viernes, 7 de junio de 2024

Señora Amworth. E.F. Benson (1867-1940)

Maxley, el pueblo en el que, los pasados verano y otoño, ocurrieron estos extraños sucesos, se extiende revestido de brezos y pinos en una zona elevada de Sussex. No se podría encontrar en toda Inglaterra una localidad más saludable y fragante. Si el viento sopla desde el sur, llega cargado con las especias del mar; los altos montes que se levantan hacia el este lo protegen de las inclemencias de marzo; y las brisas que le alcanzan desde el oeste y el norte viajan sobre kilómetros de aromáticos pinos y brezos. El pueblo en sí es prácticamente insignificante en cuanto a población, pero rebosa comodidades y belleza. Justo a medio camino de la calle única, con su ancha carretera y sus espaciosas franjas de césped a, cada lado, hay una pequeña iglesia normanda y un antiguo cementerio; en desuso desde hace mucho tiempo. Apenas una docena de pequeñas y serenas casas de estilo georgiano, con sus rojos ladrillos y sus enormes ventanas, cada una de ellas con un pequeño jardín en la parte frontal y uno más amplio en la trasera; una veintena de tiendas y varias decenas de cottages con el tejado de paja, pertenecientes a jornaleros de fincas cercanas, forman el ramillete completo de pacíficas viviendas. La paz habitual, en todo caso, se rompe lamentablemente los sábados y los domingos, ya que nos encontramos en una de las carreteras principales entre Londres y Brighton, y durante el fin de semana nuestra tranquila calle se convierte en pista de carreras para veloces automóviles y motocicletas.

Un cartel a las afueras del pueblo que les ruega que vayan despacio sólo parece encorajinarles para que aceleren la velocidad, ya que la carretera es amplia y recta, y en realidad no hay razón para que no lo hagan. Por lo tanto, a modo de protesta, las damas de Maxley se cubren la nariz y la boca con sus pañuelos cada vez que ven acercarse un coche, aunque como la calle está asfaltada, lo cierto es que no necesitan tomar esas precauciones contra el polvo. Para cuando la noche del domingo está ya avanzada, la horda de motoristas ha terminado de pasar y nos preparamos de nuevo para disfrutar de cinco días de alegre y calmado aislamiento. Las huelgas del ferrocarril, que tanto agitan el país, apenas nos molestan, ya que la mayoría de los habitantes de Maxley nunca lo abandonan.

Yo soy el afortunado propietario de una de esas casitas de estilo georgiano, y me considero no menos afortunado por tener un vecino tan interesante y estimulante como Francis Urcombe, quien, como los más auténticos oriundos de Maxley, no ha dormido fuera de su casa, que se encuentra situada justo enfrente de la mía en la calle del pueblo, desde hace casi dos años, fecha en la que, aun encontrándose en la mediana edad, abandonó su Cátedra de Fisiología en la Universidad de Cambridge para dedicarse por su cuenta al estudio de esos fenómenos ocultos y curiosos que parecen concernir por igual tanto al aspecto físico como al psíquico de la naturaleza humana. De hecho, su retiro no fue ajeno a esta pasión por las extrañas e inexploradas zonas que yacen en los confines y los bordes de la ciencia, cuya existencia es tan tozudamente negada por las mentes más materialistas, ya que abogó porque los estudiantes fuesen obligados a pasar algún tipo de examen sobre el mesmerismo, y porque se realizaran tests de conocimientos sobre materias como apariciones en el momento de la muerte, casas encantadas, vampirismo, escritura automática y posesiones.

—Por supuesto, no me hicieron ni caso —explicaba él mismo—, ya que no hay nada de lo que aquellos pozos de sabiduría estén más asustados que del auténtico conocimiento, y la ruta hacia el conocimiento pasa indefectiblemente por el estudio de fenómenos como ésos. Las funciones de lo humano son, en general, conocidas. Se trata en todo caso de un país que ha sido explorado y cartografiado. Pero aparte de ésta, existen otras enormes extensiones de terreno sin descubrir, que ciertamente existen, y los verdaderos pioneros del conocimiento son aquellos que, al coste de ser ridiculizados por crédulos y supersticiosos, quieren penetrar en esos lugares brumosos y probablemente peligrosos. Pensé que podría ser de más utilidad adentrándome en la niebla sin brújula ni saco de dormir que sentándome en una jaula como un canario, gorgoreando lo que ya sabemos todos. Además, la enseñanza es algo negativo para alguien que sólo sabe aprender: para ser maestro basta con ser un asno engreído.

De modo que Francis Urcombe resultaba un vecino encantador para alguien que, como yo, tuviese una curiosidad inquieta y acuciante sobre lo que él llamaba los «lugares brumosos y peligrosos». Por otra parte, la pasada primavera tuvimos una nueva y sinceramente bienvenida adición a nuestra agradable y pequeña comunidad, en la persona de la señora Amworth, viuda de un funcionario destinado en la India. Su esposo había ejercido como juez en las provincias noroccidentales, y tras su fallecimiento en Peshawar ella regresó a Inglaterra. Tras un año en Londres, se descubrió hambrienta por sustituir las nieblas y suciedades de la ciudad por el aire despejado y el sol del campo. Tenía además un especial motivo para instalarse en Maxley, ya que sus ancestros habían sido durante cientos de años nativos del lugar, y en el viejo cementerio, actualmente en desuso, se encontraban varias lápidas grabadas con su nombre de soltera: Chaston. Grande y energética, su vigorosa y genial personalidad rápidamente condujo a Maxley hacia un grado más elevado de sociabilidad del que nunca había disfrutado. La mayoría de nosotros éramos solteros, solteronas o gente mayor no demasiado inclinados a ejercer los gastos y los esfuerzos que conlleva la hospitalidad y, hasta su llegada, una invitación a tomar el te, con una posterior partida de bridge antes de regresar a casa para una cena solitaria, eran el clímax de nuestras festividades. Pero la señora Amworth nos mostró un modo más gregario de actuar, y predicó con el ejemplo ofreciendo una serie de almuerzos multitudinarios y pequeñas cenas, que empezamos a seguir. Incluso en noches en las que semejante hospitalidad no se veía materializada, un hombre solitario como yo mismo encontraba reconfortante saber que una llamada telefónica a la casa de la señora Amworth, apenas a un centenar de metros de la mía, y una pregunta sobre si sería posible acercarme después de cenar para disfrutar de unas partidas de piquet antes de irnos a acostar, provocaría probablemente una respuesta positiva. Allí estaría esperándome, con una impaciencia cercana a la camaradería, para ofrecerme un vaso de oporto, una taza de café, un cigarrillo y una partida de piquet. También tocaba el piano, de una manera libre y exuberante, y tenía una voz encantadora con la que seguía su propio acompañamiento; y a medida que los días se alargaban y la luz se iba rezagando hasta anochecer cada vez más tarde, jugábamos nuestras partidas en su jardín, un refugio para babosas y caracoles que había conseguido transformar, en el curso de los meses, en un deslumbrante y lujurioso conjunto de flores. Siempre estaba alegre y jovial; se interesaba por cualquier cosa, y destacaba principalmente en la música, la jardinería y en todo tipo de juegos. Todo el mundo (con tan sólo una excepción) la apreciaba, todo el mundo sentía como si ella trajese consigo el tónico de un día soleado. Aquella única excepción era Francis Urcombe; y aun así, también él reconoció que aunque no fuese de su agrado estaba ampliamente interesado en ella. Esto siempre me pareció extraño, ya que tan agradable y jovial como era, no podía ver en ella nada que pudiera provocar conjeturas o despertar suposiciones, tan sana y poco misteriosa era su figura. Pero evidentemente no podía haber duda de la autenticidad del interés de Urcombe por ella; uno podía verle observándola y escrutándola. Respecto a su edad, ella misma reveló voluntariamente la información de que contaba cuarenta y cinco años; pero su energía, su actividad, su piel que no revelaba los estragos del tiempo, su pelo negro como el carbón... hacían difícil creer que no estuviera adoptando el poco usado recurso de añadir diez años a su edad en vez de restárselo. También a menudo, a medida que nuestra amistad platónica iba madurando, la señora Amworth me llamaba para que la invitara a visitarme. Si yo estaba ocupado escribiendo, debía darle, tras un inevitable tira y afloja, una franca negativa, que producía a modo de respuesta una risa jovial y sus deseos por una exitosa noche de trabajo. A veces, antes de que me llamase con su propuesta, Urcombe ya se había acercado desde su casa para disfrutar de un cigarrillo y de un rato de charla, y él, oyendo de quién se trataba la posible visitante, siempre me urgía a rogarle que viniera. Ella y yo jugaríamos nuestras partidas de piquet, me decía, y él observaría, si no nos molestaba, con el objetivo de aprender las reglas del juego. Aunque sinceramente dudo que prestase demasiado interés, ya que nada podía estar más claro, salvo que, bajo aquel ático que formaban su frente y aquellas espesas cejas, su atención se hallaba fija, no en las cartas, sino en uno de los jugadores. Pero parecía disfrutar de las horas que pasábamos así, y a menudo, hasta una noche de julio en particular, la miraba con el aspecto de un hombre que se enfrenta a un grave problema. Ella, entusiasmada y centrada en nuestro juego, no parecía percibir su escrutinio. Entonces llegó aquella noche en la que, a la luz de los hechos que luego acontecieron, empezó a descorrerse el velo que escondía aquel horror secreto ante mis ojos. No lo percibía entonces, pero me di cuenta más tarde de que cuando la señora Amworth me llamaba para proponerme una visita, preguntaba no sólo si me encontraba libre, sino también si el señor Urcombe estaba conmigo. De ser así, decía, no quería echar a perder la charla de dos viejos solterones, y me deseaba unas buenas noches sonriente.

Urcombe, en aquella ocasión, llevaba conmigo una media hora cuando llegó la señora Amworth, y había estado hablándome de las creencias medievales referentes al vampirismo, uno de esos temas fronterizos que no habían sido lo suficientemente estudiados antes de ser condenados por la profesión médica al vertedero de las supersticiones refutadas. Allí estaba, sentado, ceñudo e impaciente, recreando con aquella extraordinaria claridad que le había convertido en un profesor tan admirable durante sus días en Cambridge, la historia de aquellas misteriosas apariciones. En todas ellas se repetían los mismos rasgos generales: uno de aquellos espíritus macabros tomaba posesión de un hombre o una mujer, en cuyo cuerpo habitaba, confiriéndole poderes sobrenaturales, como el vuelo del murciélago, y saciándose mediante festines sangrientos y nocturnos. Cuando su anfitrión moría, continuaba residiendo en el cadáver, el cual no llegaba a corromperse. De día descansaba, y por la noche abandonaba la tumba para realizar sus horrendas rondas. Ningún país europeo de la Edad Media parecía habérseles escapado; e incluso se habían encontrado paralelismos con el mito tanto en Roma y Grecia como en la tradición judía.
—Es una enorme imprudencia calificar de pamplinas todas esas evidencias existentes —dijo—. Cientos de testigos completamente independientes en diferentes momentos de la historia han testificado la existencia de estos fenómenos, y no hay una explicación conocida por mí que cubra todos los hechos. Y si te sientes inclinado a decir: «Vaya, entonces» si estamos hablando de hechos reales, ¿cómo es que no encontramos vampiros en la actualidad?», te puedo dar dos respuestas. Una es que en la Edad Media hubo enfermedades reconocidas, como la peste negra, que ciertamente existieron entonces y que se han extinguido en la actualidad, aunque no por eso negamos su existencia. Así, al igual que la peste negra visitó Inglaterra y diezmó a la población de Norfolk, de la misma manera hubo en este distrito un brote de vampirismo, y Maxley fue el epicentro del mismo. Mi segunda respuesta es aún más convincente, y es que te diré que en modo alguno se ha extinguido el vampirismo. Con toda seguridad hubo un brote hace uno o dos años en la India.

En aquel preciso momento oí cómo sonaba mi aldaba con el alegre y perentorio tono en el cual acostumbraba a anunciar su llegada la señora Amworth, de manera que fui a abrirle la puerta?.

—Entre de inmediato —dije— y evite que mi sangre se me hiele en las venas. El señor Urcombe estaba tratando de asustarme.
De inmediato, su presencia vital y voluminosa pareció inundar la habitación.
—¡Ah, magnífico! —dijo ella—. Me encanta que la sangre se me hiele en las venas. Continúe con su cuento de fantasmas, señor Urcombe. Adoro los cuentos de fantasmas.
Vi que, tal y como era su costumbre, él la estaba observando atentamente.
—No se trata exactamente de un cuento de fantasmas —dijo—. Sólo le estaba explicando a nuestro anfitrión que el vampirismo aún no ha desaparecido del todo. Le comentaba que hace apenas un par de años hubo un brote en la India.

Hubo una más que perceptible pausa, y vi que, si Urcombe la estaba observando, ella por su parte también mantenía la mirada fija en él, a la vez que fruncía el ceño. Después su risa alegre invadió aquel silencio tan tenso.

—¡Oh, qué lástima! —dijo—. Así no me va usted a asustar en lo más mínimo. ¿Dónde ha oído semejante historia, señor Urcombe? He vivido en la India durante años y jamás oí un rumor semejante. Algún cuentista de los bazares debió de inventarlo, son famosos por ello.
Pude ver que Urcombe estaba a punto de añadir algo, pero se contuvo.
—¡Ah! Probablemente así fuera —dijo.

