miércoles, 12 de junio de 2024

Dos botellas negras. H.P. Lovecraft (1890-1937) Wilfred Blanch Talman (1904-1986)

Ninguno de los pocos habitantes que quedan en Daalbergen, localidad de las Montañas Ramapo, cree que mi tío, el viejo dómine Vanderhoof, esté realmente muerto. Piensan algunos que se encuentra suspendido en la maldición del viejo sacristán. De no haber sido por aquel viejo mago, acaso pudiera estar todavía rezando en la pequeña y húmeda iglesia del otro lado del páramo.

Después de lo que me ocurrió en Daalbergen, difícilmente podría compartir la opinión de los aldeanos. No estoy seguro de que mi tío esté muerto, pero sí lo estoy, en cambio, de que no está vivo en ningún lugar de este mundo. No hay duda de que el viejo sacristán lo enterró una vez, pero, como fuera, no se encuentra ya en aquella tumba. Podría decir que siento su presencia a mi espalda mientras escribo esto; una presencia que me impele a decir la verdad de las extrañas cosas ocurridas en Daalbergen hace tantos años.

En respuesta a una llamada, llegué a Daalbergen el cuatro de octubre. La carta era de un antiguo miembro de la parroquia de mi tío, y me contaba que éste había pasado a mejor vida y que sin duda habría algunas pequeñas posesiones que yo, único pariente vivo que tenía, podía heredar. Después de haber alcanzado el pequeño y apartado villorrio mediante incontables empalmes ferroviarios, me dirigí al almacén de Mark Haines, firmante de la carta, y éste, tras conducirme a una estancia trasera llena de trastos, me contó un peculiar relato concerniente a la muerte del dómine Vanderhoof.

-Debe tener cuidado, Hoffman -me dijo Haines-, cuando tenga que vérselas con el viejo sacristán, Abel Foster. Tan seguro como que usted está vivo, tiene al diablo por aliado. No hará ni dos semanas que Sam Pryor, al cruzar el viejo camposanto, le oyó conversar con los fiambres. No era normal que hablara de aquella manera; y Sam jura que había una voz que le respondía, una especie de semivoz, hueca y ahogada, como si procediera de las entrañas de la tierra. Y otros hay que pueden decirle a usted que le han visto plantando delante de la tumba del viejo dómine Slott, la que está pudriéndose junto a la pared de la iglesia, frotándose las manos y hablando al musgo de la lápida como si ése fuera el viejo dómine en persona. Según Haines, el viejo Foster había llegado a Daalbergen unos diez años atrás, y había sido contratado inmediatamente por Vanderhoof para que se hiciera cargo de la húmeda iglesia de piedra, a la que acudían casi todos los aldeanos.

Era un tipo que no agradaba a nadie que no fuera Vanderhoof mismo, ya que su presencia despertaba sugerencias rayanas en lo siniestro. Cuando la gente entraba en la iglesia, él solía quedarse junto a la puerta, los hombres le devolvían fríamente su servil saludo, en tanto que las mujeres rehuían su gesto y se hacían las sayas a un lado para evitar su contacto. Se le podía ver durante los días de faena cortando la hierba del cementerio y esparciendo flores en las tumbas, siempre murmurando para sí. Algunos se dieron cuenta de que prestaba una atención especial a la tumba del reverendo Guilliam Slott, primer pastor de la iglesia en 1701.

Poco después de establecerse definitivamente en el pueblo, comenzaron los desastres. Primero fue lo del agotamiento de la mina de la montaña, donde trabajaban casi todos los hombres. El hierro se acabó y muchos desempleados se trasladaron a otros sitios más rentables, mientras que los que poseían ciertas extensiones de terreno por los alrededores se dedicaron al trabajo de granja y se las arreglaron como pudieron para vivir en las laderas rocosas. Luego ocurrieron aquellas cosas en la iglesia. Se susurraba que el reverendo Johannes Vanderhoof había hecho un pacto con el diablo y que predicaba la palabra de éste en la casa de Dios. Sus sermones se volvieron extravagantes y grotescos, aderezados con cosas siniestras que la gente ignorante de Daalbergen no comprendía. Transportaba a su auditorio a edades de miedo y superstición, a regiones de espíritus odiosos e invisibles, poblando su fantasía de fantasmas nocturnos. Poco a poco fue mermando la parroquia, mientras que los más ancianos y los diáconos le rogaban en vano que cambiara el tema de sus sermones. Aunque el viejo prometía hacerlo, parecía estar sometido a algún poder superior que le obligaba a hacer su voluntad.

De estatura gigantesca, Johannes Vanderhoof era reputado como débil de espíritu y tímido, y sin embargo, aunque fue amenazado con la expulsión, continuó sus sermones espantosos hasta que no quedó en la mañana del domingo más que un pequeño puñado de oyentes. Al no haber mucho dinero, resultaba imposible llamar a otro pastor, y llegó el momento en que ningún aldeano se atrevió a acercarse a la iglesia. Lo mismo ocurrió con la rectoría adjunta. El miedo a las fuerzas espectrales con las que Vanderhoof parecía haber pactado campaba por doquier. Mi tío, continuó diciéndome Mark Haines, siguió viviendo en la rectoría porque no había nadie con valentía suficiente como para decirle que se marchara. Nadie volvió a verlo, pero las luces eran visibles por la noche en la rectoría, y hasta podían entreverse en la misma iglesia de vez en cuando. Por todo el pueblo se susurraba que Vanderhoof predicaba regularmente en la iglesia todos los domingos por la mañana, sin que hubiera advertido que las naves estaban vacías. Sólo el viejo sacristán estaba con él: vivía en la parte trasera de la iglesia, cuidaba de Vanderhoof y hacía visitas semanales al pueblo para comprar provisiones. Ya no se inclinaba ante nadie servilmente; lejos de ello, parecía incubar algún odio demoníaco que no se cuidaba mucho de ocultar. No hablaba con nadie salvo con quien era necesario al efectuar sus compras, y cuando caminaba por la calle ayudado de un bastón con el que golpeaba el empedrado irregular, miraba a derecha e izquierda con los ojos llenos de maldad. Combado y arrugado por la edad, cualquiera podía notar su presencia cuando se acercaba; tan poderosa era aquella personalidad que, según los rumores, había hecho que Vanderhoof se pusiera bajo la tutela del diablo.

Ningún ciudadano de Daalbergen dudaba que Abel Foster fuera en el fondo la causa de la malaventura de la aldea; pero nadie se atrevía a mover un dedo contra él, ni tan siquiera a aproximársele sin sentir escalofríos. Su nombre, así como el de Vanderhoof, no era mencionado nunca en voz alta. Siempre que se sacaba a colación la iglesia que estaba del otro lado del páramo, se hacía entre susurros; y si ocurría que la conversación era por la noche, los susurradores lanzaban miradas de desconfianza por encima del hombro para asegurarse de que no había nada informe o siniestro en la oscuridad que pudiera ser testigo de sus palabras. El camposanto seguía tan verde y hermoso como cuando la iglesia estaba en funcionamiento, y había flores en las tumbas tan cuidadosamente dispuestas como en tiempos pasados. A veces podía verse trabajar allí al viejo sacristán, como si todavía recibiera algún estipendio por sus servicios, y quienes se atrevían a acercarse decían que mantenía una continua conversación con el diablo y los espíritus que rondaban dentro de las tapias del cementerio.

Una mañana, Foster fue visto cuando cavaba una tumba donde el chapitel de la iglesia vuelca su sombra a la caída de la tarde, antes de que el sol se oculte tras el cerro y sumerja a todo el pueblo en la penumbra. Poco después la campana de la iglesia, muda desde hacía meses, dobló suavemente durante media hora. Alrededor del ocaso los que observaban desde lejos vieron que Foster sacaba un ataúd de la rectoría ayudándose de una carretilla, lo metía en la tumba con escasa ceremonia y volvía a poner la tierra en el agujero. El sacristán fue al pueblo a la mañana siguiente, cumpliendo su cita semanal y de mejor humor que el acostumbrado. Parecía deseoso de hablar, de hacer notar que Vanderhoof había muerto el día anterior y que había enterrado su cuerpo junto al del dómine Slott, junto a los muros de la iglesia. Sonreía a menudo y se frotaba las manos con una efusión imposible de describir. Al parecer, la muerte de Vanderhoof lo llenaba de alborozo diabólico. Los aldeanos eran conscientes de que había algo siniestro en su persona y lo evitaban tanto como podían. Con la desaparición de Vanderhoof, se sintieron más inseguros que nunca, pues el viejo sacristán estaba en entera libertad de lanzar sus sortilegios contra la aldea desde la iglesia. Murmurando algo en un idioma que nadie entendía, Foster regresó siguiendo la carretera que cruzaba el marjal.

Fue entonces cuando recordó Mark Haines haber oído hablar de su sobrino al dómine Vanderhoof. Haines decidió llamarme, con la esperanza de que yo supiera algo que pudiera aclarar el misterio de los últimos años de mi tío. Aseguré, sin embargo, que nada sabía sobre mi tío o su pasado, salvo que mi madre lo había descrito como hombre de un físico gigantesco, pero de poco ánimo y fuerza de voluntad. Tras haber oído lo que Haines tenía que decirme, eché mi silla hacia delante, la equilibré sobre el suelo y miré el reloj. Era ya bien entrada la tarde.

-¿A cuánto está de aquí la iglesia? -pregunté-. ¿Podría llegar antes de la puesta del sol?
-Ay, muchacho, no se le ocurra ir allí de noche. A ese sitio no. -Todos los miembros del viejo temblaron y medio se levantó de la silla al tender hacia mí una mano delgada que quería hacer de impedimento-. ¡Es una locura! – exclamó.

Me reí para mis adentros de sus temores y le dije que, ocurriera lo que ocurriese, estaba resuelto a ver al viejo sacristán aquella misma noche para acabar con el asunto lo antes posible. No tenía el menor interés en aceptar como ciertas las supersticiones de aquellos ignorantes, pues estaba convencido de que todo lo que acababa de oír no era más que una cadena de sucesos que los fantasiosos de Daalbergen habían querido engarzar con su mala suerte. Por mi parte, no experimentaba ni miedo ni horror. Al ver mi decisión, Haines me acompañó cuando salí de su oficina y me dio las pocas indicaciones requeridas, suplicándome más de una vez que cambiara de idea. Nos dimos la mano y noté en su gesto la emoción que se siente cuando se despide a alguien que no se va a volver a ver.

-Tenga cuidado con Foster, no se fíe de él -me advirtió una y otra vez-. Yo no me arrimaría a él después de oscurecido por nada del mundo. ¡No, señor! -

Sacudiendo solemnemente la cabeza, volvió a entrar en su almacén mientras yo tomaba la carretera que conducía a las afueras de la localidad. Apenas había caminado dos minutos cuando divisé el pantano del que Haines me había hablado. La carretera, flanqueada por una valla pintada de blanco, atravesaba todo el marjal, lleno de matojos y arbustos medio sumergidos en la ciénaga. El aire estaba saturado de pestilencias e incluso podían verse leves volutas de vapor que se levantaban de aquel lugar insano bajo la luz de la tarde. Al llegar al otro lado del pantano, torcí a la izquierda, según se me había indicado, y abandoné la carretera principal. Había varias casas por los alrededores; casas que eran poco más que chozas, que reflejaban la extrema pobreza de sus habitantes. La carretera pasaba ahora bajo las ramas colgantes de sauces inmensos que casi ocultaban el paso de los rayos solares. El olor miasmático de la charca castigaba todavía mi olfato y el aire era frío y húmedo.

Aceleré el paso para salir de aquel túnel lo antes posible. Al cabo, salí de nuevo a campo descubierto. El sol, a la sazón como una bola roja que pendiera sobre la cresta de la montaña, comenzaba a hundirse lentamente, y entonces vi, bañada por una iridiscencia ensangrentada, la fachada de la iglesia solitaria. Comencé a experimentar la sensación siniestra que había mencionado Haines, aquel sentimiento de miedo que obligaba a todo Daalbergen a evitar el lugar. La misma armazón pétrea de la iglesia, con su campanario sin aguja, me parecía como un ídolo ante el que las lápidas circundantes se inclinaran y rindieran pleitesía, con sus puntas arqueadas como los hombros de una persona que permaneciera de rodillas, mientras que el conjunto de la vieja rectoría se alzaba como un alma en pena. Reduje el paso nada más entrar en el escenario. El sol estaba desapareciendo tras la montaña rápidamente y el aire húmedo me producía escalofríos. Me subí el cuello del abrigo y seguí andando. Al lanzar una nueva mirada escudriñadora, me percaté de algo. Había un objeto blanco protegido por la sombra de la iglesia, un objeto que me pareció exento de forma definida.

Aguzando la vista a medida que me aproximaba, vi que se trataba de una cruz de madera nueva, que coronaba un montoncillo de tierra removida hacía poco. El descubrimiento me produjo un nuevo escalofrío. Me percaté de que debía de ser la tumba de mi tío; pero algo me dijo que no era igual que las tumbas que había junto a ella. No parecía la tumba de un muerto. En cierto modo intangible, se hubiera dicho que era una tumba viva, si es que puede calificarse de viva a una tumba. Muy pegada a ella, según vi al acercarme, había otra tumba: un montículo viejo con una losa desmoronada encima. Pensé que se trataba de la tumba del dómine Slott, recordando la historia que me contara Haines. No había señales de vida por los alrededores. Bajo la luz del atardecer subí el terraplén en que se alzaba la rectoría y golpeé en la puerta. No hubo respuesta. Rodeé el edificio y miré por las ventanas. El lugar entero parecía desierto. La sombra de las montañas había hecho caer la noche con la repentina ocultación del sol. Me di cuenta de que podía ver poco más que lo que estaba a unos pies delante de mí. Avanzando con mucha precaución, doblé una esquina del edificio y me detuve, preguntándome qué haría a continuación.

Todo estaba en calma. No había ni el menor soplo de viento, ni tampoco oía los ruidos que suelen hacer los animales en sus refugios nocturnos. Todo lo odioso parecía haberse esfumado; pero en presencia de una calma tan sepulcral afloraron de nuevo mis aprensiones. Imaginé que el aire estaba lleno de espíritus fantasmales que me rodeaban y hacían el aire casi irresistible. Me pregunté, por centésima vez, dónde estaría el viejo sacristán. Allí estaba yo, medio esperando que brotara algún demonio de las sombras, cuando advertí el resplandor de dos ventanas iluminadas en la torre de la iglesia. Recordé entonces que Haines me había dicho que Foster vivía en la parte trasera del edificio. Avanzando con cautela en la negrura, di con una puerta lateral entornada. El interior olía a moho. Todo lo que toqué estaba cubierto de humedad fría. Encendí una cerilla y me puse a explorar, a fin de descubrir, si podía, un camino que me llevara al campanario. Entonces me detuve en seco.

Por encima de mí se deslizó un retazo de canción, ruidosa y obscena, entonada con una voz profundamente gutural. La cerilla me quemó los dedos y la apagué. Dos alfileres de luz taladraron la oscuridad en el muro delantero de la iglesia y debajo de ellos, a un lado, pude ver el perfil de una puerta por cuyas grietas se filtraba la luz. La canción cesó tan bruscamente como había comenzado y de nuevo reinó el silencio. El corazón me latía con fuerza y la sangre me presionaba en las sienes. De no haber estado petrificado por el miedo, habría salido de estampía inmediatamente. No me entretuve en encender otra cerilla. Seguí caminando en la oscuridad hasta que llegué ante la puerta. Tan profunda era la depresión de mi ánimo que me pareció estar comportándome como en un sueño. Mis actos eran casi involuntarios. La puerta estaba cerrada, según descubrí al manipular el pomo. La golpeé unas cuantas veces, pero no obtuve respuesta. El silencio era tan completo como antes. Tanteando en los bordes de la puerta, di con las bisagras, quité los pernos y dejé que la puerta cayera hacia mí. Vi un tramo de escalera inundado por una luz suave. Y olisqueé un asqueroso tufo a whisky. Podía oír ya el movimiento que alguien hacía en el campanario. Al aventurar un saludo en voz no muy alta, me pareció recibir un gruñido por respuesta, y comencé a subir los peldaños con precaución.

La impresión que me produjo aquel lugar non sancto fue ciertamente extraña. Esparcidos por la pequeña habitación había libros y manuscritos viejos y polvorientos: objetos extraños que debían de datar de fecha remotísima. Colocados en estantes que llegaban al techo pude ver cosas horribles en frascos y botellas de cristal: serpientes, lagartos y murciélagos. El polvo, el moho y las telarañas lo llenaban todo. En el centro, detrás de una mesa en la que había un candil encendido, una botella de whisky casi vacía y un vaso, había una figura inmóvil con cara arrugada y delgada y ojos feroces que me miraban con mirada muerta. Reconocí en seguida a Abel Foster, el viejo sacristán. Cuando me aproximé temerosamente a él, no hizo el menor movimiento ni articuló ningún sonido.

-¿El señor Foster? -pregunté, temblando con miedo sin cuento al oír el eco de mi voz resonando en los estrechos confines de la estancia. No hubo respuesta, ni tampoco ningún movimiento. Me pregunté si no estaría tan borracho que se hubiera vuelto insensible, y rodeé la mesa para sacudirlo por el hombro. Nada más ponerle la mano encima, el extraño viejo saltó de la silla con un espasmo de terror. Sus ojos, que mantenían aún la mirada perdida, me buscaron. Retrocedió haciendo aspavientos.
-¡Atrás! -gritó-. ¡No me toque! ¡Lárguese…! ¡Lárguese!

Vi que estaba borracho y conmocionado por alguna especie de terror sin nombre. Empleando un tono suave, le dije quién era yo y por qué estaba allí. Pareció entender vagamente y volvió a dejarse caer en la silla, abatido e inmóvil.

-Creí que usted era él -murmuró-. Creí que era él que regresaba. Lo ha estado intentando… intentando salir desde que lo puse allí. -Su voz se alzó como un grito y se agarró a la silla con fuerza-. ¡Quizás haya salido ya! ¡Quizás haya salido!

Miré alrededor, medio esperando ver alguna forma espectral subiendo la escalera.

-¿Quién tiene que salir? -pregunté.
-¡Vanderhoof! -dijo estremeciéndose-. La cruz que hay en su tumba se cae por la noche. Cada mañana encuentro removida la tierra y se hace cada vez más difícil allanarla. Saldrá y yo no podré hacer nada por evitarlo.

