viernes, 28 de junio de 2024

Poemas II. William Morris (1834-1896)

Muerte vergonzoza. 


Éramos cuatro en torno al lecho,
El sacerdote se arrodilló junto a él
Su madre de pie en la cabecera,
Frente a sus pies aguardaba la novia;
Estábamos seguros de que había muerto,
Aunque sus ojos permanecían abiertos.

No murió durante la noche,
No murió durante el día,
Pero en la luz del crepúsculo
Su espíritu falleció,
Cuando ni el sol ni la luna brillaban
Y en los árboles sólo flotaba un ámbar gris.

No fue muerto por la espada,
Tampoco por la lanza o el hacha,
Aunque nunca pronunció una palabra
Desde que aquí regresó;
Yo corté el delicado cordón
Del cuello de mi hermano querido.

Él no azotó su golpe
Y la cobardía viene detrás,
En un lugar donde tiemblan los cuernos,
Un sendero difícil de encontrar,
Pues los cuernos oscilan en los arcos
Y el crepúsculo ciega los corazones.

Ellos iluminaron una gran antorcha,
Donde rápidos se agitaron los brazos,
Sir John, el Caballero del pantano,
Sir Guy, del doloroso golpe altivo,
Con tres veces veinte caballeros más diez,
Colgaron al bravo Lord Hugh al final.

Yo soy tres veces veinte más diez,
Y mi cabello se ha tornado gris,
He conocido a Sir John del Pantano,
Hace mucho, en un lejano día de verano,
Y me alegra pensar en aquel momento
En el que arranqué su vida con mis manos.

Yo soy tres veces veinte más diez,
Y mi fuerza quedó en el pasado,
Pero hace mucho yo y mis hombres,
Cuando el cielo estaba nublado,
Y la bruma se arrastraba por las cañas del pantano,
Matamos a Sir Guy, el del doloroso golpe altivo.

Y ahora todos ustedes, caballeros,
Ruego que oren por Sir Hugh,
Un hombre duro y honesto,
Y por Alice, esposa de un guerrero.





Un jardín junto al mar.


Conozco un pequeño jardín de cerca,
Exuberante con el lirio y la rosa roja,
Donde yo vagaba, si me permite decirlo,
Desde la mañana a la noche húmeda de rocío,
Teniendo conmigo a un compañero errante.

Y aunque en su interior no hay pájaros que canten,
Y aunque allí no hay casas con pilares,
Y aunque las ramas de los manzanos están desnudas
De frutos y flores, ojalá
Sus pies vuelvan a pisar sobre la hierba verde,
Y yo pueda verlos como los ví antes.

Llega un suave murmullo desde la costa,
Y en la cercanía corren dos arroyos juntos,
En la distancia se ven las colinas púrpura,
Descendiendo hacia el mar inquieto:
Oscuras colinas cuyas flores no conocen a las abejas,
Oscura costa que no ha visto nave alguna
Atormentada por el verde oleaje.

Desde allí llega el murmullo incesante
Hasta el lugar por el que lloro,
Pues me lamento día y noche
Convirtiéndome inmune al deleite,
Volviéndome ciego y sordo,
Indiferente a la victoria, inepto para encontrar,
Y hábil para extraviar lo que todos desean hallar.

Sin embargo, tambaleante y débil como soy,
Aún me resta un poco de aliento
Para buscar dentro de las fauces de la muerte
Una entrada a ese lugar feliz,
Para buscar el rostro inolvidable,
Una vez visto, una vez besado, una vez extraviado
En el inquieto murmullo del mar.





Amor completo.


¿Has anhelado, a través de los cansados días,
La visión fugaz del rostro amado?
¿Has clamado por un instante de paz
En medio del dolor de las penosas horas?
¿Has rogado por el sueño y la muerte,
Cuando el dulce e inesperado consuelo
Fue sólo sombras y aliento?
Hace mucho, demasiado, que el miedo no disminuye
Sobre estas ilusorias y reptantes flores.
Ahora descansa: pues aún en el reposo
Podrás conservar todos tus anhelos.

Debes descansar y no temer
Al acechante y sordo despertar
De una vida que transcurre a ciegas;
Llena de desperdicios y penas.
Debes despertar y pensar en lo dulce
Que es tu amor, en su íntimo ardor.
Será más dulce para los labios que conocerás,
Más dulce de lo que tu corazón intenta ocultar:
Anhelos absolutos e insatisfechos.
La respuesta a todas las esperanzas
Se cierran sobre tí, muy cerca.

Recordarás los antiguos besos,
Y aún el frío dolor que crecía.
Recordarás aquella poderosa dicha,
Y aún los ojos y las manos perdidas.
Recordarás todo el remordimiento
Por lo escasos que fueron sus besos,
El sueño perdido de cómo se conocieron
Es el sabor a miseria en tus labios marchitos.
Entonces parecía Amor, pero nacido para morir,
El Hoy es inquietud, dolor:
La bendición es el olvido, el silencio;
Mi Amor es solitario, más nunca será un secreto.






La defensa de Ginebra.


Pero, sabiendo que querrían escucharla,
echó hacia atrás sus húmedos cabellos.


La mano en su boca, rozando apenas su mejilla,
como si hubiera recibido allí un golpe vergonzoso.
Avergonzada de no sentir otra cosa que no fuera vergüenza
en su corazón, y sin embargo, sintiendo que sus mejillas ardían tanto.


Que debía tocarlas; y como un rengo
se alejó de Gawain, con su cabeza
aún erguida; y en sus mejillas ardientes.


Las lágrimas se secaron pronto; finalmente se detuvo y dijo:
Oh, Caballeros y Señores, parece tal vez tonto
hablar de cosas conocidas hoy pasadas y muertas.


¡Dios, que puedo decir, he actuado mal,
y ruego a todos el perdón de corazón!
Ya que vosotros debéis tener razón, tan grandes Señores, así y todo...


Oid, suponed que ha llegado la hora de vuestra muerte,
y estuvieráis muy solos y muy débiles;
y estaríais muriendo mientras...


El viento está agitando la alameda, está agitando
la corriente del río que atraviesa bien vuestras amplias tierras:
Imaginad que hubiera un silencio, y que entonces alguien hablaría.