Pero algo había alterado aquella noche nuestra habitualmente tranquila sociabilidad, algo que además había empañado el habitual buen humor de la señora Amworth. Apenas disfrutó del piquet y, tras un par de partidas, se marchó. Urcombe también había permanecido en silencio, de hecho apenas volvió a hablar hasta que ella se hubo marchado.

—Ése ha sido un comentario desgraciado —dijo—, ya que el brote de... de una misteriosa enfermedad, llamémoslo así, sucedió en Peshawar, la ciudad en la que se encontraban ella y su marido. Y...
—¿Y bien? —pregunté.
—Él fue una de las víctimas —dijo—. Evidentemente, no había pensado en eso mientras estaba hablando.

El verano fue inusualmente caluroso y seco, y Maxley sufrió mucho la sequía y también una plaga de grandes y negros mosquitos nocturnos, cuya picadura resultaba especialmente virulenta e irritante. Se acercaban flotando, posándose sobre la piel con tanto cuidado que no se notaba nada hasta que el agudo pinchazo anunciaba que uno acababa de ser picado. No picaban ni en las manos ni en la cara, sino que elegían siempre el cuello y la garganta como lugar de alimentación, y la mayoría de nosotros, al extenderse el veneno, padecimos un brote temporal de bocio. Entonces, más o menos a mediados de agosto, apareció el primero de aquellos misteriosos casos que nuestro doctor local atribuyó a la larga ola de calor unida a la picadura de estos venenosos insectos. El paciente fue un chico de dieciséis o diecisiete años, el hijo del jardinero de la señora Amworth, y los síntomas eran una palidez anémica y una postración lánguida, acompañada de gran somnolencia y un apetito anormal. También tenía dos pequeños pinchazos en el cuello, donde, según las conjeturas del doctor Ross, debía de haberle mordido el mosquito. Pero lo más extraño era que no tenía hinchazón ni inflamación de ninguna clase alrededor de las picaduras. Para entonces, el calor ya había comenzado a disminuir, pero el aire fresco no repercutió en ninguna mejoría, y el muchacho, a pesar de la cantidad de buena comida que engulló con voracidad, quedó reducido a poco más que huesos y pellejo. Fue más o menos entonces cuando me encontré una tarde con el doctor Ross por la calle, y en respuesta a mi interés por su paciente me dijo que temía que el muchacho se estuviera muriendo. El caso, confesó, le tenía completamente desorientado: todo lo que podía sugerir era una desconocida y perniciosa variedad de anemia. Se preguntaba si el señor Urcombe querría visitar al muchacho, en caso de que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso, y dado que Urcombe iba a cenar aquella noche conmigo invité al doctor Ross a que se nos uniese. No podía, dijo, pero aseguró que se acercaría algo más tarde. Cuando llegó, Urcombe consintió de inmediato en poner su habilidad a su servicio, y al punto partieron juntos. Viéndome de este modo privado de compañía, telefoneé a la señora Amworth para saber si podría imponerle mí presencia durante una hora. Su respuesta fue afirmativa y de buen grado, y entre el piquet y la música la hora se alargó hasta convertirse en dos. Me habló del chico que yacía tan desesperada y misteriosamente enfermo, y me contó que le había visitado a menudo, llevándole alimentos delicados y nutritivos. Pero aquel día (y sus ojos se humedecieron mientras hablaba) se temía que había ido a visitarle por última vez. Como conocía la antipatía que había entre ella y Urcombe, no le conté que había sido requerido y consultado; y cuando regresé a casa ella me acompañó hasta la puerta, por el placer de disfrutar del aire nocturno y para tomar prestada una revista que contenía un artículo sobre jardinería que deseaba leer.

—Ah, este delicioso aire nocturno —dijo olfateando lujuriosamente el frescor—. El aire de la noche y los jardines son los mejores tónicos que existen. No hay nada más estimulante que el contacto con la generosa madre tierra. Nunca se siente uno tan fresco como cuando ha estado escarbando en el suelo... las manos negras, las uñas negras, las botas recubiertas de lodo... —dejó escapar su jovial y enorme risa.
—Soy una golosa del aire y la tierra —continuó—. Realmente espero con ansia la muerte, ya que entonces podré ser enterrada y estaré rodeada por todas partes de la amable y generosa tierra. Nada de ataúdes de plomo para mí, ya he dado instrucciones explícitas al respecto. Claro que, ¿qué haré sin aire? Bueno, supongo que no se puede tener todo. ¿La revista? Mil gracias, se la devolveré lealmente. Buenas noches: mantenga sus ventanas abiertas y no padecerá de anemia.
—Siempre duermo con las ventanas abiertas —dije yo.

Me fui directamente a mi dormitorio, una de cuyas ventanas da directamente a la calle, y mientras me desnudaba creí oír voces hablando no muy lejos de allí. Pero sin prestar particular atención, apagué las luces y me hundí directamente en las profundidades de un horrible sueño, sugerido y distorsionado, sin duda, por mis últimas palabras con la señora Amworth. Soñé que me despertaba y que las dos ventanas de mi dormitorio estaban cerradas. Medio ahogándome, soñé que saltaba de la cama y cruzaba la habitación para abrirlas. La persiana de la primera estaba bajada, y al levantarla vi, con el indescriptible horror de una incipiente pesadilla, el rostro de la señora Amworth flotando en la oscuridad junto al alféizar, asintiendo y sonriéndome. Volví a bajar la persiana para mantener aquel horror en el exterior y corrí hacía la otra ventana, situada en el extremo opuesto de la habitación, para encontrarme de nuevo con el rostro de la señora Amworth. Entonces el pánico me desbordó; allí estaba yo, asfixiándome por la falta de aire en la habitación y, abriera la ventana que abriera, el rostro de la señora Amworth penetraría en el interior, como aquellos silenciosos mosquitos negros que te mordían antes de que pudieras darte cuenta. La pesadilla progresó hasta el punto de hacerme despertar entre gritos, para encontrar mi habitación perfectamente tranquila, con las ventanas completamente abiertas, ambas persianas levantadas y una luna en cuarto creciente cuya luz tranquila y oblonga se reflejaba en el suelo. Pero incluso tras haberme despertado, el horror persistió, y no dejé de moverme y de revolverme en el lecho. Debía de haber dormido bastante antes de que la pesadilla me asaltara, ya que casi era de día y pronto se empezaron a elevar por el este los soñolientos párpados de la mañana.

Acababa de bajar las escaleras al día siguiente (ya que, tras el amanecer volví a dormirme profundamente) cuando Urcombe me telefoneó para saber si podía verme de inmediato. Entró, sombrío y preocupado, y pude darme cuenta de que estaba chupeteando una pipa que ni siquiera había cargado.

—Necesito tu ayuda —dijo—, de modo que antes deberé contarte qué es lo que sucedió anoche. Acudí con el doctorzuelo a ver a su paciente, y le encontré apenas vivo. Inmediatamente diagnostiqué, para mí mismo, lo que significa esta anemia, completamente inexplicable de cualquier otra manera. El muchacho ha sido presa de un vampiro.

Dejó su pipa sobre la mesa de desayunar, junto a la que me acababa de sentar, y se cruzó de brazos, mirándome fijamente desde debajo de sus prominentes cejas.

—En cuanto a lo de anoche —continuó—, insistí en que debía ser trasladado del cottage de su padre a mi propia casa. Y mientras le llevábamos en una camilla ¿con quién nos encontramos sino con la señora Amworth, que expresó su sorpresa porque le estuviéramos trasladando? ¿Y por qué crees tú que dijo eso?

Con un amago de horror, mientras recordaba mi sueño de la noche anterior, acudió a mi mente una idea tan absurda e impensable que instantáneamente la rechacé.

—No tengo ni la más remota idea —dije.
—Entonces escucha, mientras te cuento lo que sucedió más tarde. Encendí todas las luces de la habitación en la que se encontraba el muchacho y me quedé allí vigilándole. Una ventana estaba ligeramente abierta, ya que había olvidado cerrarla, y alrededor de la medianoche oí algo que desde el exterior intentaba aparentemente abrirla del todo. Me imaginé quién sería (y sí, estábamos a más de seis metros sobre el suelo) y ojeé a través del borde de la persiana. Me encontré con el rostro de la señora Amworth, y con su mano apoyada en el marco de la ventana. Me acerqué silenciosamente a ella y después la golpeé violentamente; creó que le pillé un dedo.
—¡Pero eso es imposible! —grité—. ¿Cómo iba a ir flotando por el aire de esa manera? ¿Y para qué habría ido? No me vengas con semejantes...
Una vez más, con mis fuerza, el recuerdo de mi pesadilla me inmovilizó.
—Te estoy diciendo lo que vi —dijo él—. Y te aseguro que durante toda la noche, hasta que casi se hizo de día, siguió revoloteando por el exterior como si fuera un terrible murciélago que intentara entrar. Ahora, analiza todo lo que te he contado.
Empezó a contar con los dedos.
—Uno —dijo—: hubo un brote de una enfermedad similar a la que este muchacho está padeciendo en Peshawar, y su marido falleció a consecuencia de ella. Dos: la señora Amworth protestó ante mi decisión de trasladar al chico a mi casa. Tres: ella, o el demonio que habita en su cuerpo, una criatura sin duda poderosa y mortal, intentó entrar en la misma. Y a todo eso añádele lo siguiente: en el medievo hubo una epidemia de vampirismo aquí, en Maxley. El vampiro, o así lo recogieron las crónicas, resultó ser una tal Elizabeth Chaston... Veo que recuerdas el nombre de soltera de la señora Amworth. Y por último, el chico está bastante mejor esta mañana. Con toda seguridad no estaría vivo ahora si hubiera sido visitado una vez más. ¿Qué piensas ahora de todo esto?
Hubo un largo silencio durante el cual descubrí que aquel horror asumía visos de verosimilitud.
—Tengo algo que añadir —dije— que podría o no podría tener algo que ver con esto. ¿Dices que... el espectro se retiró poco antes del amanecer?
—Sí.
Le conté mi sueño, y sonrió sombríamente.
—Sí, hiciste bien en despertarte —dijo—. El aviso partió de tu subconsciente, que nunca está completamente dormido, y te gritó que te hallabas en peligro mortal. Ya son dos razones, por tanto, por las que debes ayudarme: una, para salvar a los demás; la otra, para salvarte a ti mismo.
—¿Qué quieres que haga? —pregunté.
—Lo primero, que me ayudes a vigilar al muchacho, y que te asegures de que ella no se le acerca. Por otra parte, quiero que me ayudes a perseguir a esa cosa, a descubrirla y a destruirla. No es humana: es un demonio encarnado. Qué pasos tendremos que seguir para conseguirlo, aún no lo sé.

Eran ya las once de la mañana, y de inmediato nos encaminamos hacía su casa para que yo pudiera iniciar una vigilia de doce horas mientras él dormía para poder relevarme aquella noche, de modo que durante las siguientes veinticuatro horas uno de los dos, o Urcombe o yo mismo, estuvo en la habitación con el chico, el cual se fortalecía a ojos vista hora tras hora. El día siguiente fue sábado, y la mañana se presentaba hermosa y cristalina. Cuando fui a su casa para reasumir mis tareas, ya había comenzado el trasiego de motores en dirección a Brighton. Al mismo tiempo vi a Urcombe que salía de casa con un semblante alegre que presagiaba buenas noticias sobre su paciente, y a la señora Amworth, que con un gesto de saludo dirigido hacia mí, caminaba por la ancha franja de césped que bordeaba la carretera con una cesta en la mano. Allí nos encontramos los tres. Pude darme cuenta (y vi que también Urcombe lo hizo) de que uno de los dedos de la mano izquierda de la señora Amworth estaba vendado.

—Buenos días a ambos —dijo ella—. He oído que su paciente está mejorando, señor Urcombe. He venido para traerle un plato de jalea y para sentarme una hora junto a él. Los dos somos grandes amigos. Estoy encantada con su recuperación.
Urcombe se mantuvo en silencio, como si estuviera reflexionando, y después la señaló con un dedo acusador.
—¡Se lo prohíbo! —dijo—. Ni se le acercará ni volverá a verlo. Y conoce usted la razón tan bien como yo.

Nunca había visto originarse en un rostro un cambio tan horrible como aquel que empalideció la cara de la señora Amworth hasta otorgarle el color de una niebla grisácea. Alzó la mano como para protegerse del dedo que la señalaba dibujando sobre el aire el símbolo de la cruz, y retrocedió trastabillando hacia la carretera. Se oyó un estruendoso bocinazo, el chirriar de unos frenos, un grito de aviso (demasiado tarde) procedente de un coche que pasaba, y un largo alarido interrumpido de cuajo. Su cuerpo rebotó contra el asfalto tras haber sido aplastado por la primera rueda antes de caer bajo la segunda. Se quedó allí, estremeciéndose y agitándose, hasta que quedó completamente inmóvil.

Fue enterrada tres días más tarde en el cementerio a las afueras de Maxley, de acuerdo a los deseos que ella misma había dejado escritos y que yo ya conocía, y el impacto que su súbita y horrorosa muerte había causado en nuestra pequeña comunidad empezó a disminuir gradualmente. Sólo para dos personas, Urcombe y yo mismo, quedó aquel disgusto mitigado por el conocimiento del alivio que su muerte había traído consigo; pero, naturalmente, guardamos nuestro consuelo para nosotros mismos y no dejamos entrever ni la más mínima pizca del horror mucho más intenso que de aquella manera se había abortado.

