martes, 20 de agosto de 2024

El secreto de la iglesia. Auguste Villiers de I'Isle - Adam (1838-1889)

Al señor Edmond Deman

"Cuidado con lo de abajo"
-Dicho popular

En esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines, residencia de la morena Maryelle -al final del barrio de Saint Honoré- parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado de seda cereza, los pesados cortinajes de los balcones -cuyas vidrieras miran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped- interceptaban el resplandor interior.

En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entrever en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena de luces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y la cristalería, aunque se jugaba desde la media noche.

Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par de candelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis inglés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucían las lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con un abate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la palidez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca en aquel lugar.

No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba sus ojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de la nieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copas que llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios el fuego de su cigarrillo ruso -que sostenía, ensortijado al dedo meñique de su izquierda, una especie de pinza de plata-. Sonriendo también a veces de las frívolas ocurrencias que -con intermitencias y como aguijoneado por discretos arrebatos- le susurraba al oído (inclinándose sobre la perla de su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestar monosilábicamente.

En seguida se volvía a hacer el silencio, turbado apenas por el ruido de los naipes, del oro de las puestas, de las piezas de nácar y de los billetes sobre el tapete verde. El ambiente, el mobiliario, las telas se sentían contagiados de languidez, cierta blandura aterciopelada, el acre perfume de tabaco oriental, el ébano labrado de los grandes espejos, la vaguedad de la luz, una imaginaria irisación. El jugador de la sotana de paño fino, el abate Tussert, no era sino uno de esos diáconos faltos de toda vocación, cuya perversa ralea tiende, por fortuna, a desaparecer. Nada había en él de aquellos sutiles abates de antaño, cuyas mejillas inflamadas por la risa los ha hecho aparecer simpáticos y veniales en la Historia. Éste, alto, tallado a hachazos, el rostro de un óvalo con los maxilares salientes, resultaba, realmente, de una casta más sombría, hasta el punto de que en ciertos momentos la sombra de un crimen ignorado parecía ennegrecer aún más su silueta. En él la clase de piel especial de su cutis descolorido indicaba una sensibilidad fría y sádica. Los labios astutos ponderaban en su rostro la energía ingenuamente bárbara de su conjunto. Sus pupilas negruzcas, rencorosas, brillaban bajo la anchura de una frente triste, de cejas rectilíneas, y su mirada crepuscular parecía pensativa de nacimiento, a veces fija. Laminado por las controversias del seminario, el timbre de su voz había adquirido inflexiones mates que apagaban su dureza; sin embargo, se presentía el puñal en su vaina. Taciturno, si hablaba era desde lo alto, con uno de los pulgares hundido casi siempre en su elegante fajín de franjas de seda. Muy mundano, «lanzado» como si hubiera intentado huir -más bien recibido que admitido, es verdad-, se le admitía gracias a esa especie de miedo confuso e indefinido que sugería su persona. Algunos perversos rufianes de fortuna estafada lo invitaban también para salpimentar con lo que había de llamativo en su sacrílega presencia, envuelta, para más escándalo en el hábito solemne, la salacidad lamentable de sus cenas juerguistas, no acabando de conseguir este efecto, porque su sórdido aspecto cohibía en el fondo aun en esos ambientes (los desertores, vengan de donde vengan, no son estimados por los inquietos escépticos modernos).

Pero ¿por qué seguir llevando aquellos hábitos? ¿Quizá porque, habiéndose puesto de moda con aquella ropa, temía comprometer su originalidad vistiéndose de levita? ¡Desde luego que no! Es que era ya demasiado tarde; es que ya tenía el sello. ¿Es que aquellos que, siendo como él, tomaban una apariencia laica no eran reconocibles siempre? Se diría que todos los trajes que llevasen siempre transparentarían la invisible sotana de Neso que no podían arrancarse del cuerpo, aunque sólo se la hubiesen puesto una vez: siempre se notaría su ausencia. Y cuando a imitación de un Renan, por ejemplo, murmuran del Señor, su juez, parece por intervalos que, en medio de no se sabe qué VERDADERA noche que surge en el fondo de sus ojos se oye -entre el súbito reflejo de una linterna sorda y bajo el follaje de los olivos- el chasquido del viscoso beso del Eufemismo sobre la mejilla divina.

Ahora bien: ¿de dónde provenía el oro que sacaba todos los días de su negro bolsillo? ¿Del juego? Puede. Se insinuaba eso, aunque sin profundizar en ello, ya que no se le conocían deudas, ni queridas, ni otras ventajas como ésas. ¡Por lo demás, hoy día...! ¿Eso qué importa? ¡Cada cual tiene sus asuntillos! Las mujeres lo consideraban un hombre «encantador», y punto final.

De repente, Tussert, que había robado malas cartas, dijo descubriendo su juego:

-Pierdo dieciséis mil francos esta noche.
-¿Le hacen veinticinco luises para que intente la revancha? -ofreció el vizconde Le Glaïeul.
-Yo no propongo ni acepto jugadas de palabra y ya no tengo oro en el bolsillo -respondió Tussert-. No obstante, mi ministerio me ha hecho poseedor de un secreto -de un gran secreto-, que, si está de acuerdo, me decidiré a arriesgar contra sus veinticinco luises a cinco tantos ligados.

Después de un silencio bastante justificado, preguntó el señor Le Glaïeul medio estupefacto:

-¿Qué secreto?
-Pues el de la IGLESIA -respondió fríamente Tussert.

¿Fue la entonación breve, rotunda y como poco mixtificada de este tenebroso vividor, o la fatiga nerviosa de la noche, o los capciosos vapores dorados del champán, o el conjunto de estas cosas lo que hizo que los dos invitados y hasta la alegre Maryelle se estremeciesen al oír esas palabras? Los tres, mirando al enigmático personaje, acababan de experimentar la misma sensación que les hubiese producido la aparición repentina de una cabeza de serpiente alzándose entre los candelabros.

-La Iglesia tiene tantos secretos... que creo, al menos, poderle preguntar cuál de ellos es -respondió con seriedad ya el vizconde Le Glaïeul-, aunque, como usted puede comprender, me interesan muy poco esas revelaciones. Pero acabemos. He ganado demasiado esta noche para negarle eso; así es que de todos modos ¡van veinticinco luises a cinco tantos ligados contra «el secreto de la IGLESIA»!

Por una cortesía de hombre «de mundo» no quiso recalcar: «...que no nos interesa nada».

Cogieron otra vez los naipes.

-¡Abate! ¿Sabe usted que en este momento tiene usted el aire del... diablo? -exclamó con un tono cándido la amabilísima Maryelle, que se había quedado como pensativa.
-¡La jugada, sobre todo, es de una audacia insignificante para los incrédulos! -murmuró frívolamente el invitado ocioso con una de esas leves sonrisas parisienses, cuya serenidad ni siquiera se turba ante un salero derramado-. ¡El secreto de la Iglesia! ¡Ah! ¡Ah!... Debe ser gracioso.

Tussert lo miró y después le dijo:

-Ya lo apreciará usted si continúo perdiendo.

La partida comenzó más lenta que las anteriores. El primer juego lo ganó... él; pero después perdió la revancha.

-¡Va el último pase! -dijo.

Cosa singularísima: la atención -mezclada al principio con algo de superstición burlona- había subido de tono gradualmente; se hubiera podido decir que alrededor de los jugadores se había saturado el aire de una solemnidad sutil y de una gran inquietud... Se deseaba fervientemente ganarle la partida.

Estando a dos contra tres, el vizconde Le Glaïeul, después de tirado el rey de corazones, tuvo de juego los cuatro sietes y un ocho neutro; Tussert, que tenía la quinta más alta de picas, vaciló, quiso hacer una jugada de maestro exponiéndolo todo de una vez, y perdió. El golpe fue rápido.

En ese momento, Maryelle se miraba con indiferencia las uñas rosadas; el vizconde, con aire distraído, examinaba el nácar de las fichas, sin hacer la pregunta suspendida sobre ellos, y el invitado ocioso, volviéndose por discreción, entreabrió (¡con un acierto lleno verdaderamente de inspiración!) los cortinajes del balcón que estaba cerca de él.

Entonces a través de los árboles apareció, haciendo palidecer las luces, el alba lívida, el amanecer, cuyo reflejo tornó bruscamente mortuorias las manos de los presentes. Y el perfume del salón pareció volverse más impuro, llenándose de un vago recuerdo de placeres vendidos, de carnes voluptuosas con despecho, ¡de laxitud! Y algunos desvaídos pero impresionantes matices pasaron por los rostros de todos, denunciando con su difumino imperceptible las máculas futuras que la edad reservaba a cada uno. Aun cuando allí no se creyese en nada más que en placeres fantasmas, se sintió sonar a hueco en su existencia el golpe del ala de la vieja Tristeza del Mundo, que despertó a tan falsos juerguistas, vacíos, faltos de esperanza.

Llenos de olvido, ya no se preocupaban de oír... el insólito secreto... si es que alguna vez...

Pero el diácono se había levantado, glacial, sosteniendo en la mano su sombrero de teja. Después de lanzar una mirada circular, de ritual, sobre aquellos tres seres un poco cohibidos, dijo:

-Señora, señores, ¡ojalá la apuesta que he perdido les haga reflexionar!... Paguemos...

Y mirando con una fría fijeza a sus elegantes oyentes, pronunció en voz más baja, pero que sonó como una campanada de difuntos, estas condenables, estas fantásticas palabras:

-¿El secreto de la Iglesia?... Es... QUE NO HAY PURGATORIO.

Y en tanto que, no sabiendo qué pensar, se le observaba, no sin cierto pánico, el diácono, después de haber saludado, se dirigió, tranquilo, hacia el umbral, y después de haber mostrado en el dintel su cara sombría y lívida; con los ojos bajos, cerró la puerta sin hacer ruido.

Una vez solos, respiraron libres del espectro.

-¡Eso debe ser inexacto! -balbuceó cándidamente la sentimental Maryelle, impresionada aún.
-¡Argucias del jugador que pierde, por no decir de un farsante que no sabe lo que dice! -exclamó Le Glaïeul con un tono de cochero enriquecido-. ¡El Purgatorio, el Infierno, el Paraíso!... ¡Todo eso es de la Edad Media! ¡Todo eso es pura broma!
-¡No pensemos más en ello! -indicó el otro elegante.

Pero en aquella maligna claridad del alba la amenazadora mentira del impío había hecho, sin embargo, su efecto. Los tres estaban muy pálidos. Se bebió, con duras sonrisas forzadas, una última copa de champán.

Y aquella mañana -por mucha elocuencia que empleara el invitado ocioso- Maryelle, arrepentida quizá ante la amenaza exclusiva y excesiva del infierno, sin la condescendencia del purgatorio perdido para su esperanza, no quiso acceder a su "amor".


El signo amarillo. Robert W. Chambers (1865-1933)

Rompen las olas neblinosas a lo largo de la costa,
Los soles gemelos se hunden tras el lago,
Se prolongan las sombras
En Carcosa.
Extraña es la noche en que surgen estrellas negras,
Y extrañas lunas giran por los cielos,
Pero más extraña todavía es la
Perdida Carcosa.
Los cantos que cantarán las Híades
Donde flamean los andrajos del Rey,
Deben morir inaudibles en la
Penumbrosa Carcosa.
Canto de mi alma, se me ha muerto la voz,
Muere, sin ser cantada, como las lágrimas no derramadas
Se secan y mueren en la
Perdida Carcosa.

El canto de Cassilda en El Rey de Amarillo
Acto 1º, escena 2ª

I.

¡Hay tantas cosas imposibles de explicar! ¿Por qué ciertas notas musicales me recuerdan los tintes dorados y herrumbrosos del follaje de otoño? ¿Por qué la Misa de Santa Cecilia hace que mis pensamientos vaguen entre cavernas en cuyas paredes resplandecen desiguales masas de plata virgen? ¿Qué había en el tumulto y el torbellino de Broadway a las seis de la tarde que hizo aparecer ante mis ojos la imagen de un apacible bosque bretón en el que la luz del sol se filtraba a través del follaje de la primavera y Sylvia se inclinaba a medias con curiosidad y a medias con ternura sobre una pequeña lagartija verde murmurando: "¡Pensar que esta es una criatura de Dios!"

La primera vez que vi al sereno, estaba de espaldas a mí. Lo miré con indiferencia hasta que entró a la Iglesia. No le presté más atención que la que hubiera prestado a cualquier otro que deambulara por el parque de Washington aquella mañana, y cuando cerré la ventana y volví a mi estudio, ya lo había olvidado. Avanzaba la tarde, como hacía calor, abrí la ventana nuevamente y me asomé para respirar un poco de aire. Había un hombre en el atrio de la iglesia y lo observé otra vez con tan poco interés como por la mañana. Miré la plaza en que jugueteaba el agua de la fuente y luego, llena la cabeza de vagas impresiones de árboles, de senderos de asfalto y de grupos de niñeras y ociosos paseantes, me dispuse a volver a mi caballete. Entonces, mi mirada distraída incluyó al hombre del atrio de la iglesia.

