sábado, 1 de junio de 2024

Por la noche yacíamos sobre el césped. Lord Alfred Tennyson (1809-1892)

Por la noche yacíamos sobre el césped,
Pues debajo la hierba era seca y cálida;
Y a través del cielo una bruma plateada
Se anticipaba al verano, en calma,
Permitiendo que los cirios ardan inquebrantables:
No se escuchaba el canto de los grillos,
Y sólo se oyó el murmullo de un arrollo lejano,
Y sobre la urna el débil aleteo
De los murciélagos en los fragantes cielos,
Girando brillantes en delicadas formas
Que surgen durante el crepúsculo,
Envueltos en capas oscuras;
Con pechos hirsutos y perlados ojos.

Mientras cantábamos viejas baladas que sonaron
De colina en colina, donde cómodos yacíamos,
La blanca becerra resplandeció, y los árboles
Rodearon el campo con sus oscuros brazos.

Pero cuando los otros, uno por uno,
Huyeron de mí y de la Noche,
Cuando en la casa, una por una,
Las luces se apagaron, yo permanecí solo.

El hambre asaltó mi corazón, Leí;
Sobre aquellos felices años que una vez fueron,
En las hojas marchitas que conservaban su verdor,
Las nobles letras de los muertos.

Extrañamente, sobre el silencio brotaron
Las mudas letras parlantes, y extraño
Fue el lamento desafiante de las palabras
Que probaban su valor. Entonces, oh prodigio: habló.

Habló de la Fe, el Vigor, el Valor de detenerse
Donde la duda impulsa la espalda del cobarde,
Y pronunció agudos enigmas que sugerían,
Que atraían hacia la intimidad de su celda.

Entonces, palabra a palabras, línea tras línea,
El hombre muerto me tocó desde el pasado,
Y todo al mismo tiempo me pareció
Que el alma viviente fue reflejada en mí.

Allí mi alma fue herida, girando
Sobre las empíreas alturas del pensamiento,
Llegando hasta aquello que es, atrapando
Las hondas pulsaciones del mundo.

Una melodía antigua que medía
Los pasos del tiempo, los golpes de la fortuna,
El soplo de la Muerte. Lentamente, mi trance
Fue diluyéndose, aferrada a la penosa duda.

¡Vagas palabras! Pero cuán difícil es
Darles forma, moldearlas en el discurso,
Que duro es para el intelecto hurgar
En la memoria de lo que me convertí.

Hasta ahora, el dudoso crepúsculo revela
Las colinas una vez más, donde cómodos yacíamos,
Donde la blanca becerra resplandecía, y los árboles
Rodeaban el campo con sus oscuros brazos.

Aspirada desde las tinieblas lejanas,
La brisa comenzó a temblar sobre
Las grandes hojas del sicomoro,
Penetrando todo con su inmóvil fragancia.

Reuniéndose sobre las frescas bóvedas,
Sacudió las ramas de los olmos, y pasó
Sobre las rosas abatidas; y agitó
Los lirios de un lado a otro, diciendo:

El Alba, el Amanecer. Y murió lejos.
El este y el oeste, sin un hálito de aliento,
Mezclaron sus tenues luces, como la vida y la muerte,
Para esculpir un día que jamás tendrá fin.


Que los muertos descansen en paz. Kaspar Von Stieler (1632-1707)

Muere, Filidor
¿por qué no has muerto por tu deseo?
El coro de promesas de las musas
anunciaba herederos a tu nombre,
aunque pensara Florilis
que ninguno lloraría por ti.
Florilis, seguramente,
reirá con tu muerte;
y, de seguro,
contará bromas
sobre tu ataúd
y saltará, vitoreará
y cantará sobre tu tumba.
Si alguien menciona tu nombre,
tras tu muerte,
como, cuando o donde sea,
ella se burlará sobre tu lápida,
ella misma estremecerá tus roídos huesos.
Mas, orgullosa niña,
no imagines
que así te dejaré ir.
Un rostro espectral,
similar al mío, te atormentará;
te perseguirá mi espectro e irá al lecho contigo.
Un sueño opresivo
te despertará a menudo.
Penosamente creerás cómo entonces puedo asustarte:
Haré tu vida miserable con lamentos y golpes.
Si por la mañana te encontraran heridas,
dirás que te las hice para vengarme.
Si caes enferma
te atormentaré en tus pensamientos.
Conviene entonces te corrijas
mientras aún hay tiempo para ello.
Si me desvaneces en las vaporosas aguas del Aquerón
no tendrá sentido quejarse
cuando mi fantasma te atormente.


Si la muerte es amable. Sara Teasdale (1884-1933)

Si la muerte es amable, y puede que haya un retorno,
volveremos a la tierra alguna noche fragante,
y tomaremos estos caminos para encontrar el mar, y girando
respirar la misma azalea, baja y blanca.

Bajaremos de noche a esas playas resonantes,
y al extenso, delicado trueno del océano,
aqui por una sola hora en la amplia luz de las estrellas
seremos felices, pues los muertos son libres.


Totalmente solo. Mary Robinson (1757-1800)

¿Por qué te has extraviado, pequeño muchacho,
En la ribera del camposanto
Tu cabello ondulado en finas rebanadas se oculta,
Tus lágrimas oscurecen el azul;
¿Por qué suspiras quedamente,
Por qué lloras, si te han dejado solo?

No te han dejado solo, muchacho,
Los viajeros se detienen al oír tu historia:
¡Ningún corazón es ajeno a ella!
Aunque la mejilla de tu madre sea pálida,
Y se marchita bajo la piedra,
No te han dejado solo.

Te conozco bien. Cabellos dorados
En ondas sedosas a menudo veía:
Tu rostro arrugado, tan fresco y plácido,
Tu risa pícara, tu aire juguetón,
Eran todo para mí, pobre huérfano,
Antes de que el Destino te abandone.

Tu abrigo rojizo se ha rasgado,
¡Tu mejilla cultiva pálidos gusanos!
Tus ojos se apagan, miran desesperados,
El pecho desnudo se encuentra con el viento fuerte;
Y a menudo escucho gemir en las profundidades
Que te han dejado solo.

Tus pies desnudos están llagados,
Aquella cruz que diariamente recorres;
Vientos invernales rugen a tu alrededor,
El camposanto es tu triste morada;
Tu almohada una gélida piedra.
Y allí eres libre de sufrir, en soledad.

La lluvia es espesa allí, nocturna;
La helada desgarra tu pecho;
Más el tejo te resguarda del cielo.
Oí el lamento de tus modestos infortunios;
Te oí, antes de la estrella de la mañana,
Llorar en la oscuridad, y llorabas solo.

A menudo te he visto
Sobre la cálida rodilla materna;
En vida fuiste su regocijo,
Y ahora su deudo.
Ella duerme bajo la joven lápida
Que proclama: te han dejado solo.

Seca tus lágrimas, sobre la colina
Tañen las campanas del pueblo;
La caña alegre, deportes recios,
Los juegos rústicos te llaman desde lejos.
¿Entonces por qué llora y suspira
Un niño solo en la multitud?

No puedo subir la escarpada colina,
No puedo cruzar el prado en la meseta;
No puedo llegar al valle
Ni oír los gritos de alegría:
Pues el mundo yace bajo una piedra
Dónde mi madre me ha dejado solo.

No puedo juntar flores
Para vestir las rosadas tertulias,
No puedo pasar las horas de la tarde
Entre la muchedumbre ruidosa;
Pues todo es oscuridad y soledad.
Mi madre duerme bajo la piedra joven.

Observa como las estrellas comienzan a brillar,
-El perro pastor ladra- Es tiempo de volver;
Zumban las filas de caza bajo el rayo de la luna,
Atisbadas desde la silueta vaga del tejo:
Blanca cae sobre el mármol,
Donde mi querida madre duerme sola.

No me retengas, pues debo partir,
El camino de la meseta es lento;
Y allí la primavera comienza a vivir,
Vistiendo el lecho de mi madre.
Solo la cuida durante el día,
Un lecho que se desmorona en soledad.

Mi padre fue llevado sobre el mar tempestuoso
Hacia extrañas tierras distantes,
Mi madre permaneció conmigo,
Barrió con llantos las noches y el frío.
Nunca dejaré esta piedra helada
Donde ella duerme en soledad.

Mi padre ha muerto, incluso allí encontré
Una madre cariñosa y amable;
Sentí su pecho extasiado
Cuando jugaba en su falda,
Ella bendijo mi tono infantil,
Y poco pensaba yo en lápidas.

Nunca más escucharé su voz,
Nunca más veré su sonrisa;
No te preguntes porqué desgarro mi corazón,
Pues ella habría muerto para seguirme.
Ahora duerme bajo el mármol,
Y yo estoy vivo, para llorar en soledad.

Ella amó a su niño juguetón,
De un alto risco fue vista al caer;
Oí de lejos el tañido de las campanas,
Parecía en vano ayudarla;
Oí el gemido desgarrador,
Un lamento por haberlo dejado solo.

Nuestro fiel perro enloqueció y murió,
El relámpago golpeó nuestra choza,
Sin morada nos quedamos,
Y supe adonde debíamos ir:
A la pobre casa de un corazón de piedra
Que nunca palpitará en los gemidos de la miseria.

Mi madre sobrevivía por mí,
Ella me condujo a la alta montaña,
Me miró, mientras allá en el árbol
Me senté y tejí entre las ramas;
Y ella me gritaba: No temas, muchacho,
No te he dejado solo.

La ráfaga sopló fuerte, el torrente se elevó
Y barrió nuestra humilde choza:
Y donde el arroyo claro fluye veloz,
Sobre el césped, al amanecer del día,
Cuando el brillante astro latía,
Yo vagué desvalido, y solo.

Pero no lo estás, muchacho, ya que he visto
Tus diminutas huellas en el rocío,
Y mientras el cielo de la mañana, sereno,
Se esparce sobre la colina,
Oí tu gemido triste y lastimero,
Junto a la fría piedra sepulcral.

