miércoles, 14 de agosto de 2024

El santuario E.F. Benson (1867-1940)

Era enero, y Francis Elton estaba pasando dos semanas de vacaciones en Engadine cuando recibió el telegrama que le anunció la muerte de su tío, Horace Elton, y su derecho de sucesión a una más que considerable fortuna. El telegrama añadía que la ceremonia de cremación de los restos se celebraría aquel mismo día, resultándole imposible acudir a la misma; no existía por tanto ninguna razón por la que debiera acelerar su regreso. En una carta que le llegó dos días más tarde, el notario, el señor Angus, le amplió los detalles: la herencia consistía por una parte en bienes por la cantidad de 80.000 libras esterlinas, y por otra en la hacienda del señor Elton, situada a las afueras del pequeño pueblo de Wedderburn, en Hampshire. Ésta consistía en una encantadora casa con su respectivo jardín y en unos cuantos acres de terreno edificable. Todo esto le había sido dejado a Francis, pero la finca acarreaba consigo una renta de 500 libras al año a favor del Reverendo Owen Barton. Francis apenas sabía nada de su tío, el cual se había comportado durante mucho tiempo como un recluso; de hecho hacía ya casi cuatro años que no le veía, desde que había pasado tres días con él en su casa de Wedderburn. Apenas le quedaban vagos aunque ligeramente inquietantes recuerdos de aquella estancia, y en su viaje de regreso, mientras yacía en la litera de aquel bamboleante tren, su cerebro, revolviendo adormecido entre sus enterrados recuerdos, empezó a desenterrarlos. En realidad no estaban nada definidos: consistían principalmente en sugestiones laterales e impresiones oblicuas, cosas observadas, por decirlo de alguna manera, a través del rabillo del ojo, y nunca examinadas de manera directa.

En aquella ocasión era sólo un muchacho que acababa de terminar la escuela y que disfrutaba de las vacaciones veraniegas durante un agosto caluroso y sofocante, y recordaba que su visita se había producido justo antes de ingresar en una academia en Londres para aprender francés y alemán. Allí estaba, ante todo, su tío Horace, y de él conservaba vívidas imágenes. Un hombre de mediana edad, con el pelo grisáceo, grande y extremadamente corpulento, hasta el punto de que la papada ocultaba su cuello, pero a pesar de aquella obesidad, era rápido y de movimientos ágiles, y poseía unos ojos azules alegres e igualmente alertas que parecían estar vigilándole constantemente. También se encontraban allí dos mujeres, madre e hija, y en cuanto las recordó, sus nombres regresaron también a su memoria: eran la señora Isabel Ray y Judith. Judith, suponía, debía de ser uno o dos años mayor que él, y la primera tarde que había pasado por allí le había acompañado a dar un paseo por el jardín después de cenar. Le había tratado de inmediato como si fuesen viejos amigos, había caminado rodeándole el cuello con un brazo y le había preguntado muchas cosas sobre su escuela, y sobre si había alguna chica que le gustara. Todo muy amistoso, pero francamente embarazoso. Cuando regresaron al interior resultó evidente que la madre le dirigió una señal interrogativa a la hija, y Judith había respondido encogiéndose de hombros.

Entonces la madre le cogió de la mano; le hizo sentarse junto a ella al lado de una ventana, y le habló de la academia a la que iba a acudir: tendría en ella mucha más libertad de la que había tenido en el colegio, suponía, y él parecía la clase de muchacho que sabría hacer un buen uso de ella. Comprobó su francés y descubrió que podía hablarlo bastante correctamente, y le dijo que tenía un libro que acababa de leer y que podría prestárselo. Había sido escrito por aquel exquisito estilista, Huysmans, y se titulaba La-Bas. No quiso decirle sobre qué versaba, eso lo tendría que descubrir por sí mismo. Durante todo aquel rato sus ojos estrechos y grises estaban fijos en él, y cuando decidió ir a acostarse le condujo hasta su habitación para darle el libro. Allí estaba Judith; ella ya lo había leído y se rió al recordarlo.

—Léelo, querido Francis —dijo—, y después duérmete de inmediato, y mañana podrás contarme qué es lo que has soñado, siempre que no sea desagradable.

El ritmo vibrante del tren hacía que Francis se sintiese adormecido, pero su mente quería seguir desenterrando aquellos fragmentos. En la casa también se encontraba otro hombre, el secretario de su tío, un joven, de quizá veinticinco años, pulcramente afeitado, delgado y tan alegre como los demás. Todos le trataban con una curiosa deferencia, difícil de definir pero fácil de percibir. Aquella noche se había sentado a su lado durante la cena y no había dejado de rellenarle su vaso de vino tanto si quería como si no, y a la mañana siguiente había entrado en su habitación vestido aún en pijama y, sentándose en su cama y contemplándole con una mirada extraña e interrogadora, le preguntó qué tal le iba con el libro, y después le acompañó a darse un baño en la piscina que había al fondo del jardín, oculta por una hilera de árboles... No necesitaba traje de baño, le dijo, no era necesario, y juntos recorrieron la piscina de un extremo al otro y luego se tumbaron a tostarse al sol. Entonces, de entre los árboles, surgieron Judith y su madre, y Francis, avergonzado, se envolvió rápidamente en una toalla. Cómo se habían reído todos ante su delicioso pudor... ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Ah, pero por supuesto, se trataba de Owen Barton, el mismo que había sido mencionado en la carta del señor Angus como Reverendo Owen Barton. ¿Pero por qué «reverendo»?, se preguntó Francis. Quizá se había ordenado con posterioridad.

Durante todo el día habían halagado su belleza, y su modo de nadar y de jugar al tenis: nunca nadie le había prestado tanta atención, todas las miradas se posaban sobre él, tentadoras y atrayentes. Por la tarde su tío había reclamado su presencia: debía acompañarle al piso de arriba y contemplar algunos de sus tesoros. Le condujo hasta su dormitorio y abrió un enorme armario ropero repleto de magníficas vestimentas. Había allí capas con empedrados de oro, estolas y casullas bordadas con perlas y guantes enjoyados, y el propósito de todo aquello era convertir en gloriosos a los sacerdotes que ofrecían sus plegarias al Señor de todas las cosas visibles e invisibles. Entonces sacó una sotana escarlata de seda gruesa y brillante, y una cota de la muselina más fina, guarnecida desde el cuello y hasta el dobladillo inferior por encajes irlandeses del siglo dieciséis. Eran las vestimentas para el chico que hiciera de monaguillo en la misa, y Francis, a petición de su tío, se despojó de su chaqueta y se cubrió con aquello. Después se descalzó para deslizar sus pies en las silenciosas zapatillas escarlatas que su tío llamó zapatos del santuario. En aquel momento entró Owen Barton, y Francis le oyó susurrarle a su tío:

—¡Dios! ¡Menudo monaguillo! —y después se colocó una de aquellas magníficas capas vestales y le dijo que se arrodillara.

El chico se había sentido completamente desconcertado. ¿A qué estarían jugando?, se preguntaba. ¿Era algún tipo de charada? Allí estaba Barton, con su cara solemne y ansiosa, levantando su mano izquierda, como si le estuviera bendiciendo: más sorprendente resultaba su tío, relamiéndose los labios y tragando sonoramente, como si se le estuviera haciendo la boca agua. Detrás de aquellos disfraces se ocultaba algo, algo que para ellos significaba mucho. Se sentía incómodo e inquieto, y no estaba dispuesto a arrodillarse, de modo que se deshizo de la cota y de la sotana.

—No entiendo de qué va todo esto —dijo, y de nuevo, al igual que había sucedido entre Judith y su madre, vio que entre los dos hombres se cruzaban preguntas y respuestas. De algún modo, su falta de interés les había decepcionado, pero por lo que a él se refería no se trataba de un tema de interés: lo que sentía era más bien una ligera repulsión.

Se reemprendieron las diversiones: volvieron a jugar al tenis y a bañarse juntos, pero todos parecían haber perdido aquel interés que anteriormente habían demostrado por él. Aquella tarde se vistió para la cena antes que los demás, por lo que se sentó en un profundo sillón situado junto a una de las ventanas de la sala de estar, leyendo el libro que le había prestado la señora Ray. No conseguía avanzar; era demasiado extraño y el uso del francés demasiado rebuscado; pensó que se lo devolvería diciéndole que de momento estaba más allá de su capacidad. Justo en aquel momento entraron ella y su tío: estaban hablando entre sí y no advirtieron su presencia.

—No, no servirá de nada, Isabel —dijo su tío—. No tiene curiosidad, ni propensión a ello: sólo le desagradaría y le alejaría de nosotros. Ésa no es manera de ganar almas. Owen piensa de igual manera. Y además, es demasiado inocente: cuando yo tenía su edad... Vaya, aquí está Francis. ¿Qué estás leyendo, muchacho? ¡Ah, ya veo! ¿Y qué te está pareciendo?
Francis cerró el libro.
—Me rindo —dijo—. No puedo seguir.
La señora Ray se rió.
—Estoy de acuerdo, Horace —dijo—. ¡Pero qué lástima!

De algún modo Francis tuvo la impresión, recordaba, de que habían estado hablando de él. Pero si ese era el caso ¿qué era aquello para lo que no estaba preparado? Aquella noche se había ido a la cama bastante temprano, animado, o así lo creía, por los otros, a los que dejó jugando unas partidas de bridge. Se durmió rápidamente, pero se despertó pensando que había oído cánticos. Entonces se oyeron tres campanadas, seguidas de una pausa y, posteriormente, de otras tres. Estaba demasiado dormido para preocuparse por saber qué era aquello.

Aquella era la suma de sus impresiones, mientras el tren se apresuraba atravesando la noche, de aquella visita hecha al hombre cuyo patrimonio acababa de heredar a condición de que siguiera proporcionando 500 libras al año al Reverendo Owen Barton. Se sorprendió al comprobar lo vívidos y vagamente inquietantes que resultaban sus recuerdos tras pasar cuatro años enterrados en su mente. Mientras se hundía en un sueño profundo volvieron a desvanecerse, y a la mañana siguiente apenas pensó en ellos. Tan pronto como llegó a Londres acudió a ver al señor Angus. Algunas acciones deberían venderse para poder pagar ciertas tasas, pero la administración del capital era por lo demás cosa fácil. Francis quiso saber algo más sobre su benefactor, pero el señor Angus poco pudo decirle. Durante varios años, Horace Elton había vivido una existencia extremadamente aislada allá en Wedderburn, relacionándose de manera frecuente únicamente con su secretario, el señor Owen Barton. Además de él, había también dos damas que solían acompañarle durante largas temporadas. ¿Cómo se llamaban?... El notario calló intentando recordar.

