viernes, 26 de julio de 2024

Poemas. Robert Burns (1759-1796)

Arenga de Robert Bruce a su ejército ante la batalla de Bannockburn. 


¡Escoceses, que habéis derramado vuestra sangre con Wallace!
¡Escoceses, a quienes tantas veces Bruce ha capitaneado!
¡Bienvenidos a vuestro lecho sangriento,
o a la victoria!
Ha llegado el día, ha llegado la hora.
Contemplad el ceñudo frente del enemigo.
Mirad cómo se acercan las fuerzas del orgulloso Eduardo:
¡cadenas y esclavitud!
Quien quiera ser un vil traidor,
quien desee yacer en la tumba de un cobarde,
quien en su abyección elija la esclavitud,
¡que se dé la vuelta y huya!
Quien por el rey y la ley de Escocia
quiera empuñar la espada libertadora
y resistir o caer como hombre libre,
¡que avance junto a mí!
Por el dolor y el desastre de la opresión,
por vuestros hijos presos con cadenas serviles,
¡derramemos hasta la última gota de nuestra sangre
pero que ellos vivan en libertad!
¡Derribad a los orgullosos usurpadores!
¡Que caiga un tirano con cada enemigo!
¡La libertad está en cada uno de nuestros golpes
¡A vencer, o a morir!





Dirigido a un comensal. 


Dirigido a un comensal que presumía
de las compañías que frecuentaba.

¡Seguid comiendo con lores
y con duques id de cena!
El piojo es también piojo
en los bucles de una reina.





Los viejos tiempos. 


¿Deberían ser olvidados los viejos amigos
y nunca recordados?
¿Deberían ser olvidados los viejos amigos
y los viejos tiempos?

Por los viejos tiempos, amigo mío,
por los viejos tiempos.
¡Tomaremos una copa de amabilidad
por los viejos tiempos!
Los dos hemos corrido por las laderas
y arrancado las margaritas,
pero vagamos con pies cansados
desde hace mucho tiempo.
Los dos hemos jugado en el arroyo
desde el mediodía hasta la hora de la cena,
pero los mares que hay entre nosotros han rugido
desde hace mucho tiempo.

Y hay una mano, mi leal amigo,
y danos tu mano¡ Y beberemos un trago
de buena voluntad
por los viejos tiempos!
¡Y sin duda tú pagarás tu pinta
y sin duda yo pagaré por la mía!
¡Y beberemos un trago de amabilidad
por los viejos tiempos!


Poemas. Robert Browning (1812-1889)

El ángel guardián. 


I.
Querido y gran ángel, ¡si tan sólo dejaras
a ese niño conmigo, apenas hayas finalizado!
Déjame sentarme aquí todo el día, y cuando la noche
te encuentre con tu misión cumplida
y sea la hora de la partida, tú, suspendiendo
tu vuelo, veas a otro niño que has de atender,
uno más, para calmar y recobrar.

II.
Entonces te percibiré paso a paso, no más,
desde donde estás ahora, hacia donde miro
-y de súbito por encima me cubrirás la cabeza
con esas alas, la blancura sobre el niño que reza
ahora en esa tumba-, y te sentiré protegiéndome
a mí, de todo este mundo; por mí, dejando allá
en el cielo el hogar que aguarda, abiertas sus puertas.
(...)

V.
¡Cuán pronto sería reparado todo mal mundano!
Pienso en cómo debería ver la tierra, los cielos
y el mar, cuando de nuevo tenga mi sien despejada
luego de tu cura, con tan nuevos ojos.
¡Oh mundo, tal como Dios lo ha hecho!
Todo es belleza:
y saber esto, es amor, y el amor, deber.
¿Qué más se puede afirmar o pretender?
(...)





El flautista de Hamelin.


I
El poblado de Hamelin está en Brunswick
Cerca de la famosa ciudad de Hanover
El río Weser, ancho y profundo
Moja sus paredes en el lado sur;
Un hermoso cuadro nunca visto;
Pero, cuando empezó mi canción,
Hace casi quinientos años,
¡Que lástima!, ver sufrir a la gente
Por culpa de esos bichos.

II
¡Ratas!
Se peleaban con los perros y mataban a los gatos,
Y mordían a los bebes en sus cunas,
Comían los quesos de los moldes,
Y chupaban la sopa directamente de los cucharones de los cocineros,
Partían los barriles de sardinas saladas,
Anidaban en los sombreros domingueros de los hombres,
Y arruinaban las charlas de las mujeres
Ahogando sus voces
Con gritos y chillidos
En cincuenta diferentes sostenidos y bemoles.

III
Al fin el pueblo en bloque
Se congregó en la municipalidad:
"¡Que quede claro!", gritaron, "¡nuestro intendente es un inútil;
Y nuestro consejo un escándalo!
¡Pensar que nosotros compramos ropas elegantes
Para imbéciles que no pueden determinar
Lo mejor para librarnos de esta plaga!
¿Ustedes creen que porque son gordos y viejos,
Van a encontrar sus funciones más fáciles?
¡Arriba señores! ¡Den a sus cerebros una sacudida
Y encuentren el remedio que nos está faltando,
O tengan por seguro que los mandaremos a empacar!"
Con esto el intendente y el consejo
Quedaron bajo una terrible consternación.


IV
Una hora se reunieron en consulta
Y al final el intendente rompió el silencio:
" Por una moneda he de vender mi traje;
¡Cómo desearía estar lejos de aquí!
Es fácil ordenarle a uno que se sacuda el cerebro—
Estoy seguro que mi pobre cabeza volverá a dolerme,
Ya la he estrujado, y todo en vano.
¡Ah, que daría por una trampa, trampa, trampa!"
Justo cuando decía esto, ¿qué pudo pasar?
Un suave golpe en la puerta de la cámara.
"¡Por Dios!", gritó el intendente, "¿que sucede?"
(Sentado entre los miembros del consejo,
Se lo veía pequeño, aunque terriblemente gordo;
Sin brillo en sus ojos, no más húmedos
Que una ostra demasiado larga y abierta,
Salvo cuando su panza sufría turbulencias
Frente a un plato de tortuga verde y gelatinosa)
"¿Son solo unos pies que se arrastran en la alfombra?
¡Cualquier cosa que suene como una rata
Hace que mi corazón lata violentamente!"

V
"¡Entre!"— Gritó el intendente, incorporándose:
¡Y así entró la figura más extraña!
Su saco largo, tan raro, que iba de los pies a la cabeza
Era mitad amarillo y mitad rojo,
Y él mismo era alto y flaco,
Con ojos azules, penetrantes, cada uno como un botón,
Su pelo claro y suelto, su piel oscura,
sin patilla en las mejillas, y sin barba en el mentón,
Y labios donde las sonrisas iban y venían;
Sobre sus amigos y parientes, nadie pudo conjeturar:
Ni nadie pudo tampoco admirar lo suficiente
Al hombre alto y su antigua vestimenta.
Uno dijo: "¡Es como si mi tatarabuelo,
Marchando al compás de las trompetas del Día del Juicio Final,
Hubiera hecho este camino desde su colorida tumba!"

