lunes, 10 de junio de 2024

Las armas del arcángel. Emilia de Pardo Bazán (1851-1921)

Viendo desde el alto Empíreo cómo la iniquidad crecía sobre la tierra, el arcángel San Miguel se quemaba, literalmente, de indignación: su cuerpo era una brasa, su cabellera rubia un sol irritado.

-Señor -suplicó-, permíteme combatir la iniquidad.

Entre nubes de ópalo apareció la amorosa faz de Cristo, y su sonrisa irradió como cifra de la bondad suprema.

-Ve -respondió- sin armas.

¿Desarmado? El batallador no comprendía. Las armas eran su orgullo, su pasión. Y meditando en la extraña orden recibida, se lanzó hacia otras regiones del cielo. Un hombre demacrado, vestido de sayal, se cruzó con él. Miguel le detuvo.

-¿Qué piensas de esta orden, hermano Francisco? La medida se ha colmado, el vaso de la ira rebosa; yo siento arder mi sangre; conviene que descienda a cumplir mi antigua misión de exterminio. ¿Cómo la cumplo desarmado? Sin duda ésta es una prueba a que me someten; esto encierra un arcano, y quisiera saber...

Francisco no sacó las manos de las mangas, ni alzó la cabeza sumida en la penumbra de la capucha. Con su hermosa voz musical, limpia y vibrante, de trovador, murmuró:

-Ve desnudo.

Y siguió su camino, sin añadir otra palabra.
Miguel quedó en mayor confusión. Como nadie ignora, el Arcángel, general de las milicias celestes, es un modelo de elegancia guerrera. Con las ricas piezas de su cincelada armadura hacen juego las sedas joyantes de sus túnicas, los brocados de sus mantos, las flotantes garzotas y rizados plumajes de sus cimeras, los broches áureos de sus botines. ¿Desnudo? Eso es bueno para Francisco, el del remendado sayo ceniciento, vestidura de siervo y de mendicante. El radioso Arcángel, el caballeresco paladín de la ardiente espada, ¿qué aventuras puede acometer sin armas y sin galanos arreos?

Y el Arcángel volvió ante el Trono y exoró a Cristo nuevamente.
-Soy un combatiente, Señor... Sin armas no sé pelear.
-Hágase como deseas -consintió el Hijo del Hombre.

Miguel, intrépido, hirviendo en entusiasmo generoso, voló a revestirse lo mejor de su arsenal y a convocar sus huestes. No es la armadura de Miguel de esas pesadas y férreas medievales, ruidosas al moverse, como la del otro paladín San Jorge. Al contrario: se distingue por la ligereza, la gracia, la solidez exquisita de su materia y de su forma, y aparentemente desdeña proteger el noble cuerpo. La gola no oculta el cuello torneado; el peto y espaldar son dos joyas, delicadas como tales; el yelmo deja desbordarse la fluida cabellera, y el broquel apenas abarca la comba del gallardo pecho. Lo único terrible es la espada, de puño de rubíes y hoja de llama viva, ondeante, serpeante; aquella misma hoja ante la cual huyeron del Paraíso, corridos y afrentados, el padre Adán y la madre Eva...

Bien ceñido, grave y tremendo, llevando en la mano el vaso de la cólera, seguido de sus legiones, Miguel hendió los aires para bajar a la pecadora tierra, que veía envuelta en siniestra, turbia nube, y donde el vicio y la impiedad ascendían en marea amarga. El ritmo de su vuelo, las grandes alas de nevada pluma cortando el espacio azul, son señalados por los ignorantes astrónomos, ya como el paso de un cometa, ya como proyección de luz de un astro desconocido. Y es el Arcángel, que rectamente se desploma sobre una babilónica ciudad.

La humanidad bulle en ella como denso hormiguero, revolviéndose entre el limo de la miseria y el cieno del pecado. En los fétidos barrios pobres, en los amplios barrios opulentos, la misma impureza, el propio egoísmo, la sórdida codicia, el negro odio, la incolora indiferencia.

