jueves, 4 de julio de 2024

Aire frío. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Me piden que explique por qué temo las corrientes de aire frío, por qué tiemblo más que otros al entrar en una habitación fría. Parece como si sintiera náuseas y repulsión cuando el fresco viento del ocaso se desliza entre la calurosa atmósfera de un apacible día otoñal. Según algunos, reacciono frente al frío como otros lo hacen frente a los malos olores, impresión que no negaré. Lo que haré es referir el caso más espeluznante que me ha sucedido, para que ustedes juzguen en consecuencia si constituye o no una razonada explicación de esta particularidad.

Es una equivocación creer que el horror se asocia íntimamente con la oscuridad, el silencio y la soledad. Yo lo sentí en plena tarde, en pleno ajetreo de la gran urbe y en medio del bullicio propio de una destartalada y modesta pensión, en compañía de una prosaica patrona y dos fornidos hombres. En la primavera de 1923 había conseguido un trabajo rutinario y mal pago en una revista de la ciudad de Nueva York; y viéndome imposibilitado de pagar un sustancioso alquiler, me mudé de una pensión barata a otra que reuniera las cualidades mínimas limpieza, un mobiliario decente y un precio lo más razonable posible. Pronto comprobé que no quedaba más remedio que elegir entre soluciones malas, pero tras algún tiempo recalé en una casa situada en la calle Catorce Oeste que me desagradó bastante menos que las otras en que me había alojado hasta entonces.

El lugar en cuestión era una mansión de piedra rojiza de cuatro pisos, que debía datar de finales de la década de 1840, y provista de mármol, cuyo herrumboso y descolorido esplendor era muestra de la exquisita opulencia que debió tener en otras épocas. En las habitaciones, amplias y de techo alto, empapeladas con el peor gusto, había un persistente olor a humedad y a dudosa cocina. Pero los suelos estaban limpios, la ropa de cama podía pasar y el agua caliente apenas se cortaba o enfriaba, de forma que llegué a considerarlo como un lugar cuando menos soportable para hibernar hasta el día en que pudiera volver realmente a vivir. La patrona, una desaliñada y casi barbuda mujer española apellidada Herrero, no me importunaba con habladurías ni se quejaba cuando dejaba encendida la luz hasta altas horas en el vestíbulo de mi tercer piso; y mis compañeros de pensión eran tan pacíficos y poco comunicativos como desearía, tipos toscos, españoles en su mayoría, apenas con el menor grado de educación. Sólo el estrépito de los coches que circulaban por la calle constituía una auténtica molestia.

Llevaría allí unas tres semanas cuando se produjo el primer extraño incidente. Una noche, a eso de las ocho, oí como si cayeran gotas en el suelo y de repente advertí que llevaba un rato respirando el acre olor característico del amoníaco. Tras echar una mirada a mi alrededor, vi que el techo estaba húmedo y goteaba; la humedad procedía, al parecer, de un ángulo de la fachada que daba a la calle. Deseoso de cortarla en su origen, me dirigí apresuradamente a la planta baja para decírselo a la patrona, quien me aseguró que el problema se solucionaría de inmediato.

-El doctor Muñoz- dijo en voz alta mientras corría escaleras arriba delante de mí -, ha debido derramar algún producto químico. Está demasiado enfermo para cuidar de sí mismo, cada día que pasa está más enfermo, pero no quiere que nadie lo asista. Tiene una enfermedad muy extraña. Todo el día se lo pasa tomando baños de un olor espantoso y no puede excitarse ni acalorarse. El mismo se hace la limpieza; su pequeña habitación está llena de botellas y de máquinas, y no ejerce de médico. Pero en otros tiempos fue famoso, mi padre oyó hablar de él en Barcelona, y no hace mucho le curó al fontanero un brazo que se había herido en un accidente. Jamás sale. Todo lo más se le ve de vez en cuando en la terraza, y mi hijo Esteban le lleva a la habitación la comida, la ropa limpia, las medicinas y los preparados químicos. ¡Dios mío, hay que ver la sal de amoníaco que gasta ese hombre para estar siempre fresco!

La señora Herrero desapareció por la escalera, y yo volví a mi habitación. El amoníaco dejó de gotear y, mientras recogía el que se había vertido y abría la ventana para que entrase el aire, oí arriba los macilentos pasos de la patrona. Nunca había oído hablar al doctor Muñoz, a excepción de ciertos sonidos que parecían más bien propios de un motor de gasolina. Su andar era calmo y apenas perceptible. Por unos instantes me pregunté qué extraña dolencia podía tener aquel hombre, y si su obstinada negativa a cualquier auxilio proveniente del exterior no sería sino el resultado de una extravagancia sin fundamento aparente. Hay, se me ocurrió pensar, un tremendo pathos en el estado de aquellas personas que en algún momento de su vida han ocupado una posición alta y posteriormente la han perdido.

Tal vez no hubiera nunca conocido nunca al doctor Muñoz, de no haber sido por el ataque al corazón que de repente sufrí una mañana mientras escribía en mi habitación. Los médicos me habían advertido del peligro que corría si me sobrevenían tales accesos, y sabía que no había tiempo que perder. Así pues, recordando lo que la patrona había dicho acerca de los cuidados prestados por aquel enfermo al obrero herido, me arrastré como pude hasta el piso superior y llamé débilmente a la puerta. Mis golpes fueron contestados en buen inglés por una extraña voz, situada a cierta distancia a la derecha de la puerta, que preguntó cuál era mi nombre y el objeto de mi visita; aclarados ambos puntos, se abrió la puerta contigua a la que yo había llamado.

Un soplo de aire frío salió a recibirme a manera de saludo, y aunque era uno de esos días calurosos de finales de junio, me puse a tiritar al traspasar el umbral de una amplio cuarto, cuya elegante decoración me sorprendió. Una cama plegable desempeñaba ahora su diurno papel de sofá, y los muebles de caoba, lujosas cortinas, antiguos cuadros y añejas estanterías hacían pensar más en le estudio de un señor de buena crianza que en la habitación de una casa de huéspedes. Pude ver que el vestíbulo que había encima del mío, llena de botellas y máquinas a la que se había referido la dueña, no era sino el laboratorio del doctor, y que la principal habitación era la espaciosa pieza contigua a éste cuyos confortables nichos y amplio cuarto de baño le permitían ocultar todos los aparadores y engorrosos ingenios utilitarios. El doctor Muñoz, no cabía duda, era todo un caballero culto y refinado.

La figura que tenía ante mí era de estatura baja pero extraordinariamente bien proporcionada, y llevaba un traje formal. Un rostro de nobles facciones, de expresión firme aunque no arrogante, adornada por una recortada barba de color gris metálico, y unos anticuados quevedos que protegían unos oscuros y grandes ojos coronando una nariz aguileña, conferían un toque moruno a una fisonomía por lo demás predominante celtibérica. El abundante y bien cortado pelo, que era prueba de puntuales visitas al barbero, estaba partido con gracia por una raya encima de su respetable frente. Su aspecto general sugería una inteligencia fuera de lo corriente y una crianza y educación excelente.

No obstante, al ver al doctor Muñoz en medio de aquella ráfaga de aire frío, sentí una repugnancia que nada en su aspecto podía justificar. Sólo la palidez de su tez y la extrema frialdad de su tacto podrían haber proporcionado un fundamento físico para semejante sensación, e incluso ambos defectos eran excusables habida cuenta de la enfermedad que padecía aquel hombre. Mi desagradable impresión pudo deberse a aquel extraño frío, pues no tenía nada de normal en un día tan caluroso, y lo anormal suscita siempre aversión, desconfianza y miedo.

Pero la repugnancia cedió ante la admiración, pues las extraordinarias dotes de aquel singular médico se pusieron al punto de manifiesto a pesar de aquellas heladas y temblorosas manos por las que parecía no circular sangre. Le bastó una mirada para saber lo que me pasaba, siendo sus auxilios de una destreza magistral. Al tiempo, me tranquilizaba con una voz finamente modulada, aunque hueca y carente de todo timbre, diciéndome que él era el más implacable enemigo de la muerte, y que había gastado su fortuna personal y perdido a todos sus amigos por dedicarse toda su vida a extraños experimentos para hallar la forma de detener y extirpar la muerte. Algo de benevolente fanatismo parecía advertirse en aquel hombre, mientras seguía hablando en un tono casi locuaz al tiempo que me auscultaba el pecho y mezclaba las drogas que había cogido de la pequeña habitación destinada a laboratorio hasta conseguir la dosis debida. Evidentemente, la compañía de un hombre educado debió parecerle una rara novedad en aquel miserable antro, de ahí que se lanzara a hablar más de lo acostumbrado a medida que rememoraba tiempos mejores.

Su voz tenía un efecto sedante; y ni siquiera pude percibir su respiración mientras las fluidas frases salían con exquisito esmero de su boca. Trató de distraerme de mis preocupaciones hablándome de sus teorías y experimentos, y recuerdo con qué tacto me consoló acerca de mi frágil corazón insistiendo en que la voluntad y la conciencia son más fuertes que la vida orgánica. Decía que si lograba mantenerse saludable y en buen estado el cuerpo, se podía, mediante la ciencia de la voluntad y la conciencia, conservar una especie de vida nerviosa, cualesquiera que fuesen los graves defectos, disminuciones o incluso ausencias de órganos específicos que se sufrieran. Algún día, me dijo medio en broma, me enseñaría cómo vivir, o al menos a llevar una cierta existencia consciente ¡sin corazón! Por su parte, sufría de una serie dolencias que le obligaban a seguir un régimen muy estricto, que incluía la necesidad de estar expuesto constantemente al frío. Cualquier aumento apreciable de la temperatura podía, caso de prolongarse, afectarle fatalmente; y había logrado mantener el frío que reinaba en su estancia, de unos 11 a 12 grados, gracias a un sistema absorbente de enfriamiento por amoníaco, cuyas bombas eran accionadas por el motor de gasolina que con tanta frecuencia oía desde mi habitación situada justo debajo.

Recuperado del ataque en un tiempo extraordinariamente breve, salí de aquel lugar helado convertido en ferviente discípulo y devoto del genial recluso. A partir de ese día, le hice frecuentes visitas siempre con el abrigo puesto. Le escuchaba atentamente mientras hablaba de investigaciones y resultados casi escalofriantes, y un estremecimiento se apoderó de mí al examinar los singulares y sorprendentes volúmenes antiguos que se alineaban en las estanterías de su biblioteca. Debo añadir que me encontraba ya casi completamente curado de mi dolencia, gracias a sus acertados remedios. Al parecer, el doctor Muñoz no desdeñaba los conjuros de los medievalistas, pues creía que aquellas fórmulas crípticas contenían raros estímulos psicológicos que bien podrían tener efectos indecibles sobre la sustancia de un sistema nervioso en el que ya no se dieran pulsaciones orgánicas. Me impresionó lo que me contó del anciano doctor Torres, de Valencia, con quien realizó sus primeros experimentos y que le atendió a él en el curso de la grave enfermedad que padeció 18 años atrás, y de la que procedían sus actuales trastornos, al poco tiempo de salvar a su colega, el anciano médico sucumbió víctima de la gran tensión nerviosa a que se vió sometido.