VI
El se aproximo a la mesa del Consejo:
Y, "Con permiso Su Señoría", dijo, " yo estoy capacitado,
A través de un hechizo secreto, para atraer
A todas las criaturas que viven bajo el sol,
Que se arrastran, o nadan, o vuelan, o corren,
Atraerlas detrás mío, en una forma que nunca se ha visto.
Y yo principalmente uso mi hechizo
En criaturas que dañan a la gente,
En el topo, el sapo, el tritón y en la víbora;
Y todo el mundo me conoce por el flautista."
( Y en este punto ellos notaron alrededor de su cuello
Una bufanda a rayas rojas y amarillas,
Que armonizaba con su saco hecho del mismo paño,
Y en una punta de la bufanda colgaba una flauta;
Y notaron también, sus dedos, que se movían sin pausa
Como impacientes por tocar
En la flauta, que colgaba a baja altura
Sobre su vestidura anticuada)
" Y aunque," dijo, " parezco un pobre flautista,
El pasado junio, liberé al Reino de Tartaria,
De un enorme enjambre de jejenes;
Alivié en Asia al Nizam
De una monstruosa camada de murciélagos:
Y en cuanto a lo que atormenta sus mentes,
¿Si logro eliminar las ratas de la ciudad,
Me darán ustedes mil monedas?"
" ¿Mil? ¡Cincuenta mil!"--fue la exclamación
Que dieron asombrados, el Intendente y su Consejo.

VII
El flautista se paró en la calle,
Sonriendo primero con una pequeña sonrisa,
Como sabiendo la magia que duerme
en su modesta flauta;
Y entonces como un músico experto,
Frunció sus labios para soplar la flauta,
Y sus agudos ojos verdeazules parpadearon,
Como una llama de vela rociada con sal;
Y antes de que la flauta diera tres notas,
Se escuchó como si un ejército murmurase;
Y el murmullo se fue haciendo un estruendo;
Y el estruendo se convirtió en un fuerte retumbo;
Y hacia afuera de las casas las ratas se revolcaban.
Ratas grandes, ratas pequeñas, ratas flacas, ratas fornidas,
Ratas marrones, ratas negras, ratas grises, ratas tostadas,
Serias viejas aplicadas, alegres jóvenes juguetonas,
Padres, madres, tíos, primos,
Con sus colas paradas y sus bigotes erizados.
Familias por decenas y docenas,
Hermanos, hermanas, maridos, esposas--
Siguieron al flautista con gran entusiasmo.
Calle tras calle él sopló avanzando,
Y paso a paso ellas lo siguieron bailando.
Hasta que llegaron al río Weser,
¡Donde todas se zambulleron y murieron!
—Salvo una quién, valiente como Julio Cesar,
Cruzo a nado y sobrevivió para llevar
( Como el conquistador Romano con su manuscrito)
A 'Ratalandia', su hogar, el siguiente comentario:
Que decía así, "A la primera nota de la flauta
Escuché un sonido como de tripas que se agitan,
Como de manzanas, maravillosamente maduras
Cayendo dentro de un lagar de cidra,
Y de un abrir de frascos de pickles,
Y de entornar de tapas de conservas,
Y de un descorchar de frascos de aceite,
Y de un romper las cubiertas de los barriles de manteca,
Y de parecer, en fin, como si una voz
(Mas dulce que la voz del arpa)
Dijera, ¡Oh ratas, disfruten!
¡El mundo se ha convertido en una gran cocina!
¡Entonces coman, masquen, tomen sus viandas,
Desayuno, almuerzo, cena, refrigerio!
Formando todo un compacto jugo azucarado,
Y justo cuando estaba por alcanzar
Ese compacto barril de delicias,
Que brillando como el sol
Parecía decirme: '¡Vení, perforame!'
—Me vi arrastrada por el río Weser."
(...)





Childe Roland a la Torre Oscura llegó.


I
Mi primer pensamiento fue que mentía en cada palabra,
Aquel viejo lisiado, con mirada maliciosa
Observando con recelo el efecto de su mentira
En la mía, y la boca apenas capaz de disimular
El júbilo, que fruncía y perfilaba
Su comisura, por así haber atrapado otra víctima.

II
¿Para qué si no estaría él dispuesto con su cayado?
¿Para qué, salvo para acechar con sus mentiras, para enredar
A todo viajero que lo hallase allí apostado
Y preguntase el camino? Conjeturé qué risa cadavérica
Estallaría, qué muleta escribiría mi epitafio
Como pasatiempo en la polvorienta calzada,

III
Si por su consejo yo virase
Hacia aquella ominosa región en la que, como todos saben,
Se esconde la Torre Oscura. Aun así, aceptándolo
,Me desvié hacia donde él señalaba: no por orgullo
Ni por esperanza reavivados en el final señalado,
Sino por la alegría de que existiese algún final.

IV
Porque, a pesar de mi vagabundeo por todo el mundo,
A pesar de mi búsqueda que se alargaba a través de los años, mi esperanza
Menguaba en un fantasma no preparado para poder
Con ese turbulento regocijo que brindaría el éxito,
-Apenas podía intentar reprimir ahora el salto
Que dio mi corazón, al hallar un fallo en su aptitud.

V
Al igual que un hombre enfermo que se aproxima a su muerte
Parece efectivamente muerto, y comienzan las sensaciones y terminan
Las lágrimas y recibe la despedida de cada amigo,
Y oye a uno proponer a otro marchar, para respirar
Mas libremente en el exterior, ("puesto que todo terminó," dijo él,
"Y ningún lamento puede compensar la desgracia")

VI
Mientras algunos discuten si cerca de las otras tumbas
Habrá espacio suficiente para esto, y qué momento del día
Es el mejor para llevarse el cadáver
Poniendo cuidado en los estandartes, pañuelos y bordones:
Y el hombre aún lo oye todo, y solamente anhela
No deshonrar tan tierno amor y permanecer.

VII
Así, he sufrido tanto en esta búsqueda,
He oído el fracaso tan a menudo profetizado, he sido incluido
Tantas veces en "El Grupo"- a saber,
Los caballeros que a la busca de la Torre Oscura encaminaron
Sus pasos- que el sólo fallar como ellos parecía un triunfo,
Y toda la duda ahora era- ¿sería digno?

VIII
Así, en silenciosa desesperación, me alejé de él,
De aquel odioso lisiado, fuera de su camino,
Hacia el sendero que él señalaba. Todo el día
Había sido monótono a lo sumo, y turbio
Se volvía hacia el final, y aún soltó una lúgubre
Mirada roja y obscena para ver al llano atrapar al caminante distraído.

IX¡
Por la marca! Apenas me hube
Internado en el llano, tras un paso o dos,
Al detenerme para echar una última mirada atrás
Hacia el camino seguro, éste había desaparecido; gris llanura por todas partes:
Nada salvo planicie hasta el confín del horizonte.
Debía seguir; no había nada más que hacer.

X
Así que, continué. Creo que nunca antes vi
Tan yerma e innoble naturaleza; nada prosperaba:
Por flores- se podía esperar una arboleda de cedros!
Pero la gramínea, el tártago podía, de acuerdo con su ley,
Propagar su especie, sin nada que temer,
Pensarías que una carda habría sido un valioso tesoro.

XI
¡No! Penuria, pereza y mueca,
De alguna extraña forma, eran parte de la tierra.
"MiraO cierra tus ojos," dijo la Naturaleza de mala gana,
"Nada instruye, mi caso no tiene remedio;
Es el fuego del Juicio Final quien debe sanar este lugar,
Calcinar sus suelos y liberar a mis prisioneros."

XII
Si algún rasgado tallo de cardo se elevara
Sobre sus compañeros, le cortaban la cabeza, los torcidos
Sentían celos sino. ¿Qué hizo esos agujeros y rasgaduras
En las ásperas hojas de césped del embarcadero, golpeadas como para impedir
¿Toda esperanza de verdor? Existe alguna bestia que debe andar
Destrozando sus vidas, con bestiales intentos.