—¿La señora Isabel Ray y su hija Judith? —sugirió Francis.
—Exacto. Estaban allí a menudo. También, de manera no poco frecuente, solía llegar cierto número de personas a una hora bastante tardía, normalmente a las once, pero a veces más tarde incluso, que permanecían en la casa durante un par de horas antes de volver a marcharse. Todo un poco misterioso. Tan sólo una semana antes de la muerte del señor Elton, se presentó allí toda una congregación. Quince o veinte personas, creo.
Francis permaneció en silencio unos instantes: se sentía como si pequeñas piezas de un puzzle reclamaran ser colocadas en su sitio, pero sus formas eran excesivamente fantásticas...
—Y respecto a la enfermedad de mi tío y a su muerte... —dijo—. La cremación de sus restos se efectuó el mismo día en el que murió; al menos eso es lo que entendí en su telegrama.
—Sí, así fue —dijo el señor Angus.
—¿Pero por qué? Para estar presente en la ceremonia habría tenido que dejarlo todo y regresar inmediatamente a Inglaterra. ¿No resulta un procedimiento algo inusual?
—Sí, señor Elton, fue completamente inusual. Pero hubo buenas razones para ello.
—Me gustaría oírlas —dijo Francis—. Soy su heredero y lo más apropiado hubiera sido que me encontrara presente. ¿Por qué se obró de esa manera?
Angus dudó durante unos instantes.
—Es una pregunta razonable —dijo—, y me siendo obligado a responderle. Aunque para ello deberé retroceder un poco en el tiempo... Su tío mantuvo, aparentemente, un excelente estado físico hasta la semana previa a su muerte. Era muy robusto, cierto, pero también una persona muy activa. Entonces empezó a sufrir ataques. Sus primeras manifestaciones tomaron la forma de dolorosas molestias mentales y espirituales. Por alguna razón pensaba que iba a morir en breve plazo, y la idea de la muerte le producía un pánico y un terror anormales. Me telegrafió porque quería cambiar su testamento. Yo estaba fuera de Londres y no pude acercarme a su casa hasta el día siguiente, pero para entonces ya estaba demasiado enfermo como para dar instrucciones coherentes. Su intención, según creo, era dejar al señor Owen Barton fuera.
De nuevo el abogado se detuvo.
—Descubrí —continuó—, que el mismo día que yo llegué a Wedderburn, pero por la mañana, había hecho llamar al cura de su parroquia, y que se había confesado. En qué consistió la confesión, por supuesto, no tengo ni la más remota idea. Hasta entonces había mostrado pánico por la muerte, pero físicamente seguía siendo el mismo. Sin embargo, inmediatamente después, una horrible enfermedad le invadió. Y la palabra justa es ésa: invasión. Los doctores que llegaron de Londres y Bournemouth no supieron de qué se trataba. Algún microbio desconocido, supusieron, que atacaba rápida y vorazmente tanto la piel como los tejidos y el hueso. Era como si se estuviera corrompiendo y pudriendo por dentro, como si ya estuviese muerto... Ciertamente, no sé de qué le servirá que le cuente esto.
—Quiero saberlo —dijo Francis.
—De su interior surgían organismos vivos como podrían hacerlo del interior de un cadáver. Sus enfermeras tenían que salir a vomitar cada dos por tres. Su habitación estaba constantemente repleta de moscas; moscas enormes y rollizas que invadían las paredes y la cama. Él seguía consciente, y persistía en su irracional pánico frente a la muerte, en unos momentos en los que cualquiera pensaría que su alma se mostraría agradecida de poder abandonar aquella morada.
—¿Estaba el señor Owen Barton con él? —preguntó Francis.
—Desde el momento en el que el señor Elton se confesó, se negó a volver a verle. Tan sólo en una ocasión entró en su habitación, produciéndose una espantosa escena. Su tío empezó a gritar y a chillar aterrorizado. Tampoco quiso ver a ninguna de las damas que ya hemos mencionado: ¿por qué, pese a todo, continuaron residiendo en la casa? No lo sé. Entonces, la última mañana de su vida, cuando ya no podía ni hablar, escribió un par de palabras sobre un trozo de papel: parecía que quería recibir la extremaunción. De modo que se avisó al párroco.
El viejo abogado se detuvo una vez más: Francis vio que sus manos estaban temblando.
—Entonces sucedió algo horrible —dijo—. Yo estaba en la habitación, ya que él me había hecho señas para que me acercara, y lo vi todo con mis propios ojos. El párroco había servido el vino en el cáliz, y había colocado la hostia sobre la bandeja. Estaba a punto de consagrar los elementos cuando una nube de aquellas moscas de las que le he hablado se abalanzaron sobre él. Se introdujeron en el cáliz como un enjambre de abejas y se posaron a cientos sobre la bandeja; en un par de minutos el cáliz estaba seco y la hostia había sido devorada. Entonces, como huéspedes satisfechos, podría decirse, se arrojaron sobre el rostro de su tío, cubriéndole de tal modo que resultaba imposible verle. Empezó a jadear y a atragantarse: a continuación sufrió una convulsión y se retorció. Después, gracias a Dios, todo terminó.
—¿Y después? —preguntó Francis.
—Ya no había moscas. Nada. Pero fue necesario incinerar el cuerpo de inmediato, y también su cama. ¡Fue espantoso, espantoso! Jamás se lo hubiera contado si no me hubiera presionado.
—¿Qué hicieron con las cenizas? —preguntó Francis.
—Ya verá que hay una cláusula en el testamento, ordenando que sus restos fuesen enterrados al pie del árbol del amor de Judas que hay junto a la piscina del jardín en Wedderburn. Así se hizo.

Francis era un joven bastante poco imaginativo, poco dado a los titubeos supersticiosos y a especular inútilmente, y aquella historia, por muy sugerente que fuese, y por muy repleta de espantosos matices que estuviera, no captó su interés ni le llevó a la creación de inquietantes fantasías. Resultaba horrible, cierto, pero ya se había terminado. Acudió a Wedderburn durante la Pascua, con una hermana suya viuda y con su hijo de once años, y a los tres les encantó la casa. Pronto acordaron que Sybill Marsham alquilaría su casa de Londres durante los meses del verano para establecerse allí. Dickie, que era un niño delicado, bastante extraño y enfermizo, podría beneficiarse del aire campestre, y Francis a su vez se beneficiaría de dejar el lugar a cargo de su hermana y de encontrarlo ocupado y acomodado cada vez que pudiera escabullirse de su trabajo. La casa era de ladrillo y madera, tenía capacidad para una docena de personas, y estaba a un nivel más alto que el del pequeño pueblo. Francis la recorrió tan pronto como llegó a ella, y se asombró de cómo reaparecían en su memoria hasta los más mínimos detalles de su fisonomía a medida que la iba recorriendo. Allí estaba la sala de estar, con sus altas estanterías repletas de libros y sus profundos sillones enfrentados al jardín, en uno de los cuales se había sentado sin ser observado por su tío y la señora Ray cuando entraron hablando en la sala. En la parte superior se encontraba el dormitorio artesonado de su tío, que se propuso ocupar él mismo, con su enorme armario repleto de vestimentas. Lo abrió: allí estaban, cubiertos por papel de seda, lanzando destellos escarlatas y dorados, los más depurados linos jamás decorados con la cordelería irlandesa... un débil olor a incienso los recubría. A su lado estaba la sala de estar de su tío, y un poco más allá la habitación en la que él había dormido en anteriores ocasiones, y que ahora sería ocupada por Dickie. Aquellas habitaciones se hallaban en la parte frontal de la casa, mirando hacia el este por encima del jardín, y salió al exterior para renovar su familiaridad con él. Bajo las ventanas se extendían los macizos de flores, alegremente coloridos por los brotes primaverales; después había una extensión de césped y, más allá, se encontraba la fila de árboles que ocultaba la piscina. Recorrió el sendero que se abría paso por encima del césped, rodeado de tapices de primaveras y anémonas, y llegó hasta el claro que rodeaba al agua. La piscina se hallaba al fondo del todo, junto a la compuerta contra la que chapoteaba ruidosamente el agua del canal que proporcionaba el líquido, y que llegaba rebosante debido a las lluvias de marzo. En el extremo más alejado se imponía un árbol del amor de Judas gloriosamente cargado de flores, que se reflejaba sobre la inmóvil superficie del agua. En algún lugar bajo aquellas ramas cargadas de capullos rojos estaba enterrada la urna con las cenizas. Paseó alrededor de la piscina: allí se estaba a cubierto de las brisas de abril, y las abejas se afanaban entre los capullos. Las abejas, y también unas moscas enormes y rollizas. Bastantes, por cierto.

Él y Sybil se encontraban sentados en la sala de estar cuando empezó a caer la noche. Un criado entró para anunciarles que el señor Owen Barton había pedido su permiso. Ciertamente, se hallaban en casa, de modo que entró, y Sybil le fue presentada.

—Apenas se acordará de mí, señor Elton —dijo—, pero yo estaba aquí cuando vino usted a visitar a su tío: debió de ser hace cuatro o cinco años.
—Al contrario, le recuerdo perfectamente —dijo Francis—. Nos bañamos y jugamos al tenis juntos. Fue usted muy amable con un muchacho tímido. ¿Sigue viviendo aquí?
—Sí. Compré una casa en Wedderburn poco después de la muerte de su tío. Pasé seis años muy felices junto a él, siendo su secretario, y le cogí cariño a la región. Mi casa se encuentra justo al otro lado de la valla de su jardín, frente a la puerta con pestillo que da al camino del bosque que rodea a la piscina.
La puerta se abrió y entró Dickie. Vio que había un extraño y se detuvo.
—Dile «¿Cómo esta usted?» al señor Barton, Dickie —dijo su madre.
Dickie cumplió el encargo con completa corrección y permaneció allí, contemplándole. Normalmente era un muchacho tímido; pero, tras su inspección, se le acercó de nuevo y apoyó sus manos sobre las rodillas del otro.
—Me gusta usted —dijo con confianza, y se apoyó en él.
—No molestes al señor Barton, Dickie —dijo Sybil con autoridad.
—Oh, pero si no me molesta en absoluto —dijo Barton, y atrajo hacia sí al muchacho para que quedara cómodamente instalado entre sus rodillas.
Sybil se levantó.
—Vamos, Dick —dijo—. Daremos un paseo por el jardín antes de que oscurezca.
—¿Viene él también? —preguntó el muchacho.
—No; se queda para hablar con el tío Francis.
Cuando los dos hombres se hubieron quedado solos, Barton dijo un par de palabras sobre Horace Elton, quien siempre se había comportado con él como un amigo generoso. Su final, afortunadamente breve, había sido terrible, y terrible en especial para él había sido la negativa del moribundo a verle durante los dos últimos días de su vida.
—Su mente, supongo, debió de verse afectada —dijo— por sus espantosos sufrimientos. A veces sucede: la gente se vuelve contra aquellos con los que más intimidad han compartido. A menudo me he lamentado por ello, y lo he sentido mucho... Y le debo una explicación, señor Elton. Sin duda le sorprendería ver en el testamento de su tío que se refería a mí como «reverendo». Es cierto, aunque yo no me aplique el término. Ciertas dudas espirituales y dificultades me hicieron abandonar los votos, pero su tío siempre mantuvo que un sacerdote es siempre un sacerdote. En eso era inamovible, y sin duda tenía razón.
—No sabía que mi tío tuviera interés en los asuntos de la iglesia —dijo Francis—. ¡Ah, había olvidado sus vestimentas! Quizá se tratase de un interés artístico.
—En absoluto. Los consideraba objetos sagrados, consagrados para usos santos... ¿Y podría preguntarle qué ha sido de sus restos? Recuerdo haberle oído expresar en alguna ocasión que quería ser enterrado junto a la piscina.
—Su cuerpo fue incinerado —Dijo Francis—, y las cenizas se enterraron allí.

Barton no se quedó mucho tiempo más, y cuando Sybil regresó se sintió francamente aliviada al ver que se había marchado. Simplemente no le gustaba. Había en él algo extraño, algo siniestro. Francis se rió; a él le parecía bastante buen tipo. Los sueños son, por supuesto, tan sólo un compendio de imágenes mentales recientes y de asociaciones, y un sueño tan vívido como el que tuvo Francis aquella noche podría haber surgido fácilmente de dichos elementos. Soñó que estaba bañándose en la piscina con Owen Barton, y que su tío, robusto y florido, estaba de pie bajo el árbol del amor de Judas, observándoles. Aquello parecía algo natural, como suele pasar en los sueños: sencillamente no había muerto. Cuando salieron del agua buscó su ropa, pero lo único que encontró fue una sotana escarlata y una cota guarnecida con encajes. También aquello le pareció natural; del mismo modo que se lo pareció el que Barton se cubriera con una capa vestal dorada. Su tío, muy feliz y relamiéndose los labios, se les unió, y cada uno de ellos le tomó de un brazo mientras caminaban en dirección a la casa cantando un himno. A medida que avanzaban, la luz del día se iba extinguiendo, y para cuando hubieron cruzado el césped ya era noche cerrada, y las ventanas de la casa aparecían iluminadas. Subieron las escaleras, aún cantando, hasta llegar a la habitación de su tío, que ahora era la suya. Había abierta una puerta en la que hasta entonces no se había fijado, situada frente a su cama y desde cuyo interior llegaba un fuerte resplandor. Entonces empezó a sentir que se hallaba inmerso en una pesadilla, ya que sus dos acompañantes le agarraron con fuerza y le empujaron hacia la puerta, mientras él luchaba por liberarse sabiendo que en su interior acechaba algo terrible. Pero paso a paso le fueron arrastrando, pese a su violenta resistencia, y en aquel momento surgió de la puerta un enjambre de enormes y rollizas moscas que zumbaban y se posaban sobre él. Cada vez llegaban más y más, cubriendo su cara, arrastrándose entre sus ojos, entrando en su boca cada vez que jadeaba buscando aire. El horror creció hasta ser insoportable, y entonces despertó sudando y con el corazón latiendo salvajemente. Encendió la luz, y allí estaba la habitación, en absoluta calma mientras el amanecer comenzaba a iluminar el exterior y los pájaros empezaban a afinar sus cantos.

