sábado, 31 de agosto de 2024

Horror en el cementerio. H.P. Lovecraft (1890-1937) Hazel Heald (1895-1961)

Cuando la carretera estatal a Rutland está cerrada, los viajeros se ven obligados a tomar la ruta de Stillwater que cruza Swamp Hollow. El paisaje es soberbio en ciertos lugares, pero por alguna razón esa vía ha sido impopular durante años. Hay algo deprimente en ella, especialmente cerca del propio Stillwater. Los motoristas sienten una ligera desazón ante la granja cerrada a cal y canto del montículo al norte del pueblo, y ante el idiota de barba que ronda el viejo cementerio del sur, hablando aparentemente con los ocupantes de algunas tumbas. Actualmente no queda mucho de Stillwater. El suelo se ha agotado, y la mayoría de la gente se ha mudado a los pueblos del otro lado del lejano río o la ciudad de más allá de las distantes colinas. El campanario de la antigua iglesia blanca se ha derrumbado, y la mitad de la escasa veintena de dispersas casas están vacías y en diverso estado de decadencia. La vía normal existe sólo alrededor del almacén y estación de servicio de Peck, donde un curioso se detiene a veces para preguntar por la casa cerrada y el idiota que cuchichea con los muertos. La mayoría de los preguntones se marchan con una sensación de disgusto e inquietud. Encuentran a los cansados y ociosos extrañamente descorteses y llenos de innombrables insinuaciones al comentar sucesos del pasado. Hay una cualidad amenazadora y portentosa el tono que emplean para describir sucesos triviales una incalificable e injustificada tendencia a asumir un aire furtivo, insinuante y confidencial, así como en caer en espantados susurros al entrar en ciertos pormenores que turba insidiosamente al oyente. Los viejos yanquis a menudo hablan así, pero, en este caso, el melancólico aspecto de la aldea semidesmoronada y la deprimente naturaleza de la historia narrada prestan a esos ademanes lóbregos y oscurantistas un significado adicional.

Uno siente profundamente el horror intrínseco que acecha tras el aislado puritano y sus extrañas represiones; siente esto y se apresura a escapar precipitadamente en busca de aires mas puros. Los ociosos susurraban, de un modo impresionante, que la casa cerrada era la de la vieja Miss Sprague: Sophie Sprague, cuyo hermano Tom fue enterrado el 17 de junio de 1886. Sophie nunca fue la misma tras el funeral tras de eso y de lo que sucedió después del funeral, y al fin eligió permanecer dentro por siempre. Nunca se la ve, pero deja notas bajo la esterilla de la puerta trasera y hace que el chico de Ned Peck le lleve las cosas desde el almacén. Tiene miedo de algo… del cementerio de Swamp Hollow según la mayoría. Nunca pudieron llevarla a sus proximidades desde que su hermano y el otro fueron sepultados allí. No es de extrañar, sin embargo, en vista de las imprecaciones del loco Johnny Dow. Merodea por el cementerio día y noche, y asegura que habla con Tom… y con el otro. Luego se va a casa de Sophie y le grita cosas, por eso comenzó a dejar cerrados los postigos. Él dice que hay cosas que irán desde algún sitio para llevársela algún día. Aunque debieron pararle los pies, uno no puede ser muy duro con el pobre Johnny. Además, Steve Barbour siempre tuvo su propia opinión. Johnny hablaba con dos que están en las tumbas. Uno es Tom Sprague. El otro, en el lado opuesto del camposanto, es Henry Thorndike, que fue enterrado el mismo día. Henry tenía la funeraria de la aldea la única en kilómetros a la redonda y no era nada querido en Stillwater. Originario de Rutland, había ido a la universidad y era un hombre muy leído. Sabía cosas extrañas de las que nadie había nunca oído hablar, y hacía experimentos químicos con dudosos propósitos.

Siempre intentando inventar algo nuevo: algún líquido embalsamador revolucionario o alguna estúpida especie de medicamento. Algunos decían que quiso hacerse médico y fracasó, abrazando entonces la profesión más cercana. Por supuesto, no había muchos funerales en un lugar como Stillwater, pero Henry ejercía al mismo tiempo labores de granjero. Ordinario, de temperamento morboso… y bebedor a escondidas, a juzgar por las botellas vacías en su cubo de la basura. No es de extrañar que Tom Sprague le odiara y vetara su ingreso a la logia masónica, y le advirtiera que se apartase de Sophie. La forma en que experimentaba con animales iba contra la Naturaleza y las Escrituras. ¿Quién podría olvidar el estado en que se encontró a aquel perro, o lo que le sucedió al gato de la vieja Miss Akeley? Luego vino el caso del ternero del diácono Leavitt, cuando Tom capitaneo a un grupo de mozos para pedir explicaciones. Lo más curioso fue que el ternero estaba vivo después de todo, aunque Tom lo había encontrado tan tieso como una badila. Algunos dijeron que alguien había gastado una broma a Tom, pero Thorndike probablemente pensó de otra manera, ya que había caído bajo el puño de su enemigo antes que se descubriera el error. Tom, por supuesto, estaba medio borracho en ese momento. Era un bruto vicioso en el mejor de los casos y, con sus amenazas, tenia medio acobardada a su pobre hermana. Probablemente ése es el motivo que ella siga siendo una criatura atenazada por el miedo. Eran los dos únicos miembros de su familia, y Tom nunca la dejaría marchar, ya que eso significaría dividir la propiedad. La mayoría de los vecinos le tenían miedo como para cortejar a Sophie él media un metro ochenta en calcetines, pero Henry Thorndike era un sujeto taimado que conocía la forma de hacer cosas a espaldas de los aldeanos.

Ordinario y feo como era., ella lo recibiría con los brazos abiertos con tal de librarse de su hermano. Debió pararse a pensar cómo podría zafarse de él tras escapar de Tom. Bien, así estaban las cosas en junio de 1886. Hasta el momento, los chismes de los ociosos del almacén de Peck no son portentos increíbles; pero, según continúan, los elementos de tensión oculta y maligna crecen. Tom Sprague, según parece, solía ir a Rutland para periódicas juergas, y sus ausencias brindaban grandes oportunidades a Henry Thorndike. Volvía siempre con mal aspecto, y el viejo doctor Pratt, sordo y medio ciego como estaba, solía advertirle sobre su corazón y el peligro de delírium tremens. Los aldeanos siempre podían saber, por el vocerío y las maldiciones, cuando volvía a casa. Fue la noche del 9 de junio en miércoles, el día después que el joven Joshua Goodenough acabará de construir su moderno silo cuando Tom partió para su última y más larga juerga. Volvió el siguiente martes por la mañana y los paisanos del almacén le vieron fustigando a su garañón bayo como solía hacer cuando estaba empapado en güisqui. Luego llegaron golpes y gritos, y juramentos, desde la casa Sprague, y lo primero que nadie supo fue que Sophie corría a toda velocidad buscando al viejo doctor Pratt. Al llegar a la casa de Sprague, el doctor encontró a Thorndike en ella, y Tom estaba en la cama de su habitación, con los ojos fijos y espuma en la boca. El viejo Pratt le exploró e hizo las pruebas ordinarias, luego agitó solemnemente la cabeza y comunicó a Sophie que había sufrido una gran perdida: que su más cercano y querido pariente había cruzado las puertas perladas hacia una mejor vida, tal como todos sabían que sucedería si no dejaba la bebida. Sophie sollozo un poco, insinúan los ociosos, pero no pareció excesivamente afectada. Thorndike no hizo nada excepto sonreír, quizás ante la ironía que él, un enemigo jurado, fuera ahora la única persona que podía ser de alguna utilidad a Thomas Sprague. Gritó en la oreja sorda del viejo doctor Pratt algo acerca de adelantar el funeral, habida cuenta la condición de Tom. Los bebedores como aquel eran siempre sujetos dudosos y una tardanza extra contando con simples medios rurales podría acarrear consecuencias, visuales y de otras clases, a duras penas aceptables para los dolientes deudos del fallecido. El doctor había murmurado que la vida alcohólica de Tom debía haberle embalsamado anticipadamente, pero Thorndike aseguro lo contrario, al tiempo que se jactaba de su habilidad y de los inigualables métodos que había desarrollado con sus experimentos. Es aquí donde las murmuraciones de los ociosos se vuelven sumamente perturbadoras. Hasta aquí la historia es narrada habitualmente por Ezra Davenport o Luther Fry, si Ezra está en cama con sabañones, como suele ocurrir en invierno; pero a partir de aquí toma riendas Calvin Wheeler y su voz tiene una condenada e insidiosa forma de sugerir horrores ocultos. Si Johnny Dow acierta a pasar por allí, siempre se hace una pausa, ya que en Stillwater no gustan que Johnny hable mucho con los forasteros. Calvin se acerca al viajero y a veces aferra la solapa de la chaqueta con su nudosa mano llena de pecas mientras entorna sus acuosos ojos azules. Bien, señor susurra, Henry se fue a casa y cogió sus trastos funerarios… el loco Johnny Dow llevó la mayor parte, ya que siempre estaba haciendo faenas para Henry… y cuentan que Doc Pratt y el loco Johnny ayudaron a amortajar el cadáver. Doc Siempre decía que pensaba que Henry hablaba demasiado… presumiendo de lo bueno que era en su trabajo y de lo afortunado que era Stillwater por tener un funerario regular en vez de enterrar a la gente tal cual, como en de Whitby. Suponga decía que alguien tenga un calambre paralizante como los que usted habrá leído. ¿Qué sentiría cuando le bajaron y comenzaron a echarle tierra encima? ¿Qué sentiría cuando se estaba sofocando allí, bajo la lápida nueva, arañando y rasguñando si le vuelven las fuerzas, pero sabiendo todo el tiempo que es inútil? No señor, le digo que es una bendición para Stillwater el tener un doctor espabilado que sabe cuándo un hombre esta muerto y cuando no, y un funerario avezado que sabe disponer un cuerpo para que pueda reposar sin problemas.