XIII
En cuanto a la hierba, crecía tan exigua como el cabello
En la lepra; delgadas hojas secas se erguían en el lodo,
Que por debajo parecía amasado con sangre.
Un yerto caballo ciego, con cada hueso visible,
Permanecía estupefacto sobre cómo llegó allí,
Expulsado de su previo servicio en la caballeriza del diablo

XIV
¿Vivo? Por lo que a mí concierne él podría estar muerto,
Con aquella roja delgadez y el cuello hundido por el esfuerzo
Y los ojos cerrados bajo la enmohecida crin;
Raramente tal monstruosidad iba de la mano con semejante tristeza;
Nunca vi una bestia a la que odiase tanto;
Debía ser perversa para merecer tanto dolor.

XV
Cerré mis ojos y los volví hacia mi corazón.
Como un hombre pide vino antes de luchar,
Pedí un sorbo de anteriores y más felices escenas
Esperando así poder cumplir bien mi cometido
Piensa primero, pelea después- el arte del soldado:
Un paladeo del tiempo pasado lo pone todo en orden.

XVI
¡Eso no! Imaginé el enrojecido rostro de Cuthbert
Bajo el adorno de sus dorados rizos,
Querido amigo, hasta que casi pude sentirlo rodear
Su brazo con el mío para llevarme hacia el lugar,
Como él solía hacerlo. ¡Ay! ¡La desgracia de una noche!
Se apagó el nuevo fuego de mi corazón y lo dejó frío

XVII
Luego a Giles, el espíritu del honor- ahí se yergue él,
Leal como hace diez años recién armado caballero
A lo que cualquier hombre honrado se atreviera (dijo él) él se atrevió.
Bien -pero la escena cambia - ¡Puga! ¿Qué manos patibularias
¿Clavarían un pergamino sobre su pecho? Sus propias manos
Lo leyeron. ¡Pobre traidor, escupió y maldijo!

XVIII
Es preferible este presente que un pasado así;
¡De vuelta hacia mi oscuro sendero otra vez!
Ningún sonido, nada se ve hasta donde alcanza la vista.
¿Enviará la noche una lechuza o un murciélago?
Pregunté, cuando algo en la lóbrega llanura
Vino a interrumpir mis pensamientos y cambiar su curso.

XIX
Un repentino arroyo se atravesó en mi camino,
Tan inesperado como la aparición de una serpiente.
Corriente tumultuosa discordante con las tinieblas;
Ésta, tal como espumeaba, bien podría haber sido un baño
Para la ardiente pezuña de un demonio- al contemplar la ira
De su negro remolino salpicado de escamas y espuma.

XX
¡Tan insignificante, y aún así tan malévolo! A todo lo largo,
Los bajos y esmirriados alisos se arrodillaban ante él,
Los empapados sauces se arrojaban a sí mismos de cabeza en un arranque
De muda desesperación; un suicidio en masa:
El río que les había hecho tanto mal,
Lo que quiera que ello fuese, se iba rodando, sin dejarse disuadir.

XXI
El cual, mientras vadeaba, - ¡Cielo Santo, cómo temí
Poner mi pie sobre la mejilla de un hombre muerto
A cada paso, o sentir la lanza que introduje buscando
Agujeros, enredada en su cabello o su barba!
- Pudo haber sido una rata de agua lo que ensarté
Pero, ¡Ugh! Sonó como el chillido de un bebé.

XXII
Me sentí alegre al llegar a la otra orilla.
Ahora en pos de una tierra mejor. ¡Vano Presagio!
¿Quiénes eran los contendientes, qué guerra libraban,
Cuyo salvaje pisoteo hollaría así el húmedo
Terreno y lo convertiría en una charca? Sapos en un aljibe envenenado,
O gatos salvajes en una jaula de hierro candente.

XXIII
Así debió haberse visto la batalla en aquel claro talado.
¿Qué los acorraló allí, con toda la planicie a su disposición?
No había huellas que condujeran hacia aquellos hórridos maullidos,
Nada salvo eso. Loco brebaje elaborado para que
Sus cerebros piensen, sin duda, como los de los galeotes que el Turco
Enfrenta para divertirse, Cristianos contra Judíos.

XXIV
¡Y más que eso - un estadio más adelante- por qué, ahí!
¿Para qué maléfico uso serviría ese mecanismo, esa rueda,
O freno, no rueda- esa trilla lista para devanar
Cuerpos de hombres como si fuesen seda? Con todo el aspecto
De la herramienta de Tophet, abandonada inadvertidamente en la tierra,
O traída para afilar sus enmohecidos dientes de acero.

XXV
Luego vino un tramo de tierra llena de tocones, otrora un bosque,
Después una ciénaga, o así parecía, y entonces sólo tierra
Desesperada y abandonada (al igual que un tonto halla regocijo,
Hace una cosa y luego la estropea, hasta que su ánimo
¡Cambia y entonces se marcha!) durante un cuarto de acre-
Lodo, arcilla y grava, arena y sombría desolación negra.

XXVI
Ora inflamadas erupciones, de colores vivos y horrendos,
Ora terrenos donde la aridez del suelo
Se volvía moho o una sustancia como forúnculos;
Y apareció un roble paralítico, con una hendidura en él
Como una boca angustiada que resquebraja su corteza
Boqueando a la muerte, y muriendo mientras se repliega.

XXVII
¡Y tan lejos como siempre del final!
Nada en la distancia salvo la noche, nada
¡Hacia dónde dirigir mis pasos! Mientras lo pensaba,
Un gran pájaro negro, el íntimo amigo de Apollyon,
Pasó volando, sin batir sus amplias alas de pluma de dragón
Que rozaron mi gorro- quizá era la guía que yo buscaba.

XXVIII
Pues, mirando hacia arriba, de alguna manera me di cuenta,
A pesar del ocaso, de que la llanura había cedido su lugar
En derredor a las montañas- por honrar con semejante nombre
A los feos y apenas cerros y montículos que tapaban la vista.
Cómo de tal modo me habían sorprendido, - acláralo, ¡Tú!
Cómo salir de ellos no estaba muy claro.

XXIX
Sin embargo, una parte de mí pareció descubrir algún truco
malévolo que me aconteció, Dios sabe cuándo-
En alguna pesadilla tal vez. Aquí terminaba, entonces,
Seguir por ese camino. Cuando, en el preciso momento
De darme por vencido una vez más, escuché un chasquido
¡Como el de una trampa al cerrarse- te hallas en la guarida!

XXX
Como en una llamarada comprendí todo súbitamente,
¡Éste era el lugar! Esas dos colinas a la derecha,
Agazapadas como dos toros con las astas trabadas en pelea;
Mientras a la izquierda, una alta y trasquilada montaña… So tonto,
Viejo senil, dormitando justo ahora¡
Tras pasar una vida adiestrándote para verla!

XXXI
¿Qué se asentaba en el medio sino la Torre misma?
La redondeada torreta achaparrada, ciega como el corazón del loco,
Construida en piedra parda, sin parangón
En el mundo entero. El burlón elfo de la tempestad
Señala con el dedo al marinero, de este modo, el ser invisible
Le ataca, solamente cuando el navío zarpa

XXXII
¿No ves? ¿Acaso por la noche?- por qué, el día¡Regresó para eso! Antes de irse,
El moribundo ocaso ardió en una fisura;
Las colinas, como gigantes en cacería, yacen
Con la barbilla en mano, para ver la caza acorralada-
"¡Ahora apuñala, y termina con la criatura- hasta el mango!"