Tenía ahora la cara vuelta hacia mí y, con un movimiento totalmente involuntario, me incliné para vérsela. En el mismo instante levanté la cabeza y me miró. Me recordó de inmediato a un gusano de ataúd. Qué era lo que me repugnaba en el hombre, no lo sé, pero la impresión de un grueso gusano blancuzco de tumba fue tan intensa y nauseabunda que debe de haberle mostrado en mi expresión, porque apartó su abultada cara con un movimiento que me recordó una larva perturbada en un nogal. Volví a mi caballete y le hice señas a la modelo para que reanudara su pose. Después de trabajar un buen rato, advertí que estaba echando a perder tan de prisa como era posible lo que había hecho. Cogí una espátula y quité con ella el color. Las tonalidades de la carne eran amarillentas y enfermizas; no entendía cómo había podido dar unos colores tan malsanos a un trabajo que había resplandecido antes de salud. Miré a Tessie. No había cambiado y el claro arrebol de la salud le teñía el cuello y las mejillas; fruncí el ceño.

-¿He hecho algo malo? -preguntó.
-No... he estropeado este brazo y, no sé cómo pude haber ensuciado de este modo la tela -le contesté.
-¿No estoy posando mal? -insistió.
-Pues, claro, perfectamente.
-¿No es culpa mía entonces?
-No, es mía.
-Lo siento muchísimo -dijo ella.

Le dije que podía descansar mientras yo aplicaba trapo y aguarrás al sitio corroído de la tela; ella empezó a fumar un cigarrillo y a hojear las ilustraciones del Courier Français. No sé si tenía algo el aguarrás o era defecto de la tela, pero cuanto más frotaba, más parecía extenderse la gangrena. Trabajé como un castor para quitar aquello, pero la enfermedad parecía extenderse de miembro en miembro de la figura que tenía ante mí. Alarmado, luché por detenerla, pero ahora el color del pecho cambió y la figura entera pareció absorber la infección como una esponja absorbe el agua. Apliqué vigorosamente espátula y aguarrás pensando en la entrevista que tendría con Duval, que me había vendido la tela. pero pronto advertí que la culpa no era de la tela ni de los colores de Edward.

"Debe de ser el aguarrás -pensé con enfado- o bien la luz del atardecer ha enturbiado y confundido tanto mi vista, que no me es posible ver bien." Llamé a Tessie, la modelo, que vino y se inclinó sobre mi silla llenando el aire con volutas de humo.

-¿Qué ha estado usted haciendo? -exclamó.
-Nada -gruñí-. Debe de ser el aguarrás.
-¡Qué color más horrible tiene ahora! -prosiguió-.¿Le parece a usted que mi carne se parece a un queso Roquefort?
-No, claro que no -dije con enfado-. ¿Me has visto alguna vez pintar de este modo?
-¡Por cierto que no!
-¡Entonces!
-Debe de ser el aguarrás, o algo -admitió.
Se puso una túnica japonesa y se acercó a la ventana. Yo raspé y froté hasta cansarme; finalmente cogí los pinceles y los hundí en la tela lanzando una gruesa expresión cuyo tono tan solo llegó a oídos de Tessie.
No obstante, no tardó en exclamar:
-¡Muy bonito! ¡Jure, actúe como un niño y arruine sus pinceles! Lleva tres semanas trabajando en ese estudio y ahora ¡mire! ¿De qué le sirve desgarrar la tela? ¡Que criaturas son los artistas!

Me sentí tan avergonzado como de costumbre después de un exabrupto semejante, y volví contra la pared la tela arruinada. Tessie me ayudó a limpiar los pinceles y luego marchó bailando a vestirse. Desde detrás del biombo me regaló consejos sobre la pérdida parcial o total de la paciencia, hasta que creyendo quizá que ya me había atormentado lo bastante, salió a suplicarme que le abrochara el vestido por la espalda, donde ella no alcanzaba.

-Todo ha salido mal desde el momento en que volvió de la ventana y me habló del horrible hombre que vio en el atrio de la iglesia -declaró.
-Sí, probablemente embrujó el cuadro dije bostezando.
Miré el reloj.
-Son más de la seis, lo sé -dijo Tessie arreglándose el sombrero ante el espejo.
-Sí -contesté-. No fue mi intención retenerte tanto tiempo.
Me asomé por la ventana, pero retrocedí con disgusto. El joven de la cara pastosa estaba todavía en el atrio. Tessie vio mi ademán de desaprobación y se asomó.
-¿Es ese el hombre que le disgusta? -susurró.
Asentí con la cabeza.
-No puedo verle la cara, pero parece gordo y blando. De todas maneras -continuó y se volvió hacia mí- me recuerda un sueño... un sueño espantoso que tuve una vez. Pero -musitó mirando sus elegantes zapatos- ¿fue un sueño en realidad?
-¿Cómo puedo yo saberlo? -dije con una sonrisa.
Tessie me sonrió a su vez.
-Usted figuraba en él -dije-, de modo que quizá sepa algo.
-¡Tessie, Tessie! -protesté- ¡No te atrevas a halagarme diciendo que sueñas conmigo!
-Pues lo hice -insistió-. ¿Quiere que se lo cuente?
-Adelante -le contesté encendiendo un cigarrillo.
Tessie se apoyó en el antepecho de la ventana abierta y empezó muy seriamente:
-Fue una noche del invierno pasado. Estaba yo acostada en la cama sin pensar en nada en particular. Había estado posando para usted y me sentía agotada, no obstante, me era imposible dormir. Oí a las campanas de la ciudad dar las diez, las once y la medianoche. Debo de haberme quedado dormida aproximadamente alrededor de las doce, porque no recuerdo haber escuchado más campanadas. Me parece que apenas había cerrado los ojos, cuando soñé que algo me impulsaba a ir a la ventana. Me levanté abriendo el postigo, me asomé. La calle Veinticinco estaba desierta hasta donde alcanzaba mi vista. Empecé a sentir miedo; todo afuera parecía tan... ¡tan negro e inquietante! Entonces oí un ruido lejano de ruedas a la distancia, y me pareció corno si aquello que se acercaba era lo que debía esperar. Las ruedas se aproximaban muy lentamente y por fin pude distinguir un vehículo que avanzaba por la calle. Se acercaba cada vez más, y cuando pasó bajo mi ventana me di cuenta que era una carroza fúnebre. Entonces, cuando me eché a temblar de miedo, el cochero se volvió y me miró. Cuando desperté estaba de pie frente a la ventana abierta estremecida de frío, pero la carroza empenachada de negro y su cochero habían desaparecido. Volví a tener ese mismo sueño el pasado mes de marzo y otra vez desperté junto a la ventana abierta, Anoche tuve el mismo sueño. Recordará cómo llovía; cuando desperté junto a la ventana abierta tenía el camisón empapado.
-Pero ¿qué relación tengo yo con el sueño? -pregunté.
-Usted... usted estaba en el ataúd; pero no estaba muerto.
-¿En el ataúd?
-Sí.
-¿Cómo lo sabes? ¿Podías verme?
-No; sólo sabía que usted estaba allí.
-¿Habías comido Welsh rarebits o ensalada de langosta? -empecé yo riéndome, pero la chica me interrumpió con un grito de espanto.
-¡Vaya! ¿Qué sucede? -pregunté al verla retroceder de la ventana.
-El... el hombre de abajo del atrio de la iglesia... es el que conducía la carroza fúnebre.
-Tonterías -dije, pero los ojos de Tessie estaban agrandados por el terror. Me acerqué a la ventana y miré. El hombre había desaparecido-. Vamos, Tessie -la animé-, no seas tonta. Has posado demasiado; estás nerviosa.
-¿Cree que podría olvidar esa cara? -murmuró-.Tres veces vi pasar la carroza fúnebre bajo mi ventana, y tres veces el cochero se volvió y me miró. Oh, su cara era tan blanca y... ¿blanca? Parecía un muerto... como si hubiera muerto mucho tiempo atrás.

Convencí a la muchacha de que se sentara y se bebiera un vaso de Marsala. Luego me senté junto a ella y traté de aconsejarla.

-Mira, Tessie -dije-, vete al campo por una semana o dos y ya verás como no sueñas más con carrozas fúnebres. Pasas todo el día posando y cuando llega la noche tienes los nervios alterados. No puedes seguir a este ritmo. Y después, claro, en lugar de irte a la cama después de terminado el trabajo, te vas de picnic al parque Sulzer o a El Dorado o a Coney Island, y cuando vienes aquí a la mañana siguiente te encuentras rendida. No hubo tal carroza fúnebre. No fue más que un tonto sueño.

La muchacha sonrió débilmente.
-¿Y el hombre del atrio de la iglesia?
-Oh, no es más que un pobre enfermo como tantos.
-Tan cierto como me llamo Tessie Rearden, le juro, señor Scott, que la cara del hombre de abajo es la cara del que conducía la carroza fúnebre.
-¿Y qué? -dije-. Es un oficio honesto.
-Entonces, ¿cree que sí vi la carroza fúnebre?
-Bueno -dije diplomáticamente-, si realmente la viste, no sería improbable que el hombre de abajo la condujera. Eso nada tiene de raro.
Tessie se levantó, desenvolvió su perfumado pañuelo y cogiendo un trozo de goma de mascar anudado en un ángulo, se lo metió en la boca. Luego, después de ponerse los guantes, me ofreció su mano con un franco:
-Hasta mañana, señor Scott.
Y se marchó.

II.

A la mañana siguiente, Thomas, el botones, me trajo el Herald y una noticia. La iglesia de al lado había sido vendida. Agradecí al cielo por ello. No porque yo siendo católico, tuviera repugnancia alguna por la congregación vecina, sino porque tenía los nervios destrozados a causa de un predicador vociferante, cuyas palabras resonaban en la nave de la iglesia como si fueran pronunciadas en mi casa y que insistía en sus erres con una persistencia nasal que me revolvía las entrañas. Había además un demonio en forma humana, un organista que interpretaba los himnos antiguos de una manera muy personal. Yo clamaba por la sangre de un ser capaz de tocar la doxología con una modificación de tonos menores sólo perdonable en un cuarteto de principiantes. Creo que el ministro era un buen hombre, pero cuando berreaba: "Y el Señorrr dijo a Moisés, el Señorrr es un hombre de guerrrra; el Señorrr es su nombre. Arrrderá mi irrra y yo te matarrré con la espada", me preguntaba cuántos siglos de purgatorio serían necesarios para expiar semejante pecado.

-¿Quien compró la propiedad? -pregunté a Thomas.
-Nadie que yo conozca, señor. Dicen que el caballero que es propietario de los apartamentos Hamilton estuvo mirándola. Quizás esté por construir más estudios.
Me acerqué a la ventana. El joven de la cara enfermiza estaba junto al portal del atrio; sólo verlo me produjo la misma abrumadora repugnancia.
-A propósito, Thomas -dije-, ¿quién es ese individuo allá abajo?
Thomas resopló por la nariz.
-¿Ese gusano, señor? Es el Sereno de la iglesia, señor. Me exaspera verlo toda la noche en la escalinata, mirándolo a uno con aire insultante. Una vez le di un puñetazo en la cabeza, señor... con su perdón, señor...
-Adelante, Thomas.
-Una noche que volvía a casa con Harry, el otro chico inglés, lo vi sentado allí en la escalinata. Molly y Jen, las dos chicas de servicio, estaban con nosotros, señor, y él nos miró de manera tan insultante, que yo voy y le digo: ";Qué está mirando, babosa hinchada?" Con su perdón, señor, pero eso fue lo que le dije. Entonces él no contestó y yo le dije: "Ven y verás cómo te aplasto esa cabeza de puddin." Entonces abrí el portal y entré, pero él no decía nada y seguía mirándome de ese modo insultante.

Entonces le di un puñetazo, pero tenía la cara tan fría y untuosa que daba asco tocarla.

-¿Qué hizo él entonces? -pregunté con curiosidad.
-¿Él? Nada.
-¿Y tú, Thomas?
El joven se ruborizó turbado y sonrió con incomodidad.
-Señor Scott, yo no soy ningún cobarde y no puedo explicarme por qué eché a correr. Estuve en el Quinto de Lanceros, señor, corneta en Te-el-Kebir y me han disparado a menudo.
-¿Quieres decir que huiste?
-Sí, señor, eso hice.
-¿Por qué?
-Eso es lo que yo quisiera saber, señor. Agarré a Molly del brazo y eché a correr, y los demás estaban tan asustados como yo.
-Pero ¿de qué tenían miedo?

Thomas rehusó contestar, pero el repulsivo joven de abajo había despertado tanto mi curiosidad, que insistí. Tres años de estadía en América no sólo habían modificado el dialecto cockney, sino que le habían inculcado el temor americano al ridículo.

