el disparo de lleno. El ojo de vidrio de Pegleg Jaffe también desapareció. Los que tenían dentadura postiza la perdieron. Todos sufrieron un ligerísimo corte de pelo.

Además, todos perdieron la ropa. Los zapatos no crecen, y tampoco los pantalones ni las faldas ni los vestidos. En un santiamén todos quedaron como Dios los echó al mundo. Pero caray, ya no les dolían las muelas, ¿no? Una hora más tarde estábamos de vuelta en casa, todos menos tío Les, cuando se abrió la puerta y entró tío Les seguido por el profesor. Galbraith estaba hecho una piltrafa. Se sentó y sollozó mirando hacia la puerta temerosamente.

—Qué gracioso —dijo tío Les—. Estaba volando cerca del pueblo y vi al profesor, que corría seguido por una gran multitud de personas, muchas de ellas envueltas con sábanas. Así que lo recogí. Me pidió que lo trajera a casa —tío Les me guiñó el ojo.
—¡Oooh! —decía Galbraith—. ¡Aaaah! ¿Vienen?
Ma fue hasta la puerta.
—Suben muchas antorchas por la montaña —dijo—. Esto huele mal.
El profesor me fulminó con la mirada.
—¡Me dijiste que podías ocultarme! Por tu bien, espero que sí. ¡Esto es culpa tuya!
—Caray —dije yo.
—¡Ocúltame! —chilló Galbraith—. ¡De lo contrario, llamaré a esa comisión!
—Mire —dije—, si lo ocultamos, ¿promete olvidarse de esa bendita comisión y dejarnos en paz?
El profesor lo prometió.
—Espere un minuto —le dije, y subí al desván para hablar con Abuelo.
Estaba despierto.
—¿Qué te parece, Abuelo? —pregunté.
Escuchó un segundo a Pequeño Sam.
—¡Miente! —me dijo enseguida—. De todos modos quiere seguir adelante, y al demonio con su promesa.
—¿Entonces tendríamos que esconderle?
—Sí —dijo Abuelo—. Los Hogben han dado su palabra. No debe haber más muertes. Y ocultar a un fugitivo de sus perseguidores no sería una mala acción, por cierto.

Tal vez me guiñara el ojo. Con Abuelo nunca se sabe. Así que bajé las escaleras. Galbraith estaba en la puerta, observando las antorchas que subían por la montaña. Me aferró el brazo.

—¡Saunk! Si no me ocultas...
—Le ocultaremos —dije—. Venga conmigo.

Así que lo llevamos al sótano. Cuando llegó la turba, precedida por el sheriff Abernathy, nos hicimos los tontos. Dejamos que registraran la casa. Pequeño Sam y Abuelo se hicieron invisibles un rato, para que nadie se fijara en ellos. Y naturalmente la turba no le vio el pelo a Galbraith. Le ocultamos bien, como habíamos prometido. Eso fue hace unos años. El profesor progresa. Pero no nos estudia a nosotros. A veces nosotros sacamos el frasco donde te tenemos guardado y lo estudiamos a él. ¡Un frasco bien pequeño, además!


El adoptado. Heinrich Von Kleist (1777-1811)

Antonio Piachi, un acaudalado comerciante de terrenos asentado en Roma, veíase de tanto en tanto obligado por sus negocios a realizar largas travesías. Acostumbraba en tales casos a dejar a Elvira, su joven esposa, al cuidado de los parientes de ésta. Uno de dichos viajes lo condujo en compañía de su hijo Paolo, un muchacho de once años que le diera su primera esposa, a Ragusa. Acababa precisamente de declararse allí una pestilencia que sembraba el terror en la ciudad y sus aledaños. Piachi, a cuyos oídos no había llegado el hecho hasta encontrarse ya de viaje, se detuvo en las inmediaciones de la ciudad para recabar información sobre la naturaleza de aquélla.

Mas al tener noticia de que el mal se hacía día a día más preocupante y se estaba pensando en clausurar las puertas, la inquietud por su hijo se antepuso a todos los intereses mercantiles: tomó caballos y abandonó de nuevo la ciudad. Una vez extramuros advirtió junto a su carruaje a un muchacho que extendía las manos hacia él a modo de súplica y parecía ser presa de gran agitación. Piachi mandó parar y, a la pregunta de qué se le ofrecía, respondió el muchacho en su inocencia que «estaba contagiado y los alguaciles lo perseguían para conducirlo al hospital donde ya habían muerto su padre y su madre; y le rogaba por todos los santos que lo llevara consigo y no lo dejase perecer en la ciudad». Diciendo esto tomó la mano del viejo y la estrechó, cubriéndola de besos y lágrimas. Piachi estuvo a punto, en el primer arranque de espanto, de arrojar al chico lejos de sí; mas en aquel preciso instante, al demudarse éste y caer desvanecido al suelo, movió a compasión al buen anciano: echó pie a tierra con su hijo, metió al muchacho en el coche y prosiguió viaje, por más que no supiera qué diantres hacer con él. Aún andaba en el primer alto tratando con los posaderos sobre el modo y manera en que podría desembarazarse nuevamente del chico cuando, por orden de la policía, la cual algo había husmeado al respecto, fue detenido y, bajo custodia, devueltos él, su hijo y Nicolo, pues así se llamaba el muchacho enfermo, a Ragusa.