XXXIII
¿No escuchas? ¡Si hay ruido por todas partes! El tañido
creciente de una campana. Escuchaba
Los nombres de todos los aventureros desaparecidos, mis pares-
Cómo tal era fuerte, y cual valeroso,
Y el otro afortunado, sin embargo, cada uno de ellos de tiempos pasados
¡Perdidos, Perdidos! En un momento tocaba a muerto por años de tristeza

XXXIV
Ahí se encontraban, alineados a lo largo de las faldas de las colinas, reunidos
Para verme por última vez, un marco viviente
¡Para un cuadro más! En un lienzo en llamas
Les vi y les reconocí a todos. Y sin embargo,
Impávido, llevé a mis labios el cuerno,
Y toqué. "El noble Roland ha llegado a la Torre Oscura".





El último paseo a caballo juntos. 


I.
Dije: "Entonces, amor mío, ya que es así,
ya que sé al fin cuál es mi destino,
ya que de nada sirve mi amor,
ya que mi vida ha fracasado en todo,
ya que se ha de cumplir lo que está escrito,
¡todo mi corazón se dispone a bendecir
tu nombre con gratitud y orgullo!
Toma la esperanza que me diste:
tan sólo pido que el recuerdo quede
y también, si no me lo reprochas,
tu consentimiento para dar juntos un último paseo.

II.
Inclino la frente mi señora;
esos ojos negros por donde asoma el orgullo
cuando quisiera por ellos la piedad hablar,
congelaron mi aliento por instantes
con la vida o la muerte en la balanza: ¡Acepto!
Volvió la sangre a circular de nuevo;
al menos no era en vano mi último deseo:
estaremos juntos yo y mi señora,
suspiro y paseo, uno junto al otro,
y así un día más conoceré la gloria.
¿Quién sabe? Puede el mundo acabar esta noche.

III.
¡Silencio! Si vieras por poniente alguna nube
de senos abultados, colmada además
de tantas bendiciones -de la luna,
del sol y las estrellas de la noche-,
y si tú de ello, la más dulce y hermosa,
te volvieras consciente, atraería tu pasión
hacia ti, muy cerca, cada vez más cerca,
al ocaso y las nubes, a la luna y los astros,
hasta fundirse la carne en la luz del cielo.
Se inclinó y se detuvo -¡miedo y alegría!-
y por un instante se apoyó en mi pecho.

IV.
Comenzamos entonces el paseo. Se deshacía
mi alma como sellado pergamino
que se agita y vuela con el viento.
Ya quedan atrás pasadas esperanzas.
¿Por qué luchar con una vida errada?
Si hubiera dicho esto, si hubiera hecho lo otro,
podría haber ganado o bien perdido.
¿Me habría amado? De igual manera,
-¿quien lo sabe?- ¡podría haberme odiado!
¿Dónde estaría ahora de ocurrir lo peor?
Entre tanto, ella y yo seguimos cabalgando.

V.
¿Sólo yo fracasé en palabras y actos?
¿A quién el triunfo su esfuerzo recompensa?
Seguimos cabalgando; sentía mi espíritu volar,
veía otras regiones y ciudades nuevas
mientras pasaba el mundo a nuestros lados.
Pensé que todo esfuerzo, por pequeño que sea,
puede el fracaso hacer que se ennoblezca.
Contempla el final de una obra y contrasta
lo poco hecho con la vastedad de lo no hecho,
¡este presente con el pasado esperanzado!
Esperaba que me amara; ahora cabalgamos.

VI
¿Cuándo mente y mano se pusieron de acuerdo?
¿Qué corazón supo aunar el proyecto y la acción?
¿Qué acto probó que había tras él un pensamiento?
¿Qué deseo sintió el consuelo del cuerpo?
Cabalgamos y veo que su pecho jadea.
Muchas coronas compensan al que triunfa.
Diez líneas, ¡una vida de entrega en cada una!
Se clavó la bandera sobre un montón de huesos,
¡la hazaña de un soldado! ¿Quién responde?
Graban su nombre en los muros del templo.
Con su consentimiento, es mejor mi paseo.

VII.
¿Qué significa, poeta, todo esto? Bien,
cierto es que late tu espíritu con ritmo
y que sólo hablas de aquello que sentimos;
dijiste que te ocupan las cosas más hermosas
y que en versos acompasados las ordenas.
Es algo, incluso es mucho, pero, entonces,
¿está en tus manos lo mejor para el hombre?
¿Estás tú, pobre, enfermo, viejo antes de tiempo,
un poco más cerca de lo sublime
que nosotros, que nunca hicimos versos?
¡Qué alegría cabalgar! Canto y sigo cabalgando.

VIII.
Y tú, gran escultor, que al Arte como esclavo
entregaste veinte años enteros de tu vida
¡y luego desviamos de tu Venus la mirada
para ver la muchacha que vadea el arroyo!
Si tú consientes, ¿cómo voy a oponerme?
Y tú, músico, que lentamente has encanecido
con tus notas, ajeno y mudo a todo lo demás,
recibes de tu amigo este único elogio:
"¡Qué grandeza persiguen los compases de tu ópera,
pero ya sabes cómo acaban las modas de la música!"
Entregué mi juventud; pero ahora nosotros cabalgamos.

IX
¿Quién en verdad conoce su bien? Si el hado
nos hubiera bendecido, si yo hubiera aceptado
el compromiso, habría entregado mi ser;
mas debe uno llevar su vida más allá
morir con una felicidad sólo entrevista.
Este pie que una vez puse en la meta,
este ramo de gloria que rodea mi alma,
¿podría vislumbrarlos? ¡Prueba y juzga!
Me hundí estremeciéndome en la búsqueda.
Si es tan buena la tierra, ¿será mejor el cielo?
Ahora, ella y el cielo están más allá de este paseo.

X.
Y, sin embargo, ¡ella apenas ha hablado!
Y si el cielo fuera eso, la fuerza y la belleza
que da la juventud y mirar únicamente
donde brotan las flores primeras de la vida,
¿seguiríamos viviendo así para siempre?
¿Y si seguimos cabalgando, nosotros dos,
con la vida antigua y nueva, eternamente,
con algunos cambios pero no esenciales,
hecho el instante eternidad,
y probando el cielo que ella y yo cabalgamos,
cabalgamos juntos, cabalgamos para siempre?





Encuentro nocturno.


El mar gris y la extensa tierra negra;
La medialuna grande, baja y amarillenta;
Las atemorizadas olas breves que saltan
Desde su sueño en encendidos círculos,
Mientras gano la cala con impulsiva proa
Y sofoco su marcha en la arena fangosa.

Una milla de cálida playa fragante, luego;
Tres campos que cruzar hasta ver una granja;
Un toque en el cristal, el rápido raspado
Y el borbotón azul de un fósforo encendido,
Y una voz menos fuerte —debido a gozo y miedo—
Que los dos corazones golpeando al unísono.





Despedida matutina.


Al rodear el cabo de prono vino el mar,
Y el sol examinó la silueta del monte:
Allí estaba un camino de oro para él,
Y el deseo de un mundo de hombres para mí.





Evocación de casa, desde lejos.


¡Ah, estar en Inglaterra
Ahora que allí es abril:
Quienquiera que despierta en Inglaterra
Ve una mañana, sin saberlo,
Que en las ramas más bajas y el fajo de maleza
Junto a los troncos de olmo ya salen hojas nuevas,
Mientras canta el pinzón en la rama del huerto
En Inglaterra, ahora!
Y tras abril, cuando entra el mes de mayo

Y el capirote y el vencejo anidan,
¡Escucha!, allí en el seto, donde el peral florido
Se inclina hacia los campos y esparce sobre el trébol
Las flores y el rocío —en el ramo curvado—,
Llega el sabio zorzal; repite cada canto
A fin de que no pienses que no podrá acordarse
De su primer impulso, hermoso y descuidado,
Aunque los campos luzcan con escarcha
Y se alegren al ver que despiertan de nuevo al mediodía
Las flámulas, tesoro de los niños,
Más brillantes, con mucho, que la flor tan chillona del melón.