Y cuando las horas del mediodía estival
Se extienden por el paisaje,
Te he visto, tejiendo flores fragantes
Para adornar el lecho silencioso de tu madre.
No solo en la piedra simple del cementerio,
Donde tu, muchacho, estás solo.

Te seguí a lo largo del valle,
Y encima del camino hacia el bosque:
Te oí contar tu historia triste
Mientras lenta moría la estrella del día:
Ni siquiera cuando su luz se desvaneció
Tu has vagado totalmente solo.

¡Oh, si! Era yo, y todavía seré
Un andariego, un peregrino desesperado;
-El mundo está vacío para mi-
¿Dónde está la belleza del rocío?
Si ella me ha dejado solo,
Durmiendo sueños de oscuridad.

Ningún hermano me llorará,
Pues no conocí ningún hermano;
Ningún amigo lamentará mi destino,
Ya que los amigos son escasos, y pocas sus lágrimas;
A nadie veré, salvo esta lápida,
Donde me quedaré eternamente solo.

Mi padre nunca volverá,
Él descansa bajo las olas verdes,
Ningún hombro amigo donde llorar
Cuando me oculto allá en la tumba:
No un para vestir con flores la piedra
Sino para existir en completa soledad.


El último deseo. Theophile Gautier (1811-1872)

Hace ya tanto tiempo que te adoro,
dieciocho años son muchos instantes.
Eres de color rosa, yo soy pálido,
yo soy invierno y tú la primavera.

Lilas blancas como en un camposanto
en torno de mis sienes florecieron,
y pronto invadirán todo el cabello
enmarcando la frente ya marchita.

Mi sol descolorido que declina
al fin se perderá en el horizonte,
y en la colina fúnebre, a lo lejos,
contemplo la morada que me espera.

Deja al menos que caiga de tus labios
sobre mis labios un tardío beso,
para que así una vez esté en mi tumba,
en paz el corazón pueda dormir.


Un sueño de muerte. Dinah Craik (1826-1887)

¿Hacia dónde navegaremos? ' - Así dijo, creí,
Una voz que sólo podría ser oída en sueños:
Y nos deslizamos sin mástil ni remos,
Un bote maravilloso sobre un espléndido mar.

De pronto la orilla se torció hacia una bahía,
Amplia, tranquila, con magníficas algas ondeando
Bajo el agua, como los pensamientos que se agitan
En el misterioso y profundo corazón de los poetas.

Tan quieta, tan justa, tan rosada en el alba
Dormía esa bahía brillante: aunque parecía respirar,
Tal vez del aire, o de las olas susurrantes,
O de aquella voz, tan cercana como la propia alma.

"Hubo un naufragio anoche". ¿Un naufragio? ¿entonces dónde
El buque, dónde la tripulación? - el mar que todo lo sepulta,
Sobre el cual no hay mandamientos ni crónicas,
Yace sobre ellos con su sonrisa de cristal.

"El naufragio ocurrió anoche". Mirando abajo,
Profundamente debajo de la superficie, advertimos
Los rostros sombríos con sus ojos abiertos
Hacia el amanecer que no podían ver.

Uno fue movido por las algas: otro se estremecía,
Los peces teñidos de rojo se deslizaban sobre su pecho;
Alguien, con el cabello flotando, se mecía silenciosamente
Sobre la aguda horquilla, como un niño.

"El naufragio ha sido" -dijo la voz melódica-
"Y todo está en paz. Los muertos, que, mientras dormíamos,
Lucharon por sus vidas, ahora descansan sin temer a la tormenta:
No lloremos sobre ellos cuando sonríen las olas".

Y navegamos sobre las arenas diamantinas,
Flores de mar brillantes, y caras blancas en una calma pedregosa,
Antes que las olas nos arrastren al mar abierto,
Y el gran sol surgió sobre el mundo.


Los pájaros. Bruno Schulz (1892-1942)

Llegaron los días de invierno, amarillos y sombríos. Un manto de nieve, raído, agujereado, tenue, cubría la tierra descolorida. La nieve no alcanzaba a ocultar del todo muchos tejados, y se podían ver, acá y allá, trozos negros o mohosos, chozas cubiertas de tablas, y las arcadas que ocultaban los espacios ahumados de los desvanes: negras y quemadas catedrales erizadas de cabríos, vigas y crucetas, pulmones oscuros de las borrascas invernales. Cada aurora descubría nuevas chimeneas, nuevos tubos brotados durante la noche, henchidos por el huracán nocturno, oscuros cañones de órganos diabólicos. Los deshollinadores no podían desembarazarse de las cornejas, que, cual hojas negras animadas de vida, poblaban por las noches las ramas de los árboles frente a la iglesia. Levantaban el vuelo, batían las alas, y acababan posándose cada una en su sitio, sobre su rama. Y al alba volaban en grandes bandadas —nubes de hollín, copos de azabache ondulantes y fantásticos—, turbando con su trémulo graznido la luz amarillenta del amanecer. Con el frío y el tedio, los días se volvieron duros como trozos de pan del año anterior. Se entraba en ellos con los cuchillos romos, sin apetito, con una somnolencia perezosa.
Mi padre no salía ya de casa. Encendía la chimenea, estudiaba la substancia jamás develada del fuego, disfrutaba del sabor salado, metálico y el olor a humo de las llamas de invierno, caricia fría de la salamandra que lame el hollín brillante de la garganta de la chimenea. En aquellos días ejecutaba con placer todas las reparaciones en las regiones superiores de la habitación. A cualquier hora del día se le podía ver acurrucado en lo alto de una escalera de tijera, arreglando algo en el cielo raso, las barras de las cortinas de las grandes ventanas, o los globos y cadenas de los candiles. Lo mismo que los pintores, se servía de la escalera como de unos enormes zancos, sintiéndose bien en esa posición de pájaro entre los parajes del techo, decorados con arabescos y aves. Se desentendía cada vez más de los asuntos prácticos de la vida. Cuando mi madre, preocupada y afligida por su estado, trataba de llevarlo a una conversación de negocios y le hablaba de los pagos del próximo mes, él la escuchaba distraído, inquieto, con una expresión ausente, en el rostro sacudido por contracciones nerviosas. A veces la interrumpía de pronto con un gesto implorante de la mano, para correr a un rincón del aposento, aplicar el oído a una juntura del suelo y escuchar, con los índices de ambos manos levantados, signo de la importancia de la auscultación. Entonces no comprendíamos aún el triste fondo de estas extravagancias, el doloroso complejo que maduraba en su interior.
Mi madre no ejercía la menor influencia sobre él; en cambio por Adela sentía gran respeto y consideración. La limpieza de la sala era para él una importante ceremonia, a la que jamás dejaba de asistir, siguiendo todos los movimientos de Adela, con una mezcla de angustia y de voluptuosidad. Atribuía a cada uno de los actos de la joven un significado más profundo, de tipo simbólico. Cuando ella, con ademanes enérgicos, pasaba el cepillo por el suelo, se sentía desfallecer. Las lágrimas brotaban de sus ojos, se le crispaba el rostro con una risa silenciosa, y sacudían su cuerpo espasmos de goce. Su sensibilidad a las cosquillas llegaba a los límites de la locura. Bastaba que Adela le apuntara con el dedo, con el gesto de hacerle cosquillas, y él presa de un pánico salvaje, atravesaba las habitaciones, cerrando tras sí las puertas, para echarse al final en una cama y retorcerse con una risa convulsiva, bajo el influjo de la sola imagen interior a la que no podía resistirse. Gracias a eso, Adela tenía sobre mi padre un poder casi ilimitado.
En aquel tiempo observamos por primera vez en él un interés apasionado por los animales. Al principio fue una afición de cazador y artista a la par, y posiblemente también la simpatía zoológica más profunda de una criatura hacía unos semejantes que tenían formas de vida diferentes: la investigación de registros del ser aún no conocidos. Sólo en su fase posterior, este aspecto adquirió un matiz extraño, complejo, profundamente vicioso y contra natura, que es mejor no exponer a la luz del día.
Aquello empezó con la incubación de huevos de aves.
Con gran derroche de esfuerzos y de dinero, mi padre había hecho llegar de Hamburgo, de Holanda y de algunas estaciones zoológicas africanas, huevos fecundados que hacía empollar a unas enormes gallinas belgas. Era también para mí una ocupación absorbente contemplar el nacimiento de los polluelos, verdaderos fenómenos por sus formas y colores.
Era imposible, viendo aquellos monstruos de picos enormes, fantásticos, que desde el nacimiento se ponían a piar a voz en cuello, silbando ávidamente desde las profundidades de su garganta; contemplando aquella especie de reptiles de cuerpo débil, desnudo, corcovado, adivinar en ellos a los futuros pavos reales, faisanes, cóndores. Colocados en cestas llenas de algodón, aquellos engendros de monstruos erguían sobre sus frágiles cuellos unas cabezas ciegas, cubiertas de albumen, graznando destempladamente con sus gargantas afónicas. Mi padre se paseaba a lo largo de las estanterías, con un delantal verde, como jardinero que inspecciona sus siembras de cactus, y extraía de la nada aquellas vesículas ciegas, en las que ya alentaba la vida, aquellos vientres torpes, incapaces de recibir del mundo exterior cualquier cosa que no fuera el alimento, conatos de vida que se erguían a tientas hacia la claridad. Unas semanas más tarde, cuando aquellos ciegos retoños se abrieron a la luz, las habitaciones se llenaron de un tumulto multicolor, del centellante gorjeo de los nuevos habitantes. Se posaban en las barras de las cortinas y en las cornisas de los armarios, anidaban en los huecos de las ramas de estaño y en los arabescos de los candiles.
Cuando mi padre estudiaba los grandes compendios ornitológicos y tenía entre las manos las láminas de colores, parecía que era de allí de donde se desprendían aquellos fantasmas emplumados, que llenaban el cuarto con su aleteo multicolor de copos de púrpura y girones de zafiro, de cobre, de plata. Cuando les daba de comer, formaban en el suelo una masa abigarrada, compacta y ondulante, una alfombra viva, que a la llegada intempestiva de alguno se desintegraba, se dispersaba en flores móviles, que batían las alas, para acabar posándose en la parte superior del aposento. Tengo especialmente grabado en la memoria un cóndor, pájaro enorme de cuello desnudo, cara arrugada y buche voluminoso. Era un asceta magro, un lama budista de imperturbable dignidad, en todo su comportamiento, que se regía por el férreo ceremonial de su alta alcurnia. Cuando inmóvil en su postura hierática de dios egipcio, con el ojo velado por una blancuzca carnosidad que cubría sus pupilas —como para encerrarse por completo en la contemplación de su soledad augusta—, estaba, con el pétreo perfil, frente a mi padre, parecía su hermano mayor. La misma materia, los mismos tendones, la piel dura y rugosa, el mismo rostro seco y huesudo, las mismas órbitas profundas y endurecidas. Hasta las manos de fuertes nudillos y largos dedos de mi padre, con sus uñas abombadas, tenían cierta analogía con las garras del cóndor. Al verlo así, dormitando, no podía sustraerme a la impresión de que tenía ante mí a una momia disecada, la momia reducida de mi padre. Creo que tal asombrosa semejanza tampoco escapó a la atención de mi madre, aunque nunca hablamos de ello. Es singular que el cóndor utilizase el mismo orinal que mi padre.
No satisfecho con incubar incesantemente nuevos especímenes, mi padre organizaba en el desván bodas de aves, enviaba casamenteros, ataba a las novias seductoras y lánguidas junto a las grietas y agujeros de la techumbre; lo que trajo por consecuencia que el enorme tejado de dos vertientes de nuestra casa se convirtiera en un verdadero albergue de aves, un arca de Noé, a la que llegaba toda clase de seres alados desde parajes lejanos.
Incluso mucho tiempo después de liquidada aquella manía avícola, subsistió en el mundo de las aves la costumbre de llegar a nuestra casa. En el período de las migraciones de primavera se abatían verdaderas nubes de grullas, pelícanos, pavos reales y otros pájaros sobre nuestros techos.
No obstante, después de un breve florecimiento, esta afición tomó un giro más bien desolador. En efecto, pronto se hizo necesario trasladar a mi padre a las dos habitaciones del desván que servían como depósito de trastos inútiles. Desde el alba salía de allí el clamor confuso de las aves. En las piezas de madera del desván, a modo de cajas de resonancia, reforzada ésta por lo bajo del techo, repercutía todo aquel alboroto, cantos y gorjeos. Así perdimos de vista a nuestro padre durante varias semanas. Bajaba muy raras veces, y entonces podíamos observar la transformación operada en él. Se le veía disminuido, encogido, flaco. A veces se levantaba de la mesa, batía distraídamente los brazos como si fueran alas y soltaba un largo gorjeo, mientras entrecerraba los ojos. Después, confuso y avergonzado, se reía con nosotros y trataba de disfrazar el incidente, haciéndolo pasar por una broma.
Una vez, durante el período de la limpieza general, Adela se presentó de súbito en el reino de las aves de mi padre. Plantada en la puerta, se llevó la mano a la nariz ante el hedor que impregnaba la atmósfera. Los montones de inmundicia cubrían el suelo y se apilaban sobre mesas y muebles. Rápidamente, con gesto decidido, abrió la ventana y con su larga escoba comenzó a agitar aquel pajarerío. Levantóse una nube infernal de plumas, alas y graznidos, a través de la cual, Adela, como frenética bacante, bailaba la danza de la destrucción. En medio de aquel estrépito, mi padre, batiendo los brazos, lleno de temor, trataba desesperadamente de emprender el vuelo. La nube de plumas se dispersó lentamente, y por último, sólo quedaron en el campo de batalla Adela, agotada y jadeante, y mi padre, con expresión de tristeza y de derrota, dispuesto a cualquier capitulación. Momentos después, mi padre descendía la escalera de su imperio. Era un hombre roto, un rey desterrado que había perdido trono y poder.