Y Miguel, exhalando su grito de combate, animando a los celestiales soldados, se arrojaba al asalto, blandiendo la lengua ondulosa de llama, vertiendo el cáliz de la ira. Acordábase de otros descensos semejantes sobre legendarias ciudades asiáticas, con obeliscos, hileras de esfinges y avenidas de palmeras, y sentía el mismo furor de justicia, el ansia de barrer y extirpar a la empedernida raza que ni aprende, ni se enmienda, ni se humilla, ni llora...

Y notó el Arcángel que las humanas hormigas contra quienes blandía su espada no morían; apenas leve quemadura marcaba en su piel la llama rubí de la hoja. En vano Miguel descargaba tajos y reveses; en vano respiraba destrucción; los mortales se estremecían un momento bajo el cauterio, y volvían a sus intereses, a sus goces, a sus traiciones. Por primera vez en su vida de Arcángel Miguel dudó de la eficacia del castigo, y adivinó que ahora las almas eran más duras, las epidermis más insensibles, el mal tenía raíces más complicadas y hondas...

Entonces se acordó del mandato que había eludido cumplir, y volviéndose hacia sus soldados les dio el ejemplo de envainar la espada, desceñirse el tahalí, soltar el broquel, descubrir la cabeza despojándose del yelmo. Ya inermes, las legiones de ángeles se disolvieron entre la multitud, en son de paz, exhortando, aconsejando, interesándose por aquellos malvados a quienes quizás faltaba ocasión de ser un poco mejores. Y según los ángeles se acercaban a los inicuos, la iniquidad disminuía, como mengua el limo de un pantano al derramarse sobre él la luz solar. La dureza de los corazones se ablandaba; un poco de amor flotaba en el aire impuro, saneándolo y halagando la frente del Arcángel.

Y éste recordó el consejo del pobre del sayal; y como se había desnudado las armas, desnudose las galas, cuanto podía recordar su estirpe y su magnificencia. Vistió lo más humilde: el ropaje de los que penan para vivir en el mundo. Apenas lo hubo hecho, sintió gran alegría: suelto, seguro, libre, se mezcló más de cerca a la humildad, sintió mejor sus necesidades y sus dolores; recogió abundante cosecha de almas; hizo florecer compactamente bondad y fe, y a su alrededor la hermosura de los arrepentimientos brotaba y cundía, al modo de los ramajes y las frescas plantas silvestres después de las lluvias primaverales...

Satisfecho de su obra, Miguel el Arcángel subió al cielo, victorioso, a dar cuenta de sus triunfos...
Todo lo conseguí, exclamó, postrándose desnudo y sin armas ni defensa...

Y entre nubes de ópalo, la amorosa faz de Cristo se mostró a él; y la boca divina, cárdena, envuelta en sombras de dolor y de martirio, pronunció:

«Cuando vuelvas allá, además de inerme y pobre, ve herido, ve ensangrentado.»
Y el del sayal, que allí cerca oraba con las manos juntas, se las enseñó a Miguel. Vertían sangre: el amor las había atravesado con clavos gruesos.


Arcilla de Innsmouth. H.P. Lovecraft (1890-1937) August Derleth (1909-1971)

Los acontecimientos relacionados con el extraño destino de mi amigo el fallecido escultor Jeffrey Corey —si es que el término «fallecido» se ajusta a la verdad— se iniciaron a su regreso de París cuando, en el otoño de 1927, decidió alquilar una casita en la costa, al sur de lnnsmouth. Corey procedía de una familia de prosapia que estaba lejanamente emparentada con los Marsh de Innsmouth, si bien dicho parentesco no le imponía obligación alguna de mantener relaciones con estos sus parientes. En todo caso, existían ciertos rumores sobre los solitarios y retraídos March que todavía vivían en aquella ciudad portuaria de Massachussetts, y lo que en ellos se decía no era lo más adecuado para inspirar a Corey ningún deseo de anunciar su presencia en los alrededores.