Todas las consideraciones por parte de Piachi sobre lo inhumano de tal disposición de nada sirvieron: llegados a Ragusa fueron conducidos en el acto los tres, bajo la vigilancia de un alguacil, al hospital, donde si bien él, Piachi, permaneció sano y Nicolo, el muchacho, se recuperó nuevamente de su mal, su hijo Paolo, con sólo once años, fue empero contagiado por aquél y murió al cabo de tres días. Se abrieron entonces de nuevo las puertas y Piachi, tras haber enterrado a su hijo, obtuvo licencia de la policía para emprender el regreso. Según subía al carruaje embargado por el dolor y, a la vista del asiento que quedaba vacío junto a él, sacaba el pañuelo para dejar correr sus lágrimas, se aproximó Nicolo al coche, gorra en mano, y le deseó un feliz viaje. Piachi se asomó por la portezuela y le preguntó, con la voz quebrada por fuertes sollozos, si quería viajar con él.

El chico, apenas hubo comprendido al anciano, asintió y dijo: «¡Oh, sí! ¡Encantado!», y puesto que los alcaides del hospital, al preguntar el tratante si le estaba permitido al muchacho subir al coche, sonrieron y aseguraron que era hijo de Dios y nadie lo echaría en falta, Piachi, muy conmovido, le ayudó a subir y lo llevó consigo a Roma en lugar de su hijo. Ya en el camino real, ante las puertas de la ciudad, el corredor de terrenos observó por primera vez con atención al muchacho. Era de una rara belleza, algo hierática, sus negros cabellos le caían sobre la frente en sobrios mechones, ensombreciendo un rostro serio y avispado que jamás cambiaba de gesto. El anciano le dirigió varias preguntas, a las cuales respondió empero muy escuetamente: permanecía taciturno y ensimismado, sentado en el rincón aquel, las manos hundidas en los bolsillos de los calzones, y observaba con huidizas miradas pensativas los objetos que pasaban al vuelo ante el coche. De hito en hito, con movimientos reposados y silenciosos, se sacaba un puñado de avellanas del zurrón que llevaba consigo y, mientras Piachi se enjugaba las lágrimas de los ojos, las tomaba entre los dientes y las cascaba.

En Roma lo presentó Piachi, tras una breve relación de lo sucedido, a Elvira, su joven y excelente esposa, que si bien no pudo evitar llorar de corazón al pensar en Paolo, su pequeño hijastro al que mucho había amado, estrechó con todo a Nicolo contra su pecho por más ajeno y rígido que estuviera plantado ante ella, le asignó como lecho la cama en la que aquél había dormido y le hizo obsequio de todas sus ropas. Piachi lo envió a la escuela, donde aprendió a escribir, a leer y a contar y, puesto que de manera fácilmente comprensible había ido tomando al muchacho idéntico cariño como oneroso le había resultado, con el beneplácito de la buena Elvira, la cual no podía esperar descendencia del anciano, lo adoptó ya a las pocas semanas como su propio hijo. Más adelante despidió a un subalterno con quien estaba descontento por algún que otro motivo y, como en su lugar hubiera empleado en la correduría a Nicolo, tuvo la alegría de ver que éste administraba los amplios negocios en que estaba embarcado del modo más diligente y ventajoso. Nada tenía el padre, enemigo jurado de toda mojigatería, que censurar en él salvo el trato con los monjes del monasterio de los Carmelitas, los cuales mostraban gran deferencia al joven por mor de la considerable fortuna que un día había de corres-ponderle como legado del anciano; ni tampoco la madre por su parte, de no ser una inclinación por el sexo femenino que se agitaba en su pecho prematuramente, según se le antojaba a ella.

Pues ya apenas cumplidos quince años, con ocasión de una de dichas visitas a los monjes, había sido presa de la seducción de una tal Xaviera Tartini, barragana de su obispo, y por más que, obligado por la estricta conminación del anciano, hubiera roto con dicho contubernio, tenía sin embargo Elvira algún que otro motivo para creer que su continencia en tan peligroso terreno no era precisamente grande. Mas cuando Nicolo, con veinte años, desposó a Constanza Parquet, una joven y encantadora genovesa sobrina de Elvira que se había educado a su cuidado en Roma, pareció así atajado al menos el último mal en su origen; ambos progenitores estuvieron de acuerdo en su satisfacción con él y, como muestra de ello, le concedieron una magnífica dote, para lo cual dejaron libre una considerable parte de su bella y amplia mansión. En pocas palabras, al alcanzar Piachi los sesenta años hizo lo último y lo máximo que podía hacer por él: le legó ante tribunal, con excepción de un pequeño capital que se reservó para sí, toda la fortuna en que se basaba su comercio de terrenos y se recogió al retiro con su fiel y excelente Elvira, que pocos deseos tenía en este mundo. En el espíritu de Elvira había quedado un mudo rasgo de tristeza a raíz de un conmovedor suceso ocurrido en su infancia.