»Esta era la forma en que Henry solía hablar, y así se dirigía a los restos del pobre Tom, y al viejo Doc Pratt no le gustaba lo que cogía de ello, aunque Henry dijese que era un buen doctor. El loco Johnny estaba mirando el cadáver, y no era demasiado agradable la forma en que babeaba cosas como “no está frío, Doc o “Veo moverse los parpados” o “hay un agujero en su brazo como el que me hizo Henry cuando me dio una jeringa llena de eso que me hace sentir tan bien”. Thorndike le hizo cerrar la boca cuando dijo esto, aunque todos sabíamos que había estado dando drogas al pobre Johnny. Es un milagro que el pobre tipo aún no tenga el hábito. Pero lo peor, según el doctor, fue la forma en que el cuerpo se sacudió cuando Henry comenzó a llenarle de líquido embalsamador. Había estado presumiendo de una nueva fórmula que había practicado con perros y gatos, cuando de repente el cadáver de Tom comenzó a doblarse, como tratando de defenderse. Por Dios, Doc dijo que se quedo tieso del susto, aunque conocía lo que pasa con los cadáveres cuando los músculos comienzan a envararse.

Bien, señor, lo que sucedió fue que el cadáver se sentó y se arranco la jeringa de Thorndike de forma que se clavo propio Henry y le metió tanta dosis de su propio fluido de embalsamar como quiera usted pensar. Fue un buen susto para Henry, aunque se sacó la aguja de un tirón y se las arregló para acostar al cuerpo y meterle todo el líquido. Y le inyectó aún más como si quisiera cerciorarse que era bastante y asegurarse a sí mismo que no había recibido mucho de él mismo, pero el loco Johnny comenzó a canturrear. Esto es lo que distes al perro de Lige Hopkins cuando estaba muerto y tieso y volvió a andar. ¡Ahora te vas a morir y quedar tan tieso como Tom Sprague! Recuerda que, si no has metido mucho, no actúa hasta después de un buen rato.

»Sophie estaba abajo con algunos vecinos… mi esposa Matildy, que murió hace ya treinta años, era una de ellos. Estaban tratando de saber si Thorndike estaba allí cuando Tom volvió a casa, y el encontrarlo allí fue lo que mucha gente pensaría que era divertido que no contara más, por no decir nada de la forma en que Thorndike había sonreído. No es que nadie estuviera insinuando que Henry ayudo a Tom a irse con sus extraños fluidos de invención propia y sus jeringas, o que Sophie pudiera guardar silencio si pensaba eso. Todos sabíamos el odio casi demente de Thorndike hacia Tom no sin razón, desde luego Emily Barbour dijo a Matildy que Henry era afortunado de tener al viejo Doc Pratt a mano pasa extender un certificado de defunción y no dejar lugar a dudas.

Cuando El viejo Calvin llega a este punto comienza a murmurar de forma incomprensible por su enmarañada y sucia barba blanca. La mayoría de los oyentes tratan de alejarse de él, pero él apenas parece prestar atención a los gestos. Generalmente es Fred Pack, que era un niño muy pequeño cuando sucedió todo, quien continúa la narración. El funeral de Thomas Sprague se realizó el jueves 17 de junio, sólo dos días después de su fallecimiento. Tanta prisa fue considerada casi indecente en la remota e inaccesible Stillwater, donde los que acudían tenían que cubrir largas distancias, pero Thorndike había insistido que las peculiares condiciones del fallecido lo demandaban. El funerario se había mostrado bastante nervioso mientras preparaba el cuerpo, y pudieron verle tomándose frecuentemente el pulso. El viejo doctor Pratt pensaba que debía temer la dosis accidental de fluido embalsamador. Naturalmente, la historia del «amortajamiento» había cundido, por lo que un doble regusto animaba a los asistentes que se reunieron para satisfacer su curiosidad y enfermizo interés. Thorndike, aunque obviamente trastornado, pareció tratar de cumplir sus deberes profesionales con magnifico estilo. Sophie y otros que vieron el cuerpo quedaron asombrados por la apariencia de vida, y el virtuoso funerario se reaseguro su trabajo inyectando repetidas dosis a intervalos regulares.

Casi consiguió despertar una especie de renuente admiración entre sus paisanos y los visitantes, aunque tendía a arruinar esta impresión con su fanfarronería y charla de mal gusto. Siempre que inyectaba a su silencioso paciente, repetía la eterna cantinela sobre la suerte de tener un enterrador de primera clase. ¿Qué había dicho como si se dirigiera directamente al cuerpo hubiera sucedido si Tom hubiera topado con uno de esos descuidados paisanos que entierran vivos a sus pacientes? Su forma de porfiar en los horrores del entierro prematuro era verdaderamente bárbara y repelente. Los servicios se oficiaron en la mal ventilada sala principal, abierta por primera vez desde que muriera Mrs. Sprague. El pequeño y desafinado órgano del recibidor graznaba desconsoladamente, y el ataúd, sostenido por caballetes cerca del vestíbulo, estaba cubierto por flores de olor enfermizo. Era obvio que una multitud que batía todas las marcas había llegado desde cerca y de lejos, y en su beneficio, Sophie se esforzaba en adoptar un aspecto apropiadamente desconsolado. En momentos de descuido parecía desconcertada e inquieta, dividiendo su escrutinio entre el febril funerario y el cuerpo con apariencia de vida de su hermano. Un sordo disgusto hacia Thorndike parecía tramarse en su interior, y los vecinos murmuraron libremente que ella podría abandonarle pronto, una vez que Tom estaba fuera de su camino… esto es, si podía, ya que un tipo tan astuto era difícil de manejar. Pero con su dinero y el atractivo que conservaba sería capaz de encontrar otro compañero que se las entendería sin duda con Henry. Mientras el órgano resollaba Beautiful Isle of Somewhere, el coro de la iglesia metodista añadía sus lúgubres voces a la horripilante cacofonía, y cada cual miraba piadosamente al diácono Leavitt; todos excepto, por supuesto, el loco Johnny Dow, que tenía los ojos clavados en la inmóvil forma bajo el cristal del féretro.