Una de las telas es el cielo, y la otra el infierno,
elige para siempre un color, cualquiera de los dos,
yo no te lo diré, tú de algún modo tienes que decirlo.


¡Tú debes darte cuenta por tu propia fuerza y por tu propio poderío!
Sí, sí, mi señor, y al abrir los ojos,
al pie de tu cama familiar verías...


Un gran ángel de Dios de pie, y con tales matices,
desconocidos en la tierra, en sus grandes alas, y manos
extendidos en dos direcciones, y la luz de los cielos ulteriores.


Mostrándolo bien, y haciendo que sus órdenes
parezcan además las órdenes de Dios,
sosteniendo con las manos las telas en dos varas;


Y una de esas extrañas telas era azul,
larga y ondulada, y la otra breve y roja;
ningún hombre podría decir cuál era la mejor de las dos.


Luego de una trémula media hora dirías
¡Dios me salve! el color del cielo es azul. Y el ángel dice: Infierno.
Entonces tu te debatirías tal vez sobre tu lecho.


Y dirías a todos los buenos hombres que te quisieron:
¡Ah Cristo! Si sólo hubiese sabido, sabido, sabido;
Lancelot se alejó, entonces pude entender,


Como los más sabios de los hombres, como serían las cosas, y lamentar,
y revolcarme y lastimarme, y desear la muerte,
y temerle al mismo tiempo, por lo que habíamos sembrado.


Sonetos de amor II. William Shakespeare (1564-1616)

Cuando caído en desgracia ante la fortuna
y ante los ojos de los hombres lloro mi condición de proscripto,
y perturbo los indiferentes cielos con mis lamentos;
cuando me contemplo a mí mismo,
y maldigo mi destino,
deseando parecerme a otras personas
más afortunadas en esperanzas;
ser tan hermoso como ellas,
y como ellas disfrutar de muchos amigos;
cuando envidio el arte de aquél,
y el poder de este otro,
descontento de lo que más placer me da;
y cuando en el fondo del pensamiento ya casi me desprecio,
de pronto,
pienso al azar en tí, y toda mi alma,
como la alondra que asciende al surgir del día,
se eleva desde la sombría tierra
y canta ante las puertas del cielo.
Porque el recuerdo de tu dulce amor me llena de riquezas,
y en esos momentos,
no cambiaría mi destino por el de un rey.


Sonetos de amor I. Wiliam Shakespeare (1564-1616)

Roe las garras del león, Tiempo devorador,
y haz que la tierra se nutra de tu progenie amada;
arranca del tigre feroz los afilados dientes,
y quema en su propia sangre al fénix inmortal;
alegra y entristece las estaciones en tu huida;
haz todo lo que quieras,
Tiempo de aéreos pies,
con el vasto mundo y sus efímeras dulzuras;
tan sólo un crimen te prohibo,
el más odioso:
¡Oh, nunca recorras el hermoso rostro de mi amor,
ni con tu antigua pluma traces tus líneas sobre su frente!
Sigue tu curso,
y déjalo inmaculado,
como ejemplo de belleza para los hombres que vendrán.
Y sin embargo,
vetusto Tiempo,
aunque ejercieras sobre él todas tus crueldades,
mi amor viviría siempre joven en mis versos.


Poemas. William Wordsworth (1770-1850)

Lucy. 


Ella vivía en los caminos ocultos,
Junto a las fuentes de Dove,
Doncella por nadie alabada
Y querida por muy pocos:
Violeta entre las piedras de hielo,
Casi escondida a las miradas,
Como una estrella en la mañana
Cuando escondida brilla en el cielo.
Vivió ignorada, y muy pocos supieron
Cuando Lucy dejó de existir;
Ahora yace en su tumba fría, y
¡Ah, qué diferencia para mí!





Erraba solitario como una nube. 


Erraba solitario como una nube
que flota en las alturas sobre valles y colinas,
cuando de pronto vi una muchedumbre,
una hueste de narcisos dorados;
junto al lago, bajo los árboles,
estremeciéndose y bailando en la brisa.

Continuos como las estrellas que brillan
y parpadean en la Vía Láctea,
se extendían como una fila infinita
a los largo de aquella ensenada;
diez mil narcisos contemplé con la mirada,
que movían sus cabezas en animada danza.

También las olas danzaban a su lado,
pero ellos eran más felices que las áureas mareas:
Un poeta sólo podía ser alegre
en tan jovial compañía;
yo miraba y miraba, pero no sabía aún
cuánta riqueza había hallado en la visión.

Pues a menudo, cuando reposo en mi lecho,
con humor ocioso o pensativo,
vuelven con brillo súbito sobre ese ojo
interior que es la felicidad de los solitarios;
y mi alma se llena entonces de deleite,
y danza con los narcisos.





El muchacho danés. 


Entre dos páramos hay una quebrada
Y un espacio que parece sagrado
A las flores de las colinas,
Y sagrado al cielo encima.
En este valle pequeño y abierto
Hay un árbol por la tempestad golpeado;
El rayo ha cortado una piedra angular,
La última piedra de una solitaria choza;
Y en este valle pequeño puedes ver
Algo que las tormentas no destruyen,
La sombra de un muchacho danés.

De las nubes altas se oye a la alondra,
Pero las gotas no caen en esta tierra;
En este rincón solitario las aves
Nunca construyen sus nidos.
Ni bestia ni pájaro levanta aquí su casa;
Las abejas, llevadas sobre el aire ventoso,
Pasan encima de aquellas campanas fragantes
Hacia otras flores, hacia otros pequeños valles
Llevan su mercancía de polen;
El Muchacho danés deambula solo:
El valle pequeño es todo suyo.

Un espíritu meridiano es él;
Aunque parece hecho de carne y sangre;
No es un pastor ni lo será nunca,
Peón de los campos jamás será.
Porta un chaleco real de piel,
Oscuro como las alas del cuervo;
No teme lluvias, ni vientos ni rocío;
Pero en la tormenta se ve fresco y azul
Como pinos en ciernes de la primavera;
Su casco posee una gracia vernal,
Brillante como la flor en su rostro.