Conteniéndolo, me senté en un cajón cerca de él. Estaba temblando, presa de un terror mortal, y la saliva le resbalaba por las comisuras de la boca. De vez en cuando me asaltaba aquella sensación de terror que Haines me había descrito al hablarme del viejo sacristán. Ciertamente, había algo siniestro en aquel tipo. Su cabeza estaba vencida sobre el pecho y parecía más calmado, mientras murmuraba para sí. Me levanté despacio y abrí una ventana para despejar el aire del hedor a moho y whisky. La luz de la luna, que se levantaba en aquel instante, volvía un tanto visibles los objetos de abajo. Alcanzaba a ver la tumba del dómine Vanderhoof desde donde me encontraba y parpadeé un par de veces mientras aguzaba la vista. ¡La cruz estaba inclinada! Recordé haberla visto vertical una hora antes. El miedo volvió a apoderarse de mí. Me volví con rapidez. Foster me estaba mirando. Su mirada parecía más cuerda que antes.

-Así que es usted el sobrino de Vanderhoof -murmuró con tono nasal-. Bueno, entonces puede saberlo usted todo. Dentro de nada vendrá a buscarme, y lo hará tan pronto pueda salir de su tumba. Será mejor que se lo cuente todo ahora que puedo.

El terror parecía haberle abandonado. Se dijera que se había resignado a algún destino terrible que esperaba se cumpliera de un momento a otro. Dejó caer la cabeza sobre el pecho otra vez y prosiguió su murmullo con un monótono tono nasal.

-¿Ve todos estos libros y papeles? Bueno, pues pertenecieron al dómine Slott… al dómine Slott, que estuvo aquí hace años. Todas estas cosas sirven para hacer magia, la magia negra que el viejo dómine sabía hacer antes de llegar a este lugar. Solía quemarlas y hervirlas con aceite para ver que pasaba. Pero el viejo Slott sabía cosas y no fue a decírselo a nadie. Sí, señor, el viejo Slott solía predicar aquí hace varias generaciones y solía subir a este sitio para estudiar sus libros, y usaba todas esas cosas de los frascos y pronunciaba frases mágicas y otras cosas, pero no dejaba que nadie lo supiera. No, nadie sabía nada salvo el dómine Slott y yo.
-¿Usted? -le solté, al tiempo que me inclinaba hacia él.
-Eso es, yo, después de lo que aprendí -y al decirlo, su rostro formó ciertas arrugas de truhanería-. Cuando vine aquí para hacer de sacristán, me encontré con todas estas cosas, y acostumbraba a leerlas cuando no tenía nada que hacer. Así que pronto lo supe todo.

El viejo siguió su historia, mientras yo escuchaba atónito. Me dijo que había aprendido las difíciles fórmulas de la demonología, así que, mediante encantamientos, podía formular sortilegios que afectaban a los seres humanos. Había practicado horribles ritos ocultos propios de un credo infernal, lanzando el anatema sobre la aldea y sus habitantes. Enloquecido de deseo, quiso hacer caer a la iglesia bajo sus hechizos, pero el poder de Dios era demasiado fuerte.

Dado que Johannes Vanderhoof era débil de voluntad, lo embrujó para que predicara sermones extraños y místicos que llevaran el miedo a los sencillos corazones de las gentes del lugar. Desde aquella habitación del campanario, dijo, detrás de una pintura de la tentación de Jesús que adornaba la pared trasera de la iglesia, observaba a Vanderhoof mientras éste predicaba, por medio de ciertos agujeros que correspondían a los ojos del diablo en la pintura. Aterrorizada por las extrañas cosas que sucedían, la congregación fue disolviéndose y Foster se encontró con que podía hacer lo que le venía en gana en la iglesia y con Vanderhoof.

-Pero, ¿qué le hizo a él? -pregunté con voz hueca cuando el viejo sacristán hizo una pausa. Rompió a reír con un cloqueo y echó hacia atrás la cabeza con alegría de borracho.
-¡Cogí su alma! -aulló en un tono que me hizo temblar-. Cogí su alma y la puse en una botella… en una botellita negra. ¡Y lo enterré! Pero no tiene alma, y no puede ir ni al cielo ni al infierno. Por eso intenta ir tras ella. Por eso quiere salir ahora de su tumba. Es un hombre muy fuerte y puedo oírle mientras se abre paso en la fosa.

Según hablaba, me convencía cada vez más de que me estaba contando la verdad y no una fantasía alcohólica. Cada detalle encajaba con lo que Haines me había dicho. El miedo crecía en mi interior a pasos agigantados. Delante de aquel viejo brujo sacudido por una risa demoníaca, me sentí tentado de lanzarme escaleras abajo y salir zumbando de aquellos alrededores maldecidos. Para calmarme, me levanté y me acerqué de nuevo a la ventana. Los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas cuando vi que la cruz de la tumba de Vanderhoof había acortado su ángulo con el suelo desde la última vez que la viera. Apenas alcanzaba ya cuarenta y cinco grados.

-¿No podríamos sacar a Vanderhoof y devolverle su alma? -pregunté casi sin aliento, intuyendo que había que hacer algo en seguida. El viejo se levantó lleno de espanto.
-¡No, no, no! -gritó-. ¡Me mataría! ¡He olvidado la fórmula, y si sale vivirá aunque sea sin alma! ¡Nos mataría a ambos!
-¿Dónde está la botella que contiene su alma? -pregunté, avanzando amenazadoramente hacia él. Intuía que estaba a punto de ocurrir algo espectral y que yo debía hacer todo lo que estuviera a mi alcance por impedirlo.
-¡No te lo diré, mozalbete! -gruñó. Intuí más que vi una curiosa luminosidad en sus ojos mientras retrocedía hacia un rincón-. ¡Y no me toques o lamentarás haberlo hecho!

Di un paso al frente, advirtiendo que en un estante que había a su espalda había dos botellas negras. Foster murmuró unas palabras peculiares en voz baja y canturreante. Todo comenzó a emborronarse ante mis ojos, y algo que había en mi interior parecía pujar por salir, amenazando llenar mi garganta. Sentí que se me debilitaban las rodillas. Lanzándome hacia delante, agarré por el cuello al viejo sacristán y con la mano que me quedaba libre traté de coger las botellas. Pero el viejo cayó hacia atrás, golpeó con el pie una de las botellas y ésta cayó al suelo mientras me hacía con la otra. Hubo un brote de llama azul y un olor sulfuroso llenó la habitación. De los vidrios rotos surgió un vapor blanco que se lanzó hacia la ventana.

-¡Maldito seas, ladrón! -dijo una voz que parecía lejana y apagada. Foster, a quien había soltado en el momento de romperse la botella, estaba acurrucado contra la pared y daba la sensación de ser más menudo y estar más amedrentado que antes. Su rostro se volvía lentamente de color verdinegro.
-¡Maldito seas! -dijo la voz de nuevo, que sonó muy extraña para proceder de sus labios-. ¡Estoy perdido! La que había ahí era la mía. Me la secuestró el dómine Slott hace doscientos años.

Resbaló hasta el suelo, mirándome con ojos de odio que disminuían rápidamente. Su carne blanca volviose negra y luego amarilla. Vi con horror que su cuerpo parecía desintegrarse y que sus ropas se desplomaban formando pliegues nítidos. La botella que tenía en la mano comenzaba a calentarse. La miré con temor. Brillaba con fosforescencia mitigada. Tenso de miedo, la dejé en la mesa, pero sin poder apartar los ojos de ella. Tras un ominoso momento de silencio, el brillo volviose más encendido y entonces oí inequívocamente el sonido de la tierra que se removía. Boqueando, miré por la ventana. La luna estaba bien alta ya y a su luz alcancé a ver que la cruz de la tumba de Vanderhoof estaba completamente caída. Volví a oír el ruido de la tierra y, ya incapaz de dominarme, me lancé escaleras abajo y corrí hasta llegar a la puerta. Cayendo una y otra vez mientras corría por el terreno desigual, me sentía espoleado por un terror abyecto. Al llegar al comienzo del otero, a la entrada del sombrío túnel que se abría bajo los sauces, oí un horrible crujido a mis espaldas. Me volví y miré hacia la iglesia. El muro reflejaba la luz de la luna y recortada sobre él vi una sombra gigantesca y negra que salía de la tumba de mi tío y corría tambaleándose hacia la iglesia.

A la mañana siguiente conté todo a un grupo de aldeanos en el almacén de Haines. Se miraron entre sí con leves sonrisas mientras duró el relato, pero cuando les insinué que me acompañaran se deshicieron en excusas. Aunque su credulidad parecía tener límites, no querían correr riesgos. Les informé de que iría solo, aunque debo confesar que el proyecto no me entusiasmaba. Nada más salir del almacén, un viejo de barba larga y blanca corrió tras de mí y me cogió de un brazo.

-Yo te acompañaré, chaval -dijo-. Creo que mi abuelo me dijo algo cierta vez sobre lo que le había pasado al viejo dómine Slott. Me han dicho que fue un tipo raro, pero Vanderhoof fue mucho peor.

La tumba del dómine Vanderhoof estaba abierta y vacía. Por supuesto, podía haberse tratado de ladrones de tumbas, según acordamos ambos, y sin embargo… Subimos al campanario. La botella que había dejado yo en la mesa había desaparecido, aunque todavía se veían fragmentos de la otra en el suelo. Y sobre el montoncillo de polvo negro y ropa arrugada que había sido Abel Foster se advertían ciertas huellas gigantescas. Después de echar una ojeada a los libros y papeles de la estancia, los llevamos abajo y los quemamos, por tratarse de cosa profana e impura. Con un azadón que encontramos en el sótano rellenamos la tumba de Johannes Vanderhoof y, como por un presentimiento, arrojamos la cruz caída a las llamas.

Las viejas comadres dicen que, cuando hay luna llena, en los alrededores de la iglesia se pasea una gigantesca y extraña figura que porta una botella en la mano y busca algo que nadie recuerda ya.


Días de ocio en el Yann. Lord Dunsany (1878-1857)

Bajé por el bosque hasta la rivera del Yann y encontré, como había sido profetizado, al barco Pájaro del Río a punto de soltar amarras. El capitán estaba sentado de piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, a su lado la cimitarra dentro de su vaina enjoyada, y los marineros afanados en desplegar las ágiles velas para dirigir el barco hacia el centro de la corriente del Yann, cantando durante todo el tiempo dulces canciones antiguas. Y el viento fresco del atardecer, que desciende de las moradas montañosas de los dioses distantes, llegó súbitamente, como las buenas nuevas a una ciudad ansiosa, a las velas con forma de alas.

Así llegamos a la corriente central, donde los marineros bajaron las grandes velas. Pero yo había ido a dar mis reverencias al capitán, y a consultarle acerca de los milagros y apariciones de los más sagrados dioses entre los hombres, cualquiera fuera la tierra de su procedencia. Y el capitán respondió que venía de la lejana Belzoond, y que adoraba a los dioses más pequeños y humildes, aquellos que rara vez enviaban la hambruna o el trueno y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venía de Irlanda, que está ubicada en Europa, ante lo cual el capitán y sus marineros rieron porque, dijeron, No hay lugares como ese en todo el País del Sueño.

Cuando acabaron de burlarse, les expliqué que mi imaginación moraba principalmente en el desierto de Cuppar-Nombo, en una hermosa ciudad llamada Golthoth la Maldita, que era custodiada completamente por los lobos y sus sombras, y que ha estado deshabitada por años y años debido a una maldición, a la ira de los dioses, y que desde entonces no han podido revocar. Y algunas veces mis sueños me llevaban tan lejos, hasta Pungar Vees, la ciudad de los muros rojos donde se encuentran los manantiales, la que comercia con Isles y Thul. Cuando dije esto me felicitaron por la morada de mis sueños, diciendo que, aunque ellos jamás han visto dichas ciudades, lugares como esos pueden bien ser imaginados. Durante el resto de la velada negocié con el capitán la suma que debería pagarle por el viaje, si Dios y la marea del Yann, nos llevaban a salvo hasta los arrecifes junto al mar, llamados Bar Wul Yann, la Puerta del Yann.

Ahora el sol se había puesto, y todos los colores del mundo y del cielo han conservado un festival con él, y se han escabullido, uno a uno, antes de la inminente llegada de la noche. Los papagayos de ambas riberas han volado a casa, hacia la jungla; los monos, en hileras, sobre las altas ramas de los árboles, estaban en silencio y dormidos; las luciérnagas, en las profundidades del bosque, iban de arriba abajo; y las grandiosas estrellas salieron brillando para contemplar la superficie del Yann. Entonces los marineros encendieron las linternas y las colgaron alrededor del barco, y la luz destelló repentinamente sobre un Yann encandilado, y los patos que se alimentan a lo largo de sus cenagosas márgenes se elevaron de súbito, y trazaron amplios círculos en el aire, y vieron las distantes extensiones del Yann y la niebla blanca que suavemente cubría la selva, antes de retornar nuevamente a sus ciénagas.

Entonces los marineros se arrodillaron sobre las cubiertas y oraron, no todos a la vez, sino cinco o seis por turno. Lado a lado se arrodillaron juntos cinco o seis, porque sólo oraban al mismo tiempo aquellos hombres con distintas creencias, así ningún dios tendría que oír a dos hombres rezándole a la vez. Tan pronto como alguno terminaba su oración, otro de la misma fe tomaría su lugar. De esta forma, se arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las flameantes velas, mientras la corriente central del Río Yann los llevaba hacia el océano, y sus oraciones subían entre las lámparas dirigiéndose hacia las estrellas. Y detrás de ellos, en el final del barco, el timonel oraba en voz alta la Oración del Timonel, que es rezada por todos aquellos que ejercen su oficio en el Río Yann, cualquiera sea la fe que tuviera. Y el capitán oraba a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.

Y yo también sentí que podría rezar. Sin embargo, no me gustaba rezarle a un Dios celoso, allí donde los frágiles y afectuosos dioses, que son adorados por los paganos, son humildemente invocados; entonces pensé, en cambio, en Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva han abandonado desde hace mucho, quien no es ahora venerado y está solitario; y a él le recé.

Y sobre nosotros rezando, la noche cayó, así como cae sobre los hombres que oran al atardecer y sobre aquellos hombres que no lo hacen; sin embargo, nuestras plegarias aliviaron nuestras almas al pensar en la Gran Noche por venir. Y así el Yann nos condujo magníficamente adelante, pues estaba exaltado por la nieve derretida que el Politiades le trajo desde las Colinas de Hap, y el Marn y el Migris estaban engrosados con las crecidas; y nos llevo en su fuerza por Kyph y Pir, y vimos las luces de Goolunza. Pronto todos dormíamos excepto el timonel, quien mantenía el barco en la corriente central del Yann. Cuando el sol salió el timonel cesó el canto, pues con la canción alegraba la noche solitaria. Súbitamente todos despertamos, y otro tomó el timón, y el timonel durmió.

Sabíamos que pronto llegaríamos a Mandaroon, y Mandaroon apareció. Entonces el capitán comandó, y los marineros soltaron las grandiosas velas, y el barco viró y abandonó la corriente del Yann y se acercó a un puerto bajo los rojizos muros de Mandaroon. Entonces, mientras los marineros iban y recogían frutas, yo me dirigí solo a la entrada de Mandaroon. Unas cuantas cabañas se encontraban fuera de ella, en las cuales habitaba el guardia. Un vigilante con una larga y blanca barba se encontraba en la puerta, armado de una herrumbrosa lanza. Usaba unos grandes anteojos cubiertos de polvo. A través de la puerta vi la ciudad. Una quietud mortal se cernía sobre ella. Los caminos no parecían haber sido hollados, y el moho era grueso en las entradas de las puertas; en el mercado varias figuras acurrucadas dormían. Había un aroma a incienso y a amapolas quemadas, y un murmullo constante de campanas distantes. Le dije al guardia, en la lengua de la región del Yann: ¿Por qué todos duermen en esta apacible ciudad?

Él contestó: Nadie puede hacer preguntas en esta puerta por miedo a despertar a las personas de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad despierte, los dioses morirán. Y cuando los dioses mueren los hombres no pueden soñar nunca más.

Comencé a preguntarle qué dioses eran venerados en aquella ciudad, pero él levantó su lanza pues nadie debe hacer preguntas allí. Así que lo deje y volví al Pájaro del Río.

Ciertamente Mandaroon era bella, con sus blancos pináculos despuntando sobre sus rojizas murallas, y el verde de sus tejados de cobre. Cuando regresé al Pájaro del Río, descubrí que los marineros habían retornado al barco. Pronto levamos anclas y navegamos nuevamente, y una vez más alcanzamos el centro del río. Y ahora el sol se estaba moviendo hacia las alturas, y allí en el Río Yann nos alcanzó la melodía de aquellas innumerables miríadas de coros que lo acompañan en su progreso alrededor del mundo.

Las pequeñas criaturas de muchas piernas habían extendido fácilmente sus diáfanas alas en el aire, como un hombre reposa sus codos en un balcón, y dieron jubilosas y ceremoniales alabanzas al sol; o se movían juntas en el aire oscilando en ágiles e intrincadas danzas; o se desviaban para evitar la arremetida de alguna gota de agua sacudida por el viento desde una orquídea de la jungla, templando el aire e impulsándolo delante de ellas, mientras se precipitaba zumbando, en su prisa, sobre la tierra; sin embargo, todo el tiempo cantaban triunfalmente. Porque el día es para nosotras, decían, sea que nuestro gran y sagrado padre, el Sol, cree más vida como nosotras desde el cieno, o si todo el mundo terminase esta noche. Y allí cantaban todas aquellas notas conocidas por oídos humanos, así como aquellas cuyas numerosas notas que jamás han sido escuchadas por el hombre. Para aquellas un día lluvioso habría sido como una era de guerra que desolaría continentes durante una vida de hombre.

Y también aparecieron, desde la oscura y vaporosa jungla, para contemplar y regocijarse en el Sol, las gigantes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron indolentemente, por los caminos del aire, como lo haría alguna altiva reina de tierras lejanas y conquistadas, en su pobreza y exilio en algún campamento de gitanos, por el pan para sobrevivir, sin embargo, más allá de aquello, jamás disminuiría su orgullo de danzar por un momento más. Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y coloreadas, sobre orquídeas púrpuras y sobre perdidas ciudades rosa, y sobre los monstruosos colores de la selva descompuesta. Y también ellas estaban entre dichas voces no discernibles por oídos humanos. Y mientras flotaban sobre el río, yendo de bosque en bosque, su esplendor era rivalizado por la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a perseguirlas. O algunas veces se posaban sobre las flores, que parecían de cera, de la planta que se arrastra y trepa por los árboles del bosque; y sus alas púrpuras fulguraban desde las flores, como las caravanas que van desde Nurl a Thace, las brillantes sedas llameando sobre la nieve cuando los astutos mercaderes las despliegan, una a una, para asombrar a los montañeses de las Colinas de Noor.