Philippo Parquet, su padre, un tintorero acomodado de Genova, habitaba una casa que, tal como exigía su oficio, limitaba en su parte posterior directamente con la orilla del mar, cercado por sillares; unas grandes vigas empotradas en el alero, de las que se colgaban los lienzos teñidos, sobresalían varios codos por encima del agua. Cierta vez, una aciaga noche en que la casa se había incendiado y, cual si estuviera construida con pez y azufre, se elevaba el fuego a un tiempo en todas las estancias de las que se componía, iba Elvira, a la sazón de trece años, huyendo espantada por las llamas de una escalera a otra y, sin saber ella misma bien cómo, se encontró encaramada sobre una de aquellas vigas. La pobre niña, oscilando entre el cielo y la tierra, no sabía en absoluto cómo salvarse; detrás suyo la fachada ardiendo, cuyas brasas, azotadas por el viento, ya habían hecho presa en la viga, y debajo el mar, ancho, yermo, aterrador. A punto estaba ya de encomendarse a todos los santos y, eligiendo de entre dos males el menor, de saltar a las aguas, cuando de improviso un joven genovés de la estirpe de los patricios apareció en el vano, arrojó su capa sobre la viga, tomó a la muchacha en sus brazos y, con tanto valor como destreza, descendió con ella resbalando por uno de los paños húmedos que pendían de la viga hasta el mar.

Allí los recogieron las góndolas que flotaban en el puerto y los condujeron, con gran júbilo del pueblo, hasta la orilla; mas el joven héroe, ya al cruzar por dentro de la casa, había sido golpeado en la cabeza por una piedra desprendida de una cornisa y sufrido una herida de gravedad que pronto, privado de sus sentidos, lo derribó a tierra. Su padre el marqués, a cuyo palacio fue conducido, como tardara en restablecerse hizo llamar a médicos de todas las regiones de Italia que lo trepanaron una y otra vez y le extrajeron varios huesos del cerebro; mas por una inescrutable providencia del cielo todos los esfuerzos fueron inútiles: se levantaba sólo raramente de la mano de Elvira, a quien su madre había mandado llamar para que lo cuidara, y al cabo de yacer enfermo tres años en extremo dolorosos, durante los cuales la muchacha no se apartó de su lado, le tendió dulcemente la mano una vez más y expiró. Piachi, que mantenía relaciones comerciales con la casa de este caballero y había conocido allí a Elvira cuando estaba a su cuidado, casándose con ella dos años más tarde, se guardaba mucho de pronunciar delante suyo el nombre de él, o de recordárselo del modo que fuere, pues sabía que afectaba en grado sumo a su bello y sensible ánimo. El menor motivo que le recordara aún sólo remotamente el tiempo en que el joven sufrió y murió por su causa la conmovía siempre hasta las lágrimas, y no había entonces modo de consolarla ni tranquilizarla; se marchaba del lugar donde estuviera y nadie la seguía, pues ya se había comprobado que era inútil cualquier otro remedio que no fuera dejarla llorar su dolor en silencio y soledad hasta el final.

Nadie aparte de Piachi conocía la causa de estos extraños y frecuentes trastornos, pues jamás en toda su vida había salido de sus labios una sola palabra alusiva a aquel acontecimiento. Se acostumbraba a culpar a una hipersensibilidad del sistema nervioso, secuela de unas ardientes fiebres que le habían sobrevenido inmediatamente después de sus desposorios, y poner así fin a cualquier indagación sobre el origen de aquéllos. En cierta ocasión Nicolo, a escondidas y sin conocimiento de su esposa, bajo el pretexto de estar invitado a casa de un amigo, había acudido al carnaval con la tal Xaviera Tartini, con quien no había abandonado nunca los amoríos pese a la prohibición del padre, y regresaba a su casa a altas horas de la noche, cuando ya todos dormían, ataviado con un disfraz de caballero genovés que había elegido al azar. Coincidió que al anciano le había sobrevenido repentinamente una indisposición y Elvira, para asistirle a falta de criada, se había levantado y dirigido al comedor para llevarle una botella de vinagre. Acababa de abrir un armario del rincón y rebuscaba subida al borde de una silla entre vasos y licoreras, cuando Nicolo abrió la puerta sigilosamente y, con una luz que se había prendido en el corredor, atravesó la sala ataviado con sombrero de pluma, capa y espada. Sin malicia alguna ni echar de ver a Elvira, se llegó hasta la puerta que conducía a su aposento y, al tiempo que él se sobresaltaba por encontrarla cerrada con llave, detrás suyo Elvira, percatándose su presencia desde el escabel al que estaba encaramada, cayó como tocada por un rayo invisible sobre el entarimado con las botellas y vasos que sostenía en la mano.