La cena. Alfonso Reyes (1889-1959)

La cena, que recrea y enamora. 
San Juan de la Cruz

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres —no sé si en las casas, si en las glorietas— que ostentaban a los cuatro vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.
Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados… No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.
De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.
Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
«Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!...»
Ni una letra más.
Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: «¡Ah, si no faltara!...», tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges de la calzada de algún templo egipcio.
La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.
Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.
—Pase usted, Alfonso.
Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar… Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta, digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta se había colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.
—¿Amalia?— pregunté.
—Sí—. Y me pareció que yo mismo me contestaba.
El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.
Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho una de aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consistió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.
A la madre tocó —es de rigor— recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.
El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.
Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y —como era natural en mujeres de espíritu fuerte— súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.
Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.
Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:
—Vamos al jardín.
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y me quedé dormido sobre el banco, bajo el emparrado.
—¡Pobre capitán! —oí decir cuando abrí los ojos—. Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.
En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció…
—Era capitán de Artillería —me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay.
Su voz temblaba.
Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y —¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire —perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín— y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.
Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.
—Espere usted —gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.
Y luego, dirigiéndose a Amalia: —Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.
—Y bien —dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones… Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.
Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?
La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:
—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor… Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!
(«¡Ah, si no faltara!»… «¡Le hará tanto bien!»)
Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato. Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.
El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.
Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz… ¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.


La nariz. Nikolái Gógol (1809-1852)