Los escasos días de vacaciones de Francis pasaron rápidamente. Descendió hasta el pueblo para conocer la casa de Barton, juzgándola una vivienda pequeña y encantadora, y a su propietario un tipo de lo más agradable. Barton cenó con ellos una noche y Sybil llegó a admitir que quizá su primera impresión había sido un poco precipitada. Fue encantador con Dickie, y eso la dispuso en su favor, ya que el muchacho le adoraba. Pronto sería necesario encontrar un tutor para él, y Barton accedió de buen grado a encargarse de su educación. Cada mañana, Dickie trotaba a través del jardín y atravesaba el bosque junto al que se encontraba la piscina hasta llegar a la casa de Barton. Su carácter enfermizo le había hecho retrasarse en sus estudios, pero ahora se mostraba ansioso por aprender y por complacer a su nuevo instructor, de modo que rápidamente se puso al día. Fue por aquel entonces cuando conocí a Francis, y durante los siguientes dos meses en Londres nos convertimos en buenos amigos. Me contó que hacía poco que un tío suyo le había dejado en herencia una propiedad en Wedderburn, pero hasta el momento ése era el único detalle que conocía de la historia que hasta ahora he registrado. En algún momento de julio me dijo que pretendía pasar allí el mes de agosto. Su hermana, la cual se encargaba de la casa, quería llevar a su hijo a la costa durante la primera o las dos primeras semanas del mes. ¿Querría yo acompañarle y compartir su soledad, lo que de paso me permitiría avanzar con cierto trabajo que se me estaba acumulando sin que nadie me interrumpiera? Parecía un plan realmente atractivo, de modo que una calurosísima tarde que amenazaba tormenta, a principios de agosto, nos desplazamos hasta allí en coche. Owen Barton, que había sido secretario de su tío, me dijo, iba a cenar con nosotros aquella noche.

Cuando llegamos todavía faltaba algo más de una hora hasta el momento de sentarse a cenar, y Francis me invitó, si me apetecía darme un chapuzón, a que estrenara la piscina que había más allá del césped, entre los árboles. Él tenía que dedicarse a resolver varios asuntos caseros, de modo que fui solo. Era un lugar cautivador: el agua, completamente transparente e inmóvil, reflejaba el cielo y el follaje de los árboles. Me desnudé y me sumergí. Floté haciendo el muerto sobre la refrescante superficie, nadé y también buceé, y entonces vi, caminando cerca del extremo más alejado de la piscina, a un hombre extremadamente corpulento que no debía de superar en mucho la mediana edad. Iba vestido de noche, con chaqueta y corbata negra, e instantáneamente asumí que debía de tratarse del señor Barton, que venía desde el pueblo para cenar con nosotros. Debía de ser por tanto más tarde de lo que me había parecido, así que nadé hasta la caseta en la que se encontraban mis ropas. Cuando salí del agua, miré a mi alrededor. Allí no había nadie. Aquello me sorprendió, aunque sólo fuera ligeramente. Resultaba extraño que hubiera aparecido tan inesperadamente de entre los árboles y que volviera a desaparecer tan súbitamente, pero tampoco era algo que me preocupase excesivamente. Me apresuré a regresar a la casa, me cambié rápidamente y bajé las escaleras, convencido de que iba a encontrar a Francis y a su invitado sentados en la sala de estar. Pero lo cierto es que no hubiera tenido por qué darme tanta prisa, ya que mi reloj me indicó que aún faltaba un cuarto de hora hasta el comienzo de la cena. En cuanto a los otros, supuse que el señor Barton se encontraría con Francis en su propio salón, de modo que elegí un libro al azar para matar el rato y me puse a leer. Pero cada vez se hacía más oscuro, y cuando me levanté para encender la luz vi a través de la ventana francesa, en el jardín, la figura de un hombre silueteada contra la tormentosa puesta de sol. Estaba mirando hacia la habitación en la que yo me encontraba.

No tuve ni la más mínima duda de que se trataba de la misma persona que había visto mientras me bañaba, y encender la luz no hizo sino confirmármelo, ya que el resplandor cayó directamente sobre su cara. Seguramente el señor Barton, al darse cuenta de que había llegado demasiado pronto, había estado matando el tiempo paseando por el jardín hasta que llegara la hora de la cena. Pero lo cierto es que a mí se me habían quitado las ganas de compartirla con él: le había podido echar un buen vistazo y había en su rostro algo horrible. ¿Era humano? ¿Era terrestre en absoluto? Entonces se retiró lentamente, y de inmediato alguien llamó a la puerta, y oí a Francis descendiendo las escaleras. Él mismo abrió la puerta: oí unas palabras de bienvenida, y entonces entró en la habitación acompañado de un tipo alto y delgado al que me presentó. Pasamos una velada muy agradable: Barton hablaba de una manera fluida y simpática, y en más de una ocasión se refirió a su amigo y pupilo Dick. A eso de las once se levantó para marcharse, y Francis le sugirió que atravesase el jardín, que representaba una ruta más corta hasta su casa. La amenaza de tormenta aún no se había materializado, aunque el cielo ya se mostraba especialmente cubierto cuando nos despedimos frente a la ventana francesa, en el exterior. Barton pronto fue tragado por la oscuridad. En aquel momento un relámpago provocó un brillante resplandor que me permitió ver en mitad del césped, como si le estuviera esperando, al hombre que había visto ya en dos ocasiones. «¿Quién es ése?», estuve a punto de preguntar, pero de inmediato percibí que Francis no le había visto, de modo que permanecí en silencio, ya que en aquel momento supe algo que ya había medio imaginado: que el hombre que yo había visto no era de carne y hueso. Un par de gruesas gotas se estrellaron sobre el sendero, y mientras nos refugiábamos en el interior Francis gritó:

—¡Buenas noches, Barton! —y la alegre voz le respondió.
No pasó mucho tiempo antes de que nos fuéramos a la cama, y cuando pasamos frente a su habitación Francis me invitó a verla. Se trataba de una gran cámara artesonada con un enorme armario junto a la cama. Cerca de él colgaba un retrato al óleo de reducido tamaño.
—Mañana te enseñaré lo que hay en el armario —dijo—. Unos artefactos maravillosos... Ése es un retrato de mi tío.

Yo ya había visto aquel rostro aquella tarde. Durante los siguientes dos o tres días no volví a ver a aquel espantoso visitante, pero en ningún momento pude sentirme relajado, ya que notaba su presencia. Qué instinto o qué sentido era el que lo percibía, no lo sé: quizá se tratase tan sólo del pavor que me producía la idea de volver a verle lo que me había producido semejante convicción. Pensé decirle a Francis que debía regresar a Londres; lo que evitó que lo hiciera file el deseo de saber más, y aquello me hizo enfrentarme al miedo. Entonces, muy pronto, empecé a darme cuenta de que Francis parecía tan intranquilo como yo. A veces, mientras estábamos sentados juntos después de cenar, se mostraba extrañamente alerta: se interrumpía en mitad de alguna frase como si algo hubiese atraído su atención, o apartaba la mirada de nuestra partida de bezique y centraba su atención durante un segundo en algún rincón de la habitación o, más a menudo, en el oscuro vacío de la abierta ventana francesa. ¿Acaso había visto algo, me preguntaba, que resultaba invisible para mí y, al igual que hacía yo, temía hablar de ello?

Aquellas impresiones fueron momentáneas e infrecuentes, pero mantuvieron vivo en mí el sentimiento de que allí estaba pasando algo, y que aquel algo, que surgía de la oscuridad y lo desconocido, estaba cobrando fuerza. Había penetrado en la casa y estaba presente en todas partes... Pero luego me encontraba al despertar con unas mañanas tan brillantes y soleadas que me autoconvencía de que me estaba inquietando por nada. Llevaba allí una semana cuando ocurrió algo que precipitó todo lo que sucedió luego. Dormía en la habitación que normalmente ocupaba Dickie, y me desperté una noche sintiéndome incómodamente acalorado. Tiré de una sábana con la intención de retirarla, pero se resistió porque estaba firmemente embutida entre los colchones por el lado de la cama que daba a la pared. Finalmente conseguí liberarla, y al hacerlo oí algo que caía al suelo con un aleteo. Por la mañana me acordé y encontré bajo la cama un pequeño cuadernillo de notas. Lo abrí perezosamente y encontré una docena de páginas escritas con una caligrafía redonda e infantil. Las siguientes palabras engancharon mi atención: Jueves 11 de julio. Esta mañana he vuelto a ver al tío abuelo Horace en el bosque. Me ha contado algo sobre mí mismo que no he conseguido entender, pero ha dicho que cuando juera mayor me gustaría. No debo decirle a nadie que está aquí, ni tampoco lo que me ha contado. Sólo al señor Barton.

Me importaba un bledo estar leyendo el diario privado de un muchacho. Aquella había dejado de ser una consideración digna de tener en cuenta. Pasé la hoja y encontré otra entrada: Domingo 21 de julio. He vuelto a ver al tío abuelo Horace. Le he dicho que le había contado al señor Barton lo que él me había contado a mí, y que el señor Barton me había contado algunas cosas más, y que estaba satisfecho, y que había dicho que estaba prosperando y que pronto me llevaría consigo a orar. No puedo describir el estremecimiento y el horror que aquellas entradas me provocaron. Convertían a la aparición que yo mismo había visto en algo muchísimo más real y siniestro. Aquel lugar estaba siendo encantado por un espíritu corrupto y maligno que además intentaba transmitir su corrupción. ¿Pero qué podía hacer yo? ¿Cómo podía yo, sin antes recibir alguna indicación por parte de Francis, decirle que el espíritu de su tío (del cual en aquel momento lo ignoraba todo) no sólo había sido visto por mí, sino también por su sobrino, y que éste estaba siendo influenciado por el primero? Y además estaban aquellas menciones a Barton. Ciertamente, aquello no podía quedar así. Estaba colaborando en aquella tarea maldita. Ante mis ojos empezaba a delinearse un culto de corrupción (¿o quizá estaba siendo demasiado fantasioso?) ¿Y qué significaba aquella frase de que le llevaría a orar? Gracias al cielo, Dickie se hallaba lejos de allí en aquellos momentos, y había tiempo para pensar en el problema. Y en cuanto a aquel lastimoso cuadernillo, lo guardé en un portafolios con cerradura.

El día, en lo que se refiere a signos externos y visibles, transcurrió agradablemente. Dediqué la mañana a trabajar y después los dos pasamos la tarde en el campo de golf. Pero bajo aquella aparente tranquilidad se escondía algo; el descubrimiento del diario no dejaba de intervenir mediante llamadas mentales preguntando: «¿Qué vas a hacer?» Francis, por su parte, se mostraba turbado; algo le reconcomía y yo no sabía lo que era. Entre nosotros se imponía el silencio, pero no ese silencio natural y desapercibido que surge entre los que se conocen bien, y que no representa sino un símbolo de su intimidad, sino esos silencios que se imponen entre quienes están pensando en algo sobre lo que temen hablar. Estos últimos habían ido volviéndose cada vez más severos a lo largo del día, se notaba una tensión creciente: todos los temas que tratábamos eran banales, ya que sólo enmascaraban un tema en concreto. Antes de cenar, aquella tarde bochornosa, nos sentamos en el césped, y rompiendo uno de aquellos intervalos silenciosos Francis señaló la fachada de la casa.

—Esto sí que es curioso —dijo—, ¡Mira! La planta baja tiene tres habitaciones, ¿verdad? El comedor, la sala de estar y el pequeño estudio en el que escribes. Ahora mira hacia arriba. Allí también hay tres habitaciones: tu dormitorio, el mío y mi sala de estar. Las he medido. Faltan unos tres metros y medio. Parece como si en alguna parte hubiera una habitación sellada.
Aquello, al menos, era algo sobre lo que merecía la pena hablar.
—¡Qué excitante! —dije—. ¿No deberíamos buscarla?
—Lo haremos. Empezaremos a buscarla tan pronto como hayamos acabado de cenar. Pero hay otra cosa que quería contarte, aunque no tenga nada que ver con esto. ¿Te acuerdas de aquellas vestimentas que te enseñé el otro día? Hace una hora he abierto el armario en el que están guardadas, y un puñado de moscas enormes y rollizas han salido zumbando del interior. Sonaban como una docena de aeroplanos sobrevolando el cielo, lejanas pero fuertes, si entiendes lo que quiero decir. Y después han desaparecido.