Fui a visitarle un mes después de su llegada, acaecida en diciembre de aquel año. Corey era un hombre relativamente joven, pues todavía no había cumplido los cuarenta, y medía seis pies de estatura. Tenía un cutis fino y lozano, exento de todo ornamento capilar, pero llevaba el pelo bastante largo, según era entonces costumbre entre los artistas del Barrio Latino de París. Poseía unos ojos azules muy enérgicos y un rostro anguloso de mandíbula prominente que destacaba en cualquier grupo de gente, y no sólo por su penetrante mirada, sino también por el hecho insólito de que, debajo de la barbilla y de las orejas y en la zona adyacente del cuello, tenía la piel anormalmente gruesa y surcada de arrugas duras y entrelazadas. No era feo y sus correctas facciones poseían una extraña cualidad hipnótica que solía fascinar a quienes lo conocían por primera vez. Cuando fui a visitarle, estaba bien instalado y había empezado a trabajar en una estatua de Rima, la Mujer-Pájaro, que prometía convertirse en una de sus mejores obras.

Tenía almacenadas provisiones para un mes, que habla ido a comprar en Innsmouth, y le encontré más locuaz que de costumbre, sobre todo acerca de sus lejanos parientes de esta ciudad, donde se hablaba no poco de ellos, aunque tampoco abiertamente, en tiendas y establecimientos públicos. Por reservados e insociables, los Marsh despertaban cierta curiosidad natural en sus convecinos, y como esta curiosidad nunca había quedado satisfecha del todo, se habla ido formando en torno a ellos un cúmulo impresionante ‘de leyendas y habladurías que se remontaban hasta cierta generación pasada, notable esta por haberse dedicado al tráfico marítimo con las islas del Pacífico meridional. Lo que se comentaba de ellos era demasiado vago y no significaba nada para Corey, pero contenía tales insinuaciones sobre horrores desconocidos que mi amigo confiaba en poder algún día enterarse más a fondo. No es que él estuviera obsesionado con el tema, sino que ——según explicó— se hablaba tanto de ello en el pueblo que era prácticamente imposible ignorarlo. Me dijo también que pensaba hacer una exposición para tantear el mercado, hizo referencia a varios amigos de Paris y a sus años de estudio en dicha capital, disertó brevemente sobre el vigor de las esculturas de Epstein y comentó la alborotada situación política del país. Cito estos temas de conversación para dejar patente que Corey estaba perfectamente normal cuando le visité por primera vez tras su regreso de Europa. Por supuesto, en Nueva York le había visto fugazmente cuando llegó, pero no había hablado con él largo y tendido como en aquel diciembre de 1927.

Antes de volver a verle, o sea, en el mes de marzo siguiente, recibí una carta suya bastante asombrosa, cuyo meollo iba contenido en el último párrafo, al cual parecía conducir, como a una apoteosis final, el resto de la misiva.

-Quizá te hayas enterado por la prensa de ciertos hechos que han ocurrido aquí en Innsmouth hace un mes. No tengo una información clara de lo sucedido, pero tiene que haberse publicado en algún periódico, aunque no desde luego en los de Massachussetts, que lo han silenciado por completo. Lo único que he podido averiguar del asunto es que se presentó en la ciudad un nutrido grupo de oficiales federales de algún tipo y se llevaron a varios ciudadanos, entre ellos a algunos de mis parientes, aunque no te sé decir a quiénes, pues todavía no me he preocupado de enterarme ni siquiera de cuántos son. O eran, que también puede ser. Lo que he podido averiguar en Innsmouth se refiere a ciertos negocios montados con las islas del Pacífico, a los que evidentemente se dedicaba todavía alguna compañía naviera de la ciudad, por muy raro que esto pueda parecer, ya que los muelles están prácticamente abandonados y además ya no sirven para los barcos de ahora, que suelen tocar en puertos mayores y más modernos. Aparte las razones que hayan motivado esa acción federal, está el hecho indiscutible —y de mayor importancia para mí, como pronto verás— de que, coincidiendo con la operación de Innsmouth, aparecieron varios buques de guerra no muy lejos de la costa, en las cercanías del llamado Arrecife del Diablo, y allí ¡arrojaron numerosas cargas de profundidad!