A medida que transcurrían las semanas, observé con dolor que el aspecto físico de mi amigo iba desmejorándose, lenta pero irreversiblemente, tal como me había dicho la señora Herrero. Se intensificó el lívido aspecto de su semblante, su voz se hizo más hueca e indistinta, sus movimientos musculares perdían coordinación y su cerebro y voluntad desplegaban menos flexibilidad e iniciativa. El doctor Muñoz parecía darse perfecta cuenta del empeoramiento, y poco a poco su expresión y conversación fueron adquiriendo un matiz de horrible ironía que me hizo recobrar algo de la indefinida repugnancia que experimenté al conocerle. El doctor Muñoz adquirió con el tiempo extraños caprichos, aficionándose a las especias exóticas y al incienso egipcio, hasta el punto de que su habitación se impregnó de un olor semejante al de la tumba de los faraones. Al mismo tiempo, su necesidad de aire frío fue en aumento, y, con mi ayuda, amplió los conductos de amoníaco de su habitación y transformó las bombas y sistemas de alimentación de la máquina de refrigeración hasta lograr que la temperatura descendiera a un punto entre uno y cuatro grados, y, finalmente, incluso a dos bajo cero; el cuarto de baño y el laboratorio conservaban una temperatura algo más alta, a fin de que el agua no se helara y pudieran darse los procesos químicos. El huésped que habitaba en la habitación contigua se quejó del aire glacial que se filtraba a través de la puerta de comunicación, así que tuve que ayudar al doctor a poner unos tupidos cortinajes para solucionar el problema. Una especie de creciente horror, desmedido y morboso, pareció apoderarse de él. No cesaba de hablar de la muerte, pero estallaba en sordas risas cuando, en le curso de la conversación, se aludía con suma delicadeza a cosas como los preparativos para el entierro o los funerales.

Con el tiempo, el doctor acabó convirtiéndose en una desconcertante y desagradable compañía. Pero, en mi gratitud por haberme curado, no podía abandonarle en manos de los extraños que le rodeaban, así que tuve buen cuidado de limpiar su habitación y atenderle en sus necesidades cotidianas. Asimismo, le hacía sus compras, aunque no salía de mi estupor ante algunos de los artículos que me encargaba comprar en las farmacias y almacenes de productos químicos.

Una creciente e indefinible atmósfera de pánico parecía desprenderse de su cuarto. La casa entera, como ya he dicho, despedía un olor a humedad; pero el olor de las habitaciones del doctor Muñoz era aún peor, y, no obstante las especias, el incienso y el acre, perfume de los productos químicos de los ahora incesantes baños (que insistía en tomar sin asistencia), comprendí que aquel olor debía guardar relación con su enfermedad, y me estremecí al pensar cual podría ser. La señora Herrero se santiguaba cada vez que se cruzaba con él, y finalmente lo abandonó por entero en mis manos, no dejando siquiera que su hijo Esteban siguiese haciéndole los recados. Cuando yo le sugería la conveniencia de avisar a otro médico, el paciente montaba en cólera. Temía sin duda el efecto físico de una violenta emoción, pero su voluntad y coraje crecían en lugar de menguar, negándose a acostarse. La lasitud de los primeros días de su enfermedad dio paso a un retorno de su vehemente ánimo, hasta el punto de que parecía desafiar a gritos al demonio de la muerte aun cuando corriese el riesgo de que el tradicional enemigo se apoderase de él. Dejó prácticamente de comer, algo que curiosamente siempre dio la impresión de ser una formalidad en él, y sólo la energía mental que le restaba parecía librarle del colapso definitivo.

Adquirió la costumbre de escribir largos documentos, que sellaba con cuidado y llenaba de instrucciones para que a su muerte los remitiera yo a sus destinatarios. Estos eran en su mayoría de las Indias Occidentales, pero entre ellos se encontraba un médico francés famoso en otro tiempo y al que ahora se daba por muerto, y del que se decían las cosas más increíbles. Pero lo que hice en realidad, fue quemar todos los documentos antes de enviarlos o abrirlos. El aspecto y la voz del doctor Muñoz se volvieron absolutamente espantosos y su presencia casi insoportable. Un día de septiembre, una inesperada mirada suscitó una crisis epiléptica en un hombre que había venido a reparar la lámpara eléctrica de su mesa de trabajo, ataque éste del que se recuperó gracias a las indicaciones del doctor mientras se mantenía lejos de su vista. Aquel hombre, harto sorprendentemente, había vivido los horrores de la gran guerra sin sufrir tamaña sensación de terror.

Un día, a mediados de octubre, sobrevino el horror de los horrores de forma repentina. Una noche se rompió la bomba de la máquina de refrigeración, por lo que pasadas tres horas resultó imposible mantener el proceso de enfriamiento del amoníaco. El doctor Muñoz me avisó dando golpes en el suelo, y yo hice lo imposible por repara la avería, mientras mi vecino no cesaba de lanzar imprecaciones. Mis esfuerzos resultaron inútiles; y cuando al cabo de un rato me presenté con un mecánico de un garaje nocturno cercano, comprobamos que nada podía hacerse hasta la mañana siguiente, pues hacía falta un nuevo pistón. La rabia y el pánico del moribundo ermitaño adquirieron proporciones grotescas, dando la impresión de que fuera a quebrarse lo que quedaba de su debilitado físico, hasta que en un momento dado un espasmo le obligó a llevarse las manos a los ojos y precipitarse hacia el cuarto de baño. Salió de allí a tientas con el rostro fuertemente vendado y ya no volví a ver sus ojos.

El frío reinante en la estancia empezó a disminuir de forma apreciable y a eso de las cinco de la mañana el doctor se retiró al cuarto de baño, al tiempo que me encargaba le procurase todo el hielo que pudiera conseguir en las tiendas y cafeterías abiertas durante la noche. Cada vez que regresaba da alguna de mis desalentadoras correrías y dejaba el botín delante de la puerta cerrada del baño, podía oír un incansable chapoteo dentro y una voz ronca que gritaba ¡Más! ¡Más!. Finalmente, amaneció un caluroso día, y las tiendas fueron abriendo una tras otra. Le pedí a Esteban que me ayudara en la búsqueda del hielo mientras yo me encargaba de conseguir el pistón. Pero, siguiendo las órdenes de su madre, el muchacho se negó en redondo.

En última instancia, contraté los servicios de un haragán, a fin de que le subiera al paciente hielo de una pequeña tienda, mientras yo me entregaba con la mayor diligencia a la tarea de encontrar un pistón para la bomba y conseguir los servicios de unos obreros competentes que lo instalaran. La tarea parecía interminable, y casi llegué a desalentarme al ver cómo transcurrían las horas yendo de acá para allá sin aliento y sin ingerir alimento alguno. Serían las doce cuando muy lejos del centro encontré un almacén de repuestos donde tenían lo que buscaba, y aproximadamente hora y media después llegaba a la pensión con el instrumental necesario y dos fornidos y avezados mecánicos. Había hecho todo lo que estaba en mi mano, y sólo me quedaba esperar que llegase a tiempo.

Sin embargo, un indecible terror me había precedido. La casa estaba totalmente alborotada, y por encima del incesante parloteo de las voces pude oír a un hombre que rezaba con voz profunda. Algo diabólico flotaba en el ambiente, y los huéspedes pasaban las cuentas de sus rosarios al llegar hasta ellos el olor que salía por debajo de la atrancada puerta del doctor. Al parecer, el tipo que había contratado salió precipitadamente dando histéricos alaridos al poco de regresar de su segundo viaje en busca de hielo: quizá se debiera todo a un exceso de curiosidad. En la precipitada huida no pudo, desde luego, cerrar la puerta tras de sí; pero lo cierto es que estaba cerrada y, a lo que parecía, desde el interior. Dentro no se oía el menor ruido, salvo un indefinible goteo lento y espeso.

Tras consultar brevemente con la dueña y los obreros, no obstante el miedo que me tenía atenazado, opiné que lo mejor sería forzar la puerta; pero la patrona halló el modo de hacer girar la llave desde el exterior sirviéndose de un artilugio de alambre. Con anterioridad, habíamos abierto las puertas del resto de las habitaciones de aquel ala del edificio, y otro tanto hicimos con todas las ventanas. A continuación, y protegidas las narices con pañuelos, penetramos temblando de miedo en la hedionda habitación del doctor que, orientada al mediodía, abrasaba con el caluroso sol de primeras horas de la tarde.

Una especie de rastro oscuro y viscoso llevaba desde la puerta abierta del cuarto de baño a la puerta de vestíbulo, y desde aquí al escritorio, donde se había formado un horrible charco. Encima de la mesa había un trozo de papel, garrapateado a lápiz por una repulsiva y ciega mano, terriblemente manchado, también, al parecer, por las mismas garras que trazaron apresuradamente las últimas palabras. El rastro llevaba hasta el sofá en donde finalizaba inexplicablemente.

Lo que había, o hubo, en el sofá es algo que no puedo ni me atrevo a decir aquí. Pero esto es lo que, en medio de un estremecimiento general, descifré del embardunado papel, antes de sacar una cerilla y prenderla fuego, lo que conseguí descifrar aterrorizado mientras la patrona y los dos mecánicos salían disparados de aquel infernal lugar hacia la comisaría más próxima para balbucear sus incoherentes historias. Las nauseabundas palabras resultaban poco menos que increíbles en aquella amarillenta luz solar, con el estruendo de los coches y camiones que subían calle, pero debo confesar que en aquel momento creí lo que decían. Si las creo ahora es algo que sinceramente ignoro. Hay cosas acerca de las cuales es mejor no especular, y todo lo que puedo decir es que no soporto el olor a amoníaco y que me siento desfallecer ante una corriente de aire excesivamente frío.

-Ha llegado el final- rezaban aquellos hediondos garabatos- No queda hielo... El hombre ha lanzado una mirada y ha salido corriendo. El calor aumenta por momentos, y los tejidos no pueden resistir. Me imagino que lo sabe... lo que dije sobre la voluntad, los nervios y la conservación del cuerpo una vez que han dejado de funcionar los órganos. Como teoría era buena, pero no podía mantenerse indefinidamente. No conté con el deterioro gradual. El doctor Torres lo sabía, pero murió de la impresión. No fue capaz de soportar lo que hubo de hacer: tuvo que introducirme en un lugar extraño y oscuro, cuando hizo caso a lo que le pedía en mi carta, y logró curarme. Los órganos no volvieron a funcionar. Tenía que hacerse a mi manera pues, ¿comprende?, yo fallecí en aquel entonces, hace ya dieciocho años.


A la deriva. Horacio Quiroga (1878-1937)

El hombre pisó algo blanduzco, y enseguida sintió la mordedura en el pie.

Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó sangre el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contemplo. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. El hombre quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

–¡Dorotea! –alcanzó a lanzar en un estertor–. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

–¡Te pedí caña, no agua! –rugió de nuevo–. ¡Dame caña!
–¡Pero es caña, Paulino! –protestó la mujer espantada.
–¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

–Bueno; esto se pone feo... –murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú–Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito –de sangre esta vez–, dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú–Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

–¡Alves! –gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
–¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! –clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, siempre la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú–Pucú.

El bienestar avanzaba y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú–Pucú? Acaso viera también a su ex patrón, míster Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

–Un jueves...