Pero, curiosamente, Urcombe seguía sin estar completamente satisfecho, o al menos eso me parecía, y nunca me respondía a las preguntas que al respecto le hice. Después, a medida que los días de un septiembre sereno y apacible fueron seguidos por los de octubre, y éstos empezaron a caer como las hojas de los árboles amarillentos, su preocupación cesó. Pero antes de que llegara noviembre la aparente tranquilidad se convirtió en huracán.

Había estado cenando una noche en el extremo más alejado del pueblo, y a eso de las once emprendí el regreso a mi casa, caminando. La luna tenía una inusual brillantez, apareciendo todo tan nítido como en un grabado. Acababa de pasar frente a la casa en la que había vivido la señora Amworth, junto a la que ahora había un cartel anunciando su alquiler, cuando oí descorrerse el cerrojo de la puerta principal, y entonces, con un repentino escalofrío que llegó a lo más hondo de mi alma, la vi. Su perfil, perfectamente iluminado por la luna, estaba dirigido hacia mí, y no había error posible en la identificación. Pareció no verme (de hecho, la sombra de los tejos que bordeaban su jardín me rodeaba de oscuridad), de modo que cruzó resueltamente la carretera y entró en la casa de enfrente por la puerta principal. Allí la perdí de vista completamente.

Mi respiración iba regresando a base de pequeños jadeos, ya que me había echado a correr (seguí corriendo, de hecho, lanzando hacia atrás miradas temerosas) los cien metros que separaban mi casa de la de Urcombe. Un minuto más tarde ya estaba dentro.
—¿Qué vienes a contarme? —preguntó—. A que lo adivino.
—No creo que puedas —dije yo.
—No, realmente no tengo que adivinarlo. Lo sé. Ha vuelto y la has visto. Cuéntame cómo ha sido.
Le narré mi historia.
—Ésa es la casa del alcalde Pearsall —dijo—. Vayamos de inmediato.
—¿Pero qué podemos hacer? —pregunté.
—No tengo ni idea. Eso es lo que tenemos que averiguar.

Un minuto más tarde nos encontrábamos frente a la casa. Cuando había pasado antes por allí estaba completamente a oscuras; ahora se veían luces encendidas a través de algunas ventanas del piso superior. Mientras estábamos allí se abrió la puerta y el alcalde Pearsall salió por ella. Nos vio y se detuvo.

—Voy a buscar al doctor Ross —dijo presurosamente—. Mi mujer ha enfermado de repente. Hacía una hora que se había ido a la cama cuando he subido a acostarme y la he encontrado pálida como un fantasma y completamente exhausta. Ustedes me perdonarán pero...
—Un momento, alcalde —dijo Urcombe—. ¿Tenía alguna marca en el cuello?
—¿Cómo lo ha sabido? —respondió él—. Uno de esos malditos mosquitos ha debido de morderla. Dos veces, además. Aún salía sangre de las heridas.
—¿Se ha quedado alguien con ella?
—Sí, he despertado a su doncella.
Se marchó y Urcombe se dirigió a mí.
—Ya sé lo que tenemos que hacer —dijo—. Ve a cambiarte de ropa. Nos encontraremos en tu casa.
—¿De qué se trata? —pregunté.
—Te lo diré en el camino. Nos vamos al cementerio.

Cuando se reunió conmigo, Urcombe acarreaba un pico, una pala y un destornillador, y se había enrollado alrededor de los hombros un gran ovillo de cuerda. Mientras caminábamos me explicó a grandes rasgos la atroz tarea que nos esperaba.

—Lo que voy a contarte —dijo—, te parecerá excesivamente fantástico como para ser creíble, pero antes de que amanezca vamos a ver cosas que superan la realidad. Por una afortunadísima coincidencia, has visto al espectro, el cuerpo astral, o llámalo como quieras, de la señora Amworth mientras se dirigía a realizar su siniestra tarea; por lo tanto, y sin lugar a dudas, hemos de deducir que el vampiro que habitaba en su interior mientras estuvo viva ha sido capaz de animarla estando muerta. No es que sea algo excepcional, lo llevo esperando desde hace semanas. Si tengo razón, encontraremos su cuerpo intacto y sin el más mínimo signo de corrupción.
—Pero si lleva muerta casi dos meses —dije yo.
—Aunque llevara muerta dos años, seguiría igual si el vampiro sigue poseyéndola. De modo que recuerda: nada de lo que veas esta noche va a serle hecho a la verdadera señora Amworth, que de haber seguido el curso natural de las cosas ahora estaría alimentando a la hierba que crece sobre su cuerpo, sino a un espíritu de inenarrable maldad.
—¿Pero qué es lo que vamos a hacerle?
—Te lo diré. Sabemos que en estos momentos el vampiro, revestido con su apariencia mortal, ha salido a cenar. Pero debe regresar antes del amanecer, y entonces se introducirá en la forma material que yace en su tumba. Debemos esperar a que así suceda, y entonces, con tu ayuda, desenterraré el cuerpo. Si he acertado, la podrás contemplar tal y como fue en vida, con todo el vigor que su espantosa dieta le habrá proporcionado latiendo en sus venas. Y entonces, cuando llegue el amanecer y el vampiro no pueda abandonar la guarida de su cuerpo, le atravesaré el corazón con esto —y señaló el pico—, y tanto ella, que sólo regresa a la vida gracias a la animación que el demonio le otorga, como su infernal compañero morirán de verdad. Después deberemos enterrarla otra vez, ya completamente liberada.

Habíamos llegado al cementerio, y gracias a la claridad de la luna no hubo dificultad en identificar la tumba. Yacía a unos veinte metros de la pequeña capilla en cuyo porche, oscurecido por las sombras, ambos nos santiguamos. Desde allí teníamos una vista clara y despejada de la tumba, y ahora debíamos esperar a que su infernal habitante regresara. La noche era cálida y apenas corría viento, pero creo que incluso aunque se hubiera desatado un helado vendaval no lo habría notado, tan intensa era mi preocupación por lo que la noche y el amanecer depararían. Había una campana en la torrecilla de la capilla que marcaba los cuartos de hora, y me sorprendió descubrir lo rápido que se sucedían los repiques.

Hacía rato que la luna se había puesto, aunque un crepúsculo de estrellas brillaba en el cielo despejado, cuando desde la torre sonaron las cinco de la mañana. Pasaron un par de minutos más, y entonces sentí la mano de Urcombe golpeándome suavemente. Al mirar en la dirección que señalaba su índice, pude ver la silueta de una mujer, alta y robusta, que se acercaba desde la derecha. Sin hacer ruido, con un movimiento que se asemejaba más al planear o al flotar que al andar, se desplazó a través del cementerio hacia la tumba que suponía el objeto de nuestra vigilancia. La rodeó un par de veces, como para asegurarse de que aquella era su lápida, y por un instante permaneció directamente frente a nosotros. En la penumbra a la que mis ojos ya se habían acostumbrado, pude ver su cara fácilmente, y reconocer sus rasgos.

La señora Amworth se pasó una mano sobre los labios, como si se los limpiase, y rompió a reír de una manera que me erizó todos los pelos de la cabeza. Entonces saltó sobre la tumba, manteniendo las manos elevadas sobre su cabeza, y centímetro a centímetro se hundió en la tierra. La mano de Urcombe había permanecido todo el tiempo agarrándome del brazo, como para indicarme que no me moviera, pero en ese momento la retiró.

—Vamos—dijo.

Armados con el pico, la pala y la cuerda nos aproximamos a la tumba. La tierra era ligera y arenosa, y poco después de que sonaran las seis ya habíamos conseguido llegar hasta el ataúd. Con el pico, Urcombe ablandó la tierra que lo rodeaba; después anudó la cuerda alrededor de los agarraderos mediante los cuales se hacía descender el ataúd, e intentamos sacarlo del agujero. Fue una tarea laboriosa, y la luz que anunciaba el día empezaba a asomar por el este antes de que hubiéramos logrado depositarlo junto a la tumba. Con la ayuda del destornillador, Urcombe retiró la tapa del ataúd y pudimos ver el rostro de la señora Amworth. Los ojos, que habían sido cerrados tras su muerte, se encontraban abiertos, las mejillas presentaban un saludable rubor, y los labios rojos e hinchados parecían sonreír.

—Un golpe y todo habrá acabado —dijo—. No hace falta que mires. Al mismo tiempo que hablaba volvió a tomar el pico y, colocando la punta sobre el pecho izquierdo, midió la distancia. Y aunque sabía lo que iba a pasar a continuación no pude retirar la mirada...

Agarró el pico con ambas manos, lo elevó para tomar impulso y después, con todas sus fuerzas, lo hundió en el pecho de ella. Pese al tiempo que llevaba muerta, un manantial de sangre se elevó a una altura bastante considerable antes de caer con un fuerte chapoteo sobre la mortaja. Simultáneamente, surgió de aquellos labios enrojecidos un horroroso chillido que se elevó como una estruendosa sirena antes de volver a morir. En aquel momento, tan instantáneos como un relámpago, aparecieron en su cara los rasgos de la putrefacción: el rostro adquirió un color ceniciento, las infladas mejillas se deshincharon, la mandíbula se descolgó.

—Gracias a Dios que ya ha acabado todo —dijo Urcombe, y sin un momento de pausa volvió a poner la tapa del ataúd.

El día estaba cada vez más cercano, por lo que trabajamos como posesos para bajar el ataúd y lo volvimos a recubrir de tierra.

Los pájaros se afanaban con sus primeros gorjeos del día mientras regresábamos hacia Maxley.


Amy Foster. Joseph Conrad (1857-1924)

Kennedy es un médico rural y reside en Colebrook, en la costa de Eastbay. El acantilado que se eleva abruptamente tras los tejados rojos de la pequeña aldea parece empujar la pintoresca High Street hacia el espigón que la resguarda del mar. Al otro lado de esa escollera, describiendo una curva, se extiende de manera uniforme, durante varias millas, una playa de guijarros, vasta y árida, con el pueblo de Brenzett destacando oscuramente en el otro extremo, una aguja entre un grupo de árboles; más allá, la columna perpendicular de un faro, no mayor que un lápiz desde la distancia, señala el punto donde se desvanece la tierra. Detrás de Brenzett, los campos son bajos y llanos; pero la bahía está muy protegida, y, de vez en cuando, un buque de gran tamaño, obligado por la mar o el mal tiempo, fondea a una milla y media al norte de la puerta trasera de la Posada del Barco en Brenzett. Un desvencijado molino de viento, que levanta en las cercanías sus aspas rotas sobre un montículo no más elevado que un estercolero, y una torre de defensa*, que acecha al borde del agua media milla al sur de las cabañas de los guardacostas, resultan muy familiares para los capitanes de las pequeñas embarcaciones. Son las marcas náuticas oficiales para delimitar ese lugar de fondeo seguro que las cartas del Almirantazgo representan como un óvalo irregular de puntos con numerosos seises en su interior, sobre los que se ha dibujado un ancla diminuta y una leyenda que reza: «Barro y conchas».

Desde la parte más alta del acantilado se ve la imponente torre de la iglesia de Colebrook. La pendiente está cubierta de hierba y por ella serpentea un camino blanco. Subiendo por él, se llega a un ancho valle, no muy profundo, una depresión de verdes praderas y de setos que se funden tierra adentro con el paisaje de tintes purpúreos y de líneas ondeantes que cierran el panorama. En ese valle que baja hasta Brenzett y Colebrook y asciende hasta Darnford, el mercado comarcal a catorce millas de distancia, ejerce de médico mi amigo Kennedy. Empezó su carrera como cirujano de la Armada, y después acompañó en sus periplos a un famoso viajero, en los días en que todavía quedaban continentes con tierras inexploradas en su interior. Sus escritos sobre la flora y la fauna le han dado cierta fama en los círculos científicos. Y ahora ocupa un puesto de médico rural... únicamente porque él quiere. Sospecho que su agudeza mental, al igual que un ácido corrosivo, ha destruido su ambición. Su inteligencia es de naturaleza científica, amante de la investigación, y hace gala de esa insaciable curiosidad que cree encontrar una partícula de verdad universal en cualquier misterio.

Hace muchos años, cuando volví del extranjero, me invitó a pasar unos días con él. Acepté encantado y, como no podía abandonar a sus pacientes para estar conmigo, me llevaba en sus visitas con él... y a veces recorríamos más de treinta millas en una sola tarde. Yo le esperaba en el camino; el caballo arrancaba jugosas ramitas y yo, sentado en lo alto del carruaje, podía oír las carcajadas de Kennedy a través de la puerta entreabierta de alguna casa. Tenía una risa franca y atronadora, más propia de un hombre que le doblara en tamaño, unos ademanes enérgicos, un rostro bronceado y unos ojos grises a los que no parecía escapárseles nada. Tenía la habilidad de hacer que las personas le abrieran su corazón, y una paciencia inagotable para escuchar sus historias. Cierto día en que salíamos trotando de un pueblo bastante grande por un camino muy umbroso, divisé a nuestra izquierda una casa de ladrillo, con cristales romboidales en las ventanas, una enredadera al final del muro, un tejado de tablones y algunas rosas que trepaban por las desvencijadas celosías del diminuto porche. Kennedy se detuvo junto a la entrada. Una mujer, a pleno sol, tendía una manta mojada entre dos viejos manzanos. Y, mientras el caballo zaino y rabón de largo cuello intentaba mover la cabeza tirando bruscamente de su mano izquierda, enfundada en un grueso guante de piel de perro, el médico preguntó por encima del seto:

-¿Qué tal su niño, Amy?
Tuve tiempo de ver su rostro inexpresivo y colorado, no por efecto de la vergüenza sino como si sus mejillas hubieran sido enérgicamente abofeteadas, y reparar en su figura rechoncha y en sus cabellos castaños, poco abundantes y sin brillo, recogidos en un apretado moño por encima de la nuca. Parecía bastante joven. Con voz entrecortada, respondió tímidamente:
-Bien, gracias.
Nos pusimos nuevamente al trote.
-¿Es una de sus pacientes? -pregunté.
Y el médico, chasqueando distraídamente el látigo, masculló:
-Solía visitar a su marido.
-Parece una criatura muy simple -comenté con desgana.
-En efecto -dijo Kennedy-. Es terriblemente pasiva. Basta mirar esas manos enrojecidas al final de unos brazos tan cortos, y esos ojos castaños, saltones y poco despiertos, para comprender la inactividad de su cerebro... una inactividad que cualquiera habría creído eternamente a salvo de todas las sorpresas de la imaginación. Pero ¿quién está a salvo de ellas? En cualquier caso, ahí donde la ves, tuvo suficiente imaginación para enamorarse. Es la hija de un tal Isaac Foster, que de modesto granjero pasó a ser pastor, y cuyas desgracias comenzaron cuando huyó para casarse con la cocinera de su padre viudo, un rico ganadero apopléjico que, presa del furor; borró su nombre del testamento y, según dicen, profirió amenazas contra su vida. Pero este viejo asunto, suficientemente escandaloso para servir de argumento en una tragedia griega, tuvo su origen en la similitud de sus caracteres. Hay otras tragedias, menos escandalosas y de un patetismo mucho más sutil, que surgen de diferencias irreconciliables y de ese miedo a lo incomprensible que siempre se cierne sobre nuestras cabezas, sobre todas nuestras cabezas...