De algún modo sentí que aquello que habíamos estado callando estaba a punto de quedar al descubierto. Podría ser perjudicial contemplar... Francis saltó de su silla.

—¡Acabemos de una vez con estos silencios! —gritó—. Está aquí. Mi tío, me refiero. No te lo había contado, pero murió ahogado por un enjambre de moscas. Pidió la extremaunción, pero antes de que el vino pudiera ser sacramentado llenaron el cáliz hasta rebosar. Y sé que está aquí. Parece una chifladura pero es así.
—Ya lo sabía —dije—. Le he visto.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
—Porque pensé que te reirías de mí.
—Hace un par de días lo habría hecho —dijo—, pero ahora desde luego que no. Adelante.
—La tarde que llegamos le vi junto a la piscina. Esa misma noche, cuando estábamos despidiendo a Owen Barton cayó un relámpago, y ahí estaba otra vez, en medio del césped.
—¿Pero cómo supiste que era él? —preguntó Francis.
—Lo supe cuando me enseñaste su retrato aquella misma noche, en tu cuarto. ¿Tú le has visto?
—No. Pero sé que está aquí. ¿Algo más?
Aquella era la oportunidad, no sólo natural sino inevitable.
—Sí, mucho más —respondí—. Dickie también le ha visto.
—¿El niño? Imposible.

La puerta de la sala de estar se abrió y la camarera de Francis nos trajo el jerez en una bandeja. Colocó la jarra y dos vasos sobre la mesa de mimbre que había entre nosotros, y yo le pedí que fuera a mi habitación y que me trajera mi portafolios. Saqué el cuaderno de notas de su interior.

—Anoche encontré esto entre los colchones de mi cama. Es el diario de Dickie. Escucha.
Y le leí el primer extracto.
Francis lanzó una de aquellas rápidas y desconcertantes miradas por encima del hombro.
—Pero estamos soñando —dijo—. Esto es una pesadilla. ¡Dios mío, aquí está pasando algo terrible! ¿Y por qué no debe Dickie contárselo a nadie excepto a Barton? ¿Hay algo más?
—Sí. Domingo 21 de julio. He vuelto a ver al tío abuelo Horace. Le he dicho que le había contado al señor Barton lo que él me había contado a mí, y que el señor Barton me había contado algunas cosas más, y que estaba satisfecho, y que había dicho que estaba prosperando y que pronto me llevaría consigo a orar. No sé qué significa.
Francis saltó de la silla como si tuviera un resorte.
—¡¿Qué?! —gritó—. ¿Llevarle a orar? Espera un momento. Deja que recuerde mi primera visita a este sitio. Yo era un muchacho de diecinueve años, absurda y temblorosamente inocente para mi edad. Una mujer que estaba viviendo aquí me dio un libro para que lo leyera: La-Bas. En aquel entonces no me enteraba de demasiadas cosas, pero ahora sé sobre qué trataba.
—Misas Negras —dije yo—. Adoradores de Satán.
—Sí. Un día mi tío me vistió con una sotana escarlata, y entonces entró Barton, se puso una capa sacerdotal, y dijo algo sobre que yo hiciera de monaguillo. En sus tiempos fue sacerdote, ¿lo sabías? Y una noche me desperté oyendo cánticos y una campana. Por cierto, Barton iba a venir a cenar mañana.
—¿Y qué vas a hacer?
—¿Con él? Aún no lo sé. Pero esta noche sí tenemos algo que hacer. En esta casa han pasado cosas horribles. Debían de llevar a cabo sus misas en alguna habitación, en una capilla. Vaya, ya sabemos en qué consiste ese hueco del que te he hablado hace un momento.

Después de cenar nos pusimos en marcha. En algún lugar del área frontal del primer piso se encontraba aquel espacio que no cuadraba con las dimensiones de las habitaciones. Encendimos las luces de todas ellas, y entonces, saliendo al jardín, vimos que las ventanas del dormitorio de Francis y las de su sala de estar estaban más separadas de lo que deberían. En algún lugar entre ellas, por lo tanto, se escondía aquel hueco al que no parecía haber acceso, de modo que volvimos a subir las escaleras. La pared de su sala de estar parecía sólida, era de ladrillo y madera y estaba atravesada por grandes vigas con escasa separación entre ellas. Sin embargo, la pared de su dormitorio estaba artesonada, y cuando la golpeamos no pudimos oír ningún ruido en la habitación de al lado. Empezamos a examinarla. Los criados se habían acostado ya, y la casa estaba en silencio, pero mientras nos trasladábamos del jardín al interior y de una habitación a la otra, había podido sentir una presencia que nos vigilaba y nos seguía. Habíamos cerrado la puerta que conectaba su dormitorio con el pasillo, pero en el momento en el que estábamos observando y palpando el artesonado, la puerta se abrió y volvió a cerrarse sola, y algo entró rozando mi hombro al pasar.

—¿Qué ha sido eso? —dije—. Alguien acaba de entrar.
—No importa —dijo Francis—. Mira lo que he encontrado.

En el borde de uno de los paneles había un botón negro, como un timbre de ébano. Lo presionó y tiró hacia sí, y una sección del artesonado se deslizó hacia un lado, revelando una cortina roja que cubría una entrada. La descorrió con un entrechocar de anillas metálicas. El interior estaba oscuro y de él surgía un olor a incienso rancio. Recorrí el marco de la entrada con la mano, encontré un interruptor y la oscuridad se inundó con una luz deslumbrante. En el interior había una capilla. No había ventana, y en su extremo occidental (no en el oriental) reposaba un altar. Sobre él colgaba un cuadro, evidentemente de alguna primitiva escuela italiana, y seguía el patrón de la Anunciación de Fray Angélico. La Virgen se sentaba en un recinto abierto y desde el floreado espacio que la rodeaba el ángel le brindaba su saludo. Sus alas extendidas eran las alas de un murciélago, y su cabeza y su cuello, completamente negros, eran los de un cuervo. Con la mano izquierda alzada, y no con la derecha, dibujaba el signo de la bendición. La toga de la Virgen era roja y de la más fina muselina, y estaba guarnecida con símbolos repugnantes. Su cara era la de un perro jadeante con la lengua extendida. En el extremo oriental había dos nichos, y en cada uno de ellos reposaba la estatua de mármol de un hombre desnudo, con las inscripciones: «San Judas» y «San Gilles de Rais». Uno estaba agachado recogiendo unas monedas de plata desparramadas a sus pies, el otro se reía mientras contemplaba lascivamente el cuerpo mutilado y puesto boca abajo de un muchacho. El cuarto estaba iluminado por una araña que colgaba del techo: tenía la forma de una corona de espinas, y las bombillas se acomodaban entre una maraña de ramas de plata. Una campana colgaba del techo, detrás del altar.

La primera impresión que tuve mientras miraba aquellas obscenas blasfemias fue de que eran simplemente grotescas, y que no podían tomarse más en serio que los sucios mensajes que algunos escribían sobre las paredes de la calle. Aquella indiferencia pronto se disolvió, y me sobrevino una horrorizada conciencia de la devoción profesada por aquellos que habían diseñado y construido aquellas decoraciones. Diestros pintores y hábiles artesanos las habían realizado para que estuvieran allí, al servicio de todo lo que era malvado; aquel espíritu de adoración vivía en ellas dinámica y activamente. Y la habitación rebosaba con el placer exultante de aquellos que habían llevado a cabo sus adoraciones en su interior...

—Mira esto —me llamó Francis. Señaló un pequeño tablón que había apoyado contra la pared junto al altar.

Sobre él habían situado varias fotografías, una era la de un muchacho sobre el trampolín de la piscina, a punto de saltar.

—Ése soy yo —dijo—. La hizo Barton. ¿Y qué pone debajo? «Ora pro Francisco Elton». Y ésa es la señora Ray, y ése es mi tío, y ahí está Barton, con la capa. Reza también por él, por favor. ¡Esto es una chiquillada!

De repente rompió a reír estrepitosamente. El techo de la capilla estaba abovedado y el eco que produjo fue sorprendentemente fuerte: la habitación se llenó con él. Su risa cesó, pero el eco no. Alguien más se estaba riendo. ¿Pero dónde? ¿Quién? Excepto por la nuestra, la capilla estaba vacía de toda presencia visible. La risa seguía y seguía, y nos miramos el uno al otro asaltados por el pánico. La brillante luz de la araña empezó a disminuir, las sombras empezaron a imponerse, y entre ellas se destilaba una fuerza infernal y mortal. Y a través de la tenue luz pude ver, flotando en el aire y oscilando ligeramente, como si estuviera en mitad de una corriente de aire, el rostro sonriente de Horace Elton. Francis también lo vio.

—¡Lucha! ¡Enfréntate a él! —gritó señalándole—. ¡Profana todo lo que esté santificado! Dios, ¿hueles el incienso y la corrupción?

Rompimos las fotos y destrozamos el tablón sobre el que habían estado. Arrancamos el frontal del altar y escupimos sobre su maldita mesa: la empujamos hasta que volcó y la losa de mármol se partió por la mitad. Arrastramos las dos estatuas que se encontraban en los nichos y las estrellamos contra el suelo. Entonces, horrorizados por el desenfreno de nuestro iconoclastia, nos detuvimos. La risa había cesado y ninguna cara oscilante se balanceaba sobre la oscuridad. Entonces abandonamos la capilla y cerramos la puerta con el panel que la cubría. Francis vino a mi habitación a dormir, y charlamos durante mucho tiempo, preparando nuestros planes para el día siguiente. Nos habíamos olvidado de destruir el cuadro que colgaba sobre el altar, pero ahora nos serviría en lo que nos proponíamos llevar a cabo. Después nos dormimos, y la noche discurrió sin molestias. Al menos habíamos roto todos aquellos artilugios que habían sido santificados para usos malditos, y aquello ya era algo. Pero aún quedaba una tenebrosa labor por realizar, y el resultado era inconjeturable. Barton vino a cenar a la noche siguiente, y en la pared, frente a su silla, colgaba el cuadro de la capilla. Al principio no se fijó en él, ya que la habitación estaba bastante oscura, aunque no lo suficientemente oscura como para necesitar luz artificial. Se mostró alegre y vivaz como siempre, habló entretenida e inteligentemente y preguntó cuándo regresaría su amigo Dickie. Cuando estábamos acabando de cenar se encendieron las luces, y entonces vio el cuadro. Yo le estaba observando, y el sudor empezó a brotar de su cara, la cual había adquirido en un instante el color del barro. Después se recompuso.

—Qué cuadro tan extraño —dijo—. ¿Estaba aquí antes? Creo que no.
—No: estaba en una habitación del primer piso —dijo Francis—. ¿Me preguntaba sobre Dickie? Lo cierto es que no sé con seguridad cuándo regresará. Hemos encontrado su diario, y de momento creo que deberíamos hablar sobre eso.
—¿El diario de Dickie? ¡Vaya! —dijo Barton, y se humedeció los labios con la lengua.

Creo que adivinó que le aguardaba una situación desesperada, y me imaginé a un hombre condenado a ser ahorcado esperando en su celda a que llegase la hora, rodeado por sus guardianes, tal y como Barton esperaba en aquel momento. Se sentó apoyando un codo sobre la mesa y sosteniendo su frente con la mano. En aquel momento un criado trajo el café y nos dejó.

—El diario de Dickie —dijo Francis tranquilamente—. Su nombre figura en él. Y también el de mi tío. Dickie le ha visto en más de una ocasión. Pero, claro, eso usted ya lo sabía.
Barton bebió de su vaso de coñac.
—¿Me está contando una historia de fantasmas? —dijo—. Le ruego que siga.
—Sí, en parte se trata de una historia de fantasmas, aunque no del todo. Mi tío, su fantasma, si lo prefiere usted, le contó ciertas historias y le dijo que debería mantenerlas en secreto salvo con usted. Y usted le contó algunas más. Y le dijo que debería ir a orar con usted dentro de poco. ¿Dónde iba a suceder eso? ¿En esa habitación que pende sobre nosotros?
El coñac le había otorgado al condenado un valor momentáneo.
—Una sarta de mentiras, señor Elton —dijo—. Ese muchacho tiene una mente corrupta. Me contó cosas que ningún chico de su edad debería saber: y se divirtió a su costa y se rió con ellas. Quizá debería habérselo dicho a su madre.
—Es demasiado tarde para pensar en eso ahora —dijo Francis—. El diario del que le acabo de hablar estará mañana a las diez en punto en manos de la policía. También inspeccionarán la habitación de arriba en la que usted ha vestido el hábito para celebrar sus Misas Negras.
—¡No, no! —gritó—. ¡No haga eso! ¡Se lo suplico y se lo imploro! Le confesaré la verdad. No ocultaré nada. Mi vida ha sido una blasfemia. Pero lo siento: me arrepiento. De ahora en adelante abjuro de todas esas abominaciones: renuncio a todas ellas en nombre de Dios Todopoderoso.
—Demasiado tarde —dijo Francis.