El arpa cuelga de su hombro;
Y luego descansa sobre su rodilla,
A las voces de una lengua olvidada
Él les regala su melodía.
Por multitudes en la vieja colina
Él es el querido y alabado;
Y a menudo, sin causa aparente,
Los corceles del monte escuchan,
Oyen al muchacho danés,
Mientras en el valle pequeño él canta solo
Junto al árbol y la piedra angular.

Allí se sienta él; en su rostro no encontrarás
Ningún rastro de su antiguo aire feroz,
Ni amplios cielos despejados
O estáticas nubes estivales.
El muchacho danés es bendito
Y feliz en su ensenada florida:
Su mente viaja por distantes hechos de sangre;
Y aún él susurra sus canciones de amor
Que suenan como cantos de guerra,
Pues tranquilo y apacible es su semblante;
Sereno como un muchacho muerto.





Ella era un fantasma del gozo. 


Era un fantasma del gozo cuando
por vez primera resplandeció ante mis ojos,
una aparición jubilosa enviada para adornar un instante:
sus ojos, eran estrellas de un bello crepúsculo;
como el atardecer de sus cabellos oscuros.

El resto de ella provenía de la primavera,
y de la aurora gozosa.
Una forma danzante,
una imagen radiante
que obsesiona, turba y descarría.

Vista de cerca, advertí que era un espíritu.
Sus movimientos en el hogar eran leves y etéreos,
y su paso de una libertad virginal;
un semblante en el que se encontraban
promesas y dulces recuerdos.

Una criatura no demasiado brillante
ni excelente para el sostén cotidiano,
para los dolores fugaces, los pequeños engaños;
la alabanza, el reproche, el amor, los besos,
las lágrimas y las sonrisas.

Ahora veo con ojos serenos
el mismo pulso de la máquina;
un ser que transita una vida pensativa,
un peregrino entre la vida y la muerte,
razón firme, voluntad moderada,
paciencia, previsión, fuerza y destreza.

Una mujer perfecta,
noblemente planeada para advertir,
para consolar,
para ordenar.
No obstante, siempre un espíritu,
y resplandeciente con no sé qué angélica luz.


Una lápida. William Allingham (1824-1889)

Lejos de la iglesia cava su tumba,
En un montículo verde detrás de las hojas,
En el oeste y el ocaso, en un mar de nubes rojas,
Allí erige su roca húmeda,
Con letras y números mortales,
Un arpa y un manojo de flores
Cortando en la tarde todos los colores;
Entonces la deja libre en los vientos que soplan,
Al paciente musgo que se arrastra, que devora,
La abandona en las alas errantes,
En los pasos furtivos de los caminantes.


Poemas. Wiliam Blake (1757-1827)

Proverbios del infierno.


   - La cólera del león es la sabiduría de Dios.

   - La desnudez de la mujer es obra de Dios.

   - El exceso de pena ríe; el exceso de dicha llora.

   - El rugir de los leones, el aullido de los lobos, el oleaje furioso del mar huracanado y la espada destructora son porciones de la eternidad demasiado grandes para que las aprecie el ojo humano.

   - El zorro condena a la trampa, no a sí mismo.

   - El júbilo impregna; las penas procrean.

   - Que el hombre vista la melena del león y la mujer el vellón de la oveja.

   - Para el pájaro el nido, para la araña su tela, para el hombre la amistad.

   - El egoísta y sonriente necio y el necio que frunce malhumorado el ceño han de considerarse sabios, que podrían ser cetros.

   - Lo que hoy está probado, en su momento era sólo algo imaginado.

   - La rata, el ratón, el zorro y el conejo vigilan las raíces; el león, el tigre, el caballo y el elefante vigilan los frutos.

   - La cisterna contiene; el manantial rebosa.

   - Un pensamiento llena la inmensidad.

   - Presto has de estar para decir lo que piensas que así el ruin te evitará.

   - Todo lo que es posible creerse es imagen de la verdad.

   - Nunca el águila malgastó tanto su tiempo como cuando se avino a aprender del cuervo.

   - El zorro provee para sí mismo; pero Dios provee para el león.

   - Piensa por la mañana, actúa a mediodía, come al anochecer y duerme por la noche.

   - Quien ha sufrido tus imposiciones, te conoce.

   - Como el arado sigue a las palabras, Dios recompensa las plegarias.

   - Los tigres de la ira son más razonables que los caballos de la instrucción.

   - Del agua estancada espera veneno.

   - No sabrás lo que es bastante hasta saber lo que es más que suficiente.

   - ¡Escucha los reproches de los tontos! ¡Forman un título regio! Los ojos del fuego, las narices del aire, la boca del agua las barbas de la tierra.

   - El débil en coraje es fuerte en astucia.

   - El manzano nunca pregunta al haya cómo ha de crecer tal como el león no interroga al caballo sobre cómo atrapar la presa.

   - Quien recibe agradecido da copiosas cosechas.

   - Si otros no hubiesen sido tontos, tendríamos que serlo nosotros.

   - El alma de la dulce delicia no puede mancillarse. ver un águila ves una porción de genio. ¡Alza la cabeza!

   - Tal como la oruga elige las hojas mejores para depositar en ellas sus huevos, el sacerdote reserva su anatema para las mejores dichas.

   - Crear una florecilla es labor de eras.

   - La condena estimula, la bendición relaja.

   - El mejor vino es el más añejo; la mejor agua, la más nueva.

   - ¡Las oraciones no aran!

   - ¡ Los elogios no cosechan!

   - La cabeza es lo Sublime; el corazón, lo patético; los genitales, la Belleza; manos y pies son la Proporción.

   - Como el aire es al ave o el mar al pez es el desdén para el despreciable.

   - El cuervo quisiera que todo fuese negro; el buho, que todo fuese blanco.

   - La exuberancia es belleza.

   - Si el león recibiese consejos del zorro, sería astuto.

   - El perfeccionamiento traza caminos rectos; pero los torcidos y sin perfeccionar son los caminos del genio.

   - Mejor matar a un niño en su cuna que alimentar deseos que no se llevan a la práctica.