Pinturas antiguas en Florencia.


I
La primera mañana de marzo en que truena
la anguila da un salto en el agua, eso dicen;
cuando yo me asomé por el arco de áloe
de la entrada a la villa, en tibio día de marzo,
rayo alguno brillaba, ni retumbaba el trueno
allá abajo en el valle, en donde blanca y ancha,
lavada por el oro acuoso matutino
Florencia se extendía por toda la ladera.

II
El puente y el río, las plazas y las calles
ante mí se ofrecían; estaban a mi alcance
a través del translúcido baño de aire vivo
cual si fueran visiones de bola de cristal.
Y de cuanto yo vi, y de cuanto alabé,
lo más digno de encomio y más bello a la vista
fue ese asombroso campanario de Giotto.
Pero, ¿qué causó en mí más allá del asombro?

III
Dime Giotto, ¿cómo, con esa alma tuya
has podido engañarme cuando tanto te amaba?
Si bien un corazón aguanta algún desprecio,
no deja de sentir, ¡sabedlo tú y los tuyos!
La verdad, yo no sé por qué habría de importarme
el romper un silencio que a ellos les conviene;
mas la cosa resulta ya menos llevadera
cuando veo que un Giotto se une a los demás.

IV
Rodeado de olivos que estampan todo el cielo
marcando en el azul sus ramas y sus hojas
(las hojas afiladas que nunca se les caen)
por el arco de áloe solía yo asomarme
y observaba, a lo largo de las tardes de invierno,
gracias a un don que Dios a veces me concede,
en las suaves puestas de esos soles cual lunas,
quién andaba en Florencia, además de sus gentes.

V
Podían regatear, cantar, ir y venir
por placer o por lucro, los hombres de Florencia:
en verdad mi interés no se centraba en ellos
sino en las celdas huecas de la colmena humana;
en la arcada del claustro, la sala de capítulo
el ábside, transepto o nave de la iglesia;
la cripta, vislumbrada palpando y con antorcha
y la fachada alzada para que el sol la afeite.

VI
Dondequiera que un fresco se desprende y se cae,
doquiera que un contorno se debilita y mengua
hasta que en la pintura la vida se detiene,
hay Uno a quien le duele ese latir más débil,
que desea que el yeso no abandone el ladrillo
y que el color no escape del todo a la escayola.
Un león que sucumbe ante la coz de un asno:
la agraviada y gran alma de un Maestro antiguo.

VII
Ocurre que a este mundo y a todo el mal que causa
le pueden dar la espalda, seguros en la gloria,
Miguel y Rafael, en torno a cuyas obras
pululáis y zumbáis, ¡gentes de poco seso!
¿Se contraen sus ojos a la escala terrena
ahora que les es dado ver a Dios cara a cara,
y han llegado, además -espero- a ser poetas?
Dias festivos disfrutan allí, en todo caso.

VIII
¡Mucho les importáis con vuestras alabanzas!
Pero ¿podrán librarse las almas agraviadas
de un mundo en que su obra provoca gran bullicio,
donde los apodáis, gentes de poco seso,
el Viejo Maestro Tal y el Primitivo Cual,
sin caer en que Viejo da igual que Primitivo,
que un hermano más joven sucede a otro mayor
y que existió un Da Vinci porque antes hubo un Dello?

IX
Y aquí, donde podrían servir vuestros elogios
y una palabra amable, o dos, ayudarían,
según vuestra racial costumbre el mastín gruñe
y ladra una camada de caniches cachorros.
¿No habrá ni una palabra para ese Stefano
de frente prominente, en tiempos, y brillante,
a quien se conoció, por su sin par pintura,
como el Imitador de la Naturaleza?

X
Ahí tenéis al Maestro; ¡contemplad, pues, amigos,
en qué queda la obra de un hombre! La planea
la hace y perfecciona, además se disculpa
por todos sus esfuerzos, pero después, ¡sic transit!
¡Más felices trabajan los ciegos ahorrativos,
vuelto hacia arriba el ojo, ocupada la mano,
sin mirar de soslayo la moneda del otro!
Es mirar hacia abajo lo que produce vértigo.
(...)


Poemas. Elizabeth Barret Browning (1806-1861)

De mi cabello, nunca di un rizo.


De mi cabello nunca di un rizo a ningún hombre,
amado mío, salvo el que te ofrezco ahora
y, pensativamente, en toda su largura
sombría, voy ciñendo en torno de mis dedos.
Tómalo. Ya mis días de juventud pasaron;
ya al paso alborozado no tiembla mi cabello,
ni prendo en él la rosa o los brotes del mirto,
como las chicas suelen: ya sólo puede, en pálidas
mejillas, sombrear las huellas de mi llanto,
y se avezó a soltarse cuando a la frente inclinac
on su arte el dolor. Temí que las tijeras
fúnebres lo cortaran primero, y ha vencido
tu amor. Tómalo. Puro como antaño, hallarás
el beso que, al morir, en él dejó mi madre.





No me acuses, te ruego... 


No me acuses, te ruego, por la excesiva calma
o tristeza del rostro, cuando estoy a tu vera,
que hacia opuestos lugares miramos, y dorarnos
no puede un mismo sol la frente y el cabello.
Sin angustia ni duda me miras siempre, como
a una abeja encerrada en urna de cristales,
pues en templo de amor me tiene el sufrimiento
y tender yo mis alas y volar por el aire
sería un imposible fracaso, si probarlo
quisiera. Pero cuando yo te miro, ya veo
el fin de todo amor junto al amor de ahora,
más allá del recuerdo escucho ya el olvido;
como quien, en lo alto reposando, contempla
más allá de los ríos, tenderse el mar amargo.





Que ha cambiado, dijera... 


Que ha cambiado, dijera, toda la faz del mundo,
desde que oí los pasos de tu alma moverse
levemente, ¡oh, muy leves!, junto a mí, deslizándose
entre mí y aquel borde terrible de la muerte
tan clara, donde hundirme creí; mas fuí elevada
hasta el amor y pude saber un nuevo ritmo
para mecer la vida. La copa de amarguras
que Dios nos da al nacer, apuraré gustosa,
loando su dulzura, amor mío, a tu lado.
El nombre de las tierras y el del cielo se mudan
según donde estés tú o hayas de estar un día.
Y este laúd y el canto mío, que quise antaño
(los ángeles canoros bien lo saben), los quiero
sólo porque tu nombre se mezcla en lo que dicen.





Si has de amarme. 


Si has de amarme que sea solamente
por amor de mi amor. No digas nunca
que es por mi aspecto, mi sonrisa, el modo
de hablar o por un rasgo de carácter
que concuerda contigo o que aquel día
hizo que nos sintiéramos felices...
Porque, amor mío, todas estas cosas
pueden cambiar, y hasta el amor se muere.
No me quieras tampoco por las lágrimas
que compasivo enjugas en mi rostro...
¡Porque puedo olvidarme de llorar
gracias a ti, y así perder tu amor!
Por amor de mi amor quiero que me ames,
para que dure amor eternamente.





Oh amor mío... amor mío... 