Y cesó de respirar.


El alambre de púa. Horacio Quiroga (1878-1937)

Durante quince días el caballo alazán había buscado en vano la senda por donde su compañero se escapaba del potrero. El formidable cerco, de capuera –desmonte que ha rebrotado inextricable–, no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo. Evidentemente no era por allí por donde el malacara pasaba. El alazán recorría otra vez la chacra, trotando inquieto con la cabeza alerta. De la profundidad del monte, el malacara respondía a los relinchos vibrantes de su compañero con los suyos cortos y rápidos, en que había una fraternal promesa de abundante comida. Lo más irritante para el alazán era que el malacara reaparecía dos o tres veces en el día para beber. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. Pero de pronto el malacara, con su soga a rastra, se internaba en el chircal, y cuando el alazán, al darse cuenta de su soledad, se lanzaba en su persecución, hallaba el monte inextricable. Esto sí, de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena.

Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: cruzando por frente al chircal, que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vio un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte. Allí estaba el malacara, deshojando árboles. La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado. Repitió su avance a través del chircal, hasta llegar a conocer perfectamente la entrada del túnel. Entonces usó del viejo camino que con el alazán habían formado a lo largo de la línea del monte. Y aquí estaba la causa del trastorno del alazán: la entrada de la senda formaba una línea sumamente oblicua con el camino de los caballos, de modo que el alazán, acostumbrado a recorrer éste de sur a norte y jamás de norte a sur, no hubiera hallado jamás la brecha.

En un instante el viejo caballo estuvo unido a su compañero, y juntos entonces, sin más preocupación que la de despuntar torpemente las palmeras jóvenes, los dos caballos decidieron alejarse del malhadado potrero que sabían ya de memoria. El monte, sumamente raleado, permitía un fácil avance, aun a caballos. Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. El viejo alazán, que en su juventud había correteado capueras hasta vivir perdido seis meses en ellas, dirigió la marcha, y en media hora los tabacos inmediatos quedaron desnudos de hojas hasta donde alcanza un pescuezo de caballo. Caminando, comiendo, curioseando, el alazán y el malacara cruzaron la capuera hasta que un alambrado los detuvo.

–Un alambrado –dijo el alazán.
–Sí, alambrado –asintió el malacara. Y ambos, pasando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente. Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.

Dos minutos después pasaban; un árbol, seco en pie por el fuego, había caído sobre los hilos. Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas.
–Es yerba –constató el malacara, con sus trémulos labios a medio centímetro de las duras hojas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal prosiguieron su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Costeáronlo con tranquilidad grave y paciente, llegando así a una tranquera, abierta para su dicha, y los paseantes se vieron de repente en pleno camino real.

Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza. Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. Mas por infinita que fuera, los caballos pretendían prolongarla aún, y así, después de observar con perezosa atención los alrededores, quitáronse mutuamente la caspa del pescuezo, y en mansa felicidad prosiguieron su aventura.

El día, en verdad, la favorecía. La bruma matinal de Misiones acababa de disiparse del todo, y bajo el cielo súbitamente azul, el paisaje brillaba de esplendorosa claridad. Desde la loma cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano. El viento, muy frío, cristalizaba aún más la claridad de la mañana de oro, y los caballos, que sentían de frente el sol, casi horizontal todavía, entrecerraban los ojos al dichoso deslumbramiento. Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. ¿Pasto? Sin duda. Mas en pleno invierno...

Y con las narices dilatadas de gula, los caballos acercaron al alambrado. ¡Sí, pasto fino, pasto admirable! Y entrarían ellos, los caballos libres! Hay que advertir que el alazán y el malacara poseían desde esa madrugada alta idea de sí mismos. Ni tranquera, ni alambrado, ni monte, ni desmonte, nada fuera obstáculo para ellos. Habían visto cosas extraordinarias, salvado dificultades no creíbles, y se sentían gordos, orgullosos y facultados para tomar la decisión más estrafalaria que ocurrírseles pudiera. En este estado de énfasis, vieron a cien metros de ellos varias vacas detenidas a orillas del camino, y encaminándose allá llegaron a la tranquera, cerrada con cinco robustos palos. Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable.

–¿Por qué no entran? –preguntó el alazán a las vacas.
–Porque no se puede –le respondieron.
–Nosotros pasamos por todas partes –afirmó el alazán, altivo–. Desde hace un mes pasamos por todas partes.

Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos.

–Los caballos no pueden –dijo una vaquillona movediza–. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes.
–Tienen soga –añadió una vieja madre sin volver la cabeza.
– ¡Yo no, yo no tengo soga! –respondió vivamente el alazán–. Yo vivía en las capueras y pasaba.
–¡Sí, detrás de nosotras! Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo:

–El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene. ¿Y entonces...? ¿Ustedes no pasan?
–No, no pasamos –repuso sencillamente el malacara, convencido por la evidencia.
–¡Nosotras sí!

Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impertinentes invasoras de chacras y el Código Rural, tampoco pasaban la tranquera.

–Esta tranquera es mala –objetó la vieja madre.
–¡El sí! Corre los palos con los cuernos.
–¿Quién? –preguntó el alazán.

Todas las vacas, sorprendidas de esa ignorancia, volvieron la cabeza al alazán.

–¡El toro, Barigüí! Él puede más que los alambrados malos.
–¿Alambrados...? ¿Pasa?
–¡Todo! Alambre de púa también. Nosotras pasamos después.

Los dos caballos, vueltos ya a su pacífica condición de animales a que un solo hilo contiene, se sintieron ingenuamente deslumbrados por aquel héroe capaz de afrontar el alambre de púa, la cosa más terrible que puede hallar el deseo de pasar adelante. De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad. Las vacas se apartaron, y Barigüí, pasando el testuz bajo una tranca, intentó hacerla correr a un lado. Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas.

El toro no intentó más. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes. Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. En determinado lugar el toro pasó los cuernos bajo el alambre de púa tendiéndolo violentamente hacia arriba con él testuz, y la enorme bestia pasó arqueando el lomo. En cuatro pasos más estuvo entre la avena, y las vacas se encaminaron entonces allá, intentando a su vez pasar. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. Los caballos miraban siempre.

–No pasan –observó el malacara. No pasan,
–El toro pasó –dijo el alazán. Come mucho. Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido claro y berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero que con un palo trataba de alcanzarlo.
–¡Añá...! Te voy a dar saltitos... –gritaba el hombre. Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión con la decisión pesada y bruta de bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de alambre y grampas lanzadas a veinte metros.

Los caballos vieron cómo el hombre volvía precipitadamente a su rancho, y tornaba a salir con el rostro pálido. Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra. Como los caballos marchaban dócilmente a pocos pasos delante del hombre, pudieron llegar juntos a la chacra del dueño del toro, siéndoles dado así oír conversación.
Es evidente, por lo que de ella se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco. Plantaciones, por inaccesibles que hubieran estado dentro del monte; alambrados, por grande que fuera su tensión e infinito el número de hilos, todo lo arrolló el toro con sus hábitos de pillaje. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquélla. Pero como los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto. De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro.

–¡Es la última vez, don Zaninski, que vengo a verlo por su toro! Acaba de pisotearme toda la avena. ¡Ya no se puede más!
El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y meloso falsete.
–¡Ah, toro malo! ¡Mi no puede! ¡Mi ata, escapa! ¡Vaca tiene culpa! ¡Toro sigue vaca!
–¡Yo no tengo vacas, usted bien sabe!
–¡No, no! ¡Vaca Ramírez! ¡Mí queda loco, toro!
–¡Y lo peor es que afloja todos los hilos, usted lo sabe también!
–¡Sí, sí, alambre! ¡Ah, mí no sabe...!
–¡Bueno! Vea, don Zaninski; yo no quiero cuestiones con vecinos, pero tenga por última vez cuidado con su toro para que no entre por el alambrado del fondo: en el camino voy a poner alambre nuevo.
–¡Toro pasa por camino! ¡No fondo!
–Es que ahora no va a pasar Por el camino.
–¡Pasa, toro! ¡No púa, no nada! ¡Pasa todo!
–No va a pasar.
–¿Qué pone?
–Alambre de púa... Pero no va a pasar.
–¡No hace nada púa!
–Bueno; haga lo posible porque no entre, porque si pasa se va a lastimar.

El chacarero se fue. Es como lo anterior evidente que el maligno polaco, riéndose una vez más de las gracias del animal, compadeció, si cabe en lo posible, a su vecino que iba a construir un alambrado infranqueable por su toro. Seguramente se frotó las manos:

–¡Mí no podrán decir nada esta vez si toro come toda avena!

Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí haba cumplido su hazaña. La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de ideas desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo a la distancia. Detrás de él, las vacas dormitaban al sol ya caliente, rumiando. Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos, despreciativas:

–Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga.
–¡Barigüí sí pasó!
–A los caballos un solo hilo los contiene.
–Son flacos.
Esto pareció herir en lo vivo al alazán, que volvió la cabeza:
–Nosotros no estamos flacos. Ustedes, sí están. No va a pasar más aquí –añadió señalando con los belfos los alambres caídos, obra de Barigüí.
–¡Barigüí pasa siempre! Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan.
–No va a pasar más. Lo dijo el hombre.
–Él comió la avena del hombre. Nosotras pasamos después.

El caballo, por mayor intimidad de trato, es sensiblemente más afecto al hombre que la vaca. De aquí que el malacara y el alazán tuvieran fe en el alambrado que iba a construir el hombre. La pareja prosiguió su camino, y momentos después, ante el campo libre que se abría ante ellos, los dos caballos bajaron la cabeza a comer, olvidándose de las vacas. Tarde ya, cuando el sol acababa de entrar, los dos caballos se acordaron del maíz y emprendieron el regreso. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio que, detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

–Le digo que va a pasar –decía el pasajero.
–No pasará dos veces –replicaba el chacarero.
–¡Usted verá! ¡Esto es un juego para el maldito toro del polaco! ¡Va a pasar!
–No pasará dos veces –repetía obstinadamente el otro.
Los caballos siguieron, oyendo aún palabras cortadas:
–...reír!
–...veremos.

Dos minutos más tarde el hombre rubio pasaba a su lado a trote inglés. El malacara y el alazán, algo sorprendidos de aquel paso que no conocían, miraron perderse en el valle al hombre presuroso.

–¡Curioso! –observó el malacara después de largo rato–. El caballo va al trote, y el hombre al galope...

Prosiguieron. Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. Sobre el frío cielo crepuscular, sus siluetas se destacaban en negro, en mansa y cabizbaja pareja, el malacara delante, el alazán detrás. La atmósfera, ofuscada durante el día por la excesiva luz del sol, adquiría a esa semisombra una transparencia casi fúnebre. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes. Revivía, en la tierra ya enfriada, el invernal olor de pasto quemado; y cuando el camino costeaba el monte, el ambiente, que se sentía de golpe más frío y húmedo, se tornaba excesivamente pesado de perfume de azahar.

Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, había oído su ansioso trémulo. El viejo alazán obtuvo el honor de que se le atribuyera la iniciativa de la aventura, viéndose gratificado con una soga, a efectos de lo que pudiera pasar. Pero a la mañana siguiente, bastante tarde ya a causa de la densa neblina, los caballos repitieron su escapatoria, atravesando otra vez el tabacal salvaje hollando con mudos pasos el pastizal helado, salvando la tranquera abierta aún. La mañana encendida de sol, muy alto ya, reverberaba de luz, y el calor excesivo prometía para muy pronto cambio de tiempo. Después de trasponer la loma, los caballos vieron de pronto a las vacas detenidas en el camino, y el recuerdo de la tarde anterior excitó sus orejas y su paso: querían ver cómo era el nuevo alambrado.

Pero su decepción, al llegar, fue grande. En los nuevos postes –oscuros y torcidos– había dos simples alambres de púa, gruesos tal vez, pero únicamente dos. No obstante su mezquina audacia, la vida constante en chacras de monte había dado a los caballos cierta experiencia en cercados. Observaron atentamente aquello, especialmente los postes.

–Son de madera de ley –observó el malacara.
–Sí, cernes quemados –comprobó el alazán.
Y tras otra larga mirada de examen, el malacara añadió:
–El hilo pasa por el medio, no hay grampas...
Y el alazán:
–Están muy cerca uno de otro de otro...

Cerca, los postes, sí, indudablemente: tres metros. Pero en cambio, aquellos dos modestos alambres en reemplazo de los cinco hilos del cercado anterior, desilusionaron a los caballos. ¿Cómo era posible que el hombre creyera que aquel alambrado para terneros iba a contener al terrible toro?

–El hombre dijo que no iba a pasar –se atrevió sin embargo el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente.
Pero las vacas los habían oído.
–Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya.
–¿Pasó? ¿Por aquí? –preguntó descorazonado el malacara.
–Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.
Entretanto, la vaquilla locuaz había pretendido pasar los cuernos entre los hilos; y una vibración aguda, seguida de un seco golpe en los cuernos, dejó en suspenso a los caballos.
–Los alambres están muy estirados –dijo el alazán después de largo examen.
–Sí. Más estirados no se puede...

Y ambos, sin apartar los ojos de los hilos, pensaban confusamente en cómo se podría pasar entre los dos hilos. Las vacas, mientras tanto, se animaban unas a otras.

–Él pasó ayer. Pasa el alambre de púa. Nosotras después.
–Ayer no pasaron. Las vacas dicen sí, y no pasan –comprobó el alazán.
–¡Aquí hay púa, y Barigüí pasa! ¡Allí viene!

Costeando por adentro el monte del fondo, a doscientos metros aún, el toro avanzaba hacia el avenal. Las vacas se colocaron todas de frente al cercado, siguiendo atentas con los ojos a la bestia invasora. Los caballos, inmóviles, alzaron las orejas.

–¡Come toda la avena! ¡Después pasa!
–Los hilos están muy estirados... –observó aún el malacara, tratando siempre de precisar lo que sucedería si...
–¡Comió la avena! ¡El hombre viene! ¡Viene el hombre! –lanzó la vaquilla locuaz.

En efecto, el hombre acababa de salir del rancho y avanzaba hacia el toro. Traía el palo en la mano, pero no parecía iracundo; estaba sí muy serio y con el ceño contraído. El animal esperó que el hombre llegara frente a él, y entonces dio principio a los mugidos de siempre, con fintas de cornadas. El hombre avanzó más, el toro comenzó a retroceder, berreando siempre y arrasando la avena con sus bestiales cabriolas. Hasta que, a diez metros ya del camino, volvió grupas con un postrer mugido de desafío burlón, y se lanzó sobre el alambrado.

–¡Viene Barigüí! ¡La pasa todo! ¡Pasa alambre de púa! –alcanzaron a clamar las vacas.

Con el impulso de su pesado trote, el enorme toro bajó el testuz y hundió la cabeza entre los dos hilos. Se oyó un agudo gemido de alambre, un estridente chirrido se propagó de poste a poste hasta el fondo, y el toro pasó. Pero de su lomo y de su vientre, profundamente canalizados desde el pecho a la grupa, llovía ríos de sangre. La bestia, presa de estupor, quedó un instante atónita y temblando. Se alejó enseguida al paso, inundando el pasto de sangre, hasta que a los veinte metros se echó, con un ronco suspiro.

A mediodía el polaco fue a buscar a su toro, y lloró en falsete ante el chacarero impasible. El animal se había levantado, y podía caminar. Pero su dueño, comprendiendo que le costaría mucho curarlo –si esto aún era posible–, lo carneó esa tarde. Y el día siguiente tocóle en suerte al malacara llevar a su casa en la maleta, dos kilos de carne de toro muerto.


Junto a las aguas del paraíso. Francis Marion Crawford (1854-1909)

I
Recuerdo con nitidez mi niñez. No creo que esto signifique una buena memoria porque nunca fui bueno para aprender palabras de memoria, en prosa o verso. Creo que mi remembranza de los hechos depende más de los hechos en sí que de cualquier facilidad para recordarlos. Tal vez soy muy imaginativo, y las primeras impresiones que recibí fueron de esas que estimulan anormalmente la memoria. Una serie de eventos desafortunados, tan relacionados entre sí como para sugerir algún lazo de extraña fatalidad, formaron mi temperamento melancólico cuando era niño de manera que, antes de llegar a la madurez, creía sinceramente estar bajo una maldición. No solamente yo mismo, sino mi familia entera y cada individuo que llevase mi apellido.

Nací en el mismo lugar que mi padre, mi abuelo y todos sus predecesores hasta el confín de la memoria humana. Era una casa muy antigua, y la parte más amplia originariamente había sido un castillo fortificado y rodeado por un foso en el que siempre había agua que, proveniente de las colinas, llegaba por un acueducto oculto. Muchas de las fortificaciones habían sido destruidas y el foso había sido rellenado. El agua del acueducto provocaba varias fuentes y bajaba en grandes estanques en las terrazas de los jardines, una debajo de la otra, rodeadas de anchas aceras de mármol. El agua que rebasaba, al fin, escapaba a través de una gruta artificial, unas treinta yardas más allá, rumbo a un distante río. El edificio se amplió unos doscientos años atrás, en la época de Carlos II, pero desde entonces poco se hizo para mejorar las instalaciones, salvo las reparaciones de turno, realizadas según las épocas de fortuna.

En los jardines había terrazas y altos vallados de arbustos, algunos de los cuales eran podados en forma de animales, al estilo italiano. Puedo recordar que cuando era chico solía tratar de deducir que representaban esas formas y a veces le pedía explicación a Judith, mi nana galesa. Ella tenía una extraña mitología propia y poblaba los jardines de grifos, dragones, buenos y malos geniecillos, los que terminaban habitando mi imaginación. La ventana de mi cuarto de juegos me daba una vista a las grandes fuentes del estanque superior, y en noches de luna llena la galesa me llevaba contra el cristal, haciéndome mirar hacia la niebla en la que creía ver formas misteriosas que se movían místicamente como si fueran seres vivientes.

"Es la Mujer del Agua", solía decirme; y algunas veces ella me atemorizaba con que si no me dormía, la Mujer del Agua treparía por la ventana y me llevaría en sus húmedos brazos.

El lugar era lúgubre. Los estanques de agua y el vallado de arbustos daban un aspecto funeral de forma que el mármol parecía estar hecho de lápidas. Las paredes grises y las torres, las oscuras habitaciones, llenas de muebles inmensos, huecos misteriosos y pesadas cortinas afectaron mi espíritu. Fui silencioso y melancólico desde mi niñez. Había un gran reloj en la torre que tocaba las horas con tristeza durante el día y daba dos lúgubres toques a la medianoche. No había luz ni vida en la casa, ya que mi madre era inválida y mi padre se enfermó de melancolía en su tarea de cuidarla. Era un hombre delgado, con mirada triste; era un buen hombre, pero silencioso e infeliz. Después de mi madre, creo que me amaba más que a nada en este mundo; sufrió bastantes penurias para educarme y todo aquello que me explicó, nunca lo he olvidado. Tal vez esa fuera su única diversión y la razón por la que, mientras él vivía, nunca tuve nana o institutriz.

Solía ver a mi madre todos los días, a veces dos veces al día, durante una hora solamente. Me sentaba en un pequeño taburete cerca del pie de la cama y ella me preguntaba que había estado haciendo y que querría hacer. Me atrevería a decir que ella veía las raíces de una profunda melancolía en mi naturaleza, ya que siempre me miraba con una sonrisa triste y me besaba con un sollozo cuando me llevaban de su vista.

Una noche, cuando tenía seis años, me desperté en mi cuarto. La puerta no estaba bien cerrada, y la nana galesa estaba sentada, cosiendo, en el cuarto de al lado. De repente escuché su voz, y decía "¡Uno... dos... uno... dos!" Me asusté, y salté y corrí por la puerta, descalzo como estaba.

"¿Qué es eso, Judith?" le grité, trepando a sus faldas. Aún puedo recordar la mirada de sus extraños ojos oscuros cuando respondió:

"¡Uno... dos ataúdes sellados, bajan por el techo!" cantaba, sentada en su silla. "¡Uno, dos, un ataúd liviano y uno pesado, bajan al piso!"

Hasta que se dio cuenta de mi presencia, y me llevó de nuevo a la cama, cantándome una vieja canción de cuna galesa.

No sabía como, pero tenía la impresión de que ella sabía que mi padre y mi madre iban a morir muy pronto. Ellos murieron en esa misma habitación donde ella estaba sentada. Era un cuarto grande, era mi cuarto de juegos donde de día, cuando había, daba el sol, y cuando no, aún era la habitación más alegre de la casa. Mi madre se desmejoró rápidamente y me mudaron a otra parte de la casa para hacer lugar para ella. Supongo que habrán pensado que mi cuarto sería más alegre para ella, pero no vivió mucho. Estaba muy bella cuando murió y lloré muy amargamente.

"El liviano, el liviano... el pesado está por venir," cantaba la galesa. Y tenía razón. Mi padre tomó ese dormitorio cuando mi madre murió y día a día se puso más delgado y pálido.

"El más pesado, el más pesado... los dos sellados," canturreaba mi nana, una noche de diciembre, después de ponerme en cama. Ella me envolvió en una manta y me llevó consigo al cuarto de mi padre. Golpeó, pero nadie respondía. Ella abrió la puerta y lo encontramos sentado en su silla, frente al fuego, bien pálido y muerto.

Así que me quedé solo con la galesa hasta que vinieron unos parientes que nunca antes había visto. Los escuché decir que me tenían que llevar a otro lugar más alegre. Eran gente buena y no lo creería solamente porque yo iba a ser una persona muy rica al ser mayor. El mundo nunca me pareció un lugar del todo malo para mí, así como tampoco creía que las personas que me rodeaban eran miserables o malvadas. No recuerdo que nadie me infringiera ninguna injusticia, ni haber sido presionado o maltratado de ninguna manera, ni siquiera por los chicos en la escuela. Yo era triste, suponía, porque mi niñez había sido lúgubre y, más tarde, porque todo en lo que hacía me iba mal. Al final terminé creyendo que ese era mi destino y empecé a soñar con que la vieja nana galesa y la Mujer del Agua habían jurado perseguirme hasta mi fin. Pero mi disposición natural debería haber sido más alegre.