   - Donde no está el hombre, la naturaleza es estéril.

   - La verdad nunca puede decirse de modo que sea comprendida sin ser creída.

   - ¡Basta! o demasiado.

   - Los antiguos poetas animaban todos los objetos sensibles con dioses o genios. Les prestaban nombres de bosques, ríos, montañas, lagos ciudades, naciones y de todo lo que sus dilatados y numerosos sentidos podían percibir, y en particular estudiaban el genio de cada ciudad o país y los colocaban bajo el patrocinio de su divinidad mental. Hasta que se formó un sistema del cual algunos se aprovecharon para esclavizar al vulgo pretendiendo comprender o abstraer las divinidades mentales de sus objetos. Así comenzó el sacerdocio. Que escogió formas de culto tomándolas de cuentos poéticos. Hasta que por fin sentenciaron que eran los dioses quienes habían ordenado aquello.
    Así los hombres olvidaron que todas las deidades residen en el pecho humano.





El verdadero amor pasa.


Mis sedas y mi fino atuendo,
mis sonrisas y mi aspecto lánguido
el amor se lleva
y el lúgubre y flaco desaliento
me trae tejos para adornar mi tumba:
tal es el fin que los verdaderos enamorados hallan.

Su rostro es bello como el cielo
al abrirse los briosos capullos.
Ah, ¿porqué le fue dado
un corazón que es helado invierno?
Su pecho es la venerada tumba del amor de todos,
a la que acuden los peregrinos de la pasión.
Traedme pala y hacha:
traed mi mortaja.
Cuando haya cavado mi fosa
dejad que azoten los vientos y las tempestades;
en la tierra yaceré, frío como la arcilla.
¡El verdadero amor pasa!





El libro de Urizen.


Capítulo I.

¡Mirad, una sombra de horror se ha alzado
En la Eternidad! Desconocida, estéril,
Ensimismada, repulsiva: ¿qué Demonio
Ha creado este vacío abominable,
Que estremece las almas? Algunos respondieron:
"Es Urizén". Pero desconocido, abstraído,
Meditando en secreto, el poder oscuro se ocultaba.

Los tiempos dividió en tiempo y midió
Espacio por espacio en sus cerradas tinieblas,
Invisible, desconocido: las mutaciones surgieron
Como montañas desoladas, furiosamente destruidas
Por los vientos oscuros de las perturbaciones.

Porque luchó en batallas funestas
En conflictos invisibles con formas
Nacidas en su yermo desolado:
Bestia, ave, pez, serpiente y elemento,
Combustión, ráfaga, vapor y nube.

Sombrío, daba vueltas en silenciosa actividad,
Invisible, en medio de pasiones que atormentan;
Una actividad desconocida y horrible,
Una sombra que se contempla a sí misma
Entregada a una labor enorme.

Pero los Eternos contemplaron sus bosques inmensos.
Edades tras edades él yació, misterioso, desconocido,
Meditando, prisionero del abismo; todos eluden
El caos petrífico y abominable.

Urizén, el sombrío, preparó en silencio
Sus fríos horrores; sus legiones de truenos
Dispuestas en tenebrosas formaciones, se despliegan a través
Del mundo lógrebo, y el rumor de ruedas,
Como agitado mar, se oye en sus nubes,
En sus colinas de nieves guardadas, en sus montañas
De hielo y granito: voces de terror
Resuenan como truenos de otoño
Cuando la nube se inflama sobre la cosecha.





El libro de Thel.


El Lema de Thel.

¿Sabe el águila lo que está en el foso
o irás a preguntárselo al topo?
¿Puede la sabiduría encerrarse en un cetro
y el amor en un cuenco dorado?

I.

Las hijas de Mne. Seraphim cuidaban sus soleados rebaños, con excepción de la más joven que, lívida, buscaba la brisa secreta para desvanecerse como la belleza matutina de su día mortal.
A largo del río de Adona se oye su delicada voz.
De esta manera cae su tierno lamento, similar al rocío de la aurora:

¡Oh vida de esta primavera nuestra! ¿Porqué se marchita el loto sobre el agua?
¿Porqué se marchitan estos hijos de la primavera, nacidos sólo para sonreír y caer?

Ah, Thel es como un arco acuoso, como una nube que se aleja, como la imagen en un espejo, como sombra en el agua, como el sueño del infante, como la risa en el rostro juvenil, como la voz de la paloma, como el día fugitivo, como la música en el aire.
Ah, dulcemente desearía yacer, con ternura posar mi cabeza y dormir el sueño de la muerte, escuchando la voz de aquel que se pasea por el Jardín de la noche.

El lirio del valle, que respiraba confundiéndose con la modesta hierba, respondió así a la hermosa doncella:

Soy una brizna acuosa, y pequeñísima, a quien gusta habitar las tierras bajas. Tan débil soy, que la dorada mariposa apenas puede posarse sobre mi cabeza. Sin embargo, recibo visitas del cielo. Aquel que a todos sonríe camina por el valle, y cada mañana sobre mi extiende su mano diciéndome:

Regocíjate, humilde hierba, flor de lirio recién nacida, gentil doncella de los prados silenciosos y de los tímidos arroyos, pues de luz te habrán de vestir y te alimentarás con el maná de la aurora; hasta que el calor del verano te derrita junto a las fuentes y los manantiales, para florecer en eternos valles. ¿Porqué pues, habría de lamentarse Thel? ¿Porqué dejaría escapar un suspiro la Señora de los valles de Har?

Calló y sonrió entre lágrimas, antes de sentarse en su altar de plata.

Respondió Thel:

Oh, tú, pequeña virgen del tranquilo valle, que das a quienes no pueden implorar, a los sin voz, a los exhaustos; tu aliento nutre al inocente cordero que huele tus prendas lácteas, y cosecha tus flores mientras tu le sonríes al rostro, limpiando en su tierna y mansa boca toda mácula. Tu vino purifica la áurea miel; el aroma que viertes sobre cada hoja de hierba, anima el alma de las reses, y doma al corcel de flamígero aliento. Pero Thel es como una desfalleciente nube que el sol nuevo ilumina: me esfumo en mi trono perlado. ¿Quién podrá hallar mi lugar?