Oh, amor mío, amor mío, cuando pienso
que existías ya entonces, hace un año,
cuando yo estaba sola aquí en la nieve
y no vi tus pisadas ni escuché
tu voz en el silencio... Mi cadena,
eslabón a eslabón, iba midiendo
como si no pudiese verme libre
por tu posible mano... ¡Hasta beber
la prodigiosa copa de la vida!
¡Qué extraño no sentirte en el temblor
del día o de la noche, voz, presencia,
ni adivinarte en esas flores blancas!
Yo era ciega lo mismo que el ateo
que no descubre a Dios al que no ve.





Dilo, dilo otra vez.


Dilo, dilo otra vez, y repite de nuevo
que me quieres, aunque esta palabra repetida,
en tus labios, el canto del cuclillo recuerde.
Y no olvides que nunca la fresca primavera
llegó al monte o al llano, al valle o a los bosques,
en su entero verdor, sin la voz del cuclillo.
Me saluda en las sombras, amado mío, incierta,
esa voz de un espíritu, y en mi duda angustiosa,
clamo: «¡Vuelve a decir que me quieres!» ¿Quién
teme un exceso de estrellas, aunque los cielos colmen,
o un exceso de flores ciñendo todo el año?
Di que me quieres, di que me quieres: renueva
el tañido de plata ; mas piensa, amado mío,
en quererme también con el alma, en silencio.





Aléjate de mí... aléjate de mí. 


Aléjate de mí. Pero sé bien
que desde ahora viviré a tu sombra.
Nunca más, asomada a los umbrales
de mi reino interior, podré regir
los impulsos del alma, ni como antes
serenamente levantar la mano
frente al alba, olvidando mi renuncia:
el temblor de tu mano entre las mías.
Entre los dos pondrá el Destino un mundo,
pero en mí latirá tu corazón.
Estarás en mi vida y en mis sueños
como el sabor de la uva está en el vino.
Rogando por mí a Dios, oirá tu nombre,
y en mis ojos verá también tus lágrimas.





¿Es verdad que de estar muerta...? 


¿Es verdad que de estar muerta sintieras
menos vida en ti mismo sin la mía?
¿Que no brillara el sol lo mismo que antes
sabiéndome en la noche del sepulcro?
¡Qué estupor, amor mío, cuando vi
en tu carta todo eso! Yo soy tuya...
Pero... ¿tanto te importo? ¿Cómo puedo
servirte vino con mi mano trémula?
Renunciaré a los sueños de la muerte
volviendo a las miserias del vivir.
¡Ámame, amor, tu soplo resucita!
Otras cambiaron por amor su rango,
y yo por ti el sepulcro, la dulzura
celestial por la tierra aquí contigo.





Catalina a Camoens.


Al morir mientras él se encuentra en el extranjero
y aludiendo a los versos en los que el poeta
se refería a su dulce mirar.

No entrarás por esta puerta
que contemplo sin cesar.
¡Adiós! Se va la esperanza,
viene la muerte, no tú.
Ven, amor mío,ven a cerrar
estos ojos que llamaste
los de más dulce mirar.

Cuando oía tu canción
en antiguas primaveras
,olvidando otros elogios
sólo escuchaba los tuyos,
y repetía
el corazón:
Benditos sean mis ojos
si le parecen tan dulces.

Todo cambia y esta tarde
baña un sol frío la puerta.
¿Susurrarías ahora
igual que antes: Te amo mucho...
cuando la muerte
nubla triunfal
los ojos que ayer llamaste
los de más dulce mirar?

Si estuvieras a mi lado
junto a la cama en que muero,
aunque antaño desdeñaste
su hermosura, sé que ahora
los llamarías
siendo veraz,
por el amor que hay en ellos,
los de más dulce mirar.

Y si entonces los mirases
y ellos te viesen a ti,
todo su brillo perdido
volverían a tener.
Por el amor
y de verdad
fueran belleza radiante
los de más dulce mirar.

Pero, ay, que sólo me vesc
on ojos de enamorado
como una leve sonrisa
soñando tras abanicos;
y así repites
sin saber más
en tus serenos ensueños:l
os de más dulce mirar.

Mientras el alma se sale
de mi cuerpo lento y pálido,
siempre ansioso por oír
estas palabras de amor,
¡oh, mi poeta,
ven a mí ya!
Tardío amor, ven, son tuyos
los de más dulce mirar.

Poeta mío, profeta,
al alabar su dulzura,
¿es que no viste que está
apagándose su luz?
¿Es que no viste
que ya jamás
devolvería la tumba
los de más dulce mirar?

Silencio. Sólo se escucha
el surtidor en el patio,
cae el agua sobre el mármol
como cae el corazón
desde el suspiro
hasta la muerte,
muerte que anuncia su triunfo
sobre los ojos más dulces.

¿Vendrás? Me siento muy sola,
todo es amargo a mi lado,
y tu voz, amado mío,
no me despierta los párpados.
Ha muerto amor,
llorad, llorad,
junto al ciprés si es que fuisteis
los de más dulce mirar.

Sonaba el ángelus, cerca
de aquel convento paseábamos
y los coros atraían
los ángeles al coloquio.
Veía el cielo
el alma audaz.
Sonreíste. ¿Es eso impuro,
los de más dulce mirar?

Al pasar en tu caballo
y ver tras la celosía
de aquel palacio otro rostro
que no es el rostro de siempre,
¿en un murmullo
repetirás:
Desde aquí me contemplasteis,
los de más dulce mirar?

Cuando las damas en torno
de tu guitarra te digan:
Canta, poeta, los versos
de la dama que murió,
¿entre las lágrimas,
no fingirás
entonando la canción
de la del dulce mirar?

¡Oh, melodiosas palabras
muchas veces repetidas!
Entre todas tus canciones
la mejor ésta será,
la escucha el alma
una vez más
entre el ruido de este mundo...
Los de más dulce mirar.

El clérigo va a rezar,
el coro está de rodillas,
otras músicas solemnes
el alma pronto oirá.
¡Oh, miserere,oh, ten piedad!
Ya no será Catalinala
de más dulce mirar.

Guarda esta cinta que es mía
(me la quité del cabello),
y cuando llores sobre ella
no te sentirás tan solo,
pues desde el cielo
yo sin cesar
en ti posaré estos ojos,
los de más dulce mirar.

Pero ahora, cuando aún
estoy aquí, brillan más;
tú, amor mío, echa en olvido
todo lo que es mi pasado:
estas palabras
dedicarás
a otra más bella que yo:
la de más dulce mirar.

Pero, ¿qué hacéis, ojos míos?
Sois desleales si el llanto
dejáis caer por el bien
de su esperanza y su vida.
Sería indigno
para el mortal
que un llanto ruin enturbiara
los de más dulce mirar.

Velaré por su futuro,
bendeciré su esplendor;
quiero que cante a otros ojos
de mirar mucho más dulce.
Que los proteja
su ángel guardián,
y que sean para él
los de más dulce mirar.





¿De qué modo te quiero? 


¿De qué modo te quiero? Pues te quiero
hasta el abismo y la región más alta
a que puedo llegar cuando persigo
los límites del Ser y el Ideal.
Te quiero en el vivir más cotidiano,
con el sol y a la luz de una candela.
Con libertad, como se aspira al Bien;
con la inocencia del que ansía gloria.
Te quiero con la fiebre que antes puse
en mi dolor y con mi fe de niña,
con el amor que yo creí perder
al perder a mis santos... Con las lágrimas
y el sonreír de mi vida... Y si Dios quiere,
te querré mucho más tras de la muerte





Pensé una vez como había Teócrito...