Sin embargo, sobre hombres y bestias, el sol envió somnolencia. Los monstruos del río, a lo largo de sus márgenes, yacían dormidos en el cieno. Los marineros armaron una tienda en cubierta, y todos se deslizaron, excepto el timonel, bajo una vela que habían colgado como un toldo entre dos mástiles. Entonces narraron historias, cada una de la propia ciudad o sobre los milagros de su dios, hasta que todos cayeron dormidos. El capitán me ofreció el amparo de su tienda dorada, y allí hablamos un rato, él contándome que llevaba mercancía a Perdóndaris, y que llevaría de vuelta a la hermosa Belzoond cosas relacionadas con los asuntos del mar. Entonces, mientras miraba a través de la apertura de la tienda a las brillantes aves y mariposas que cruzaban y cruzaban sobre el río, me dormí, y soñé que era un monarca entrando a su capital bajo arcos de estandartes, y todos los músicos del mundo estaban allí, tocando melodiosamente sus instrumentos; pero nadie se alegraba.

En la tarde, cuando el día refrescó nuevamente, desperté y encontré al capitán ciñéndose su cimitarra, la que se había quitado para descansar. Ahora nos acercábamos a la gran corte de Astahan, que se abre sobre el río. Extraños botes de antaño se encontraban encadenados a las escalinatas. Al acercarnos vimos el atrio abierto de mármol, donde en tres de sus lados se alzaba la ciudad sobre columnas. Y la gente de aquella ciudad paseaba por el patio y las columnas con solemnidad y cuidado, de acuerdo a los ritos de ceremoniales antiguos. Todo en la cuidad era antiguo; la talla de las casas, que, cuando el tiempo las ha quebrado, se han mantenido sin ser reparadas, era de las edades más remotas, y por todas partes había representaciones en piedra de bestias que hace mucho tiempo dejaron de existir sobre la Tierra (el dragón, el grifo y el hipogrifo, y las distintas razas de gárgolas). Nada podía encontrarse en Astahahn, ya fuera material o costumbre, que fuera nuevo. De esta forma, ellos no tomaron nota de nuestra presencia, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, conociendo su tradición, no tomaron nota de ellos. Pero yo, al acercarnos, me dirigí a uno que se encontraba al borde del agua, preguntándole qué hacían los hombres en Astahahn y cuál era su mercancía, y con quién la comerciaban.

Él dijo: Aquí hemos encadenado y esposado al Tiempo, quien de otra manera asesinaría a los dioses.

Le pregunté qué dioses veneraban en dicha ciudad, y él dijo: Todos aquellos dioses que el Tiempo no ha matado aún. Entonces se dio vuelta y no dijo nada más. De esta forma, de acuerdo a la voluntad del Yann, nos dirigimos hacia delante y dejamos Astahahn, y encontramos en mayores cantidades a aquellas aves que hacen de los peces sus víctimas. Y eran de plumaje maravilloso, y no venían de la jungla, sino que volaban, con sus largos cuellos estirados delante de ellos, y sus patas descansado hacia atrás en el viento, directamente río arriba sobre la corriente central. La tarde comenzó a recogerse. Una niebla blanca y gruesa había aparecido sobre el río, y suavemente se estaba elevando. Se asía a los árboles con largos e impalpables brazos, elevándose más y más, enfriando el aire; y unas figuras blancas se alejaban hacia la selva, como si fueran los fantasmas de marineros náufragos buscando furtivamente a aquellos espíritus del mal que hace tanto tiempo los hicieron zozobrar en el Yann.

Mientras el sol se hundía detrás del campo de orquídeas que crecía en las cimas de la selva, los monstruos del río se asomaron, revolcándose en el lodo en el cual habían descansado durante el calor del día, y las grandes bestias de la selva bajaron a beber. Las mariposas, hacía poco, se habían ido a descansar. Y en los pequeños y estrechos estuarios la noche parecía ya haber caído, a pesar de que el sol, que para nosotros había desaparecido, aún no se había puesto.

Ahora los pájaros de la selva vinieron volando, muy por arriba, la luz del sol resplandeciendo rosada sobre sus pechos, y bajaron sus alas tan pronto como vieron el Yann, y se dejaron caer sobre los árboles. Y la mareca comenzó a subir el río en grandes bandadas, todas silbando. Y allí, junto a nosotros, estaba el pequeño y tornasolado turro, con su forma de flecha; y oímos los gritos variados de las bandadas de gansos, los cuales, según me contaron los marineros, habían recién llegado cruzando las cordilleras de Lispasian; cada año venían por la misma vía, cerca de la cima del Mluna, dejándolo a su izquierda; y las águilas montañesas conocen el camino por el que vienen y, según los hombres, hasta la misma hora, y cada año las esperan por la misma vía tan pronto como las nieven caen sobre las Planicies del Norte. Pero pronto estuvo tan oscuro que no vimos más a esas aves, y sólo oímos el zumbido de sus alas, y de otras tantas innumerables, hasta que todas se establecieron en las riberas del río, y fue la hora en que las aves nocturnas salen. Entonces los marineros prendieron las linternas para la noche, y aparecieron enormes mariposas nocturnas, aleteando alrededor del barco, y por momentos, sus magníficos colores eran revelados por las linternas, para pasar nuevamente a la noche, donde todo era negrura. Y los marineros oraron, y posteriormente cenamos y dormimos, y el timonel tomo nuestras vidas a su cuidado.

Al despertar descubrí que habíamos llegado a Perdóndaris, la famosa ciudad. Pues allí, a nuestra izquierda, se alzaba una ciudad hermosa y notable, y de lo más agradable a la vista, luego de la selva, que estuvo tanto tiempo con nosotros. Y atracamos cerca del mercado, y toda la mercancía del capitán fue exhibida, y un mercader de Perdóndaris la estaba observando. Y el capitán tenía en la mano su cimitarra, y golpeaba furiosamente la cubierta con ella; porque el comerciante le había ofrecido un precio que el capitán había considerado un insulto hacia sí mismo y hacia los dioses de su tierra, de quienes ahora hablaba como grandes y terribles y cuyas maldiciones eran espantosas. Sin embargo, el mercader agitó sus manos, las cuales eran realmente gordas, mostrando sus rosadas palmas, y juró que no pensaba en sí mismo, sino solamente en las pobres gentes de las cabañas, más allá de la ciudad, a quienes él deseaba vender la mercancía al precio más bajo posible, sin obtener él ninguna remuneración. Pues la mercancía consistía principalmente en el grueso toomarund, que en el invierno aleja el viento del suelo, y tollub, que la gente quemaba en pipas.

Entonces el mercader dijo que si ofrecía un piffek más, la pobre gente se quedaría sin su toomarund para el invierno, y sin su tollub para las tardes, o de otra forma, él y su anciano padre morirían de hambre. En ese mismo instante, el capitán llevó su cimitarra hacia su propia garganta, diciendo que era un hombre arruinado, y que nada más quedaba para él que la muerte. Y mientras cuidadosamente levantaba su barba con la mano izquierda, el mercader miró nuevamente la mercancía y dijo que, en vez de ver morir a un capitán tan valioso, un hombre por el cual había concebido un aprecio especial al verlo por primera vez manejar su barco, prefería que él y su anciano padre perecieran de hambre, por lo que ofreció quince piffeks más.

Cuando dijo esto, el capitán se posternó y pidió a sus dioses que endulzaran el amargo corazón de este mercader, pidió a sus pequeños dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.

Finalmente, el mercader ofreció cinco piffeks más. Entonces el capitán lloró pues, dijo, había sido abandonado por sus dioses; y el comerciante también lloró, porque, dijo, pensaba en su anciano padre y en cuán pronto moriría de hambre, y escondió su rostro sollozante entre sus dos manos, y entre los dedos miró nuevamente el tollub. Y así la negociación fue concluida. Y fueron empacados en fardos nuevamente, y tres de los esclavos del mercader los cargaron sobre sus cabezas hacia la ciudad. Y durante todo este tiempo los marineros estuvieron sentados en silencio, las piernas cruzadas en una medialuna sobre la cubierta, siguiendo el negocio, y ahora un murmullo de satisfacción se elevó entre ellos. Me enteré que en Perdóndaris hay siete mercaderes, y que todos habían acudido al capitán, uno a uno, antes que las negociaciones comenzaran, y cada uno le había prevenido, privadamente, en contra de los otros. Y a todos los comerciantes el capitán les había ofrecido el vino de su propia tierra, que se fabrica allá en Belzoond, pero no pudo persuadirlos. Pero ahora que el trato estaba hecho, y los marineros estaban sentados para la primera merienda del día, el capitán apareció entre ellos con un tonel de vino, y lo espitamos con cuidado y nos divertimos en conjunto. Y el corazón del capitán estaba contento pues sabía que era honorable a los ojos de sus hombres, por el negocio que había hecho. De esta forma, los marineros bebieron el vino de su tierra natal, y pronto sus pensamientos regresaron a la hermosa Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas, Durl y Duz.

Sin embargo, para mí, el capitán escanció en un pequeño vaso un poco de vino espeso y amarillo desde una pequeña jarra, que mantenía aparte, entre sus objetos sagrados. Era grueso y dulce, como la miel, pero había en su corazón un fuego poderoso y ardiente, que tenía autoridad sobre las almas humanas. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran delicadeza por el arte secreto de una familia de seis miembros que moraba en una choza en las montañas de Hiam Min. Me dijo que una vez, en aquellas montañas, seguía la huella de un oso y que, súbitamente, se encontró con un hombre de dicha familia que había cazado al mismo oso, y que se encontraba al borde de un estrecho camino rodeado de precipicios, y su lanza estaba clavada en el oso, y la herida no era fatal, y no tenía otra arma. Y el oso se dirigía hacia el hombre, muy lentamente, porque su herida empezaba a molestarle. Y lo que el capitán hizo no lo contó, pero cada año, tan pronto como las nieves se endurecen y es fácil viajar por el Hian Min, aquel hombre baja al mercado en las praderas, y siempre deja en la puerta de la hermosa Belzoond una vasija de aquel invaluable y secreto vino, para el capitán.

Y mientras sorbía el vino y el capitán hablaba, me acordé de las cosas nobles que hacía tiempo había planificado resueltamente, y mi alma pareció más poderosa dentro de mí y pareció dominar toda la corriente del Yann. Puede ser que en ese momento me durmiera. O, si no lo hice, no puedo recordar cada detalle de las ocupaciones de dicha mañana. Desperté hacia el atardecer, deseando ver Perdóndaris antes de abandonarla por la mañana, e incapaz de despertar al capitán, me dirigí solo a tierra. Perdóndaris era de hecho una ciudad poderosa; estaba cercada por una muralla de gran fuerza y altura, que tenía caminos huecos para el paso de las tropas, y almenas en toda su extensión, y quince resistentes torres, una a cada milla, y placas de cobre, abajo donde los hombres pudieran leerlas, contando en todas las lenguas de aquellas partes de la Tierra la historia de cómo una vez un ejército atacó Perdóndaris. Entonces entré a Perdóndaris y encontré a todos danzando, vestidos en sedas brillantes, tocando el tam-bang, mientras bailaban. Porque una terrible tormenta los había aterrorizado mientras yo dormía, y los fuegos de la muerte -decían- habían danzado sobre Perdóndaris, pero ahora la tormenta se había ido lejos, saltando, inmensa, negra y espantosa, sobre las colinas distantes, y que se había girado, gruñéndoles, mostrando sus destellantes dientes, y que mientras se alejaba, azotó las cumbres hasta que retumbaron como si hubieran sido de bronce. Y frecuentemente detenían sus danzas alegres y oraban al Dios que no conocían: Oh, Dios que no conocemos, Te agradecemos por mandar de vuelta la tormenta a sus colinas. Y seguí avanzando hasta llegar al mercado, donde sobre el pavimento de mármol vi al mercader durmiendo y respirando pesadamente, con su rostro y palmas de las manos hacia el cielo, y los esclavos lo abanicaban para mantener alejadas a las moscas. Y desde el mercado llegué a un templo de plata y luego a un palacio de ónix, y había muchas maravillas en Perdóndaris, y me hubiera quedado para verlas todas; sin embargo, cuando llegué a la muralla exterior de la ciudad, vi de pronto una inmensa puerta de marfil. Por un momento me detuve a admirarla, mas cuando me acerqué percibí la horrorosa verdad. ¡La puerta estaba tallada en una sola y sólida pieza!

Escapé por la entrada y bajé hacia el barco, incluso mientras corría creía oír en la distancia, detrás de mí en las colinas, las pisadas de la temible bestia que dejó caer aquella masa de marfil, y que, tal vez, estuviera buscando su otro colmillo. Cuando estuve de nuevo en el barco me sentí más seguro, y no conté nada de lo que había visto a los marineros.

Ahora el capitán despertaba. La noche se estaba enrollando desde el Este y el Norte, y sólo los pináculos de las torres aún tomaban la caída luz del sol. Entonces me dirigí al capitán y, tranquilamente, le conté la cosa que había visto. E inmediatamente me preguntó acerca de la puerta, en voz baja, para que los marineros no se enteraran; y le conté que el peso era tal, que no podía haber sido traída desde lejos, y el capitán sabía que no había estado allí un año atrás. Concordamos en que aquella bestia no podría ser destruida pon ningún ataque humano, y que la puerta debía ser un colmillo caído, uno caído cerca y recientemente. Ante esto, decidió que era mejor escapar de una vez, así ordenó, y los marineros fueron hacia las velas, y otros levaron el ancla, y justo cuando el pináculo de mármol más alto perdía sus últimos rayos de sol, dejamos Perdóndaris, la famosa ciudad. Y la noche cayó y cubrió Perdóndaris y la escondió a nuestros ojos, y, como han sucedido las cosas, para siempre; pues he oído que algo veloz y sorprendente súbitamente hundió Perdóndaris en un día, torres, muros y gente.

Y la noche se profundizaba en el Río Yann, una noche blanca en estrellas. Y con la noche emergió la canción del timonel. Tan pronto como terminó de rezar, comenzó a cantar para darse ánimos a través de la noche solitaria. Pero primero rezó, recitando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducida al Inglés, con un pálido equivalente de aquel ritmo que parecía tan resonante en aquellas noches tropicales:

Para cualquier dios que escuche. Donde quiera que haya marineros, de río o de tierra; sea oscuro su camino o sea a través de la tormenta; sean sus peligros las bestias o la roca; o de enemigo acechando en tierra o persiguiéndolo en el mar; donde sea que el timón esté helado o el timonel rígido; donde sea que los marineros duerman y el timonel vigila: guárdanos, guíanos y regrésanos a la antigua tierra que nos ha conocido: a los lejanos hogares que conocemos. Para todos los dioses que existen. Para cualquier dios que escuche.

De esta forma rezó, y hubo silencio. Y los marineros se tendieron a descansar en la noche. El silencio se hizo más profundo, y sólo era quebrado por los murmullos del Yann que, suavemente acariciaba nuestra proa. Una que otra vez algún monstruo del río tosía. Silencio y murmullos, murmullos y silencio.

Muchas canciones cantó, contándole al vasto y exótico Yann las pequeñas historias y menudencias de Durl, su ciudad. Y las canciones brotaban sobre la negra jungla y subían al frío y claro aire arriba, y las grandes constelaciones de estrellas que miraban al Yann conocieron los asuntos de Durl y de Duz, y sobre los pastores que habitaban en los campos intermedios, y de las manadas que poseían, y de los amores que habían amado, y todas las pequeñas cosas que deseaban hacer. Y, súbitamente, mientras me arropaba en pieles y frazadas escuchando esas canciones, y miraba aquellas fantásticas formas de los grandiosos árboles, parecidos a negros gigantes merodeando en la noche, me quedé dormido.

Cuando desperté una gran niebla se estaba retirando del Yann. Y la corriente del río daba tumbos tumultuosamente, y pequeñas olas aparecieron; porque el Yann había olido, desde la distancia, el antiguo risco de Glorm, sabiendo que sus frescas cañadas se encontraban adelante, donde encontraría al salvaje y alegre Irillion, rejocijándose de glaciares. De esta forma, se sacudió el tórpido sueño que había caído sobre él en la aromática y cálida selva, y olvidó sus orquídeas y sus mariposas, y pasó turbulento, expectante, fuerte; y pronto aparecieron destellando, las cumbres nevadas de las Colinas de Glorm. Y los marineros ya estaban despertando del sueño. Momentos después comimos, y el timonel se tendió a dormir mientras un camarada lo remplazaba, y todos extendieron sobre él sus pieles favoritas. Y en un instante, oímos el sonido del Irillio mientras baja danzando por los campos de hielo.

Entonces vimos frente a nosotros la hondonada, escarpada y lisa, hacía la cual el Yann, a saltos, nos conducía. Así dejamos la vaporosa selva y respiramos el aire de montaña; los marineros se irguieron y tomaron grandes bocanadas de él, y pensaron en sus lejanas colinas de Acrotia, donde se encontraban Durl y Duz, y abajo, en la planicie, la bella Belzoond. Una gran sombra se cernió sobre las colinas de Glorm, pero los peñascos arriba, cual deformes lunas, fulguraban, casi iluminando la penumbra. Más y más fuerte oímos la canción del Irillion, el sonido de su danza al bajar de los ventisqueros. Y pronto lo vimos, blanco y cubierto de brumas, engalanado con delicados y pequeños arcoiris que había arrancado cerca de la cima, de algún jardín celestial del Sol. Luego se dirigió hacia el océano junto al inmenso y gris Yann, y la hondonada se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro tambaleante barco salió a la luz del día.

Toda aquella mañana y la tarde navegamos por las ciénagas de Pondoovery, donde el Yann se ensanchaba y fluía lenta y solemnemente, y el capitán ordenó a los marineros tocar las campanas para así vencer la melancolía del pantano. Finalmente divisamos las Montañas Irusian, que protegen a los poblados de Pen-Kai y Blut, y las maravillosas calles de Mlo, donde los sacerdotes aplacan con vino y maíz a la avalancha. Entonces cayó la noche sobre las planicies de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnia. Oímos a los Pathnites golpeando los tambores mientras pasamos Imaut y Golzunda, luego todos dormimos, excepto el timonel. Y las villas dispersas a lo largo de las riberas del Yann oyeron toda esa noche, en la desconocida lengua del timonel, las pequeñas historias de ciudades que no conocían.