Estaba murmurando por lo bajo, para si mismo. Stephen Barbour de la granja más cercana fue el único que se fijó en Johnny. Se estremeció cuando vio que el idiota estaba hablando directamente al cadáver e incluso haciendo locos gestos con sus dedos, como mofándose del durmiente que reposaba bajo la lamina de cristal. Tom, reflexionó, había pateado al pobre Johnny en más de una ocasión, aunque probablemente no sin provocación. Algo en todo esto afecto a los nervios de Stephen. Había una tensión escondida y una latente anormalidad en el aire que no pudo precisar. Johnny no debió haber sido admitido en la casa… era curioso los esfuerzos que Thorndike parecía hacer para no mirar el cuerpo. A cada momento, el enterrador parecía tomarse el pulso con aire extraño. El reverendo Silas Atwood zumbó con lastimera monotonía acerca del fallecido… sobre el golpe de la espada de la muerte en mitad de una pequeña familia, partiendo el lazo terrenal entre los amados hermana y hermano.

Algunos de los vecinos cruzaron miradas furtivas tras parpados entornados, mientras Sophie comenzaba a sollozar nerviosamente. Thorndike se removió en su asiento y trató de consolarla, pero ella pareció apartarse curiosamente de él. Sus movimientos eran claramente inquietos y parecía resentirse especialmente de la anormal tensión que flotaba en el aire. Finalmente, consciente de sus deberes como maestro de ceremonias, avanzó anunciando con voz sepulcral que el cadáver podía ser visto por última vez. Lamentablemente, los amigos y vecinos desfilaron ante el féretro, del que Throndike alejó con rudeza a Johnny. Tom parecía descansar en paz. Aquel diablo había sido hermoso en su día. Se oyeron unos pocos sollozos genuinos y otros muchos fingidos, aunque la mayoría de los asistentes se contentó con contemplarlo con curiosidad y murmurar después. Steve Barbour se demoró estudiando larga y atentamente la faz inmóvil, y se alejó sacudiendo la cabeza. Su mujer, Emily, siguiéndole, susurró que Henry Throndike haría bien en no jactarse tanto de su trabajo, porque los ojos de Tom se habían abierto. Habían estado cerrados al comenzar los oficios, porque ella lo había visto. Pero tenían una mirada natural… no lo que uno espera después de dos días. Cuando Fred Peck llega tan lejos, normalmente se detiene como si no le gustara continuar. El oyente, también, tiende a sentir que algo desazonador está próximo. Pero Peck tranquiliza a su audiencia declarando que no sucedió nada tan malo como suele decir la gente.

Aun Steve nunca soltaba palabra de lo que pensó, y el loco Johnny, desde luego, no pinta nada. Fue Luella Morse la nerviosa solterona que cantaba en el coro quien pareció haberlo causado todo. Estaba desfilando ante el ataúd como el resto cuando se detuvo para observar más de cerca de lo que nadie, ecepto los Barbour, lo había hecho. Entonces, sin mediar palabra, lanzó un alarido y cayó desvanecida. Naturalmente, la estancia se convirtió al momento un caos de confusión. El viejo doctor Pratt se abrió paso hasta Luella Y pidió agua para mojar su rostro, y se acercaron para mirarla a ella y al féretro. Johnny Dow comenzó a Canturrear para sí mismo: « Él sabe, él sabe, escucha todo lo que dicen y ve todo lo que hacen, y le van a enterrar de esa forma…» pero nadie se paró a descifrar sus murmullos, a excepción de Steve Barbour. En pocos instantes Luella comenzó a recobrarse de su desmayo y no pudo decir exactamente qué la había sobresaltado. Todo lo que pudo murmurar fue: «Su forma de mirar… su forma de mirar» Pero a ojos de los demás, el cuerpo parecía exactamente igual. Era una vista desagradable, empero, con aquellos ojos abiertos y ese excesivo colorido. Y entonces la perpleja concurrencia descubrió algo que aparto a Luella y el cuerpo de sus mentes por un instante. Era Thorndike, a quien la repentina excitación y apiñada multitud parecía haber hecho mal efecto. Evidentemente, había sido golpeado en el tumulto y estaba en el suelo tratando de arrastrarse hasta una posición sentada. La expresión de su rostro era extremadamente aterradora, y sus ojos comenzaban a tomar una helada expresión de pez. Apenas pudo hablar alto, pero el ronco sonido de su garganta tenía una inefable desesperación que resulto ser inconfundible para todos. Llévenme a casa, rápido, y déjenme allí. El fluido que puse por error en mi brazo… actúa sobre el corazón… esta maldita excitación… demasiado… esperen… esperen… llega tarde, no saben cuanto… todo el tiempo estaré consciente y sabré qué sucede… no os equivoquéis. Mientras sus palabras se desvanecían, el viejo doctor Pratt llegó hasta él y tomó su pulso… esperó largo tiempo y finalmente agitó la cabeza. No hay nada que hacer… ha muerto. No tenía bien el corazón… y el fluido inyectado en su brazo no le ha hecho ningún bien. No se lo que es. Una especie de estupor pareció caer sobre la asamblea.

¡Una nueva defunción en la cámara de la muerte! Sólo Steve Barbour pensó en atender las últimas y espasmódicas palabras de Thorndike. ¿Estaba verdaderamente muerto, cuando él mismo había dicho que lo parecía falsamente? ¿No podrían esperar un tiempo y aguardar acontecimientos? ¿Y sobre eso, qué mal habría en que Doc Pratt diera otro vistazo a Tom Sprague antes del entierro?

El loco Johnny estaba gimoteando y se había lanzado sobre el cuerpo de Thorndike como un perro fiel. ¡No le enterréis, no le enterréis! No está más muerto que el perro de Lige Hopkins o el ternero del diácono Leavitt cuando les inyectó. ¡Tiene una cosa que les pone y les hace parecer muertos sin que lo estén! Parece muerto pero sabe todo lo que está pasando y mañana volverá tan bien como siempre. No le enterréis… ¡Despertará bajo tierra y no podrá abrirse paso! Es un buen hombre no como Tom Spargue. Rogad a Dios para que arañe y se ahogue durante las horas y horas… Pero nadie excepto Barbour prestó ninguna atención al pobre Johnny. De hecho, lo que el propio Steve dijo había caído en oídos sordos. El desconcierto era total. El viejo Doc Pratt realizaba pruebas finales y murmuraba sobre certificados de defunción en blanco y el untuoso Atwood el viejo sugería un entierro doble. Con Throndike muerto, no había enterrador a este lado de Rutland, y sería un gran gasto mandar llamar a uno desde allí, y si Thorndike no era embalsamado con aquel caluroso tiempo de junio… bueno, es difícil decir. Y no tenía parientes ni amigos para impedirlo, salvo que Sophie quisiera hacerlo… pero Sophie estaba al otro lado de la habitación mirando silenciosa, fija, y casi morbosamente al interior del ataúd de su hermano. El diácono Leavitt intentó restaurar un aspecto de decoro, e hizo llevar al pobre Thorndike por el vestíbulo a la sala de estar, al tiempo que enviaba a Zenas Wells y Water Perkins a la casa del enterrador en busca un ataúd de su tamaño. La llave estaba en el bolsillo del pantalón de Henry. Johnny continúo gimiendo y manoseando el cuerpo de Thorndike, ya que Henry no atendía a los oficios locales. Por fin se llegó a la conclusión que su gente de Rutland todos ya muertos habían sido baptistas, y el reverendo Silas decidió que el diácono haría mejor en ofrecer una somera plegaria. Fue un día de gala para los amantes del los funerales en Stillwater y alrededores.

Aún Luella se había recobrado lo bastante para acudir. Chismes, murmuraciones y susurros zumbaban ajetreados mientras se daban unos pocos retoques al cuerpo de Thorndike, que se enfriaba y atiesaba. Johnny había sido expulsado de la casa, y la mayoría concordaba en que debía haberse hecho desde él primer momento, pero sus distantes aullidos resonaban groseramente y a cada instante en el interior. Cuando el cuerpo fue introducido en el ataúd y yació junto al de Thomas Sprague, la silenciosa Sophie, que resultaba tan espantosa de ver, le observó tan intensamente como había hecho su hermano. No había pronunciado una palabra durante un periodo peligrosamente largo, y la confusa expresión de su rostro estaba más allá de cualquier descripción o interpretación.