Y entonces, el horror que aún me atormenta empezó a manifestarse. Aquel desdichado se echó hacia atrás en la silla, y de su frente surgió un gusano que fue a caer sobre su blanca camisa, donde se quedó retorciéndose. En aquel momento, sobre nuestras cabezas, se oyó el sonido de una campana, y Barton se puso rápidamente en pie.

—¡No! —gritó de nuevo—. Me retracto de todo lo dicho. No abjuro de nada. Y mi Señor está esperándome en el santuario. Debo darme prisa y ofrecerle mi humilde confesión.
Con los movimientos de un animal sigiloso se escurrió de la habitación y oímos sus pasos subiendo ligeramente las escaleras.
—¿Has visto eso? —susurré—. ¿Y qué hacemos ahora? ¿Está ese hombre en su sano juicio?
—Ya no está en nuestras manos —dijo Francis.

Se oyó un golpe en el techo, como si alguien se hubiera caído, y sin mediar palabras subimos corriendo al dormitorio de Francis. La puerta del armario en el que estaban guardadas las vestimentas estaba abierta, y algunas yacían en el suelo. El panel también estaba abierto, pero en su interior sólo había oscuridad. Aterrorizado por lo que pudieran encontrar nuestros ojos, tanteé en busca del interruptor y encendí la luz. La campana que había sonado hacía un par de minutos seguía moviéndose, aunque ya no repicaba. Barton, vestido con su capa vestal bordada de oro, yacía frente al altar, derrumbado, con la cara agitándose, crispada. Entonces cesó todo movimiento, un estertor surgió de su garganta, y su boca se abrió. Enjambres de enormes moscas que llegaban de ninguna parte se posaron sobre él.


El sacerdote. William Faulkner (1897-1962)

Había casi terminado sus estudios eclesiásticos. Mañana sería ordenado, mañana alcanzaría la unión completa y mística con el Señor que apasionadamente había deseado. Durante su estudiosa juventud había sido aleccionado para esperarla día tras día; él había tenido la esperanza de alcanzarla a través de la confesión, a través de la charla con aquellos que parecían haberla alcanzado; mediante una vida de expiación y de negación de sí mismo hasta que los fuegos terrenales que lo atormentaban se extinguieran con el tiempo. Deseaba apasionadamente la mitigación y cesación del hambre y de los apetitos de su sangre y de su carne, los cuales, según le habían enseñado, eran perniciosos: esperaba algo como el sueño, un estado que habría de alcanzar y en el cual las voces de su sangre serían aquietadas. 0, mejor aún, domeñadas. Que, cuando menos, no lo conturbaran más; un plano elevado en el que las voces se perderían, sonarían cada vez más débiles y pronto no serían sino un eco carente de sentido entre los desfiladeros y las cumbres mayestáticas de la Gloria de Dios.

Pero no lo había alcanzado. En el seminario, tras una charla con un sacerdote, solía volver a su dormitorio en un éxtasis espiritual, un estado emocional en el cual su cuerpo no era sino un letrero con un mensaje llameante que habría de agitar el mundo. Y veía aliviadas sus dudas; no albergaba duda ni tampoco pensamiento. La finalidad de la vida estaba clara: sufrir, utilizar la sangre y los huesos y la carne como medios para alcanzar la gloria eterna, algo magnífico y asombroso, siempre que se olvide que fue la historia y no la época quien creó los Savonarola y los Thomas Becket. Ser de los elegidos, pese a las hambres y las roeduras de la carne, alcanzar la unión espiritual con el Infinito, morir, ¿cómo podía compararse con esto el placer físico anhelado por su sangre?

Pero, una vez entre sus compañeros seminaristas, ¡cuán pronto olvidaba todo aquello! Los puntos de vista y la insensibilidad de sus condiscípulos eran un enigma para él. ¿Cómo podía alguien a un tiempo pertenecer y no pertenecer al mundo? Y la pavorosa duda de que acaso se estaba perdiendo algo, de que acaso, después de todo, fuera cierto que la vida se limitaba sólo a lo que uno pudiera obtener en los breves setenta años que al hombre caben. ¿Quién lo sabía? ¿Quién podía saberlo? Existía el cardenal Bembo, que vivió en Italia en una era semejante a plata, semejante a una flor imperecedera, y que creó un culto al amor más allá de la carne, esquilmado de las torturas de la carne. Pero ¿no sería esto sino una excusa, sino un paliativo a los terribles miedos y dudas? ¿No era la vida de aquel hombre apasionado y hacía tanto tiempo muerto semejante a la suya; un tejido de miedo y duda y una apasionada persecución de algo bello y excelso? Sólo que algo bello y excelso significaba para él no una Virgen sosegada por el dolor y fijada como una bendición vigilante en el cielo del oeste, sino una criatura joven y esbelta e indefensa y (en cierto modo) herida, que había sido sorprendida por la vida y utilizada y torturada; una pequeña criatura de marfil despojada de su primogénito, que alza los brazos vanamente en la tarde que declina. Para decirlo de otro modo, una mujer, con todo lo que en una mujer hay de apasionada persecución del hoy, del instante mismo; pues sabe que el mañana tal vez no llegue nunca y que sólo el hoy importa, porque el hoy es suyo. Se ha tomado una niña y se ha hecho de ella el símbolo de los viejos pesares del hombre, pensó, y también yo soy un niño despojado de su niñez.

La tarde era como una mano alzada hacia el oeste; cayó la noche, y la luna nueva se deslizó como un barco de plata por un verde mar. Se sentó sobre su catre y se quedó mirando hacia el exterior, mientras las voces de sus compañeros se iban mitigando a su pesar con la magia del crepúsculo. El mundo sonaba afuera, y se eclipsaba; tranvías y taxímetros y peatones. Sus compañeros hablaban de mujeres, de amor, y él se dijo a sí mismo: ¿Pueden estos hombres llegar a ser sacerdotes y vivir en la abnegación y en la ayuda a la humanidad? Sabía que podían, y que lo harían, lo cual era más duro. Y recordó las palabras del padre Gianotti, con quien no estaba de acuerdo:

-A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recuerden: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que lo supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.

Pero la humanidad vive en un mundo de ilusión, utiliza sus insignificantes poderes para crear en torno un lugar extraño y estrafalario. Lo hacía también él mismo, con sus afirmaciones religiosas, al igual que sus compañeros con su charla eterna sobre mujeres. Y se preguntó cuántos sacerdotes de vida casta y dedicados a aliviar el sufrimiento humano serían vírgenes, y si el hecho de la virginidad supondría alguna diferencia. Sin duda sus compañeros no eran castos; nadie que no haya tenido relación con mujeres puede hablar de ellas tan familiarmente; y sin embargo, llegarían a ser buenos sacerdotes. Era como si el hombre recibiera ciertos impulsos y deseos sin ser consultado por el autor de la donación, y el satisfacerlos o no dependiera exclusivamente de él mismo. Pero él no era capaz de decidir en tal sentido; no podía creer que los impulsos sexuales pudieran desbaratar la filosofía global de un hombre, y que sin embargo pudieran ser aquietados de ese modo. "¿Qué es lo que quieres?", se preguntó. No lo sabía: no era tanto el deseo particular de alguna cosa cuanto el temor de perder la vida y su sentido por culpa de una frase, de unas palabras vacías, sin ningún significado. "Ciertamente, en razón de mi ministerio, deberías saber cuán poco significan las palabras".

¿Y en caso de que hubiera algo latente, alguna respuesta al enigma del hombre al alcance de la mano pero que él no pudiera ver? "El hombre desea pocas cosas aquí abajo", pensó. ¡Pero perder lo poco que tiene!

El pasear por las calles no hizo que viera más claro su problema. Las calles estaban llenas de mujeres: chicas que volvían del trabajo; sus cuerpos jóvenes y airosos se hacían símbolos de gracia y de belleza, de impulsos anteriores al cristianismo."¿Cuántas de ellas tendrán amantes? -se preguntó-. Mañana me mortificaré, haré penitencia por esto mediante la oración y el sacrificio, pero ahora abrigaré estos pensamientos en los que ha tanto tiempo he deseado pensar".

Había chicas por doquier; sus delgadas ropas daban forma a su paso en la Calle Canal. Chicas que iban a casa para almorzar -el pensamiento de la comida entre sus dientes blancos, de su placer físico al masticar y digerir los alimentos, encendió todo su ser-, para fregar en la cocina; chicas que iban a vestirse y a salir a bailar en medio de sensuales saxofones y baterías y luces de colores, que mientras duraba la juventud tomaban la vida como un coctel de una bandeja de plata; chicas que se sentaban en casa y leían libros y soñaban con amantes a lomos de caballos con arreos de plata.

"¿Es juventud lo que quiero? ¿Es la juventud que hay en mí y que clama hacia la juventud en otros seres lo que me conturba? Entonces, ¿por qué no me satisface el ejercicio, la contienda física con otros jóvenes de mi sexo? ¿0 es la Mujer, el femenino sin nombre? ¿Habrá de venirse abajo en este punto toda mi filosofía? Si uno ha venido al mundo a padecer tales compulsiones, ¿dónde está mi Iglesia, dónde esa mística unión que me ha sido prometida? ¿Y qué es lo que debo hacer: obedecer estos impulsos y pecar, o reprimirlos y verme torturado para siempre por el temor de que en cierto modo he desperdiciado mi vida en aras de la abnegación?".

"Purificaré mi alma", se dijo. La vida es más que eso, la salvación es más que eso. Pero oh, Dios, oh, Dios, ¡la juventud está tan presente en el mundo! Está por doquiera en los jóvenes cuerpos de chicas embotadas por el trabajo, sobre máquinas de escribir o tras mostradores de tiendas, de chicas al fin evadidas y libres que exigen la herencia de la juventud, que hacen subir sus ágiles y suaves cuerpos a los tranvías, cada una con quién sabe qué sueño. "Salvo que el hoy es el hoy, y que vale mil mañanas y mil ayeres", exclamó.

"Oh, Dios, oh, Dios. ¡Si al menos fuera ya mañana! Entonces, seguramente, cuando haya sido ordenado y me convierta en un siervo de Dios, hallaré consuelo. Entonces sabré cómo dominar estas voces que hay en mi sangre. Oh, Dios, oh, Dios, ¡si al menos fuera ya Mañana!"

En la esquina había una expendeduría de tabaco: había hombres comprando, hombres que habían finalizado su jornada de trabajo y volvían a sus casas, donde les esperaban suculentas comidas, esposas, hijos; o a cuartos de soltero para prepararse y acudir a citas con prometidas o amantes; siempre mujeres. Y yo, también, soy un hombre: siento como ellos; yo, también, respondería a blandas compulsiones.

Dejó la Calle Canal; dejó los parpadeantes anuncios eléctricos que habrían de llenar y vaciar el crepúsculo, inexistentes a sus ojos y por lo tanto sin luz, lo mismo que los árboles son verdes únicamente cuando son mirados. Las luces llamearon y soñaron en la calle húmeda, los ágiles cuerpos de las chicas dieron forma a su apresuramiento hacia la comida y la diversión y el amor; todo quedaba a su espalda ahora; delante de él, a lo lejos, la aguja de una iglesia se alzaba como una plegaria articulada y detenida contra la noche. Y sus pisadas dijeron: "¡Mañana! ¡Mañana!".
Ave María, deam gratiam... torre de marfil, rosa del Líbano...


El sanctus. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

El doctor meneó la cabeza, pensativo.
-¿Cómo? -exclamó el director de orquesta, levantándose de la silla- ¿Cómo? ¿Entonces, el catarro de Bettina puede tener consecuencias?