Desperté antes del amanecer con una sensación de infelicidad, antes de recordar el por qué. Entonces recordé que, en la tarde de aquel día, de acuerdo a las posibilidades previstas, deberíamos llegar a Bar Wul Yann y yo debería despedirme del capitán y sus marineros. Había apreciado a ese hombre pues me había convidado con aquel vino amarillo que mantenía apartado junto a sus objetos sagrados, y me había contado muchas historias acerca de su hermosa Belzoond, entre las Colinas Acrotas y el Hian Min. Y me habían gustado las costumbres de los marineros, y las plegarias dichas, lado a lado, al atardecer, sin jamás desvalorizar al dios extranjero. Y también me gustaba la tierna manera en que frecuentemente hablaban de Durl y de Duz, pues es bueno que el hombre ame sus ciudades natales y las pequeñas colinas que las sostienen. Llegue a saber quiénes los recibirían al retornar a casa, y dónde imaginaban que el encuentro sucedería, algunos en un valle de las Colinas Acrotas, donde el camino sube desde el Yann, otros en la puerta de una de las tres ciudades, y otros en el hogar, junto a la hoguera. Y pensé en todos los peligros que nos habían amenazado, a todos por igual, fuera de Perdóndaris, un peligro muy real, así como las cosas han sucedido.

También pensé en la alegre tonada del timonel en la fría y solitaria noche, y cómo él había tomado nuestras vidas en sus cuidadosas manos. Y mientras reflexionaba sobre esto, el timonel dejó de cantar, y miré hacia arriba y vislumbré en el cielo una luz pálida que había aparecido, y la solitaria noche había pasado; y el amanecer creció, y los marineros despertaron. Pronto vimos la marea del mismo océano avanzando, resueltamente, entre las orillas del Yann, y el Yann saltó graciosamente y lucharon por un momento; luego el Yann, y todo lo suyo, fue empujado hacia el norte, por lo que los marineros tuvieron que izar las velas, y como el viento era favorable, seguimos adelante. Pasamos Góndara y Narl, y Hoz. Y vimos la memorable y sagrada Golnuz, y oímos a los peregrinos orando.

Al despertar de nuestro descanso del mediodía nos acercábamos a Nen, la última ciudad del Río Yann. Y nuevamente la jungla nos rodeaba por todos lados, así como a Nen; mas las grandes cordilleras de Mloon se erguían sobre todas las cosas, y observaban la ciudad más allá de la selva.
Aquí anclamos, y con el capitán fuimos a la ciudad y supimos que los Errantes habían venido a Nen.

Los Errantes eran una tribu extraña y oscura que, una vez cada siete años bajaba desde las cumbres de Mloon, cruzando por un paso que ellos conocen, desde una tierra fantástica situada más allá. Y toda la gente de Nen permanecía fuera de su casa, todos maravillándose en sus propias calles. Pues los hombres y las mujeres de los Errantes estaban amontonados en todas las vías, cada uno haciendo alguna cosa extraña. Algunos bailaban danzas asombrosas que habían aprendido del viento del desierto, curvándose y arremolinándose hasta que el ojo no podía seguirlos. Otros interpretaban en sus instrumentos hermosas y tristes tonadas, que estaban llenas de horror. ¿Qué almas se las habrán enseñado mientras vagaban de noche por el desierto? Aquel lejano y extraño desierto del cual los Errantes provenían.

Ningunos de sus instrumentos eran conocidos en Nen, o en alguna región del Yann; incluso los cuernos de los que algunos estaban hechos, pertenecían a bestias que nadie ha visto a lo largo del río, ya que tenían barbas en las puntas. Y cantaban, en una lengua tampoco conocida, canciones que parecían estar emparentadas con los misterios de la noche y con el miedo irrazonable que encanta los lugares oscuros.

Todos los perros de Nen desconfiaban de ellos. Y los Errantes se contaban entre sí historias temibles, y aunque nadie en Nen conocía su idioma, podían distinguir el miedo en los rostros de sus interlocutores, y mientras el cuento continuaba, ponían los ojos en blanco, en vívido terror, como los ojos de una pequeña bestia a la que el águila ha atrapado. Luego el narrador de la historia sonreía y se detenía, y otro contaría su historia, y los labios del narrador del primer relato temblarían con terror. Y si, por casualidad, una serpiente mortal aparecía, los Errantes lo felicitarían como un hermano, y parecería que la serpiente les diera sus felicitaciones antes de seguir nuevamente. Una vez, la serpiente más fiera y letal del trópico, la enorme lythra, bajó de la selva y pasó por toda la calle, la calle principal de Nen, y ningún Errante se alejó de ella, mas tocaron sus tambores sonoramente, como si hubiera sido una persona de mucho honor; y la serpiente paso entre ellos y no derribó a ninguno.

Incluso los niños de los Errantes podían hacer cosas extrañas, si alguno de ellos se encontraba con un niño de Nen, se mirarían uno a otro en silencio, con ojos grandes y graves; después, el niño de los Errantes sacaría, lentamente de su turbante, un pez o una serpiente vivos. Los niños de Nen no podían hacer ninguna de esas cosas.

Cuánto me hubiera gustado quedarme y oír el himno con el que reciben a la noche, que es contestado por los lobos en las alturas del Mloon, pero nuevamente era tiempo de levar anclas y que el capitán regresara de Bar Wul Yann. Entonces subimos al barco y continuamos río abajo. Y el capitán y yo conversamos un rato, pues ambos pensábamos en nuestra separación, la que sería por mucho tiempo, y miramos, en cambio, el esplendor del sol occidental. Porque el sol era de un dorado rojizo, pero una tenue y baja bruma cubría la selva, y en ella se depositaba el humo de las pequeñas ciudades selváticas, y el humo de ellas se reunía en la bruma y formaban una sola neblina, que se tornó púrpura y era iluminada por el sol, mientras los pensamientos de los hombres santificaron con cosas grandiosas y sagradas. Eventualmente, una columna de humo de alguna casa solitaria se elevaba más alto que el humo de las ciudades, y brillaba solitario en el sol.
Y cuando los rayos del sol estaban casi a nivel, vimos lo que yo había venido a ver, pues de las dos montañas que se erguían a ambas orillas, salían hacia el río dos riscos de mármol rosa, resplandeciendo en la luz del sol bajo, y eran suaves y altos como una montaña, y casi se encontraban, y el Yann paso entre ellas dando tumbos, y encontró el mar.

Esta era Bar Wul Yann, la Puerta del Yann, y, en la distancia, entre la abertura de aquellas barreras, vi el indescriptible azul del mar, donde los pequeños botes de pesca resplandecían.

Y llegó el atardecer y el breve crepúsculo, y la regocijante gloria de Bar Wul Yann se había ido, mas los acantilados rosa aún brillaban, la maravilla más hermosa que se ha visto, incluso en una tierra de prodigios. Y pronto el crepúsculo dio paso a las incipientes estrellas, y los colores de Bar Wu Yann se fueron consumiendo. Y la visón de esos riscos era para mí como la cuerda de música arrancada del violín por la mano de un maestro, y que lleva al Cielo de las Hadas los espíritus temblorosos de los hombres.

Y a la orilla se anclaron y no fueron más lejos, porque ellos eran marineros del río y no del océano, y conocían el Yann, pero no las mareas más allá.

Llegó el momento en que el capitán y yo debíamos separarnos, él para retornar nuevamente a su hermosa Belzoond, divisable desde las lejanas cumbres del Hian Min, y yo, para encontrar, por extraños medios, mi camino de vuelta a aquellos brumosos campos que los poetas conocen, donde se encuentran unas pequeñas y misteriosas cabañas, desde cuyas ventanas, mirando hacia el oeste, se pueden avistar los campos de los hombres, y mirando hacia el este, las brillantes montañas de los elfos, coronadas de nieve, extendiéndose de cadena en cadena hasta la región del Mito, y más allá, hasta el reino de la Fantasía, que pertenecen al País del Sueño. No nos encontraríamos por mucho tiempo, quizá nunca, pues mi imaginación se ha debilitado al pasar de los años, y cada vez son más infrecuentes mis visitas al País del Sueño.

Entonces nos dimos la mano, torpemente de su parte, pues éste no es el método de saludo en su tierra, y encomendó mi alma al cuidado de sus propios dioses, a aquellos dioses menores, los humildes, los dioses que bendicen Belzoond.


Dios sediento. Margaret St. Clair (1911-1995)

Brian cabalgaba briosamente cuando, al crepúsculo, llegó al santuario. Había reventado dos monturas desde el día anterior, y a pesar de su marcha los Hrothy, aullando como una manada de derviches, estaban muy cerca. Se alzó sobre los estribos y miró angustiadamente hacia atrás.Sí, dentro de cuarenta segundos, aproximadamente, les parientes de Megath estarían a tiro de ballesta. Si lo atrapaban, lo colgarían por los tobillos y le dispararían unas aguzadas flechas que le harían agonizar dos o tres días antes de morir. Se estremeció. La entrada de la capilla estaba a oscuras y no resultaba muy alentadora, pero estaba casi seguro de que los Hrothy la respetarían por su carácter sagrado, y el santuario le parecía, por su inexperiencia en tales cuestiones, una capilla semejante a las que punteaban la superficie del segundo planeta. Era una suerte que la hubiese encontrado. Saltó del ruano y se hundió en la oscuridad.

Los Hrothy atraparon al animal cincuenta segundos después. Era fácil adivinar dónde estaba Brian. Se contemplaron mutuamente en silencio. El tío de Megath, que había sido el más ansioso en la persecución, lanzó una corta risotada. Los hombres fueron desmontando sin hablar. Los Hrothy consideraban que Brian, por su violación y subsiguiente abandono de Megath, acababa de cometer un pecado imperdonable. En realidad, no les importaba tanto la violación de la joven como el abandono cuando se cansó de ella. A esto se oponían rotundamente. Iba en contra de sus costumbres. Deseaban que el violador aceptase para siempre a su víctima. Pero pensaban, por los relatos que habían leído y por sus experiencias, que si Brian permanecía en el interior de la capilla doce horas, sus ansias de venganza quedarían satisfechas. Megath quedaría vengada. Silenciosamente, los hombres de la tribu se sentaron en semicírculo delante de la capilla.

Brian, atisbando desde el interior, se sintió a la vez asombrado y aliviado. Había temido que recogiesen la hierba que crecía a la orilla del fangoso río y tratasen de ahumar el sagrado recinto. Y todo ese ajetreo, por culpa de una mujer cuya piel era decididamente purpúrea. Bien, por lo visto, contaban con que se muriese de hambre. Acarició los tubitos de pastillas alimenticias que llevaba en el bolsillo y sonrió. También tenía un frasquito. Tendrían que esperar largo tiempo. Continuaron en silencio - los Hrothy eran naturalmente ruidosamente emocionales -, y el silencio comenzó a molestarle. Los acechó dubitativamente una vez más. Pero al parecer respetaban la santidad de la capilla. No tenía por qué preocuparse..

Retrocedió unos pasos hacia el interior. Estaba muy oscuro. El suelo parecía estar hecho de barro resbaladizo. En realidad, se trataba de un plástico resistente a la humedad pero Brian no lo sabía. Vaciló y se tendió en el suelo. Estaba agotado. Quería mantenerse despierto, en guardia, pero la fatiga lo rindió. Al cabo de diez minutos estaba profundamente dormido. Tan pronto como su respiración regular dio la señal, los rayos sonda comenzaron a actuar sobre él. Le tomaron el pulso, la. frecuencia respiratoria, la consumición de oxígeno. Un paño se deslizó bajo su axila y tomó una muestra del sudor para el análisis. Cuando empezó a roncar, otro paño entró momentáneamente en su boca abierta. Y cuando estuvo completamente dormido, una diminuta aguja hipodérmica le extrajo una gota de sangre del lóbulo de la oreja. Sobre la muestra se llevó a cabo una refinadísima técnica de electroforesis. La noche se hallaba muy avanzada cuando las sondas completaron su diagnóstico. En cierto sentido, Brian las intrigaba. Fisiológicamente, se hallaba muy lejos de lo acostumbrado. Pero allí yacía, escasamente dentro del limite de variación permisible. El mecanismo de los rayos sonda estaba ya un poco desgastado. Después de una pausa casi humana, las instalaciones de acondicionamiento de la capilla comenzaron a actuar sobre él.

Los Hrothy, fuera en la noche oscura, aguardaban con un silencio de lobos. No era el carácter sagrado de la capilla lo que respetaban, sino su competencia como factoría. Brian se despertó por fin. Tenía la impresión de que había transcurrido mucho tiempo, y aunque esto no era cierto cronológicamente, sí lo era fisiológicamente, ya que le habían sucedidos muchas cosas mientras dormía. La idea del tiempo transcurrido le alarmó ¿Qué estuvieron haciendo los Hrothy durante su sueño? Todavía adormilado, corrió a la puerta de la capilla y miró afuera. Los Hrothy estaban sentados igual que antes, en cuclillas y en torno a la penumbra que formaba un leve cono de luz delante de la capilla, envueltos en sus capas brillantemente coloreadas. Intentaban esperar hasta que el hambre le hiciese salir de la capilla. Brian lanzó una burlona risita y volvió al interior del santuario. Cuando giró sobre sí mismo, su cabeza chocó penosamente y de manera inesperada contra el dintel de la entrada.

Por un momento, el dolor físico oscureció el significado de lo sucedido. De sus ojos surgieron unas lágrimas de dolor y lanzó una maldición. Después, el significado del incidente se le apareció claro de repente. Acababa de tropezar contra el dintel de la puerta. Pero la primera vez, el dintel estaba dos o tres palmos, al menos, más arriba de su cabeza. Levantó la mirada. Su negro y lustroso cabello rozaba el techo. ¿Qué diablos...? ¿Qué le había ocurrido? ¿Había crecido, era más alto que antes? Por un momento pensó que padecía una fiebre alucinatoria. En Venus abundaban y la idea del crecimiento era característica de un par de ellas. Además, tenía sed y sentía un extraño calor. Contemplóse las manos. Los puños quedaban sólo a unos cuatro dedos de los codos. A menos que se tratase de una alucinación muy persistente... No podía ser la fiebre. No se sentía febril, sólo sediento y acalorado. Bien, había tomado varias vacunas contra todas las epidemias endémicas de Venus antes de salir de Dyndimene. No cabía duda; había crecido durante la noche.

La idea, cosa rara, no le alarmó. Más bien se sentía complacido. Por un momento, pensó en salir atrevidamente de la capilla y causar un gran estrago entre los Hrothy. Les enseñaría a molestar a un hombre que medía dos metros y medio... no, más, casi tres metros de estatura. Pero eran unos veinte y poseían gran cantidad de flechas. Era preferible no salir. Además, se sentía somnoliento y letárgico, sin ganas de pelear. No podía imaginarse qué le había sucedido, aunque no le importaba. Decidió sentarse en el suelo y tomar un trago de agua del frasco. El recipiente de plata parecía muy pequeño en sus enormes manos. Bebió hasta la última gota de líquido y luego arrojó el frasco con petulancia. Era agua, sí, pero él no deseaba agua. Lo que necesitaba era algo más denso. Cruzó las piernas y se recostó contra la resbaladiza pared. Cerró los ojos, pensando que ello le ayudaría a pensar. Pero poco después volvía a estar dormido.

Esta vez se despertó cuando caía la tarde. Llovía intensamente. Sin moverse de postura, miró hacia fuera, notando distraídamente que tenía la espalda envarada. Los Hrothy se hablan marchado. No se veía ni uno solo boñiga. Probablemente sería una trampa. Debían hallarse escondidos por el entorno. O tal vez hubieran regresado al poblado en busca de refuerzos. Brian sonrió. No se dejaba engañar fácilmente. Decidió levantarse. Trató de moverse. No pudo. Bien, estaba entumecido por la mala postura. Tenía dormidas las piernas. De nuevo le dio la orden al cuerpo. Tampoco ocurrió nada. Brian se humedeció nerviosamente los labios. ¿Estaba paralítico? ¿Qué le pasaba? Empezó a estar asustado. Y fue entonces cuando entró el plunp. El plunp era el más raro de los naturales de Venus. Algunos obreros que lo habían estudiado insistían en que su extraña apariencia escondía una rica y singularmente variada vida espiritual. Otros etnólogos lo negaban apasionadamente y afirmaban que sus leyendas de la creación y sus figuras tótem mostraban la vacuidad de su vida espiritual.

Fuese como fuese, los plunp no producían buena impresión. Poseían una piel gris y correosa, largas mandíbulas con feroces colmillos y crueles ojos amarillentos. No llevaban ropa, ni siquiera una hoja de parra. Y olían como ranas. Éste penetró en el santuario Y se detuvo delante de Brian. Esbozó un gesto con una mano; tanto podía tratarse de un saludo solemne, o bien simplemente de un «hola» familiar. Contempló calculadoramente a Brian e inclinó la cabeza. Abrió la especie de coco que llevaba colgando de un largo sarmiento en torno a su cuello. Brian estaba interesado. No podía hacer nada y la llegada del plunp tenía que significar algo. Contempló a aquel ser con extremada repulsión (los plunp no son bellos), mientras sacaba un pellizco de ungüento amarillento del coco y se lo pasaba por todo el cuerpo. Después, comenzó a girar lentamente delante de Brian, con sus retorcidos brazos, de piel untuosa, extendidos adelante.

Casi tan pronto como el ungüento amarillo tocó la piel del plunp, Brian se sintió extrañamente excitado. Era como la intensidad de un impulso sexual, pero no había nada sexual en su mando imperioso y frío. Era como si todas las miríadas de su cuerpo tuviesen sed, sed individual, una rara sed del ungüento amarillo y la humedad de la piel del plump. El agua del frasco de Brian no era bastante densa para satisfacer su sed. Aquella humedad, sí. Experimentó como un aura, una proyección de sí mismo. No era un caso de voluntad consciente; incluso cuando realizó el contacto inmaterial con el plunp, se resintió de ello. Era sed, sí, pero le parecía que al deshidratar al plunp estaba realizando un servicio íntimo, sometiéndose a una odiosa familiaridad con un ser que le repugnaba odiosamente. Un íntimo contacto, por muy impalpable que fuese, con un plunp... ¡Se odió a sí mismo! Pero no podía hacer nada por impedirlo. (El paralelismo entre este impulso y lo que él le había infligido a Megath se le escapó. Y aunque lo hubiese observado, no le habría edificado. No era un hombre que se edificase fácilmente.)