-No va usted a creerme, señor Scott.
-Sí, te creeré.
-¿No va a reírse de mí, señor?
-¡Tonterías!
Vaciló.
-Bien señor, tan verdad como que hay Dios lo golpeé, él me agarró de las muñecas, y cuando le retorcí uno de los puños blandos y untuosos, me quedé con uno de sus dedos en la mano.
Toda la repugnancia y el horror que había en la cara de Thomas debieron de haberse reflejado en la mía, porque agregó:
-Es espantoso. Ahora cuando lo veo, me alejo. Me pone enfermo. Cuando Thomas se hubo marchado, me acerqué a la ventana. El hombre estaba junto al enrejado de la iglesia con las manos en el portal, pero retrocedí con prisa a mi caballete, descompuesto y horrorizado. Le faltaba el dedo medio de la mano derecha. A las nueve apareció Tessie y desapareció tras el biombo con un alegre "Buenos días, señor Scott". Cuando reapareció y adoptó su pose sobre la tarima, empecé para su deleite una tela nueva. Mientras trabajé en el dibujo, permaneció en silencio, pero no bien cesó el rasguido de la carbonilla y cogí el fijador, comenzó a charlar.
-¡Pasamos un momento tan agradable anoche! Fuimos a Tony Pastor's.
-¿Quienes?
-Oh, Maggie, ya sabe usted, la modelo del señor Whyte, y Rosi McCormick -la llamamos Rosi porque tiene esos hermosos cabellos rojos que gustan tanto a los artistas- y Lizzie Burke.
Rocié la tela con el fijador y dije:
-Bien, continúa.
-Vimos, a Kelly y a Baby Barnes, la bailarina y... a todo el resto. Hice una conquista.
-¿Entonces me has traicionado, Tessie?
Ella se echó a reír y sacudió la cabeza.
-Es Ed Burke, el hermano de Lizzie. Un perfecto caballero.
Me sentí obligado a darle algunos consejos paternales acerca de las conquistas, que ella recibió con sonrisa radiante.
-Oh, sé cuidarme de una conquista desconocida -dijo examinando su goma de mascar-,pero Ed es diferente. Lizzie es mi mejor amiga.

Entonces contó que Ed había vuelto de la fábrica de calcetines de Lowell, Massachusetts, y que se había encontrado con que ella y Lizzie ya no eran unas niñas, y que era un joven perfecto que no tenía el menor inconveniente en gastarse medio dólar para invitarlas con helados y ostras a fin de festejar su comienzo como dcpendiente en el departamento de lanas de Macy's. Antes que terminara, yo había empezado a pintar, y adoptó nuevamente su pose sonriendo y parloteando como un gorrión. Al mediodía ya tenía el estudio bien limpio y Tessie se acercó a mirarlo.

-Eso está mejor -dijo.

También yo lo pensaba así y comí con la íntima satisfacción de que todo iba bien. Tessie puso su comida en una mesa de dibujo frente a mí y bebimos clarete de la misma botella y encendimos nuestros cigarrillos con la misma cerilla. Yo le tenía mucho apego a Tessie. De una niña frágil y desmañada, la había visto convertirse en una mujer esbelta y exquisitamente formada. Había posado para mí durante los tres últimos años y de todas mis modelos ella era la favorita. Me habría afligido mucho, en verdad, que se vulgarizara o se volviera una fulana, como suele decirse, pero jamás advertí el menor deterioro en su conducta y sentía en el fondo que ella era una buena chica. Nunca discutíamos de moral, y no tenía intención de hacerlo, en parte porque yo no tenía muy en cuenta a la moral, pero también porque sabía que ella haría lo que le gustara muy a mi pesar. No obstante, esperaba de todo corazón que no se viera envuelta en dificultades, porque deseaba su bien y también por el egoísta motivo de no perder a la mejor de mis modelos. Sabía que una conquista, como la había llamado Tessie, no significaba nada para chicas como ella, y que tales cosas en América no se asemejan en nada a las mismas cosas en París. No obstante, yo había vivido con los ojos bien abiertos y sabía que alguien se llevaría algún día a Tessie de un modo u otro, y aunque por mi parte consideraba que el matrimonio era un disparate, esperaba sinceramente, que en este caso había un sacerdote al final de la aventura. Soy católico. Cuando oigo misa solemne, cuando me persigno, siento que todo, con inclusión de mí mismo, se encuentra más animado, y cuando me confieso, me siento bien. Un hombre que vive tan solo como yo, debe confesarse con alguien. Claro que Sylvia, era católica, y ese era motivo suficiente para mí. Pero estaba hablando de Tessie, lo que es muy diferente. Tessie también era católica y mucho más devota que yo, de modo que, teniendo todo esto en cuenta, no había mucho que temer por mi bonita modelo mientras no se enamorase. Pero entonces sabía que sólo el destino decidiría su futuro, y rezaba internamente por que ese destino la mantuviera alejada de hombres como yo y que pusiera en su camino muchachos como Ed Burker y Jimmy McCormick. ¡Dios bendiga su dulce rostro!

Tessie estaba sentada lanzando anillos de humo que ascendían al cielo raso y haciendo tintinear el hielo en su vaso.
-¿Sabes, Chavala, que también yo tuve un sueño anoche?
La observé. A veces la llamaba "la Chavala".
-No habrá sido ese hombre -dijo riendo.
-Exacto. Un sueño parecido al tuyo, sólo que mucho peor. Fue tonto e irreflexivo de mi parte decirlo, pero ya se sabe el poco tacto que tienen los pintores por lo general.
-Debo de haberme quedado dormido poco más o menos a las diez -proseguí-, y al cabo de un rato soñé que me despertaba. Tan claramente oí las campanas de la medianoche, el viento en las ramas de los árboles y la sirena de los vapores en la bahía, que incluso ahora me es difícil creer que no estaba despierto. Me parecía yacer en una caja con cubierta de cristal. Veía débilmente las lámparas de la calle por donde pasaba, pues debo decirte, Tessie, que la caja en la que estaba tendido parecía encontrarse en un carruaje acojinado en el que iba sacudiéndome por una calle empedrada. Al cabo de un rato me impacienté e intenté moverme, pero la caja era demasiado estrecha. Tenía las manos cruzadas en el pecho, de modo que no me era posible levantarlas para aliviarme. Escuché y, luego, intenté llamar.

Había perdido la voz. Podía oír los cascos de los caballos uncidos al coche e incluso la respiración del conductor. Entonces otro ruido irrumpió en mis oídos, como el abrir de una ventana. Me las compuse para ladear la cabeza un tanto, y descubrí que podía ver, no sólo a través del cristal que cubría la caja, sino también a través de los paneles de cristal a los lados del carruaje. Vi casas. Vi casas, vacías y silenciosas, sin vida ni luz en ninguna de ellas, excepto en una. En esa casa había una ventana abierta en el primer piso, y una figura toda de blanco miraba a la calle. Eras tú.

Tessie había apartado su cara de mí y se apoyaba en la mesa sobre el codo.

-Pude verte la cara proseguí- que me pareció muy angustiada. Luego seguimos viaje y doblamos por una estrecha y negra calleja. De pronto los caballos se detuvieron. Esperé y esperé, cerrando los ojos con miedo e impaciencia, pero todo estaba silencioso como una tumba. Al cabo de lo que me parecieron horas, empecé a sentirme incómodo. La sensación de que algo se acercaba hizo que abriera los ojos. Entonces vi la cara del cochero de la carroza fúnebre que me miraba a través de la cubierta del ataúd...

Un sollozo de Tessie me interrumpió. Estaba temblando como una hoja. Vi que me había comportado como un asno e intenté reparar el daño.

-¡Vaya, Tess -dije- Sólo te lo conté para mostrarte la influencia de tu historia en los sueños de los demás. No pensarás realmente que estoy tendido en un ataúd ¿no es cierto? ¿Por qué estás temblando? ¿No te das cuenta de que tu sueño y la irrazonable repugnancia que me produce ese inofensivo sereno de la iglesia pusieron sencillamente en marcha mi cerebro no bien me quedé dormido?

Puso la cabeza entre sus brazos y sollozó como si fuera a rompérsele el corazón. Me había portado como un imbécil. Pero estaba por superar mi propio récord. Me le acerqué y la rodeé con el brazo.

-Tessie, querida, perdóname -dije-; no tendría que haberce asustado con semejantes tonterías. Eres una chica demasiado atinada, demasiado buena católica corno para creer en sueños.

Su mano se puso en la mía y su cabeza cayó sobre mi hombro, pero todavía temblaba; yo la acariciaba y la consolaba.
-Vamos, Tess, abre los ojos y sonríe.
Sus ojos se abrieron con un lánguido lento movimiento y se encontraron con los míos, pero su expresión era tan extraña que me apresuré a reanimarla otra vez.
-Fue una patraña, Tessie, no creerás que todo esto podrá acarrearte algún mal.
-No -dijo, pero sus labios escarlatas se estremecieron.
-¿Qué sucede, entonces? ¿Tienes miedo?
-Sí, pero no por mi.
-¿Por mí, entonces? -pregunté alegremente.
-Por usted -murmuró en voz casi inaudible-. Yo...yo lo quiero a usted.

En un principio me eché a reír, pero cuando comprendí lo que decía, un estremecimiento me atravesó el cuerpo y me quedé sentado como de piedra. Esta era la culminación de las tonterías que llevaba cometidas. En el momento que transcurrió entre su réplica y mi contestación, pensé en mil respuestas a esa inocente confesión. Podía desecharla con una sonrisa, podía hacerme el desentendido y decirle que me encontraba muy bien de salud, podía manifestarle con sencillez que era imposible que ella me amase. Pero mi reacción fue más veloz que mis pensamientos, y cuando quise darme cuenta ya era demasiado tarde, porque la había besado en la boca. Aquella noche fui a dar mi paseo habitual por el parque de Washington pensando en los acontecimientos del día. Me había comprometido a fondo. No podía echarme atrás ahora, y miré de frente a mi futuro. Yo no era bueno, ni siquiera escrupuloso, pero no tenía intención de engañarme a mí mismo o a Tessie. La única pasión de mi vida yacía sepultada en los soleados bosques de Bretaña. ¿Estaba sepultado para siempre? La Esperanza clamaba: "¡No!" Durante tres años había esperado el ruido de unos pasos en mi umbral. ¿Sylvia se había olvidado? "¡No!" clamaba la Esperanza. Dije que no era bueno. Eso es verdad, pero con todo no era exactamente el villano de la ópera cómica.

Había llevado una vida fácil y atolondrada, recibiendo de buen grado el placer que se me ofrecía, deplorando, a veces lamentando con amargura, las consecuencias. Sólo una cosa, con excepción de mi pintura, tomaba en serio, y aquello yacía ocultado, si no perdido, en los bosques bretones.
Era demasiado tarde ahora para lamentar lo ocurrido en el día. Tanto si fue lástima, como si fue la súbita ternura que produce el dolor o el más brutal instinto de la voluntad satisfecha, daba igual ahora, y a no ser que deseara dañar a un corazón inocente, tenía la senda trazada ante mí. El fuego y la intensidad, la profundidad de la pasión de un amor que ni siquiera había sospechado, a pesar de la experiencia que creía tener del mundo, no me dejaban otra alternativa que corresponderle o apartarla de mi lado. No se si me acordaba producir dolor en los demás o si hay algo en mí de lóbrego puritano, pero lo cierto es que me repugnaba negar la responsabilidad por ese irreflexible beso, y de hecho no tuve tiempo de hacerlo antes que se abriesen las puertas de su corazón y la marejada se expandiera. Otros que habitualmente cumplen con su deber y encuentran una sombría satisfacción en hacer de sí mismos y de los demás unos desdichados, quizá habrían resistido. Yo no. No me atreví. Después de amainada la tormenta, le dije que más le habría valido amar a Ed Burke y llevar un sencillo anillo de oro, pero no quiso escucharme siquiera, y pensé que mientras hubiera decidido amar a alguien con quien no podía casarse, era preferible que fuera yo. Yo, al menos, podría tratarla con inteligente afecto, y cuando ella se cansara de su pasión, no saldría de ella mal parada. Porque yo estaba decidido en cuanto a eso, aunque sabía lo difícil que resultaría. Recordaba el final habitual de las relaciones platónicas y cuánto me disgustaba oír de ellas. Sabía que iniciaba una gran empresa para alguien tan falto de escrúpulos como yo, y temía el futuro, pero ni por un momento dudé de que ella estaría segura conmigo. Si se hubiera tratado de cualquier otra, no me habría dejado atormentar por escrúpulos. Pero ni se me ocurría la posibilidad de sacrificar a Tessie como lo habría hecho con una mujer de mundo. Miraba el porvenir directamente a la cara y veía los varios probables finales del asunto.