Nicolo, pálido del susto, se dio media vuelta y ya iba a acudir en ayuda de la infeliz mas, como el ruido que ella había causado tenía necesariamente que atraer al anciano, el temor a sufrir una reprimenda de éste se sobrepuso a todas las restantes consideraciones: en la turbación del apresuramiento arrebató de su cintura un manojo de llaves que llevaba consigo y, habiendo encontrado una que servía, arrojó el manojo de nuevo a la sala y desapareció. Poco después, cuando Piachi, tras saltar de la cama enfermo como estaba, la había levantado del suelo y asimismo habían aparecido con luz criados y doncellas alertados por la campanilla, acudió también Nicolo vestido con su camisa de dormir y preguntó qué había sucedido; mas al verse Elvira, rígida de terror como estaba su lengua, incapaz de hablar y aparte de ella sólo él mismo pudiera dar respuesta a tal pregunta, quedaron pues las circunstancias del asunto envueltas en un eterno secreto; condujeron a Elvira a su cama, temblándole todos los miembros, donde permaneció durante varios días presa de una violenta fiebre; se repuso sin embargo del contratiempo gracias a la fuerza natural de su salud y, aparte de una extraña melancolía que le quedó, se restableció casi por completo.

Transcurrió así un año hasta que Constanza, la esposa de Nicolo, dio a luz y murió de sobreparto junto con el hijo que había alumbrado. Este suceso, lamentable en sí mismo por haberse perdido un ser virtuoso y delicado, lo fue doblemente al abrir las puertas de par en par a las dos pasiones de Nicolo, su beatería y su inclinación por las mujeres. Volvió a camandulear días enteros en las celdas de los monjes carmelitas con el pretexto de consolarse, por más que se supiera cuán escaso amor y fidelidad había profesado a su esposa en vida. En efecto, no yacía aún Constanza bajo tierra cuando Elvira, ya a última hora, entró en la alcoba de él ocupada en los preparativos del inminente entierro, encontrando allí a una muchacha arremangada y pintada a la que demasiado conocía como la criada de Xaviera Tartini. Ante tal escena bajó Elvira los ojos, dio media vuelta sin decir palabra y abandonó la habitación; ni Piachi ni nadie más supo una palabra de aquel suceso; se conformó con arrodillarse junto al cadáver de Constanza, que mucho había amado a Nicolo, y llorar con el corazón afligido. Quiso sin embargo el azar que Piachi, a su regreso de la ciudad, se tropezara al entrar en su casa con la muchacha y, comprendiendo bien lo que había venido a hacer, arremetió contra ella enérgicamente y mitad con ardides, mitad por la fuerza le arrebató la carta que llevaba consigo. Subió a su habitación para leerla y se encontró con lo que había previsto: Nicolo rogaba encarecidamente a Xaviera que le hiciera la merced de indicar lugar y hora para la cita que él tanto anhelaba. Piachi tomó asiento y respondió, con letra fingida, en nombre de Xaviera:

«Ahora mismo, aún antes del anochecer, en la iglesia de la Magdalena», lacró esta nota con un sello diferente del suyo y mandó que lo entregaran en la habitación de Nicolo cual si procediera de la dama. El ardid funcionó a la perfección: Nicolo tomó en el acto su capa y, olvidado de Constanza, que yacía expuesta en la capilla ardiente, abandonó la casa. En vista de ello Piachi, profundamente humillado, anuló el solemne sepelio fijado para el día siguiente, mandó que los porteadores levantaran el cadáver tal como estaba y le dieran sepultura en total recogimiento, acompañado únicamente por Elvira, él mismo y algunos parientes, en la cripta de la iglesia de la Magdalena dispuesta para acogerlo. Nicolo, quien esperaba envuelto en su capa bajo el atrio de la iglesia y para su asombro vio aproximarse un cortejo fúnebre demasiado bien conocido, preguntó al anciano, que seguía al féretro, «¿qué significaba aquello y a quién llevaban?». Mas éste, con el devocionario en la mano, contestó tan sólo sin alzar siquiera la testa: «A Xaviera Tartini» —tras lo cual el cadáver, cual si Nicolo no estuviera presente, fue descubierto de nuevo, bendecido por los presentes, y a continuación descendido y cerrado en la cripta. Este suceso, que lo avergonzó profundamente, despertó en el pecho del infeliz un acendrado odio hacia Elvira, pues a ella creía tener que agradecerle el público oprobio por parte del anciano.