El doctor golpeó el suelo con su bastoncito, y mirando fijo hacia lo alto, como si contase los rosetones del techo, carraspeó sin decir palabra. Esto sacó de sus casillas al director de orquesta, pues sabía que estos gestos del doctor no significaban otra cosa más que: Un caso difícil... no sé qué hacer ni cómo salir del paso, no hago más que dar vueltas, como aquel doctor del Gil Blas de Santillana...
-Bueno, diga Ud. algo -exclamó furioso el director de orquesta-, díganos que no es más que una simple ronquera que Bettina ha cogido a causa de la imprudencia de no ponerse el chal cuando salió de la iglesia, y que no le costará la vida a la pequeña.
-En absoluto -dijo el doctor, estornudando esta vez-; pero, y parece que ya no podrá cantar en toda su vida una sola nota.

Al oír esto, el director de orquesta se tiró de los pelos con ambas manos, de forma que los polvos se esparcieron por el suelo, y recorrió el cuarto arriba y abajo, gritando como un loco:

-¿No cantar más?... ¿Nunca más? ¿Bettina? ¿Se acabaron las magníficas canzonettas, los boleros y seguidillas; que brotaban de sus labios como el aliento perfumado de las flores? No oír nunca más los piadosos Agnus, los consoladores Benedictus. ¡Oh! ¡Oh! ¿Nunca más un Miserere que me purifique de toda la escoria terrenal, de los pensamientos que me invaden cuando estoy componiendo los más puros temas religiosos? ¡Miente, doctor, miente! ¡Satanás lo tienta para mentir! El organista de la catedral, envidioso de mi Qui tollis de ocho voces, que maravilla al mundo entero, lo ha sobornado! ¡Lo que se propones es que caiga en la más horrible desesperación y que lance al fuego la misa que acabo de componer, pero no lo logrará, y ud tampoco lo logrará! Aquí, aquí la traigo, ¡con el solo de Bettina! -dijo golpeándose el bolsillo derecho de su saco, donde crujieron los papeles-, y la pequeña, como siempre, cantará con su voz sublime, que supera a la voz de las campanas.

El director de orquesta cogió el sombrero, y ya iba a marcharse, cuando el doctor le retuvo y le dijo suavemente:

-Admiro vuestro entusiasmo, querido amigo, pero no exagero. No conozco al organista de la catedral. Y todo va a suceder como digo. Desde que Bettina canta en los oficios divinos los solos del Gloria y del Credo, ha recaído en una ronquera y en una afonía que me hace temer, siendo ineficaz toda mi ciencia, que no volverá a cantar más.

-Bien -dijo el director de orquesta con una resignada desesperación-, entonces dadle opio que le produzca una dulce muerte, pues si Bettina no vuelve a cantar más, no podrá tampoco vivir, pues únicamente vive cuando canta, sólo existe en sus cánticos. Doctor, hágame el favor de envenenarla, y cuanto antes mejor. Tengo muy buenas relaciones con el Colegio de Criminalistas, estudié con el Presidente en Halle, era uno de los mejores músicos de cuerpo, y juntos tocábamos al anochecer, acompañados de coros de perros y gatos. No le molestarán por esta muerte digna. Pero, por favor, envenénala, envenénala.

-¿Se puede tener unos cuantos años, se puede uno empolvar el pelo desde hace tiempo, y respecto a la música hablar así? No es necesario gritar de este modo, no hay necesidad de hablar con esa audacia de muerte y de asesinato, así es que siéntese tranquilo en esa silla, y escúchame con calma.

El director de orquesta hizo lo que le indicaron.

-Realmente -comenzó el doctor- en el estado en que se encuentra Bettina hay algo raro y extraño. Habla alto, con toda la fuerza de que es capaz su organismo; no hay que pensar ni remotamente en las enfermedades usuales, incluso es capaz de dar el tono musical, pero en cuanto trata de elevar la voz, parece como si algo la paralizase, como unas cosquillas, unas punzadas, que obran como una enfermedad, de tal modo que los tonos de su voz, sin ser impuros o parecer propios de un catarro, suenan débiles e incoloros. A Bettina, incluso, le parecía que estaba como en un sueño cuando se intenta volar, y no se puede alzar uno del suelo. Esta actitud enfermiza estaba fuera de los límites de mi ciencia, y eran vanos todos los medios para combatirla, pues el enemigo al que debía combatir era semejante a un duende incorpóreo, contra el que daba en vano golpes de ciego. En cierto modo tenéis razón, director, pues la existencia entera de Bettina está condicionada por el canto, ya que solamente se puede concebir cantando a esta pequeña ave de paraíso, y creo que precisamente por eso está tan agitada, porque sabe que si su canto se agota, ella morirá al mismo tiempo, todo lo cual le perjudica mucho y dificulta mis esfuerzos para curarla. Bettina es, según ella misma confiesa, de naturaleza aprensiva, y por eso estoy convencido, después de ir a la deriva como un náufrago que se agarra a una tabla, de que la enfermedad de Bettina es más psíquica que física.

-Es cierto, doctor -exclamó el entusiasta viajero, que había permanecido en silencio con los brazos cruzados, sentado en un rincón-;Por una vez habéis acertado, querido doctor. El enfermizo sentimiento de Bettina es la consecuencia física de una impresión psíquica, y precisamente por eso es peor y más peligroso. ¡Yo, solamente yo, puedo explicaros todo, señores míos!

-Me gustaría saber qué es lo que voy a escuchar -dijo el director de orquesta, más quejumbroso aún que la vez anterior. El doctor acercó su silla, aproximándose al viajero entusiasta, y le miró sonriendo muy complacido. El viajero elevó su mirada, y sin mirar al doctor ni al director de orquesta, dijo:

-¡Director de orquesta! Una vez vi una pequeña mariposa atrapada entre las cuerdas de un clavicordio. La mariposa revoloteaba alegremente de un lado a otro, y con sus alitas tan pronto tocaba las cuerdas de arriba como las de abajo, y producía suaves acordes, tan suaves que ni el más fino oído hubiera podido percibirlas, de tal modo que el animalito, a fuerza de balancearse, parecía estar mecido por suaves olas. Pero, alguna vez, sucedía que una cuerda tocada más fuerte, como si estuviera enfadada, diese en las alas de la mariposa, y entonces el polvillo coloreado que adornaba sus alas se perdía. Ésta, sin prestar atención, seguía dando vueltas y vueltas, girando y cantando, hasta que las cuerdas, a fuerza de golpearla, llegaron a herirla, y entonces se desplomó inerme en el hueco que da a la caja de resonancia.

-¿Qué quiere decir con eso? -preguntó el director de orquesta.
-¡Fiat applicatio, amigo mío! -dijo el doctor.
-Realmente, éste no es un caso en que se pueda hacer una aplicación -continuó el entusiasta-; yo quería, ya que he oído a la citada mariposa tocando en el clavicordio del director de orquesta, expresar una idea general, que se me ocurrió hace tiempo, y que me lleva a lo que voy a decir acerca del mal que padece Bettina. Podéis considerar todo como una alegoría, y dibujarlo en el álbum de alguna virtuosa de la música viajera. Siento como si la naturaleza estuviese en torno nuestro como un clavicordio, cuyas cuerdas rozásemos, creyéndonos que los acordes y los tonos los habíamos producido voluntariamente, y muchas veces, si somos heridos mortalmente, ignoramos que el tono inarmónico es el que nos ha producido la herida.

-Muy oscuro -dijo el director de orquesta.
-¡Oh! -dijo el doctor, riéndose- Paciencia, ya está con su tema predilecto, y a todo galope, en el mundo de los presentimientos, sueños, influjos psíquicos, simpatías, idiosincrasias, etc. Hasta conducirnos al magnetismo, donde hará una parada para desayunar.

-Poco a poco, mi estimado doctor -dijo el viajero-, no menospreciéis, pues aunque os resistáis a aceptarlas, debéis considerarlas con humildad y con mucha atención. ¿No habéis dicho vosotros mismos, hace un instante, que la enfermedad de Bettina tiene origen psíquico o, mejor dicho, que es un mal psíquico?
-Bueno -dijo el doctor, interrumpiendo al viajero-. Pero, ¿qué relación tiene la infeliz mariposa con Bettina?

-Cuando se quiere hilar tan delgado -continuó el viajero- y se examina y se cuenta cada grano, el trabajo se hace aburridísimo, en verdad que es el aburrimiento mismo. ¡Dejad en paz a la mariposa y al clavicordio del director! Además, dime, director, ¿no es, acaso, una verdadera desgracia que la sacrosanta música se haya convertido en una parte integrante de nuestra conversación? ¡Los más soberbios talentos tienen que descender a la vida vulgar y menesterosa! En vez de que la música, sus tonos y sus cánticos resuenen desde una divina lejanía, semejante al reino celeste, ahora todo está a mano, y se sabe con precisión cuántas tazas de té tiene que beber una cantante o cuántos vasos de vino para poder cantar una tramontana. Naturalmente, ya sé que hay asociaciones poseídas de un verdadero espíritu musical que trabajan con auténtica pasión, pero hay otras mezquinas, pero, en fin, no quiero enfadarme. ¡El año pasado cuando vine aquí, la pobre Bettina estaba de moda. Era, según se dice, buscadísima, no se podía tomar el té sin el aditamento de una romanza española, de una canzonetta italiana o de una cancioncilla francesa: Souvent l'amour, etc. Como es natural, cantadas por Bettina. Verdaderamente yo llegué a temer que la pobrecilla se anegase en el mar de tazas de té que derramaban en torno suyo, pero la catástrofe empezó cuando...

-¿Qué catástrofe? -exclamaron el doctor y el director de orquesta.
-Considerad, señores -continuó el entusiasta-, que, en realidad, la pobre Bettina está hechizada, bajo un encantamiento, y aunque me sea muy duro reconocerlo, yo, yo mismo soy el hechicero, que ha llevado a cabo este hechizo, y lo mismo que el aprendiz de brujo no puedo deshacer el encanto.
-Tonterías, bobadas, y aquí estamos sentados con toda la calma, escuchando estas mistificaciones -exclamó el doctor, levantándose.
-Por todos los demonios, la catástrofe ¿cuál es la catástrofe? -gritó el director de orquesta.
-¡Calma, señores! -dijo el viajero-. Hay un hecho que no puedo ocultar, aunque os burléis de mi brujería, ya que ni yo mismo puedo comprender que, inconscientemente, haya servido de medio de una desconocida fuerza física para influir en Bettina. He servido de conductor como en una cadena eléctrica.
-Bueno, bueno -exclamó el doctor-, ya va a todo galope.
-¡Pero, vamos a la historia, a la historia! -dijo, entretanto, el director de orquesta.

-Dijisteis -añadió el viajero-, director, que Bettina, la última vez que perdió la voz, había cantado en la Iglesia católica. Recordaréis que esto sucedió el primer día de Pascua del año pasado. Os habíais puesto vuestro traje negro de fiesta para dirigir la hermosa Misa en do menor de Haydn. Entre las sopranos había un ramillete de graciosas jóvenes que unas veces cantaban y otras no; entre ellas se hallaba Bettina, que cantaba el solo con su maravillosa y potente voz. Ya sabéis que yo soy tenor. El Sanctus había comenzado, sentí el estremecimiento de la más profunda devoción, cuando oí un murmullo y roce de ropas. Volví la cabeza involuntariamente, y vi con asombro que Bettina se apresuraba a salir entre las filas de cantantes y de músicos, para abandonar el coro.
-¿Os vais? -le dije.
-Ya es la hora -me respondió amablemente— de que vaya a la Iglesia para acompañarles en una cantata que les he prometido, y todavía hoy al mediodía tengo que ensayar un par de duetos que tendré que cantar en el té de esta tarde en... , y luego en la cena de... ¿Vendréis? Habrá un par de coros del Mesías de Hendel y el final de las Bodas de Fígaro.

Durante esta conversación resonaron los acordes del Sanctus, y el humo del incienso se esparció en nubéculas azules por la alta bóveda de la iglesia.

-¿No sabéis -le dije- que es un pecado, que no queda sin castigo, abandonar la iglesia durante el Sanctus? Nunca más volveréis a cantar en la iglesia.

Era una broma, pero no sé cómo fue que mis palabras produjeron un efecto grave. Bettina palideció y abandonó en silencio la iglesia. Desde aquel momento perdió la voz.