Cuando los demás se retiraban para dejarla sola con los muertos se las arregló para articular una especie de habla maquinal, pero nadie pudo entender las palabras, y ella pareció hablar primero con un cuerpo y luego con el otro. Y entonces, con lo que parecería a un forastero el colmo de una desalmada comedia de mal gusto, toda la insensatez de la tarde se repitió fielmente. Otra vez chirrió el órgano, de nuevo el corro chilló y carraspeó, nuevamente un cántico zumbante se alzó, y una vez más los espectadores, morbosamente curiosos, desfilaron con macabro objetivo… esta vez un conjunto mortuorio doble. Algunos de los más sensibles temblaron ante el mismo procedimiento, y de nuevo Steve Barbour sintió una subyacente nota de terror espantoso y anormalidad demoníaca. Dios, la apariencia de vida de ambos cadáveres era… y cuán ansiosamente había pedido el pobre Thorndike en que no le creyeran muerto… y cuanto había odiado a Tom Sprague… pero ¿Cómo ir contra el sentido común?

Un muerto era un muerto y allí estaba el viejo Doc Pratt con los años de experiencia… si nadie se molestaba. ¿Por que hacerlo uno?… Por todo cuanto había hecho, Tom probablemente se lo merecía… y sí Henry había hecho algo con él, la cuenta estaba igualmente saldada… bueno, Sophie era libre por fin.

Cuando la procesión de mirones se desplazó por fin hacia el salón y la puerta exterior, Sophie se quedó a solas con los muertos una vez más. El viejo Atwood estaba fuera, en la carretera, buscando un conductor de coche fúnebre en las caballerizas de Lee, y el diácono Leavitt estaba arreglando una doble tarifa con los porteadores de féretros. Afortunadamente, la carroza podía contener dos ataúdes. Sin prisas, Ed Plummer y Ethan Stone se adelantaron con palas para abrir una segunda tumba. Había tres carros engalanados y algún número de carruajes privados en la cabalgata… no tenía sentido tratar de mantener a la gente alejada de las tumbas. Entonces llegó un frenético grito desde la sala donde se hallaban Sophie y los cuerpos. Esto estremeció de forma casi paralizante a la gente y renovó la sensación provocada a raíz del grito y desmayo de Luella. Steve Barbour y el diácono Leavitt se abalanzaron al interior, pero antes que pudieran entrar Sophie salió sollozando y boqueando. ¡Esa cara en la ventana!… ¡Esa cara en la ventana! Al mismo tiempo, una figura de ojos salvajes rodeó la esquina de la casa, desvelando el misterio del dramático grito de Sophie. Era, obviamente, el dueño de la cara… el pobre loco Johnny, que comenzó a brincar señalando a Sophie y gritando.

¡Ella sabe! ¡Ella sabe! ¡Lo he visto en su cara cuando los mira y les habla! Ella sabe y va a dejar que los metan en la tierra para que arañen y escarben en busca de aire… pero ellos le hablarán… a ella porque ella puede oírles… le hablarán y se le aparecerán… ¡Y algún día volverán para llevársela! Zenas Wells arrastró al vociferante subnormal hasta una leñera, en la parte trasera de la casa, y lo encerró lo mejor que pudo. Sus gritos y aporreos podían oírse a distancia, pero nadie le prestó ninguna atención. La procesión estaba en camino, con Sofía en el primer carruaje, y lentamente cubrió la pequeña distancia entre la aldea y el cementerio de Swamp Hollow. El viejo Atwood ofició mientras Thomas Sprague descendía a su descanso eterno; mientras tanto, Ed y Ethan habían terminado la tumba de Thorndike en el otro lado del cementerio… hacia donde se encaminaron los presentes. El diácono Leavitt habló entonces retóricamente, y todo el proceso se repitió. La gente había comenzado a marcharse en grupos, y el traqueteo de las calesas y carruajes que se marchaban era casi total cuando las palas comenzaron su trabajo. Mientras la tierra resonaba sobre las tapas de los ataúdes, la de Thordike primero, Steve Barbour descubrió extrañas expresiones revoloteando sobre el rostro de Sophie Sprague. No pudo seguirlas muy bien, pero de las que pudo captar se desprendía una especie de mirada torcida, perversa y medio sorprendida de vago triunfo. Él agitó la cabeza.

Zenas había vuelto atrás y sacó al loco Johnny de la leñera antes que Sophie llegará a casa, y el pobre tipo al momento corrió frenéticamente hacia el cementerio. Llegó antes que los enterradores hubieran acabado y mientras muchos de los curiosos dolientes se demoraban aún por allí. De lo que voceó a la tumba, parcialmente llena de Tom Sprague y de cómo escarbó en la suelta tierra del túmulo recién finalizado de Thorndike al otro lado del cementerio, los espectadores supervivientes aún se estremecen al recordarlo. Jotham Blake, el guardia, le hizo retroceder hacia el pueblo a la fuerza, y sus gritos despertaron temibles ecos. Aquí es donde Fred Peck normalmente abandona la historia.

¿Qué más pregunta, hay que contar? Fue una tenebrosa tragedia, y uno apenas puede maravillarse que Sophie se volviera rara después de aquello. Esto es todo cuanto uno puede escuchar si es tan tarde que el viejo Calvin Wheeler se ha marchado tambaleándose a la cama, pero si aún permanece por allí prorrumpe de nuevo ese murmullo malditamente insinuante e insidioso. A veces, aquellos que le escuchan temen pasar por la casa cerrada del cementerio después de eso, especialmente de noche.

Je, je… ¡Fred era un imberbe entonces, y no puede recordar más que la mitad de lo que pasó! ¡Usted quiere saber por qué Sophie guarda su casa cerrada y por qué el loco Johnny aún sigue hablando con los muertos, y gritando por a las ventanas de Sophie? Bueno, señor, no se si sé cuanto hay que saber, pero escucho lo que escucho. _Aquí el anciano escupe tabaco y se inclina hacia el ojal del oyente. Fue la misma noche, me parece… hacia la mañana, y unas ocho horas después de los entierros… cuando escuché el primer grito en casa de Sophie. Nos despertamos todos… Steve y Emily Barbour, y yo y Matildy, fuimos corriendo, todos en ropa de noche, y encontramos a Sophie vestida y tirada en el suelo de la sala de estar. Suerte que no había cerrado la puerta.

Cuando la reanimamos temblaba como una hoja, y no pudo decir ni una palabra de lo que la asustaba. Matildy y Emily hicieron cuanto pudieron para calmarla, pero Steve me murmuró cosas que no me dejaron muy tranquilo. Sobre una hora más tarde, cuando nos íbamos a ir a casa, Sophie comenzó a inclinar la cabeza a un lado como si escuchara algo. Entonces, de repente, gritó de nuevo y volvió a desmayarse. Bueno, señor, estoy contando lo que estoy contando y no supongo lo que Steve Barbour hubiera hecho de haberse atrevido.

Tuvo siempre mucha maña para las cosas inusitadas… murió hace diez años de neumonía.

»Lo que escuchamos tan débilmente era el pobre loco Johnny por supuesto.

Hay más de un kilómetro al cementerio, y debió salir por la ventana donde le encerraron en la granja… aunque el guardia Blake dice que no salió en toda la noche. Desde ese día ha estado rondando las tumbas y hablando con esos dos… maldiciendo y pateando el túmulo de Tom y poniendo cosas y regalos en la de Henry. Y cuando no está haciendo eso es que esta rondando las ventanas cerradas de Sophie aullando que irán pronto a buscarla.

»Ella nunca volvió al cementerio, y no sale de la casa, y nadie la ha visto. Llegó a decir que hay una maldición sobre Stillwater… y yo estoy tonto si no tiene medio razón, tal como las cosas se están haciendo pedazos en estos días.

Desde luego hay algo raro en Sophie. Una vez Sally Hopkins fue a llamarla en el 1897 o el 1898, creo hubo un espantoso entrechocar de sus celosías y Johnny estaba bien encerrado esa vez o, al menos, eso jura y perjura el guardia Dodge. Pero no tengo en cuenta esas historias sobre ruidos cada 17 de junio, o sobre figuras fantasmales tanteando la puerta y las contraventanas de Sophie cada madrugada, como a las dos.