El caballo zaino, agotado, aminoró el paso; y el cerco del sol, completamente rojo en un cielo inmaculado, se apoyó confiado en la lisa superficie de una tierra de labranza cercana al camino, tal como se lo había visto hacer innumerables veces en el mar, allá en el lejano horizonte. El monótono color pardo de los campos arados brillaba con un tinte rosáceo, como si los terrones desmenuzarlos hubieran sudado en diminutas perlas de sangre el trabajo de incontables labradores. Un carro tirado por dos caballos avanzaba lentamente por la cima, dejando un pequeño bosque a su costado. Por encima de nuestras cabezas, se recortaba contra el horizonte sobre la luz rojiza del sol, triunfalmente grande, inmenso, como una cuadriga de gigantes tirada por dos parsimoniosos corceles de proporciones legendarias. Y la torpe silueta del hombre que caminaba penosamente delante del primer caballo se perfilaba sobre el infinito con heroica rusticidad. El extremo de su látigo se agitaba en las alturas, en medio del azul del cielo.

-Es la hija mayor de una familia muy numerosa -señaló Kennedy-. A los quince años, la enviaron a servir en una granja llamada New Barns. Yo era el médico de la señora Smith, la mujer del arrendatario, y fue allí donde conocí a la joven. La señora Smith, una mujer elegante de nariz aguileña, le hacía vestirse de negro todas las tardes. No sé qué me impulsó a fijarme en ella. Hay rostros que nos llaman la atención por una extraña falta de definición en sus rasgos, de igual modo que, caminando en medio de la niebla, miramos con atención una forma borrosa que, al final, puede ser algo tan poco singular e inesperado como un poste indicador. La única peculiaridad que percibí en ella fue su ligera vacilación a la hora de expresarse, una especie de tartamudeo inicial que desaparecía en cuanto pronunciaba la primera palabra. Cuando se dirigían a ella con brusquedad, tendía a enfadarse; pero era sumamente bondadosa. Jamás se le había oído criticar a nadie y trataba con ternura a cualquier ser viviente. Quería con verdadera devoción a la señora Smith, al señor Smith, a sus perros, gatos y canarios; y, en cuanto al loro gris de la señora Smith, sus peculiaridades ejercían sobre ella una poderosa fascinación. Sin embargo, cuando ese extravagante pájaro fue atacado por el gato y gritó pidiendo ayuda con voz humana, ella se apresuró a huir al patio tapándose los oídos, en vez de impedir que se perpetrara el crimen. Para la señora Smith aquello era otra prueba de su estupidez; aunque la falta de atractivo de la joven, dada la ligereza de su marido, resultaba muy recomendable. Sus ojos miopes se llenaban de lágrimas cuando veía un pobre ratón atrapado en una ratonera, y, en cierta ocasión, unos niños la habían encontrado de rodillas en la hierba mojada ayudando a un sapo en dificultades. Si es verdad, como ha dicho algún alemán, que sin fósforo no hay pensamiento**, aún lo es más que no hay bondad sin cierta dosis de imaginación. Y ella la tenía... incluso más de la necesaria para comprender el sufrimiento y compadecerse de él. Se enamoró en unas circunstancias que no dejan la menor duda al respecto; pues se necesita imaginación para formarse un ideal de belleza, y todavía más para descubrirlo bajo una forma poco común.

...Cómo adquirió esa cualidad, y qué supo avivarla, es un misterio inescrutable. La joven había nacido en el pueblo, y jamás había ido más allá de Colebrook o quizá de Darnford. Vivió cuatro años con los Smith. New Barns es una granja apartada, a una milla de la carretera, y ella se contentaba con mirar día tras día los mismos prados, cerros y hondonadas; los mismos árboles y setos vivos; los rostros de los cuatro hombres que trabajaban en la granja, siempre los mismos... día tras día, mes tras mes, año tras año. Nunca mostró el menor interés por conversar, y mi impresión es que no sabía sonreír. Algunas tardes de domingo, cuando el tiempo era bueno, se ponía su mejor vestido, un par de botas resistentes y un enorme sombrero gris con una pluma negra (la he visto personalmente así ataviada), cogía una sombrilla ridículamente fina, saltaba dos vallas y recorría tres campos y doscientas yardas de carretera... Jamás iba más lejos. Allí estaba la cabaña de los Foster. Ayudaba a su madre a preparar el té de los más pequeños, fregaba los platos, daba un beso a los niños y volvía a la granja. Eso era todo. Todo el descanso, todo el cambio, todo el esparcimiento. No parecía desear nada más. Y entonces se enamoró. Se enamoró silenciosa, obstinada... tal vez irremediablemente. Fue un sentimiento que la invadió poco a poco, pero que acabó dominándola como un poderoso hechizo; fue un amor como se entendía en la Antigüedad: un impulso irresistible y fatídico... ¡una posesión! Sí, era su destino obsesionarse y dejarse embrujar por un rostro, por una presencia, funestamente, como una adoradora pagana de la forma bajo un cielo luminoso... para terminar despertando de ese misterioso olvido de sí misma, de ese encantamiento, de ese éxtasis, a causa de un miedo muy similar al inexplicable terror de un animal...

Con el sol ocultándose por el oeste, los extensos pastizales enmarcados por los escarpes del terreno más elevado cobraban un aspecto maravilloso y sombrío. Una sensación de profunda tristeza, muy semejante a la inspirada por unos acordes graves de música, se desprendía del silencio de los campos. Los hombres con que nos cruzábamos pasaban lentamente, sin sonreír, con los ojos en el suelo, como si la melancolía de una tierra oprimida hubiera añadido peso a sus pies, y hubiese inclinado sus espaldas y abatido su mirada.

-Sí -dijo el médico, cuando oyó mi observación-, es como si esta tierra estuviera maldita, pues, de todos sus hijos, los más apegados a ella son de cuerpo tosco y andar pesado, como si llevaran los corazones llenos de cadenas. Pero aquí, en este mismo camino, habría podido ver, entre todos esos hombres tan fornidos, a no ser delgado, ágil y esbelto, derecho como un pino, con algo en su porte que parecía luchar por elevarse, como si su corazón rebosara optimismo. Es posible que sólo fuera la intensidad del contraste, pero cuando se cruzaba con uno de esos aldeanos, las plantas de sus pies no parecían rozar el polvo del camino. Saltaba las cercas, y subía y bajaba esas cuestas con unas zancadas largas y elásticas que le hacían reconocible a una gran distancia, y sus ojos eran negros y brillantes. Era tan diferente a cuantos le rodeaban, con sus movimientos ágiles, su mirada dulce... incluso un poco temerosa..., su tez aceitunada y su figura grácil, que yo tenía la impresión, al verlo, de que su naturaleza era la de una criatura de los bosques. Vino de allí.

El médico señaló con el látigo, y, desde lo más alto del declive, por encima de las copas onduladas de los árboles de un parque situado junto a la carretera, apareció la superficie del mar muy por debajo de nosotros, semejante al suelo de un gigantesco edificio en el que hubieran insertado bandas de oscuras ondas, con estelas brillantes y armoniosas que desaparecían en una franja de agua cristalina al pie del cielo. La tenue humareda que salía de un invisible barco de vapor se desvanecía en la inmensa claridad del horizonte, como un aliento que empañara un espejo; y cerca de la costa, las velas blancas de un barco de cabotaje, que parecían desplegarse lentamente bajo las ramas, ondeaban libres del follaje de los árboles.

-¿Naufragó en la bahía? -pregunté.
-Sí, era un naufrago. Un pobre emigrante centroeuropeo con desligo a América, que fue arrastrado por las olas hasta la orilla en medio de una tempestad. Y para él, que no sabía nada del mundo, Inglaterra era un lugar desconocido. Pasó cierto tiempo antes de que conociera el nombre de este país; y no me extrañaría que hubiera temido encontrar bestias salvajes y hombres feroces cuando, arrastrándose en la penumbra por el espigón, cayó rodando en una acequia donde fue un nuevo milagro que no se ahogara. Pero luchó instintivamente como un animal atrapado en una red, y aquella ciega contienda lo arrojó fuera del agua Debía ser más duro de lo que parecía para sobrevivir a semejantes golpes, a sus violentos esfuerzos, y a tanto miedo. Algún tiempo después, en un inglés rudimentario curiosamente similar al que habla un niño, me contó que se había encomendado a Dios, convencido de que no seguía en este mundo. Y, en realidad -añadía-, ¿cómo iba a saberlo? Logró abrirse paso a gatas en medio de la lluvia y del temporal, y avanzó a rastras hasta unas ovejas que se amontonaban al socaire de un seto. Estas se alejaron corriendo en todas direcciones, balando en la oscuridad, y él acogió con alegría el primer sonido familiar que oía en aquellas costas. Debían de ser las dos de la madrugada. Y es todo cuanto sabemos del modo en que llegó, aunque no puede decirse que lo hiciera solo. Pero su pavorosa compañía no empezó a aparecer en la orilla hasta muy avanzado el día.

El médico cogió las riendas, chasqueó la lengua y bajamos trotando la colina. Después de doblar, casi en seguida, la pronunciada esquina de High Street, avanzamos traqueteando por el empedrado y nos detuvimos ante su casa. Al caer la noche, saliendo del abatimiento en que parecía haberse sumido, Kennedy reanudó su historia. Mientras fumaba su pipa, paseaba de un lado a otro de la habitación. Una pequeña lámpara proyectaba su luz sobre los papeles del escritorio; sentado junto a la ventana abierta, yo contemplaba, después de aquel día abrasador y sin viento, el frío esplendor de un mar brumoso inmóvil bajo la luna. Ni un murmullo, ni el ruido de algo que cayera al agua, ni el movimiento de un guijarro, ni una pisada, ni un suspiro, surgían de la tierra a nuestros pies... ninguna señal de vida, excepto la fragancia de los jazmines trepadores. Y la voz de Kennedy, a mis espaldas, atravesaba el ancho marco de la ventana antes de desvanecerse en la fría y maravillosa quietud del exterior.

-Los relatos de viejos naufragios nos hablan de grandes sufrimientos. A menudo los náufragos se salvaban de morir ahogados para perecer ignominiosamente de hambre en algún árido lugar de la costa; otros sufrían una muerte violenta o se veían convertidos en esclavos, y pasaban largos años de existencia precaria entre gentes que desconfiaban de ellos, los odiaban o temían por el mero hecho de ser extranjeros. Leer estas cosas nos inspira una gran lástima. Es duro para un hombre encontrarse en una tierra extraña, indefenso, sin nadie que comprenda su lengua, procedente de un misterioso país en algún rincón recóndito de la tierra. Pero de todos esos viajeros que han naufragado en los lugares más salvajes de la tierra, no hay uno solo, en mi opinión, que tuviera un destino tan trágico como el hombre del que hablo, el más inocente de ellos, arrojado por el mar en la ensenada de esta bahía, casi a la vista desde esta ventana. No conocía el nombre de su barco. Y con el tiempo descubrimos que ni siquiera sabía que los barcos tenían nombre... como "los cristianos"; y, cuando apareció el mar ante sus ojos, desde lo alto de la colina de Talfourd, su mirada se perdió en la lontananza, desbordante de asombro, como si jamás lo hubiera contemplado antes. Y es muy probable que así fuera. Según entendí, lo habían metido a empujones con otros muchos en un barco de emigrantes en la desembocadura del Elba, demasiado aturdido para observar lo que le rodeaba, demasiado triste para ver nada, demasiado angustiado para interesarse. Antes de zarpar, los bajaron al entrepuente y los dejaron allí encerrados. Era un camarote de escasa altura con mamparos y baos de madera -explicaba él-, como los de su tierra, aunque se entraba por una escalera. Era un lugar muy espacioso, muy frío, húmedo y lóbrego, y tenía unas extrañas cajas de madera donde debían dormir los emigrantes, uno encima de otro, y que siempre se balanceaban en todos los sentidos. Subió como pudo a una de ellas y se tumbó vestido, con la misma ropa que llevaba al salir de casa muchos días antes, sin separarse de su bastón y de su fardo. La gente se quejaba, los niños lloraban, el techo goteaba, las luces se apagaban, los mamparos crujían y todo se zarandeaba de tal modo que nadie se atrevía a levantar la cabeza. Había perdido el contacto con su único compañero (un joven del mismo valle, según nos contó) y siempre se oía en el exterior el rugido del viento y unos fuertes golpes: "¡bum! ¡bum! ". Se había mareado de un modo espantoso, hasta el punto de olvidar sus plegarias. Además, era imposible saber si era de día o de noche. En aquel lugar nunca parecía amanecer.