En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.
-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.
(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.
Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! -se dijo para sus adentros-. ¿Qué podrá ser?»
Metió dos dedos y sacó... ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.
-¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? -gritó con ira-. ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.
Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos.
-¡Espera, Praskovia Osipovna! Voy a dejarla de momento en un rincón, envuelta en un trapo, y luego me la llevaré.
-¡Ni hablar! ¡Enseguida voy a consentir yo una nariz cortada en mi habitación!... ¡Esperpento! Como no sabe más que darle correa a la navaja para suavizarla, pronto será incapaz de cumplir con su cometido. ¡Estúpido! ¿Crees que voy a cargar yo con la responsabilidad cuando venga la policía? ¡Fuera esa nariz! ¡Fuera! ¡Llévatela adonde quieras! ¡Que no vuelva yo a saber nada de ella!
Iván Yákovlevich seguía allí como petrificado, pensando y venga a pensar, sin que se le ocurriera nada.
-El demonio sabrá cómo ha podido suceder esto -dijo finalmente, rascándose detrás de una oreja-. ¿Volví yo borracho anoche, o volví fresco? No podría decirlo a ciencia cierta. Ahora bien, según todos los indicios, éste debe ser un asunto enrevesado, ya que el pan es una cosa y otra cosa muy distinta es una nariz. ¡Nada, que no lo entiendo!
Iván Yákovlevich enmudeció, a punto de desmayarse ante la idea de que la policía llegase a encontrar la nariz en su poder y lo empapelara.
Le parecía estar viendo ya el cuello rojo del uniforme, todo bordado en plata, la espada... y temblaba de pies a cabeza. Finalmente, agarró la ropa y las botas, se puso todos aquellos pingos y, acompañado por las desabridas reconvenciones de Praskovia Osipovna, se echó a la calle llevando la nariz envuelta en un trapo.
Tenía la intención de deshacerse del envoltorio en cualquier parte, tirándolo tras el guardacantón de una puerta cochera o dejándolo caer como inadvertidamente y torcer luego por la primera bocacalle. Lo malo era que, en el preciso momento, se cruzaba con algún conocido, que enseguida empezaba a preguntarle:
«¿A dónde vas?, o ¿a quién vas a afeitar tan temprano?», de manera que a Iván Yákovlevich se le escapaba la ocasión propicia. Una vez consiguió dejarlo caer, pero un guardia urbano le hizo señas desde lejos con su alabarda al tiempo que le advertía: «¡Eh! Algo se te ha caído. Recógelo». De modo que Iván Yákovlevich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo.
Lo embargaba la desesperación, sobre todo porque el número de transeúntes se multiplicaba sin cesar, a medida que se abrían los comercios y los puestos.
Tomó la decisión de llegarse al puente Isákievski, por si conseguía arrojar la nariz al río Neva... Pero, a todo esto, he de pedir disculpas por no haber dicho hasta ahora nada acerca de Iván Yákovlevich, persona honorable bajo muchos conceptos.
Como todo menestral ruso que se respete, Iván Yákovlevich era un borracho empedernido. Y aunque a diario afeitaba mentones ajenos, el suyo estaba eternamente sin rapar. El frac de Iván Yákovlevich (porque Iván Yákovlevich jamás usaba levita) ostentaba tantos lamparones parduzcos y grises que, a pesar de ser negro, parecía hecho de tela estampada; además tenía el cuello lustroso de mugre y unas hilachas en el lugar de tres botones. Iván Yákovlevich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovaliov solía decirle mientras lo afeitaba: «Siempre te apestan las manos, Iván Yákovlevich.» A lo que Iván Yákovlevich contestaba preguntando a su vez: «¿Y por qué han de apestarme?» El asesor colegiado insistía: «No lo sé, hombre; pero te apestan.» Por lo cual, y después de aspirar una toma de rapé, Iván Yákovlevich le aplicaba el jabón a grandes brochazos en las mejillas, debajo de la nariz, detrás de las orejas, en el cuello... Donde se le antojaba, vamos.
Nuestro respetable ciudadano se encontraba ya en el puente de Isákievski. Empezó por mirar a su alrededor, luego se asomó por encima del pretil como para ver si había muchos peces debajo del puente y arrojó disimuladamente el trapo con la nariz. Notó como si le hubieran quitado de golpe diez puds de encima: incluso esbozó una sonrisita socarrona. Y entonces, cuando en vez de marcharse a rapar mentones oficinescos se dirigía a tomar un vaso de ponche en cierto establecimiento cuyo rótulo decía «Comidas y té», divisó de pronto al final del puente a un guardia de gallarda apostura y frondosas patillas con su tricornio y su espada. Se quedó frío: el guardia lo llamaba con un dedo y decía:
-Ven para acá, hombre.
Conocedor de las ordenanzas, Iván Yákovlevich se quitó el gorro desde lejos y obedeció a toda prisa con estas palabras:
-¡Salud tenga usía!
-Deja, hombre, déjate de usías y explícame lo que estabas haciendo ahí en el puente.
-Por Dios le juro, señor, que iba a afeitar a un parroquiano y sólo me detuve a mirar si llevaba mucha agua el río.
-¡Mentira! Estás mintiendo. Pero, no te ha de valer. Haz el favor de contestar.
-Estoy dispuesto a afeitar a vuestra merced dos veces por semana, o incluso tres, sin rechistar -contestó Iván Yákovlevich.
-¡Quiá! Déjate de bobadas, amigo. A mí me afeitan ya tres barberos, y lo tienen a mucha honra. Conque haz el favor de contarme lo que estabas haciendo allí.
Iván Yákovlevich se puso lívido... Pero el suceso queda a partir de aquí totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo ocurrido después.
II
El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló -«brrr...»-, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía.
A todo esto, bueno sería decir unas palabras acerca de Kovaliov para poner al lector en antecedentes del rango de nuestro asesor colegiado. Los asesores colegiados que han obtenido su título mediante estudios respaldados por certificaciones científicas no pueden ser comparados en modo alguno con aquellos que se han firmado en el Cáucaso. Son dos categorías enteramente distintas. Los asesores colegiados... Pero, Rusia es un país tan peregrino que basta decir algo acerca de un asesor colegiado para que, desde Riga hasta Kamchatka, se den por aludidos todos cuantos poseen igual título... Y lo mismo sucede con todos los demás títulos o grados. Kovaliov era asesor colegiado del Cáucaso. Sólo hacía dos años que ostentaba el título, hecho que no se permitía olvidar ni por un instante. De manera que, para darse más prestancia y fuste, nunca se presentaba como asesor colegiado sino como mayor. «Oye, guapa, pásate por mi casa -solía decir al cruzarse en la calle con alguna vendedora de pecheras almidonadas-. Está en la calle Sadóvaya. Con que preguntes dónde vive el mayor Kovaliov, cualquiera te lo dirá.» Y si se encontraba con una de buen palmito, precisaba confidencialmente: «Pregunta por el piso del mayor Kovaliov, ¿eh, preciosa?» Por eso mismo, también nosotros llamaremos mayor a este asesor colegiado.
El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al Boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.
Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. «Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente», pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. «¡Menos mal que no hay nadie! -se dijo Kovaliov-. Ahora podré mirarme.» Se acercó tímidamente al espejo y miró. «Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? -profirió soltando un salivazo-. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!... ¡Pero, es que no hay nada!»
Salió de la pastelería mordiéndose los labios de rabia y, en contra de sus hábitos, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, se detuvo atónito a la entrada de una casa. Ante sus ojos se produjo un fenómeno inexplicable: un carruaje paró al pie de la puerta principal y, cuando se abrió la portezuela, saltó a tierra, ligeramente encorvado, un caballero de uniforme que subió con presteza la escalinata. Cuál no sería el sobresalto, y al mismo tiempo la estupefacción de Kovaliov al reconocer a su propia nariz. A la vista de semejante portento, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. Notó que apenas podía tenerse en pie y, sin embargo, decidió, aunque tiritando como si tuviera fiebre, aguardar a toda costa a que volviera a subir al coche. Efectivamente, a los dos minutos salió la nariz. Vestía uniforme bordado en oro, de cuello alto, y pantalón de gamuza y llevaba la espada al costado. El penacho del tricornio indicaba que poseía el rango de consejero de Estado. Según todas las apariencias, estaba haciendo visitas. Miró a un lado y a otro, llamó de un grito al cochero, subió al carruaje y partió.
El pobre Kovaliov estuvo a punto de volverse loco.
No sabía ni qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo podía vestir uniforme una nariz que, la víspera sin ir más lejos, se encontraba en mitad de su cara y no era capaz de desplazarse, ni en carruaje ni a pie, por sí sola? Corrió en pos del vehículo que, felizmente, pronto se detuvo ante la iglesia de Nuestra Señora de Kazán.
Kovaliov corrió hacia el templo, abriéndose paso entre las filas de viejas mendigas -entrapajadas hasta el extremo de que sólo quedaban dos orificios para los ojos- de las que tanto se burlaba antes, y penetró en la iglesia. Había pocos fieles y casi todos se habían quedado cerca de la puerta. Kovaliov se hallaba en tal estado de consternación que ni siquiera tenía ánimos para rezar, y buscaba con los ojos a aquel caballero por todos los rincones. Al fin lo descubrió, un poco apartado. La nariz tenía el rostro totalmente oculto por el gran cuello alto y oraba con extraordinaria devoción.
«¿Cómo lo abordaría? -se preguntó Kovaliov-. A la vista está, por el uniforme, por el tricornio, que se trata de un consejero de Estado. El demonio sabrá...»
Carraspeó varias veces cerca de la nariz, que no abandonaba ni por un instante su devota actitud ni cesaba en sus genuflexiones.
-Caballero... -dijo Kovaliov, haciendo un esfuerzo para darse ánimos-. Caballero...
-¿Qué se le ofrece? -preguntó la nariz volviendo la cara.
-Estoy extrañado, caballero... Me parece... Debería usted saber cuál es su sitio. De repente lo encuentro a usted... ¿Y dónde le encuentro? En una iglesia. Habrá de convenir que...
-Perdone usted, pero no logro entender lo que tiene usted a bien decirme. Explíquese.
«¿Cómo voy a explicarme?» -pensó Kovaliov-, y luego, sacando fuerzas de flaqueza, comenzó:
-Claro que yo... Por cierto, he de decirle que soy mayor y eso de andar por ahí sin nariz, como usted comprenderá, es indecoroso. Sin nariz podría pasar cualquiera de esas vendedoras de naranjas peladas del puente de Voskresenski; pero yo, que aspiro a obtener..., habiendo sido presentado en muchas casas donde hay damas como la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, y otras muchas... Hágase usted cargo... Yo no sé, caballero... -al llegar aquí, el mayor Kovaliov se encogió de hombros-. Usted perdone, pero considerando todo esto desde el punto de vista de las normas del deber y del honor..., usted mismo comprenderá...