Pensé una vez cómo había Teócrito cantado
los dulces años, los queridos y añorados años
que parecen traer en sus manos
una ofrenda distinta para cada mortal;
y mientras así cavilaba en su idioma antiguo,
vi, en gradual visión entre mis lágrimas,
los dulces, tristes años, melancólicos años,
los de mi propia vida que a su paso arrojaron
su sombra sobre mí. Y al llorar ví enseguida
cómo tras de mí una mística forma
cogiéndome del cabello me llevaba hacia atrás;
y mientras me debatía una voz dijo autoritaria:
"Adivina quien te sostiene". "La muerte", dije. Pero, entonces,
sonó la respuesta deslumbrante... "No la muerte sino el amor".





¡Mis cartas! Papel muerto... 


¡Mis cartas! Papel muerto... mudo y blanco...
Y no obstante palpitan esta noche
en mis trémulas manos cuando aflojo
la cinta y caen sobre mis rodillas.
Ésta decía: Dame tu amistad...
Ésta fijaba un día en primavera
para tocar mi mano... casi nada,
¡pero cuánto lloré! Ésta... un papel...
decía: Te amo, y yo me estremecí
como si Dios rasgase mi pasado.
Ésta, Soy tuyo... pálida la tinta
por estar junto a un pecho tumultuoso.
Y esta última... ¡oh, amor!, no fuese digna
de lo que dices si lo repitiera.





Y no obstante el amor, por ser amor. 


Y no obstante el amor por ser amor
es bello. Igual llamea reluciente
un gran templo y la hierba. El mismo fuego
arde quemando el cedro y la cizaña.
Y el amor es un fuego; y cuando digo
te quiero, oh Dios, te quiero, ante tus ojos
me transfiguro en esplendor y siento
mi cara centelleante que deslumbra.
En el amor no puede haber ruindad
aunque amen los más ruines de los seres,
que cuando aman a Dios Él los acepta.
Y en la apariencia ruin de lo que soy
refulge el sentimiento y purifica
por ser fruto de amor lo que es de carne.


El soldado. Rupert Brooke (1887-1915)

Si muero, piénsenme sólo así:
Que un rincón de un campo lejano
por siempre Inglaterra es. Habrá ahí,
en esa buena tierra escondido, un polvo mejor.
Polvo a quien Inglaterra llevó, formó, iluminó,
dio, una vez, sus flores para amar, caminos que vagar
:Un cuerpo de Inglaterra, que aire inglés respiró,
bañado por las aguas, bendito por los soles de su hogar.

Y piensen, este corazón, libre de todo mal,
un pulso en la mente eterna, nada menos
corresponde en algún lugar a los pensamientos de Inglaterra:
Sus paisajes y sonidos; sueños de días plenos;
y risa de amigos, contagiada; y tranquilidad,
de corazones en paz, bajo un cielo inglés.


El barril de Amontillado. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Lo mejor que pude había soportado las mil injurias de Fortunato. Pero cuando llegó el insulto, juré vengarme. Vosotros, que conocéis tan bien la naturaleza de mi carácter, no llegaréis a suponer, no obstante, que pronunciara la menor palabra con respecto a mi propósito. A la larga, yo sería vengado. Este era ya un punto establecido definitivamente. Pero la misma decisión con que lo había resuelto excluía toda idea de peligro por mi parte. No solamente tenía que castigar, sino castigar impunemente. Una injuria queda sin reparar cuando su justo castigo perjudica al vengador. Igualmente queda sin reparación cuando esta deja de dar a entender a quien le ha agraviado que es él quien se venga.

Es preciso entender bien que ni de palabra, ni de obra, di a Fortunato motivo para que sospechara de mi buena voluntad hacia él. Continué, como de costumbre, sonriendo en su presencia, y él no podía advertir que mi sonrisa, entonces, tenía como origen en mí la de arrebatarle la vida. Aquel Fortunato tenía un punto débil, aunque, en otros aspectos, era un hombre digno de toda consideración, y aun de ser temido. Se enorgullecía siempre de ser un entendido en vinos. Pocos italianos tienen el verdadero talento de los catadores. En la mayoría, su entusiasmo se adapta con frecuencia a lo que el tiempo y la ocasión requieren, con objeto de dedicarse a engañar a los millionaires ingleses y austríacos. En pintura y piedras preciosas, Fortunato, como todos sus compatriotas, era un verdadero charlatán; pero en cuanto a vinos añejos, era sincero. Con respecto a esto, yo no difería extraordinariamente de él. También yo era muy experto en lo que se refiere a vinos italianos, y siempre que se me presentaba ocasión compraba gran cantidad de éstos.

Una tarde, casi al anochecer, en plena locura del Carnaval, encontré a mi amigo. Me acogió con excesiva cordialidad, porque había bebido mucho. El buen hombre estaba disfrazado de payaso. Llevaba un traje muy ceñido, un vestido con listas de colores, y coronaba su cabeza con un sombrerillo cónico adornado con cascabeles. Me alegré tanto de verle, que creí no haber estrechado jamás su mano como en aquel momento.

—Querido Fortunato —le dije en tono jovial—, este es un encuentro afortunado. Pero ¡qué buen aspecto tiene usted hoy! El caso es que he recibido un barril de algo que llaman amontillado, y tengo mis dudas.
—¿Cómo? —dijo él—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible! ¡Y en pleno Carnaval!
—Por eso mismo le digo que tengo mis dudas —contesté—, e iba a cometerla tontería de pagarlo como si se tratara de un exquisito amontillado, sin consultarle. No había modo de encontrarle a usted, y temía perder la ocasión.
—¡Amontillado!
—Tengo mis dudas.
—¡Amontillado!
—Y he de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero como supuse que estaba usted muy ocupado, iba ahora a buscar a Luchesi. El es un buen entendido. El me dirá...
—Luchesi es incapaz de distinguir el amontillado del jerez.
—Y, no obstante, hay imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted.
—Vamos, vamos allá.
—¿Adónde?
—A sus bodegas.
—No mi querido amigo. No quiero abusar de su amabilidad. Preveo que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. Vamos.
—No, amigo mío. Aunque usted no tenga compromiso alguno, veo que tiene usted mucho frío. Las bodegas son terriblemente húmedas; están materialmente cubiertas de salitre.
—A pesar de todos, vamos. No importa el frío. ¡Amontillado! Le han engañado a usted, y Luchesi no sabe distinguir el jerez del amontillado.

Diciendo esto, Fortunato me cogió del brazo. Me puse un antifaz de seda negra y, ciñéndome bien al cuerpo mi roquelaire, me dejé conducir por él hasta mi palazzo. Los criados no estaban en la casa. Habían escapado para celebrar la festividad del Carnaval. Ya antes les había dicho que yo no volvería hasta la mañana siguiente, dándoles órdenes concretas para que no estorbaran por la casa. Estas órdenes eran suficientes, de sobra lo sabía yo, para asegurarme la inmediata desaparición de ellos en cuanto volviera las espaldas. Cogí dos antorchas de sus hacheros, entregué a Fortunato una de ellas y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos por el abovedado pasaje que conducía a la bodega. Bajé delante de él una larga y tortuosa escalera, recomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Llegamos, por fin, a los últimos peldaños, y nos encontramos, uno frente a otro, sobre el suelo húmedo de las catacumbas de los Montresors. El andar de mi amigo era vacilante, y los cascabeles de su gorro cónico resonaban a cada una de sus zancadas.