Entre los chicos de mi edad nunca fui el último ni estuve entre los últimos, en ninguna disciplina; pero tampoco primero. Si había una carrera, seguro que me torcía un tobillo el mismo día del certamen. Si había competencia de remos, mi remo seguro se quebraba. Si había algún premio en juego, algún evento desafortunado de último momento me impedía competir. Nada de lo que estaba librado a la suerte me era favorable, y tuve reputación de mala suerte; hasta mis compañeros creían que era seguro apostar en contra mía, sin importar lo que fuera. Me desanimaba y desatendía todo, hasta que claudiqué en la idea de competir por cualquier distinción en la Universidad, conformándome con la idea de que no podía fallar en el examen por el título ordinario. El día antes del examen empecé a sentirme mal y cuando al fin me recuperé, después de huirle a la muerte, me fui de Oxford. Aún débil de salud y profundamente disgustado y desanimado, marché rumbo al viejo lugar donde nací. Tenía veintiún años, era mayor de edad y dueño de mi fortuna, pero estaba tan profundamente convencido de esta larga serie de pequeñas desgracias que quería encerrarme del mundo y vivir como ermitaño, para morir lo más rápido posible. La muerte me parecía la única posibilidad de esperanza en mi existencia.

Nunca había tenido deseo de regresar a mi vieja casa desde que fui llevado de ahí cuando niño, y nadie me había presionado para tal cosa. El lugar se había mantenido en orden y no parecía haber sufrido ningún deterioro en los quince años de mi ausencia. Nada en este mundo podría afectar esas viejas paredes que habían ofrecido resistencia a los elementos durante tantos siglos. El jardín estaba un poco más crecido de como lo recordaba; los mármoles se veían más amarillentos y ajados y el lugar entero me parecía más pequeño. No fue hasta varias horas después de recorrer la casa y el terreno que comprendí su enormidad. Entonces comencé a disfrutarlo y mi resolución de vivir solo se fortaleció.

La gente me dio la bienvenida y, por supuesto, traté de reconocer en sus caras cambiadas al viejo jardinero y la vieja ama de llaves, y los llamé por sus nombres. Reconocí a mi vieja nana. Había envejecido desde que los ataúdes bajaron quince años atrás, pero sus ojos estaban igual y al mirarla volvieron todos aquellos recuerdos. Ella vino a la casa conmigo.

"¿Y cómo está la Mujer del Agua?" pregunté, para sonreír un poco. "¿Sigue jugando bajo la luz de la luna?"

"Está hambrienta," dijo la galesa, en un tono bajo.

"¿Hambrienta? Entonces la alimentaremos." Reí. Pero la vieja Judith se puso un poco pálida, y me miró extrañada.

"¿Alimentarla? ¡Ay! Tú la alimentarás muy bien," murmuró, mirando detrás suyo a la vieja ama de llaves, que nos había seguido con paso enclenque a través del vestíbulo y los pasillos.

No pensé mucho en sus palabras. Siempre hablaba extrañamente, como hacen las galesas, y creí que yo estaba melancólico. De seguro no era supersticioso, pero tampoco tímido. Solamente, como en un ensueño, me pareció verla parada con la vela en su mano y murmurando aquello de "el pesado, todos de plomo", para luego conducir a un niño a través de los corredores para ver a su padre muerto sentado en una silla frente a la chimenea. Así que recorrimos la casa y escogí los cuartos donde me instalaría; y los sirvientes entraron para arreglar y ordenar todo, y ya no tenía más problemas. No me preocupaba qué habían hecho y me dejaron en paz sin que les diera ninguna orden. Estaba completamente indiferente y atribuía al colegio los efectos de mi enfermedad.

Cené en una solitaria estancia y me complació la melancólica grandeza del vasto comedor. Luego fui al cuarto que seleccioné como estudio y me senté en un sillón frente a la chimenea para pensar, o mejor para dejar que mis pensamientos vagaran por sus propios laberintos, sin importarme en lo absoluto qué curso pudieran tomar.

Los ventanales del cuarto estaban abiertos y daban a la terraza superior del jardín. Estábamos a fines de julio y todo estaba abierto, ya que el clima era cálido. Cuando me senté solo a escuchar el incesante salpicar de las fuentes, me puse a pensar en la mujer del agua. Me levanté y salí en la quietud de la noche, sentándome en un banco de la terraza, entre dos macetones de flores italianas. El aire era deliciosamente suave y dulce con el aroma de las flores, y el jardín estaba más agradable que el resto de la casa. Las personas tristes siempre gustan del sonido del agua que corre y de los ruidos de la noche, pero no sabría decir los motivos. Me senté y escuché en la penumbra, ya que aún la luna no se había asomado por encima de los riscos pero el cielo ya transmitía sus primeros rayos. Lentamente el halo blanco comenzó a teñir la bóveda celeste y también el bosque, haciendo los contornos de las montañas más intensamente negros por contraste, como si fuera que la cabeza de algún prominente santo estuviera elevándose desde detrás de una pantalla en alguna enorme catedral, lanzando glorias místicas desde atrás. Esperé para ver la luna propiamente, y traté de estimar los segundos antes de que apareciera. De repente, apareció y se colgó redonda y perfecta en el cielo. La observé y luego vi las brumas flotantes en las fuentes altas que bajaban a los estanques, donde los lirios de agua se agolpaban suavemente en su sueño sobre el reflejo de terciopelo de la luna llena. En ese momento un enorme cisne se puso a flotar silenciosamente en medio del estanque, sumergiendo su largo cuello y sorbiendo agua con su amplio pico para luego esparcirla como en lluvia de diamantes sobre sí mismo.

De repente vi algo que se interpuso frente a la luz. Miré instantáneamente. Frente al disco lunar apareció el luminoso rostro de una mujer, con ojos grandes y raros, y una boca llena y suave, pero no sonriente sino oscurecida. Estaba observándome fijo mientras yo seguía sentado en mi banco. Estaba tan cerca de mí, tan cerca, que la podría haber tocado con mi mano. Pero me sentía completamente inmóvil e indefenso. La imagen se quedó paralizada un momento, pero su expresión no cambió. Luego, rauda, pasó de largo y, mientras que la brisa fría de su vestido blanco surcaba mis sienes, se me erizó el cabello de la nuca. La luz de la luna, brillando a través del agua que salpicaba de la fuente, formaba sombras entre los pliegues de luz de la lunar vestimenta. Fue un instante, y ya no había nada más y volví a estar solo.

Me sentí muy alterado por la visión, y pasó un rato hasta que pude ponerme de pie. Aún estaba débil por mi enfermedad y el contemplar semejante imagen podría haber destemplado a cualquiera. Sentía que había sido testigo de una aparición de ultratumba y, al no haberlo racionalizado, no había argumento que pudiera refutar tal creencia. Finalmente pude levantarme y observé en la dirección en la que creí que el rostro se había esfumado... pero ya no había nada, más allá de los anchos caminos, los altos y oscuros arbustos, las fuentes y la bruma. Me volví a sentar y recordé la cara que había visto. Era extraño, pero una vez que la primera impresión había pasado, no sentía nada espantoso en el recuerdo. Por el contrario, tenía una sensación de fascinación por la imagen, y habría dado cualquier cosa por volverla a ver. Podría haber dibujado las bellas facciones, los anchos ojos negros, y esa boca maravillosa ya que la tenía fresca en mi mente. Cuando hube recordado cada detalle de mi memoria me di cuenta que el rostro entero era bello, y que podría haberme enamorado de alguien con semejante cara.

"Me pregunto si esta es la mujer del agua", me dije a mí mismo. De vuelta me levanté y vagué por el jardín, descendiendo de terraza en terraza por el sendero de mármol a través de las sombras y de la luz de luna. Crucé el agua por el rústico puente sobre la gruta artificial y trepé lentamente a la más alta de las terrazas por el lado opuesto. El aire parecía más dulce y me sentía muy calmo, así que me propuse sonreír mientras caminaba, como si una nueva felicidad me hubiera tocado. Me parecía como si la cara de la mujer estuviera detrás mío y la idea me da daba una desacostumbrada y placentera emoción, algo como nunca antes había sentido.

Me di vuelta cuando llegué a la casa, y vi el paisaje. En la breve hora que estuve paseando, lo notaba ciertamente cambiado y con él, también había cambiado mi humor. Era algo ideal de mi suerte, pensé, ¡enamorarme de un fantasma! Tiempo atrás habría suspirado e ido a acostarme más triste que de costumbre, ante tal conclusión. Esa noche me sentía feliz, diría que por primera vez en mi vida. El viejo estudio me dio una impresión alegre cuando entré. Los antiguos cuadros me sonreían desde las paredes y cuando me senté en el sillón sentí que ya no estaba solo. La idea de haber visto un fantasma y el hecho de sentirme mejor por ello, eran tan absurdos que sonreí al respecto y tomé uno de los libros que había traído conmigo y me senté a leer.

Aquella impresión permaneció. Me dormí pacíficamente y en la mañana abrí las ventanas al aire estival y miré abajo, al jardín, a los trechos de verde y a las coloridas flores, a las fuentes circulares y al agua cristalina.

"Un hombre puede hacer un paraíso de su casa," exclamé. "¡Un hombre y una mujer, juntos!"

A partir de ese día, el viejo caserón ya no me pareció lúgubre, y pensé que mi tristeza se había ido. Durante algún tiempo empecé a interesarme en el lugar, y traté de darle más vida. Traté de evitar a mi vieja nana galesa, no fuera cosa que me desalentara con alguna de sus profecías y me recordara algún episodio tétrico de mi niñez. Pero en lo que más pensaba era en la figura fantasmal que había visto en el jardín la primera noche después de mi arribo. Salía cada noche y vagaba a través de los caminos y senderos, pero no volví a ver mi aparición de nuevo. Después de varios días, el recuerdo se empezó a hacer más tenue y mi antigua naturaleza volvió a opacar gradualmente aquel temporal estado de excitación que había experimentado. El verano se volvió otoño y me volví inquieto. Comenzaron las lluvias. La humedad se cebó en los jardines y los vestíbulos externos comenzaron a oler a moho, como tumbas; el cielo gris me oprimía intolerablemente. Me fui del lugar y salí para el extranjero, con la determinación de intentar cualquier cosa que pudiera sacarme de la monótona melancolía que venía sufriendo.



II

La mayoría de la gente notaría la profunda insignificancia de los pequeños eventos que, luego de la muerte de mis padres, influenciaron mi vida y la hicieron infeliz. Los espantosos presentimientos de una nana galesa que, a través de caprichosas coincidencias, parecieron hechos reales, no parece suficiente como para cambiar la naturaleza de un niño y guiar su carácter a través de los años. Las pequeñas decepciones de la vida escolar y aquellas ocurridas durante una mediocre y aburrida carrera académica, no deberían bastar para hacerme llegar a los veintiuno como un melancólico indiferente e inútil. Tal vez pudiera contribuir cierta debilidad de mi carácter, pero en mayor grado fue debido a esa reputación de mala suerte que me rodeaba. No intentaré analizar las causas de mi estado, porque no sería satisfactorio para nadie, salvo para mí mismo. Tampoco voy a intentar explicar por qué experimenté un breve renacimiento de mi espíritu luego de mi aventura en el jardín. Me había enamorado del rostro que vi, y que esperaba volver a ver; por eso cuando perdí toda esperanza de una segunda visión, me puse más triste hasta que empaqué todo y me marché al extranjero. Pero en mis sueños vuelvo a mi casa y siempre me parece que es un día soleado, como aquella mañana de verano después de haber visto a la mujer de la fuente.