Pregunta a mi tierna nube, reina de los valles -respondió el lirio.- y te dirá porqué rutila en el cielo matutino, y porqué siembra su belleza brillante en el aire húmedo. Desciende, pequeña nube, desciende sobre los ojos de Thel.

Bajó la nube; el lirio inclinó su tímida cabeza, y se retiró a descansar sobre la hierba.

II.

Oh, pequeña nube, -dijo la virgen- te conmino a que reveles porqué no te quejas cuando en una hora te desvaneces. Cuando el instante pasa, te buscamos sin poder hallarte. Ah, similar eres a Thel, ya que cuando me voy, nadie me lamenta, nadie escucha mi voz.

La nube reveló entonces su dorada cabeza, y así surgió en su refulgente forma, flotando resplandeciente en el aire, ante el rostro de Thel.

Oh, virgen, ¿acaso ignoras que nuestros corceles beben en los manantiales dorados, dónde Luvah renueva sus caballos? ¿Has contemplado mi juventud y temes que me desvanezca y nadie pueda ya verme? Nada permanece, doncella. Al morir me dirijo a una vida decuplicada en amor, paz, y sagrado éxtasis. Invisible desciendo y poso mis ligeras alas sobre las flores aromáticas, seduciendo al rocío de bello mirar, para que consigo me lleve a su fulgurante morada. La llorosa virgen, temblorosa, se arrodilla ante el sol que se eleva hasta que nos levantamos, unidas por una cinta de oro, para no separarnos jamás, llevando por siempre el alimento a nuestras tiernas flores.

¿Eso haces, pequeña nube? Me temo que no soy como tú. Yo paseo por los prados de Har saboreando las flores más fragantes, pero no alimento trémulas hierbas; escucho las aves cantoras, pero no las nutro; ellas mismas vuelan en busca de sustento. Sin embargo, Thel ya no se deleita con ello, pues lentamente se va desvaneciendo, y todos dirán: ¿habrá vivido tan sólo para convertirse en hogar de lascivos gusanos?

La nube se reclinó en su aéreo trono, y así repuso:

Si has de ser alimento de gusanos, virgen de los cielos, ¡cuánta será tu utilidad! ¡Qué amplia tu gracia! Nada de cuanto vive existe para sí mismo. Nada temas, pequeña. Llamaré al débil gusano que en su lecho subterráneo yace, para que oigas su voz. ¡Acude gusano, larva del silente valle, junto a tu pensativa reina!

El indefenso gusano se asomó, y fue a detenerse sobre la hoja del lirio. La nube refulgente voló para encontrarse con su compañero en el valle.

III.

Thel contempló asombrada al gusano en su lecho, bañado de rocío.
¿Gusano eres? Tú, emblema de la fragilidad, ¿eres sólo un gusano? Te veo como un niño envuelto en la hoja de lirio. Ah, no llores, diminuto, que si no puedes hablar eres capaz de llorar. ¿Es esto un gusano? Te veo, inerme y desnudo, llorando sin que nadie te responda, sin que nadie te reconforte con maternal sonrisa.

Inclinándose sobre el lloroso infante, la madre del gusano su vida exhaló en lácteo afecto. Luego dirigió a Thel sus humildes ojos.

Oh, belleza de los valles de Har -dijo el gusano.- No vivimos para nosotros mismos. Ante ti tienes a la cosa más irrisoria, pues eso soy en realidad; mi seno está frío de sí mismo, y de sí mismo oscuro. Pero aquel que lo humilde ama, unge mi cabeza y me besa, tendiendo sus cintas nupciales en torno a mi pecho, mientras dice: Madre de mis hijos, te he amado y te he regalado una corona que nadie podrá arrebatarte.
Cómo es esto, dulce doncella, es algo que ignoro y que averiguar no puedo. Reflexiono y no puedo pensar. Sin embargo, vivo y amo.

La Hija de la Belleza enjuagó sus compasivas lágrimas con su velo blanco, diciendo:

Ay, nada sabía de esto, y en consecuencia lloraba. Sabía, sí, que Dios amaba al gusano y que castigaba al pie malvado, si caprichosamente hería su indefenso cuerpo; pero que le regalara con leche y aceite, lo ignoraba, y de ahí mi llanto. Al aire tibio lanzaba mi queja porque me esfumaba, tendida en tu lecho yerto dejaba mi luminoso reino.

Reina de los valles, -repuso el terroso gusano- he oído tus suspiros, tus lamentos sobrevolaron mi tejado y los llamé para que bajaran. ¿Quieres, oh reina, entrar en mi casa? Dueña eres de penetrar en ella, y de volver. Nada temas. Entra con tus virginales pies.

IV.

El formidable centinela de las eternas puertas alzó la barra septentrional.

Entró Thel, y contempló los secretos de la ignota tierra; vio los lechos de los muertos y el sitio donde la raíz de cada corazón terreno hinca su incansable vibrar. Tierra de pesares y lágrimas, donde jamás se viera una sonrisa.

Erró por el país de las nubes atravesando oscuros valles y escuchando gemidos y lamentos. A menudo se detenía cerca de una tumba, de rocío bañada.

Permaneció en silencio para oír las voces de la tierra. Finalmente, a su propia tumba llegó, y cerca de ella se sentó.

Escuchó entonces aquella voz del dolor que alentaba en la hueca fosa.

¿Porqué es incapaz el oído de permanecer cerrado a su propia destrucción, y el rutilante ojo al veneno de una sonrisa?
¿Porqué están cargados los párpados de flechas, donde mil guerreros al acecho yacen?
¿Porqué está el ojo lleno de dones y gracias que siembran frutos y monedas de oro?
¿Porqué la lengua se endulza con la miel de todos los vientos?
¿Porqué es el oído un torbellino afanoso que pretende envolver en su seno a toda la creación?
¿Porqué la nariz se dilata al inhalar el terror, temblorosa y espantada?
¿Porqué un suave ondular sobre el muchacho levemente?
¿Porqué una tenue cortina de carne yace sobre el lecho de nuestro deseo?