Varios días estuvo Piachi sin dirigirle la palabra, mas como a causa del legado de Constanza precisara de su aquiescencia y su favor, viose pese a todo en la necesidad de tomar una noche la diestra del anciano y jurar solemnemente, con gesto contrito, la ruptura inmediata y para siempre jamás con Xaviera. Bien lejos estaba empero de su ánimo mantener tal promesa; antes bien, la oposición que se le presentaba no logró salvo enconar su obstinación y hacerlo diestro en el arte de esquivar la atención del probo anciano. A más de ello, nunca había encontrado a Elvira tan hermosa como en el instante en que, para su anonadamiento, abrió la habitación donde se encontraba la muchacha y la cerró de nuevo. La indignación que con suave brasa se encendiera en sus mejillas derramó un infinito encanto sobre su dulce rostro, sólo raramente alterado por las emociones; le resultaba increíble que, con tantas tentaciones como existían, no se aventurara ella misma de tanto en tanto en aquel camino por gozar de cuyas flores acababa de castigarlo tan ignominiosamente. Ardía en ansias de rendirle, de ser éste el caso, idéntico servicio ante el anciano que ella a él, y nada anhelaba ni buscaba más que la ocasión de llevar a cabo tal propósito. Cierto día, a una hora a la que precisamente Piachi estaba fuera de casa, pasó ante la habitación de Elvira y, para su extrañeza, oyó que dentro hablaban.

Atravesado por apresuradas y aviesas esperanzas se inclinó con ojos y oídos hacía la cerradura y —¡cielos! ¿qué vio? Allí yacía ella, en actitud extática, a los pies de alguien, y aun no logrando reconocer a la persona, pudo escuchar con toda claridad, pronunciada con el mismísimo acento del amor, la palabra susurrada: «Colino». Palpitándole el corazón se acomodó en el quicio de la ventana del corredor, desde donde podía observar la entrada de la alcoba sin traicionar su intención; y ya creía llegado, al oír elevarse quedamente un sonido del cerrojo, el inefable instante en que podría desenmascarar a la hipócrita, cuando en lugar del desconocido que él esperaba salió del cuarto la propia Elvira, sin acompañamiento alguno, lanzándole a distancia una mirada absolutamente indiferente y tranquila. Llevaba bajo el brazo una pieza de paño tejido por ella misma; y luego que hubo cerrado el aposento con una llave que tomó de su cintura, descendió con el mayor sosiego escaleras abajo, apoyando la mano en la barandilla. Aquella simulación, aquella aparente indiferencia se le antojaron el colmo del descaro y la perfidia, y apenas había ella desaparecido de su vista cuando ya corrió a buscar una llave maestra y, tras atisbar brevemente en torno con miradas furtivas, abrió a hurtadillas la puerta de la estancia. Mas cuál no sería su sorpresa al encontrarlo todo vacío y no descubrir escudriñando en los cuatro rincones nada que se asemejara siquiera a un ser humano: excepto el retrato de un joven caballero en tamaño natural, colocado en un nicho de la pared tras una cortina de seda carmesí e iluminado por una luz especial.

Nicolo se asustó sin saber él mismo por qué, y frente a los grandes ojos del retrato que lo miraba fijamente atravesaron su pecho mil pensamientos: mas aún antes de haberlos reunido y ordenado lo sobrecogió ya el temor a ser descubierto y castigado por Elvira; con no poca confusión cerró de nuevo la puerta y se alejó. Cuanto más meditaba sobre este extraño suceso, tanta mayor importancia cobraba para él aquel retrato que había descubierto y tanto más penosa y abrasadora se volvía su curiosidad por saber de quién se trataba. Y es que había visto su entera silueta tendida de hinojos cuán larga era, y quedaba sencillamente fuera de toda duda que ello había sucedido ante la figura del joven caballero del lienzo. Presa de gran desasosiego fue a ver a Xaviera Tartini y le contó el extraordinario acontecimiento que había presenciado. Ésta, que coincidía con él en el interés de hundir a Elvira por provenir de ella todas las dificultades que encontraban para sus relaciones, expresó el deseo de ver el retrato de su alcoba. Pues podía jactarse de amplio conocimiento entre la nobleza de Italia y, en caso de que aquel de quien allí se trataba hubiera estado en alguna ocasión en Roma y fuese de alguna importancia, tenía motivos para esperar conocerlo.

Pronto coincidió que el matrimonio Piachi viajó cierto domingo a la finca para visitar a un pariente, y no bien supo de este modo Nicolo el campo libre cuando ya se apresuró a ir a buscar a Xaviera y la introdujo en la habitación de Elvira como a una dama desconocida, so pretexto de ver pinturas y bordados, junto con una hijita que tenía del cardenal. Mas cuál no sería la consternación de Nicolo al exclamar la pequeña Clara (pues así se llamaba la hija), apenas hubo levantado la cortina: «¡Dios mío de mi vida! Signor Nicolo, ¿quién otro ha de ser que vos?» —Xaviera enmudeció. El retrato, en efecto, cuanto más lo miraba, mostraba un ostensible parecido con él: máxime si, como le era perfectamente posible, lo recordaba con el atuendo de caballero que unos meses antes había lucido a escondidas en su compañía durante el carnaval. Nicolo intentó alejar con un chascarrillo el repentino rubor que se derramó sobre sus mejillas; dijo, besando a la pequeña: «¡Verdaderamente, queridísima Clara, el retrato se parece a mí como tú al que se cree tu padre!» —Mas Xaviera, en cuyo pecho había empezado a agitarse el amargo sentimiento de los celos, le lanzó una mirada; plantándose ante el espejo dijo que en último término era indiferente de qué persona se tratara; se despidió con notoria frialdad y abandonó la estancia. Nicolo, tan pronto hubo marchado Xaviera, se vio poseído por la más viva euforia debido al incidente. Recordaba exultante de qué modo tan extraño y vehemente había conmocionado a Elvira su fantástica aparición de aquella noche. La idea de haber despertado la pasión de aquella mujer, ejemplo vivo de virtud, lo halagaba casi tanto como el deseo de vengarse de ella; y puesto que se le ofrecía la perspectiva de satisfacer de un mismo golpe ambos apetitos, tanto el uno como el otro, aguardó con gran impaciencia el regreso de Elvira y la hora en que una mirada en sus ojos coronaría su vacilante certidumbre.