Terminaría ella por cansarse de mí, o llegaría a ser tan desdichada que tendría que desposarla o abandonarla. Si nos casábamos, seríamos desdichados. Yo con una mujer inapropiada para mí, ella con un marido inapropiado para cualquier mujer. Porque mi vida pasada no me calificaba para el matrimonio. Si la abandonaba, quizá caería enferma, pero se recuperaría y acabaría casándose con algún Ed Burke, pero, precipitada o deliberadamente, podía cometer una tontería. Por otra parte, si se cansaba de mí, toda su vida se desplegaría ante ella con maravillosas visiones de Eddie Burke, anillos de boda, gemelos, pisos en Harlem y el Cielo sabe que más. Mientras me paseaha entre los árboles vecinos al Arco de Washington, decidí que de cualquier modo ella encontraría a un sólido amigo en mí, y que el futuro se cuidara de sí mismo. Luego entré en la casa y me puse el traje de noche, porque la nota ligeramente perfumada que habla sobre mi tocador decía: "Tenga un coche pronto a la entrada de los artistas a las once", y estaba firmada "Edith Carmichel, Teatro Metropolitan, 19 de junio de 189-."

Esa noche cené o, más bien cenamos la señorita Carmichel y yo, en el Solari y el alba empezaba a dorar la cruz de la iglesia Memorial cuando entré en el parque de Washington después de haber dejado a Edith en Brunswick. No había un alma en el parque cuando pasé entre los árboles y cogí el sendero que va de la estatua de Garibaldi al edificio de los apartamentos Hamilton, pero al pasar junto al atrio de la iglesia vi una figura sentada en la escalinata de piedra.

A pesar mío, me estremecí al ver la hinchada cara blancuzca y apresuré el paso. Entonces dijo algo que pudo haberme estado dirigido o quizá sólo estuviera musitando para sí, pero que semejante individuo se dirigiera a mí me puso súbitamente furioso. Por un instante me dieron ganas de girar sobre los talones y aplastarle la cabeza con el bastón, pero seguí andando, entré en el Hamilton y fui a mi apartamento. Por algún tiempo di vueltas en la cama intentando librarme de su voz, pero no me fue posible. Ese murmullo me llenaba la cabeza como el denso humo aceitoso de una cuba donde se cuece grasa o la nociva fetidez de la podredumbre. Y mientras me revolvía en mi lecho, la voz en mis oídos parecía más clara y distante, y empecé a entender las palabras que había murmurado. Me llegaban lentamente, como si las hubiera olvidado y por fin pudiera comprender su sentido. Había articulado:

-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?
-¿Has encontrado el Signo Amarillo?

Estaba furioso. ¿Qué había querido decir con eso? Luego, dirigiéndole una maldición, cambié de postura, y me quedé dormido, pero cuando más tarde desperté estaba pálido y ojeroso, porque había vuelto a soñar lo mismo de la noche pasada y me turbaba más de lo que quería confesarme. Me vestí y bajé al estudio. Tessie estaba sentada junto a la ventana. Cuando yo entré se puso de pie y me rodeó el cuello con los brazos para darme un beso inocente. Tenía un aspecto tan dulce y delicado que la volví a besar y luego me fui a sentar frente al caballete.

-¡Vaya! ¿Dónde está el estudio que empecé ayer?
Tessie parecía confusa, pero no respondió. Comencé a buscar entre pilas de telas mientras le decía:
-Apresúrate, Tess, y prepárate; debemos aprovechar la luz de la mañana.
Cuando por fin abandoné la búsqueda entre las otras telas y me volví para registrar el cuarto, vi que Tessie estaba de pie junto al biombo con las ropas todavía puestas.
-¿Qué sucede? -le pregunté-. ¿No te sientes bien?
-Sí.
-Apresúrate, entonces.
-¿Quiere que pose como... como he posado siempre?

Entonces comprendí. Se presentaba una nueva complicación. Había perdido, por supuesto, a la mejor modelo de desnudo que había conocido nunca. Miré a Tessie. Tenía el rostro escarlata. ¡Ay! ¡Ay! Habíamos comido el fruto del árbol del conocimiento y el Edén y la inocencia original ya eran sueños del pasado... quiere decir, para ella. Supongo que notó la desilusión en mi cara, porque dijo:

-Posaré, si lo desea. El estudio está detrás del biombo. He sido yo quien lo ha puesto allí.
-No -le dije-, empezaremos algo nuevo.

Y fui a mi armario y elegí un vestido morisco resplandeciente de lentejuelas. Era un traje auténtico y Tessie se retiró tras el biombo encantada con él. Cuando salió otra vez, quedé atónito. Sus largos cabellos negros estaban sujetos en su frente por una diadema de turquesas y los extremos llegaban rizados hasta la faja resplandeciente. Tenía los pies calzados en unas bordadas babuchas puntiagudas, y la falda del vestido, curiosamente recamada de arabescos de plata, le caía hasta los tobillos. El profundo azul metálico del chaleco bordado en plata y la chaquetilla morisca en la que estaban cosidas refulgentes turquesas, le sentaban maravillosamente. Avanzó hacia mí y levanté la cabeza sonriente. Deslicé la mano en el bolsillo, saqué una cadena de oro con una cruz y se la coloqué en la cabeza.

-Es tuya, Tessie.
-¿Mía? -balbució.
-Tuya. Ahora ve y posa.
Entonces, con una sonrisa radiante, corrió tras el biombo y reapareció en seguida con una cajita en la que estaba escrito mi nombre.
-Tenía intención de dársela esta noche antes de irme a casa-dijo-, pero ya no puedo esperar.

Abrí la caja. Sobre el rosado algodón, había un broche de ónix negro en el que estaba incrustado un curioso símbolo o letra de oro. No era arábigo ni chino, ni como pude comprobar después no pertenecía a ninguna de las escrituras humanas.

-Es todo lo que tengo para darle como recuerdo.
Me sentí molesto, pero le dije que lo tendría en alta estima y le prometí llevarlo siempre. Ella me lo sujetó en la chaqueta, bajo la solapa.
-¡Qué tontería, Tess, comprar algo tan bello! –le dije.
-No lo he comprado -dijo riendo.
-¿De dónde lo has sacado?

Entonces me contó que lo había encontrado un día al volver del acuario de la Batería y que había hecho publicar un aviso en los periódicos y que por fin perdió las esperanzas de encontrar al propietario del broche.

-Fue el invierno pasado -dije-, el mismo día en que tuve por primera vez ese horrible sueño de la carroza fúnebre.
Recordé el sueño que había tenido la pasada noche, pero no dije nada, y en seguida la carbonilla empezó a revolotear sobre la nueva tela, y Tessie permaneció inmovil en la tarima.

III.

El día siguiente fue desastroso para mí. Mientras trasladaba una tela enmarcada de un caballete a otro, mis pies resbalaron en el suelo encerado y caí pesadamente sobre ambas muñecas. Tan grave fue la luxación sufrida que resultó inútil intentar sostener el pincel, examinando dibujos y esbozos inacabados hasta que, ya desesperado me senté a fumar y a girar los pulgares con fastidio. La lluvia que azotaba los cristales y tamborileaba sobre el techo de la iglesia me produjo un ataque de nervios con su interminable repiqueteo. Tessie cosía sentada junto a la ventana, y de vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba con una compasión tan inocente, que empecé a avergonzarme de mi irritación y miré a mi alrededor en busca de algo en qué ocuparme. Había leído todos los periódicos y todos los libros de la biblioteca, pero por hacer algo me dirigí a la librería y la abrí con el codo. Conocía cada volumen por el color y los examiné a todos pasando lentamente junto a la librería y silbando para animarme el espíritu. Estaba por volverme para ir al comedor, cuando me sorprendió un libro encuadernado en amarillo en un rincón de la repisa más alta de la última biblioteca.

No lo recordaba y desde el suelo no alzaba a descifrar las pálidas letras sobre el lomo, de modo que fui a la sala de fumar y llamé a Tessie. Ella vino del estudio y se encaramó para alcanzar el libro

-¿Qué es? -le pregunté.
-El Rey de Amarillo.

Quedé estupefacto. ¿Quién lo había puesto allí? ¿Cómo había ido a parar a mis aposentos? Hacía ya mucho que había decidido no abrir jamás ese libro, y nada en la tierra podría haberme persuadido a comprarlo. Temiendo que la curiosidad me tentara a abrirlo, ni siquiera lo había mirado nunca en las librerías. Si alguna vez experimenté la curiosidad de leerlo, la espantosa tragedia del joven Castaigne, a quien yo había conocido, me disuadió de enfrentarme con sus malignas páginas. Siempre me negué a escuchar su descripción y, en verdad, nadie se aventuró nunca a comentar en alta voz la segunda parte, de modo que no tenía conocimiento en absoluto de lo que podrían revelar esas páginas. Me quedé mirando fijamente la ponzoñosa encuadernación amarilla como habría mirado a una serpiente.

-No lo toques, Tessie -dije-. Baja de ahí.

Por supuesto, mi admonición bastó para despertar su curiosidad y antes que pudiera impedírselo cogió el libro y, con una carcajada, se fue bailando al estudio con él. La llamé, pero ella se alejó dirigiendo una torturadora sonrisa a mis imponentes manos y yo la seguí con cierta impaciencia.
-¡Tessie! -grité entrando en la biblioteca-, escucha, hablo en serio. Deja ese libro. ¡No quiero que lo abras!
La biblioteca estaba vacía. Fui a ambas salas, luego los dormitorios, a la lavandería, la cocina y, finalmente, volví a la biblioteca donde inicié un registro sistemático. Se había acurrucado, pálida, y silenciosa, junto a la ventana reticulada del cuarto del almacenaje de arriba. A primera vista me di cuenta que su necedad había sido castigada. El Rey de Amarillo estaba a sus pies, pero el libro estaba abierto en la segunda parte. Miré a Tessie y vi que era demasiado tarde. Había abierto El Rey de Amarillo.

Entonces la tomé de la mano y la conduje al estudio. Parecía obnubilada, y cuando le dije que se tendiera en el sofá me obedeció sin decir palabra. Al cabo de un rato sus ojos se cerraron y la respiración se le hizo regular y profunda, pero no me fue posible descubrir si dormía o no. Durante largo rato me quedé sentado en silencio junto a ella, en el cuarto de almacenaje jamás frecuentado, cogí el libro amarillo con la mano menos herida. Parecía pesado como el plomo, pero lo llevé al estudio otra vez y sentándome en la alfombra junto al sofá, lo abrí y lo leí desde el principio al fin. Cuando debilitado por el exceso de las emociones, dejé caer el volumen y me recosté fatigado contra el sofá, Tessie abrió los ojos y me miró. Habíamos estado hablando cierto tiempo con opacada y monótona tensión cuando advertí que estábamos comentando El Rey de Amarillo. ¡Oh, qué pecado, haber escrito semejantes palabras... palabras que son claras como el cristal, límpidas y musicales como una fuente burbujeante, palabras que resplandecen y refulgen como los diamantes envenenados de los Medicis! ¡Oh, la malignidad, la condenación más allá de toda esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas humanas con tales palabras! Palabras que comprenden el ignorante y el sabio por igual, palabras más preciosas que joyas, más apaciguadoras que la música celestial, más espantosas que la muerte misma.

Seguimos hablando sin prestar atención a las sombras que se espesaban, y ella me estaba rogando que me deshiciera del broche de ónix negro en que estaba curiosamente incrustado lo que, ahora lo sabíamos, era el Signo Amarillo. Nunca sabré por qué me negué a hacerlo, aunque en esta hora, aquí, en mi habitación, mientras escribo esta confesión, me gustaría saber qué me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y arrojarlo al fuego. Estoy seguro de que deseaba hacerlo, pero Tessie me lo imploró en vano. Cayó la noche y transcurrieron las horas, pero aún seguíamos hablando quedo del Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche sonó en los chapiteles brumosos de la ciudad hundida en la niebla. Hablamos de Hastur y Cassilda mientras afuera la niebla rozaba los ciegos paneles de las ventanas como el oleaje de las nubes avanzaba y se rompía sobre las costas de Hali.

La casa estaba ahora acallada y ni el menor sonido de las calles brumosas quebrantaba el silencio. Tessie yacía entre cojines, su rostro era una mancha gris en la penumbra, pero tenía sus manos apretadas en las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis pensamientos como yo los suyos, porque habíamos comprendido el misterio de las Híadas y ante nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos respondíamos el uno a la otra, velozmente, en silencio, pensamiento tras pensamiento, las sombras se agitaron en la penumbra que nos rodeaba y a lo lejos en las calles distantes oímos un sonido. Cada vez más cerca, se escuchó el lóbrego crujido de ruedas, cada vez más cerca todavía, y ahora cesó afuera, ante la puerta. Me arrastré hasta la ventana y vi una carroza fúnebre empenachada de negro. El portal, abajo, se abrió y se volvió a cerrar; me arrastré temblando hasta la puerta y le eché la llave, pero no había candado ni cerradura que pudiera impedir el paso de la criatura que venía en busca del Signo Amarillo. Y ahora la oía avanzar muy lentamente por el vestíbulo. Y ahora estaba a la puerta y los candados se pudrieron a su tacto. Ahora había entrado. Con ojos que se me saltaban de las órbitas trate de escudriñar en la oscuridad, pero cuando entró en el cuarto, no la vi. Sólo cuando la sentí envolverme en su frío abrazo blando grité y luché con furia mortal, pero tenía las manos inutilizadas y me arrancó el broche de el ónix de la chaqueta y me golpeó en plena cara. Entonces, al caer, oí el grito leve de Tessie y su espíritu voló al encuentro de Dios, y mientras caía deseé poder seguirla, porque sabía que el Rey de Amarillo había abierto su andrajoso manto y ahora sólo era posible implorar ante Cristo.