La virgen dejó su asiento y, lanzando un grito, huyó desesperada, hasta llegar a los valles de Har.





El jardín del amor.


Me dirigí al Jardín del Amor,
y observé lo que nunca viera:
una capilla habían construido en su centro,
allí donde yo solía jugar rodeado de verdor.

Las puertas de la capilla estaban cerradas
y escrito en la puerta se leía: “No lo harás”,
de modo que presté atención al Jardín del Amor,
que tantas amables flores ofreciera.

Y vi que estaba cubierto de sepulcros,
y lápidas se erguían donde flores debieran crecer.
Sacerdotes de hábito negro cumplían sus rondas,
enlazando con espinas mis sueños y anhelos.





El hada.


Acudid, gorriones míos,
flechas mías.
Si una lágrima o una sonrisa
al hombre seducen;
si una amorosa dilatoria
cubre el día soleado;
si el golpe de un paso
conmueve de raíz al corazón,
he aquí el anillo de bodas,
transforma en rey a cualquier hada.

Así cantó un hada.
De las ramas salté
y ella me eludió,
intentando huir.
Pero, atrapada en mi sombrero,
no tardará en aprender
que puede reír, que puede llorar,
porque es mi mariposa:
he quitado el veneno
del anillo de bodas.





El ángel.


Un sueño he soñado ¿significado?
Yo era una virgen con un reinado,
Un ángel bueno me custodiaba,
(¡Maldito llanto a nadie encantaba!)

Lloraba de noche, lloraba de día,
Mis lágrimas él recogía
Lloraba de día, lloraba de noche,
Supe yo ocultarle mi goce.

La mañana se ruborizó
Él sacó sus alas y voló.
Sequé mi rostro, armé el temor:
Escudos, lanzas, diez mil o mayor.

Pronto mi Ángel regresó:
Armada estaba yo, él vino en vano;
Pues el joven tiempo desapareció
Y así mi cabello encaneció.





A Tirzah.


Todo aquello que nace de mortal
debe consumirse con la tierra,
para alzarse libre de la generación.
¿Qué tengo que ver yo contigo?

Los sexos nacieron de la vergüenza y el orgullo:
surgieron con la mañana y en la tarde murieron;
pero la Misericordia transformó la muerte en sueño:
los sexos se levantaron para trabajar y llorar.

Tú, Madre de mi padre mortal,
con crueldad forjaste mi corazón
y con falsas lágrimas, engañándote,
encadenaste mi nariz, mis ojos y mis oídos.

Paralizaste mi lengua con la insensible arcilla
y me entregaste a la mortalidad.
La muerte de Jesús me hizo libre.
¿Qué tengo que ver yo contigo?


Poemas III. William Butler Yeats (1865-1939)

En el crepúsculo. 


Gastado corazón de un tiempo gastado,
Líbrate de las redes de lo cierto y lo falso;
Ríe otra vez, corazón, en el triste crepúsculo,
Suspira una vez más, corazón, ante el rocío de la mañana.

Tu madre Eire es siempre joven,
El rocío siempre brillante y triste el crepúsculo;
Aunque tu esperanza colapse y el amor se desvanezca,
Ardiendo en las llamas de una lengua odiosa.

Ven, corazón, allí donde las colinas se amontonan:
Pues allí la hermandad mística
Del sol y la luna y el claro y el bosque
Y el río y la corriente construyen su deseo;

Y se alza Dios soplando su cuerno solitario,
Y el tiempo y el mundo siempre vuelan;
Y el amor es menos amable que el oscuro crepúsculo,
Y la esperanza menos querida que el rocío de la mañana.






La balada de Aengus, el errante.


Fuí al bosque de avellanos,
Porque sentía un fuego en mi cabeza,
Y corté y pelé una rama de avellano,
Y enganché una baya en el hilo;
Y mientras volaban las polillas blancas,
Y estrellas como polillas titilaban,
Solté la baya en el arroyo
Y atrapé una pequeña trucha dorada.

Cuando la hube dejado en el suelo
Fui a avivar las lenguas fuego,
Pero algo susurró en el suelo,
Y alguien me llamó por mi nombre:
Se había convertido en una joven de sutil resplandor
Con flores de manzano en su cabello
Que me llamó por mi nombre y corrió
Y se desvaneció en el claro aire.

Aunque ya estoy viejo de vagar
Por tierras bajas y tierras montañosas,
Descubriré dónde se ha ido,
Y besaré sus labios y tomaré sus manos;
Y caminaré por la larga hierba de colores,
Y aferraré hasta el fin de los tiempos
Las plateadas manzanas de la luna,
Las doradas manzanas del sol.





El hombre que soñó con el País de las Hadas.


Estuvo entre una multitud en Dromahair;
su corazón colgaba sobre un hábito de seda,
y al final había conocido alguna ternura,
antes de que fuera abrazado por la tierra;
pero cuando un hombre en un montón de peces apila,
parece que alzan sus pequeñas cabezas plateadas,
y cantan lo que la dorada mañana y la tarde derraman
sobre el mundo entretejido de una isla olvidada,
donde la gente ama a orillas del mar;
que el Tiempo las promesas del amante no podrá malograr,
bajo ese tejido cielo inmóvil de ramas;
el canto le sacó de su débil reposar.

Por las arenas de Lissadel ha meditado;
su mente corre por los miedos, dinero y cuidados,
y él, al final, había conocido algunos prudentes años,
antes de que se apilaran bajo la colina su tumba;
pero mientras recorría los sitios de rompiente espuma,
un gusano, con su gris y terrosa boca
canta que en algún lugar del norte, oeste o sur
habita una alegre, exultante, afable raza,
bajo los dorados o plateados cielos;
y si allí un huraño bailarín sus pies pusiera,
parecería que el sol y la luna en el frutal estuvieran:
y con aquel canto nunca más sería sabio.

Ante el gozo de Scanavin reflexionó,
reflexionó sobre sus mofadores; sin falta
fue un cuento campesino su repentina venganza,
cuando la noche pétrea se había bebido su cuerpo;
pero una nudosa hierba de la laguna
(con voz innecesariamente cruel) cantaba
donde el anciano silencio ordena regocijarce ante su elegida raza,
no importa que tempestuosas aguas suban y caigan
o que la plateada tormenta corroa su oro al día,
y la medianoche los arrope como en lana
y el amante con el amante descance en paz.
El cuento retiró su sutil enojo de su faz.