Nada lo estorbaba en el desvarío que de él se había apoderado, a no ser el recuerdo indudable de que Elvira, aquel día en que la espiara por el ojo de la cerradura, había dado al retrato ante el cual estaba arrodillada el nombre de Colino; mas incluso en el sonido de aquel nombre, no precisamente muy usual en la región, algo había que, sin saber por qué, mecía su corazón en dulces sueños; y en la disyuntiva de desconfiar de uno de ambos sentidos, su vista o su oído, se inclinaba como es natural por la más halagüeña para sus apetitos. Entretanto no regresó Elvira del campo hasta pasados varios días, y lo hizo trayendo consigo de la casa del primo al que había visitado a una joven pariente que deseaba conocer Roma, de modo que, ocupada como estaba en finezas para con ésta, lanzó a Nicolo, quien la ayudó a descender del coche con gran amabilidad, tan sólo una fugaz e insignificante mirada. Transcurrieron varias semanas, dedicadas a la huésped a quien se agasajaba, en una inquietud inhabitual para la casa; se visitó, dentro y fuera de la ciudad, cuanto podría resultar curioso para una muchacha joven y llena de vida como ella; y Nicolo, al no estar invitado a todas estas pequeñas excursiones a causa de sus asuntos en la contaduría, recayó otra vez en el peor humor respecto a Elvira.

Empezó a rememorar, con las más amargas y torturadoras sensaciones, al desconocido que ésta idolatraba en secreta entrega; y muy especialmente desgarraba tal sentimiento su depravado corazón en el transcurso de la velada, larga y ansiosamente aguardada, en que partió aquella joven pariente, pues Elvira, en lugar de hablar entonces con él, permaneció sentada durante una hora entera a la mesa del comedor, en silencio, ocupada en una pequeña labor femenina. Coincidió que Piachi, pocos días antes, había preguntado por una cajita de letras de marfil con ayuda de las cuales había sido instruido Nicolo en su infancia y que ahora al anciano, puesto que nadie la necesitaba ya, se le había ocurrido regalar a un niño de la vecindad. La sirvienta a quien se había encargado buscarlas entre otros muchos trastos viejos no había encontrado entretanto más que las seis que formaban el nombre de Nicolo; probablemente porque las demás, debido a su menor relación con el muchacho, habían recibido menos atención y se habían perdido en la ocasión que fuere.

Mas al tomar entonces Nicolo en su mano los caracteres, que llevaban ya varios días sobre la mesa, y juguetear con ellos mientras rumiaba lúgubres pensamientos, apoyado con el brazo en el tablero, descubrió —ciertamente por azar, pues se asombró tanto como nunca antes en su vida— la combinación que formaba el nombre de Colino. Nicolo, que desconocía tal propiedad logogrífica de su nombre, sacudido de nuevo por delirantes esperanzas lanzó de soslayo una mirada incierta y furtiva a Elvira, sentada junto a él. La coincidencia existente entre ambas palabras se le antojaba más que un mero azar; sopesó, con contenida alegría, el alcance de tan extraño hallazgo y, tras retirar las manos de la mesa, latiéndole el corazón con fuerza, acechó el instante en que Elvira levantaría los ojos y descubriría el nombre que quedaba a la vista. La expectación que lo dominaba no lo engañó en absoluto; pues no bien hubo advertido Elvira en un momento de descanso la disposición de las letras y, por ser algo corta de vista, se inclinó candida y despreocupada para acercarse a leerlas, cuando ya sobrevoló con una mirada extrañamente angustiada el semblante de Nicolo, quien contemplaba todo con aparente indiferencia, retomó su trabajo con una melancolía imposible de describir y, creyéndose inadvertida, dejó caer sobre su regazo, con un leve rubor, una lágrima tras otra.