Podría decir más, pero al mundo no le serviría de nada. En cuanto a mí, estoy más allá de toda ayuda o esperanza humanas. Mientras yazgo aquí escribiendo, sin preocuparme de si moriré o no, antes de terminar, veo al doctor que recoge sus polvos y frascos con un vago ademán dirigido al buen cura que tengo junto a mí; entonces comprendo.

Sentirán curiosidad por conocer los detalles de la tragedia... ésos del mundo exterior que escriben libros e imprimen millones de periódicos, pero no escribiré ya más, y el padre confesor sellará mis últimas palabras con el sello sagrado cuando su santo oficio haya sido cumplido. Los del mundo exterior podrán enviar a sus vástagos a hogares desdichados o casas visitadas por la muerte, y sus periódicos se cebarán en la sangre y las lágrimas, pero en mi caso sus espías tendrán que detenerse ante el confesionario. Saben que Tessie ha muerto y que yo agonizo. Saben que la gente de la casa, alarmada por un grito infernal, se precipitó a mi cuarto y encontró a un vivo y dos muertos; pero no saben lo que voy a decir ahora; no saben que el médico dijo señalando un horrible bulto descompuesto que yacía en el suelo... el lívido cadáver del sereno de la iglesia:

-No tengo teoría alguna, ninguna explicación. ¡Este hombre debe de haber muerto hace meses! Creo que me muero. Desearía que el cura...


El secreto de la muerta. Lafcadio Hearn (1850-1904)

Hace mucho tiempo, en la provincia de Tamba, vivía un rico mercader llamado Inamuraya Gensuké. Tenía una hija llamada O-Sono. Como ésta era muy bonita y sagaz, el mercader juzgó inoportuno brindarle sólo la exigua educación que podían ofrecerle los maestros rurales; la confió, pues, a unos servidores fieles y la envió a Kyõto, para que allí adquiriera las gráciles virtudes que suelen exhibir las damas de la capital. En cuanto la muchacha completó su educación, fue cedida en matrimonio a un amigo de la familia paterna, un mercader llamado Nagaraya, y con él compartió una dicha que duró casi cuatro años. Sólo tuvieron un hijo, un varón, pues O-Sono cayó enferma y murió después del cuarto año de matrimonio.

En la noche siguiente al funeral de O-Sono, su hijito dijo que la madre había vuelto y que estaba en el cuarto de arriba. Le había sonreído, pero sin dirigirle la palabra: el niño se había asustado y había emprendido la fuga. Algunos miembros de la familia subieron al cuarto que había pertenecido a O-Sono, y no poco se asombraron al ver, a la luz de una pequeña lámpara que ardía ante un altar en el cuarto, la imagen de la muerta. Parecía estar de pie ante un tansu, o cómoda, que aún contenía sus joyas y atuendos. La cabeza y los hombros eran nítidamente visibles, pero de la cintura para abajo la imagen se esfumaba hasta tornarse invisible; semejaba un imperfecto reflejo, transparente como una sombra en el agua.

Todos se asustaron y abandonaron la habitación. Abajo se consultaron entre sí; y la madre del esposo de O-Sono declaró:

-Toda mujer siente predilección por sus pequeñas cosas, y O-Sono le tenía gran afecto a sus pertenencias. Acaso haya vuelto para contemplarlas. Muchos muertos suelen hacerlo... a menos que las cosas se donen al templo de la zona. Si le regalamos al templo las ropas y adornos de O-Sono, es probable que su espíritu guarde sosiego.

Todos estuvieron de acuerdo en hacerlo tan pronto como fuera posible. A la mañana siguiente, por tanto, vaciaron los cajones y llevaron al templo las ropas y los adornos. Pero O-Sono regresó la próxima noche y contempló el tansu tal como la vez anterior. Y también volvió la noche siguiente, y todas las noches se repitió su visita, que transformó esa casa en una morada del temor.

La madre del esposo de O-Sono acudió entonces al templo y le contó al sumo sacerdote lo que había sucedido, pidiéndole que la aconsejara al respecto. El templo pertenecía a la secta Zen, y el sumo sacerdote era un docto anciano, conocido como Daigen Oshõ.

Dijo el sacerdote:

-Debe haber algo que le causa ansiedad, dentro o cerca del tansu.
-Pero vaciamos todos los cajones -replicó la anciana-; no hay nada en el tansu.
-Bien -dijo Daigen Oshõ-, esta noche iré a la casa y montaré guardia en el cuarto para ver qué puede hacerse. Den órdenes de que nadie entre a la habitación mientras monto guardia, a menos que yo lo requiera.

Después del crepúsculo, Daigen Oshõ fue a la casa y comprobó que el cuarto estaba listo para él. Permaneció allí a solas, leyendo los sûtras; y nada apareció hasta la Hora de la Rata. Entonces la imagen de O-Sono surgió súbitamente ante el tansu. Su rostro denotaba ansiedad, y permaneció con los ojos fijos en el tansu.

El sacerdote pronunció la fórmula sagrada prescrita para tales casos, y luego, dirigiéndose a la imagen por el kaimyõ de O-Sono le dijo:

-Vine aquí para ayudarte. Quizá haya en ese tansu algo que despierta tu ansiedad. ¿Quieres que te ayude a buscarlo?

La sombra pareció asentir mediante un leve movimiento de cabeza; el sacerdote se incorporó y abrió el cajón de arriba. Estaba vacío. A continuación, abrió el segundo, el tercero y el cuarto cajón; hurgó detrás y encima de cada uno de ellos; examinó con cuidado el interior de la cómoda. No halló nada. Pero la imagen permanecía erguida, con tanta ansiedad como antes. “¿Qué querrá?”, pensó el sacerdote. De pronto se le ocurrió que acaso hubiera algo oculto debajo del papel que revestía los cajones. Levantó el forro del primer cajón: ¡nada! Pero debajo del forro del cajón inferior halló algo: una carta.

-¿Era esto lo que te inquietaba? -preguntó.

La sombra de la mujer se volvió hacia él, con su lánguida mirada en la cara.

-¿Quieres que la queme? -preguntó Daigen Oshõ.

Ella se inclinó ante él.

-Esta misma mañana será quemada en el templo -prometió el sacerdote-, y nadie la leerá salvo yo.

La imagen sonrió y se disipó.

Rompía el alba cuando el sacerdote bajó las escaleras, a cuyo pie la familia lo aguardaba expectante.

-Cálmense -les dijo-, no volverá a aparecer.

Y la sombra, en efecto, jamás regresó.

La carta fue quemada. Era una carta de amor redactada por O-Sono en la época de sus estudios en Kyõto. Pero sólo el sacerdote se enteró de su contenido, y el secreto murió con él.


El signo. Lord Dunsany (1878-1957)

Un día, al entrar en el Club de Billar a la hora del almuerzo, me di cuenta en seguida de que la conversación era un poco más profunda que de ordinario. De hecho se discutía acerca de la transmigración de las almas. Los socios eran hombres acostumbrados a hablar de temas muy variados, desde el precio de más de una mercancía en la bolsa de valores al mejor lugar para comprar ostras; sin embargo, las complejidades de la vida futura de un brahmán quedaban un poco fuera de su alcance.

Una mirada a Jorkens me indicó de lo que se trataba; si se habían metido en honduras era sobre todo para librarse de Jorkens, como alguien que, tomando el fresco en un paseo marítimo, se adentrara en el mar para evitar ponerse al corriente de una historia demasiado larga de contar. El motivo para desear librarse de Jorkens era, naturalmente, que algunos de ellos tenía historias propias que contar.

-La transmigración -dijo Jorkens- es algo de lo que se oye hablar bastante, pero raras veces se ve.

Terbut abrió la boca pero no dijo nada.

-Dio la casualidad de que se me presentó en una ocasión -prosiguió Jorkens.
-¿Se le presentó? -dijo Terbut.
-Se lo contaré -dijo Jorkens-. Cuando era joven conocí a un hombre llamado Horcher, que me impresionó muchísimo. Por ejemplo, una de las cosas que más me solían impresionar de él era la forma en que, si alguien hablaba de política y se preguntaba por lo que iría a suceder, tranquilamente decía lo que el Gobierno pensaba hacer, aunque no hubiera aparecido ni una sola palabra al respecto en ningún periódico: era siempre impresionante; y todavía más: si alguien intentaba adivinar lo que iba a suceder en Europa, llegaba él con su información con la misma tranquilidad.
-Y, ¿solía tener razón? -preguntó Terbut.
-Bueno -replicó Jorkens-, yo no diría eso. Pero nadie se arriesgaría de ninguna manera a vaticinarlo. En cualquier caso, entonces me impresionó bastante, y a los ancianos más que a mí. Y había otra cosa que hacía muy bien: me daba consejos sobre cualquier tema que se pudiera imaginar. No digo que el consejo fuera bueno, mas al menos indicaba el vasto alcance de sus intereses y su alegría por compartirlos con otros, pues con sólo oír que alguien deseaba hacer algo, se ofrecía inmediatamente a aconsejarle. Una y otra vez perdí sumas considerables de dinero a causa de sus consejos; y sin embargo había en ellos una espontaneidad, y una cierta profundidad aparente, que no podía dejar de impresionarle a uno.

...Bien, uno de aquellos lejanos días en que todavía era muy joven y todo el mundo me parecía igualmente nuevo, y la fe de los brahmanes no me era más desconocida que la teoría acerca del origen del hombre, empecé a hablar con Horcher del tema de la transmigración. Él se sonrió ante mi ignorancia, como siempre hacía, aunque amistosamente, y luego me contó todo lo que sabía sobre el tema. Los brahmanes, dijo, estaban equivocados en muchos detalles importantes al no haber estudiado científicamente la cuestión y no estar intelectualmente cualificados para entender sus aspectos más difíciles. No les contaré la teoría de la transmigración tal y como él me la explicó a mí, porque pueden ustedes leerla por sí mismos en los libros de texto. Lo que me contó no era nuevo para mí, mas sí lo fue la íntima certeza con que me la contó, y la impresión más bien excitante que dejó en mi mente de que todo lo había descubierto por sí mismo. Mas les diré un par de cosas sobre eso: una de ellas es que, a causa del interés que siempre se había tomado por las circunstancias que afectan al bienestar de las clases más bajas, estaba convencido de que sería recompensado con un considerable ascenso en su próxima existencia, "si (como él calculaba) hay justicia en la otra vida.

-Pues -decía- si no fuera recompensado en una existencia posterior, el interés por semejantes cuestiones durante esta existencia, nada tendría sentido.

Recuerdo que paseábamos por un parque mientras me contaba todo eso, y el camino estaba lleno de caracoles, que probablemente iban hacia unos álamos no muy distantes, ya que cada uno de aquellos árboles tenía varios de esos animales subiendo por su tronco, como si todos realizaran ese viaje en aquella época del año, que era a comienzos de octubre. Le recuerdo pisando los caracoles al andar, no por crueldad, pues no era cruel, sino porque pensaba que eso no podía importar a formas de vida tan absurdamente inferiores. Y la otra cosa que me dijo fue que había inventado un signo, o más bien que había inventado una forma de grabárselo en la memoria. El signo no era sino la letra griega «f», pero él era un hombre enormemente diligente y se había adiestrado o hipnotizado a sí mismo con tal vehemencia a fin de recordar ese signo, que estaba convencido de poder hacerlo automáticamente, incluso en otra existencia. En esta vida lo hacía a menudo de forma totalmente inconsciente, trazándolo en las paredes con su dedo, o incluso en el aire: se había adiestrado para hacer eso. Y me dijo que, si alguna vez me veía en la siguiente vida y se acordaba de mí (y sonrió agradablemente como si pensara que semejante recuerdo era posible), me haría ese signo, cualesquiera que fueran nuestras respectivas posiciones sociales.