-Pues no. No comprendo absolutamente nada -contestó la nariz-. Hable de modo más explícito.
-Caballero... -replicó Kovaliov con aire muy digno-, no acierto a interpretar sus palabras... Me parece que el asunto está bien claro. ¡O pretende usted... ¡Pero si usted es mi propia nariz!
La nariz consideró al mayor y frunció un poco el ceño.
-Está usted en un error, caballero. Yo soy yo, además, que entre nosotros no puede haber la menor relación directa, pues a juzgar por los botones de su uniforme, usted pertenece a otro departamento que yo.
Dicho esto, la nariz volvió la cabeza y prosiguió sus oraciones.
Totalmente confuso, Kovaliov se quedó sin saber qué hacer y ni siquiera qué pensar. En esto se escuchó el encantador rumor de unas vestiduras femeninas. Llegaba una señora de cierta edad, toda encajes, y con ella otra, muy esbelta, con un vestido blanco que dibujaba a la perfección su fina silueta y un sombrero de paja ligero como un pastel.
Un lacayo alto, con frondosas patillas y una buena docena de esclavinas en la librea, se situó detrás de ellas y abrió una tabaquera.
Kovaliov se acercó un poco, estiró el cuello de batista de su pechera, retocó los dijes colgantes de la cadena de oro y, sonriendo a un lado y a otro, fijó su atención en la etérea dama que se inclinaba levemente, parecida a una florecilla de primavera, y elevaba hacia la frente su breve mano blanca de dedos traslúcidos. La sonrisa de Kovaliov se acentuó cuando divisó, bajo el sombrero, su mentón redondo, deslumbrante de blancura, y parte de la mejilla teñida por el color de la primera rosa primaveral. Pero de pronto pegó un respingo como si se hubiera quemado con algo. Recordó que no tenía absolutamente nada en lugar de nariz y se le saltaron las lágrimas. Dio media vuelta con objeto de tildar sin rodeos de farsante y miserable al señor del uniforme, para decirle que no era ni por asomo consejero de Estado, sino única y exclusivamente su propia nariz... Pero ya no estaba allí la nariz. Se conoce que, entre tanto, había salido disparada para continuar sus visitas.
Esta circunstancia sumió a Kovaliov en la desesperación. Salió de la iglesia y se detuvo un instante bajo el pórtico, escudriñando hacia todas partes por si divisaba en algún sitio a su nariz. Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea. Con la particularidad de que habría sido difícil identificar aquel carruaje entre tantos, como circulaban en uno y otro sentido a toda velocidad. Además, aunque lo hubiese identificado, no tenía a su alcance ningún medio para hacerlo detenerse. Hacía un día espléndido y soleado. La Avenida Nevski era un hormiguero de gente. Desde el puente de Politséiski hasta el de Anichkin cubría las aceras una policroma cascada femenina. Kovaliov divisó también a un consejero de la Corte conocido suyo a quien siempre daba el tratamiento de teniente coronel, especialmente si se hallaban ante extraños. Luego vio a Yariguin, jefe de negociado en el Senado, gran amigo suyo, que siempre era pillado en renuncio al boston cuando jugaba el ocho. Y otro mayor, con asesoría del Cáucaso, que agitaba una mano llamándolo...
-¡Maldita sea! -masculló Kovaliov-. ¡Eh, cochero! ¡A la prefectura de policía!
Kovaliov subió al vehículo y se pasó todo el trayecto gritándole al cochero: «¡arrea, hombre, arrea!»
-¿Está en su despacho el señor prefecto? -preguntó a voz en cuello al penetrar en el vestíbulo.
-No, señor -contestó el conserje-. Acaba de salir.
-¡Ésta sí que es buena!
-Y no hace mucho que salió, por cierto -añadió el conserje-. Con haber llegado un momento antes, quizá lo hubiera encontrado.
Sin apartar el pañuelo de su rostro, Kovaliov regresó al coche de alquiler y ordenó con acento desesperado:
-¡Tira!
-¿Hacia dónde? -inquirió el cochero.
-Derecho.
-¡Derecho! ¡Pero, si estamos en un cruce! ¿A la derecha o a la izquierda?
Esta pregunta dejó cortado a Kovaliov y lo obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, lo lógico era acudir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, y no por su relación directa con la policía, sino porque sus disposiciones podían ser mucho más expeditas que las de otras instancias. En cuanto a buscar justicia recurriendo a las autoridades superiores del Departamento al que dijo pertenecer la nariz, no tenía sentido, pues de las propias respuestas de la nariz se podía colegir que no había nada sagrado para aquel sujeto y era muy capaz de mentir en esa circunstancia, lo mismo que había mentido al afirmar que nunca se habían visto. De modo que Kovaliov iba a ordenar ya al cochero que lo condujera a la Dirección de Seguridad, cuando de nuevo lo asaltó la idea de que aquel redomado bribón, que con tanta desfachatez se había comportado durante la primera entrevista, podía muy bien aprovechar el tiempo para escabullirse de la ciudad y todas las pesquisas serían entonces inútiles o podían durar un mes entero si Dios no ponía remedio. Finalmente, como si el cielo lo iluminara, decidió personarse en la oficina de publicidad para que apareciera en los periódicos, sin pérdida de tiempo, un anuncio con la descripción detallada de todas las señas, de manera que cuantos se encontraran con él pudieran conducirlo, acto seguido, a su presencia o, por lo menos, darle a conocer su paradero. Nada más tomar esta decisión, ordenó al cochero que lo llevara a la oficina de publicidad, y fue todo el trayecto aporreándole la espalda con el puño, repitiendo: «¡Date prisa, miserable! ¡Date prisa, bribón!» A lo que el cochero sólo contestaba: «¡Ay, señorito!...», sacudiendo la cabeza y arreando con las riendas a su caballo, tan peludo como un perro de lanas. El carruaje se detuvo al fin, y Kovaliov irrumpió todo jadeante en una oficina de reducidas dimensiones. Detrás de una mesa, un empleado canoso y con gafas, que vestía un viejo frac, recontaba las monedas que había cobrado, manteniendo la pluma entre los dientes.
-¿Quién recibe aquí los anuncios? -preguntó Kovaliov en un grito-. ¡Ah! Buenos días.
-Muy buenos los tenga usted -contestó el empleado canoso alzando un momento los ojos y volviendo a posarlos en el dinero que contaba.
-Desearía insertar...
-Perdone. Le ruego que aguarde un instante -profirió el empleado anotando un número en un papel al tiempo que pasaba dos bolas de ábaco con la mano izquierda.
Un lacayo de casa grande, a juzgar por su empaque y por su librea galonada, esperaba junto a la mesa con una nota en la mano y consideró oportuno patentizar su urbanidad:
-Le aseguro, caballero, que el perrillo no vale ochenta kopecs. Es más: yo no daría ni cuatro por él. Pero la Condesa le tiene cariño; sí, le tiene cariño, y ya ve usted: ¡cien rublos a quien lo encuentre! Si hemos de hablar con propiedad, así, como estamos aquí usted y yo, hay personas que tienen gustos disparatados. Puestos a tener un perro, que sea uno de muestra, o un maltés. Y entonces, no hay que reparar en quinientos rublos; ni siquiera en mil, con tal de que sea lo que se dice todo un perro.
El respetable empleado escuchaba todo aquello con aire entendido, aunque sin dejar por eso de calcular las letras del anuncio que le habían entregado. Alrededor se apretujaban viejucas, dependientes de comercio y porteros; todos con alguna nota en la mano. Una era ofreciendo los servicios de un cochero de conducta sobria; otra un carruaje en buen uso, traído de París el año 1814, y otra más una moza de diecinueve años, sabiendo lavar y planchar, así como otras faenas... Se vendía una calesa resistente, aunque le faltaba una ballesta, un joven y brioso caballo rodado de diecisiete años, simientes de nabo y rábano recién recibidas de Londres, una casa de campo con todas sus dependencias, dos cuadras para caballos y un terreno donde se podía plantar un magnífico soto de abedules o abetos... También había un aviso para quienes desearan adquirir suelas usadas, invitándolos a la reventa que se efectuaba diariamente de ocho a tres. El cuarto donde se hacinaba toda aquella gente era pequeño y la atmósfera estaba sumamente cargada; pero el asesor colegiado no podía percibir el olor porque se cubría la cara con el pañuelo y porque su nariz se encontraba Dios sabía dónde.
-Permítame preguntarle, señor mío... Es muy urgente, -pronunció al fin con impaciencia.
-Ahora mismo, ahora mismo... Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida lo atiendo. Un rublo con sesenta y cuatro kopecs -decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y porteros sus respectivos recibos a la cara-. ¿Deseaba usted? -preguntó al fin dirigiéndose a Kovaliov.
-Pues, quisiera... -contestó Kovaliov-. He sido víctima de una extorsión o de una superchería..., no podría decirlo a ciencia cierta hasta este momento... Sólo quisiera anunciar que quien me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.
-¿Su apellido, por favor?
-¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué? No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado... Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial superior... ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero con el grado de mayor.
-Y el que se le ha escapado, ¿era siervo suyo?
-¿Quién habla de un siervo? Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es... la nariz...
-¡Jum! ¡Qué apellido tan raro! ¿Y le ha estafado mucho ese señor?
-No me ha entendido usted. Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!
-Pero, ¿de qué modo ha desaparecido? No acabo de hacerme cargo.
-Tampoco podría decir yo de qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.
El empleado se puso a cavilar, lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.
-Pues, no. No puedo insertar ese anuncio -dictaminó al fin, después de un largo silencio.
-¿Cómo? ¿Por qué no?
-Porque podría desprestigiar a un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la nariz, pues... Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y bulos.
-¿Y por qué es esto un disparate? Me parece que no tiene nada de particular.
-Eso se lo parece a usted. Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no recuerdo qué establecimiento.
-Pero el anuncio que yo le traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale casi a mi propia persona.
-No. Yo no puedo insertar en modo alguno un anuncio así.
-Pero, ¡si es verdad que se ha extraviado mi nariz!
-Entonces, eso es cosa de los médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz que quiera. Pero, estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de gastar bromas.
-¡Por Dios santo, le juro que es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo...
-¿Para qué se va a molestar? -protestó el empleado tomando un poco de rapé-. Aunque, si no le hace extorsión -añadió, picado ya por la curiosidad-, me gustaría verlo.
El asesor colegiado retiró el pañuelo de su rostro.
-Es rarísimo, efectivamente -opinó el empleado-. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la mano. Sí, sí, increíblemente liso...
-¿Seguirá discutiendo ahora? Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de conocerle...
Como puede verse, el mayor llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.