Nicolo, que observaba de reojo todas estas emociones internas, no dudaba ya en absoluto que dicha transposición de las letras escondía tan sólo su propio nombre. La vio mezclar de pronto suavemente los caracteres, y sus desbocadas esperanzas alcanzaron el colmo de la certidumbre cuando ella se levantó, guardó su labor y desapareció en su dormitorio. A punto estaba ya de ponerse en pie y seguirla cuando entró Piachi y, a la pregunta de dónde se encontraba Elvira, recibió por respuesta de una criada «que no se sentía bien y se había echado en la cama». Piachi, sin mostrar excesiva consternación, dio media vuelta y fue a ver cómo estaba; y al regresar un cuarto de hora más tarde con la noticia de que no acudiría a la mesa y no decir una palabra más sobre el asunto, creyó entonces Nicolo haber dado con la clave de todos los enigmáticos incidentes de tal índole que había presenciado. A la mañana siguiente, ocupado como estaba en su infame gozo meditando el beneficio que esperaba sacar de tal descubrimiento, recibió una esquela de Xaviera en la que le rogaba que fuera a verla por tener que revelarle algo concerniente a Elvira que sería de su interés.

Estaba Xaviera, a través del obispo que la mantenía, en estrechísima relación con los monjes del monasterio de los Carmelitas; y puesto que la madre de Nicolo acudía allí a confesar, no dudaba él que le hubiera sido posible obtener información sobre la secreta historia de sus afectos que confirmara sus esperanzas contra natura. Mas de qué modo tan ingrato, tras un saludo extraño y zumbón de Xaviera, fue sacado de su error cuando, sonriendo, le hizo sentarse sobre el diván en que ella estaba y le dijo que sólo tenía que revelarle que el objeto del amor de Elvira era, desde hacía ya doce años, un muerto que dormía en la tumba. —Aloysius, marqués de Montferrat, al cual un tío de París en cuya casa se había educado diera el sobrenombre de «Collin», más tarde transformado en Italia chuscamente en «Colino», era el original del retrato que había descubierto en el nicho, tras una cortina de seda carmesí, en la alcoba de Elvira; el joven caballero geno-vés que tan noblemente la había salvado en su infancia del fuego y que había muerto a causa de las heridas sufridas en tal empresa. —Añadió que sólo le rogaba no hacer ningún otro uso de tal secreto, ya que le había sido confiado en el monasterio de los Carmelitas bajo el sello de la confidencialidad más extrema por una persona que en realidad no tenía derecho a disponer de él. Nicolo aseguró, alternándose en su semblante palidez y sonrojo, que nada había de temer; e incapaz por completo como era de ocultar frente a las picaras miradas de Xaviera cuán corrido quedaba tras semejante revelación, alegó que lo reclamaba un asunto, contrayendo el labio superior en una fea mueca tomó su sombrero, se despidió y marchó.

Vergüenza, lascivia y venganza se aunaron entonces para urdir el acto más abyecto jamás cometido. Bien entendía que al alma pura de Elvira sólo se podía acceder mediante una añagaza; y apenas Piachi, que marchó a la quinta por unos días, le hubo dejado el campo libre, ya se aprestó a llevar a cabo el satánico plan que había ideado. Se procuró otra vez exactamente el mismo traje con el cual meses atrás, regresando por la noche del carnaval a escondidas, había aparecido ante ella; y tras vestirse capa, coleto y sombrero de pluma de hechura genovesa justo como los llevaba el retrato, se deslizó furtivamente, poco antes de la hora de dormir, en la alcoba de Elvira, colgó un paño negro sobre el cuadro que se encontraba en el nicho y esperó, bastón en mano, enteramente en la postura del joven patricio retratado, su adoración. Había calculado muy acertadamente con la agudeza de su inicua pasión; pues Elvira, quien entró poco después, tras desvestirse en silencio y tranquila, apenas descorrió como solía la cortina de seda que cubría el nicho y lo descubrió cuando ya gritó: «¡Colino! ¡Amado mío!», desplomándose sin sentido sobre el entarimado. Nicolo salió del nicho; permaneció un instante absorto en la contemplación de sus encantos, y observó su delicado semblante que palidecía de pronto bajo el beso de la muerte: mas no habiendo sin embargo tiempo que perder la alzó sin más dilación en sus brazos y la condujo, arrancando el paño negro del cuadro, hasta la cama que se encontraba en el rincón del dormitorio. Acto seguido fue a echar el cerrojo a la puerta, encontrándola ya cerrada con llave; y con la certeza de que incluso cuando le volvieran sus perturbados sentidos ella no ofrecería resistencia a su fantástica y aparentemente sobrenatural aparición, volvió entonces al lecho, afanado en despertarla con ardientes besos sobre el pecho y los labios.