El doctor había vuelto a sentarse, y con la barbilla apoyada en el bastón, permanecía mudo, en tanto que el director de orquesta exclamaba: ¡Maravilloso, verdaderamente maravilloso!.

-Realmente -continuó el viajero-, jamás se me ocurrió relacionar mis palabras con el suceso de la iglesia, y menos con la pérdida de voz de Bettina. Sólo cuando regresé aquí y supe por el doctor que Bettina seguía padeciendo la enfermedad, me acordé de una historia que leí hace muchos años en un libro antiguo, y que voy a contaros.
-¡Contadla -exclamó el director de orquesta-, quizá haya materia para una buena ópera!
-Director -dijo el doctor-, si podéis poner música a los sueños, a los presentimientos, y los estados magnéticos, os ayudaré y la historia irá como sobre ruedas.

Sin dar respuesta, el viajero tosió ligeramente, y comenzó a cantar con voz altisonante: Inmenso se extendía el campamento de Isabel y Fernando de Aragón en el sitio de Granada....

-¡Dios! -interrumpió el doctor al narrador- empezáis como si no fuerais a terminar en nueve días y nueve noches, y yo aquí sentado y los pacientes lamentándose. ¡Váyanse a todos los diablos vuestras historias raras, de Gonzalo de Córdoba, he leído muchas, tantas como he oído cantar seguidillas a Bettina, así es que basta, Dios bendito!

Rápidamente se dirigió el doctor a la puerta, pero el director de orquesta siguió sentado y dijo:

-Será una historia de la guerra de los moros con los españoles, me parece, que me gustaría mucho componer. Batallas, tumulto, romanzas, cabalgatas, címbalos, corales, tambores y timbales. Todo junto. ¡Seguid contando, amable viajero! Quién sabe qué semilla dejará caer en mi espíritu esta historia tan deseada, y qué lirios brotarán luego.

-Luego todo se os convertirá en una ópera, director de orquesta -repuso el viajero-, y ya veréis cómo la gente razonable, que está acostumbrada a gozar la música en pequeñas porciones para fortalecer su estómago, os tomará por loco. En fin, voy a contaros la historia, y si os apetece, podéis ir haciendo algunos acordes.

El que esto escribe se ve obligado, antes de continuar transcribiendo lo que dijo el viajero, a anotar los acordes que le corresponden al director de orquesta. Así que, en lugar de escribir: Aquí habló el director de orquesta, dirá simplemente: el director de orquesta.

Inmenso se extendía el campamento de Isabel y Fernando de Aragón ante los altos muros de Granada. En vano esperaba ayuda, al estrecharse cada vez más el cerco, y temblaba el cobarde Boabdil, mientras el pueblo se burlaba, llamándole pequeño Rey, que únicamente encontraba consuelo en el sacrificio sangriento y cruel de las víctimas. Conforme aumentaba la desesperación y el desánimo entre el pueblo y el ejército de Granada, mayor era la esperanza de victoria en el campamento español. No se hacía necesario ningún ataque. Fernando se conformaba con asaltar las murallas, y hacer unas cuantas bajas entre los sitiados. Estas pequeñas escaramuzas parecíanse más a alegres torneos que a combates serios, e incluso la muerte de los caídos en la batalla bastaba para elevar la moral, pues celebrándose con la pompa del culto cristiano aparecían aureolados por la gloria del martirio, al sacrificar su vida por la fe.

Nada más entrar Isabel en el campamento, hizo construir un edificio de madera con torres, en cuyos pináculos ondeaba el estandarte de la Cruz. El interior fue usado como monasterio e iglesia, que ocuparon los monjes benedictinos, desempeñando diariamente el servicio divino. La Reina, acompañada de su séquito y de sus caballeros, diariamente iba a oír la misa que decía su confesor, acompañado de los cánticos de un coro de monjas. Sucedió que una mañana, a Isabel le llamó la atención una voz que resonaba entre las otras voces del coro como el tañido maravilloso de una campana. El cántico parecía el gorjear triunfante de un ruiseñor, príncipe de los bosques. Y, sin embargo, el acento de las palabras era extranjero, e incluso el peculiar estilo del canto era tan raro que denotaba que la cantante no estaba acostumbrada al estilo eclesiástico, y que quizá por vez primera cantaba en una misa. Asombrada, miró Isabel en torno suyo, y vio que su séquito compartía su mismo asombro; imaginándose que había por medio alguna aventura, fijóse de pronto en el capitán Aguilar, que también estaba entre el séquito. De rodillas en su reclinatorio, con las manos cruzadas, miraba fijamente hacia la verja del coro y sus ojos secos expresaban un ardiente e intenso anhelo.

Cuando la misa terminó, Isabel se dirigió a las habitaciones de la priora, Doña María, y preguntó quién era la cantante extranjera. ¿Recordáis, oh Reina -dijo Doña María-, que antes de la luna menguante, Aguilar quiso asaltar aquel edificio, adornado de una magnífica terraza, que servía de lugar de esparcimiento a los moros? Cada noche resonaban los cantos soberbios de los paganos en nuestro campamento, como voces atractivas de sirena, y justo por eso quería el valiente Aguilar destruir el nido del pecado. Tomaron, al fin, el edificio, se hicieron prisioneras a las mujeres, cuando un imprevisto refuerzo aumentó la defensa, y tuvieron que abandonarlo, retirándose al campamento. El enemigo no se atrevió a perseguirlos, de modo que se encontraron con el rico botín de las prisioneras. Entre las mujeres apresadas había una cuyo llanto, cuya desesperación llamó la atención de Aguilar. Aproximóse a la mujer cubierta de velos y le dirigió amables palabras, pero como su dolor no podía expresarse en otro lenguaje que el del canto, al tiempo que se acompañaba de una cítara que llevaba colgada por una cinta dorada del cuello, comenzó a cantar a sus acordes una romanza que expresaba con sonidos desgarradores y lánguidos la separación del amado, que la privaba de la alegría de la vida. Aguilar, muy impresionado por los maravillosos cánticos, quiso dejar a esta mujer que volviese a Granada; ella, entonces, se arrojó a sus pies, y quitóse el velo.

Aguilar exclamó fuera de sí: ¿No eres Zulema, la luz del canto de Granada? La joven, a la que el guerrero había visto ya una vez en Granada, durante una embajada en la corte de Boabdil, y cuyo cántico resonaba aún en su pecho, era Zulema. -Te concedo la libertad-, exclamó Aguilar, pero entonces el respetable padre Agustín Sánchez, que llevaba la Cruz en la mano, dijo: -Acuérdate, señor, de que si liberas a la prisionera, cometes una gran injusticia, pues lejos de la idolatría, podría ser iluminada por la gracia del Señor, y entrar en el seno de la Iglesia.

Aguilar dijo: -Bien, que esté con nosotros durante un mes; si el espíritu del Señor no la penetra, entonces que regrese a Granada-. Así sucedió, ¡oh Señora!, que Zulema fue atendida por nosotras en el monasterio. Al principio, se abandonó a su dolor inconsolable, luego cantaba romanzas que resonaban de un modo salvaje y espantoso por todo el monasterio, y por todas partes se oía su voz penetrante como el tañido de una campana. Sucedió que un día estábamos a media noche reunidos en el coro, y cantábamos las horas a la manera santa. A la luz de los candelabros vi que Zulema estaba ante la puerta del coro, y con mirada seria y pensativa nos contemplaba; cuando nos retiramos de dos en dos del coro, la vi arrodillada ante una imagen de María. Al día siguiente no volvió a cantar ninguna romanza, y estuvo en silencio, muy reservada.

Poco después trató de ensayar en la cítara los acordes de aquella coral que cantábamos en la iglesia, y, poco a poco, empezó a cantar en voz baja, y hasta a intentarlo con las mismas palabras que hablaba con su media lengua.

Pronto me di cuenta que el espíritu del Señor le había hablado, y que su pecho se abría a la gracia; así es que envié a la hermana Emanuela, la maestra del coro, para que encendiese la chispa que empezaba a brillar, y así sucedió que se encendió la fe, gracias a los divinos cánticos de la Iglesia. Todavía no ha ingresado Zulema en el seno de la Iglesia mediante el bautismo, pero se le ha concedido pertenecer al coro, para que eleve su voz a mayor gloria de la religión.

La Reina se dio cuenta de lo que sucedía en el interior de Aguilar, cuando cedió a las presiones de Agustín y no envió a Zulema a Granada, así es que se regocijó mucho de su conversión a la verdadera fe. Pocos días después, Zulema fue bautizada y recibió el nombre de Julia. La Reina en persona, el Marqués de Cádiz, Enrique de Guzmán, el Capitán Mendoza, Villena, fueron testigos de la ceremonia sagrada. Pensaríase que el cántico de Julia, ahora que se había convertido, sería más auténtico y verdadero, para dar prueba de la hermosura de la fe, y así sucedió durante cierto tiempo, pero pronto notó Emanuela que Julia se apartaba del canto general, mezclando tonos muy particulares. Con frecuencia resonaba, a través del coro, algo así como el sonido sordo de una cítara bien templada. El tono no era semejante a la resonancia de las cuerdas agitadas por una tormenta. Julia empezó a mostrarse inquieta e incluso llegó un día en que, involuntariamente, pronunció una palabra mora en un himno latino. Emanuela conminó a la conversa para que resistiese al enemigo, pero dando muestras de ligereza, Julia no hizo caso, y con gran enojo de las hermanas, dedicóse a cantar, precisamente cuando tocaban las solemnes y divinas corales, alegres canciones moras de amor, acompañadas de la cítara, que había vuelto a templar. Los tonos de la cítara resonaban de una manera extraña a lo largo del coro, y más de una vez daban una sensación desagradable, como los silbidos discordantes de las pequeñas flautas moras.

El director de orquesta: Flautipiccoli. Flautistas de octava. Pero, amigo mío, por ahora no veo nada digno de una ópera. ni exposición, y siempre el mismo tema, afinar la cítara. ¿Crees, acaso, que el diablo es un tenor? ¡Es falso, el diablo siempre canta en falsete!.

El viajero: ¡Dios! Cada día sois más inteligente, director. Pero, tenéis razón, dejemos que el principio diabólico se cierna sobre los silbidos y ruidos extraños. Y vamos a seguir narrando, que ya me va resultando muy penoso, porque a cada momento corro el peligro de saltarme lo mejor.

Sucedió que la Reina, acompañada por el Capitán del campamento, se dirigió a la misa en la iglesia de los monjes benedictinos. Ante la puerta yacía un miserable y harapiento mendigo; los guardianes querían expulsarle de allí, pero en cuanto le levantaban, se desprendía de los brazos y se arrojaba al suelo, dando alaridos, de forma que la Reina se conmovió. Furioso saltó Aguilar, y quiso dar al infeliz un puntapié. Éste se incorporó, y acercándose a él, le dijo: -¡Pisa la víbora, pisa la víbora, que te va a morder, causándote la muerte!-, y empezó a tocar una cítara que llevaba escondida entre sus harapos, sacando unos sonidos tan estridentes y desagradables que todos quedaron sobrecogidos de espanto. Los guardias expulsaron al horrible fantasma y se dijo que el hombre era un moro loco que divertía a los soldados del campamento con sus absurdas bromas. La Reina entró y la música dio comienzo. Las hermanas del coro entonaron el Sanctus, y justo cuando Julia, con voz poderosa, debía entonar: Pleni sunt coeli gloria tua, se oyó un tono estridente de cítara a través de todo el coro, Julia pasó la hoja con presteza y trató de abandonar el coro.
-¿Qué haces? -exclamó Emanuela.
-¡Oh! -dijo Julia- ¿No oyes los hermosos tonos del maestro? Voy con él, debo cantar con él. -y Julia se apresuró hacia la puerta, pero Emanuela dijo con voz seria y grave:
-Pecadora, abandonas el servicio del Señor, tú que haces su alabanza con los labios y llevas en tu corazón pensamientos mundanos. ¡Vete de aquí! ¡Se ha roto la fuerza del canto en ti, y ya no resonará la música en tu interior!