-Claro que publicarlo no cuesta ningún trabajo -dijo el empleado-, aunque no veo que saque provecho alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo publique en La abeja del Norte -aquí sorbió otro poco de tabaco- para instrucción de la juventud -aquí se limpió la nariz- o simplemente como un hecho curioso.
El asesor colegiado estaba totalmente apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su alegría.
Al propio empleado pareció afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco su pesar con algunas palabras de simpatía.
-En verdad lamento mucho el percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.
Con estas palabras, el empleado presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que representaba a una señora con sombrero.
Esta acción impremeditada sacó de sus casillas a Kovaliov.
-No comprendo cómo se le ocurren esas bromas -dijo irritado-. ¿No está viendo que me falta, precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco! Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa porquería que fabrica Berezin.
Dicho lo cual, salió profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibimiento, que hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía, después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.
Kovaliov se presentó cuando el comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño. El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados, aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno -solía decir-. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»
El comisario dispensó a Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.
Lo que se llama un buen revolcón. Preciso es señalar que Kovaliov era un hombre sumamente susceptible. Podía perdonar cuanto dijeran de su persona, pero de ningún modo lo que se refiriese a su categoría o a su título. Incluso opinaba que en las obras de teatro se podía pasar por alto todo lo relativo a los oficiales subalternos, pero que de ahí para arriba era inadmisible cualquier ataque. El recibimiento dispensado por el comisario lo ofuscó tanto que sacudió la cabeza y dijo muy digno, abriendo un poco los brazos: «Confieso que, después de observaciones tan afrentosas por su parte, yo no puedo añadir nada...», y se retiró.
Llegó a su casa tan cansado que casi no podía tenerse. Había caído la tarde. Después de tantas gestiones infructuosas, su domicilio le pareció tristón y de lo más repugnante. Cuando entró en el recibimiento descubrió a Iván, su criado, tumbado de espaldas en un mugriento sofá de cuero y dedicado a escupir al techo con tanta puntería que muchas veces acertaba en el mismo sitio. Indignado ante tal indiferencia, Kovaliov le pegó un sombrerazo en la frente rezongando: «Tú siempre haciendo estupideces, ¡cerdo!».
Iván se levantó de un brinco y corrió a quitarle la capa.
Al entrar en su cuarto, el mayor se dejó caer cansado y abatido en un sillón y al fin dijo, después de unos cuantos suspiros:
-¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué habré hecho yo para merecer este castigo? Si me hubiera quedado sin un brazo, o sin una pierna, habría sido preferible; incluso sin orejas, aunque estaría mal, aún podría pasar. Pero, ¿qué diablos es un hombre sin nariz? No es un pajarraco ni es un ciudadano honrado. Nada; una cosa que se puede tirar sencillamente por la ventana. Y bueno que el percance hubiera ocurrido en la guerra o en un duelo o por culpa mía. Pero, ¡es que mi nariz ha desaparecido sin más ni más, tontamente!... Aunque, no; no puede ser -añadió después de pensarlo un poco-. Es inconcebible que desaparezca una nariz: de todo punto inconcebible. O estoy soñando, o es una figuración; seguro. O quizá me haya bebido por equivocación, en vez de agua, el vodka de friccionarme la cara después del afeitado. El estúpido de Iván no lo volvería a su sitio, y yo me lo bebí.
Para convencerse de que, efectivamente, no estaba borracho, el mayor se pegó tal pellizco que no pudo reprimir un grito. Aquel dolor lo persuadió de que era realidad todo lo que hacía y lo que le pasaba. Se acercó sigilosamente al espejo, y primero cerró los ojos con la esperanza de que quizá apareciera la nariz en su sitio cuando los abriera, pero al instante pegó un respingo y retrocedió exclamando:
-¡Qué asco de cara!
En efecto, aquello era incomprensible. Si se hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj o cosa por el estilo... Pero, ¡perderse aquello! Y dentro de casa, además... Sopesando todas las circunstancias, el mayor consideró como más probable la hipótesis de que el culpable sólo podía ser la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, que pretendía casar a su hija con Kovaliov. Y él, aunque le agradaba cortejarla, eludió un compromiso definitivo. De manera que cuando la señora Podtóchina le declaró sin ambages que deseaba dársela en matrimonio, él recogió velas poco a poco en sus asiduidades, alegando que todavía era joven y que aún necesitaba hacer méritos en su carrera unos cinco años para cumplir los cuarenta y dos. Y entonces, seguramente por venganza, la señora Podtóchina urdió aquello de desfigurarle, pagando a cualquier bruja agorera, pues no podía admitirse en modo alguno que la nariz hubiera sido cercenada: nadie había entrado en su habitación. Iván Yákovlevich, el barbero, lo afeitó el miércoles, y Kovaliov conservó su nariz íntegra durante todo el miércoles e incluso el jueves a lo largo de todo el día. Eso lo recordaba y lo sabía muy bien. Además, hubiera notado dolor y, desde luego, la herida no habría podido cicatrizarse tan pronto y quedar lisa como la palma de la mano. Se puso a cavilar en si debía denunciar en toda regla a la señora Podtóchina ante los tribunales o personarse él en su casa y echarle en cara su acción. Vino a interrumpir sus reflexiones un destello de luz que penetró por todas las rendijas de la puerta y era indicio de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Enseguida apareció el propio Iván con ella, iluminando la estancia. El primer movimiento de Kovaliov fue echar mano de un pañuelo y cubrirse el lugar que su nariz ocupaba todavía la víspera para que aquel estúpido no se quedara con la boca abierta ante un hecho tan insólito en su señor.
Apenas se había retirado Iván a su cuchitril cuando una voz desconocida se dejó oír en el recibimiento:
-¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?
-Adelante. Aquí está el mayor Kovaliov -contestó él mismo, levantándose precipitadamente para abrir la puerta.
Entró un guardia de buena prestancia, con patillas no muy claras ni tampoco oscuras y mejillas bastante llenas: el mismo que al comienzo de nuestro relato vimos en un extremo del puente Isákievski.
-¿Es usted el caballero que ha perdido la nariz?
-En efecto.
-Pues ha aparecido.
-¿Qué me dice usted? -lanzó un grito el mayor Kovaliov, y se quedó sin habla de la alegría, mirando fijamente al guardia plantado delante de él, en cuyos mofletes y labios abultados se reflejaba la trémula luz de la vela-. ¿Cómo ha sucedido?
-Por pura casualidad. Le echamos mano cuando casi estaba en camino: iba a tomar ya la diligencia para marcharse a Riga. Y el pasaporte había sido extendido hace ya tiempo a nombre de cierto funcionario. Lo extraño es que, al principio, yo mismo lo tomé por un caballero. Afortunadamente llevaba las gafas, y enseguida me di cuenta de que se trataba de una nariz. Porque le diré que yo soy miope y, si se coloca usted delante de mí, yo sólo veo su cara, pero sin distinguir la nariz, la barba ni nada. Mi suegra, es decir, la madre de mi esposa, tampoco ve nada.
Kovaliov estaba como loco.
-¿Dónde está? ¿Dónde? Voy corriendo...
-No tiene usía por qué molestarse. Suponiendo que le haría a usted falta, la traigo yo. Y, ya ve usted qué raro: el autor principal del hecho es un pícaro barbero de la calle Voznesénskaia que ahora está detenido en el cuartelillo. Hace ya tiempo que yo andaba tras él por borracho y ratero. Anteayer, sin ir más lejos, robó una docena de botones en una tienda. En cuanto a la nariz de usía, está exactamente igual que estaba.
Con estas palabras, el guardia metió la mano en un bolsillo, de donde extrajo la nariz envuelta en un papel.
-¡Ésa es! ¡Sí, sí! -gritó Kovaliov-. Hoy tiene usted que quedarse a tomar una taza de té conmigo.
-Aceptaría con sumo gusto, pero no puedo de ninguna manera: desde aquí tengo que acercarme al manicomio. Han subido mucho los precios de todas las subsistencias... Yo debo mantener a mi suegra, la madre de mi esposa, que vive con nosotros, y a mis hijos. El mayor, sobre todo, es un chico listo, que promete mucho, pero carezco totalmente de posibilidades para darle estudios...
Kovaliov se dio por enterado y, tomando de encima de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en manos del guardia que abandonó la estancia después de pegar un taconazo y cuya voz oyó Kovaliov casi al instante en la calle aleccionando, con acompañamiento de puñetazos, a un estúpido mujik que se había metido en la acera con su carreta.
Después de marcharse el guardia, permaneció el asesor colegiado unos minutos como aturdido y sólo al cabo de ese tiempo, tal era el desconcierto que le produjo la inesperada alegría, recobró la capacidad de ver y sentir. Tomó con precaución la nariz en el cuenco formado por las dos manos y volvió a observarla atentamente.
-Es ella, claro que sí -decía el mayor Kovaliov-. Aquí está, en el lado izquierdo, el granito que le salió ayer.
El mayor estuvo a punto de soltar la risa de alegría.
Pero no hay nada eterno en el mundo. Por eso, la alegría del primer instante no es ya tan viva a los dos minutos, al tercero se debilita más aún y al fin se diluye inadvertidamente con el estado de ánimo habitual, lo mismo que el círculo formado en el agua por la caída de una piedra acaba diluyéndose en la superficie lisa. Kovaliov se puso a cavilar y sacó en claro que todavía no estaba todo terminado: la nariz había aparecido, sí; pero faltaba ponerla y ajustarla en su sitio.
-¿Y si no se pega?
El mayor se quedó lívido al hacerse esta pregunta.
Presa de un miedo indescriptible corrió a la mesa y acercó el espejo, no fuera a colocarse la nariz torcida. Le temblaban las manos. Con cuidado y mucho tiento aplicó la nariz en el lugar de antes. ¡Qué espanto! La nariz no se pegaba... La acercó a su boca, le echó el aliento para calentarla y de nuevo la aplicó a la superficie lisa que se extendía entre sus mejillas; la nariz no se sujetaba de ninguna manera.
-¡Vamos! Pero, ¡vamos! ¡Quédate ahí! -le decía.
Pero la nariz parecía de madera y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como si fuera un corcho. Una mueca contrajo el rostro del mayor. «¿Será posible que no se pegue?», se preguntaba asustado. Pero, por muchas veces que colocó la nariz en el lugar adecuado, todos sus esfuerzos continuaron siendo estériles.