...Antes de embarcarse, había viajado largo tiempo en ferrocarril. Miraba por la ventanilla, que tenía un cristal maravillosamente transparente, y tenía la impresión de que los árboles, las casas, los campos y los interminables caminos volaban a su alrededor hasta que la cabeza empezaba a darle vueltas. Me dio a entender que, en su recorrido, había visto ingentes multitudes... naciones enteras... ricamente ataviadas. En una ocasión le obligaron a salir del vagón y tuvo que dormir una noche sobre un banco en una casa de ladrillo, con el fardo debajo de la cabeza; y, en otra, pasó muchas horas sentado en un empedrado, dormitando con las rodillas en alto y el fardo entre los pies. El techo parecía de cristal, y era tan elevado que el pino de montaña más gigantesco que había visto en su vida habría tenido espacio para crecer bajo él. Máquinas de vapor entraban por un extremo y salían por el otro. Había mas gente aglomerada de la que rodea, en un día de fiesta, a la milagrosa Imagen Sagrada en el patio del convento carmelita de las llanuras, donde, antes de partir, había llevado en carro a su madre, una piadosa anciana que quería rezar y suplicar a Dios que lo protegiera. Fue incapaz de explicarme lo grandioso que era aquel lugar, su estrépito, humo y oscuridad, el estruendo de los hierros, pero alguien le dijo que se llamaba Berlín. Luego sonó una campana, y llegó otra máquina de vapor, y volvieron a llevarle millas y millas a través de una tierra que resultaba tedioso contemplar, pues siempre era llana y no se alzaba en ella ni la más pequeña colina. Hubo de pasar otra noche encerrado en un edificio que recordaba a un buen establo, con un lecho de paja en el suelo, vigilando su fardo entre un grupo muy numeroso de hombres, ninguno de los cuales entendía una sola palabra de lo que él decía. Por la mañana, los condujeron hasta las orillas pedregosas de un río de lodo, extraordinariamente ancho, que no discurría entre colinas sino entre casas que parecían inmensas. Una máquina de vapor se deslizaba sobre el agua, y los metieron en ella, muy apretados, pero ahora iban acompañados de muchas mujeres y niños que armaban bastante ruido. Caía una lluvia muy fría, el viento azotaba su rostro; estaba calado hasta los huesos y le castañeteaban los dientes. Él y el joven de su mismo valle se cogieron de la mano.

...Pensaban que los llevarían directamente a América, pero la máquina de vapor chocó contra el costado de algo que le recordó a una gigantesca casa flotante. Las paredes eran negras y lisas, y en su tejado parecían crecer árboles desnudos en forma de cruz, increíblemente altos. Esa fue su impresión, pues jamás había visto un barco antes. Aquella era la nave que les trasladaría a América. Se oían gritos, todo se balanceaba; había una escala que subía y bajaba. Trepó por ella con sumo cuidado, con un miedo terrible de caerse al agua, que les salpicaba con violencia. Se vio separado de su compañero y, cuando descendió a los abismos de aquel barco, se le encogió el corazón. También fue entonces, según me explicó, cuando perdió el contacto para siempre con uno de aquellos tres hombres que, el verano anterior, habían recorrido con él todas las pequeñas aldeas de las estribaciones de su región. Llegaban en una carreta los días de mercado, e instalaban una especie de oficina en alguna posada o en casa de otro judío. Eran tres, y uno de ellos, con una larga barba, tenía un aspecto muy venerable; llevaban unos cuellos rojos y unos galones dorados en las mangas, como los funcionarios del gobierno. Se sentaban altaneros tras una mesa muy larga; y en el cuarto contiguo, a fin de que la gente ordinaria no pudiera enterarse, guardaban una ingeniosa máquina de telegrafiar que les permitía hablar con el emperador de América. Los padres se quedaban merodeando junto a la puerta, pero los jóvenes de las montañas se agolpaban frente a la mesa haciendo toda clase de preguntas, pues en América había trabajo durante todo el año, por tres dólares diarios, y no se hacía el servicio militar.

...Pero el káiser americano no admitía a todo el mundo. ¡Ah, no! Él mismo tuvo grandes dificultades para ser aceptado, y el hombre venerable del uniforme se vio obligado a abandonar la habitación varias veces para telegrafiar en su nombre. El káiser americano lo contrató finalmente por tres dólares, ya que era joven y fuerte. Sin embargo, muchos jóvenes muy capaces se echaron atrás, temerosos de la enorme distancia que los separaba; además, sólo podían marcharse los que tenían dinero. Algunos vendieron sus cabañas y sus tierras, pues era muy costoso trasladarse a América; pero luego, en cuanto llegabas, conseguías tres dólares diarios, Y si eras listo, podías encontrar lugares donde se sacaba auténtico oro del suelo. En casa de su padre vivía demasiada gente. Dos de sus hermanos se habían casado y tenían hijos. Prometió enviarles dinero desde América dos veces al año. Su padre vendió a un posadero judío una vaca vieja, dos ponis pintos criados por él, y un buen terreno para pastar en una soleada ladera cubierta de pinos, con el fin de pagar a los hombres del barco que llevaban gente a América para enriquecerse en seguida. Debía de tener madera de aventurero, pues ¡cuántas de las gestas más gloriosas han empezado en este mundo con ese trueque de la vaca paterna por el espejismo de un oro muy lejano! He ido explicándole a usted más o menos con mis palabras lo que descubrí de forma fragmentaria a lo largo de dos o tres años, en los que casi nunca desaproveché la oportunidad de conversar amigablemente con él. Me contó sus aventuras entre numerosos destellos de sus dientes blancos y el alegre fulgor de sus ojos negros; al principio, con una especie de inquieto balbuceo infantil, y más tarde, cuando ya aprendió nuestro idioma, con enorme fluidez, pero siempre con aquella entonación suave y melodiosa, además de vibrante, que confería un poder singularmente intenso al sonido de las palabras inglesas más familiares, como si hubieran sido vocablos de una lengua misteriosa. Y siempre terminaba moviendo con énfasis la cabeza, recordando con horror cómo se le encogió el corazón nada más pisar la cubierta del barco. Después pareció atravesar un período en blanco, al menos en lo que se refiere a los hechos. No hay duda de que debió sentirse terriblemente mareado e infeliz... aquel tierno y apasionado aventurero, alejado así de cuanto conocía, condenado a la más amarga soledad mientras yacía en su litera de emigrante; pues su naturaleza era tremendamente sensible. Lo siguiente que sabemos de él con certeza es que estuvo escondido en la pocilga de Hammond junto al camino de Norton, a unas seis millas del mar a vuelo de pájaro. No quería hablar de las experiencias que siguieron a su llegada: parecían haber dejado en su alma una oscura huella de asombro e indignación. Gracias a los rumores que circularon bastantes días después de su llegada, sabemos que los pescadores al oeste de Colebrook se sintieron inquietos y asustados por los fuertes golpes que oyeron en las paredes de sus cabañas, y por una voz aguda que gritaba palabras ininteligibles en medio de la noche. Algunos de ellos llegaron a salir de sus casas, pero sin duda él huyó asustado al oír las voces hoscas y airadas con que se llamaban unos a otros en la oscuridad. Una especie de arrebato debió de ayudarle a subir por la empinada colina de Norton. Es evidente que era él a quien el carretero Brenzett había visto, al día siguiente muy temprano, tendido en la hierba (desvanecido, según creo) junto al camino; y lo cierto es que se apeó para mirarlo de cerca, pero retrocedió intimidado ante su total inmovilidad, y ante el aspecto extraño de aquel vagabundo que dormía tan tranquilo bajo el aguacero. Unas horas después, algunos niños entraron corriendo en la escuela de Norton, tan atemorizados que la maestra tuvo que salir e increpar a un "hombre horrible" que se encontraba en el sendero. Él se alejó unos pasos, bajando la cabeza, y luego escapó corriendo a una velocidad extraordinaria. El conductor del carro de la leche del señor Bradley contó a todo el mundo que había azotado con su látigo a una especie de gitano peludo que, saltando al camino en un recodo cerca de los Vents, trató de agarrar las riendas del pony. Y le dio de lleno en la cara, según dijo, pues, en menos tiempo del que él había tardado en saltar, lo dejó tirado en el barro; aunque luego tardó más de media milla en conseguir que su pony parara. Tal vez en sus desesperados esfuerzos por obtener ayuda, y en su necesidad de comunicarse con alguien, el pobre diablo había intentado detener el carro. Tres muchachos confesaron, asimismo, haber arrojado piedras a un vagabundo muy extraño que, completamente empapado y lleno de barro, andaba como si estuviera borracho en el estrecho sendero que discurre entre los hornos de cal. Todo eso fue la comidilla de tres pueblos durante días; Pero tenemos el testimonio irrefutable de la señora Finn (la mujer del carretero de Smith), que aseguró haberlo visto saltar el muro de la pocilga de Hammond y dirigirse tambaleante hacia ella, farfullando algo con una voz que habría bastado para aterrorizar a cualquiera. Como llevaba a su bebé en el cochecito, la señora Finn le gritó que se alejara, pero, ante su insistencia en acercarse, ella le dio un valiente paraguazo en la cabeza y, sin volver la vista atrás, corrió como alma que lleva el diablo con su cochecito hasta el pueblo. Entonces se detuvo sin aliento y le contó lo sucedido al viejo Lewis, que estaba picando un montón de piedras; y el anciano, quitándose las enormes gafas negras de metal que protegían sus ojos, logró enderezarse con sus temblorosas piernas para mirar dónde ella señalaba. Los dos siguieron con la vista la figura del hombre corriendo por el campo; lo vieron tropezar, levantarse y echar a correr de nuevo, tambaleándose y agitando sus largos brazos por encima de la cabeza, en dirección a la granja New Barns. Fue entonces cuando cayó en las redes de su sombrío y trágico destino. No existe ninguna duda de lo que le ocurrió a continuación. Ahora lo sabemos con certeza: el intenso terror de la señora Smith; la firme convicción de Amy Foster, a pesar del ataque de nervios de su ama, de que aquel hombre "no quería hacer daño a nadie"; la exasperación de Smith, al regresar del mercado de Darnford y encontrar que el perro ladraba desesperado, que la puerta trasera estaba cerrada con llave y que su mujer sufría un ataque de histeria; y todo por un pobre y sucio vagabundo que, según creían, continuaba escondido en el granero. ¿Sería cierto? Ya le enseñaría él a no asustar a las mujeres.

...Smith tiene fama de irascible, pero la visión de una extraña criatura cubierta de fango, sentada entre un montón de paja suelta con las piernas cruzadas y balanceándose de un lado a otro como un oso enjaulado, le hizo detenerse. Entonces el vagabundo se levantó silenciosamente ante él, una masa de barro y suciedad de la cabeza a los pies. Smith, solo en el granero con aquella aparición, mientras los ladridos furiosos del perro resonaban en medio del tormentoso anochecer, se estremeció de miedo ante algo desconocido e inexplicable. Pero cuando aquel ser, apartando con sus manos mugrientas las greñas que le caían sobre el rostro, al igual que se separan las dos mitades de un cortinaje, lo miró con ojos brillantes, extraviados, blanquinegros, el misterio que rodeaba aquel mudo encuentro lo dejó paralizado. Posteriormente reconoció (pues esta historia ha sido muy comentada) haber retrocedido más de un paso. Más tarde, un torrente de palabras atropelladas y sin sentido le persuadió de que tenía ante sí a un lunático escapado del manicomio. De hecho, esa impresión jamás llegó a borrársele del todo. En su fuero interno, Smith sigue convencido de que aquel hombre estaba loco.

...Cuando la criatura se le acercó, hablando de un modo ininteligible, Smith (sin saber que se dirigía a él como "noble caballero" y que estaba suplicándole cobijo y alimento por el amor de Dios) le contestó firme y pausadamente mientras retrocedía hacia el otro patio. Finalmente, cuando se le presentó la oportunidad, se arrojó inesperadamente sobre él y lo metió a empujones en la leñera, echando el cerrojo. Acto seguido, se enjugó la frente, a pesar del frío. Había cumplido con su deber para con la comunidad al encerrar a un maníaco vagabundo y probablemente peligroso. Smith no es un hombre malo en absoluto, pero en su cerebro no cabía otra idea que la de la locura. Le faltaba imaginación para preguntarse si aquel hombre no estaría muriéndose de hambre y de frío. Mientras tanto, el maníaco armó, al principio, un ruido espantoso en la leñera. La señora Smith gritaba en el piso de arriba, donde se había encerrado en su dormitorio; y Amy Foster sollozaba de un modo lastimero en la puerta de la cocina, retorciéndose las manos y murmurando: "¡No lo haga, no lo haga!". Supongo que Smith lo pasó mal aquella velada entre los chillidos de su mujer y el llanto de su criada; y aquella voz enajenada y perturbadora al otro lado de la puerta aumentó su irritación. Era imposible que pudiera relacionar al desagradable lunático con el naufragio de un barco en Eastbay, del que habían circulado rumores en el mercado de Darnford. Y supongo que el hombre de la leñera había estado muy cerca de perder el juicio aquella noche. Antes de que su agitación desapareciera y perdiese el conocimiento, estuvo lanzándose violentamente contra todo en medio de la oscuridad, tropezándose con unos sacos mugrientos y mordiéndose los puños de rabia, frío, hambre, asombro y desesperación.