El plunp continuó girando lentamente volviéndose primero a un lado y luego al otro, hacia la intoxicante sequedad que Brian sentía emanar de su persona. Brian llegó a pensar que su actitud era la de un devoto hacia un dios, un dios muy servicial. Sus ojos amarillentos estaban cerrados; su untuosa piel parecía estar más arrugada y resbaladiza a cada momento, a medida que la deshidratación de los tejidos iba en aumento. Su afilado rostro tenía una expresión de repulsiva dicha. De haber podido moverse, Brian habría vomitado. Era odioso. Un odioso servicio ejecutado por un ser odioso. Y resultaba autodestructivo, pese a la necesidad de humedad de Brian. Era como si Brian, en su nuevo cuerpo, no estuviese a gusto. En su contacto con el plunp, era como una planta que, a falta de azufre en el suelo, se ve forzada a absorber selenio. Era como si estuviera envenenándose a sí mismo.

En esta suposición, Brian estaba acertado. La capilla no era una capilla. Anteriormente había sido una factoría. Fue originalmente destinada por los biólogos del cuarto planeta a ayudar a los colonos del segundo planeta a reajustarse al avasallador y húmedo ambiente de Venus. Existen dos formas de batallar con la humedad. Una es ser impermeable, como lo son las plumas de los patos. Los marcianos probaron este sistema y no les gustó. Se sentían desfallecer en el húmedo calor de sus cuerpos impermeables. Por lo tanto, adoptaron segundo sistema, que es gozar del agua, vivir en el agua corno las ranas. Esta solución significaba una adaptación fisiológica mucho mayor, pero los marcianos quedaron mucho más satisfechos. Una vez adaptados, continuaron absorbiendo agua a través de sus poros, agua que extraían del húmedo ambiente, usándola en su metabolismo y exhalando de nuevo aire seco. Había cierto grado de selección en el proceso. Podían elegir entre varios objetos para la extracción del agua, los marcianos vivían felices con este sistema, aunque en la estación de sequía padecían cruelmente, - lo mismo que cuando regresaban a Marte a pasar sus vacaciones - Pero Brian, no era marciano, y las sondas estaban estropeadas y desequilibradas por el mucho tiempo transcurrido desde que los últimos marcianos abandonaron Venus. Por esto con él era diferente. Para el plunp, él era un dios deliciosamente higroscópico. Para sí mismo, era un hombre maldito.

El plunp se marchó por fin, con la piel colgándole en grandes pliegues. Se tambaleó ligeramente al trasponer el umbral, como si estuviese bebido, Brian le vio marchar por entre la cortina de lluvia. Dejó el coco en la capilla. No podía moverse; ni siquiera agitarse. Tenía la espalda completamente envarada. No sabía cómo lograba respirara pero estaba seguro de una cosa: no volvería a extraer agua de ningún otro plunp. Si volvía a estar sediento tendría que impedirlo de algún modo. ¿Pero cómo? No lo sabía, pero aquella ignorancia no afectó su decisión. Inmóvil, mientras contemplaba la lluvia en medio de la creciente oscuridad, sintió surgir en su interior un hálito de esperanza. Era imposible lo que le estaba ocurriendo. No podía ser verdad. No podía durar eternamente. Más pronto o más tarde, alguien lo encontraría. Un recolector de plantas, un agente del Gobierno... Alguien. Todo lo que tenía que hacer era continuar vivo hasta entonces. Al día siguiente seguía lloviendo copiosamente. Brian recordó haber oído decir que en aquella parte de Venus la lluvia podía, durante la estación lluviosa, pasar de setenta centímetros en veinticuatro horas.

A mediodía del día siguiente volvió el plunp. Brian había podido saciar su ardiente sed gracias a la humedad del aire, y ahora tenía sus planes. Cuando el plunp, untado con la crema amarillenta, giró delante de Brian, éste se retiró dentro de sí mismo. Era como mostrarse sordo al estruendo del trueno, como negarse a ver una cegadora luz. No sabía cómo lo lograba, pero lo hacía. El plunp se detuvo. Se contemplaron mutuamente sin pronunciar palabra y luego él empezó a mover sus retorcidas manos. Brian sintió la caricia del triunfo en su interior; había vencido a la odiosa criatura. Y se sintió aún más victorioso cuando, después de otro silencio, el plunp desapareció. Pero al cabo de un momento llegaron varios, transportando un cofre de madera de agudas esquinas. (Los plunp no poseían suficiente habilidad como para fabricar tales objetos, por lo que traficaban para obtenerlos de los Hrothys, más civilizados.) Lo abrieron. En el interior se veía una pasta gelatinosa, rojiza, untuosa. Los plunp ya poseían suficiente experiencia de los dioses recalcitrantes.

El plunp cuya piel era más gris, colocó un poco de pasta en la punta de un palo. Cautelosamente, alargó el mismo hacia Brian. Lo movió atrás y adelante, a través del pecho del joven y debajo de su nariz. El resultado, para Brian, fue catastrófico. Le pareció que se volvía todo su ser de dentro afuera. Con odiosa, forzada rapidez, empezó a deshidratar al plunp de la piel grisácea. Era como caer interminablemente por un precipicio vertical, y sentirse mareado al mismo tiempo. Los plunp se marcharon por fin, al oscurecer. Desaparecieron, con unos pasos de baile y ejecutando gestos histriónicos para saludar a Brian. Éste los vio marchar, inmóvil. Ni siquiera podía temblar. La humedad aceptada de ellos a la fuerza, le había hecho engordar un tercio; asimismo, sentía una inmensa furia y un lamentable desamparo. Esta vez había sido diez... no, cien veces peor que la primera. Después de esto aceptaría la degradación con docilidad. Cualquiera cosa era mejor que verse obligado a ello.

Estuvo sentado toda la noche en un trance de horror. En ocasiones, no estaba seguro de quién, era. Sólo sabía que estaba sospechando algo que él mismo no habría resistido. Alguien había aprendido un pavoroso secreto respecto a Brian. Con la mente ofuscada esperó la llegada del nuevo día. Llovía menos y sólo compareció un plunp. El dios que era Brian pensó:

«Si sólo viene uno podré resistirlo. Ayer fue mucho peor».

Pero el día siguiente vinieron cinco, y después, dos, y más tarde, tres... y prosiguieron acudiendo cada día, cada vez más, a medida que avanzaba la estación y la lluvia se espesaba. Día tras día los Hrothys debían hallarse más que satisfechos. Brian odiaba a sus adoradores de ojos vidriosos con un odio que al principio era asesino y que después se tornó furor interno. De poder moverse, habría hecho cualquier cosa menos deshidratar a los plunps; tal vez se habría matado. Acariciaba interiormente todos los detalles de su autodestrucción. No estaba bien decidido si terminaría con su vida mediante el cuchillo, el fuego o un veneno corrosivo. Deseaba el medio que más le doliese.

Desde un punto de vista, su ingeniosa preocupación con los detalles de su muerte era una bendición. Ello le impedía padecer la aprensión o la ansiedad de su creciente degeneración física. Su masoquismo era genuino; cada nueva evidencia de fallo - visión torpe, mala audición, hinchazón permanente - lo recibía con deleite. Incluso podía recibir alborozado el servicio de deshidratación que los plunp requerían de él, puesto que era ésta la causa primordial de su degeneración. Esto, sin embargo, apenas se le ocurrió. La violencia a su ego era demasiado grande. Pasó el tiempo. Llovió a raudales. A veces, veinte plunps se hallaban en la capilla, girando como embriagados, inexpresivos sus rostros. Después, a medida que los días se fueron alargando, la lluvia comenzó a amainar. Hubo un día claro, luego otro y después dos seguidos. Llegaba el seco verano.

Los adoradores comenzaron a frecuentar menos la capilla, y cuando venían, no estaban mucho tiempo. La gradual sequía de los tejidos de sus cuerpos por el calor del verano no los intoxicaba; les tornaba soñolientos. Ya no estaban interesados en los dioses, en la higroscopia ni en el ungüento amarillo. En realidad, empezaban a sestear. Brian, al principio no se atrevía a creerlo. Pero cuando transcurrió una semana sin que se presentase un solo plunp para ser deshidratado, se sintió invadido por el mayor de los alivios. No habría más demandas. Los días eran ya más largos y brillantes. No habría más plunps. Después, a medida que el aire se tornaba más seco, Brian descubrió que empezaba a encogerse.

No se alarmó, pero sí se sintió intrigado. Permaneció inmóvil en su rincón, con las piernas cruzadas bajo el cuerpo, pero cada día era más pequeño, más ligero, más seco, que el día anterior. Traspasó el punto de la estatura normal que tenía antes de que el mecanismo de la capilla lo cambiase, y siguió encogiéndose. Su piel comenzó a colgarle como a jirones. Y seguía encogiendo. No estaba alarmado..Su preocupación era una emoción vaga solamente. Y a medida que transcurría el tiempo, en sus ideas se producían grandes lagunas llenas de voluptuosa negrura. Lentamente comprendió que aquellas tinieblas mentales, aquella incesante y bienvenida aniquilación de su mentalidad, significaba la muerte. ¿La muerte? No las destrucciones agonizantes que había estado planeando, sino algo mucho mejor. Y se gozó en esta idea. Pero... (aún sentía cierta curiosidad)... ¿por qué?

Bien, supuso, los dioses no viven eternamente, y él se había esforzado hasta la extenuación al deshidratar a los plunps. Se había agotado por completo con esta operación, y la estación de sequía le estaba exterminando. Al año siguiente, los plunps - por primera vez en su agonía comenzó a reír -, al año siguiente los plunps tendrían que buscar otro dios. Al fin se sentó en su rincón, del tamaño de un muñeco. Ya no oía, veía ni sentía. Su mente se había detenido. Estaba reducido casi a la nada; sus brazos y piernas eran más pequeños que huevos de zurcir. Ya no existía Brian.

De haberle quedado una chispa de ego para efectuar una declaración, habría jurado que estaba muerto. Pero los plunps no corrían peligro inmediato de perder a su dios. Cuando llegara la estación de las lluvias, Brian despertaría de nuevo. Y una vez más se vería obligado a reemprender su forzado servicio hacia ellos. Como adorado, como dios, a Brian le quedaba aún muchos años de acción higroscópica en favor de los plunps. Pero ahora era verano. Sincronizando con el ciclo de sus adoradores, el dios de los plunps también sesteaba.


Doctor Cíclope. Henry Kuttner (1915-1958)

Campamento en la jungla:
Bill Stockton se detuvo en la puerta del recinto, observando a Pedro que conducía las mulas hacia los pastos allá abajo en el río. El aceitunado rostro mestizo estaba hendido por una amplia sonrisa; se retorció su negro bigote y se puso a cantar a voz en cuello como si estuviera en una cantina de Buenos Aires, a miles de kilómetros al este.

-¿Cómo demonios se las arregla? -gruñó Stockton, limpiándose el sudor de sus ojos-. Apenas puedo arrastrarme de un lado para otro con este calor. Y ese tipo se pone a cantar.

Pero Stockton sabía que no era sólo el calor. Allí había mucho más. Una sensación de oscura amenaza... colgando pesadamente sobre el campamento en la selva. Durante las semanas de viaje por la jungla desde los Andes, a través de los pantanos tropicales y la jungla infestada de plagas, la sensación se había ido haciendo más y más fuerte. Estaba en el húmedo y pegajoso aire. Estaba en el mareantemente dulce, asfixiante perfume de las grandes orquídeas que crecían fuera de la empalizada. Y por encima de todo, estaba en las acciones del doctor Thorkel.

-Se supone que es el gran científico mago de esta época -se dijo Stockton escépticamente-. Pero apostaría todo lo que tengo a que está loco. Envía un mensaje a la Real Academia solicitando los servicios de un biólogo y de un mineralogista, y luego nos pide que miremos por un microscopio. Eso es todo. ¡Ni siquiera nos deja entrar en esa casa de barro que se ha construido!

Había fundadas razones para la amargura de Stockton. Se habla visto literalmente obligado a meterse en aquella aventura. Hardy, el mineralogista, se quedó en Lima por enfermedad, y el doctor Bulfinch, su colega, buscó en vano un sustituto. No había ninguno disponible. Es decir, ninguno excepto un cierto vagabundo que se estaba yendo rápidamente al infierno con la ayuda de una muchacha nativa, la mala ginebra y los cheques sin fondos. La asistente de Bulfinch, la doctora Mary Phillips, había resuelto el problema. Habla comprado los cheques sin fondos, y había amenazado a Stockton con meterlo en la cárcel si se negaba a acompañarles. En aquellas circunstancias, el que fuera mineralogista se alzó de hombros y aceptó. Ahora se estaba preguntando si había cometido un error. Había una amenaza allí. Stockton la sentía, con la agudeza psíquica de un aventurero profesional. Había un aura de secreto a su alrededor. ¿Por qué la valla que cercaba la mina se mantenía generalmente cerrada, si la mina no tenía ningún valor, como Thorkel afirmaba? ¿Por qué Thorkel se había mostrado tan excitado cuando Stockton había mencionado los cristales de hierro, cristales que Thorkel habla sido incapaz de ver debido a su deficiente vista? Luego estaba también el asunto de los dicotilinae..., algunos huesos que Mary Phillips había encontrado. Eran los huesos de un cerdo salvaje indígena, pero las superficies molares habían demostrado que se trataba de una especie enana de marrano completamente desconocida para la ciencia..., diez centímetros de largo en su madurez. Aquello era extraño. Finalmente, hacía sólo una hora que Thorkel les había dicho imperturbablemente que podían irse, apenas veinticuatro horas después de la llegada de sus huéspedes. Bulfinch, reflexionó Stockton con una risita, había sufrido un ataque. Su rostro caprino se habla vuelto gris; el desgreñado Vandyke había silbado.

-¿Está intentando decirme que me ha hecho venir hasta aquí, a mí, al doctor Rupert Bulfinch, tras recorrer quince mil kilómetros, sólo para mirar por un microscopio? -había rugido.
-Correcto -había respondido Thorkel, y se había retirado a su casa de barro.

Cuanto más lejos, mejor. Pero el problema estaba ahí delante. Ni Bulfinch ni Mary pensaban irse, aunque eso significara desafiar abtertamente a Thorkel. Y Thorkel, tenía la impresión Stockton, era un individuo peligroso, de sangre fría y sin escrúpulos. Su redondo rostro, con su erizado bigote y su calvo cráneo, podía fruncirse con desagradables y mortíferas arrugas. Además, ya desde un principio se había producido un silencioso y contenido conflicto entre Thorkel y Baker, el guía que había acompañado al grupo desde los Andes. Stockton se alzó de hombros y dejó de pensar en ello. El doctor Bulfinch apareció detrás de Stockton y le dio un golpecito en el brazo. Había una reprimida excitación en el caprino rostro del biólogo.

-Venga comnigo -dijo en voz baja-. He descubierto algo.
Stockton siguió a Bulfinch hasta una tienda cercana. Mary Phillips estaba allí, ensamblando los huesos del cerdo enano. Era, pensó Stockton, demasiado hermosa para ser una bióloga. Un mechón de cabello dorado rojizo caía en cascada sobre sus hombros, y su rostro pertenecía más a la pantalla de un cine que a un laboratorlo. También tenía un temperamento infernal.
-Hola, belleza -dijo Stockton.
-Oh, cállese -murmuró la muchacha-. ¿Qué ocurre, doctor Bulfinch?
El biólogo tendió una muestra de roca a Stockton.
-Compruebe esto.
Los ojos del joven se abrieron mucho.
-Esto no puede... ¡Infiernos, es imposible!
-Usted ha visto pechblenda antes -dijo Bulfinch con duro sarcasmo.
-¿Dónde la ha conseguido? -preguntó Stockton, excitado.
-Baker la encontró cerca del pooo de la mina. Es mineral de uranio -dijo tranquilamente-, y es un centenar de veces más rico que cualquier otro depósito jamás descubieno. ¡No es sorprendente que Thorkel quiera deshacerse de nosotros!
Mentalmente, Stockton añadió: «¡Y apostaría a que no le detendrá ni siquiera el asesinato para conseguir que mantengamos la boca cerrada!».
-¡Buen Dios! -murmuró Bulfinch-. ¡Radio! Piense en los beneficios médicos de tal descubrimiento...; ¡la ayuda que puede proporcionar a la ciencia!

Hubo una interrupción. Un animal a rayas negras entró disparado en la tienda, seguido por un flaco y desgarbado perro, ladrando alocadamente. Los dos dieron una vuelta a la mesa y salieron de nuevo a toda velocidad. Hubo sonidos de refriega. Rápidamente, Stockton alzó el ala de la tienda. Pedro, el hombre para todo de Thorkel, estaba sujetando al perro mientras un gato se retiraba apresuradamente hasta una distancia prudencial. El mestizo alzó la vista, con un llamear de blancos dientes.

-Lo siento. Este estúpido de Paco... -Tiró de la cola al perro-. No sabe que nunca podrá atrapar a Satanás. Pero él lo único que quiere es jugar. Desde que se fue Pinto, se siente muy solo.
-¿Oh, sí? -dijo Stockton, mirando al hombre-. ¿Quién era Pinto?
-Mi pequeña mula. Oh, Pinto era muy lista. Pero no lo bastante lista, supongo. -Pedro se alzó expresivamente de hombros-. Pobre mula.
Un hombre apareció en la creciente oscuridad..., una alta y delgada figura con un rostro duro y anguloso, un puritano dispuesto a sembrar su semilla.
-Hola, Baker-gruñó Stockton.
-¿Le ha hablado Bulfinch del radio? -dijo Baker sin preárnbulos-. Es valioso, ¿eh?
-Sí. Tremendamente valioso. -los ojos de Stockton se entrecerraron-. Me he estado preguntando al respecto. Preguntándome por qué se mostró usted tan ansioso por acompañarnos cuando hubiera pedido enviar a un nativo. Quizás había oído algo acerca de esta mina de radio, ¿eh?
El duro rostro de Baker no cambió en absoluto, pero lanzó una mirada de inconfundible odio hacia la casa.
-No le culpo por pensar eso -dijo casi en un susurro-. Parece algo descabellado. Pero... escuche, Bill, tenía una buena razón para desear venir aquí. Si hubiera venido solo, Thorkel huhiera sospechado... quizá me hubiera disparado apenas verme. No hubiera tenido ninguna posibilidad de investigar...
-¿Investigar qué? -preguntó impacientemente Stockton.
-Conocía a una pequeña muchacha nativa. Una chica encantadora. Se llamaba Mira. Yo... Bien, pienso mucho en ella. Un día fue a trabajar como ama de llaves para Thorkel. Y eso fue lo último que he sabido de la chica.
-No está aquí ahora -dijo Stockton-. A menos que esté en la casa.
Baker agitó negativamente la cabeza.
-He estado hablando con Pedro. Él dice que Mina estuvo aquí y desapareció. Como Pinto, su mula albina.