Llamó a Iván y lo mandó en busca del médico que vivía en el entresuelo de la misma casa, ocupando el mejor piso. Aquel médico era hombre de gran prestancia, que poseía unas magníficas patillas negras, y una esposa lozana; rebosante de salud, se desayunaba con manzanas y cuidaba esmeradamente el aseo de su boca, enjuagándose cada mañana durante casi tres cuartos de hora y puliéndose los dientes con cinco cepillos distintos. El doctor acudió al instante. Después de inquirir el tiempo transcurrido desde el percance, levantó la cara de Kovaliov agarrándolo por la barbilla y le pegó tal papirotazo en el lugar antes ocupado por la nariz que el mayor echó violentamente la cabeza hacia atrás hasta pegar con la nuca en la pared. El médico dijo que aquello no era nada, lo invitó a apartarse un poco de la pared, le hizo volver la cabeza hacia la derecha y, después de palpar el sitio donde antes se encontraba la nariz, dijo «ummm». Luego le mandó volver la cabeza hacia el lado izquierdo, profirió otra vez «ummm» y, finalmente, le pegó con el pulgar otro papirotazo que hizo respingar al mayor Kovaliov lo mismo que un caballo cuando le miran los dientes. Después de esta prueba, el médico sacudió la cabeza diciendo:
-No. No puede ser. Preferible es dejarlo así, porque podría quedar peor. Arreglo tiene, desde luego, y yo mismo se la pondría quizá ahora mismo. Pero le aseguro que sería peor para usted.
-¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo voy a quedarme sin nariz? -protestó Kovaliov-. Peor que ahora, imposible. ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde me presento yo con esta facha? Yo tengo muy buenas relaciones. Hoy mismo debo asistir a dos veladas. Conozco a mucha gente: la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina, casada con un oficial del Estado Mayor... Aunque, después de su actual comportamiento, mi único trato con ella puede ser a través de la policía. Por favor se lo ruego -prosiguió Kovaliov suplicante-. ¿No hay ningún remedio? Póngamela como sea, aunque no quede bien, con tal de que se sostenga. Incluso podría sujetarla un poco con la mano en los casos de apuro. Además, como no bailo, tampoco es de temer ningún movimiento brusco que la perjudique. Y en lo referente a agradecerle su visita, tenga por seguro que, en la medida de mis posibilidades...
-Crea usted -intervino el doctor en un tono que no era ni alto ni bajo, pero sí sumamente persuasivo y magnético- que yo nunca ejerzo por el dinero. Eso sería contrario a mis normas y a mi arte. Cierto que cobro mis visitas, pero con el único fin de no agraviar a nadie al negarme. Desde luego, yo podría ajustar su nariz. Sin embargo, y lo afirmo por mi honor, si mi palabra no le basta, quedaría mucho peor. Deje actuar a la naturaleza. Las frecuentes abluciones frías lo mantendrán a usted, aun sin nariz, tan sano como si la tuviera, se lo aseguro. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la meta en un frasco de alcohol o, mejor todavía, añadiendo una solución de dos cucharadas de vodka fuerte y vinagre caliente. Entonces podrá sacar por ella una cantidad respetable. Yo mismo se la compraría si no se excede en el precio.
-¡No, no! No la vendería por nada del mundo -protestó el mayor desesperado-. ¡Prefiero que desaparezca!
-Perdone usted, pero yo quería hacerle un favor -replicó el médico saludando-. ¡En fin! Por lo menos, habrá usted visto mi buena intención.
Con estas palabras, el médico abandonó muy dignamente la estancia. Kovaliov no se había fijado siquiera en su rostro, ya que, en su profundo abatimiento, sólo acertó a ver los puños de la camisa pulcra y blanca como la nieve asomando por las mangas del frac negro.
Al día siguiente, y antes de presentar querella, se decidió a escribir a la señora del oficial de Estado Mayor para ver si accedía a devolverle de buen grado lo que era suyo. La carta decía lo siguiente:
«Muy señora mía, Alexandra Grigórievna:
»No alcanzo a comprender tan extraño proceder por parte suya. Tenga la seguridad de que, obrando de este modo, no ganará usted nada ni me obligará en modo alguno a casarme con su hija. Crea usted que me hallo perfectamente enterado de la historia de mi nariz como también de que usted y nadie más que usted ha sido la principal causante de ella. El súbito desprendimiento, la fuga y el disfraz de mi apéndice nasal, apareciendo primero bajo el aspecto de un funcionario y luego con el suyo propio, no son ni más ni menos que consecuencia de las hechicerías practicadas por usted o por quienes se ejercitan en menesteres tan nobles como los suyos. Por mi parte, considero deber mío advertirle que, si el susodicho apéndice no se reintegra hoy mismo a su sitio, me veré en la obligación de apelar a la defensa y la protección de las leyes.
»Por lo demás, con todos mis respetos, tengo el honor de quedar de usted, seguro servidor
Platón Kovaliov.»
«Muy señor mío, Platón Kuzmich:
«Su carta me ha dejado sumamente sorprendida. Le confieso a usted con toda sinceridad que nunca esperé nada parecido y menos aún lo referente a los injustos reproches de usted. Pongo en su conocimiento que jamás he recibido en mi casa, ni con disfraz ni bajo su aspecto propio, al funcionario a quien usted alude. No niego que me ha visitado Filipp Ivánovich Potánchikov. Pero, aunque él aspiraba, es cierto, a la mano de mi hija -y tratándose de una persona de conducta buena y sobria, así como de muchos estudios-, yo nunca le he dado la menor esperanza. También menciona usted la nariz. Si con ello quiere dar a entender que yo me proponía dejarle con tres cuartas de narices, o sea, darle una negativa rotunda, me sorprende que sea usted quien lo diga, sabiendo como sabe que mi intención es muy otra y que, si usted se compromete ahora mismo y en debida forma con mi hija, yo estoy dispuesta a acceder sin dilación, pues tal ha sido siempre el objeto de mis más fervientes deseos, en espera de lo cual quedo siempre al servicio de usted
Alexandra Podtóchina.»
«No, seguro que no ha sido ella -se dijo Kovaliov después de leer la misiva-. ¡Imposible! En la forma que está escrita la carta, no puede ser obra de quien haya cometido un delito. -El asesor colegiado era hombre entendido en la materia; pues, hallándose todavía en la región del Cáucaso, había sido encargado varias veces de instruir sumario-. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿De qué manera? Sólo el demonio lo entendería», concluyó desalentado.
Entretanto, corrían ya por toda la capital los rumores acerca de tan extraordinario suceso, adornado con toda clase de exageraciones, como suele ocurrir. Precisamente por entonces se hallaban las mentes orientadas hacia lo sobrenatural, pues hacía poco tiempo que a todos intrigaban los experimentos sobre los efectos del magnetismo. Además, como la historia de las sillas danzantes de la calle Koniúshennaia era todavía reciente, nada tiene de particular que al poco tiempo se empezara a comentar que la nariz del asesor colegiado solía pasearse a las tres en punto de la tarde por la Avenida Nevski. Y a diario acudía allí una multitud de curiosos. Alguien anunció que la nariz se encontraba en la tienda de Junker, y frente al establecimiento se formó tal aglomeración que hubo de intervenir la policía. Un especulador con aspecto respetable, que usaba patillas y solía vender pastas variadas a la puerta del teatro, fabricó especialmente unos magníficos y sólidos bancos de madera que alquilaba, a razón de ochenta kopecs por persona, a cuantos curiosos deseaban subirse en ellos para ver mejor. Un benemérito coronel salió de su casa con ese único fin antes que de costumbre y a duras penas logró abrirse paso entre el gentío; pero, cuál no sería su indignación al ver en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una simple camiseta de lana y una litografía representando a una jovencita que se subía una media mientras un petimetre con chaleco de solapas y barbita la espiaba desde detrás de un árbol. Dicha litografía llevaba ya más de diez años colgada en el mismo sitio. Al retirarse, el coronel dijo contrariado: «¿Cómo se puede soliviantar a la gente con bulos tan estúpidos e inverosímiles?»
Luego cundió la especie de que no era por la Avenida Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev-Mirza se alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.
Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.
Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a las señoras con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible que se propalaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego... Pero, a partir de aquí, de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo acaecido después.
III
En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir, exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba, ¡sí! «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba, lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!
-Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en la nariz -dijo al tiempo que pensaba-: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora: Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»
Pero Iván contestó:
-No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.
«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por robar tocino.
-Lo primero que debes decirme es si traes las manos limpias -lo interpeló ya desde lejos Kovaliov.
-Sí. Claro que están limpias.
-¡Mentira!
-Le juro que están limpias, señor.
-Bueno. Ya veremos.
Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y, con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.
«¡Bueno!... -exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para verla de perfil-. ¡Mírenla ustedes!... ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si se para uno a pensar...», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el sistema de Iván Yákovlevich.
-¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! -gritó Kovaliov.
Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato, logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y otras veces en la mandíbula inferior del mayor.
Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco. Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala, se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro asesor colegiado -o mayor, si se quiere-, gran amigo de chanzas, a cuyas mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti. Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo: por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros: «Así, para que se enteren, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso, desde luego. Así por las buenas, par amour, ¡ni pensarlo!» A partir de entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al mayor Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.
¡Ahí tienen ustedes lo sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora, atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una nadería y yo estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado, violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich...? Nada, nada, que no lo entiendo. ¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso que esto es totalmente inconcebible, es como si... ¡Nada, nada, que no lo entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo lugar... Bueno, pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es esto, sencillamente...
Aunque, sin embargo, con todo y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más allá, es posible incluso... Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto. Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren.