...Se trataba de un nativo de la cordillera oriental de los Cárpatos, y el buque hundido la noche anterior en Eastbay había zarpado de Hamburgo lleno de emigrantes y era el Herzogin Sophia-Dorothea, de infausta memoria. Unos meses después, supimos por los periódicos de la existencia de las fraudulentas "agencias de emigración" que actuaban entre los campesinos eslavos de las regiones más remotas de Austria. El objetivo de aquellos rufianes era apoderarse de las granjas y caseríos de aquellas gentes pobres e ignorantes, y estaban confabulados con los usureros locales. Casi siempre embarcaban a sus víctimas en Hamburgo. En cuanto al barco, lo había visto yo entrar en la bahía desde esta misma ventana, una tarde gris y amenazadora, ciñendo al viento corto de trapo. Llegó al fondeadero marcado en la carta, frente a la estación de los guardacostas de Brenzett. Recuerdo que, antes de caer la noche, volví a contemplar las siluetas de su arboladura y de su jarcia, que se recortaban negras y puntiagudas sobre un fondo de nubes desgarradas color pizarra y, más a la izquierda, la aguja más fina del campanario de Brenzett Al oscurecer, el viento arreció. Al llegar la medianoche, oí desde la carpa el estruendo de sus terribles ráfagas acompañadas de una lluvia torrencial. Fue más o menos a esa hora cuando los guardacostas creyeron ver las luces de un vapor en el fondeadero. De pronto desaparecieron; pero es ostensible que algún otro buque había intentado refugiarse en la bahía aquella noche infernal de escasa visibilidad, había abordado al barco alemán por el través (abriéndole una grieta, según me contó después uno de los buzos, «por la que habría podido pasar una gabarra del Támesis»), y había vuelto a marcharse intacto o dañado, nadie lo sabe; pero había salido de la bahía, ignoto, sigiloso, fatídico, para perecer misteriosamente en el mar. Jamás volvió a saberse nada de él, a pesar del revuelo que se levantó en todo el mundo, y que habría terminado por encontrarlo si hubiera seguido navegando en algún lugar sobre la superficie de las aguas.

...Ni una sola pista y un cauteloso silencio, como el de un crimen cuidadosamente perpetrado, fueron las características de aquella horrible tragedia que, como quizá recuerdes, se hizo tristemente célebre. El viento habría impedido que los gritos más desgarradores llegaran a la costa; es evidente que nadie tuvo tiempo de avisar del peligro. La muerte llegó sin el menor ruido. El navío de Hamburgo, inundándose de golpe, volcó al tiempo que se hundía, y, al amanecer, no asomaba por encima del agua ni la perilla del más alto de sus mástiles. Los guardacostas lo echaron en falta, como es natural, y al principio pensaron que había garreado o que su cadena se había roto durante la noche, y que el viento lo había empujado mar adentro. Más tarde, al cambiar la marea, el casco hundido debió de moverse un poco y liberar algunos de los cuerpos, pues el cadáver de una niña (una pequeña de cabellos rubios con un vestido rojo) llegó a la orilla delante de la torre de defensa. Por la tarde pudieron verse, a lo largo de tres millas de playa, unas figuras negras de piernas desnudas que aparecían y desaparecían entre la espuma revuelta; y hombres de aspecto tosco, mujeres de facciones endurecidas y niños, casi siempre rubios, fueron conducidos, rígidos y empapados, en parihuelas, zarzos y escaleras, en larga procesión más allá de la Posada del Barco, para ser colocados en una hilera bajo el muro norte de la iglesia de Brenzett.

...Oficialmente, lo primero que llegó a tierra procedente de aquel buque fue el cadáver de la niña del vestido rojo. Pero tengo algunos pacientes entre los marineros que habitan al oeste de Colebrook y, extraoficialmente, me dijeron que, a primeras horas de la mañana, dos hermanos que habían bajado a mirar su barca de pesca, varada en la playa, habían encontrado en la arena, a bastante distancia de Brenzett, el típico gallinero de barco con once patos ahogados en su interior. Sus familias se comieron las aves y con la ayuda de un hacha, hicieron leña del gallinero. Es posible que un hombre (suponiendo que estuviera en cubierta en el momento del accidente) consiguiera llegar a la orilla agarrado a aquella enorme jaula de madera. Podría ser. Reconozco que es poco probable, pero allí estaba el hombre... y durante días, mejor dicho, durante semanas... ni se nos pasó por la cabeza que tuviéramos con nosotros al único superviviente de la tragedia. Ni siquiera él, cuando aprendió a hablar de un modo inteligible, podía explicarnos lo ocurrido. Recordaba que se había sentido mejor (después de que el barco fondeara, supongo) y que la oscuridad, el viento y la lluvia lo habían dejado sin aliento. Eso parecía indicar que pasó algún tiempo en cubierta aquella noche. Mas no debemos olvidar que le habían alejado de cuanto conocía, que había estado cuatro días mareado y con las escotillas cerradas en el entrepuente, que no tenía la menor idea de lo que era un barco o el mar y, por ese motivo, no podía entender con claridad lo que le sucedía. Sabía bien lo que era la lluvia, el viento y la oscuridad; reconocía el balido de las ovejas, y recordaba la sensación de desamparo y sufrimiento que había experimentado, su desconsuelo y su asombro ante el hecho de que nadie pareciera verlo ni entenderlo, su consternación al no encontrar más que hombres enojados y mujeres furiosas. Es cierto que se había acercado a ellos como un pordiosero, decía; pero en su tierra, incluso cuando no daban limosna, se dirigían a los mendigos con amabilidad. A los niños de su país no se les enseñaba a tirar piedras a quienes imploraban compasión. La estrategia adoptada por Smith lo dejó completamente anonadado. La leñera presentaba el aspecto siniestro de una mazmorra. ¿Qué iban a hacerle a continuación?... No es de extrañar que Amy Foster apareciera ante sus ojos con la aureola de un ángel de luz. La joven no había podido conciliar el sueño pensando en aquel desdichado y, por la mañana, antes de que los Smith se levantaran, se deslizó fuera de la casa por el patio trasero. Entreabriendo la puerta de la leñera, miró en su interior y tendió al hombre media hogaza de pan blanco... "un pan que en mi país sólo comen los ricos", solía decir.

Al ver esto, se puso lentamente en pie entre todos aquellos desperdicios, entumecido, hambriento, tembloroso, abatido e indeciso.
-¿Puede usted comer esto? -preguntó ella, con su voz dulce y tímida.
El debió de creer que era una "noble dama". Devoró el pan y sus lágrimas caían sobre la corteza. Súbitamente, dejó de comer, agarró la muñeca de la joven y le besó la mano. Amy Foster no se asustó. A pesar del estado lamentable en que se hallaba, se había dado cuenta de lo guapo que era. La muchacha cerró la puerta y regresó sin prisa a la cocina. Más tarde, se lo contó todo a la señora Smith, que se estremeció ante la mera idea de que aquella criatura pudiese tocarla. Gracias a este acto impulsivo de piedad, él volvió a formar parte de la sociedad humana en aquel nuevo entorno. Jamás lo olvidó... jamás. Esa misma mañana, el viejo señor Swaffer (el vecino de Smith) se acercó para dar su opinión y terminó llevándose al joven a su casa. Éste esperó en pie dócilmente, con piernas temblorosas y cubierto de un barro endurecido, mientras los dos hombres hablaban a su lado en una lengua ininteligible. La señora Smith se había negado a bajar del piso superior hasta que aquel loco abandonara la granja; Amy Foster, desde el interior de la sombría cocina, los contemplaba a través de la puerta trasera, que había dejado abierta; y él se esforzaba por obedecer las señas que le hacían. Pero Smith se mostraba de lo más desconfiado.

-¡Tenga cuidado, señor! Quizá nos esté engañando... -advirtió varias veces a su vecino.
Cuando el señor Swaffer puso en marcha su yegua, la debilidad del lastimoso ser sentado humildemente a su lado era tan grande que estuvo a punto de caerse hacia atrás desde lo alto del carruaje de dos ruedas. Swaffer lo llevó directamente a su casa. Y es entonces cuando yo entro en escena. Mi presencia fue requerida del modo más sencillo: cuando acerté a pasar por allí, el anciano me hizo señas con el dedo índice desde la verja de entrada. Como es natural, me apeé.

-Hay algo que quiero enseñarle -farfulló, conduciéndome hasta un edificio anexo, a escasa distancia de otras dependencias de su granja.
Fue allí donde lo vi por primera vez, en una habitación muy larga de techo bajo dentro de aquella especie de cochera. Estaba casi vacía y tenía las paredes encaladas; al fondo, había una pequeña abertura cuadrada con un vidrio rajado y polvoriento. El hombre estaba tumbado boca arriba sobre un jergón de paja; le habían proporcionado un par de mantas de caballo, y parecía haber agotado las escasas fuerzas que le quedaban en lavarse. Apenas podía hablar; su respiración agitada bajo las mantas que lo cubrían hasta la barbilla, y sus ojos febriles e inquietos, me recordaron a un ave salvaje atrapada en una red. Mientras lo examinaba, el viejo Swaffer esperó silencioso en la puerta, pasándose las yemas de los dedos por su afeitado labio superior. Le di una serie de instrucciones, prometí enviarle un frasco de medicina y, como es natural, le hice algunas preguntas.

-Smith lo atrapó en el granero de New Barns -respondió lentamente el anciano sin inmutarse, como si el joven fuera una especie de animal salvaje-. Así fue como llegó hasta mí. Toda una rareza, ¿verdad? Y ahora dígame, doctor... usted que ha recorrido el mundo... ¿cree que puede ser hindú?
Yo estaba muy sorprendido. Sus cabellos largos y negros esparcidos sobre la paja contrastaban con la palidez olivácea de su rostro. Se me ocurrió pensar que podía ser vasco. Eso no significaba que entendiera forzosamente español; pero le dije las pocas palabras que conozco en ese idioma, y luego repetí el experimento en francés. Los susurros que le oí proferir al acercar mi oreja a sus labios me dejaron completamente perplejo. Aquella tarde, cuando las hijas del rector (una de ellas leía a Goethe con un diccionario, y la otra había luchado con Dante durante años) vinieron a visitar a la señorita Swaffer, pusieron a prueba su alemán y su italiano con él desde la puerta. Se batieron en retirada ligeramente asustadas ante el torrente de apasionadas palabras con que, dándose la vuelta en su jergón, les respondió. Las dos reconocieron que el sonido era agradable, suave, melodioso... pero que, tal vez unido a su extraño físico, resultaba sobrecogedor... tan vehemente, tan distinto a cuanto habían oído antes. Los niños del pueblo subieron la loma para asomarse a la pequeña abertura cuadrada. Todos se preguntaban qué haría el señor Swaffer con él. Se limitó a dejarle vivir allí. A Swaffer le habrían tachado de excéntrico si no hubiera sido un hombre tan respetado. Cualquier lugareño le dirá que el señor Swaffer se queda levantado hasta las diez de la noche leyendo libros, y que es capaz de extender un cheque de doscientas libras sin pestañear. Añadirá que los Swaffer han sido dueños de las tierras que unen este pueblo con Darnford desde hace trescientos años. En la actualidad, debe de tener ochenta y cinco años, pero no parece haber envejecido nada desde que llegué. Es un magnífico criador de ovejas y un conocido tratante de ganado. No se pierde un solo día de mercado en muchas millas a la redonda, aunque el tiempo sea malo, y se inclina sobre las riendas cuando guía su carruaje, con el lacio cabello gris ondulándose sobre el cuello de su grueso abrigo, y una manta verde de cuadros escoceses sobre las piernas. La serenidad que dan los años añade solemnidad a su porte. No lleva barba ni bigote; sus labios son finos y delicados; algo rígido y monacal en sus facciones confiere cierta nobleza a su rostro. Se sabe que ha recorrido millas bajo la lluvia para contemplar una nueva variedad de rosa en un jardín, o una col gigante cultivada por un granjero. Le encanta oír hablar o ver algo que considere "extranjero". Quizá por ese motivo el viejo Swaffer cobijó a aquel desconocido. Quizá fue únicamente un absurdo capricho. Sólo sé que tres semanas después divisé al lunático de Smith cavando el huerto de Swaffer. Habían descubierto que sabía usar una pala. Trabajaba descalzo.