La rápida noche tropical había llegado. Una brillunte luna iluminó con su luz plateada el campamento. Y repentinamente los dos hombres oyeron el débil y agudo relinchar de un caballo procedente de la casa de Thorkel. Simultáneamente la figura de Pedro apareció, corriendo desde detrás de una tienda. Gritó:

-¡Pinto! Mi mula Pinto está en la casa. ¡Ha vuelto!
Antes de que el mestizo pudiera alcanzar la puerta de la casa, ésta se abrió bruscamente. Thorkel apareció. A la luz de la luna, su calva cabeza y sus brillantes gafas de gruesos cristales parecían extrañamente inhumanos.
-¿Qué ocurre, Pedro? -preguntó tranquillnente con voz algo burlona.
El hombre se detuvo en seco. Se humedeció los labios.
-Es Pinto, señor... -murmuró.
-Estás imaginando cosas -dijo Tnorkel, con frío énfasis-. Vuelve a tu trabajo. No vas a creer que tengo una mula metida en casa.
-¿Qué es lo que tiene entonces exactamente en la casa, doctor? -interrumpió una nueva voz.
Era Bulfinch. El biólogo salió de la tienda y se acercó, una flaca y desgarbada silueta a la luz de la luna. Mary iba tras él. Baker y Stockton se unieron al grupo. Thorkel mantuvo la puerta cerrada tras él.
-Eso no les concierne -dijo, heladamente.
-Al contrario -estalló Bulfinch-. Como ya le he dicho, tengo intención de quedarme aquí hasta recibir una explicación.
-Como ya le dije yo a usted -dijo Thorkel, casi en un murmullo-, si hace eso será por su cuenta y riesgo. No toleraré interferencias ni fisgoneos. Mis secretos son privados. Les advierto: ¡protegeré esos secretos!
-¿Está usted amenazándonos? -gruñó el biólogo.
Thorkel sonrió de pronto.
-Si les mostrara a ustedes lo que tengo en mi casa, creo que... lo lamentarían -observó, con una sutil amenaza en sus sedosos tonos-. Deseo que me dejen solo. Si los encuentro todavía aquí mañana por la mañana, tomaré... medidas protectoras.
Sus ojos, tras sus gafas de gruesos cristales, incluyeron a todo el grupo en su ominosa mirada. Luego, sin otra palabra, volvió a entrar en la casa, cerrando la puerta tras él.
-¿Piensa quedarse, doc? -preguntó Stockton.
Bullfinch soltó un gruñido.
-¡Por supuesto que sí!
Hubo una breve pausa. Luego Pedro, que habla estado escuehando atentamente, hizo un gesto imperativo.
-Vengan conmigo. Les mostraré algo...

Se apresuró bordeando un ángulo de la casa, arrastrado por el perro Paco. Bulfinch murmuró algo entre sus apretados labios y le siguió junto con los demás. Una alta empalizada de bambú bloqueaba su paso. Pedro señaló, y aplicó su ojo a una grieta. Stockton probó la puerta, que antes habla estado abierta. Ahora estaba cerrada por la otra parte, así que se unió a Pedro y los demás.

-Esperen -susurró el mestizo-. He visto esto antes.
Podían ver el pozo de la mina, con una tosca cabria dominándolo. Y entonces una gruesa y extraña figura entró en su campo de visión. Al primer momento parecía un hombre con un traje de buceo. Cada centímetro de su rechoncho cuerpo estaba cubierto con tela de caucho. Un casco cilíndrico sellaba su cabeza. A través de dos redondos orificios para la visión podían verse las gruesas gafas del doctor Thorkel.
-Oh -susurró Stockton-. Un traje protector. El radio es un material peligroso.
Thorkel se dirigió a la mina y empezó a dar vueltas a la cabria. Bruscamente, Stockton sintió que una mano tocaba su brazo. Se volvió.
Era Baker.
-Venga conmigo -dijo el otro suavemente-. He abierto la puerta. La cerradura es sencilla... y Mary utiliza horquillas para el pelo. Ahora podremos ver lo que mantiene oculto en esa casa.
-¡Sí! El doctor estara un buen rato atareado en la mina... -dijo Pedro, asintiendo.
Silenciosanaente, el grupo volvió sobre sus pasos. La puerta de la casa de barro estaba abierta de par en par. Desde el interior les llegaba el sonido de un agudo relincho, increíblemente alto y tenue...

La pequeña gente:
La habitación estaba decepcionantemente vacía. Al otro lado de la puerta delantera había otra, que aparentemente conducía a la mina. Se veía otra puerta en la pared de la derecha, con una pequeña ventana de mica embutida en ella. Había pesadas sillas de madera, un banco de trabajo, y una mesa con un microscopio y un bloc de notas. En el banco había varios pequeños cestos de mimbre. Esparcidos descuidadamente por el suelo había un portatubos de ensayo, libros, un vaso de laboratorio, dos o tres cajas pequeñas y una o dos camisas sucias. Pedro señaló al suelo.

-Huellas de cascos... ¡Pinto estuvo aquí, sí!
Mary se dirigió hacia el microscopio, mientras Bulfinch examinaba el bloc de notas.
-¡Ladrones!
Thorkel estaba de pie en la puerta que conducía a la mina, sus ojos ardiendo tras sus gafas. Estaba lívido de rabia.
-Así que pretenden robar mis descubrimientos. ¡No tienen ningún derecho a estar aquí! Solamente son mis empleados, ¡a los que he despedido y he dado instrucciones de que se fueran! -Vio el bloc de notas en la mano de Bulfinch, y su voz ascendió hasta convertirse en un grito de rabia-. ¡Mis notas!
Stockton y Baker lo sujetaron cuando se dirigía a paso de carga hacia el biólogo. Bulfinch sonrió friamente.
-Tranquilícese, doctor Thorkel. Sus acciones no son racionales.
Thorkel se relajó, jadeante.
-Yo... Ustedes no tienen ningún derecho a estar aquí.
-Se está comportando usted irracionalmente. Por su propio bien, y en beneficio de la ciencia, debo exigirle una explicación. Abandonarle a usted aquí solo en la jungla podría ser considerado como un acto criminal. Ha trabajado usted demasiado. No está... -vaciló- en una condición mental normal. No hay ninguna razón para sentirse suspicaz ni para tener manías persecutorias.
Thorkel suspiró, se quitó las gafas y se frotó los cegatos ojos en un gesto cansado.
-Lo siento -murmuró-. Quizá tenga usted razón, doctor. Yo... estoy experinmentando con radiactividad. -Se dirigió hacia la pueda con la mirilla de mica y la abrió, revelando un pequeño cuartito forrado de plomo. Del techo colgaba un proyector, parecido al tipo utilizado médicamente para el tratamiento del cáncer a través del radio.
-Es mi condensador -dijo Thorkel-. Puede examinarlo, doctor Bulfinch. Debo confiar en usted... No se lo he mostrado a nadie más en todo el mundo.
Bulfinch entró en el cuartito. Los otros le pisaron los talones, examinando atentamente el proyector, que parecía ser el centro del misterio.
Pedro no prestaba atención. Estaba abriendo, una tras otra, las cajas que había sobre el banco de trabajo. Y bruscamente se detuvo, paralizado por el asombro.
-¡Pinto!
Había una mula blanca dentro de la caja. Una mula albina, ¡de no más de veinte centímetros de tamaño!
-¡Pedro! -llamó secamente Thorkel.

El mestizo dio un respingo. Su codo volcó la caja, que resonó contra el suelo. La mula enana fue arrojada de la caja. Sólo Thorkel y Pedro vieron al animal mientras éste se ponía vacilantemente en pie y emprendía el trote por el suelo. La puerta seguía aún abierta de par en par. El animal en miniatura desapareció en la noche. Por un segundo, la mirada de Thorkel se clavó en los ojos de Pedro. El mestizo avanzó hacia Thorkel, su rostro pálido por la sorpresa.

-¿Qué..., qué le ha ocurrido a...?

Thorkel sonrió. Señaló al cuartito donde los demás estaban examinando todavía el proyector. Pedro se volvió para mirar. Thorkel se movió con la rapidez de un muelle de acero al ser disparado. Golpeó a Pedro. Tomado por sorpresa, el mestizo fue arrojado hacia el cuartito. La puerta se cerró de golpe tras él. Thorkel dio vuelta a la llave con un rápido movimiento. Su mano se cerró sobre uno de los interruptores que había a su lado; lo bajó. Instantáneamente se produjo un débil zumbido que ascendió hasta convertirse en un silbante y chasqueante ulular. Una luz verde destelló a través de la ventanilla de mica. De un estante, Thorkel tomó un pesado casco y se lo puso. Se inclinó hacia delante para observar a través del panel de mica.

-¡Ladrones! -murmuró-. ¡Os dije que os fuerais! No podía obligaros a ello... pero si insistís en quedaros, tengo que asegurarme de que no interferiréis con mis experimentos ni intentaréis robar mi secreto. ¿Así que deseaba usted ayudarme, doctor Bulfinch? Bien, lo hará... ¡pero no del modo que esperaba!

La risa de Thorkel cubrió el chasqueante chillido del condensador. La lámpara de infrarrojos suspendida del techo derramaba un intenso y cálido resplandor. Bajo ella habla un plato de cristal, conteniendo un líquido incoloro que burbujeaba suavemente, calentado por un electrodo. Del plato brotaba un vapor blanquecino que se enroscaba por el suelo, ocultando casi las imprecisas siluetas que había a su lado. Una de esas figuras se contorsionó y se sentó, apartando la sedosa envoltura que lo sujetaba. El aceitunado rostro de Pedro apareció. Saltó y se puso en pie, sumergido hasta las rodillas en el vapor blanco, tosiendo y jadeando para recuperar su respiración. A su lado, otra forma se removió. Bill Stockton se alzó temblorosarnente, respirando con grandes jadeos.

-El aire..., el aire es mejor aquí arriba...
Al descubrir que estaba desnudo excepto aquella especie de sedoso sudario, lo ajustó en tomo suyo, dando la impresión de ser un romano, con su rostro de águila y sus agudos ojos.
Mary y Baker fueron los siguientes en aparecer. Luego surgió el ceñudo rostro del doctor Bulfinch. Por un momento todos se dedicaron a la tarea de ajustarse sus improvisadas ropas.
-¿Dónde estamos? -jadeó Pedro-. No puedo ver...
-Cálmese -dijo Bulfinch secamente-. No vamos a asfixiarnos. -Olisqueó y miró a la luz de arriba-. Ozono, amoníaco, humedad, temperatura..., calculados para revivir la consciencia.
-¿Dónde estamos? -preguntó Mary-. ¿En la mina?
No podían ver más allá del pequeño círculo de luz. Stockton sujetó el brazo de Pedro.
-Usted conoce este lugar mejor que nosotros. ¿Dónde estamos? ¿Qué ha hecho Thorkel?
Un repentino horror asomó en los ojos de Pedro cuando recordó algo.
-Pinto -jadeó-. ¡Ha hecho a Pinto... pequeña!
-Tonterías -gruñó Stockton-. Tomémonos de las manos y demos un vistazo. ¡Adelante!
-¡Me ha hecho pequeño como mi mula! -susurró Pedro.

Sin ninguna advertencia, la luz roja de la lámpara disminuyó y murió. La oscuridad era casi total. Stockton sintió la mano de Mary que se aferraba a la suya, y le dio un apretón tranquilizador. La luz cambió a blanco. Inmediatamente Stockton vio que se hallaban en un sótano, a los pies de un tramo de escaleras que conducía hasta una puerta abierta. En el umbral estaba el doctor Thorkel, mirándoles. Satanás, el gato, estaba acurrucado a los pies del científico.

-¡Nos ha hecho pequeños! -gritó Pedro.
¡Y era cierto! ¡Thorkel era... un gigante! La puerta del sótano parecía tan grande como una casa de dos pisos; ¡Satanás era del tamaño de un tigre de dientes de sable!
Bulfinch estaba tan pálido como la tiza. Dio un salto atrás cuando Satanás bufó de pronto hacia el pequeño grupo. Thorkel se inclinó rápidamente y cogió al gato. Su voz era un resonante trueno.
-No, no... No debes asustarles -le dijo al gato.
Thorkel empezó a bajar hacia el sótano, y los demás se encogieron ante aquel coloso. La voz de Mary ascendió en un grito.
-Bien -dijo Thorkel-. Las cuerdas vocales no han resultado afectadas, ¿eh? ¿No tienen temperatura? Doctor Bulfinch. ¿tendrá la amabilidad de tomarles el pulso a sus compañeros?
Pedro no pudo resistirlo más y echó a correr hacia la escalera. Thorkel asintió con la cabeza, sonriendo.
-Pequeñas criaturas... Su primer instinto es escapar. Corran, si eso es lo que necesitan.

Y los diminutos seres echaron a correr... Trepar aquellos peldaños era toda un proeza. Cada escalón llegaba a sus pechos. Pero tirando, empujando, trepando, los humanos en miniatura ascendieron hacia la luz. Muy pronto estuvieron fuera de la vista. Thorkel dejó el gato en el suelo y les siguió, cerrando la puerta del sótano. Se volvió para echar una ojeada a la habitación. La pequeña gente se habia ocultado.
-Salgan. No tienen nada que temer -dijo suavemente.
Thorkel aguardó, y luego se dejó caer en una silla.
-¿Dónde está su espíritu científico, doctor Bulfinch? ¿No desea unírseme en mis experimentos?

Se secó el sudor de su calva cabeza y apartó la silla del cuadrado de luz solar que penetraba por la ventana que daba a la mina. La cabeza de Bulfinch apareció cautelosamente desde detrás de una de las abandonadas botas de Thorkel. Caminó hacia el gigante.

-Venga más cerca -le animó Thorkel.
Bulfinch obedeció, mirándole fijamente.
-¿Qué le ocurre? -dijo Thorkel con un repentino temor-. ¿No puede usted hablar?
La voz del biólogo era débil y aguda.
-Sí, puedo hablar. ¿Qué es lo que ha hecho... y por qué?
Thorkel se inclinó hacia delante, su enorme mano tendida hacia la pequeña figura en el suelo. Bulfinch retrocedió alarmado.
-Sólo deseo pesarle y medirle -dijo Thorkel suavemente. Se irguió y se reclinó en su silla-. Vamos. No voy a comerle. Como puede ver, he reducido su tamaño.
Sus pálidos ojos, tras sus gruesas gafas, miraron intensamente mientras, envalentonados, los demás iban apareciendo uno tras otro. Pedro había permanecido escondido tras la pata de una silla; los demás tras una pila de libros en el suelo. Avanzaron hasta formar un grupo con Bulfinch.
-Deberían sentirse orgullosos -dijo Thorkel-. Son ustedes casi el primer experimento que ha tenido éxito... Pinto fue el primero, Pedro. Es una lástinaa que lo dejara usted escapar. De nuevo le doy las gracias, señor Stockton, por identificar los cristales de hierro. Ellos me dieron la última clave.
Parpadeó, mirándoles.
-Hasta que ustedes llegaron, podía reducir sustancias orgánicas, pero no podía preservarse la vida en ellas. Es un asunto de compresión electrónica de la materia bajo bombardeo por rayos. El radio en la mina me proporcionó un inimaginable poder. Miren. -Alzó una esponja que había sobre la mesa y la apretó en su mano-. Esto es. Compresión. Pero se necesita energía más que fuerza bruta...
-¿Eso es lo que le hizo a Mira? -dijo Baker repentinamente.
-¿La chica nativa..., mi ama de llaves? Bueno, sí. Pero fracasé... Su tamaño se redujo, pero estaba muerta. ¿Cómo sabe usted de ella? -Thorkel no aguardó una respuesta. Se frotó cansadamente los ojos-. Estoy agotado. Me ha tomado días reducirles, y no he tenido ni un instante... -su voz se arrastró. El sueño lo venció.
Stockton estaba mirando a su alrededor.
-Tenemos que salir de aquí. ¿Se dan cuenta de que este loco pretende matarnos a todos?
Bulfinch parecía inseguro.
-Bueno, él...
-Nos ha dicho que mató a la chica nativa, ¿no? Es un diablo de sangre fría.
Instintivamcnte, miraron hacia la puerta. La barra que la aseguraba desde dentro estaba a tres veces la altura de la cabeza de Stockton.
Seres humanos... ¡de apenas veinte centímetros de altura!
En el suelo, cerca de ellos, habla un libro puesto de pie..., Human Physiology, de Granger. Stockton se situó a su lado. Su cabeza apenas asomaba por encima del volumen.
-¿Bien? -dijo amargamente-. ¿Alguna sugerencia?
Bulfinch asintió.
-Sí. Los libros son manejables. Si podemos apilarlos hasta alcanzar el pasador que cierra la puerta...

Requirió tiempo, pero Thorkel no se despertó. Un lápiz, utilizado como palanca, abrió unos centímetros la puerta. Poco después el diminuto grupo se hallaba fuera en el campamento. ¡Extraña noche! Unos cactus no muy lejos de allí eran más altos que el más alto de los árboles. Las mesas del campamento eran fantásticamente enormes. Un pollo se movía a sacudidas en su búsqueda de comida... ¡y su agitada cresta estaba más arriba que la cabeza de Stockton! Si les vio, no hizo ningún movimiento hostil. Lentamente, el pequeño grupo avanzó, en dirección a la tienda de Bulfinch. Cada caja y cada paquete eran una montaña que debían bordear. El irregular suelo dañaba sus desnudos pies. Pedro miraba nerviosamente a su alrededor. Bruscamente, lanzó un grito y señaló. Stockton se volvió con los demás, y su pánico fue tan evidente como el de los otros. Surgiendo por un desmoronante agujero en la base de la casa de barro, Satanás, el gato, avanzaba arrastrándose sobre su barriga. Los ojos del animal estaban clavados en aquellas pequeñas figurillas. ¡Más formidable que un tigre, se deslizaba libremente hacia ellos, con sus aguzadas garras desnudas!

Muerte en la jungla:
Stockton sujetó a Mary de la mano y tiró de ella hacia el refugio de los cactus. Los otros no se entretuvieron en seguirles. Baker hizo una pausa para arrojarle un guijarro al gato, pero el gesto fue fútil. Gruñtendo, Satanás avanzó. Los cactus estaban demasiado lejos para ofrecerles refugio. La impotencia se adueñó de Stockton cuando advirtió que ninguno de ellos podría llegar hasta allá. Casi podía sentir las afiladas uñas clavarse en su carne. El gato bufó malévolamente. Hubo una serie de furiosos ladridos. Mientras la pequeña gente hallaba milagrosamente refugio entre las espinas de los cactus, se volvieron para ver a Satanás huyendo de Paco, el perro de Pedro.