Vecinos. Raymond Carver (1938-1988)

 Bill y Arlene Miller eran una pareja feliz. Pero de vez en cuando se sentían que solamente ellos, en su círculo, habían sido pasados por alto, de alguna manera, dejando que Bill se ocupara de sus obligaciones de contador y Arlene ocupada con sus faenas de secretaria. Charlaban de eso a veces, principalmente en comparación con las vidas de sus vecinos Harriet y Jim Stone. Les parecía a los Miller que los Stone tenían una vida más completa y brillante. Los Stone estaban siempre yendo a cenar fuera, o dando fiestas en su casa, o viajando por el país a cualquier lado en algo relacionado con el trabajo de Jim.
       Los Stone vivían enfrente del vestíbulo de los Miller. Jim era vendedor de una compañía de recambios de maquinaria, y frecuentemente se las arreglaba para combinar sus negocios con viajes de placer, y en esta ocasión los Stone estarían de vacaciones diez días, primero en Cheyenne, y luego en Saint Louis para visitar a sus parientes. En su ausencia, los Millers cuidarían del apartamento de los Stone, darían de comer a Kitty, y regarían las plantas.
      Bill y Jim se dieron la mano junto al coche. Harriet y Arlene se agarraron por los codos y se besaron ligeramente en los labios.
      —¡Diviértanse! —dijo Bill a Harriet.
      —Desde luego —respondió Harriet—. Diviértanse también.
      Arlene asintió con la cabeza.
      Jim le guiñó un ojo.
      —Adiós Arlene. ¡Cuida mucho a tu maridito!
      —Así lo haré —respondió Arlene.
      —¡Diviértanse! —dijo Bill.
      —Por supuesto —dijo Jim sujetando ligeramente a Bill del brazo—. Y gracias de nuevo.
      Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche, y los Miller les dijeron adiós con la mano también.
      —Bueno, me gustaría que fuéramos nosotros —dijo Bill.
      —Bien sabe Dios lo que nos gustaría irnos de vacaciones —dijo Arlene. Le cogió del brazo y se lo puso alrededor de su cintura mientras subían las escaleras a su apartamento.
      Después de cenar Arlene dijo:
      —No te olvides. Hay que darle a Kitty sabor de hígado la primera noche —Estaba de pie en la entrada a la cocina doblando el mantel hecho a mano que Harriet le había comprado el año pasado en Santa Fe.
      Bill respiró profundamente al entrar en el apartamento de los Stone. El aire ya estaba denso y era vagamente dulce. El reloj en forma de sol sobre la televisión indicaba las ocho y media. Recordó cuando Harriet había vuelto a casa con el reloj; cómo había venido a su casa para mostrárselo a Arlene meciendo la caja de latón en sus brazos y hablándole a través del papel del envoltorio como si se tratase de un bebé.
      Kitty se restregó la cara con sus zapatillas y después rodó en su costado, pero saltó rápidamente al moverse Bill a la cocina y seleccionar del reluciente escurridero una de las latas colocadas. Dejando a la gata que escogiera su comida, se dirigió al baño. Se miró en el espejo y a continuación cerró los ojos y volvió a mirarse. Abrió el armarito de las medicinas. Encontró un frasco con pastillas y leyó la etiqueta: Harriet Stone. Una al día según las instrucciones —y se la metió en el bolsillo. Regresó a la cocina, sacó una jarra de agua y volvió al salón. Terminó de regar, puso la jarra en la alfombra y abrió el aparador donde guardaban el licor. Del fondo sacó la botella de Chivas Regal. Bebió dos veces de la botella, se limpió los labios con la manga y volvió a ponerla en el aparador.
      Kitty estaba en el sofá durmiendo. Apagó las luces, cerrando lentamente y asegurándose que la puerta estaba cerrada. Tenía la sensación que se había dejado algo.
      —¿Qué te ha retenido? —dijo Arlene. Estaba sentada con las piernas cruzadas, mirando televisión.
      —Nada. Jugando con Kitty —dijo él, y se acercó a donde estaba ella y le tocó los senos.
      —Vámonos a la cama, cariño —dijo él.
      Al día siguiente Bill se tomó solamente diez minutos de los veinte y cinco permitidos en su descanso de por la tarde y salió a las cinco menos cuarto. Estacionó el coche en el estacionamiento en el mismo momento que Arlene bajaba del autobús. Esperó hasta que ella entró en el edificio, entonces subió las escaleras para alcanzarla al descender del ascensor.
      —¡Bill! Dios mío, me has asustado. Llegas temprano —dijo ella.
       Se encogió de hombros.
      —No había nada que hacer en el trabajo —dijo él. Le dejo que usará su llave para abrir la puerta. Miró a la puerta al otro lado del vestíbulo antes de seguirla dentro.
      —Vámonos a la cama —dijo él.
      —¿Ahora? —rio ella—. ¿Qué te pasa?
      —Nada. Quítate el vestido —La agarró toscamente, y ella le dijo:
      —¡Dios mío! Bill.
      Él se quitó el cinturón. Más tarde pidieron comida china, y cuando llegó la comieron con apetito, sin hablarse, y escuchando discos.
      —No nos olvidemos de dar de comer a Kitty — dijo ella.
      —Estaba en este momento pensando en eso —dijo él—. Iré ahora mismo.
      Escogió una lata de sabor de pescado, después llenó la jarra y fue a regar. Cuando regresó a la cocina, la gata estaba arañando su caja. Le miró fijamente antes de volver a su caja-dormitorio. Abrió todos los gabinetes y examinó las comidas enlatadas, los cereales, las comidas empaquetadas, los vasos de vino y de cocktail, las tazas y los platos, las cacerolas y las sartenes. Abrió el refrigerador. Olió el apio, dio dos mordiscos al queso, y masticó una manzana mientras caminaba al dormitorio. La cama parecía enorme, con una colcha blanca de pelusa que cubría hasta el suelo. Abrió el cajón de una mesilla de noche, encontró un paquete medio vació de cigarrillos, y se los metió en el bolsillo. A continuación, se acercó al armario y estaba abriéndolo cuando llamaron a la puerta. Se paró en el baño y tiró de la cadena al ir a abrir la puerta.
      —¿Qué te ha retenido tanto? —dijo Arlene—. Llevas más de una hora aquí.
      —¿De verdad? — respondió él.
      —Sí, de verdad —dijo ella.
      —Tuve que ir al baño —dijo él.
      —Tienes tu propio baño —dijo ella.
      —No me pude aguantar —dijo él.
      Aquella noche volvieron a hacer el amor.
      Por la mañana hizo que Arlene llamara por él. Se dio una ducha, se vistió, y preparó un desayuno ligero. Trató de empezar a leer un libro. Salió a dar un paseo y se sintió mejor. Pero después de un rato, con las manos todavía en los bolsillos, regresó al apartamento. Se paró delante de la puerta de los Stone por si podía oír a la gata moviéndose. A continuación, abrió su propia puerta y fue a la cocina a por la llave.
       En su interior parecía más fresco que en su apartamento, y más oscuro también. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura del aire. Miró por la ventana, y después se movió lentamente por cada una de las habitaciones considerando todo lo que se le venía a la vista, cuidadosamente, un objeto a la vez. Vio ceniceros, artículos de mobiliario, utensilios de cocina, el reloj. Vio todo. Finalmente entró en el dormitorio, y la gata apareció a sus pies. La acarició una vez, la llevó al baño, y cerró la puerta.
       Se tumbó en la cama y miró al techo. Se quedó un rato con los ojos cerrados, y después movió la mano por debajo de su cinturón. Trató de acordarse qué día era. Trató de recordar cuando regresaban los Stone, y se preguntó si regresarían algún día. No podía acordarse de sus caras o la manera cómo hablaban y vestían. Suspiró y con esfuerzo se dio la vuelta en la cama para inclinarse sobre la cómoda y mirarse en el espejo.
       Abrió el armario y escogió una camisa hawaiana. Miró hasta encontrar unos pantalones cortos, perfectamente planchados y colgados sobre un par de pantalones de tela marrón. Se mudó de ropa y se puso los pantalones cortos y la camisa. Se miró en el espejo de nuevo. Fue a la sala y se puso una bebida y comenzó a beberla de vuelta al dormitorio. Se puso una camisa azul, un traje oscuro, una corbata blanca y azul, zapatos negros de punta. El vaso estaba vacío y se fue para servirse otra bebida.
       En el dormitorio de nuevo, se sentó en una silla, cruzó las piernas, y sonrió observándose a sí mismo en el espejo. El teléfono sonó dos veces y se volvió a quedar en silencio. Terminó la bebida y se quitó el traje. Rebuscó en el cajón superior hasta que encontró un par de medias y un sostén. Se puso las medias y se sujetó el sostén, después buscó por el armario para encontrar un vestido. Se puso una falda blanca y negra a cuadros e intentó subirse la cremallera. Se puso una blusa de color vino tinto que se abotonaba por delante. Consideró los zapatos de ella, pero comprendió que no le entrarían. Durante un buen rato miró por la ventana del salón detrás de la cortina. A continuación, volvió al dormitorio y puso todo en su sitio.
       No tenía hambre. Ella no comió mucho tampoco. Se miraron tímidamente y sonrieron. Ella se levantó de la mesa y comprobó que la llave estaba en la estantería y a continuación se llevó los platos rápidamente. Él se puso de pie en el pasillo de la cocina y fumó un cigarrillo y la miró recogiendo la llave.
      —Ponte cómodo mientras voy a su casa —dijo ella—. Lee el periódico o haz algo — Cerró los dedos sobre la llave. Parecía, dijo ella, algo cansado.
       Trató de concentrarse en las noticias. Leyó el periódico y encendió la televisión. Finalmente, fue al otro lado del vestíbulo. La puerta estaba cerrada.
       —Soy yo. ¿Estás todavía ahí, cariño? — llamó él.
       Después de un rato la cerradura se abrió y Arlene salió y cerró la puerta.
       —¿Estuve mucho tiempo aquí? — dijo ella.
       —Bueno, sí estuviste — dijo él.
       —¿De verdad? — dijo ella—. Supongo que he debido estar jugando con Kitty.
       La estudió, y ella desvió la mirada, su mano estaba apoyada en el pomo de la puerta.
       —Es divertido —dijo ella—. Sabes, ir a la casa de alguien más así. —Asintió con la cabeza, tomó su mano del pomo y la guio a su propia puerta. Abrió la puerta de su propio apartamento.
       —Es divertido — dijo él.
       Notó hilachas blancas pegadas a la espalda del suéter y el color subido de sus mejillas. Comenzó a besarla en el cuello y el cabello y ella se dio la vuelta y le besó también.
       —¡Jolines! —dijo ella—. Jooliines —cantó ella con voz de niña pequeña aplaudiendo con las manos—. Me acabo de acordar que me olvidé real y verdaderamente de lo que había ido a hacer allí. No di de comer a Kitty ni regué las plantas. Le miró -¿No es eso tonto?
       —No lo creo —dijo él—. Espera un momento. Recogeré mis cigarrillos e iré contigo.
       Ella esperó hasta que él había cerrado con llave su puerta, y entonces se cogió de su brazo en su músculo y dijo:
       —Me imagino que te lo debería decir. Encontré unas fotografías.
       Él se paró en medio del vestíbulo.
       —¿Qué clase de fotografías?
       —Ya las verás tú mismo —dijo ella y le miró con atención.
       —No estarás bromeando —sonrió él—. ¿Dónde?
       —En un cajón —dijo ella.
       —No bromeas —dijo él.
       Y entonces ella dijo:
       —Tal vez no regresarán —e inmediatamente se sorprendió de sus palabras.
       —Pudiera suceder —dijo él—. Todo pudiera suceder.
       —O tal vez regresarán y … —pero no terminó.
       Se cogieron de la mano durante el corto camino por el vestíbulo, y cuando él habló casi no se podía oír su voz.
       —La llave —dijo él—. Dámela.
       —¿Qué? —dijo ella. Miró fijamente a la puerta.
       —La llave —dijo él—. Tú tienes la llave.
       —¡Dios mío! —dijo ella—. Dejé la llave dentro.
       Él probó el pomo. Estaba cerrado con llave. A continuación, intentó mover el pomo. No se movía. Sus labios estaban apartados, y su respiración era dificultosa. Él abrió sus brazos y ella se le echó en ellos.
       —No te preocupes —le dijo al oído—. Por Dios, no te preocupes.
       Se quedaron allí. Se abrazaron. Se inclinaron sobre la puerta como si fuera contra el viento, y se prepararon.