...El pelo negro le caía sobre los hombros. Supongo que fue Swaffer quien le había dado la vieja camisa rayada de algodón; Pero seguía llevando los pantalones de paño marrón típicos de su país (con los que había alcanzado la orilla), casi tan ceñidos como unas medias; su ancho cinturón de cuero estaba tachonado de pequeños discos de latón. Aún no se había atrevido a entrar en el pueblo. La tierra que veía le parecía muy bien cuidada, como los campos que rodean la casa de un terrateniente; el tamaño de los caballos de tiro le llenaba de asombro; los caminos le recordaban a los senderos de los jardines; y el aspecto de la gente, especialmente los domingos, expresaba opulencia. Se preguntaba por qué los adultos eran tan crueles y los niños tan descarados. Recogía su comida en la puerta trasera, la llevaba cuidadosamente con ambas manos hasta su vivienda, y sentado en el jergón, completamente solo, se santiguaba antes de saciar su hambre. Al lado de ese mismo jergón, arrodillándose cuando empezaba a anochecer en los días de invierno, rezaba en voz alta sus oraciones antes de acostarse. Siempre que veía al viejo Swaffer se inclinaba ante él con veneración, y luego se quedaba muy erguido mientras el anciano, con los dedos en el labio superior, le observaba en silencio. También saludaba con una reverencia a la señorita Swaffer, que llevaba frugalmente la casa de su padre: una mujer huesuda y ancha de espaldas, de cuarenta y cinco años, con el bolsillo lleno de llaves y unos ojos grises y severos. Era anglicana (mientras que su padre era uno de los síndicos de la Iglesia Baptista) y llevaba una pequeña cruz de acero en la cintura. Vestía siempre de riguroso luto, en recuerdo de uno de los innumerables Bradley del vecindario, al que había estado prometida veinticinco años antes: un joven granjero que se rompió el cuello mientras cazaba la víspera de su boda. Tenía el rostro impasible de los sordos, hablaba muy poco y sus labios, tan finos como los de su padre, sorprendían a veces con un gesto inesperada y misteriosamente irónico.

...Ésas eran las personas a las que él debía lealtad, y una profunda soledad parecía descender del cielo plomizo en aquel invierno sin sol. Todos los semblantes reflejaban tristeza. No podía conversar con nadie y había perdido las esperanzas de llegar a comprender lo que decían. Era como si aquellos rostros fueran de otro mundo... el mundo de los muertos..., me explicaría años después. Es un milagro que no enloqueciera. No sabía dónde estaba. En algún lugar muy lejos de sus montañas... en algún lugar al otro lado de las aguas. ¿Habría llegado a América?, se preguntaba. »De no haber sido por la cruz de acero del cinturón de la señorita Swaffer, ni siquiera habría sabido, afirmaba, si se encontraba en un país cristiano. Le lanzaba miradas furtivas y se sentía reconfortado. ¡No había nada allí parecido a su patria! La tierra y el agua eran diferentes; no había imágenes del Redentor al borde de los caminos. Incluso la hierba era distinta, y los árboles. Sólo tres viejos pinos noruegos que crecían delante de la casa de Swaffer le recordaban a su país. En una ocasión lo habían visto, después del anochecer, con la frente apoyada en uno de sus troncos, sollozando y hablando solo. En aquella época, según decía, habían sido como hermanos para él. Todo lo demás era desconocido. Piense en el horror de una vida ensombrecida y dominada por las realidades cotidianas, como si fueran imágenes de una pesadilla. Por las noches, cuando no podía conciliar el sueño, se acordaba de la muchacha que le había dado el primer pedazo de pan en aquella tierra extraña. No se había mostrado furiosa ni enojada, ni tampoco asustada. Sólo su rostro le parecía cercano en medio de aquellos semblantes impenetrables, misteriosos y mudos como los de los muertos, que poseen unos conocimientos inalcanzables para los vivos. Me gustaría saber si no fue el recuerdo de su compasión lo que evitó que se cortara el cuello. Pero supongo que soy un viejo sentimental, pues se me olvida el apego instintivo a la vida que sólo una desesperación muy poco común alcanza a derrotar.

...Realizaba cualquier trabajo que le encargaban con una inteligencia que sorprendía al viejo Swaffer. No tardó en descubrir que podía manejar el arado, ordeñar las vacas, dar de comer a los bueyes en el establo, y ayudar con las ovejas. Empezó a aprender palabras, asimismo, muy deprisa; y de pronto, una hermosa mañana de primavera, salvó de una muerte prematura a una nieta del viejo Swaffer. La hija menor de Swaffer está casada con Willcox, abogado y secretario del Ayuntamiento de Colebrook. Normalmente, vienen dos veces al año a pasar unos días con el anciano. Su única hija, una pequeña que, por aquel entonces, no había cumplido tres años, salió sola de la casa con su delantalito blanco y, avanzando tambaleante por la hierba de los bancales, se cayó de cabeza, desde un murete, en el abrevadero de caballos que había en el patio de abajo. Nuestro hombre estaba con el carretero y el arado en el campo más cercano a la casa y, mientras les ayudaba a dar la vuelta para empezar un nuevo surco, vislumbró, a través del hueco de una verja, lo que cualquiera habría creído el simple revoloteo de algo blanco. Pero tenía vista de águila, y sus ojos sólo parecían vacilar y perder su extraordinario poder ante la inmensidad del océano. Estaba descalzo y su aspecto era todo lo extraño que el corazón de Swaffer podía desear. Dejando los caballos, para inefable disgusto del carretero, cruzó a saltos la tierra labrada, y apareció súbitamente ante la madre, puso a la niña en sus brazos y se alejó a grandes zancadas. El abrevadero no era muy profundo; pero, de no haber tenido una vista tan extraordinaria, la pequeña habría perecido... tristemente ahogada en el lodo que había en el fondo. El viejo Swaffer se dirigió lentamente hacia el campo, esperó a que el arado llegara a su altura, miró al hombre con detenimiento y, sin decir una palabra, regresó a la casa. Pero, desde entonces, le sirvieron las comidas en la mesa de la cocina; y al principio la señorita Swaffer, toda de negro y con un rostro inescrutable, venía a ver desde la puerta de la sala cómo se santiguaba antes de comenzar. Creo que desde ese día, también Swaffer empezó a pagarle un salario fijo.

...No puedo seguir paso a paso su evolución. Se cortó el pelo, se le veía en el pueblo y por los caminos, yendo y viniendo de su trabajo como cualquier otro hombre. Los niños dejaron de gritar tras él. Se percató de las diferencias sociales, pero, durante mucho tiempo, continuó sorprendido de la pobreza de las iglesias en medio de tanta opulencia. Tampoco podía entender que estuvieran cerradas los días laborables. No había nada que robar en ellas. ¿Era para evitar que la gente rezara demasiado a menudo? La Rectoría se interesó mucho por él en aquella época, y supongo que las hijas del pastor intentaron preparar el terreno para su conversión. No consiguieron erradicar, sin embargo, su costumbre de santiguarse, aunque sí llegó a quitarse el cordel con dos diminutas medallas de cobre, una crucecita de metal y una especie de escapulario cuadrarlo que llevaba alrededor del cuello. Los colgó en la pared, al lado de su cama, y todas las noches se le oía rezar lentamente sus oraciones, con unas palabras ininteligibles y con el mismo fervor que había mostrado su anciano padre delante de toda la familia arrodillada, mayores y pequeños, todas las noches de su vida. Y, aunque vistiera pantalones de pana para trabajar, y un modesto traje blanco y negro los domingos, todos los forasteros se volvían a mirarlo cuando se cruzaban con él. Su origen extranjero había dejado en él una huella imborrable y muy especial. Con el tiempo, la gente se acostumbró a verlo. Pero jamás se acostumbró a él. Sus andares rápidos y etéreos, como si no tocara el suelo; su tez morena; su sombrero ladeado sobre la oreja izquierda; su costumbre, las noches cálidas, de llevar la chaqueta sobre un hombro, al igual que el dolmán de un húsar; su modo de saltar por encima de las cercas, como si siguiera andando normalmente y no quisiera hacer gala de su agilidad... todas esas peculiaridades, podría decirse, suscitaban el desprecio y el resentimiento de los lugareños. A ellos no se les ocurría tenderse en la hierba a la hora de cenar para contemplar el cielo. Tampoco iban por los campos cantando a gritos tristes melodías. Muchas veces oí su voz aguda desde la ladera opuesta de alguna colina por donde él conducía las ovejas; una voz alegre y aflautada, como la de una alondra, pero demasiado melancólica y humana para nuestros campos, donde sólo se oye el canto de los pájaros. E incluso yo me sobresaltaba. ¡Ah! El era diferente: inocente de corazón y lleno de una bondad que nadie parecía desear, aquel pobre náufrago era como un hombre trasplantado a otro planeta, separado de su pasado por una inmensa distancia y de su futuro por una inmensa ignorancia. Su forma de expresarse rápida y apasionada escandalizaba a todos. "Un pobre diablo muy nervioso", decían de él. Un atardecer, en la taberna de El Carruaje y los Caballos (después de haber bebido algo de whisky) disgustó a todos entonando una canción de amor de su tierra. Todos le abuchearon, y él se sintió apenado; pues Preble, el carretero cojo, Vincent, el herrero gordo, y los demás notables de la reunión, querían beber en paz su cerveza de la tarde. En otra ocasión, trató de enseñarles a bailar. Del suelo arenoso se levantaron nubes de polvo; dio un salto enorme entre las mesas de pino, entrechocó sus talones, se puso en cuclillas delante del viejo Preble, apoyándose en un solo talón y extendiendo la otra pierna, lanzó unos gritos desaforados de júbilo, se puso en pie de un salto y empezó a girar sobre un pie, chasqueando los dedos por encima de su cabeza... y un carretero desconocido que había entrado a beber empezó a soltar juramentos y se fue a la barra con su media pinta de cerveza Cuando, inesperadamente, se subió a una de las mesas y continuó bailando entre los vasos, el posadero intervino. No quería "acrobacias en su taberna". Entonces le agarraron entre varios. Como había bebido un par de vasos, el extranjero del señor Swaffer intentó protestar; lo echaron de allí a la fuerza y acabó con un ojo morado.

...Supongo que era consciente de la hostilidad que le rodeaba. Pero era un hombre fuerte... no sólo espiritual, sino también físicamente. Sólo le asustaba el recuerdo del mar, con ese terror indefinido que nos dejan las pesadillas. Su hogar estaba muy lejos; y ya no deseaba ir a América. Yo le había explicado a menudo que no hay ningún lugar en la tierra donde el oro esté a disposición del primero que se moleste en recogerlo. En ese caso, decía, ¿cómo iba a volver a casa con las manos vacías cuando habían vendido una vaca, dos ponis y un pedazo de tierra para pagarle la travesía? Sus ojos se llenaban de lágrimas y, apartándolos del intenso resplandor del mar, se tiraba boca abajo sobre la hierba. Aunque a veces, ladeándose el sombrero con aire seductor, desdeñaba mi sabiduría. Había encontrado el oro que buscaba. Era el corazón de Amy Foster, "un corazón de oro, capaz de conmoverse ante el sufrimiento ajeno", decía con absoluta convicción. Se llamaba Yanko. Nos había explicado que era un diminutivo de John; pero, como repetía tantas veces que era un montañés (una palabra que en el dialecto de su país sonaba muy parecida a Goorall*), se quedó con ese apellido. Y es el único rastro de él que podrán descubrir las edades venideras en el registro matrimonial de la parroquia. Allí puede leerse "Yanko Goorall”, de puño y letra del rector. La cruz torcida con que firmó el náufrago, y cuyo trazado debió parecerle sin duda el momento más solemne de la ceremonia, es cuanto queda en la actualidad para perpetuar el recuerdo de su nombre.

...Llevaba algún tiempo cortejando a Amy Foster, desde que empezó a ser precariamente aceptado en la comunidad. Su primer paso fue comprarle una cinta de raso verde en Darnford. Era lo que se hacía en su país. Se compraba una cinta en el puesto de algún judío en un día de feria. No creo que la muchacha supiera qué hacer con ella, pero él pareció convencido de que nadie malinterpretaría sus honestas intenciones. Sólo cuando declaró su deseo de casarse, comprendí con claridad cuán... ¿he de decir odioso?... resultaba en toda la región, y por un centenar de razones fútiles e insignificantes. Todas las ancianas del pueblo pusieron el grito en el cielo. Smith se encontró con él cerca de su granja y juró romperle la cabeza si volvía a acercarse. Pero él se retorció su pequeño bigote negro con un aire tan belicoso, y le miró con unos ojos tan enormes, oscuros y feroces, que Smith jamás cumplió su juramento. No obstante, le dijo a la muchacha que debía de estar loca para salir con un hombre que no estaba bien de la cabeza. Así y todo, al anochecer, en cuanto ella le oía silbar al otro lado del huerto un par de compases de una extraña y triste melodía, soltaba cualquier cosa que tuviera en las manos... dejaba a la señora Smith con la palabra en la boca... y corría a reunirse con él. La señora Smith la llamaba fresca y desvergonzada. Ella guardaba silencio. Sin decir una palabra a nadie, seguía su camino como si estuviera sorda. Sólo ella y yo en toda la comarca parecíamos ser conscientes de la belleza del joven. Era muy apuesto, y tenía un porte sumamente airoso y elegante, con un algo salvaje en su apariencia que recordaba a una criatura de los bosques. La madre de la muchacha gemía y lloraba cuando ésta iba a verla en su día libre. El padre se mostraba hosco, pero fingía no saber nada; y en una ocasión la señora Finn le dijo sin rodeos: "Ese hombre, querida, acabará haciéndote daño". Y así siguieron las cosas. Se les veía pasear por los caminos, ella caminando imperturbable con sus mejores galas -el vestido gris, la pluma negra, las fuertes botas, los llamativos guantes de algodón blanco que atraían las miradas de cualquiera que pasara a cien millas de distancia-; y él, con la chaqueta pintorescamente echada sobre el hombro, andando a su lado con gallardía y lanzando tiernas miradas a la muchacha del corazón de oro. Me gustaría saber si él se percataba de su falta de atractivo. Es posible que, al hallarse entre unos tipos tan diferentes a los que él conocía, no tuviera capacidad para juzgar; aunque tal vez le sedujera el don divino de su compasión.