Fui a París. Luego fui más lejos, y recorrí Alemania. Traté de entretenerme, pero fracasé miserablemente. Con el caprichoso derrotero de un inútil me asaltaron todo tipo de ideas de buenas resoluciones. Un día se me ocurrió que me iría a enterrar en alguna universidad alemana por un tiempo, viviendo simplemente como un pobre estudiante. Primero quise ir a Leipzig, pensando quedarme ahí hasta que pasase algo que encarrilara mi vida o bien alterara mi humor. El tren expreso se detuvo en cierta estación cuyo nombre ignoraba. Caía el sol de una tarde invernal y me asomé a través del grueso cristal de la ventana de mi compartimento. De repente otro tren pasó deslizándose desde la dirección opuesta, y frenó justo al lado nuestro. Miré al vagón que estaba delante del mío y leí las letras negras del cartel que pendulaba en el barandal: Berlín--Colonia--París. Luego observé, por encima, una ventana. Me sobresalté violentamente, y un sudor frío surgió sobre mis sienes. Bajo una luz tenue, no más allá de seis pies de donde yo estaba sentado, vi el rostro de la mujer, ese rostro que amaba, el semblante fino y recto, los ojos extraños, la boca maravillosa, esa pálida piel. Como redecilla tenía un velo oscuro que parecía prendido encima de su cabeza y caerle sobre los hombros hasta debajo de su mentón. Cuando abrí la ventana y me arrodillé sobre el asiento, acercándome lo más posible para tener una mejor visión, un largo silbido se escuchó en toda la estación, siendo seguido de una veloz serie de sonidos metálicos y campanadas. Hubo un suave tirón y mi tren se puso en marcha. Felizmente la ventana era estrecha y no era el único en el compartimento, ya que si no, creo que habría saltado de un tren a otro. En un instante la velocidad aumentó y me vi transportado rápidamente en la dirección opuesta del ser que amaba.

Durante un cuarto de hora yací en mi lugar, sorprendido por lo fulminante de la aparición. Finalmente uno de los otros dos pasajeros, un rechoncho capitán de cuirassiers de Konigsberg, sugirió de manera muy civilizada pero con firmeza que debería cerrar la ventana porque estaba cayendo la noche y hacía frío. Así lo hice, disculpándome, y adoptando silencio. El tren marchó a toda velocidad por un largo rato, y estaba desacelerando para entrar en la próxima estación. Me puse de pie y tomé una decisión súbita. Mientras el vagón se detenía ante la plataforma iluminada, tomé mis pertenencias, saludé a mis colegas-pasajeros y salí, determinado a tomar el primer tren que volviese a París.

Esta vez las circunstancias de la visión habían sido tan naturales que no me dieron la impresión de que hubiera nada sobrenatural acerca del rostro o de la mujer a la que pertenecía. No intenté explicarme cómo había sido que la cara y la mujer estaban viajando en el rápido de Berlín a París en una tarde de invierno, cuando en mi mente ambas estaban asociadas indeleblemente con la luna llena y las fuentes de mi vieja casa en Inglaterra. Por supuesto que no admitiría haberme confundido o haber visto algo que realmente no existía. En mi mente no tenía la menor duda y estaba positivamente seguro de que nuevamente había visto la cara que amaba. No dudé en ningún momento, y al cabo de unas horas estaba en camino a París. No podía evitar meditar sobre mi lánguida suerte. Vagando como había hecho durante los últimos meses, fácilmente podría haber estado viajando en el mismo tren con esa mujer, en vez de ir en la otra dirección. Pero mi suerte estaba destinada a cambiar por un tiempo.

Busqué en París durante varios días. Cené en los principales hoteles; fui a los teatros; durante las mañanas recorrí el parque Bois de Boulogne hasta que tomé familiaridad con el lugar. Fui a misa en la Madeleine, y asistí a los servicios de la Iglesia británica. Entré en el Louvre y Notre Dame. Visité Versailles. Pasé horas en la Rue de Rivoli, en el barrio de Meurice, cruzado por turistas de la mañana a la noche. Finalmente fui invitado a una recepción en la Embajada Inglesa. Fui, y encontré lo que había buscado tanto tiempo.

Ahí estaba ella, sentada junto a una anciana vestida de satén gris y diamantes, que tenía un rostro arrugado pero gentil y ojos muy grises que parecían tomar todo aquello que veían y con poca inclinación a dar mucho a cambio. Pero no me interesaba el chaperone. Solo miraba el rostro que me había hechizado meses atrás, y en la excitación del momento caminé cerca de las mujeres, olvidando menudencia tal como la necesidad de una presentación.

Ella era más hermosa de lo que jamás había pensado, y nunca tuve la menor duda de que había sido ella y no otra. Con o sin visión, ésta era la realidad y lo sabía. Dos veces su cabello la había cubierto, pero ahora al fin la veía y la belleza de su magnificencia glorificaba a la mujer. El cabello era fino y abundante, dorado, con profundos tintes rojizos como adornos de bronce rojo. No tenía ningún ornamento, ni una rosa, ni una hebilla de oro, y sentí que no necesitaba nada para reforzar su esplendor; nada salvo su rostro pálido, sus extraños ojos oscuros y sus gruesas cejas. Mientras estaba sentada tranquilamente observando la escena móvil, en medio de las luces brillantes y del susurro de una conversación perpetua, pude ver que ella era delgada pero también fuerte.

Recordé el detalle de la presentación a tiempo, y me volví para buscar a mi anfitrión. Al fin lo encontré y le supliqué me presentara frente a esas damas, mientras se las señalaba.

"Sí... er... sin duda... eh," replicó su Excelencia con una sonrisa placentera. Evidentemente no tenía idea de mi nombre, lo cual no tuvo necesidad de preguntarme.

"Soy Lord Cairngorm," expresé.

"Oh, por cierto," respondió el Embajador con la misma sonrisa hospitalaria. "Si... pero el hecho es que debo tratar de averiguar quienes son; usted sabe, con tanta gente."

"Oh, si me las presenta, trataré de averiguarlo por usted," dije, sonriendo.

"Ah sí, que amable de su parte, venga," dijo mi anfitrión. Cruzamos por la multitud y en un minuto estábamos parados frente a las dos damas.

"Permítame presentarle a Lord Cairngorm," dijo; luego se volvió hacia mi. "Venga a cenar mañana, ¿le parece bien?", luego de lo cual se deslizó con su sonrisa placentera y desapareció por entre la multitud.

Me senté cerca de la bella joven, conciente de que la mirada de la dueña estaba sobre mí.

"Creo que estuvimos muy cerca de conocernos antes," remarqué, como manera de iniciar la conversación.

Mi compañera volvió sus ojos llenos sobre mí con un aire de estudio. Evidentemente no recordaba mi cara, si es que alguna vez la había visto.

"Realmente, no puedo recordarlo," observó, con una voz grave y musical. "¿Cuándo?"

"En primer lugar, hace diez días atrás usted vino desde Berlín en el expreso. Yo iba camino en la dirección opuesta, y nuestros vagones se detuvieron frente a frente. La vi por la ventana."

"Sí, vinimos desde ahí, pero no lo recuerdo..." vaciló.

"En segundo lugar," continué, "durante el último verano yo estaba solo, sentado en mi jardín, hacia fines de julio, ¿recuerda? Usted debía estar paseando cerca, por el parque; usted apareció desde la casa y me miró..."

"¿Era usted?" preguntó, evidentemente sorprendida. Entonces rompió a reír. "Les conté a todos que había visto un fantasma; no había habido ningún Cairngorm en el lugar desde hacía mucho tiempo. Nos fuimos al día siguiente, y nunca supe que usted había estado ahí; sin embargo, no sabía que el castillo le perteneciera."

"¿Dónde estaban viviendo?" pregunté.

"¿Dónde? Con mi tía, donde siempre estuvimos. Ella es su vecina, ya que es usted."

"Perdón, pero entonces... ¿su tía es Lady Bluebell? No estoy seguro..."

"No tema, ella es sorprendemente sorda. Sí. Ella es una reliquia de mi amado tío, el décimo sexto o séptimo Barón Bluebell... olvidé el número exacto de cuantos le precedieron. Y yo, ¿sabe quién soy?" rió, sabiendo bien que no lo sabía.

"No," respondí con franqueza. "No tengo la menor idea. Rogué que fuéramos presentados debido a que la reconocí. Tal vez, tal vez... ¿usted es Miss Bluebell?"

"Considerando que usted es un vecino, le diré quien soy," respondió. "No; soy de la tribu de los Bluebell, pero mi nombre es Lammas, y he sido bautizada como Margaret. Siendo de una familia floral, me llaman Daisy. Un espantoso norteamericano una vez me dijo que siendo mi tía una Bluebell [Nota del T.: 'Campanita' en inglés], yo debería ser una Harebell [Nota del T.: Otra clase de flor de idéntica familia], con dos 'eles' y una 'e', ya que mi cabello es tan grueso. Le advierto, así usted evitará en lo futuro hacer tales juegos de palabras."

"¿Parezco un hombre que juega a los retruécanos?" pregunté, muy conciente de mi rostro melancólico y mi apariencia triste.

Miss Lammas me observó críticamente.

"No; usted tiene un temperamento apesadumbrado. Creo que puedo confiar en usted," respondió. "¿Cree poder comunicarle a mi tía que usted es un Cairngorm y vecino nuestro? Estoy segura de que le gustará saberlo."

Me incliné sobre la anciana, inspirando mis pulmones para gritar. Pero Miss Lammas me detuvo.

"Esa no es la forma más sutil," remarcó. "Usted podría escribirle en un trozo de papel. Ella es más sorda que una tapia."

"Tengo un lápiz," respondí; "pero no tengo papel conmigo. ¿Cree que mi bocamanga serviría?"

"¡Oh, sí!" replicó Miss Lammas, con chispa; "a menudo los hombres lo hacen."

Escribí en mi bocamanga: "Miss Lammas desea que le explique que yo soy un vecino, Cairngorm." Entonces lo extendí frente a las narices de la vieja dama. Ella parecía perfectamente acostumbrada al procedimiento, así que se puso los anteojos, leyó las palabras, sonrió e inclinó su cabeza en señal de aprobación, diciéndome con una voz extraterrenal que suelen tener las personas que no escuchan nada:

"Conocí muy bien a su abuelo," dijo. Luego me sonrió y se volvió a su sobrina, reincidiendo en el silencio.

"Está todo bien," remarcó Miss Lammas. "Tía Bluebell sabe que es sorda, así que no habla mucho. Ella conoció a su abuelo. ¡Qué raro que, habiendo sido vecinos, nunca antes nos hemos visto!"

"Si usted me hubiera dicho que vio a mi abuelo cuando apareció en el jardín, no habría estado ni mínimamente sorprendido," respondí quitándole relevancia. "De hecho, pensé que usted era el fantasma en la vieja fuente. ¿Cómo fue que apareció ahí y a esa hora?"