-¿Y qué creía que iba a ser en la otra vida? -le pregunté a Jorkens.
-Nunca me lo dijo -contestó Jorkens-. Mas yo sabía que él estaba seguro de que iba a ser alguien enormemente importante; lo sabía por la condescendencia que mostró en su amable comportamiento cuando dijo que me haría el signo; además, estaba la lenta elegancia con que elevó la mano cuando trazó el signo en el aire, que más bien sugería a alguien sentado en un trono. No creo que le hubiera gustado lo más mínimo que yo le diera la lata en su segunda vida triunfal, a no ser por su orgullo de haber estampado ese signo en su alma a fuerza de aplicación, de manera que luego no pudiera evitar el hacerlo; y estaba convencido de que el hábito perduraría dondequiera que su alma fuera, y naturalmente deseaba que la posteridad supiera que lo había conseguido. Mientras caminamos hizo el signo inconscientemente más o menos cada media hora; desde luego se había adiestrado a hacerlo a conciencia.
-¿Y tenía alguna justificación para pensar que se sentaría en un trono si gozaba de una segunda vida? -pregunté yo.
-Bueno -dijo Jorkens-, era un hombre muy ocupado, no me corresponde a mí decir hasta qué punto su interés por las vidas de otros hombres era filantropía o intromisión. Le tomé por lo que él mismo se estimaba, de manera que ahora que está muerto no quiero valorarle de otra forma. En su opinión todos los hombres eran tontos, de manera que alguien debía cuidar de ellos, y él, a costa de bastantes esfuerzos personales, estaba preparado para hacerlo; cualquier sistema que no recompensara a un hombre tan filantrópico como él debía de ser un sistema absurdo. En realidad no creo que pensara que la Creación fuera absurda, pues creía que él iba a ser recompensado; lo más que le oí decir contra ella fue que él podía poner en orden muchas cosas mejor de lo que están si tuviera el mando del mundo, y me puso algunos ejemplos.

Bien, lo cierto es que me inculcó aquel signo, que, según dijo, probaría que la transmigración es sumamente valiosa para la ciencia; aunque yo pienso que los que más debía interesarle era que yo me diera cuenta de hasta qué cumbres se había elevado con todo merecimiento. Y en realidad logró que le creyera. Pensé mucho en ello, y a menudo me figuro a mí mismo, en mis postreros años, asistiendo a una recepción real o a cualquier otra gran ceremonia en la corte de algún país extranjero, captando de repente del soberano, yo solo en toda la reunión, aquel signo de reconocimiento que nada significaría para el resto.

Mi amigo falleció a edad avanzada cuando yo no había cumplido todavía los treinta, y decidí hacer lo que me había aconsejado: observar en mi vejez las carreras de los hombres nacidos después de su muerte que ocuparan los puestos más altos en Europa (pues Asia no le parecía gran cosa) y mostraran ciertas habilidades que en la otra vida podían esperarse de él, con todas las ventajas de su experiencia en ésta. Pues me dije: "Si lleva razón en lo de la transmigración, también la llevará en cuanto a sus posibilidades de ascenso". Y ¿saben ustedes?, llevaba razón en lo de la transmigración. Un año después de su muerte estaba yo paseando en aquel mismo parque, pensando en la letra griega F, como él me había dicho siempre que hiciera: el círculo bien marcado con la barra vertical en el medio. A menudo trazaba el signo con los dedos, como él solía hacer, para recordarlo. Aquel día lo tracé en la vieja tapia del parque. Observé un caracol ascendiendo lentamente por la tapia, y recordé su desprecio por esos animales; y, de algún modo, fue agradable pensar que él no había menospreciado a las cosas pequeñas más de lo que los demás hombres parecen hacerlo. Para él no valía la pena reparar en el rastro que el caracol dejaba en la tapia, cuyo brillo el sol incrementaba, mas consideraba igual de ridículas muchas de las obras humanas. Miré no obstante el brillante rastro del caracol en su avance, hasta que me di cuenta de que él había afirmado que sólo un tonto o un poeta perdería el tiempo con semejantes fruslerías; entonces me volví. Al hacerlo vi por el rabillo del ojo que el caracol estaba siguiendo una curva distinta. Volví a mirar y estimé un poco lo que había visto, pues la casualidad podía ser la causante; mas lo cierto es que el caracol había recorrido un cuarto de círculo muy diferente en su trayectoria de ascensión a la tapia. Era un fragmento de círculo tan claro que seguí observándolo hasta que se convirtió en un semicírculo, como antes había sido un cuarto de círculo. Mi entusiasmo creció cuando el animal empezó a descender; pues hasta entonces el caracol obviamente había estado escalando la tapia. ¿Por qué querría descender ahora? El diámetro del círculo era de unas cuatro pulgadas. El caracol avanzaba sin parar. Con mi mente absorta en el signo, yo no podía ignorar que si el caracol continuaba avanzando y completaba el círculo, equivaldría a haber trazado la mitad de aquél. Y además era del mismo tamaño que el signo que Horcher solía trazar de manera regia con su dedo índice. El caracol seguía avanzando. Cuando sólo quedaba media pulgada para completar el círculo, puede parecer tonto, pero yo mismo hice el signo en el aire con mi dedo. Sabía que el caracol no podía verlo: si realmente era Horcher, sabía que estaría haciendo el signo únicamente por el hábito adquirido, autohipnotizado en su propio ego, y que eso nada tenía que ver con el intelecto. Entonces deseché de mi mente aquella absurda idea. Sin embargo el caracol seguía avanzando. Y finalmente completó el círculo.

Bien -pensé yo-, el caracol se ha movido en círculo; muchos animales lo hacen: los perros lo hacen frecuentemente, los pájaros supongo que también, ¿por qué no los caracoles? Y debí de quedarme quieto.

Sepan que el caracol, tan pronto como finalizó su recorrido, siguió subiendo por la tapia en línea recta, dividiendo el círculo de su trayectoria en dos mitades con una precisión como nunca he visto. Me quedé allí de pie, mirando fijamente, con la boca y los ojos completamente abiertos. Primero fue la trayectoria completamente vertical mediante la cual el caracol escaló la tapia, luego el círculo, y ahora la continuación de la línea vertical dividiendo aquél en dos. En eso, el animal llegó a lo alto del círculo. ¿Qué iría a pasar entonces? El caracol continuó en línea recta hacia arriba. Llegó a un punto un par de pulgadas por encima de la parte superior del círculo y allí se detuvo, después de haber trazado una perfecta F, probando que el sueño de los brahmanes era una realidad.

-Pobre Horcher -dije yo.
-¿Hizo usted algo con el caracol? -preguntó Terbut.
-Por un momento pensé en matarlo -dijo Jorkens- para brindarle a Horcher una mejor oportunidad en su tercera vida. Y entonces me di cuenta de que había algo en su concepción de la vida que requeriría centenares de ellas para ser purificado. No podía ir por ahí matando caracoles sin parar, ¿me entienden?


El sello de R'lyeh. August Derleth (1909-1971)

Mi abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía decir a mis padres, refiriéndose a mí: «¡Cuidad que siempre esté lejos de la mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer el agua, cuando de hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que nacen bajo uno de los signos acuáticos -el mío es Piscis- sienten una natural predilección por el agua. También se dice que poseen ciertos dones psíquicos, pero ésta es otra cuestión. El cualquier caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma -lo cual, dicho a la luz del día, resulta un modismo un tanto ambiguo-. Antes de morir mi padre en accidente de automóvil, acostumbraba a repetirlo con frecuencia, también. Después, ya no fue necesario; mi madre me crió entre montañas, bien lejos de la vista, del ruido y de los olores del mar.

Pero tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba estudiando en una universidad del Medio Oeste, cuando murió mi madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome todo cuanto poseía. yo no había llegado a conocerle. Era el excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra. Se le conocía por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba, excepto mi abuelo, que suspiraba con pena cada vez que hablaba de él. Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía un tío abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al parecer, nadie sabía a qué se dedicaba allí, salvo que sus actividades se relacionaban con la mar o la navegación... Era natural, pues, que heredara yo las posesiones de tío Sylvan.

Tenía dos propiedades, y daba la casualidad de que ambas lindaban con la mar. Una se hallaba en un pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth, y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de dicho pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero suficiente para no tener que volver a la Universidad, ni verme obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante veintidós años: ver la mar, y tal vez comprar un balandro, un yate, o lo que quisiera. Pero las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al abogado y después marché a Innsmouth. Me pareció un pueblo extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño y enigmático, como si supieran algo inconfesable de tío Sylvan. Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las dos. Saltaba a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría que, para sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada construir por mi bisabuelo -el que estuvo dedicado al comercio con China- y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en aquel pueblo.

Mi tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía sólo cincuenta años cuando murió, pero últimamente había llevado una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía, retirado en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo que un amante de la belleza llamaría un casa encantadora, pero de todos modos tenía su atractivo, y por mi parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer momento sentí como si aquella casa perteneciese a la mar. En ella resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la aislaba de la tierra. En cambio, sus inmensos ventanales se abrían al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos treinta años, según me dijeron, y había sido construido por mi tío, en el mismo solar donde se alzara otro más antiguo, que también había pertenecido a mi bisabuelo.

Era una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la pena recordar es el gran estudio central. Aunque el resto de la casa era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía una altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas de libros y objetos curiosos, de tallas y esculturas de formas exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes del mundo, en especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya, inca, y de antiguas tribus indias de las regiones nordoccidentales del continente americano. Era, pues, una colación fascinante, comenzada por mi abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura octópoda, cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados entre las paredes y dicho centro. Nada había colocado sobre al alfombra.

Por lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de la casa. Tejido en las alfombras -también en la que ocupaba el centro del estudio-, en los cortinajes, en los entrepaños, se repetía un motivo ornamental que parecía como un sello singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía una representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el portador de agua -acaso elaborada en edades remotas, cuando la forma de Acuario no era exactamente como es hoy- coronando los vestigios de una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del círculo, se alzaba una figura indescriptible, a la vez reptil y pez, octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan tenues que apenas podían leerse, el disco estaba circundado por unas palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo en lo más profundo de mi ser:

Pb'glui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgh'nagl fhtagn

No me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera sobre mí la más grande atracción desde el primer momento, aunque no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente inexplicable era el imperioso hechizo de la mar. Aunque jamás había puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima sensación de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio, hacia el Este. Lo más cerca que estuve de la costa fue con ocasión de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón. Esta atracción innegable que sentía hacia la mar, la atribuí a una tendencia ancestral que me venía de familia. ¿No habían trabajado mis antepasados en la mar, y habían formado sus hogares junto a la costa? ¿y durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos, pero eran más. Generación tras generación, todos habían sido navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a mi abuelo a irse a vivir tierra adentro y apartarse de la mar en lo sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo que sucedió después, y quiero dejar constancia antes de que llegue la hora de reunirme con los míos. La casa y la mar me atraían; ambas constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más sentido en ellas que en la morada que tan felizmente compartiera con mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante -y esto era más extraño aún-, no me lo parecía a mí. Al contrario, me resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.

Al principio. no contaba con elementos de juicio para saber qué clase de hombre había sido mi tío Sylvan. Encontré un retrato suyo bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la fotografía. Representaba a un joven tremendamente serio, de unos veinte años de edad, que, aun no careciendo de cierto atractivo, podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería algo vagamente inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas más recientes, pero conocí a algunas personas que se acordaban de él, de cuando iba a Innsmouth, a pie o en coche, a hacer sus compras. Me enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde fui a comprar provisiones para la semana.

-¿Es usted de los Phillips? -me preguntó el anciano propietario.
Le contesté que sí.
-¿Hijo de Sylvan?
-Mi tío no llegó a casarse.
-Ya... Eso decía él -replicó-. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo está su padre?
-Ha muerto.
-También, ¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
-Yo soy el último de la mía.
-Los Phillips, en tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una familia muy antigua... Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis antepasados.
-¿Es posible?

Me miró un instante casi con incredulidad. Bueno, los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias formaban una sociedad hace muchos años. Comerciaban con China. Los fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón, China, las islas... y de allí traían... -aquí se detuvo; su rostro palideció ligeramente, y luego se encogió de hombros- muchas cosas, ¡muchas! -me miró perplejo-. Se va a quedar por aquí, ¿verdad? Le contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había tomado posesión de ella. Ahora andaba buscando personal de servicio.

-No encontrará -dijo moviendo la cabeza- La finca está demasiado lejos, y a la gente no le gusta. Si quedara alguno de los Phillips... -abrió los brazos con desaliento-. Pero casi todos murieron el año veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá pueda encontrar a alguno de los Marsh que le eche una mano. No todos murieron aquella noche.
Esta referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo. Lo único que me preocupaba era encontrar a alguien que me ayudara en los avíos de la casa.
-Marsh -repetí-. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
-Conozco a una -dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para sus adentros.
Así conocí a Ada Marsh.

Tenía veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más joven, y otros, mucho más vieja. Fui a la casa, la encontré, y le pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil -un Ford viejísimo de modelo T- y que podía ir y volver; además, la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella el «refugio de Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por entrar a mi servicio, y me prometió que iría a casa aquel mismo día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual que en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros. Para mí, aquella boca inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos, innegablemente fríos, me parecían muy cálidos en ciertos momentos. Vino a la mañana siguiente. Al verla andar por la casa, comprendí que ya había estado antes en ella.