Durmió bajo la colina de Lugnagall;
y podría haber conocido el sueño real
bajo ese vaporoso y frío turbante empinado,
ahora que al hombre y todo, la tierra se ha llevado:
los gusanos que ensartan sus huesos no proclamaron
con ese incauto, agudo grito
que Dios en el cielo sus dedos ha puesto,
que por esos dedos corre el brillante verano
sobre el bailarín de la ignota ola.
¿Porqué deberían aquellos danzantes sin fracaso
soñar, hasta que Dios calcine la naturaleza con un beso?
El hombre alivio en la tumba no ha encontrado.





A la rosa sobre la cruz del tiempo.


¡Rosa roja, orgullosa Rosa, triste Rosa de todos mis días!
Acércate, mientras canto las antiguas melodías;
con la amarga marea Cuchulain luchando;
el Druida, gris, de madera alimentado, ojos calmos,
quien a su alrededor lanza los sueños de Fergus, y ocultos quebrantos
y tu propia tristeza, donde quiera que comience, se hizo vieja
bailando con plateadas sandalias sobre el mar,
canta su elevada melodía.

 Acércate, no te ciegues más por el destino del hombre,
yo encuentro bajo las ramas del amor y el odio,
en todas las pobres y tontas cosas que un día viven,
eterna belleza vagando en su errante vía.

 Acércate, acércate, acércate. –¡Ah, déjame un momento
todavía para que la rosa ensanche su aliento!
por miedo de que nunca más escuche las simples cosas que anhelo;
el débil gusano escondido en su pequeña cueva,
el ratón de campo corriendo a mi lado en la hierba,
y las pesadas esperanzas mortales que se esfuerzan y pasan;
pero solitario busca el poder oir todo lo extraño dicho
por Dios a los brillantes corazones largo tiempo muerto,
y aprende a cantar una lengua que los hombres desconocen.
Acércate; yo cantaría, antes de que llegue mi tiempo,
a la anciana Eire y las antiguas melodías:
Rosa Roja, orgullosa Rosa, triste Rosa de todos mis días.


Poemas. Thomas Gray (1716-1771)

El epitafio.


Aquí la falda de la tierra escondida
un joven sin fama y sin riqueza;
su humilde cuna vio la ciencia oculta
y lo marcó como suyo la tristeza.

Sincero y generoso fue, y el cielo
lo supo; dio cuanto tenía consigo:
una lágrima al pobre por consuelo;
tuvo de Dios cuanto pidió: un amigo

Su flaqueza y virtud bajo esta losa
no indagues de la tierra madre.
Con esperanza tímida reposa





Elegía sobre un cementerio de aldea. 


Suena el toque de los difuntos al partir el día,
El viento suspira lentamente sobre el prado,
El arador vuelve a casa por el camino cansado,
Y abandona el mundo a la oscuridad, y a mi.

Ahora el paisaje se deshace, apenas brilla en los ojos,
Y todo el aire sostiene una quietud solemne,
Donde zumba el vuelo, las ruedas del escarabajo,
Un rumor soñoliento que se pierde en la distancia.

A salvo de la joven hiedra en la torre,
El búho decrépito se queja con la luna,
Vagando cerca de su secreta laguna,
Perturba su reino antiguo y desolado.

Bajo aquellos olmos rugosos, aquella sombra del Tejo,
Donde el césped cubre las almas en descomposición,
Cada uno en su célula estrecha, por siempre,
Los rudos antepasados de la aldea sueñan.

La llamada ventosa del incienso en la mañana,
El trago que gorjea en el cobertizo de paja,
El clarín áspero del gallo, o el cuerno que resuena,
Ya no los despertará de su cama eterna.

Para ellos el hogar ardiente ya no quemará,
O la atareada ama de casa los cuidará:
Ningún niño gritará al volver su padre,
Rodeando sus rodillas para sellar el regreso.

A menudo barría la cosecha con su hoz,
El surco obstinado siempre se quebró:
¡Cuán alegre conducía su grupo lejos!
¡Cómo dobló los bosques bajo su golpe robusto!

La ambición no se burla de su trabajo útil,
De su felicidad hogareña, su destino oscuro;
Ni el esplendor oye, con su sonrisa desdeñosa,
Los breves y simples anales de los pobres.

La jactancia de la heráldica, la pompa del poder,
Y todo lo que la belleza, lo que la riqueza dio,
Aguardan su hora inevitable: los caminos
De la riqueza también conducen a la tumba.

Ni tu, orgulloso, cargues de culpa sus huesos,
Si la memoria sobre sus tumbas no tiene trofeos,
Donde por el pasillo largo su bóveda y arte ilustró
El himno aumenta las melodías de su plegaria.

¿Es que puede la urna legendaria
Recuperar su aliento breve?
¿Puede la voz del honor provocar el polvo silencioso,
O la adulación suavizar el oído helado de la muerte?

Tal vez en este espacio olvidado habita un corazón,
Alguna vez agitado por el fuego celeste;
Manos, que la rueda del imperio hayan convocado,
O despertado el éxtasis de una lira en llamas.

Pero el Conocimiento, con su amplia página,
Nunca desenrolló en sus ojos el despojo del tiempo;
La miseria fría reprimió su rabia noble,
Y congeló la corriente cálida de su alma.

Gemas llenas del rayo más puro y sereno,
Durmiendo en las ignotas cuevas del océano:
Flores que nacen para un rubor invisible,
Gastando su dulzura en el aire desierto.

Algún pueblo que con el pecho intrépido
Soportó el peso de su pequeño tirano,
Algún Milton mudo aquí puede descansar,
Algún Cromwell inocente de la sangre natal.