"Éramos un grupo grande y salimos a dar un paseo. Después se nos ocurrió asomarnos a ver como se veía su parque bajo la luz de la luna, y nos metimos en su terreno. Me separé del resto, y mientras iba caminando admirando el aspecto fantasmagórico de la casa y preguntándome si alguien pudiera alguna vez vivir ahí nuevamente, me topé accidentalmente con usted. Parece el castillo de Macbeth, o una escena de la ópera. ¿Usted conoce a alguien aquí?"

"¡Ni un alma! ¿Y usted?"

"No. Tía Bluebell dijo que era nuestro deber venir. Es fácil para ella salir; nunca tiene que sobrellevar el peso de la conversación."

"Lamento que lo considere un peso," dije. "¿Debería irme?"

Miss Lammas me observó con la mayor gravedad de sus bellísimos ojos, y hubo una dubitación en las líneas de su suave boca.

"No," dijo al fin, con gran simpleza. "No se vaya. Podemos disfrutar uno del otro, si usted se queda un rato más, y deberíamos dado que somos vecinos."

Supongo que debí haber tenido la impresión de que Miss Lammas era una joven muy extraña. Sin embargo, debe ser una especie de masonería entre la gente que descubre que han vivido uno cerca del otro y que deberían haberse conocido antes. Pero había una inesperada franqueza y simpleza en su ameno carácter que habría hecho notar a cualquiera que se trataba de un ser singular. A mí, sin embargo, todo me había parecido suficientemente natural. Había soñado demasiado con su rostro como para no sentirme profundamente feliz cuando al fin había logrado encontrarla y ponerme a conversar con ella. Para mí, el hombre de la mala suerte en todo, el mero encuentro parecía algo demasiado bueno para ser cierto. Nuevamente sentí la rara sensación de luminosidad que había experimentado luego de verla en el jardín. Los salones amplios me parecían más brillantes, valía la pena vivir la vida; mi sangre melancólica y lenta comenzó a circular con rapidez y me inyectó nueva fuerza. Me dije a mí mismo que sin esta mujer, yo sólo era un ser imperfecto, pero con ella podría llevar a cabo todo lo que me propusiera. Como el gran Doctor, cuando cree que al fin ha logrado vencer a Mefistófeles, podría haber pegado un alarido en ese mismo fugaz momento: "Verweile doch, du bist so schon!" [N. del T.: "¡Detente oh, cuan bello eres!" de "Fausto" de Goethe]

"¿Siempre es así de feliz?" pregunté, de repente. "¡Cuan feliz debe ser!"

"Si fuera triste, los días serían mucho más largos," respondió precavidamente. "Creo que encuentro la vida muy placentera, y así lo manifiesto."

"¿Cómo puedes manifestarlo?", pregunté. "Si yo pudiera entender mi vida y hablar acerca de ello, la entristecería prodigiosamente, le aseguro."

"Usted tiene un carácter melancólico. Debería vivir más afuera, plantar patatas, hacer heno, disparar, cazar, tropezar en zanjas y volver a casa embarrado y hambriento para la cena. Eso sería mucho mejor que abatirse en su torre odiando todo."

"Es mucho más solitario allá," murmuré a modo de apología, sintiendo que Miss Lammas tenía toda la razón.

"Entonces cásese y discútalo con su esposa," sonrió. "Cualquier cosa es preferible a estar solo."

"Soy una persona muy apacible. Nunca discuto con nadie. Usted puede intentarlo. Lo encontrará más que imposible."

"¿Me permitirá intentarlo?" preguntó, siempre sonriendo.

"Por supuesto, pero solamente como fase preliminar," respondí.

"¿Qué quiere decir?" preguntó, volviéndose rápidamente hacia mi.

"Oh, nada. Usted puede intentar seguir mi punto de una perspectiva de discusión, no me imagino como lo hará. Pero terminará recurriendo al inmediato y directo abuso.

"No. Solo le diré que si a usted no le gusta su vida, es su propia culpa. ¿Cómo un hombre de su edad puede hablar de melancolía, del vacío de la existencia? ¿Es tísico? ¿Sufre alguna enfermedad congénita? ¿Es sordo como mi tía Bluebell? ¿Es pobre, tal como la mayoría de la gente? ¿Ha sido traicionado en el amor? ¿Ha perdido su mundo por una mujer, o una mujer en particular por el mundo? ¿Es usted débil mental, lisiado o marginado? ¿Es usted feo o repulsivo?" Volvió a reir. "¿Hay alguna razón por la que usted no pudiera gozar de todo lo que tiene en la vida?"

"No. No hay razón alguna, excepto de que tengo una espantosa mala suerte, especialmente con las cosas pequeñas."

"Entonces inténtelo con cosas más grandes, sólo para cambiar," sugirió Miss Lammas. "Inténtelo, y cásese, para ver cómo evoluciona."

"Si resulta mal, sería un asunto bastante serio."

"Pero no la mitad de serio que terminar abusando de todo sin razón. Si su talento particular es el abuso, abuse de algo que merezca ser abusado. Abuse de los Conservadores, o de los Liberales, no importa de cual, ya que cada uno abusa del otro. Permita que las personas se involucren con usted. Si no les gusta, a usted le gustará. Hará un hombre de usted. Llénese la boca con guijarros y aúlle al mar, si es que no puede hacer otra cosa. Demóstenes no terminó bien, pero tendrá la satisfacción de imitar a un gran hombre."

"En verdad, Miss Lammas, estoy pensando en la nómina de ejercicios inocentes que me propone..."

"Muy bien. Si no le interesa nada de eso, interésese por otras cosas. Pero interésese por algo, odie algo. No sea indiferente. La vida es corta, los tiempos malos duran mucho y vienen llenos de dificultades también."

"Me interesa algo... o mejor dicho, alguien," dije.

"¿Una mujer? Entonces cásese. No lo dude."

"No sé si ella se casaría conmigo," repliqué. "Nunca se lo he preguntado."

"Entonces hágalo de una vez," respondió Miss Lammas. "Yo moriría de felicidad si sintiera que he persuadido a una criatura melancólica de lanzarse a la acción. Pregúntele, sin dudarlo, y vea que responde. Si no lo acepta al principio, tal vez lo haga la próxima vez. En tanto usted habrá entrado en la carrera. Si pierde, le quedará la 'carrera de postas' y la 'carrera consuelo'".

"Y muchas otras en el mercado. ¿Puedo hacerle caso, Miss Lammas?"

"Espero que así sea," respondió.

"Ya que usted me aconsejó, lo haré. Miss Lammas, ¿me concedería el honor de casarse conmigo?"

Por primera vez en mi vida la sangre se precipitó en mi cabeza y mi vista se nubló. No puedo explicar por qué dije eso. Sería inútil tratar de explicar la extraordinaria fascinación que la chica ejercía sobre mí, o el aún más extraordinario sentido de intimidad que ella había inspirado durante esa media hora. Solitario, triste, desafortunado, así había sido durante toda mi vida, pero no era ni miedoso ni tímido. Sin embargo proponerle matrimonio a una mujer treinta minutos después de conocerla era una locura de la que nunca me habría creído capaz, y que, estando en la misma situación, nunca más volvería a sentirme capaz. Era como si todo mi ser hubiera cambiado en un momento de magia, la magia blanca de su encanto en contacto conmigo. La sangre volvió a mi corazón, y al rato estaba mirándola fíjamente con ojos ansiosos. Para mi sorpresa ella seguía apacible, hasta que su boca sonrió, y hubo un brillo malicioso en sus ojos marrones.

"Sorpresa," respondió. "Para un individuo que pretende ser indiferente y triste, usted no carece de sentido del humor. Yo no tenía la menor idea de lo que iba a decir. ¿No sería singularmente embarazoso para usted si yo hubiera dicho 'sí'? ¡Nunca he visto a nadie que comenzase a poner en práctica tan velozmente aquello que le fue predicado, con tan poca pérdida de tiempo!"

"Tal vez, nunca conoció a un hombre que hubiera soñado con usted durante siete meses antes de ser presentado."

"No, nunca," respondió alegremente. "Tiene gusto romántico. Tal vez usted sea un personaje romántico, después de todo. Si le creyera pensaría que lo es. Muy bien; usted ha seguido mi consejo, entró a una carrera extraña y perdió. Intente la carrera de postas. Tiene otra bocamanga y un lápiz. Propóngaselo a Tía Bluebell; ella quedará atónita, y hasta podría recobrar el oído."



III

Así fue como, por primera vez, propuse a Margaret Lammas ser mi esposa y estoy de acuerdo con cualquiera que diga que me porté como un tonto. Pero no me arrepentí de ello, y nunca lo haré. Hace mucho comprendí que en esa noche estaba fuera de mí, pero creo que la insania temporaria de esa ocasión tuvo el efecto de tornarme un hombre más sano desde entonces. Su forma de ser me dio vuelta la cabeza, porque fue muy diferente de lo que esperaba. Escuchar a esa criatura encantadora que, en mi imaginación había sido heroína de romances o tragedias, hablándome tan familiarmente y riéndose era más de lo que mi ecuanimidad podía tolerar, así que perdí tanto mi cabeza como mi corazón. Pero en primavera, cuando volví a Inglaterra, comencé a hacer ciertos arreglos en el castillo. Ciertos cambios y mejoras que serían absolutamente necesarias. Había ganado la carrera en la que entré tan precipitadamente e íbamos a casarnos en Junio.

No sé si el cambio fue debido a las órdenes que había dejado al jardinero y al resto de la servidumbre, o a mi propio estado mental. En cualquier caso, el viejo lugar no lucía igual cuando abrí mi ventana la mañana después de mi llegada. Estaba el muro gris debajo mío y las torretas grises flanqueando el edificio; estaban las fuentes, los caminos de mármol, los estanques, los setos, los lirios y los cisnes, tal y como antes. Pero había algo más... algo en el aire, en el agua, en el verde. Algo que no podía identificar... una luz que lo recubría todo por la que todo se veía transfigurado. El reloj en la torre dio las siete, y el repique de la antigua campana sonó como tañido de bodas. El aire cantaba con la conmovedora melodía de los pájaros, con la plateada música del agua y la suave armonía de las hojas mecidas por la fresca brisa matinal. Había un aroma a gramilla recién cortada desde el distante prado y a rosas florecientes que trepaba por mi ventana. Me detuve frente al amanecer y absorbí el aire, con todos los sonidos y aromas que había en él. Miré abajo, a mi jardín, y dije: "Es el Paraíso, después de todo." Creo que los hombres de antes estaban en lo cierto cuando decían que el Cielo era un jardín, y el Edén un jardín habitado por un hombre y una mujer, el Paraíso Terrenal. Es necesaria la repetición?