Al oír las palabras de Emanuela, que fueron como un rayo, Julia se tambaleó. Iban a reunirse las monjas al anochecer para cantar las vísperas, cuando se oyó un estrépito en toda la iglesia. Rápidamente, las llamas crepitando penetraron desde el edificio antiguo e hicieron pasto de su fuego al monasterio. Con gran trabajo, lograron salvarse las monjas. Las trompetas y los cuernos resonaron en el campamento, y los soldados que estaban en el primer sueño se levantaron precipitadamente; se vio al capitán Aguilar con el cabello abrasado, con los vestidos medio quemados, lanzarse al monasterio. Había intentado, en vano, salvar a Julia, a la que no encontraron. Fue infructuosa la lucha contra el incendio que, atizado por la tormenta, cada vez tomaba mayores proporciones: en poco tiempo el magnífico y soberbio campamento de Isabel se convirtió en un montón de cenizas. Los moros, convencidos de que la desgracia de los cristianos les proporcionaba la victoria, se atrevieron a atacar, aprovechándose de su considerable poder. Nunca fueron tan brillantes los españoles en el combate, y cuando al son de las trompetas retornaron victoriosos a sus fortificaciones, entonces la reina Isabel subió al trono colocado al aire libre, y dio orden que se construyese una ciudad en el lugar del campamento incendiado. Así los moros de Granada tendrían que verla siempre, y se darían cuenta de que el sitio jamás se levantaría.

El director de orquesta: Cuando en el teatro hay que tratar de cosas espirituales, se tienen ciertas dificultades con el público, así es que de vez en cuando hay que meter una coral. De no ser así, Julia no saldría favorecida. Pensad que hay que utilizar un doble estilo para que pueda lucirse, primero unas romanzas y luego cantos de iglesia. Ya tengo preparadas unas cancioncillas moras y españolas muy bonitas, tampoco estará mal la marcha guerrera de los españoles; además he tratado melodramáticamente las órdenes de la Reina, y todo va a resultar perfecto, ¡bien lo sabe el Cielo! Pero, sigue contando, volvamos a Julia, que estoy seguro de que no pereció en el incendio.

El viajero: Pensad, querido director de orquesta, que aquella ciudad que los españoles construyeron en veintiún días y rodearon de muros hoy todavía existe, y es Santa Fe. Así es que ahora que vuelvo a dirigiros la palabra, adoptaré el tono solemne que corresponde a la solemne historia. Me gustaría que tocaseis alguno de los Responsorios de Palestrina, que están sobre el pupitre del pianoforte.

El director de orquesta así lo hizo, y el viajero entusiasta continuó:

Los moros no dejaron de inquietar a los españoles todo el tiempo que duró la construcción de la ciudad, la desesperación les hacía audaces hasta la temeridad, así es que las batallas fueron más duras que nunca. Aguilar había hecho retroceder un escuadrón árabe, que había caído sobre los guardianes españoles, hasta los muros de Granada. Volvió con sus jinetes y permaneció no lejos de las fortificaciones, oculto en un bosque de mirtos, y despidiendo a su séquito, se entregó a sus graves pensamientos y a los recuerdos tristes que embargaban su ánimo. La imagen de Julia estaba viva en su alma. Ya durante la batalla había oído resonar su voz, ora amenazando, ora quejándose, y también en aquel momento tenía la sensación de que se oía un suave cántico medio moro y medio cristiano a través de los verdes y oscuros mirtos. De pronto salió del bosque un caballero moro vestido con un albornoz plateado, sobre un caballo árabe ligerísimo, y casi al mismo tiempo pasó silbando un venablo sobre la cabeza de Aguilar. Quiso con la espada desenvainada atacar al enemigo, pero voló el segundo venablo, que fue a clavarse en el pecho de su caballo, que se encabritó por el dolor y la rabia, de modo que Aguilar tuvo que descabalgar rápidamente, para no ser objeto de un golpe mayor. El moro se abalanzó con el alfanje, y lo descargó sobre la cabeza descubierta de Aguilar. Pero Aguilar, con gran habilidad, paró el golpe, que hubiera sido mortal, y golpeó al moro con tanta fuerza, que sólo tuvo tiempo de salvarse, escondiéndose tras el caballo. A continuación, el caballo del moro se lanzó sobre Aguilar, de manera que no pudo golpearlo otra vez, pues el moro sacó su puñal, pero antes de que pudiera descargar el golpe, Aguilar le detuvo con sus fuerzas hercúleas, le hizo descabalgar, tirándole al suelo. Puso su rodilla sobre el pecho del moro, y mientras con la mano izquierda sujetaba el brazo derecho que permanecía inmóvil, le quitó el puñal. Apenas había levantado el brazo para atravesar la garganta del moro, que éste suspiró profundamente y dijo: ¡Zulema!.

Aguilar se quedó como si fuera de piedra, y no pudo llevar a cabo su acción. -¡Desgraciado! -exclamó- ¿Qué nombre has mencionado? -¡Clávamelo -gritó el moro- clávamelo, matarás al que te ha jurado la muerte y la perdición! Sí, sabe, cristiano traidor, sabe que soy Hichem, el último descendiente de Alhamar, al que has robado Zulema. Sabe que aquel mendigo harapiento que merodeaba por vuestro campamento, fingiéndose loco, era Hichem, sabe que pudo lograr incendiar la oscura prisión donde vosotros, malditos, teníais encerrada a la luz de mi vida, y salvar a Zulema.

-Zulema... Julia vive -exclamó Aguilar.

Rióse amargamente Hichem, y con tono irónico dijo: -Sí, vive, pero vuestro ídolo ensangrentado, con su corona de espinas, me la ha hechizado, y a la aromática y bella flor de la vida me la ha envuelto en los paños mortuorios de esas ilusas mujeres, que dicen ser las novias de vuestro dios. Sabed que el cántico y la música se han agostado en su pecho como si el hálito ponzoñoso del simún hubiese soplado. Se acabó el placer de la vida en las canciones de Zulema, así es que mátame. Ya sé que no puedo vengarme de ti, pues me arrancas lo que es más valioso que mi vida.

Aguilar dejó a Hichem. Levantóse y enfundó lentamente la espada en la vaina. -Hichem -dijo-, Zulema, que recibió en el sagrado bautismo el nombre de Julia, fue mi prisionera en lucha honrosa y descubierta. Iluminada por la gracia del Señor, renunció al indigno servicio de Mahoma, y lo que tú, condenado moro, denominas el malvado hechizo de la imagen de nuestro ídolo era sólo la tentación del malo, al que no supo oponer resistencia. Si tú llamas a Zulema tu amante, entonces Julia, convertida a la fe, es la dama de mis pensamientos, y con ella en mi corazón, para mayor gloria de la fe verdadera, quiero combatir contra ti en digna lucha. Toma tus armas y atácame como quieras, conforme a tus costumbres.

Rápidamente, Hichem cogió la espada y, lanzándose sobre Aguilar dando alaridos, montó en el caballo que estaba junto a él y emprendió el galope. Aguilar no supo qué significaba esto, pero al instante el digno anciano Agustín Sánchez habló detrás de él, con voz suave, sonriéndose: -¿A quién teme Hichem, a mí o al Señor que vive en mí y cuyo amor desprecia?.

Aguilar refirió todo lo que sabía de Julia y ambos recordaron las palabras proféticas de Emanuela, cuando Julia, atraída por los sonidos de la cítara de Hichem, abandonó el coro durante el Sanctus perdiendo toda la devoción.

El director de orquesta: Ya no pienso en óperas, aunque la lucha entre el moro Hichem, en albornoz, y el capitán Aguilar me resultó musical. Diablos, no se puede hacer mejor que lo ha hecho Mozart en su Don Juan.

El viajero: ¡Basta, director! Voy a dar el último toque a mi historia, que ya se va haciendo demasiado larga. Ahora viene lo bueno, y es necesario prestar atención, sobre todo porque pienso en Bettina, lo que me preocupa no poco. Me gustaría que no perdiese nada de mi historia, que me parece que está escuchando detrás de esa puerta, aunque pudiera ser pura imaginación. Sigamos:

Día tras día, perdiendo todos los combates, acosados por el hambre cada vez más grande, los moros se vieron obligados a capitular, y con la pompa más solemne, entre las descargas de artillería, hicieron su entrada Fernando e Isabel. Los sacerdotes habían consagrado la gran mezquita como Catedral, y hacia allí se dirigió el cortejo, para dar gracias al Dios de los Ejércitos, en una devota misa y en un solemne Te Deum laudamus, para dar gracias por la gloriosa victoria sobre los servidores de Mahoma, el falso profeta. Conociendo la furia de los moros, por el momento artificialmente aplacada, cubrieron las calles con destacamentos de tropas, que hacían guardia por las calles más alejadas, vigilando la procesión que tenía lugar por la calle principal. Sucedió que Aguilar, al frente de un destacamento armado a pie, se dirigía, dando un rodeo, a la Catedral, donde ya había comenzado el servicio divino, cuando se sintió herido por una flecha, que fue a clavarse en su hombro izquierdo. En el mismo instante, se echó encima un grupo de moros que, saliendo de un callejón, se lanzó sobre los cristianos con rabia desesperada. Hichem, al frente, corrió hacia Aguilar, que, herido ligeramente sin sentir dolor, paró el potente venablo, y en el mismo instante Hichem cayó a sus pies con la cabeza abierta.

Los españoles se apresuraron a lanzarse sobre los traidores moros que, rápidamente, dando alaridos, fueron a ocultarse en una casa de piedra, cuya puerta cerraron al punto. Los españoles se abalanzaron hacia la casa, pero llovían flechas de las ventanas; Aguilar ordenó que se echasen antorchas encendidas. Pronto prendieron las llamas en el tejado, cuando he aquí que, entre el estruendo de los cañones, se oyó resonar una voz maravillosa: Sanctus... Sanctus Dominus Deus Sabaoth.

¡Julia! ¡Julia!-, gritó Aguilar con un dolor inconsolable. Se abrieron las puertas y Julia, en traje de monja benedictina, salió cantando con voz potente: Sanctus, Sanctus, Dominus Deus Sabaoth, y detrás de ella iban los moros reverentes, con las manos plegadas sobre el pecho en forma de cruz. Asombrados, los españoles se echaron a un lado y Julia atravesó las filas con los moros, hacia la Catedral y, al entrar, entonó: Benedictus qui venit in nomine Domini. Involuntariamente, como si hubiera descendido una santa para anunciar lo sagrado a los siervos del Señor, el pueblo dobló la rodilla. Con paso firme, la mirada clara dirigida al Cielo, Julia se dirigió al altar entre Fernando e Isabel, cantando la misa, y conforme a la liturgia sagrada, con gran devoción. Al proferir el último cántico: Dona nobis pacem, cayó Julia inanimada en los brazos de la Reina. Todos los moros que la seguían, convertidos a la fe, recibieron aquel día el sagrado bautismo.

Cuando el viajero terminaba su historia, entró el doctor armando mucho ruido, y golpeando en el suelo con el bastón, gritó colérico:

-¿Todavía están ahí sentados y contando absurdas historias fantásticas, sin tener en consideración a los vecinos, y haciendo que la gente se ponga peor?
-¿Qué ha sucedido ahora? -dijo el director de orquesta, completamente asustado.
-Ya lo sé -dijo el viajero, tranquilamente-. Ni más ni menos que Bettina, al oírnos hablar en alto, ha escuchado todo y se ha ido del gabinete, pues ya lo sabe todo.
-Todo lo habéis echado a perder -farfulló el doctor- contando esas condenadas historias, llenas de embustes, iluso entusiasta, que envenenan vuestro espíritu, con vuestra lengua de loco; pero ¡ya os daré yo!
-¡Magnífico, doctor! -interrumpió el viajero-, no os apresuréis y recordad que la enfermedad psíquica de Bettina requiere medios psíquicos, y que quizá mi historia...
-¡Silencio, silencio! -dijo el doctor, tranquilizándose-, ya entiendo lo que queréis decir.
-No sirve el tema para una ópera, pero hay algunos extraños acordes... -murmuró el director de orquesta, mientras cogía el sombrero y seguía al amigo.

Cuando, tres meses después, el entusiasta viajero besase la mano de Bettina, ya curada, que acababa de cantar el Stabat Mater de Pergolese, con su maravillosa voz de campana (y no lo había cantado en la iglesia, sino en una gran estancia), ésta, llena de alegría, le dijo: -Ciertamente que no sois un hechicero, aunque a veces sí sois una naturaleza obstinada.
-Como todos los entusiastas-, añadió el director de orquesta.