Las explosiones removieron de tal manera los fondos marinos que poco después las mareas fueron trayendo a la orilla toda clase de residuos, entre ellos una arcilla azul muy especial. A mí me recuerda mucho a una arcilla de ese color que se podía encontrar en algunas zonas del interior del país y que solía usarse para hacer ladrillos, sobre todo hace años, cuando todavía no había métodos más modernos de fabricación. Bueno, lo que importa es que cogí toda la arcilla que pude, antes de que el mar se la volviera a llevar, y que me he puesto a modelar con ella una figura completamente distinta de otras esculturas mías. La titulo provisionalmente «Diosa Marina» y estoy entusiasmado porque promete mucho. Cuando vengas la semana que viene, estoy seguro de que te gustará todavía más que mi Rima.

Contrariamente a sus suposiciones, sin embargo, la nueva estatua de Corey me produjo una extraña repulsión desde el primer momento que la vi. Representaba una figura esbelta, excepto en su estructura pélvica, que a mí me pareció demasiado pesada, y Corey había decidido dotarla de membranas entre los dedos de los pies.

—¿ Por qué? — le pregunté.
—Pues no sé bien por qué —contestó-. La verdad es que no lo tenía planeado, pero me salió así.
—-¿Y de esas especies de grietas en el cuello? ——me refería a una zona que parecía haber sido retocada recientemente.

Se rió con cierto embarazo y asomó a sus ojos una extraña expresión.

—También a mi me gustaría poder darte una explicación satisfactoria de esas señales — dijo— La verdad es que ayer por la mañana, al levantarme, descubrí que había debido levantarme en sueños y ponerme a trabajar, pues ahí en el cuello, debajo de las orejas, en ambos lados, había como unas grietas que parecían..., bueno, que parecían branquias. Ahora estoy arreglando el estropicio.
—Quizá le vayan bien las branquias a una «diosa marina» —opiné.
—Yo creo que se las he debido poner en sueños por lo que oí anteayer en Innsmouth, que fui a comprar algunas cosas que me hacían falta. Nuevas habladurías sobre el clan de los Marsh. Según se decía, parece que algunos miembros de la familia vivían encerrados por propia voluntad a causa de ciertas deformidades físicas relacionadas con una leyenda que también tenía que ver con ciertos indígenas de las islas del Pacífico. Es el típico cuenta fantástico que la gente ignorante se apropia y embellece a su gusto, aunque reconozco que éste es distinto de casi todos, pues lo normal es que se ajusten a un esquema moral judeo-cristiano. Por la noche soñé con esas historias y evidentemente me levanté sonámbulo y plasmé parte del sueño en mí «Diosa Marina».