-Uf -jadeó Baker-. Esta vez estuvo cerca.
Bulfinch le miró sombríamente, tirando de su barbita.
-Va a haber muchos más «cerca» -dijo con hosco significado-. Cada criatura más grande que una rata puede convertirse en una amenaza mortal.
-¿Qué podemos hacer? -preguntó Mary.
-En primer lugar, hallar comida y armas -dijo Stockton-. Luego enfrentarnos con Thorkel y encontrar alguna forma de salir de esta situación.

El día transcurrió, y Thorkel seguía durmiendo. Satanás no volvió a aparecer. Mary se dedicó a hacer sandalias, una tarea dificil ya de por sí, y más dificil todavía cuando el cuchillo es más grande que uno. En cuanto a Stockton, consiguió sacar el tornillo de unas tijeras; una de sus hojas le proporcionó un arma que podía utilizar, aproximadamente del tamaño de una espada. La voz de Thorkel les sobresaltó. Estaba asomado a la ventana, como un gigante en el cielo, mirándoles.

-Son personas de recursos, mis pequeños amigos -retumbó su voz-. Pero ahora vuelvan. Debo pesarles y medirles a todos ustedes.
El grupo se apiñó. Thorkel rió perversamente.
-No voy a hacerles daño. Venga, doctor Bulfinch -dijo suavemente.
-Le exijo que nos devuelva a nuestro tamaño normal -restalló el biólogo.
-Eso es imposible -dijo el otro-. Por ahora, al menos. Todas mis energías han sido dedicadas al problema de la reducción atómica..., de la compresión. Con el tiempo quizá pueda hallar el antídoto, el rayo que convierta a los hombres en gigantes. Pero eso requerirá meses de investigaciones y experimentos... Quizás años.
-¿Quiere decir que deberemos seguir así...?
-No voy a hacerles ningún daño-sonrió Thorkel-. Vengan...
Se inclinó hacia delante. Bulfinch retrocedió y, con un gruñido de impaciencia, Thorkel desapareció de la ventana. Sus pies resonaron en el suelo de la casa. Bulfinch regresó rápidamente junto a los otros.
-El cactus -jadeó, sin aliento-. ¡Ocultémonos!

Pero Thorkel ya estaba saliendo por la puerta. Su figura se cernió gigantesca sobre ellos. Unas rápidas zancadas y habla cortado la retirada de sus presas. Se inclinó, abriendo los dedos. Era imposible escapar. Mary y Baker fueron agarrados por una titánica mano. Thorkel tendió la otra hacia Bulfinch, que huía. Pedro había sacado de algún lado un tenedor, y lo sujetaba como una lanza. Golpeó contra la enorme mano. Riendo, Thorkel barrió a un lado el arma, golpeando al mismo tiempo a Pedro. Se puso desdeñosamente en pie, sujetando aún a Mary y Baker.

-¡Doctor Bulfinch! -su voz era como un trueno-. ¡Escúcheme!
El biólogo estaba observándole desde las profundidades de los cactus.
-¿Sí?
-Deseo pesarle y medirle. Usted es un científico; sus reacciones serán mucho mas valiosas que las de los otros. Estoy realizando un experimento para Alemania..., mi país natal. Si mi método reductor demuestra ser realizable, seremos capaces de reducir nuestros ejércitos a un tamaño miniatura. Nuestros hombres serán capaces de actuar en territorio enemigo, sabotear los centros industriales. Y nadie sospechará que la destrucción ha sido causada por... hombres en miniatura. Usted no va a suirir ningún daño. Se lo prometo. ¿Quiere salir?
Bulfinch agitó tercamente la cabeza. Todo su cuerpo se revolvía ante el despiadado plan trazado por aquel siniestro genio. Un plan que podía significar la muerte de miles de inocentes civiles.
-¿No? Entonces, quizá, si aplico un poco de presión..., sólo un poco..., a estas personitas que sujeto tan cuidadosamente en mi mano...
Los constrictores dedos se apretaron. De los labios de Baker brotó un gruñido de dolor. La voz de Mary se elevó a un grito.
-¡Oh, maldita sea! -refunfuñó Bulfinch-. Está bien, Thorkel. Usted gana. Suéltelos. -Emergió del cactus mientras el científico depositaba suavemente a Baker y Mary en el suelo. No habían sufrido ningún daño, pero estaban tan aturdidos por el rápido descenso que apenas podían mantenerse en pie.
Calmadamente, Thorkel recogió la pequeña figura de Bulfinch. El biólogo no ofreció la menor resistencia. Los otros se quedaron contemplando cómo Thorkel regresaba andando a la casa de barro; luego, rápidamente, se metieron en los cactus. Hubo un silencio.
-No le va a hacer daño -dijo Pedro, sin convicción.
Stockton salió de la protección de los cactus.
-Me aseguraré. Esperen aquí.

Echó a andar hacia la casa, sujetando la hoja de las tijeras con más fuerza de la necesaria. Pasaron varios minutos antes de que alcanzara la puerta, aún ligeramente entreabierta. Miró por la rendija; justo a tiempo para oír el grito de Bulfinch y ser testigo del asesinato del biólogo. Thorkel estaba sentado ante su mesa. Con una mano sujetaba al pequeño Bulfinch; con la otra apretó un trozo de algodón contra el rostro de su víctima. Luego, rápidamente, arrojó el inerte cuerpo a un frasco del laboratorio de cristal. Stockton retrocedió, enfermo de horror, y su improvisada espada chocó contra la puerta. Thorkel bajó la vista y vio al pequeño observador.

-¿Así que están espiándome? -dijo tranquilamente, y sin apresurarse tomó una red cazamariposas de la mesa. Mientras se levantaba, Stockton echó a correr.

Thorkel llegó a la puerta justo a tiempo para verlo desaparecer en los cactus. Asintiendo, tornó una pala y fue tras su presa. Le tomó diez minutos arrancar y limpiar el grupo de cactus. Y entonces Thorkel se dio cuenta de que estaba contemplando la salida de un tubo de drenaje que se extendía hasta y por debajo de la pared del recinto. Se enderezó, mirando con ojos miopes al otro lado de la barrera.

-¡Es mejor que vuelvan! -gritó- ¡No podrán vivir ni una hora en la jungla... y se acerca una tormenta!

Una tormenta en la jungla... el mayor bosque tropical del mundo. Osos, venados y monos huyendo de los truenos ylos demonios desencadenados por los relámpagos. Los gritos de los papagayos aferrados a sus perchas azotadas por el viento. El negro infierno de la noche se cerró sobre la jungla. La pequeña gente huyó a través de aquella locura. Y, por un golpe de fortuna, hallaron una cueva donde pudieron resguardarse durante las eternas y agitadas horas de terrible furia, indefensos, impotentes seres en un mundo de gigantescas amenazas... Entonces vino el amanecer. Helados, desanimados, temblando, los pequeños seres emergieron de su refugio. Se examinaron mutuamente a la luz del amanecer.

-Nuestro aspecto es espantoso -dijo Stockton.
-Me alegro de que se incluya usted tanabién -dijo Mary, intentando arreglar su enmarañado pelo-. Me gustada tener algunas horquillas.
-Serían tan grandes como usted.
Baker había estado hablando con el mestizo. Se volvió a los demás.
-Pedro tiene una idea. Si podemos llegar hasta el río y encontrar un bote, podemos flotar corriente abajo hasta la civilización. Allí encontraremos ayuda.
-Es una idea -admitió Stockton-. ¿Por qué lado está el agua, Pedro?

El mestizo señaló, y se pusieron en camino sin más dilaciones, chapoteando en la saturada jungla. En una ocasión un mono, tan grande como un gorila para ellos, se les acercó demasiado desde arriba, intranquilizándolos, y en otra ocasión la inconcebible ferocidad de un oso se cruzó en su camino, afortunadamente sin verles. Seguían un sendero bien hollado, pero por todos lados los monolíticos ábboles se erguían hacia arriba, más altos que rascacielos. La abundante maleza gravitaba sobre sus cabezas. Era un mundo de desolada fantasía y de oculta amenaza. En una ocasión Stockton, retrasándose un poco con respecto a los demás, vio a Paco, el perro. Estaba retozando en torno a un pequeño potrillo albino que estaba masticando diligentemente hierba. Durante un segundo, Stockton consideró la idea de capturar y cabalgar el potrillo, pero la abandonó inmediatamente. El animal era con mucho demasiado grande. Se alzó de hombros y siguió al resto del grupo. La orilla del río demostró no ser un obstáculo insuperable, aunque les tomó bastante tiempo bajarla. Siguieron corriente arriba hasta un pequeño remanso, donde Pedro dijo que tenía amarrada su canoa. Abriéndose camino por entre una densa extensión de hierba, alcanzaron la barca. Era gigantesca. Varada en la arena, resultaba inamovible a todos sus esfuerzos de arrastrarla o tirar de ella.

-Gran idea -gruño Stockton-. Es como intentar mover un transatlántico.
-Bueno, incluso eso puede hacerse -dijo la muchacha-. Si utiliza usted rodillos.
-¿No es lista? -dijo Pedro con ingenua admiración-. Podemos cortar bambú...
-¡Seguro! -se le unió Baker-. Podemos construir una palanca y una cabria... Requerirá tiempo, pero funcionará.

Les tomó más tiempo del que habían pensado. Con sus burdas herramientas, y la inesperada resistencia de la vida vegetal a sus pequeñas manos, necesitaron horas, y la mañana pasó sin que hubieran conseguido gran cosa. Pedro alzó la cabeza y se secó el sudor de su goteante bigote.

-He oído... a Paco, creo -dijo, dubitativo.
-No se preocupe por Paco -le dijo Baker-. Echeme una mano con esta cabria.
-Pero Paco... es un perro de caza. El doctor Thorkel lo sabe. Si él...
-Tiempo para un descanso -decretó Stockton, y se estiró, masajeándose su dolorida espalda.
Mary, que había estado trabajando como todos los demás, se dejó caer con un gruñido. Apartó su cabello rubio rojizo de su cansado rostro.
Stockton hizo un recipiente con una pequeña hoja y le trajo un poco de agua del río. Ella bebió, agradecida.
-No tiene ninguna utilidad hervirla -explicó el hombre-. Si hay algún germen en el agua, podremos verlo sin microscopio.
Pedro y Baker se dejaron caer cuan largos eran en la arena y se quedaron allí, jadeando.
-Es un maldito trabajo -observó el mestizo con convicción-. Si sobrevivo, encenderé veinte velas ante mi santo patrón.
-Si yo vivo, terminaré con veinte botellas una tras otra -dijo Baker-. Pero hay un tipo con el que me gustaría terminar antes. -Su rostro se ensombreció. Estaba recordando a Mira, la muchacha nativa, que Thorkel había asesinado de una forma tan casual. Y al pobre Bulfinch.
-¿Y usted, Bill? -preguntó Mary.
Él la miró.
-Sé lo que quiere decir. Bien..., ahora ya no serviría ni para vagabundo. Me uniría al reino de los ratones.
Bruscamente, Stockton se volvió para observarla de frente.
-No. No quería decir eso. Es algo terrible, pero me ha enseñado una cosa. Todo esto... -barrió con un gesto las imponentes hierbas que había tras ellos-. Una maravilla tan extraña de la que nunca nos damos cuenta... hasta que nos situamos a su tamaño. Hubo un tiempo en que yo era un buen mineralogista. Puedo volver a serlo. ¿Recuerda esos cheques que rompí, Mary? Voy a devolverle hasta el último centavo de lo que le costaron. Eso es muy importante para mí ahora... -Frunció el ceño-. Si salimos de esto vivos...
En la distancia, Paco ladró de nuevo. Pedro se puso en pie, protegiendo sus ojos con una callosa palma.
-Es el doctor Thorkel -afirmó-. Lleva una caja de especímenes, y Paco le está guiando.
-¡Maldita sea! -restalló Pedro-. Tenemos que ocultarnos.
-Metámonos en el agua, para borrar el rastro.
-No -dijo Pedro-. Hay cocodrilos. -Señaló con la cabeza la extensión de alta hierba junto a ellos-. Podemos ocultamos en... -se interrumpió, y el horror asomó a sus ojos.

Mary, siguiendo su mirada, jadeó y retrocedió. Porque algo estaba avanzando hacia ellos por entre la alta hierba. Parecido a un dragón y horrible mientras avanzaba deslizándose, su fría mirada clavada en los pequeños seres que tenía delante. La luz del sol resplandecía en las ásperas y verrugosas escamas. Sólo era un lagarto... pero para las víctimas de Thorkel era como un triceratops, ¡un dinosaurio surgido del feroz pasado de la Tierra! Stockton apenas tuvo tiempo de aprestar su espada hecha con la hoja de las tijeras antes de que el reptil atacara. Fue arrollado por su ciega carga. Jadeando, aferrado aún a su arma, gateó hasta ponerse de nuevo en pie. Mary habla retrocedido hasta apoyarse contra un alto tallo de hierba, sus ojos desorbitados por el miedo. Ante ella, Pedro había plantado su recia figura. Sujetaba una astilla de madera, aferrándola como si fuera una porra... ¡el palo de una cerilla en manos de un muñeco! El lagarto retrocedió, las mandíbulas abiertas, siseando. Baker había encontrado un aguzado trozo de bambú y lo utilizó como una lanza. Golpeó, y la punta resbaló sobre el acorazado flanco del reptil.
Los ladridos de Paco resonaban como truenos. Una sombra se cernió sobre el grupo. Algo pareció caer desde el cielo... y el enorme rostro del doctor Thorkel los miró cuando el hombre se acuclilló a su lado.

-¡Así que aquí están! -retumbó-. ¿Qué es esto? ¿Un lagarto? Esperen...
Recogió con su mano izquierda las forcejeantes formas de Mary y Pedro. Golpearon en vano los enormes dedos que las aprisionaban. Se inclinó hacia Stockton. Simultáneamente, el lagarto atacó de nuevo. Stockton lanzó su hoja contra las abiertas fauces; Baker apuntó a la barbada garganta. La criatura retrocedió, retorciéndose. Thorkel adelantó su mano... ¡Las mandibulas del reptil se cerraron sobre ella! Thorkel lanzó un grito de dolor y se echó hacia atrás, maldiciendo con inusitada furia. Mary y Pedro cayeron de la otra mano del científico sin que éste se diera cuenta.
Stockton corrió hacia ellos.

-¡La espesura! ¡Aprisa!
La costumbre le hizo decir esto. Corrieron hacia los protectores tallos de hierba alta, más densa que un bosque de bambúes. Tras ellos oyeron a Thorkel maldecir; luego silencio.
Paco ladró.
-Ese maldito perro suyo -gruñó Baker-. Es un cazador, de acuerdo.
La voz de Thorkel resonó:
-¡Salgan! Sé que están entre las hierbas. Salgan o prenderé fuego.
Stockton miró al pálido rostro de Mary y murmuró una maldición. Los delgados labios de Baker estaban fuenemente apretados. Pedro se atusó el bigote.
-Paco... me seguirá a mí -dijo el mestizo-. Quédense aquí.

Y desapareció, corriendo por entre el bosque de hierba. Hubo un momento de silencio. Luego Stockton reptó hacia delante, apartando las frondas hasta que pudo ver a Thorkel. El científico estaba sujetando una caja de cerillas entre sus dedos. La sangre goteaba de una de sus manos hasta el suelo. Los ladridos de Paco resonaron de nuevo, hacia otro lado. Thorkel vaciló, miró a su alrededor, y luego extrajo una cerilla. Río abajo llegó la voz de Pedro.

-¡Paco! ¡Fuera! ¡Fuera!
Thorkel, encendiendo la cerilla, alzó la vista.
Bruscamente, la soltó y cogió el rifle que había dejado a su lado. Apuntó rápidamente. El estruendo del disparo fue ensordecedor. Pedro gritó una sola vez. Hubo un leve chapoteo allá a lo lejos. Stockton sintió que se le revolvía el estómago cuando vio a Thorkel dirigirse hacia allá a grandes zancadas. Al cabo de un momento regresó.
-Pedro ya está listo. Eso deja solamente a tres de ustedes.
-¡Maldito sea, Thorkel! -bramó Baker.

Mary no dijo nada, pero había a la vez tristeza y lástima en sus ojos. Oyeron a Paco pasar corriendo, echarse al río y nadar. Luego las primeras volutas de humo empezaron a flotar entre las hierbas. Instantáneamente, Stockton recordó la cerilla encendida que Thorkel habla dejado caer. Aferró la mano de Mary y la empujó.

-Vamos, Steve -dijo con urgencia a Baker-. Está intentando hacernos salir con el humo. No podemos permanecer aquí...
-¡Salgan! -rugió la estruendosa voz de Thorkel-. ¿Me oyen?
Sus pesadas botas empezaron a pisotear la hierba.
Y el fuego fue extendiéndose, implacablemente, rápidamente.
Mary jadeaba por el esfuerzo.
-No puedo..., no puedo proseguir, Bill.
-No hay solución -la secundó Baker-. Si salimos al descubierto, nos verá. Estamos atrapados.
Stockton miró a su alrededor. Las llamas iban acercandose a ellos. El negro humo ascendía en espirales. Bruscamente, Stockton vio algo que hizo que sus ojos se desorbitaran.

¡La caja de los especímenes! ¡La caja de Thorkel, tirada en el borde de la hierba! Sin una palabra, Stockton corrió hacia ella. Aún tenía su improvisada espada y, saltando de una roca al lado de la caja, la utilizó como palanca para abrir la tapa. Instantáneamente, los otros comprendieron su intención. Torpemente, moviéndose frenéticamente con la necesidad de apresurarse, se encaramaron y penetraron en ella. La tapa apenas acababa de volver a cerrarse cuando una sacudida y una sensación de bamboleo les indicó que Thorkel había recordado su propiedad. A través de los pequeños orificios de respiración, cubiertos con malla de cobre, la luz del día penetraba sesgada y vagamente. ¿Abriría Thorkel la caja?, se preguntaron.

El Cíclope:
Era de noche antes de que Thorkel abandonara la búsqueda. Abrió cansadamente la puerta de la casa de barro, dejó el rifle apoyado en una silla y arrojó la caja de los especímenes sobre la mesa.