El aplauso de los jefes para ordenar,
Las amenazas del dolor y la ruina para despreciar,
Para dispersar la abundancia sobre la tierra alegre,
Leyendo su historia en los ojos nacionales,

Su parte prohibió: no restringirá en soledad
La encendida virtud, sus crímenes son confinados;
Prohibió para abrirse paso en sangre al trono,
Y cerrar las puertas de la piedad sobre el hombre,

Los tormentos que buscan ocultarse de la verdad,
Para aniquilar el rubor de una vergüenza ingenua,
O alabar el templo de la Lujuria y la Vulgaridad,
Con el incienso ardiente, la llama de la Musa.

Lejos de la demente multitud que lucha,
Sus sobrios deseos nunca aprendieron a callar;
A lo largo del fresco valle de la vida
Conservaron el tenor silencioso de su camino.

Aún estos huesos del insulto protegen
Un recuerdo frágil del quizás,
Con rimas groseras y esculturas informes
Imploran el tributo débil de un suspiro que pasa.

Sus nombres, sus años, deletreados por la Musa procaz,
Les otorgan el lugar de la fama y la elegía:
Y esparce muchos sagrados textos en torno a ella,
Que instruyen al rústico moralista a morir.

¿Para quién, al mudo Olvido su presa,
Esta ansiosa y resignada complacencia,
Abandona los lugares del día caliente,
Ni lanza una detenida mirada hacia atrás?

En algún pecho afectuoso el alma que se separa confía,
Algunas gotas piadosas que el ojo cerrado necesita;
Incluso de la tumba la voz de la Naturaleza llora,
Incluso de nuestras cenizas se agita el fuego.

Por aquellos que, atentos al deshonrado muerto,
Ven en estas líneas su historia sencilla;
Si por casualidad la solitaria contemplación condujera
A un espíritu similar a inquirir el por qué de su destino,

Felices los encanecidos pueden decir:
A menudo lo hemos visto al despuntar el alba,
Cubriendo con paso apresurado el rocío lejano,
Para encontrar al sol en la meseta del horizonte.

Allí, a los pies de la joven y nudosa Haya,
Que enrosca sus fantásticas raíces tan abajo,
Su longitud decaída en el atardecer estirará,
Bebiendo en el arroyo que murmura al pasar.

Cerca de la madera, ahora sonriendo con desprecio,
Susurrando sus fantasías caprichosas,
Torciéndose, afligido y pálido, como un desesperado,
Enloquecido, arrebatado por un amor sin esperanza.

Lo extrañé una mañana sobre la colina,
A lo largo del brezal, cerca de su árbol;
Otro vino, lejos aún, sin tocar el camino
Ni la hierba, tampoco en el bosque era él;

El siguiente, con las deudas tristes detrás,
Lento por el sendero de la iglesia lo vimos llevar,
Se acerca y lee (para que tu puedas leer)
La lápida de piedra bajo el Espino anciano.

El Epitafio:
Aquí descansa su cabeza en la falda de la Tierra,
Una juventud que no conoció la Fama ni la Fortuna.
La ciencia justa frunció el ceño sobre su nacimiento,
Y la Melancolía lo marcó como un hijo propio.


La llamada de Cthulhu. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Es imposible que tales potencias o seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie...
Algernon Blackwood

1. El bajorrelieve de arcilla

No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visión de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que, si no hubiese muerto repentinamente, hubiera destruido sus notas.

Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy tengo mis dudas… y algo más que dudas.

Como heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz mental del anciano.

El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues, aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota relación.

Sobre esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una arquitectura ciclópea.

Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título: “1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.”, y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121, Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La Atlántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos y antropológicos como La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.

La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”; pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente “raro”. No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence, deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.

En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su conversación habitual.

-Es nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.

Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.

Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños. Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R’lyeh.

El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres, en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios kilómetros de altura” que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.

El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.

Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional “sal de la tierra” de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal.

Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así.

Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones. Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el profesor.

2. El informe del inspector Legrasse

Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía traducir… Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas.

El jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho el viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información que no había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había logrado determinar.

No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.

El inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de aquella piedra desconocida.

La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.

El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.

Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre.

Cuarenta y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo había impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.

Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.

Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:

En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.

Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre parias y vagabundos.

El 1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no podían soportarlo.

En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.

La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.

Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:

Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.

Por fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo, fascinados por el horror.

En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo de fuego.

Pudo haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las supersticiones locales.

La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.

Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.

Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría allí, esperándolo.

Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto significaba: “En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”.

Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.

El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.

Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero, aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños.

Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.

En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico:

No está muerto quien puede yacer eternamente,
y en épocas extrañas hasta la muerte puede morir.

Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.

El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox.

No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.

Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica. Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico.

Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles en versos y pinturas.

Moreno, frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.

Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.

Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.

Esas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.

El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición, examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.

Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho.

3. La locura del mar

Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número del Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor llamaba el “culto de Cthulhu” y me encontraba de visita en casa de un docto amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las piedras. Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.

Despojé vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:

Misterioso barco a la deriva rescatado en alta mar

El Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar. Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.

El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21′ de latitud sur, y a los 152°17′ longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.

El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.

El sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.

Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura, segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20 de febrero, con una tripulación de 20 hombres.

El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51′ de latitud sur y a los 128°54′ de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos2 y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.

Los marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.

Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree, murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.

Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.

Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.

Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.

Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se había hecho apresuradamente a la vela.

Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.

El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.

Esto era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?

El 1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había sitiado el alma de los hombres.

Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.

En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección.

Volví entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: “Vinieron de las estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.

Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.

La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.

No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había dejado un largo manuscrito, que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.

Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me fuese acordado el eterno reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres.

Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.

Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y la luz del sol.

El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los 49°9′ de latitud oeste, y 126°43′ de longitud sur, se encuentran ante una costa barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh, construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante!

Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.

Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas… superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma impresión.

Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.

Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de recuerdo.

Rodríguez, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.

Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.

Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva.

La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla.

La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez.

Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua.

Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.

Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés3; pero Johansen no retrocedió.

Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.

Eso fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.

Luego de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.

Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco demasiado y el culto todavía existe.

Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.

FIN

1. Melopea: Canto monótono.
2. Canaco o kanak: pueblo que vive principalmente en Nueva Caledonia, pero también en Vanuatu, Australia, Papúa y Nueva Guinea.
3. Bauprés: Palo grueso colocado oblicuamente en la proa de un navío