Aunque me pareció bastante extraño, no hice más comentarios sobre el incidente. Lo que decía Corey parecía lógico y me interesaban mucho más las tradiciones populares de Innsmouth que los desperfectos sufridos por la «Diosa Marina». Además me desconcertó un tanto la visible preocupación que advertí en Corey. Mientras charlábamos del tema que fuera, se le veía animado y normal, pero no pude por menos de observar que, en cuanto se hacía un silencio en la conversación, él se quedaba pensativo y ausente, como si tuviera algo in mente de lo que no se atrevía a hablar; algo que le producía una angustia indefinida, pero de lo cual no sabía nada a ciencia cierta, o por lo menos tan poco que prefería no expresarlo verbalmente. Pero la preocupación se le manifestaba de diversos modos: en la mirada distante, en expresiones fugaces de desconcierto, en furtivas miradas a la lejanía del mar, en que al hablar paseaba inquieto de un lado a otro, en su forma de eludir el tema, como si aún le quedara mucho que reflexionar sobre él.
Luego he pensado que debería haber tomado entonces la iniciativa de explorar esta su preocupación que tan manifiesta me resultaba, pero no lo hice. Me pareció que no era asunto mío y que hacerle más preguntas sobre el tema equivaldría a invadir su intimidad. Aunque éramos amigos desde hacía mucho tiempo, pensé que yo no tenía ningún derecho a meterme en una cuestión que sólo le incumbía a él. Además, él no me dio pie para hacerlo. Como supe más adelante, cuando Corey ya había desaparecido y yo tomado posesión de sus bienes -según él mismo había dejado dispuesto en un documento redactado al efecto—, fue por esta época cuando él empezó a garabatear extrañas anotaciones en un diario que llevaba y que hasta entonces sólo le había servido para apuntar ideas y detalles relativos a su trabajo. Cronológicamente, es en este punto de la secuencia de hechos acaecidos durante los últimos meses de Jeffrey Corey donde deben insertarse dichas extrañas anotaciones.

«7 marzo. Esta noche, sueño rarísimo. Algo me impulsó a bautizar a la “Diosa Marina”. Esta mañana me encuentro la pieza húmeda en cabeza y hombros, como si lo hubiera hecho yo. Arreglo el desperfecto como si no tuviera más remedio que hacerlo, aunque tenía pensado embalar a Rima. Me preocupa lo compulsivo del asunto. »

«8 marzo. Sueño que voy nadando en compañía de hombres y mujeres qué parecen sombras. Cuando les he visto las caras me han parecido demasiado familiares, como si las hubiera visto alguna vez en un álbum antiguo. Hoy, en el drugstore de Hammond, escucho taimadas insinuaciones y sugerencias grotescas sobre los March, como siempre. Cuentan que el bisabuelo Jethro vive en el mar. ¡ Y tiene branquias! Lo mismo dicen de algunos Waite , Gilman y Elliot. Me acerco a la estación de ferrocarril a preguntar una cosa y oigo la misma historia. Los nativos llevan decenios alimentándose del tema.»

«10 marzo. No cabe duda de que me he vuelto a levantar en sueños, pues han aparecido unas leves modificaciones en la “Diosa Marina”. También tiene señales como de que alguien la hubiera rodeado con los brazos. Ayer la estatua estaba seca y esas señales habría que haberlas hecho con un cincel. Pero parece como si las hubieran imprimido en arcilla blanda. Toda la obra estaba húmeda esta mañana.»

« 11 marzo. Experiencia nocturna realmente extraordinaria. Quizá el sueño más intenso de toda mi vida, por lo menos el más erótico. Casi no puedo todavía acordarme de él sin excitarme. He soñado que una mujer desnuda se me metía en la cama, cuando yo ya estaba acostado, y se quedaba allí hasta el amanecer. Ha sido una noche de amor (o tal vez sea más correcto decir de lujuria) como no había conocido desde Paris. ¡Y tan real como aquellas noches del Barrio Latino! Quizá demasiado real, porque me he levantado exhausto. Además, he debido tener un dormir muy inquieto, porque la cama estaba completamente deshecha.»

«12 marzo. Idéntico sueño. Exhausto.»

« 13 marzo. Vuelvo a soñar que nado. En las profundidades del mar. Al fondo del abismo, una ciudad. ¿Ryeh, R’lyeh? ¿Algo llamado “Gran Thooloo”? »