-No es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? -dije.
-Los Marsh y los Phillips son viejos amigos -dijo, y me miró como si yo tuviera la obligación de saberlo. Y en aquel momento, me invadió la sensación de que yo sabía que así era, en efecto.
-Muy, muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma, tan viejos como el portador del agua, y como el agua.
También ella era extraña. Me enteré de que había estado más de una vez en la casa como invitada del tío Sylvan. Ahora había accedido a venir a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los labios -«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»-, que me hizo pensar en el dibujo que tanto se repetía a nuestro alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se me ocurrió esta asociación, y experimenté una vaga sensación de inquietud.
-¿Ha oído, señor Phillips? -preguntó entonces.
-¿El qué?
-Si lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.

Pero su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería era tener acceso a la casa. Lo descubrí un día que salí a buscar unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La estuve observando un rato: cogía los libros y los hojeaba, separaba cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas de las estanterías... En una palabra, registraba en todas partes donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir, di un portazo, y cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el polvo, como si nunca hubiera hecho otra cosa. Mi primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar. Si buscaba algo, quizá lo encontrara yo antes que ella. Así que no le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por donde ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por los sitios donde la había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más grande que un libro.

-¿Sería un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa misma pregunta.
Como es natural, no encontré nada, a pesar de que estuve buscando hasta medianoche. Lo dejé estar, rendido de cansancio, pero satisfecho: había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas butacas alineadas junto a la pared, en aquella misma estancia, y entonces sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra mejor y más precisa. Me había quedado algo adormilado, cuando oí un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia de grandes proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido de que la casa misma, el peñasco entre el cual se asentaba, y la mar que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la misma impresión que he tenido otras veces al contemplar los cuadros de ciertos pintores contemporáneos -en especial los de Dale Nichols- que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un hombre o una mujer dormidos. Entonces me dio la impresión, digo, de que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser tan grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.

No recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto a lo que se refería? No me cabía duda de que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban tan vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas hacia el horizonte de Oriente. Continué sentado, bajo el influjo de dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si efectivamente respirara? Estaba convencido de que sí. De momento lo atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que seguramente estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de aquellas gentes hacia este lugar. Al tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.

-¿Qué busca usted, Ada? -pregunté.
Ella me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto registrar anteriormente.
-Su tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había descubierto lo que buscaba. A mí también me interesa. Y quizá a usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros... como los Marsh y los Phillips de antes.
-¿Y qué es lo que busca?
-Puede ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... -encogió los hombros-. Su tío me dijo muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas. ¿Adónde? Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por carretera.
-Tal vez pueda descubrirlo yo.
Negó con la cabeza.
-Usted no tiene idea. Usted es como... como un forastero.
-¿Pero me podría usted explicar algo?
-No. Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven para comprender. No, señor Phillips, no le diré nada. No está usted preparado.
Aquello me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su actitud era como de desafío.

II.

Dos días más tarde, di con lo que buscaba Ada. Los papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había mirado al principio: detrás de un estante de libros raros. Pero se hallaban guardados en un cajoncito secreto que abrí por pura casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas de papel cubiertas con la letra menuda de mi tío. Inmediatamente lo llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a esas horas de la noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos. Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino que me sentía atraído hacia ella, muchísimo más de lo que podía haberme imaginado la primera vez que la vi. Incuestionablemente, el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi existencia. Digamos que mis primeros veintidós años habían transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían constituido como una fase de latencia, previa a mi acceso a un nuevo plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el descubrimiento -y la lectura, evidentemente- de los papeles. Pero del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una palabra: «Plataforma cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox. Singapur. ¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé; E. sostiene que R. está cerca de Inns. Princ. autores lo suponen en las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la Plataforma Cont. de Inns. a Singapur?» Este era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:

«C..., que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. El está en R. (en Inns. y Ponapé), entre las islas y en lo más hondo. Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el primer contacto? ¿En .Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra, o bajo las aguas? Pero en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi tío. Había también otros documentos con revelaciones aún más turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no nombraba. Decía así:
-Cierto día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su Primer Piloto Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory, había naufragado con toda su tripulación en las Marquesas. El Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth en un bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no obstante haber recorrido una distancia de varios miles de kilómetros en una embarcación prácticamente incapaz de realizar esa proeza. A partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una generación. Surgió una raza extraña entre los Marsh y los Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se sabe de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto tomaron por esposas, pero dieron a luz una camada de seres endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y contra la cual no me han valido mis plegarias al Señor. ¿Qué son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas de la noche? Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es necedad. ¿Qué habían de ser, sino las hordas malditas, engendradas por Marsh y por Phillips?...

No continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví a coger el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
-R. está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C., aletargado en las profundidades, en espera del día de su resurgimiento.
Pero no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta última anotación había muchísimas más. Evidentemente, mi tío se había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances. Hablaba de Cthulhu y R'lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los Fragmentos de Sussex, del Necronomicon, de la Galería de Marsh, del Abominable Hombre de las Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia, era de R'lyeh, del Gran Cthulhu -el «R.» y el «C.» de sus papeles- y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual, como bien se deducía de sus escritos, tenía por objeto descubrir los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros, según la forma con que él anotaba sus ideas. Desde luego, sus notas estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las entendería. Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder recurrir.

Entre los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por alguna mano más antigua que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una representación desmañada del mundo, pero no del mundo que conocía yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un mundo que sólo había existido en la imaginación de quien lo había trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el Desierto de Hielo», zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo». En el mar de Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano. También estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de Innsmouth, así como Ponapé. Estos últimos puntos eran perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de aquel mapa fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí. Escondí mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo, y regresé, pese a lo tarde que era ya, a la habitación central. Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante tras el cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus notas: los Fragmentos de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Libro de Eibon, los Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, y muchos otros. Pero, ¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que apenas dominaba yo, aun cuando, mal que peor, pudiera defenderme en francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como para sentir miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío Sylvan me hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus investigaciones, y una ciencia que ya era vieja millones de años antes de aparecer el hombre.

Aquella noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la estancia haciendo palidecer las luces de las lámparas. Y así fue cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los rebeldes Primordiales. Entre estos Primordiales se contaban: el Gran Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de Hali, en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran Azathoth... y todos habían sido vencidos y expulsados a los espacios exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con ayuda de sus seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y someter a Los Dioses Arquetípicos. Y me enteré también del nombre de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y las regiones acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las Nieves, habitante del Tíbet y la oculta Meseta de Leng; los Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato de El Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de Ithaqua. Y me enteré, también, de su rivalidad, una y múltiple a la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una colección de recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus creencias. Por otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con la curiosa sentencia que adornaba las decoraciones de la casa de mi tío: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. En más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»

Y las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el de encontrar ¡el refugio subacuático de Cthulhu!
A la fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias conclusiones. ¿Acaso creía mi tío Sylvan en semejante maraña de fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de combatir su aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío era inmensa, abarcaba toda la literatura universal. Sin embargo, una sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de temas esotéricos, a libros sobre creencias extrañas y hechos más extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros sobre religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una abundante cantidad de álbumes con artículos recortados de periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una sensación de miedo y una chispa de irresistible regocijo. En efecto, estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una prueba singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío. De todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas las creencias religiosas, todos los mitos, cualquiera que sea la cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus fundamentos. Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también formaba parte de las teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos -que, según lo que pude colegir, venían a ser lo mismo- representaban el Bien original. Los Primordiales representaban el Mal. Como sucede en muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en este caso, a los Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y servidos por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los espacios interplanetarios. Los Primordiales no sólo combatían a los Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma, representaciones de las fuerzas elementales, y cada uno correspondía a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire; Hastur, a los espacios siderales. Otros, representaban las grandes fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los Dioses, la fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en cierto modo, el principio del mal.

¿No resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás? Los Dioses Arquetípicos pudieron convertirse, andando el tiempo, en la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales, para la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo único que me inquietaba, era que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco esto tenía demasiada importancia, porque ya se sabe que en la historia de la humanidad se superponen continuamente distintos eslabones evolutivos de una misma creencia. Más aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de Cthulhu eran muy anteriores no sólo al cristianismo, sino incluso a las creencias de la antigua China y de los albores de la humanidad, habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra: entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti de las altas mesetas de Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en la mar, conocidos como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o producto quizá de ciertas mutaciones aparecidas en el curso de la evolución humana. Tales mitos habían sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en determinados símbolos religiosos muy posteriores: en Quetzalcoatl y otros Dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de Pascua, en las máscaras ceremoniales de los polinesios y los indios americanos de la costa noroccidental, donde aún persistían, como motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a la que simbolizaba a Cthulhu. En resumen, podía decirse con seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.

Aun adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por la tremenda cantidad de artículos que había recogido mi tío. Las prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme dudar de mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente informativo. Tales artículos, además, no procedían de la prensa sensacionalista, sino de revistas serias como el National Geographic. Total, que me quedé hecho un mar de confusiones. ¿Qué pudo haberle pasado a Johansen, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso cabía otra explicación? ¿Y por qué el gobierno americano envió destructores y submarinos para machacar con cargas de profundidad los alrededores del Arrecife del Diablo, frente al puerto de Innsmouth?** ¿Y por qué la policía detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros? ¿Cómo explicar todo esto, si no era cierto que se habían descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían relaciones diabólicas con ciertos seres que habitaban en la mar, a los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo, durante la noche? ¿Y que le sucedió a Wilmarth en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó demasiado a la verdad? ¿y qué fue de todos los escritores que habían tomado el asunto como pura ficción -Lovecraft, Howard, Barlow-, o lo habían enfocado de forma científica -como Fort-, cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio? Murieron. Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte prematura, cuando todavía eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras, aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado en forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más, porque me pareció que las fantasías de H. P. Lovecraft se hallaban tan cerca de la verdad como los hechos -tan inexplicables para la ciencia- recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft fueran fantasías, se ceñían a los hechos -aun rechazando los recopilados por Fort- que subyacen bajo las creencias del género humano. En sí mismos, estos relatos eran cuasi míticos, como el destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado el momento, para mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío, y de bucear en sus anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de emprender la búsqueda del reino sumergido -o de la ciudad sumergida- de R'lyeh. Yo no sabía si era reino ni ciudad, o si rodeaba la tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del Pacífico; pero sí sabía que era allí, donde había sido desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto: «¡Cthulhu muerto, sueña!», decía más de un relato... en espera de que llegue el momento de rebelarse nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero. Pues, ¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en ley de vida, y entonces es justo combatir el bien? ¿Acaso no es la mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o, como dice la humanidad, el mal, lo abominable?

Mi tío había buscado R'lyeh, y había descrito sus investigaciones de manera sobrecogedora. Había descendido a las profundidades del Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios había empleado. ¿Había utilizado un equipo de buzo? ¿Acaso una batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de sumersión. Sus largas ausencias, por otra parte, se debían a estas exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus aparatos, ni éstos habían aparecido entre sus bienes. Si R'lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada Marsh? Tenía que averiguarlo. Para ello, dejé al día siguiente algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las arreglé para poder vigilarla en el momento en que las descubriera. Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era lo que yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos papeles. Pero, ¿cómo? Entré. Antes de que pudiera abrir la boca, me abordó.

-¡Los ha descubierto! -exclamó.
-¿Cómo sabía usted que existían?
-Porque conocía sus trabajos.
-¿Su búsqueda?
Afirmó con la cabeza.
-No es posible que crea usted en esas cosas -protesté yo.
-¡Cuidado que es usted estúpido! -exclamó coléricamente-. ¿No le dijeron nada sus padres? ¿Ni su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la ignorancia?
Se acercó a mí y me arrojó los papeles.
-¡Déjeme ver los demás!
Hice un signo negativo.
-¡Por favor! A usted no le son de utilidad -insistió.
-Eso ya lo veremos.
-Dígame entonces si él había... si había iniciado sus exploraciones.
-Sí. Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al oír estas palabras me lanzó un mirada desafiante, y a la vez, de desprecio y de lástima.
-¡Ni siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo que tiene a sus pies?
-¿La alfombra? -pregunté perplejo.
-No, no... el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué? ¡Porque es el gran sello de R'lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su anillo.

III.

Después de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé hasta mucho después de medianoche, cuando los hube leído casi todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil creer aquello, a pesar de que mi tío no sólo lo había escrito íntimamente convencido de su veracidad, sino que además parecía haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde temprana edad se había dedicado a la busca del reino sumergido, y había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones a ciertos encuentros, que unas veces tuvieron lugar en las profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad envuelta en misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya cerca de Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según algunos no eran enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y, como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba de un pasado remoto. Y no obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de credulidad irreprimible. Mi razón vacilaba entre las extrañas insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de abreviaturas y elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra conocidos. Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres» (¿quizá algún Phillips entre ellos?), al descubrimiento de unas fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de Obadiah -de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente morena, boca enorme y labios finos-, y sus hijas, que casi todas habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las extrañas alusiones a la forma en que caminaban, como a saltos, «los descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del Cory», como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de equivocarse respecto al significado de sus notas: Obadiah Marsh se había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque vivía allí, y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma de ese matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de 1928, en la que perdieron la vida tantísimos miembros de las viejas familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba el eco del desastre.

En efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre aliadas a los Profundos, y eran, como éstos, criaturas anfibias. No decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni especificaba qué tipo de relación había entre él y esas criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus Phillips, ni tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé, poseían los rasgos típicos de sus mujeres y sus hijos. Pero era imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted es de los nuestros!»? ¿O aludía a un secreto más sombrío todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo a la mar era debida a que conocía las hazañas de su padre. Al menos él, había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario. Pero los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para poder sacar una idea coherente de todo el asunto, y por otra, demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa era un «abrigo»», un «punto» de contacto, un «acceso a lo que está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también frecuentes consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más adelante no volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas eran oscuras y difíciles, tremendas y maravillosas. Me llenaban de terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada, contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.

Indagué por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era recelosa. Algunas personas me esquivaban declaradamente. Otras, cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se santiguaban de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie quiso darme información alguna. Tampoco pude hacer uso de libros y crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el bibliotecario, habían sido confiscados en su mayoría por el Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más sombríos; en la gran biblioteca de la Universidad del Miskatonic descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber oculto: el casi mítico Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la estrecha vigilancia de un auxiliar bibliotecario. Unas dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío encontré la sortija. La encontré donde menos habría imaginado, y, sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba guardado en un cajón del escritorio. El anillo era de plata maciza, y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla -aunque no lo era-, y en su superficie llevaba grabado el sello de R'lyeh.

La examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de extraordinario, salvo su tamaño. Sin embargo, el hecho de llevarla puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube colocado en un dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales retrocediesen ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté a este respecto, fue el susurro de la casa y el peñasco, acompasado ahora al blando movimiento de la mar. Era como si la casa y la roca se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el rítmico vaivén del agua bajo el mismo edificio. Al mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré conciencia de un luminoso despertar psíquico. Gracias a la sortija, percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles incalculablemente poderosas, que tenían la casa de mi tío como punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las inmensas fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí hasta convertirse en una isla azotada por una mar embravecida, batida por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado, próximo a la desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el sonido de un voz horrible, animal, que se elevaba en un ulular espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las profundidades de la tierra: ¡de debajo de la casa!

Me arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa y el peñasco volvieron a su quietud y soledad. Los vientos y las aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi vivencia extrasensorial había terminado, y nuevamente pareció como si las cosas recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de mi tío era, pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a otras regiones del ser. Gracias a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para llegar a la mar. Yo llevaba mucho tiempo buscando un sendero que bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales de uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían por el declive acantilado; en determinados puntos, habían excavado unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no había sitio para varar una embarcación, y el agua allí era profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación de goce casi irracional, tan grande era el placer que me daba el nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba demasiado lejos del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se tratara de un buen nadador como -para asombro mío- comprobé que era yo. Tenía intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por ella por quien supe de su existencia; pero desde el día en que me negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido merodeando por los alrededores, o había descubierto su coche estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de mi finca, tierra adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de la gente me manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me dirigían curiosas miradas, tímidas, aunque llenas de un significado que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así, sistemáticamente se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían en el barrio marinero.

De modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que llevaba a mi tío hasta la mar. Un día me puse la sortija y, atraído por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al cruzar la gran habitación central de que me era virtualmente imposible salir de ella; era como si todo el salón tirase del anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una gran fuerza psíquica, y me quedé inmóvil, en espera de que ésta me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un híbrido espantoso de batracio y se hallaba fija en un pedestal adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me acerqué, la agarré, empujé y tiré de ella, y finalmente traté de hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda, cedió. Inmediatamente se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la sección del suelo que estaba cubierta por la alfombra con el sello de R'lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me acerqué asombrado. El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al pozo y vi una gran profundidad, oscura y bostezante, por la que descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida roca sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Cogí al azar un tomo de las obras de Dumas, y lo dejé caer. Escuché atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.

Entonces, con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo cada vez más fuerte el olor a mar. ¡No era extraño que se sintiera la mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los escalones estaban mojados, y oí el incesante movimiento del agua, el chapoteo de la mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por último, llegué al final de la escalera y vi que me encontraba en el borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella habría cabido la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino que mi tío había empleado hasta la mar. Pero entonces me quedé más desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote ni equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de las cerillas, aún descubrí algo más: unas señales largas, unos rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado en el piso de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina, en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del gran salón central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi familia.

No sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua, con el sello de R'lyeh en mi dedo, percibí en la profundidad de las aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino del exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la existencia de alguna comunicación. Esta comunicación estaría bajo la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas, las paredes de la caverna eran de sólida roca sin grietas ni hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación con la mar y yo debía encontrarla sin demora. Subí de nuevo las escaleras, cerré la abertura, cogí el coche y salí rápidamente para Boston. Volví ya de noche con una escafandra y una botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de sabiduría, con ciudades que se alzaban en fabulosos rincones de la tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del Tíbet, las insondables profundidades de la mar... Soñé que me movía entre moradas de fantástica belleza, junto con otros individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de pesadilla, criaturas cuyo aspecto me habría helado la sangre a la luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una sola razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito. Pasé la noche entera soñando otros mundos, otras manifestaciones de vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos seres provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y sumisión religiosa. A la mañana siguiente me desperté agotado y, no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos sueños en la realidad, y me sintiera aún en posesión de un vigor inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas que había de pasar.

Pero me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me coloqué las botellas de oxígeno, y descendí a la caverna. Aun ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación sin llenarme de asombro. Me sumergí con mucha precaución en aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me orienté hacia el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del doble que la de una persona. De pronto, llegué a su desembocadura y de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia el fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y arena, de vegetación acuática que ondeaba y se retorcía bajo la luz difusa de las profundidades. Empecé a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo el peso de las botellas y la escafandra a la hora de subir. Tal vez me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a llegar hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi inspección. A pesar de todo, continué adelante, alejándome de la costa de Innsmouth en dirección Sur. De repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi voluntad, avanzaba como atraído por un influjo. Las botellas no tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible cambiar el rumbo que llevaba mar adentro. Era como si una fuerza me obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa, a bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa de la casa en dirección Sudeste. Continué en esta dirección sin detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el pánico... Era preciso dar media vuelta, tenía que emprender el camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a punto de terminarse, sería casi imposible llegar al pie de la escalera secreta, si no volvía inmediatamente.

Había algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como dominado por una voluntad superior que anulaba la mía propia. No tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo que me sentía obligado a hacer. El oxígeno disminuía por segundos. Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar de que no sentía la fatiga de nadar -en efecto, lo hacia casi con milagrosa facilidad-, siempre regresaba al fondo del océano y tomaba nuevamente el mismo rumbo. En una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de escudriñar aquellas profundidades. Me dio la impresión de que me seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una sirena porque me pareció verle como una cabellera flotante. Pero poco después se perdió entre las rocas y las tupidas algas de aquel paraje. No me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a continuar, hasta que por último me di cuenta de que el oxígeno tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caer por un tremenda grieta que se abría en el fondo del océano. Unos segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del gran pez que me seguía. Se lanzó velozmente sobre mí y noté que unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un pez ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos cabellos ondeantes, que nadaba con la soltura y facilidad de un habitante del océano!

IV.

Lo que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de todo. Casi inconsciente, sentí que Ada Marsh me arrancaba la escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a poco, fui recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con sus dedos fuertes y robustos, nadando, no hacia la superficie, sino hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma facilidad que ella, y como ella, abría y cerraba la boca como si respirara a través del agua... ¡y así era, en efecto! Sin sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance todas las inmensas maravillas de la mar... ¡podía respirar sin necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio! Ada avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo era más. Ya no caminaba pesadamente por el fondo del océano, sino que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas que estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de moverme libremente en el agua, hacia una meta que vislumbraba vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca, mientras allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor del horizonte, y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.

A esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que acaso pertenecía a la costa o a una isla. Cuando salimos a flote, vi que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía de la mar y desde el cual se podían ver las luces parpadeantes de un puerto lejano. Miré en torno, buscando con los ojos a Ada Marsh. La vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre nosotros y la costa, se balanceaban las sombras de unos botes. Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente a Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928, nuestros antecesores habían confraternizado con sus hermanos de las profundidades.

-¿Cómo pudiste ignorarlo? -preguntó Ada-. Has estado a punto de morir asfixiado. Si no llego a seguirte...
-Nunca tuve ocasión de enterarme.
-¿Cómo crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo buscaría yo también. Encontraríamos primero el sello de R'lyeh, y después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser cuya llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura de que R'lyeh no se hallaba frente a Innsmouth. Y para demostrarlo, me condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas -ahora en ruinas, como consecuencia de las cargas de profundidad arrojadas en 1928- donde, muchos años antes, los primeros Marsh y Phillips había mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre las ruinas de la que en tiempos fuera gran ciudad, y entre ellas vi al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era una caricatura grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con unos movimientos exagerados, idénticos a los de los batracios. Se nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún miedo, pues reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior. Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al piso del océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo habían sido derruidas otras ciudades submarinas, merced al empeño de un reducido numero de hombres determinados a evitar el regreso del gran Cthulhu.

Después, subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había dejado sus ropas. Allí hicimos un pacto que nos uniría mutuamente, y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra búsqueda. A las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya tripulación ignoraba por completo el objeto del viaje. Confiábamos en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que buscábamos en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de navegación. Y una vez hallado, nos uniríamos para siempre con nuestros hermanos de la mar, con los servidores que aguardan el día de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer a los Dioses Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir. En Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos directamente desde allí para investigar; otras, zarpábamos en nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los tripulantes. Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó mucho tiempo en completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos en aquellas expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran avión de una línea comercial..., pero eso no sucedió más que una sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un año antes me habrían parecido propias de bestias, que únicamente nos impulsaba a seguir adelante la urgencia de nuestra búsqueda, y que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

¿Cómo describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos las grandes ciudades del fondo oceánico. La más grande de todas, la más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas, entre alminares y cúpulas, paseamos días y días en aquella ciudad sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí vimos cómo vivían los Profundos, confraternizamos con extraños seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos, luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a Aquel cuya llamada se oye en las profundidades, aunque no se sepa dónde yace y sueña con el día en que haya de volver. Nuestras continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio, siempre a la busca del gran sello bajo el que yace El, transcurrían en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante, animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros más cercano cada vez. El tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente del anterior, y nadie podía predecir lo que nos depararía el siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos obligados a alejarnos de él en bote y buscar la costa de alguna isla que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo. Todo esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los componentes de la tripulación hacían más preguntas cada vez, convencidos de que andábamos detrás de algún tesoro escondido y dispuestos a exigirnos su parte, de modo que se nos hacía difícil evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.

Tres meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el ancla frente a una isla de roca negra, deshabitada, bastante apartada de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto, parecía un solevantamiento geológico de roca basáltica, que en algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero que sin duda había sufrido intensos bombardeos durante la pasada guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla negra y nos zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente en ruinas por la acción del enemigo. Pero aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran extensión, se veían bastantes zonas no dañadas. Y allí, en uno de los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo, descubrimos lo que íbamos buscando. En el centro de una inmensa nave de techo más alto que el de una catedral, había una gran losa en cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de modelo a los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de R'lyeh! Y recogidos ante él, oímos un ruido que brotaba de abajo, como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como la mar, agitado por los sueños... Comprendimos que había llegado al final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio de Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades, del que sueña en los abismos y cuyos sueños significan el dominio de la tierra y de todos los universos, pues El necesitará de Ada Marsh y de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de su resurrección.

Escribo a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y buscaremos la forma de levantar el sello. ¿Fueron de verdad los Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran Cthulhu para impedir su regreso? ¿y nos atreveremos nosotros a hacer saltar el sello y comparecer ante la presencia de El Que Duerme allí? No estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos oído su llamada y hemos obedecido, no estamos solos. Otros hay que vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también del apareamiento de los hombres con las mujeres de la mar, y pronto las aguas serán nuestras por entero, y después la Tierra toda, y más. Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.

Suelto aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times de Singapur:

La tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad, después de haber sido detenida con motivo de la desaparición del señor Marius Phillips y de su esposa, que habían fletado la citada embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de Polinesia. El señor y la señora Phillips fueron vistos por última vez en las proximidades de un islote situado, más o menos, a 47° 53' latitud Sur, y 127° 37' longitud Oeste. Se habían alejado en bote, y abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba fondeado el barco. Al parecer, del islote se lanzaron al agua, según varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber presenciado un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El capitán, que estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró que ambos vieron cómo su patrón y su esposa eran lanzados al aire por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al registrar la isla, hallaron las ropas de ambos esposos en el bote. En el sucucho de proa encontraron un manuscrito fantástico con pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene hechos ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de Singapur. No se ha encontrado rastro alguno del matrimonio Phillips...