Sabe, eran sobre las dos de la madrugada cuando Sophie escuchó los sonidos y se desmayó por segunda vez aquella primera noche tras el entierro. Steve y yo, y Matildy Y Emily, escuchamos la segunda parte, débil como era, pero como se lo digo. Estoy contándole de nuevo que debió ser el loco Johnny Blake diga lo que quiera. No se puede reconocer el sonido de una voz humana tan lejos, y con nuestras orejas llenas de insensateces no me extraña que pensáramos que eran dos voces… que no debían hablar. Steve afirmaba haber escuchado más que yo. De verdad cero que prestaba atención a asuntos de fantasmas Matildy y Emily estaban tan asustadas que no recuerdan lo que oyeron. Y es bastante curioso, nadie en el pueblo si alguien estaba despierto a esa maldita hora dijo haber escuchado ningún sonido. Lo que fuera, eran tan débil que pudiera haber sido el viento, de no mediar palabras. Entendí un poco, pero no quiero decir que respalde cuanto Steve juraba haber oído… “Diablesa”… “todo el tiempo”… “Henry”… y “vivo” eran claras, y también “tú sabes”… “dijiste que esperarías”… “te libraste de él” y “me has enterrado”… en una especie de voz cambiante… Entonces vino la espantosa “volveré algún día” con un graznido mortal… pero no me diga que Johnny no pudo hacer esos sonidos. ¡Eh, usted! ¿Por qué se va tan aprisa? Quizás pueda contarle más, si me acuerdo…


Juicio por asesinato. Charles Dickens (1812-1870)

He observado siempre el predominio de una falta de valor, incluso entre personas de cultura e inteligencia superiores, para hablar de las experiencias psicológicas propias cuando éstas han sido de un tipo extraño. Casi todos los hombres tienen miedo de que las historias de este tipo que puedan contar no encuentren paralelo o respuesta en la vida interior de quien les oye, y, por tanto, sospechen o se rían de ellos. Un viajero sincero que hubiera visto un animal extraordinario parecido a una serpiente marina no tendría miedo alguno a mencionarlo; pero si ese mismo viajero hubiera tenido algún presentimiento singular, un impulso, un pensamiento caprichoso, una (supuesta) visión, un sueño o cualquier otra impresión mental notable, se lo pensaría mucho antes de mencionarlo. Atribuyo en gran parte a esa reticencia la oscuridad en la que se encuentran implicados estos temas. No comunicamos habitualmente nuestra experiencia de estas cosas subjetivas lo mismo que lo hacemos con nuestras experiencias de la creación objetiva. Como consecuencia, la experiencia general a este respecto parece algo excepcional, y realmente es así por cuanto es lamentablemente imperfecta.

En lo que voy a relatar no tengo intención de plantear, refutar o apoyar teoría alguna. Conozco la historia del librero de Berlín. He estudiado el caso de la esposa de un miembro ya fallecido de la Sociedad Astronómica Real tal como lo cuenta Sir David Brewster, y he seguido minuciosamente los detalles de un caso mucho más notable de ilusión espectral que se produjo en mi círculo de amigos íntimos. En cuanto a esto último quizá sea necesario afirmar que quien lo sufrió (una dama) no estaba relacionada conmigo ni siquiera mínimamente. Una suposición equivocada a ese respecto podría sugerir una explicación de una parte de mi propio caso, pero sólo de una parte, que carecería totalmente de fundamento. No puede hacerse referencia a que haya heredado yo alguna peculiaridad desarrollada, ni he tenido antes en absoluto experiencia similar alguna, ni la he tenido tampoco desde entonces.

Hace muchos años, o muy pocos, que eso no importa ahora nada, se cometió en Inglaterra cierto asesinato que llamó mucho la atención. Nos enteramos de más asesinatos de los necesarios conforme se van sucediendo y aumentando su atrocidad, y de haber podido habría enterrado el recuerdo de aquel animal particular al tiempo que su cuerpo era enterrado en la cárcel de Newgate. Me abstengo intencionadamente de proporcionar la menor pista directa respecto al criminal. Cuando se descubrió el asesinato no recayó ninguna sospecha sobre el hombre que más tarde fue llevado a juicio, o más bien debería decir, en el deseo de acercarme lo más posible a la precisión en mis hechos, que en ninguna parte se sugirió públicamente que se tuviera tal sospecha. Como en aquel momento no se hizo referencia alguna a él en los periódicos evidentemente era imposible que se incluyera en ellos alguna descripción del asesino. Resulta esencial que se tenga en cuenta este hecho.

Cuando abrí durante el desayuno el periódico de la mañana incluía el relato de ese primer descubrimiento y me resultó profundamente interesante por lo que lo leí con la máxima atención. Lo leí do: veces, sino tres. El descubrimiento se había hecho en un dormitorio, y cuando dejé el periódico tuve un destello, un impulso, en realidad no sé cómo llamarlo, pues no encuentro palabra alguna que lc describa satisfactoriamente, en el que me pareció ver que ese dormitorio pasaba a través de mi habitación, como si un cuadro, por imposible que parezca, hubiera sido pintado sobre la corriente de un río Aunque cruzó mi habitación de una manera casi instantánea, resultaba perfectamente claro; tan claro que observé perfectamente, con una sensación di alivio, que el cadáver no estaba en la cama.

Donde tuve esta curiosa sensación no fue en un lugar romántico, sino en mis habitaciones de Picca dilly, muy cerca de la esquina de St. James Street Para mí fue algo totalmente nuevo. En ese momento: me encontraba sentado en mi butaca y la sensación se acompañó de un peculiar estremecimiento que cambió aquella de sitio. (Aunque hay que tener et cuenta que la butaca podía moverse fácilmente sobra unas ruedecillas). Me dirigí a una de las ventanas (la habitación, situada en el segundo piso, tenía dos ventanas) para descansar la vista viendo el movimiento de Piccadilly. Era una hermosa mañana otoñal y la calle estaba alegre y centelleante. Soplaba el viento. Al mirar hacia fuera, observé que el viento sacaba del parque una buena cantidad de hojas caídas que una ráfaga arrastró y formó con ellas una columna espiral. Cuando la columna cayó y se dispersaron las hojas, vi a dos hombres al otro lado del camino, que iban desde el oeste hacia el este. Uno iba detrás del otro. El primero se volvía a menudo para mirar por encima del hombro. El segundo le seguía a una distancia de unos treinta pasos, con la mano derecha levantada amenazadoramente. Atrajo primero mi atención la singularidad y fijeza del gesto amenazador en un lugar tan público; y después la circunstancia notable de que nadie le prestara atención. Ambos hombres seguían su camino entre los otros viandantes con una suavidad que no resultaba coherente ni siquiera con la acción de caminar sobre una acera; y que yo pudiera ver ni una sola persona les cedía el paso, les tocaba o les miraba. Al pasar ante mi ventana, ambos miraron hacia arriba, hacia mí. Contemplé los dos rostros con gran claridad y supe que sería capaz de reconocerlos en cualquier lugar. Y no es que observara conscientemente algo que fuera muy notable en alguna de sus caras, salvo que el hombre que iba el primero tenía una apariencia inusualmente humilde, y el rostro del hombre que le seguía tenía el color de cera sucia.

Soy soltero y mi ayuda de cámara y su esposa constituyen todo el servicio. Trabajo en una sucursal bancaria y ojalá que mis deberes como jefe de departamento fueran tan escasos como popularmente se supone. Ese otoño me obligaron a permanecer en la ciudad, cuando yo necesitaba un cambio. No estaba enfermo, pero tampoco me sentía muy bien. Al lector le corresponde extraer las consecuencias que parezcan razonables del hecho de que me sentía fatigado, la vida monótona me producía una sensación depresiva y estaba «ligeramente dispéptico». Mi doctor, un hombre de fama, me aseguró que mi estado de salud en aquella época no justificaba una descripción más poderosa, y cito lo que él mismo me describió por escrito cuando se lo solicité. Conforme las circunstancias del asesinato fueron revelándose gradualmente y atrayendo cada vez más poderosamente la atención del público, las aparté de mi propia atención enterándome de ellas lo menos posible en medio de la excitación general. Pero sabía que se había dictado un veredicto de homicidio voluntario contra el supuesto asesino, y que había sido conducido a Newgate hasta el juicio. Sabía también que su juicio se había pospuesto hasta una de las sesiones del Tribunal Criminal Central, basándose en prejuicios generales y en la falta de tiempo para la preparación de la defensa. Pude también saber, aunque no lo creo, en qué momento se celebrarían las sesiones del juicio pospuesto.