Me volví, preguntándome que había pasado con los lúgubres recuerdos que siempre asocié con mi hogar. Traté de recordar la impresión que me dio la horrible profecía de mi nana antes de la muerte de mis padres, una impresión que se mantenía suficientemente vívida. Traté de recordar mi propia forma de ser, mi abatimiento, mi indiferencia, mi mala suerte y mis insignificantes decepciones. Me esforcé en pensar como solía hacerlo, solamente para satisfacer mi idea que no había perdido mi personalidad. Pero no logré ninguno de estos propósitos. Era un hombre diferente, un ser nuevo, incapaz de apenarse, de tener mala suerte o de caer en tristeza. Mi vida había sido un sueño, no maléfico, pero infinita e irremediablemente triste. Ahora era la realidad, llena de esperanza, alegría y todo tipo de parabienes. Mi hogar, que había sido una tumba, era ahora un Paraíso. Mi corazón petrificado como una roca sin vida, latía ese día con la fuerza, juventud y la certeza de la felicidad concretada. Empecé a gozar de la belleza del mundo y a disfrutar del encantador futuro antes de que el tiempo me los diera, como viajero que desde las planicies mira hacia las montañas y que ya degusta el aire fresco a través del polvillo del camino.

Aquí, pensaba, íbamos a vivir por años. En las noches de luna llena nos sentaríamos en la fuente. Bajo esos senderos vagaríamos juntos. En aquellos bancos descansaríamos y conversaríamos. Entre esas lomas cabalgaríamos durante el dulce atardecer, y en la vieja casa nos contaríamos historias en las noches de invierno, cuando los leños ardieran en el hogar, las bayas del muérdago estén rojas y el viejo reloj marque las últimas horas del fin de año. Un día, en estos viejos escalones, en estos pasillos oscuros y habitaciones augustas, se oirán ruidos de piececillos, y unas risas infantiles sonarán por toda la casa. Esos pequeños pasitos no serán lentos y tristes como fueron los míos ni sus palabras precoces serán dichas como tétricos susurros. No habrá ninguna galesa sombría que asuste a nadie con horrores estrambóticos ni profecías de muerte y cosas malignas. Todo será joven y fresco, encantador y feliz, y tendremos una suerte que nos hará olvidar que alguna vez hubo tristeza.

Todo eso pensaba, mientras miraba a través de mi ventana esa mañana y por muchas mañanas tras esa, y cada día todo me parecía más real que antes, y más cercano. Pero a veces la anciana nana me observaba con desaprobación y murmuraba viejos dichos sobre la Mujer del Agua. Yo era tan feliz que todo eso me importaba muy poco.

Al fin llegó el momento de la boda. Lady Bluebell y toda su tribu, como Margaret la llamaba, habían llegado a la Granja Bluebell, ya que habíamos decidido casarnos en la comarca y a continuación irnos derecho al Castillo. No nos interesaba viajar y no teníamos la mínima intención de realizar ninguna ceremonia populosa en San Jorge de Hanover Square, con todas las tediosas formalidades posteriores. Solía cabalgar todas los días a la Granja, y frecuentemente Margaret venía junto a su tía y algunos primos al Castillo. Tenía dudas sobre mi propio gusto, así que me alegraba la simple idea de permitirle a ella indicar las alteraciones y mejoras de nuestro hogar.

La boda sería el 30 de julio. La noche del 28, Margaret vino junto a algunos de sus Bluebell. En esa tarde de verano fuimos todos a dar un paseo por el jardín. Naturalmente, Margaret y yo nos alejamos un poco del grupo y nos fuimos por los estanques de mármol.

"Es una extraña coincidencia," dije; "hoy hace un año que te vi por primera vez."

"Considerando que estamos en julio," respondió Margaret con una sonrisa, "y que hemos estado aquí cada día, no creo que, después de todo, la coincidencia sea tan extraordinaria."

"No, querida," dije, "supongo que no. No sé por qué me sobresalto. Vamos a estar aquí un año después de hoy, un año después de eso y así. Lo raro es verte aquí. Pero mi suerte ha cambiado. Ya no debo temer que suceda nada raro ahora que te tengo. Seguramente todo esto es bueno."

"Un leve cambio en tus ideas desde aquella remarcable interpretación tuya en París," dijo Margaret. "Sabes que creo que eres el hombre más extraordinario que he conocido."

"Y yo creo que eres la mujer más encantadora que jamás he visto. Naturalmente, nunca deseo perder ni un segundo en frivolidades. Escuché cada una de tus palabras, seguí tu consejo, te propuse matrimonio, y este es el satisfactorio resultado. ¿Cuál es el problema?"

Margaret se detuvo de repente, y su mano se aferró a mi brazo. Una anciana estaba viniendo por el camino y la vimos recién cuando estaba casi frente a nosotros, ya que la luna había salido y estaba brillante en nuestros rostros. La mujer era mi antigua nana.

"Sólo es Judith, querida, no te asustes," dije. Entonces le dije a la galesa: "¿Qué haces, Judith? ¿Estabas alimentando a la Mujer del Agua?"

"Ay, cuando el reloj marque la hora, Willie, mi Señor," susurró la anciana, moviéndose a un lado para dejarnos pasar, y clavando su extraña mirada en la cara de Margaret.

"¿Qué ha dicho?" preguntó Margaret, cuando la dejamos atrás.

"Nada, querida. La vieja está medio loca, pero tiene buen alma."

Nos quedamos en silencio por un momento, mientras íbamos a un puente rústico por encima de la gruta artificial desde la que el agua corría con velocidad a través de sus angostos canales por todo el parque. Nos detuvimos y reclinamos sobre la baranda de madera. La luna estaba ahora detrás de nosotros, y alumbraba estanques, muros y torres del Castillo.

"¡Qué orgulloso debes sentirte de este lugar, tan grande y antiguo!" dijo Margaret, suavemente.

"Es tuyo ahora, querida," respondí. "Tienes tanta razón para amarlo como yo, pero yo sólo lo amo porque tu estás en él, querida."

Su mano se soltó y ambos nos quedamos en silencio. Cuando el reloj comenzó a repicar allá lejos en la torre, conté: ocho, nueve, diez, once. Miré mi reloj. Doce, trece, y reí. La campana siguió sonando.

"El viejo reloj se volvió loco, como Judith," exclamé. Aún seguía sonando, nota tras nota repicando monótonamente a través de la quietud de la noche. Nos reclinamos sobre la baranda, instintivamente mirando en la dirección en la que venía el sonido. Y seguía sonando. En absoluta curiosidad, conté cerca de cien. Evidentemente algo se había roto, ya que la cosa seguía sonando.

De repente un crujido como de madera rota, un grito, un fuerte salpicón, y estaba solo, aferrado al extremo quebrado de la baranda del puente rústico.

Ni siquiera lo pensé mientras mi pulso subía al doble. Me zambullí del puente al torrente de agua oscura y nadé hacia el fondo, regresando con las manos vacías y volviendo a sumergirme hacia la gruta, en la espesa oscuridad, lanzándome hacia cada recodo y golpeando mi cabeza y manos contra las rocas y las esquinas hasta entrelazar algo en mis manos que lo arrastré hacia arriba con toda mi fuerza. Grité y pegué un alarido, pero no había respuesta. Estaba solo en la negrura de la noche con mi carga, a unas quinientas yardas de la casa. Aún pegando brazadas, sentí una superficie firme bajo mi pie, y vi un rayo de luna en la apertura de la gruta, mientras las aguas profundas iban dando paso a una corriente más limpia y de menos profundidad. Tropecé en las rocas hasta que al final pude dejar el cuerpo de Margaret en un banco, en la inmediación del parque.

"¡Ay, Willie, cuando el reloj repicó!" dijo la voz de Judith, la nana galesa, mientras bajaba y miraba el rostro pálido. La anciana habría pegado la vuelta y siguió nuestros pasos, viendo el accidente y descendiendo por la puerta inferior del jardín. "Ay," bramó, "has alimentado a la Mujer del Agua esta noche, Willie, mientras el reloj estaba repicando."

Apenas la escuchaba, de rodillas sobre el cuerpo inanimado de la mujer que amaba, friccionando sus húmedas y blancas sienes y observando fijamente sus grandes ojos. Sólo recuerdo su primera mirada al recuperar la conciencia, su primera bocanada de aliento, el primer movimiento de aquellas manos que se aferraron a las mías.

Esta no es una gran historia. Pero es la historia de mi vida. Sólo eso. Y no pretende ser nada más. La vieja Judith dijo que mi suerte cambió esa noche de verano mientras estaba bregando en el torrente para salvar todo aquello por lo que valía la pena vivir. Un mes más tarde había un puente de piedra sobre la gruta, y Margaret y yo nos paramos encima, mirando el Castillo a la luz de la luna, como hacíamos antes y como hemos hecho muchas veces más después de eso. De todas estas cosas que pasaron hace diez años, siendo ésta la décima Nochebuena que pasamos juntos en torno a los leños crujientes de la vieja chimenea, hablamos cuando conversamos sobre los viejos tiempos; y cada año que pasa, hay más viejos tiempos de los cuales hablar. Hay niños de cabello arremolinado, ambos con cabello rubio rojizo y ojos marrón oscuro, tal como los de la madre, y una pequeña Margaret, con ojos negros como los míos. ¿Por qué no se pareció a su madre, como los demás?

El mundo parece más vivo en estas gloriosas Navidades, y tal vez es inútil recordar la tristeza de antaño, salvo para tener la impresión de que el fuego del hogar es más divertido, el rostro de la esposa luce más alegre y las risas de los niños suenan más felices, en contraste con todo aquello que se ha ido. Tal vez, algún joven de cara triste, indiferente y melancólico, que siente que el mundo es muy hueco y que la vida es como un servicio funerario perpetuo, tal y como yo sentía antes, pueda tomar coraje de mi ejemplo y, habiendo encontrado a la mujer de su corazón, le pida casamiento después de media hora de conocerla. Pero, en general, no recomendaría a ningún joven proponer matrimonio así, por el simple motivo de que nadie podría encontrar una esposa como la mía, con lo cual, estando obligado a hacerlo, le iría necesariamente mal. Mi esposa ha hecho milagros, pero no aseguraría que cualquier otra mujer fuera capaz de seguir su ejemplo.

Margaret siempre decía que el lugar era hermoso y que yo debía estar orgulloso. Me atrevo a decir que tiene razón. Siempre tuvo más imaginación que yo. Pero tengo una buena respuesta, clara, que es ésta: toda la belleza del castillo proviene de ella. Ella ha respirado en él, mientras los niños soplaban sobre el vidrio frío durante el invierno; y así como sus alientos cálidos cristalizaban paisajes de reinos de hadas, llenos de formas exquisitas y huellas sobre la superficie blanca, su espíritu transformó cada roca gris de las viejas torres, cada añoso árbol y risco en los jardines, cada pensamiento en mi apesadumbrada mente. Todo lo que era viejo, se tornó joven, y todo lo que era triste, feliz, y ahora soy el más feliz de todos. De cualquier forma que pueda ser el cielo, no existiría paraíso terrenal sin una mujer, así como no hay lugar tan desolado, espantoso y extremadamente miserable que una mujer no pueda hacerlo parecer el cielo para el hombre que ella ama y que la ama.

Escucho algunas risas cínicas y gritos de que todo esto ya ha sido dicho antes. No ría, mi buen cínico. Aún eres demasiado chico para reír ante cosa tan grande como el amor. Muchos han rezado antes, y tal vez tú tengas tus propias oraciones. No creo que se pierda nada por repetirlas, ni tú te echarás a perder por tal cosa. Dices que el mundo es amargo, y está bañado por las Aguas de la Amargura. Ama y la vida te hará ser amado... entonces el mundo se tornará dulce para ti y podrás descansar, tal como yo, en las Aguas del Paraíso.