Pero Némesis, que sigue de cerca al crimen, quiso que Piachi, al cual el miserable creía alejado para varios días, hubiera de regresar inesperadamente en ese preciso momento a su hogar; muy quedo, pues creía a Elvira ya dormida, se aproximó sigilosamente por el corredor y mediante la llave que siempre llevaba consigo logró entrar de improviso, sin que ruido alguno lo hubiera anunciado, en la alcoba. Nicolo se puso en pie como tocado por el rayo; como en modo alguno se pudiera encubrir su bellaquería se arrojó a los pies del anciano e imploró su perdón, asegurando que jamás volvería a poner los ojos en su esposa. Y en efecto se inclinaba también el anciano por zanjar el asunto sin alharacas; mudo como lo habían dejado algunas palabras de Elvira, la cual había vuelto en sí rodeada por sus brazos con una pavorosa mirada sobre el miserable, tomó simplemente, corriendo las cortinas de la cama sobre la que ella reposaba, el látigo de la pared, abrió la puerta y le mostró el camino que había de seguir en el acto. Mas éste, digno por completo de un Tartufo, no bien comprendió que por esta vía nada había de conseguir, súbitamente se alzó del suelo y declaró que «era él, el anciano, a quien correspondía abandonar la casa, puesto que documentos de total validez lo convertían a él en dueño y señor y sabría hacer valer sus derechos frente a quien fuese». —Piachi no daba crédito a sus oídos; como desarmado por tan inaudita osadía soltó el látigo, tomó sombrero y bastón, se encaminó en el acto a casa de su viejo amigo jurista, el Dr. Valerio, tocó la campanilla hasta que abrió una criada y según llegaba a la habitación de éste se desplomó sin sentido junto a su cama aún antes de haber logrado formular una sola palabra. El doctor, que lo acogió en su casa a él y más tarde también a Elvira, se apresuró sin demora a la mañana siguiente a realizar las diligencias encaminadas a detener al infernal villano, el cual tenía alguna ventaja a su favor; mas mientras Piachi tocaba sus impotentes resortes para desalojarlo de las posesiones que un día le fueran concedidas, ya volaba él con una escritura notarial sobre la completa totalidad de aquéllas al monasterio de los Carmelitas, sus amigos, exhortándolos a protegerlo contra el viejo demente que pretendía expulsarlo de allí.

En suma, como consintiera en casarse con Xaviera, de la que deseaba verse libre el obispo, venció la maldad y el gobierno promulgó a instancias de este eclesiástico un decreto mediante el cual se confirmaba a Nicolo en la posesión y a Piachi se le prescribía que no lo importunara al respecto. Piachi acababa precisamente días antes de enterrar a la infeliz Elvira, quien había fallecido a consecuencia de unas ardientes fiebres causadas por dicho suceso. Exasperado por aquel doble dolor se llegó, decreto en mano, a la casa, y con la fuerza que le prestó la furia derribó a Nicolo, más débil por naturaleza, y le aplastó los sesos contra la pared. Quienes estaban en la casa no se percataron de su presencia hasta después de sucedido el hecho; lo encontraron sujetando aún a Nicolo entre las rodillas y embutiéndole el decreto en la boca. Hecho esto se puso en pie y entregó todas sus armas; fue conducido a prisión, interrogado y condenado a morir en la horca. En el estado eclesiástico rige una ley según la cual no se puede dar muerte a ningún reo antes de que haya sido absuelto de sus pecados. Piachi, cuando se rompió sobre su cabeza la vara de la justicia, se negó obstinadamente a recibir la absolución.

Tras haber en vano intentado todo cuanto la religión tiene a su alcance para hacerle comprender la punibilidad de su acto, se esperaba llevarlo a sentir arrepentimiento a la vista de la muerte que lo esperaba y fue conducido al patíbulo. Allí había un sacerdote que le describió, con el aliento de la postrer trompeta, todos los horrores del infierno al que estaba a punto de descender su alma; allá otro con el cuerpo del Señor en la mano, el santo medio de expiación, ponderándole las moradas de la paz eterna. —«¿Quieres participar en el consuelo de la redención?», le preguntaron ambos. «¿Quieres recibir la Eucaristía?» —«No», respondió Piachi. —«¿Por qué no?» —«No quiero salvarme. Quiero bajar al más profundo abismo del infierno. ¡Quiero volver a encontrar a Ni coló, que no estará en el cielo, y continuar allí mi venganza que sólo pude satisfacer a medias!» —Y diciendo esto subió a la escalera y exigió al verdugo que hiciera su trabajo. En resumidas cuentas, se vieron obligados a suspender la ejecución y a conducir de nuevo a prisión al desdichado que la ley protegía. Tres días consecutivos se hicieron las mismas tentativas y siempre con idéntico resultado.

Cuando al tercer día tuvo que descender nuevamente de la escalera sin que le pusieran la soga al cuello, alzó las manos al cielo con furibundo ademán, maldiciendo la inhumana ley que no quería dejarle ir al infierno. Conjuró a todas las huestes demoníacas a subir a buscarlo, juró y perjuró que su único deseo era ser ejecutado y condenado y aseguró que «¡se lanzaría al cuello del primer sacerdote que se le pusiera a tiro con tal de volver a echar mano a Nicolo en el infierno!». Cuando se comunicó esto al Papa, ordenó que fuera ejecutado sin absolución; no lo acompañó sacerdote alguno, en absoluto silencio se le ahorcó en la Plaza del Popolo.