...Yanko, entretanto, estaba muy preocupado. En su país, un anciano hacía las veces de embajador en los asuntos matrimoniales. No sabía cómo actuar. Un día, sin embargo, mientras las ovejas pacían en un prado (ahora ayudaba a Foster con los rebaños de Swaffer), se quitó el sombrero ante el padre de la joven y le declaró humildemente su amor. "Supongo que está lo bastante loca para casarse contigo", se limitó a responder Foster. "Y entonces -contaba el padre de Amy se puso el sombrero, me dirigió una mirada cargada de odio, como si quisiera matarme, llamó al perro con un silbido y se marchó, dejándome todo el trabajo". Los Foster, como es natural, no querían perder el salario que ganaba la muchacha, pues Amy siempre le daba el dinero a su madre. Además Foster sentía una profunda aversión hacia aquel enlace. Sostenía que el joven cuidaba muy bien las ovejas, pero no estaba en condiciones de contraer matrimonio. En primer lugar, tenía la costumbre de caminar junto a los setos hablando solo como si estuviera chiflado; y por otra parte, esos extranjeros se comportaban a veces de un modo muy raro con las mujeres. Tal vez quisiera llevarse lejos a Amy... o fugarse él. No le inspiraba la menor confianza. Advirtió a su hija que el joven podría maltratarla. Ella no respondió. Era como si aquel hombre, decían los lugareños, le hubiera hecho algo. El asunto se convirtió en la comidilla del pueblo. Se armó bastante alboroto, pero los dos siguieron "saliendo" juntos en medio de una fuerte oposición. Entonces ocurrió algo inesperado.

...No sé si el viejo Swaffer llegó a comprender jamás hasta que punto su criado extranjero lo consideraba como un padre. En cualquier caso, la relación era extrañamente feudal. Así, pues, cuando Yanko le solicitó formalmente una entrevista... "y con la señorita también" (se dirigía a la severa y sorda señorita Swaffer con un sencillo "señorita")... fue para obtener su permiso para la boda. Swaffer escuchó impasible, le ordenó con la cabeza que se retirara y luego gritó la noticia al oído menos sordo de la señorita Swaffer. Ella no pareció sorprendida, y se limitó a comentar gravemente, con voz hueca y apagada: "No conseguirá que ninguna otra muchacha se case con él". Todos atribuyen el gesto de munificencia a la señorita Swaffer, pero al cabo de muy pocos días salió a la luz que el señor Swaffer había regalado a Yanko una casita (la que has visto esta mañana) y alrededor de un acre de tierra... y que le había traspasado la propiedad. Willcox se ocupó de formalizar la escritura, y recuerdo que me comentó haberlo hecho con sumo placer. En ella se leía: "En agradecimiento, por haber salvado la vida de mi querida nieta Berta Willcox". Después de eso, como es natural, nada en este mundo pudo impedir su matrimonio. Ella siguió loca por él. La gente la veía salir de casa al atardecer para esperar a su marido. Se quedaba mirando fijamente, como si estuviera hechizada, el alto del camino por donde él aparecería, andando con su alegre contoneo y tarareando alguna canción de amor de su tierra. Cuando nació su hijo, Yanko bebió más de la cuenta en El Carruaje y los Caballos, e intentó volver a cantar y bailar, y lo echaron de nuevo. La gente se compadecía de una mujer casada con aquel bufón. Pero a él no le importaba: ahora tenía un hombre (me decía orgulloso) al que podía cantar y hablar en su lengua materna, y al que dentro de poco enseñaría a bailar.

...Pero no sé. Yo tenía la sensación de que su paso se había vuelto menos saltarín, su cuerpo menos ligero, su mirada menos penetrante. Imaginaciones mías, sin duda; pero, aun hoy, no puedo evitar pensar que las redes del destino lo tenían cada vez más acorralado. Un día me encontré con él en el sendero de la colina de Talfourd. Me dijo que las mujeres eran muy "raras". Yo ya había oído algo sobre sus desavenencias conyugales. La gente decía que Amy Foster estaba empezando a descubrir qué clase de hombre era su marido. Un día le había arrebatado al niño de los brazos cuando él, sentado en el umbral, le canturreaba una de esas nanas que cantan las madres a sus hijos en las montañas. Parecía pensar que estaba haciéndole algún daño. Las mujeres son muy extrañas. Y no le dejaba rezar en voz alta por las noches. ¿Por qué motivo? Esperaba que el pequeño aprendiera así sus oraciones, del mismo modo que las había aprendido él de su padre cuando era niño... en su tierra natal. Y me di cuenta de que anhelaba que su hijo creciera para tener a alguien con quien hablar en aquel idioma que a nosotros nos sonaba tan inquietante, raro y apasionado. No comprendía por qué razón a su mujer le disgustaba la idea. Pero ya se le pasaría, me dijo. Y ladeando la cabeza con mirada cómplice, se golpeó suavemente el pecho para indicar que ella tenía buen corazón: ¡nada duro, nada despiadado, muy compasivo, y misericordioso con los pobres! Me alejé pensativo; me preguntaba si lo que había en él de diferente, de extraño, y que inicialmente había ejercido una atracción irresistible sobre la torpe naturaleza de su mujer, no estaría despertando ahora su repulsión. Me preguntaba...

El médico se acercó a la ventana y contempló el gélido resplandor del mar, inmenso en medio de la neblina, al igual que si rodeara la tierra con todos los corazones perdidos entre las pasiones del amor y del miedo.

-Fisiológicamente -exclamó, volviendo de pronto la cabeza-, era posible. Era posible.
Guardó unos instantes de silencio, y luego prosiguió:
-En cualquier caso, la siguiente vez que lo vi, estaba enfermo... una dolencia pulmonar. Era un hombre fuerte, pero supongo que no se había aclimatado tan bien como yo creía. Era un invierno muy crudo, y los hombres de la montaña son muy propensos a sufrir ataques de nostalgia; el abatimiento debió de hacerle más vulnerable. Yacía a medio vestir en un catre del piso de abajo.
»Una mesa con un hule muy oscuro ocupaba todo el centro del pequeño cuarto. Había una cuna de mimbre en el suelo, una tetera humeante en el hornillo, y algunas ropas de niño secándose en la pantalla de la chimenea. La habitación estaba caldeada, pero la puerta se abre directamente al jardín, como quizá usted haya observado. Tenía muchísima fiebre y no dejaba de murmurar para sí. Ella estaba sentada en una silla y le miraba fijamente desde el otro lado de la mesa, con sus ojos parduscos y tristes.

-¿Por qué no lo tiene en el piso de arriba? -le pregunté.
-Bueno... verá -contestó, dando un respingo y con un ligero tartamudeo-, arriba no podría sentarme a su lado, señor.
Le di algunas instrucciones; y, mientras salía, insistí en que él debía guardar cama en el piso superior. La joven se retorció las manos.
-No podría. No podría. No deja de decirme algo... no sé qué.
Recordando todas las murmuraciones contra aquel hombre que habían repetido hasta la saciedad en sus oídos, la observé con detenimiento. Miré sus ojos miopes e inexpresivos que una vez habían visto una figura cautivadora, pero que ahora, al contemplarme, daban la impresión de no ver nada. Comprendí, sin embargo, que se sentía muy inquieta.
-¿Qué le pasa a Yanko? -me preguntó con cierta turbación-. No parece muy enfermo. Jamás había visto a nadie de ese modo...
-¿Acaso cree -protesté indignado- que está fingiendo?
-No puedo evitarlo, señor -contestó, imperturbable. Y de pronto juntó las manos y miró a uno y otro lado-. Y además está el niño... Estoy tan asustada... Hace poco me pidió que se lo diera. Le dice cosas tan extrañas...
-¿No puede pedir a algún vecino que se quede con usted esta noche? -inquirí.
-No creo que nadie quiera venir, señor -dijo entre dientes, completamente resignada.
Le insistí en la necesidad de que se esmerara en su cuidado, y después tuve que marcharme. Había mucha gente enferma aquel invierno.
-¡Espero que no hable! -le oí murmurar mientras salía.

No sé cómo no comprendí... pero no lo hice. Y, sin embargo, al volver la cabeza desde el carruaje, vi que continuaba inmóvil delante de la puerta, como si estuviera pensando en huir por el camino embarrado. Por la noche, le subió aún más la fiebre. Se revolvía en la cama, gemía, y de vez en cuando profería un quejido. Y Amy Foster seguía sentada al otro lado de la mesa, vigilando cada movimiento y cada sonido, mientras el terror, el terror irracional a aquel hombre que no podía entender iba apoderándose de ella. Había acercado la cuna de mimbre hasta sus pies. El instinto maternal y aquel miedo incomprensible la dominaban por completo. Volviendo en sí de pronto, muerto de sed, Yanko le pidió un poco de agua. La muchacha ni se movió. No había entendido sus palabras, aunque es posible que él creyera estar hablando en inglés. El joven esperó con la mirada clavada en ella, ardiendo de fiebre, asombrado de su silencio e inmovilidad, y luego gritó impaciente:

-¡Agua! ¡Dame agua!
Ella se puso en pie de un salto, cogió al niño y se quedó quieta. Yanko le habló, y sus apasionados reproches sólo agudizaron el miedo de Amy a aquel hombre extraño. Supongo que siguió dirigiéndose a ella mucho tiempo, suplicando, preguntando, argumentando, ordenando. La joven asegura haber soportado hasta el límite aquella situación. Y entonces él sufrió un ataque de ira. Se sentó y, con voz destemplada, pronunció una palabra... alguna palabra. Después se levantó como si no estuviera enfermo, dice ella. Y cuando, delirando de fiebre y presa de la indignación, intentó acercarse a ella, la muchacha simplemente abrió la puerta y salió corriendo con el niño en brazos. Oyó desde el camino que él la llamaba dos veces, con una voz terrible... y huyó... ¡Ah! ¡Si hubieras visto en sus ojos opacos e inexpresivos el espectro del miedo que la persiguió aquella noche durante más de tres millas hasta la casa de los Foster! Yo lo vi al día siguiente.

Fui yo quien encontró a Yanko tendido boca abajo en un charco, justo al otro lado del portillo. Esa noche me habían llamado para atender un caso urgente en el pueblo y cuando regresaba a casa, al amanecer, pasé por delante de su vivienda. La puerta estaba abierta. Mi criado me ayudó a trasladarlo dentro. Lo tumbamos en el catre. La lámpara humeaba, el fuego se había apagado, las paredes empapeladas de un triste amarillo rezumaban el frío y la humedad de la tormentosa noche. Grité “¡Amy!", y mi voz pareció perderse en el vacío de aquella casa diminuta como si hubiera gritado en el desierto. Yanko abrió los ojos.

-Se ha ido -dijo con claridad-. Sólo le había pedido agua... un poco de agua...
Estaba cubierto de barro. Lo tapé y esperé en silencio, entendiendo de vez en cuando alguna palabra dolorosamente articulada. Había dejado de hablar en su lengua materna. La fiebre había remitido, llevándose con ella el calor vital. Y su pecho jadeante y el brillo de sus ojos me recordaron de nuevo a una criatura salvaje atrapada en una red, a un pájaro cogido en una trampa. Ella lo había abandonado. Lo había abandonado... enfermo... desvalido... sediento. La lanza del cazador había atravesado su alma.

-¿Por qué? -gritó con la voz penetrante e indignada de un hombre que increpara a un Creador culpable.
Una ráfaga de viento y un fuerte aguacero fueron la única respuesta. Cuando me volví para cerrar la puerta, pronunció la palabra: "¡Misericordioso!", y expiró. Finalmente, certifiqué que un paro cardíaco había sido la causa de su muerte. Sin duda debió fallarle el corazón; de lo contrario, también habría podido sobrevivir a aquella noche de tormenta y frío. Cerré sus ojos y me marché. A escasa distancia, me crucé con Foster, que caminaba muy decidido entre los setos empapados con su collie pegado a los talones.

-¿Sabe dónde está su hija? -le pregunté.
-¡Desde luego! -exclamó-. Le diré a ese hombre un par de cosas. ¡Asustar así a una pobre mujer!
-No volverá a hacerlo -dije-. Ha muerto.
Foster golpeó el barro con su bastón.
-Y tenemos al niño...
Luego, tras unos instantes de reflexión, añadió:
-Tal vez sea lo mejor.

Ésas fueron sus palabras. Y Amy Foster nunca dice nada. Jamás menciona a su marido. Jamás. ¿Acaso la imagen de Yanko ha desaparecido de su pensamiento del mismo modo que su figura saltarina y su voz alegre han desaparecido de nuestros campos? Él ya no está ante ella para avivar en su imaginación la pasión del amor y del miedo; y su recuerdo parece haberse desvanecido en su embotado cerebro, al igual que una sombra en una pantalla blanca. Ella sigue viviendo en la casa y trabaja para la señorita Swaffer. Para todos es Amy Foster, y el niño es "el hijo de Amy Foster". Ella lo llama Johnny.. el diminutivo de John. No sabría decir si ese nombre trae algún recuerdo a su memoria. ¿Piensa alguna vez en el pasado? La he visto inclinada sobre la camita de su hijo llena de ternura maternal. El pequeño estaba acostado boca arriba, algo asustado de mi presencia, pero muy silencioso, con sus enormes ojos negros y el aire agitado de un pájaro atrapado en una red. Y, mientras lo contemplaba, creí ver nuevamente al otro... al padre, misteriosamente arrastrado por las olas hasta la orilla para acabar muriendo en el horror supremo de la soledad y la desesperación.