—¿Y el barril? —preguntó.
—Está más allá —le contesté—. Pero observe usted esos blancos festones que brillan en las paredes de la cueva.
Se volvió hacia mí y me miró con sus nubladas pupilas, que destilaban las lágrimas de la embriaguez.
—¿Salitre? —me preguntó, por fin.
—Salitre —le contesté—. ¿Hace mucho tiempo que tiene usted esa tos?
—¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem! ¡Ejem!...!
A mi pobre amigo le fue imposible contestar hasta pasados unos minutos.
—No es nada —dijo por último.
—Venga —le dije enérgicamente—. Volvámonos. Su salud es preciosa, amigo mío.

Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. No debe usted malograrse. Por lo que mí respecta, es distinto. Volvámonos.
Podría usted enfermarse y no quiero cargar con esa responsabilidad. Además, cerca de aquí vive Luchesi...

—Basta —me dijo—. Esta tos carece de importancia. No me matará. No me moriré de tos.
—Verdad, verdad —le contesté—. Realmente, no era mi intención alarmarle sin motivo, pero debe tomar precauciones. Un trago de este medoc le defenderá de la humedad.
Y diciendo esto, rompí el cuello de una botella que se hallaba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije, ofreciéndole el vino.
Llevóse la botella a los labios, mirándome de soslayo. Hizo una pausa y me saludo con familiaridad. Los cascabeles sonaron.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan en torno nuestro.
—Y yo, por la larga vida de usted.
De nuevo me cogió de mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Esas cuevas —me dijo— son muy vastas.
—Los Montresors —le contesté— era una grande y numerosa familia.
—He olvidado cuáles eran sus armas.
—Un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante, cuyos dientes se clavan en el talón.
—¡Muy bien! —dijo.

Brillaba el vino en sus ojos y retiñían los cascabeles. También se caldeó mi fantasía a causa del medoc. Por entre las murallas formadas por montones de esqueletos, mezclados con barriles y toneles, llegamos a los más profundos recintos de las catacumbas. Me detuve de nuevo, esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.

—El salitre —le dije—. Vea usted cómo va aumentando. Como si fuera musgo, cuelga de las bóvedas. Ahora estamos bajo el lecho del río. Las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Venga usted. Volvamos antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero primero echemos otro traguito de medoc.

Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un trago. Sus ojos llamearon con ardiente fuego. Se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que no pude comprender. Le miré sorprendido. El repitió el movimiento, un movimiento grotesco.

—¿No comprende usted? —preguntó.
—No —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenece usted a la masonería?
—Sí, sí —dije—; sí, sí.
—¿Usted? ¡Imposible! ¿Un masón?
—Un masón —repliqué.
—A ver, un signo —dijo.
—Este —le contesté, sacando de debajo de mi roquelaire una paleta de albañil.
—Usted bromea —dijo, retrocediéndo unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
—Bien —dije, guardando la herramienta bajo la capa y ofreciéndole de nuevo mi brazo.
Apoyóse pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado.

Pasamos por debajo de una serie de bajísimas bóvedas, bajamos, avanzamos luego, descendimos después y llegamos a una profunda cripta, donde la impureza del aire hacía enrojecer más que brillar nuestras antorchas. En lo más apartado de la cripta descubríase otra menos espaciosa. En sus paredes habían sido alineados restos humanos de los que se amontonaban en la cueva de encima de nosotros, tal como en las grandes catacumbas de París. Tres lados de aquella cripta interior estaban también adornados del mismo modo. Del cuarto habían sido retirados los huesos y yacían esparcidos por el suelo, formando en un rincón un montón de cierta altura. Dentro de la pared, que había quedado así descubierta por el desprendimiento de los huesos, veíase todavía otro recinto interior, de unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y con una altura de seis o siete. No parecía haber sido construido para un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que las circundaban.

En vano, Fortunato, levantando su antorcha casi consumida, trataba de penetrar la profundidad de aquel recinto. La débil luz nos impedía distinguir el fondo.

—Adelántese —le dije—. Ahí está el amontillado. Si aquí estuviera Luchesi...
—Es un ignorante —interrumpió mi amigo, avanzando con inseguro paso y seguido inmediatamente por mí.

En un momento llegó al fondo del nicho, y, al hallar interrumpido su paso por la roca, se detuvo atónito y perplejo. Un momento después había yo conseguido encadenarlo al granito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies. Rodear su cintura con los eslabones, para sujetarlo, fue cuestión de pocos segundos. Estaba demasiado aturdido para ofrecerme resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo del recinto.

—Pase usted la mano por la pared —le dije—, y no podrá menos que sentir el salitre.
Está, en efecto, muy húmeda. Permítame que le ruegue que regrese. ¿No? Entonces, no me queda más remedio que abandonarlo; pero debo antes prestarle algunos cuidados que están en mi mano.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había salido aún de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.

Y diciendo estas palabras, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Apartándolos a un lado no tarde en dejar al descubierto cierta cantidad de piedra de construcción y mortero. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta, empecé activamente a tapar la entrada del nicho. Apenas había colocado al primer trozo de mi obra de albañilería, cuando me di cuenta de que la embriaguez de Fortunato se había disipado en gran parte. El primer indicio que tuve de ello fue un gemido apagado que salió de la profundidad del recinto. No era ya el grito de un hombre embriagado. Se produjo luego un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Y oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. El ruido se prolongó unos minutos, durante los cuales, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó, por fin, aquel rechinamiento, cogí de nuevo la paleta y acabé sin interrupción las quinta, sexta y séptima hiladas. La pared se hallaba entonces a la altura de mi pecho. De nuevo me detuve, y, levantando la antorcha por encima de la obra que había ejecutado, dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en el interior.

Una serie de fuertes y agudos gritos salió de repente de la garganta del hombre encadenado, como si quisiera rechazarme con violencia hacia atrás. Durante un momento vacilé y me estremecí. Saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Pero un momento de reflexión bastó para tranquilizarme. Puse la mano sobre la maciza pared de piedra y respiré satisfecho. Volví a acercarme a la pared, y contesté entonces a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y los vencí en extensión y fuerza. Así lo hice, y el que gritaba acabó por callarse.

Ya era medianoche, y llegaba a su término mi trabajo. Había dado fin a las octava, novena y décima hiladas. Había terminado casi la totalidad de la oncena, y quedaba tan sólo una piedra que colocar y revocar. Tenía que luchar con su peso. Sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria. Pero entonces salió del nicho una risa ahogada, que me puso los pelos de punta. Se emitía con una voz tan triste, que con dificultad la identifiqué con la del noble Fortunato. La voz decía:

—¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Buena broma, amigo, buena broma! ¡Lo que nos reiremos luego en el palazzo, ¡je, je, je! a propósito de nuestro vino! ¡Je, je, je!
—El amontillado —dije.
—¡Je, je, je! Sí, el amontillado. Pero, ¿no se nos hace tarde? ¿No estarán esperándonos en el palazzo Lady Fortunato y los demás? Vámonos.
—Sí —dije—; vámonos ya.
—¡Por el amor de Dios, Montresor!
—Sí —dije—; por el amor de Dios.
En vano me esforcé en obtener respuesta a aquellas palabras. Me impacienté y llamé en alta voz:
—¡Fortunato!
No hubo respuesta, y volví a llamar.
—¡Fortunato!

Tampoco me contestaron. Introduje una antorcha por el orificio que quedaba y la dejé caer en el interior. Me contestó sólo un cascabeleo. Sentía una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar mi trabajo.

Con muchos esfuerzos coloqué en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Volví a levantar la antigua muralla de huesos contra la nueva pared. Durante medio siglo, nadie los ha tocado. ¡In pace requiescat!