Mi sala de estar, el dormitorio y el vestidor están todos en el mismo piso. Con el vestidor sólo hay comunicación a través del dormitorio. La verdad es que en él hay una puerta que en otro tiempo comunicaba con la escalera, pero desde hacía años una parte de las tuberías de mi baño pasaba por ella. En ese mismo período, y como parte del mismo arreglo, la puerta había sido claveteada y recubierta de lienzo. Una noche me encontraba de pie en mi dormitorio, a una hora tardía, dando unas instrucciones a mi criado antes de que éste se acostara. Me encontraba de cara a la única puerta disponible de comunicación con el vestidor, que estaba cerrada. Mi criado le daba la espalda a esa puerta. Mientras le estaba hablando vi que se abría y que un hombre miraba hacia el interior, haciéndome señas en una actitud de ansiedad y misterio. Era el mismo hombre que iba en segundo lugar por Piccadilly, y cuyo rostro tenía el color de cera sucia. Tras hacerme señas, retrocedió y cerró la puerta. Sin mayor retraso que el necesario para cruzar el dormitorio, abrí la puerta del vestidor y miré en el interior. Llevaba ya una vela encendida en la mano. No tuve ninguna expectativa interior de que fuera a ver a esa persona en el vestidor, y no la vi allí. Dándome cuenta de que mi criado parecía sorprendido, me volví hacia él y le dije:

-Derrick, ¿pensará que conservo el sentido si le digo que creí ver un...?
Mientras estaba allí, le puse una mano sobre el pecho y con un sobresalto repentino se puso él a temblar violentamente y contestó:
-¡Oh, señor, claro que sí, señor! ¡Un cadáver haciéndole señas!

Estoy convencido de que John Derrick, mi criado fiel durante más de veinte años, no tuvo la menor impresión de haber visto esa aparición hasta que le toqué. Cuando lo hice, el cambio que se produjo en él fue tan sorprendente que creo absolutamente que obtuvo su impresión, de alguna manera oculta, a través de mí y en ese preciso instante. Le pedí a John Derrick que trajera un poco de brandy y le di una copa, alegrándome de tomar yo otra. De lo que había sucedido antes del fenómeno de aquella noche no le conté una sola palabra. Reflexionando sobre ello, estaba absolutamente seguro de que nunca antes había visto ese rostro, salvo en aquella ocasión en Piccadilly. Comparando la expresión que tenía al hacerme señas desde la puerta con la expresión en el momento en que levantó la vista para mirarme, mientras yo estaba de pie junto a la ventana, llegué a la conclusión de que en la primera ocasión había tratado de adherirse a mi recuerdo, y de que en la segunda había querido asegurarse de que lo recordaba inmediatamente. Aquella noche no me resultó muy cómoda, aunque tenía la certidumbre, difícil de explicar, de que la aparición no regresaría. Cuando llegó la luz del día caí en un sueño profundo del que me despertó John Derrick, que vino junto a mi cama con un papel en la mano. Por lo visto ese papel había sido motivo de un altercado en la puerta entre su portador y mi criado.

Se me citaba en él para que sirviera como jurado en la siguiente sesión del Tribunal Criminal Central, en el Old Bailey. Como John Derrick sabía bien, nunca antes me habían citado para ese jurado. Mi criado estaba convencido, aunque en este momento no estoy seguro de si tenía razón o no, de que los jurados que se elegían habitualmente tenían una calificación social inferior a la mía, y por eso se había negado en principio a aceptar la citación. El hombre que la llevaba se tomó el asunto con gran frialdad. Afirmó que mi asistencia o no le importaba en absoluto; la citación estaba allí y el atenderla o no era un riesgo mío, no suyo. Durante uno o dos días dudé si debía responder a esa llamada o no hacerle caso. No era consciente de que se estuviera produciendo la menor atracción, influencia o desviación misteriosa. De eso estoy tan absolutamente seguro como de cualquier otra afirmación que haga aquí. Finalmente decidí que asistiría porque significaría una interrupción en la monotonía de mi vida. El día designado fue una mañana fría del mes de noviembre. En Piccadilly había una niebla densa y oscura que se volvió claramente negra en los alrededores opresivos del Tribunal de Temple. Los pasillos y escaleras del Palacio de justicia me parecieron resplandecientemente iluminados con gas, y el propio tribunal estaba similarmente iluminado. Creo que hasta que fui conducido por los oficiales al tribunal antiguo y lo vi abarrotado de gente no sabía que ese día iba a juzgarse al asesino. Creo que hasta que me ayudaron a entrar en el tribunal antiguo con considerable dificultad, no sabía a cuál de los dos tribunales se me había citado. Pero no hay que toma esto como una afirmación rotunda, pues no esto; totalmente seguro de que fuera así.

Tomé asiento en el lugar designado para que aguardaran los jurados y miré a mi alrededor en e tribunal lo mejor que pude a través de la espesa nube de niebla y alientos. Observé un vapor negro que colgaba como una cortina lóbrega por la parte exterior de los grandes ventanales, y observé y presté atención al sonido ahogado de las ruedas sobre la paja o el cascajo que cubrían la calle; presté también atención al murmullo de las personas que allí se reunían, y que traspasaba de vez en cuando un silbido agudo, o un saludo o una canción más fuertes que el resto. Poco después entraron los jueces que eran dos, y tomaron asiento. El zumbido de tribunal decayó mucho. Se ordenó que entrara e asesino. Y en el mismo instante en el que entró re conocí en él al primero de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly.

Si en ese momento hubieran pronunciado un nombre dudo que hubiera sido capaz de responde de forma audible. Pero lo pronunciaron en sexto octavo lugar, y para entonces fui capaz de decir «presente!» Y ahora, preste atención el lector. Cuando m dirigí hacia mi asiento de jurado el prisionero, que había estado mirándolo todo atentamente pero si dar signo alguno de preocupación, se agitó violentamente y llamó por señas a su abogado. El deseo de prisionero de recusarme resultaba tan manifiesto que produjo una pausa durante la cual el abogado, apoyando una mano en el banquillo de los acusados, habló en susurros con su cliente mientras sacudía la cabeza. Más tarde, aquel caballero me dijo que las primeras palabras aterradas que le dijo el prisionero fueron: «¡Sea como sea, recuse a ese hombre!», pero como no le daba razón alguna para ello, y admitió que ni siquiera conocía mi nombre hasta que lo pronunciaron en voz alta y yo me presenté, no lo hizo.

Por las razones ya explicadas, la de que deseo evitar el revivir el recuerdo desagradable de ese asesino, y también que un relato detallado de su largo juicio no es en absoluto indispensable para mi narración, me limitaré a aquellos incidentes que se relacionan directamente con mi curiosa experiencia personal y se produjeron en los diez días y noches durante los que los miembros del jurado estuvimos juntos. Trato de que mi lector se interese por eso, y no por el asesino. Es a eso, y no a una página del calendario de Newgate, a lo que pido al lector que preste atención. Me eligieron presidente del jurado. En la segunda mañana, después de que se hubieran presentado pruebas durante dos horas (lo sé porque oí las campanadas del reloj de la iglesia), al recorrer con la mirada a mis compañeros del jurado me resultó inexplicablemente difícil contarlos. Lo hice así varias veces, pero siempre con la misma dificultad. En resumen, contaba uno de más. Toqué al miembro del jurado que se sentaba junto a mí y le susurré:

-Le ruego que haga el favor de contarnos. Pareció sorprenderse con la petición, pero giró la cabeza y contó el número de miembros.
-Bueno -contestó de pronto-, somos tres..., pero, no, no es posible. No. Somos doce.

De acuerdo con las cuentas que hice aquel día-, teníamos siempre razón en el detalle, pero en la cuenta general siempre nos salía uno de más. No había ninguna aparición ni figura que pudiera explicarlo, pero para entonces tenía ya interiormente la sensación de que la aparición estaba implicad en el error. El jurado se albergaba en la London Taverr Dormíamos todos en una sala amplia sobre mesa separadas, y estábamos constantemente a cargo bajo la vigilancia del oficial que había jurado mar tenernos a salvo. No veo razón alguna para no incluir el nombre auténtico de ese oficial. Era inteligente, muy cortés y servicial, y también (de lo que me alegré al enterarme) muy respetado en la ciudad Tenía una presencia agradable, ojos hermosos, un-, envidiables patillas negras y una voz agradable y sonora. Se llamaba señor Harker.