-Deben de estar muertos.Pero tengo que asegurarme. ¡Tengo que asegurarme!
Limpió sus gafas y miró vagamente hacia ellos. Sus acuosos ojos parpadearon desconcertados. Luego se dirigió hacia la puerta de la habitación del radio y miró por el panel de mica. Algo que vio allí le hizo volverse hacia la puerta que daba a la mina. La abrió de golpe, encendió un proyector y salió, dejando la puerta abierta de par en par. Tan pronto como hubo salido, la tapa de la caja de los especímenes se alzó. Tres pequeñas figuras emergieron. Salieron temerosamente, cruzaron la llanura del sobre de la mesa, y se deslizaron hasta el asiento de la silla de Thorkel. Alcanzaron el suelo y se dirigieron hacia la abierta puerta.

-Está ocupado con la cabria -susurró Mary-. ¡Aprisa!
Stockton se detuvo de pronto.
-De acuerdo -dijo-. Pero... yo ya me he cansado de correr. Ustedes dos márchense. Yo voy a quedarme y... mataré a Thorkel, de alguna forma.
Los otros dos se lo quedaron mirando.
-¡Pero Bill! -jadeó Mary-. ¡Es imposible! Si comeguimos alcanzar la civilización...
Stockton rió amargamente.
-Nos hemos estado engañando a nosotros mismos durante todo el tiempo. Jamás alcanzaremos la civilización. Aunque consigamos echar un bote al agua, nunca conseguiremos llevarlo a ninguna orilla. Nos moriremos de hambre, o nos estrellaremos en los rápidos. Estamos aprisionados aquí, tan seguros como si estuviéramos en una cárcel. No podemos irnos.
-Pero si... -empezó la muchacha.
-¡Es inútil! -la interrumpió Stockton-. No sobreviviremos mucho tiempo en el bosque. Sólo la suerte nos ha salvado hasta ahora. Si fuéramos salvajes..., indios, quizá..., pero no lo somos. Si tenemos que internarnos de nuevo en la jungla, eso significará la muerte.
-¿Y si nos quedamos aquí? -preguntó Baker.
La sonrisa de Stockton era lúgubre.
-Thorkel nos matará. A menos que nosotros lo matemos a él primero.
-De acuerdo, supongamos que conseguimos matar a Thorkel -dijo Mary suavemente-. ¿Y luego qué?
-¿Luego? Viviremos. -Stockton asintió, con una curiosa expresión en sus ojos-. Ya sé. El proyector funcionaba solamente en un sentido. No podremos recuperar nuestro tamaño original, nunca. Aunque fuéramos lo suficientemente grandes como para accionar la máquina, aunque pudiéramos instalar alguna polea o palanca para manejarla, eso no nos ayudaría en nada. Thorkel es, creo, el único hombre en el mundo que puede hallar la fórmula para devolvernos a nuestro tamaño normal. Y no hay muchas posibilidades de que se decida a hacerlo.
-Si matamos a Thorkel -dijo Baker lentamente-, ¿tendremos que permanecer... así... siempre?
-Ajá. Y si no lo hacemos... él nos atrapará, tarde o temprano. ¿Y bien?
-Es... una elección difícil -murmuró Mary-. Pero al menos estamos vivos...
Baker asintió, y señaló hacia donde estaba la abandonada arma de Thorkel, apoyada contra la silla.
Apuntaba hacia el camastro del científico.
-¡Buen Dios! -exclamó Stockton-. ¡Eso es!
Habiendo llegado a una decisión, los tres actuaron rápidamente. Se subieron a la silla y, utilizando libros como puntales y la hoja de las tijeras como palanca, ajustaron el rifle.
-Directo a su almohada -le dijo Stockton a Baker, que estaba alineando el cañón del arma-. Un poco hacia arriba... ¡así! ¡Directo a su oreja izquierda!
Mary estaba atando un trozo de hilo al gatillo del arma.
-¿Puede tirar del gatillo, Bill?
-Sí. -Estaba forcejeando con la palanca-. Así está bien.
Pero, pese a la aparente confianza de Stockton, se sentía ligeramente mal. La elección era... ¡horrible! Morir a manos de Thorkel, o de otro modo seguir para siempre en aquel mundo de pequeñez.
-¡Vuelve Thorkel! -Había pánico en la voz de Mary.

Los tres se apresuraron a ponerse a cubierto. Stockton consiguió alcanzar el extremo colgante del hilo y corrió con él hacia detrás de una caja, fuera de la vista. Mary y Baker hallaron refugio a su lado. La sombra del científico se cernió en el umbral. Entró, bostezando cansadamente. Descuidadamente, arrojó el sombrero a un rincón y se sentó en el camastro, soltando los cordones de sus botas. La mano de Stockton se tensó en el hilo. ¿Notaría el titán el cambio de posición del arma? Thorkel tiró sus botas al suelo y empezó a tenderse. Entonces, como golpeado por un repentino pensamiento, se alzó de nuevo y se dirigió hacia una alacena, tomando de ella un plato de carne ahumada y un poco de pan de mandioca. Colocándolo sobre la mesa, se sentó en una silla y empezó a comer. Aparentemente, le dolian los ojos. Limpió varias veces sus gafas, y finalmente prescindió por completo de ellas, sustituyéndolas por otro par que tomó de su cajón de la mesa. Comió lentamente, dando cabezadas debido al cansancio. Y finalmente se quitó las gafas y se inclinó hacia delante en la mesa, apoyando la cabeza entre sus brazos. Se durmió.

-¡Oh, maldita sea! -dijo Baker con genuina furia-. Ahora no podremos utilizar el rifle. No podremos moverlo a su ángulo correcto. Estamos en la misma situación que en la jungla, después de todo..., a menos que utilicemos el cuchillo contra él.
Stockton miró especulativamente a su hoja de tijeras.
-No es bastante seguro. Tendremos que matarle, no incapacitarle.
-Incapacitarle... ¡eso es! -dijo de pronto Mary-. ¡Bill, está ciego sin sus gafas!
Los tres se quedaron mirándose, con nuevas esperanzas brotando a la vida en su interior.
-¡Eso es! -aprobó Stockton-. Podemos ocultárselas y negociar con él. Tal vez...
-Debemos actuar cautelosamente -advirtió Mary.
Thorkel dormía pesadamente. Ni siquiera se agitó cuando los pequeños intrusos treparon a la mesa y, unas tras otras, le retiraron todas sus gafas hasta que estuvieron fuera de la vista a través de un agujero en el suelo.
-Éstas son las últimas -dijo Mary con satisfacción-. No va a poder encontrarlas.
-El último menos uno -negó Baker-. Bill...

Se interrumpió. Stockton había desaparecido. Vieron que regresaba hasta el sobre de la mesa, andando de puntillas hacia el dormido Thorkel. Rodeó la caja de los especímenes y se acercó a las gafas que el científico sujetaba con su enorme mano. Cuidadosamente, intentó quitárselas. Thorkel se agitó. Murmuró algo y alzó la cabeza, aún medio dormido. El miedo atenazó la garganta de Stockton. Movido por un impulso, tiró de las gafas, arrancándolas de la mano de Thorkel, y huyó tras la caja de especímenes. Parpadeando, Thorkel palpó a su alrededor en busca de las gafas. Sus pálidos ojos miraron sin ver. Hubo un sordo golpe. Stockton, inclinado en el borde de la mesa, vio las gafas golpear en el suelo, sin romperse. No vio a Thorkel levantarse y tantear hacia la caja de los especímenes. La voz de Mary fue un helado chillido.

-¡Salte, Bill, salte!
Rápidamente, Stockton se deslizó por el borde, se quedó colgando de sus manos, y se dejó caer. El suelo ascendió a su encuentro. Aterrizó pesadamente, pero saltó en pie y huyó antes de que Thorkel pudiera ver el movimiento. El científico dijo, con un curioso temblor en su voz:
-Así que han vuelto. Así que están aquí, ¿eh?
No hubo respuesta. Thorkel avanzó tambaleándose hacia la puerta de atrás, la cerró y se apoyó de espaldas en ella. Y, por primera vez, Thorkel conoció el miedo. Se atusó el bigote. Su voz tembló cuando habló.

-¿Así que se han atrevido a atacarme? Bien, ha sido un error. Están encerrados en esta habitación. Y les encontraré...
Se volvía hacia cualquier movimiento o sonido engañoso, mirando ciegamente, agitando su cabeza de un lado a otro con lentos y bruscos movimientos.
-¡Les encontraré!
Stockton empujó a Mary más hacia atrás en su escondite tras una caja.
-Está loco de miedo. ¡Permanezcamos quietos!
Thorkel empezó a caminar a tientas por la habitación, apartando con los pies aparatos, cajas, ropas.

Cayó, y cuando se levantó de nuevo había sangre deslizándose de la comisura de su boca. Su mano se cerró sobre el rifle. Lo alzó y se inmovilizó en silencio, aguardando. Sin ninguna advertencia, Thorkel amartilló el rifle y disparó. Los estruendosos ecos llenaron la habitación. Stockton miró, vio un enorme astillado agujero en la parte baja de la puerta de atrás. Thorkel aguardó. Luego una sombría sonrisa retorció sus labios. Se dirigió hacia la mesa y tanteó en el cajón en busca de las gafas de repuesto. No las encontró. La habitación estaba silenciosa.

-Así Pues..., ¿es esto una guerra? -preguntó Thorkel lentamente. Con un repentino y furioso movimiento, asió el fusil por el cañón y lo sujetó como una maza.

Se dejó caer sobre manos y rodillas y tanteó bajo la mesa. Avanzó lentamente. En un momento, se dio cuenta Stockton, iba a encontrar las gafas allá donde habían caído. Los pies de Stockton cubiertos con las improvisadas sandalias no produjeron ningón ruido cuando echó a correr. Antes de que Thorkel pudiera reaccionar, el geólogo había saltado ante sus narices, había agarrado las gafas y las había estrellado contra la pata de la mesa. Thorkel golpeó furiosamente con el arma. Stockton, obligado, soltó las gafas y huyó. La enorme maza del fusil no le alcanzó por milímetros. Se desvaneció entre las sombras. Acurrucados en sus escondites, los tres pequeños seres humanos observaron, imnóviles, mientras la titánica forma de Tnorkel se alzaba por encima del borde de la mesa. Llevaba sus gafas. Uno de los cristales estaba roto e inutilizado. Manchado de sangre, sucio y terrible, el gigante los dominó desde allí. Su voz se elevó en medio de una estentórea risa.

-¡Ahora pueden llamarme Cíclope! -rugió.
Avanzó rápidamente. Con metódica prisa empezó a registrar la habitación, volcando cajas, echando el camastro a un lado para examinar algunos bultos bajo él. Stockton hizo una perentoria señal. Mary y Baker se apresuraron a salir de su escondite entre las desechadas botas de Thorkel. Siguieron rápidamente a Stockton hacia la puerta de atrás.
-¡Afuera, rápido! -susurró-. No puede vernos. El camastro se lo impide.

Treparon por el enorme agujero que había hecho el disparo del rifle. No era fácil, y las ropas de Mary se engancharon en una astilla. La tela se rasgó cuando Stockton tiró de ella. Resonaron pasos al otro lado. La puerta se abrió de golpe. Thorkel conectó el proyector. Su sombra ocultó momentáneamente a los tres mientras corrían. La boca del pozo de la mina se erguía ante ellos, con un tablón tendido sobre ella.

-¡Ahí abajo! -jadeó Stockton-. Es nuestra única posibilidad.
Era el único lugar posible donde ocultarse. Pero el ojo bueno de Thorkel no dejó de captar los movimíentos de las pequeñas figuras mientras trepaban al borde del pozo y descendían por las abruptas paredes de roca. Rodeando la cabria, se dejó caer sobre manos y rodillas y empezó a reptar sobre la plancha, sujetándose con una mano en la cuerda que se hundía hacia las negras profundidades. Stockton, aferrado a una roca, se dio cuenta de que aún tenía su espada, hecha con una hoja de las tijeras. La alzó en una fútil amenaza. Hubo un resonante retumbar cuando Thorkel golpeó hacia sus presas. La culata del fusil se estrelló contra la roca. Y, bruscamente, la plancha de madera cedió, se partió y cayó. Thorkel aún seguía agarrado a la cuerda de la cabria con una mano, y eso lo salvó. Por un segundo colgó alocadamente, mientras el resonante eco del estrellarse de los maderos y el fusil contra el fondo llenaba todo el pozo. Luego aseguró su presa. Jadeando, colgó allí brevemente, su calva cabeza reluciente de sudor. Empezó a trepar por la cuerda. Stockton miró rápidamente a su afrededor. Mary estaba aferrada a una sobresaliente roca, su pálido rostro vuelto hacia el gigante. Baker estaba mirando al mineralogista, y su demacrado rostro grisáceo estaba crispado por una impotente furia. Stockton hizo un rápido gesto, señaló la espada y empezó a trepar de vuelta a la superficie. Instantáneamente, Baker comprendió lo que pretendía. Si podía cortar la cuerda de la que colgaba Thorkel...

Pero era gruesa, terriblemente gruesa, para un hombre tan pequeño y una hoja de tijeras. Thorkel seguía alzándose lentamente. En un momento, observó Baker, alcanzaría la seguridad. Los labios del tratante dejaron ver sus dientes en una melancólica sonrisa; bruscamente, se alzó y avanzó algunos pasos. Luego saltó. Saltó hacia fuera y hacia abajo, y sus aferrantes manos hallaron el cuello de la camisa de Thorkel. Antes de que el científico pudiera comprender lo que había ocurrido, Baker estaba arañando y gruñendo como un terrier en su garganta. Thorkel estuvo a punto de soltar la cuerda. Jadeando de miedo y de rabia, agitó violentamente la cabeza, intentando desprenderse de su asaltante.

-¡Maldito sucio asesino! -gritó Baker.
Estaba siendo agitado locamente de un lado a otro, y en una ocasión estuvo a punto de quedar aplastado entre la barbilla y el pecho de Thorkel. Y luego, de pronto, Thorkel estaba cayendo...
Con un gemido y un zumbido, la cabria giró libre cuando la cuerda fue cortada. Un largo y estremecido grito brotó de la garganta de Thorkel mientras caía en la oscuridad. Ascendió más y más alto..., y luego se interrumpió. Stockton corrió hacia el borde del pozo y miró. Mary estaba trepando hacia él. Tras ella estaba Baker. Bill estaba junto a un libro puesto de pie, con una curiosa expresión en su rostro. Miró vagamente a su alrededor.

-La máquina... -dijo a Mary-. ¿Puede hacerla funcionar?
Mary estaba revisando los libros de notas de Thorkel.
-No sirve, Bill -dijo con desaliento-. El aparato es sólo un condensador. No puede devolver a la gente a su tamaño normal. Deberemos permanecer así durante el resto de nuestra vida. Y ahora de algún modo deberíamos regresar a la civilización...
-¿Tal como estamos? -el rostro de Baker era lúgubre-. Imposible.
-Esperen un minuto -interrumpió Stockton-. Tengo una corazonada... ¿Recuerdan cuando vimos por primera vez a Thorkel, después de que nos redujera?
-Sí. ¿Qué ocurre con ello?
-No estaba intentando matarnos. Lo único que deseaba era pesarnos y medirnos. Pero después de que examinó al doctor Bulfinch, se convirtió en un loco asesino. ¿Por qué suponen que ocurrió eso?
-Probablemente intentó matarnos desde un principio. Por intentar robarle sus secretos -sugirió Baker-. Probablemente temía que pudiéramos advertir a los Aliados de sus planes.
-Quizá. Pero no se mostraba tan ansioso al principio. Sabia que podía disponer de nosotros en cualquier momento que deseara. Sólo después de examinar al doctor Bulfinch descubrió algo que le hizo sentir la necesidad de terminar rápidamente con nosotros.
Mary contuvo la respiración.
-¿Qué?
-Vi una mula blanca en la jungla cuando estábamos allí. Un potrillo. Paco estaba jugando con ella. Al principio pensé que debía tratarse de un hijo de Pinto, pero las mulas son estériles, por supuesto. Eso significa que o hay dos mulas albinas aquí, lo cual es poco probable... o era Pinto. Recuerden, Pedro dijo que el perro acostumbraba a jugar con la mula.
-¿Cuán grande era la mula? -preguntó Baker bruscamente.
-El tamaño de un potrillo joven. Escuche, Steve, cuando salimos del sótano me medí yo mismo en relación con este libro... Human Physiology. Era exactamente tan alto como mi cabeza. ¡Pero ahora tan sólo me llega al pecho!
-¡Estamos creciendo! -susurró Mary-. Eso es.
-Exacto. Eso es lo que descubrió Thorkel cuando examinó al doctor Bulfinch, y por eso intentó matarnos antes de que volviéramos a nuestro tamaño normal. Creo que se trata de un proceso progresivamente acelerado. En dos semanas, o quizá diez días, habremos vuelto a la normalidad.
-Es lógico -comentó la muchacha-. Cuando la fuerza compresiva del poder del radio queda eliminada, nos expandimos... lenta pero elásticamente. Los electrones regresan poco a peco a sus órbitas normales. La energía que ahsorbimos bajo el rayo está siendo liberada en cuantos...
-Diez días -murmuró Baker-. ¡Y entonces podremos regresar al río!

Pero tuvo que pasar un mes antes de que los tres, de nuevo vueltos a su tamaño normal, alcanzaran el poblado andino que era su primer destino. La visión de seres humanos, ya no gigantescos, era cálidamente tranquilizadora. Los indios permanecían reclinados contra sus chozas, espantando lánguidamente las moscas. Mirando a lo largo de la calle, un Bill Stockton de raídas ropas se volvió para sonreírle a Mary.

-Tiene buen aspecto, ¿eh?
Baker estaba sumido en sus pensamientos.
-Vamos a tener que decidir -dijo, rascándose su áspera mejilla-. Por un lado, podemos conseguir que nuestras fotos salgan gratis en todos los periódicos y barriles de pulque. Pero también es probable que terminemos en una celda acolchada si contamos la verdad. Pero si no contamos la verdad...

Hizo una pausa, envarándose. Un gato sarnoso había aparecido desde detrás de una esquina. Los músculos de Baker se tensaron; su respiración estalló en un explosivo «¡Largo!», mientras daba un salto hacia delante. El gato desapareció, asustado hasta la médula. El pecho de Baker se hinchó varios centímetros.

-Bien -dijo, con el tranquilo orgullo del deber cumplido-, ¿alguno de ustedes dos ha visto esto?
-No -murmuró Stockton, que estaba buscando la oportunidad de besar a Mary-. Márchese. Tranquilamente. Y rápidamente.
Baker se alzó de hombros y siguió al gato, con un brillo predador en sus ojos.