Cuando por la noche se iba cada uno de los do( a su cama, colocaban la del señor Harker cruzada e la puerta. En la noche del segundo día, como no m apetecía acostarme y vi al señor Harker sentido e su cama, me acerqué y me senté junto a él, ofreciéndole un pellizco de rapé. En cuanto la mano del señor Harker tocó la mía al coger el rapé de la caja, sacudió un estremecimiento peculiar y pregunte

-¿Quién es ése?
Miré la habitación siguiendo la dirección de los ojos del señor Harker y vi de nuevo la figura que esperaba: al segundo de los dos hombres que habían bajado por Piccadilly. Me levanté y avancé unos pasos; después me detuve y, dándome la vuelta, miré al señor Harker. Parecía despreocupado, se echó a reír y comentó con un tono agradable:
-Pensé por un momento que teníamos otro miembro del jurado, y que le faltaba una cama. Pero me doy cuenta de que fue un reflejo de la luna.

No hice revelación alguna al señor Harker, pero le invité a que paseara conmigo hasta el extremo de la habitación y observé lo que hacía la figura. Se quedaba en pie unos momentos junto a la cama de cada uno de los miembros del jurado, cerca de la almohada. Se colocaba siempre al lado derecho de la cama, y siempre también cruzaba hasta la cama siguiente pasando por los pies. Por la acción de su cabeza parecía que simplemente se quedaba mirando pensativamente a cada uno de los jurados acostados. No me prestó atención a mí, ni mi cama, que era la más próxima a la del señor Harker. Después dio la impresión de salir por donde entraba la luz de la luna, a través de un alto ventanal, como si subiera por un tramo de escaleras situado en el aire. A la mañana siguiente, durante el desayuno, descubrimos que todos los presentes, salvo el señor Harker y yo, habían soñado la noche anterior con el hombre asesinado.

Estaba ya convencido de que el segundo hombre que había bajado por Piccadilly era el asesinado (por así decirlo), como si su testimonio inmediato así me lo hubiera hecho saber. Pero aun así aquello sucedía de una manera para la que yo no me encontraba preparado. Durante el quinto día del juicio, cuando el fiscal estaba terminando su caso, presentó una miniatura del asesinado que faltaba en su dormitorio cuando se descubrió el hecho y que después fue encontrada en un lugar oculto en el que el asesino había sido visto cavando en el suelo. Tras ser identificada por el testigo, la presentaron al tribunal y luego la pasaron al jurado para que éste la inspeccionara. Mientras un oficial vestido con una túnica negra se dirigía con la miniatura hacia mí, la figura del segundo hombre que había bajado impetuosamente por Piccadilly surgió de la multitud, le cogió la miniatura al oficial y me la entregó con sus propias manos, al mismo tiempo que en un tono bajo y hueco me decía antes de que yo viera la miniatura, metida en una caja:

-Entonces yo era más joven, y la sangre no faltaba en mi rostro.
Después se interpuso entre mí y el jurado al que yo entregué la miniatura, y entre éste y el siguiente, y así entre todos hasta que la miniatura volvió a mí. Sin embargo, ninguno de los miembros del jurado lo detectó. En la mesa, y en general cuando nos encerrábamos bajo la custodia del señor Harker, como era natural, hablábamos mucho rato sobre las diligencias del día. En el día quinto el fiscal cerró el caso por lo que, como esa parte de la cuestión se había completado ante nosotros, nuestra discusión fue más animada y seria. Había entre nosotros uno de los idiotas de inteligencia más cerrada que he visto nunca, que recibía la evidencia más clara con las objeciones más absurdas, y a quien le ayudaban dos flojos parásitos parroquiales; los tres pertenecían a las listas de jurados de un distrito tan atacado por la fiebre que debían haber juzgado a quinientos asesinos. Hacia la media noche, que era cuando algunos de nosotros nos disponíamos ya a acostarnos y esos zopencos enredones armaban mayor alboroto, vi de nuevo al asesinado. Estaba de pie tras ellos, ceñudo, y me hizo señas. Al ir hacia ellos e irrumpir en la conversación, desapareció inmediatamente. Ése fue el inicio de una serie de apariciones producidas en la larga habitación en la que éramos confinados. Siempre que un grupo de jurados se unía a conversar, veía entre ellos la cabeza del asesinado.

Y siempre que la comparación de notas que hacían iba en contra de él, me hacía señas de una manera solemne e irresistible. Recuérdese que hasta el quinto día del juicio, en el que se presentó la miniatura, nunca había visto la aparición en el tribunal. Cuando la defensa empezó el caso se produjeron tres cambios. Me referiré primero a dos de ellos. La figura aparecía ahora continuamente en el tribunal, y nunca se dirigía a mí, sino siempre a la persona que estaba hablando en ese momento. Por ejemplo: a la víctima le habían abierto la garganta. En el discurso inicial de la defensa se sugirió que el propio fallecido se la podía haber cortado a sí mismo. En ese mismo momento la figura, con la garganta en la terrible condición que acababa de describirse (y eso lo había ocultado antes), se puso de pie junto al codo del que hablaba, moviendo hacia un lado y otro la tráquea, una vez con la mano derecha y otra con la izquierda, sugiriendo vigorosamente a quien hablaba la imposibilidad de que se hubiera podido infligir a sí mismo la herida con cualquier mano. En otro caso, cuando un testigo de conducta, una mujer, informaba que el prisionero era muy amable con la humanidad, en ese instante la figura se plantó en el suelo delante de ella, le miró directamente a la cara y señaló el semblante maligno del prisionero extendiendo el brazo y un dedo.

El tercer cambio, al que me referiré ahora, fue el que de manera más marcada y notable me impresionó. No voy a teorizar sobre él; lo expreso con precisión, y nada más. Aunque la aparición no era percibida por aquellos a los que se dirigía, cuando se acercaba éstos invariablemente se alarmaban y turbaban. Tuve la impresión de que era como si unas leyes que yo desconocía le impidieran revelarse plenamente a los demás, pero que al mismo tiempo pudiera afectar sus mentes de una manera visible, silenciosa y oscura. Cuando el defensor principal sugirió la hipótesis del suicidio, y la figura se plantó junto al codo de tan ilustrado caballero, haciendo terribles gestos como si se estuviera cortando la garganta, es innegable que el defensor titubeó en su discurso, perdió durante varios segundos el hilo de su ingeniosa argumentación, se limpió la frente con el pañuelo y se puso extremadamente pálido. Cuando la testigo de conducta estuvo delante de la aparición, siguió con los ojos la dirección que le señalaba el dedo, contemplando con gran vacilación y turbación el rostro del prisionero. Bastarán dos ejemplos adicionales. En el octavo día del juicio, tras una pausa que se hacía siempre a primera hora de la tarde para descansar y refrescarnos unos minutos, regresé a la sala del juicio con los demás miembros del jurado poco antes de que entraran los jueces. Encontrándome de pie en la zona que nos estaba destinada y mirando a mi alrededor, pensé que la figura no estaba allí, hasta que elevé mis ojos a la galería y la vi inclinada hacia delante sobre una mujer de apariencia muy decente, como si tratara de asegurarse de si los jueces habían ocupado o no sus asientos. Inmediatamente después, la mujer lanzó un grito, se desmayó y tuvieron que sacarla. Lo mismo sucedió con el venerable, sagaz y paciente juez que dirigía el juicio. Cuando terminado el caso se concentraba en sus papeles para el resumen, la víctima, entrando por la puerta del juez, avanzó hasta la mesa de su señoría y miró ansiosamente por encima del hombro de éste las páginas de notas que iba pasando. Entonces se produjo un cambio en el rostro de su señoría; su mano se detuvo; tuvo ese estremecimiento peculiar que yo conocía tan bien, y exclamó con vacilación:

-Caballeros, excúsenme unos momentos. Me siento algo oprimido por el aire viciado -y tras decir eso, no se recuperó hasta beber un vaso de agua.
A lo largo de la monotonía de seis de aquello diez interminables días (los mismos jueces y ayudantes en el tribunal, el mismo asesino en el banquillo de los acusados, los mismos abogados en la mesa, el mismo tono de preguntas y respuestas elevándose hasta el techo de la sala, el mismo ruido que hacía la pluma del juez, los mismos ujieres saliendo, y entrando, las mismas luces que se encendían a la misma hora, cuando todavía brillaba la luz natural de día, la misma cortina neblinosa en el exterior d los grandes ventanales cuando había niebla, la misma lluvia goteando y produciendo un ruido acompasado cuando llovía, un día tras otro las mismas huellas de los vigilantes y el prisionero sobre el mismo serrín, las mismas llaves cerrando y abriendo las mismas pesadas puertas), a través de toda esta fatigosa monotonía que me hacía sentirme como si fuera el presidente del jurado desde hacia muchísimo, tiempo, y Piccadilly hubiera florecido al mismo, tiempo que Babilonia, el asesinado no perdió nunca un solo rasgo de claridad ante mis ojos, ni fue e momento alguno menos evidente y perceptible que cualquier otra persona que allí hubiera. No debe, omitir, pues es un hecho, que nunca vi que la aparición a la que doy el nombre de asesinado mirara asesino. Una y otra vez me preguntaba por el motivo de que no lo hiciera, pero el hecho es que nunca lo hizo.

Tampoco volvió a mirarme a mí desde que sacaron la miniatura hasta los últimos minutos del juicio. Nos retiramos a deliberar a las diez horas menos siete minutos de la noche. El idiota del grupo y los dos parásitos de su parroquia nos dieron tantos problemas que por dos veces regresamos al tribunal para rogar que nos leyeran de nuevo determinados extractos de las notas del juez. Nueve de nosotros no teníamos la menor duda sobre los pasajes, ni creo que la tuviera nadie del tribunal; sin embargo, el triunvirato de zopencos no tenía otro propósito que el de la obstrucción, y discutían por cualquier motivo. Al final prevaleció nuestra opinión y el jurado volvió a entrar en la sala a las diez y doce minutos.

El asesinado estaba en ese momento en pie directamente enfrente del jurado, al otro lado de la sala. Cuando ocupé mi lugar, posó sus ojos en mí con la mayor atención; pareció satisfecho y lentamente agitó un enorme velo gris que por primera vez llevaba sobre el brazo, sobre la cabeza y sobre toda su figura. Cuando pronuncié el veredicto, «culpable», desapareció el velo y con él todo lo que cubría, quedando vacío ese espacio.

Cuando el juez preguntó al asesino, según la costumbre, si tenía algo que añadir antes de que se dictara la sentencia de muerte, pronunció vagamente algo que en los titulares de los periódicos del día siguiente fue descrito como «unas palabras audibles a medias, incoherentes y vagas en las que creyó entenderse que se quejaba de no haber tenido un juicio justo, porque el presidente del jurado estaba predispuesto contra él». La notable declaración que hizo realmente fue ésta: «Señor, sabía que era un hombre condenado desde el momento en que entró el presidente del jurado. Señor, sabía que nunca me dejaría libre porque antes de apresarme apareció junto a mi cama por la noche, me despertó y puso una soga alrededor de mí cuello».


El horror en la playa Martin. H.P. Lovecraft (1890-1937) Sonia Greene (1883-1972)

Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias. Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?"

Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar. El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el "Alma of Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica.

El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias.

El Capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión. La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola.

La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El Capt. Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el Capt. Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto.

Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa habían varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de ls casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza. A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el Capt. Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos por el miedo y la duda aquello que vieron.

No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con esta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa. Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros. De pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon.

Los primeros en responder fueron los dos bañeros de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo. Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga, uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el bañero lo condujera de nuevo a la playa.

Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos bañeros tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos guardias fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza que había apoderado del salvavidas. Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda, a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el Capt. Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los guardavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda.

Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya deshechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio. Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el salvavidas. El Capt. Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba como podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies.

Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El Capt. Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar. Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cuál los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo se.

Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciégamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible.

La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo. La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto.

Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció. La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante - que pareció reverberar tierra y mar -, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo.

Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo. Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror, y el delirium de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos.

Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas solo serán conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento. El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo. Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y solo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa.


Joven flamenca estrangulada por el Diablo. Charles Nodier (1780-1844)

La historia que viene a continuación tuvo lugar el veintisiete de mayo de 1582. Vivía en Amberes una chica joven y bella, amable, rica y de buena casa; esto la hacía ser altiva, orgullosa, y sólo buscaba, día tras día, la forma de agradar con sus trajes suntuosos a una infinidad de elegantes que le hacían la corte.

Esta joven fue invitada, según la costumbre, a las bodas de un amigo de su padre que se casaba. Como no quería faltar y estaba deseosa de asistir a tal fiesta para superar en belleza y gracia a todas las demás damas y doncellas, preparó sus ricos trajes, dispuso el bermellón con el que quería maquillarse a la manera de las italianas y, como no hay cosa que más guste a las flamencas que la ropa bonita, mandó hacer cuatro o cinco pavanas, cuya vara de tela costaba nueve escudos. Cuando estuvieron terminadas, ordenó venir a una planchadora y le encomendó la tarea de almidonar con cuidado dos de las pavanas para el día de las bodas y el siguiente, prometiéndole por su trabajo el equivalente a veinticuatro cuartos.

La planchadora lo hizo lo mejor posible, pero la doncella no las encontró de su agrado y envió enseguida a buscar a otra obrera a quien entregó las pavanas y el sombrero para almidonarlos, prometiéndole un escudo si todo era de su gusto. Esta segunda planchadora empleó toda su habilidad para hacerlo bien; pero tampoco pudo contentar a la joven que, despechada y furiosa, desgarró y lanzó por la habitación sus pavanas y sombreros, blasfemando el nombre de Dios y jurando que prefería que el diablo se la llevase antes que ir a las bodas así vestida.

Apenas hubo pronunciado la pobre doncella estas palabras cuando él diablo, que estaba al acecho y había adoptado la apariencia de uno de sus más queridos admiradores, se presentó ante ella con una gorguera en el cuello admirablemente almidonada y arreglada a la última moda. La joven, engañada, y creyendo que hablaba con uno de sus favoritos, le dijo amablemente:

—Amigo mío, ¿quién os ha compuesto tan bien vuestras gorgueras? Es así como yo las quería.

El espíritu maligno respondió que las había arreglado él mismo, y dicho esto se las quita del cuello y las pone graciosamente en el de la doncella, que no pudo contener la alegría de verse tan bien engalanada. Después de haber abrazado a la pobre por la cintura, como para besarla, el malvado demonio lanzó un grito horrible, le retorció miserablemente el cuello y la dejó sin vida en el suelo.

El grito fue tan espantoso que el padre de la joven y todos los que estaban en la casa concibieron al oírlo el presagio de alguna desgracia. Se apresuraron a subir a la habitación donde encontraron a la doncella rígida y muerta, con el cuello y el rostro negros y magullados. Tenía la boca azulada y desfigurada de tal manera que todos retrocedieron de espanto.

El padre y la madre, después de haber gritado y sollozado durante largo rato, ordenaron amortajar a su hija, a quien introdujeron después en un féretro; y para evitar el deshonor que temían, dieron a entender que su hija había muerto súbitamente de apoplejía. Pero un suceso como aquél no podía permanecer en secreto. Al contrario: era necesario que fuera puesto de manifiesto ante todos, a fin de servir de ejemplo. Cuando el padre hube dispuesto todo para el entierro de su hija, se encontró con que cuatro hombres fuertes y corpulentos no pudieron levantar ni mover el ataúd que cobijaba aquel desgraciado cuerpo. Hicieron venir a otros dos porteadores robustos que se unieron a los cuatro primeros; pero fue en vano, pues el féretro era tan pesado que no se movía, como si estuviera clavado con fuerza en el suelo. Los asistentes, espantados, pidieron que se abriera el ataúd, y se procedió a ello al instante.

Entonces —¡oh, prodigio espantoso!—, no encontraron en el féretro más que un gato negro, que se escapó precipitadamente y desapareció sin que se pudiera saber lo que fue de él. El ataúd permaneció vacío; la desgracia de la chica mundana fue descubierta y la iglesia no le concedió las oraciones de los muertos.