De estos sueños, de estos extraños asuntos, apenas habló Corey cuando estuve visitándole en marzo. Yo le había encontrado un poco tenso y él lo achacó a que no dormía muy bien. Dijo que no descansaba, por pronto que se acostara. También me preguntó entonces si había oído alguna vez las palabras «Ryeh» o «Thooloo» y yo, naturalmente, le contesté que no. Sin embargo, al segundo día de estar allí tuve ocasión de volverlas a oír. Habíamos ido a Innsmouth, lo cual suponía un paseíto en coche de unas cinco millas, y no tardé en darme cuenta de que el verdadero motivo de ir no era comprar provisiones, como me había dicho Corey. Estaba clarísimo que Corey iba de caza. Sin duda había decidido averiguar todo lo que pudiera de su familia y, con esta finalidad, recorrió diversos puntos de la población, desde el drugstore de Ferrand hasta la biblioteca pública, cuyo anciano bibliotecario mostró una extraordinaria reserva en lo tocante a las viejas familias de Jnnsmouth y alrededores. Sin embargo, mencionó los nombres de dos viejos de la localidad que habían conocido a algunos Marsh, Gilman y Waite de su época. Era posible encontrarlos a cualquier hora en cierto bar de Washington Street.

Por muy deteriorado que estuviese, Innsmouth es la clase de pueblo que fascina inevitablemente a todo el que se interesa por la arqueología y la arquitectura, pues tiene más de cien años y la mayoría de sus edificios —exceptuando los del barrio de los negocios— datan de muchos decenios antes del cambio de siglo. Aunque muchos de ellos estaban desiertos y algunos incluso en ruinas, los rasgos arquitectónicos de las casas reflejan una cultura desaparecida hace ya tiempo de la escena americana. A medida que nos acercábamos a la zona portuaria, por Washington Street, se veían más pruebas evidentes de la reciente catástrofe. Había edificios en ruinas -«dinamitados por los federales, según me han contado», dijo Corey— y nadie se había esforzado mucho en arreglar los desperfectos, pues todavía quedaban bocacalles totalmente bloqueadas por los escombros. Ya en los muelles, parecía que habían destruido una calle entera, por lo menos toda una fila de viejos edificios que en su día habían servido de almacenes del puerto, aunque hacía mucho tiempo que estaban abandonados. Al acercarnos a la orilla del mar, todo lo invadió un hedor empalagoso y nauseabundo de claro origen marino. Era más intenso que el olor a pescado podrido que se produce a veces en las aguas estancadas de la costa, o también del interior.

Según Corey, la mayoría de los almacenes volados había sido propiedad de Marsh; se había enterado en el drugstore de Ferrand. En realidad, los miembros de las familias Waite, Gilman y Llliott habían sufrido muy pocas pérdidas. Casi toda la fuerza de la expedición federal había recaído sobre las propiedades de los Marsh. Sin embargo, había sido respetada la Marsh Refining Company, que se dedicaba a manufacturar lingotes de oro y todavía daba empleo a algunos de los lugareños que no vivían de la pesca. Pero la Marsh Refining Company ya no dependía directamente de ningún miembro del clan Marsh. El bar — cuando por fin llegamos— era del siglo pasado y resultaba evidente que en él no se había introducido ninguna mejora desde entonces. Detrás del mostrador había un individuo desaliñado leyendo el Arkham Advertiser, y en la barra, al fondo, había un par de viejos sentados, uno de ellos dormido. Corey pidió una copa de brandy y yo otra. El hombre del mostrador no disimuló su cauto interés hacia nuestras personas.

—¿Seth Akins? —preguntó Corey.

El hombre señaló con la cabeza a su parroquiano dormido.
-¿Qué suele beber? ——volvió a preguntar Corey.
-De todo.
Póngale otro brandy.

El tabernero sirvió el brandy en una copa mal lavada y la depositó en el mostrador. Corey la llevó hasta donde estaba el viejo dormido, se sentó junto a el y le despertó.

—Bébase una copa conmigo —le invitó.

El viejo levantó la vista, revelando un rostro hirsuto y unos ojos legañosos bajo la mata de pelo enmarañado y cano. Vio el brandy, lo cogió, con sonrisa incierta, y se lo bebió. Corey empezó a interrogarle como si sólo pretendiera charlar un rato con un viejo habitante de Innsmouth. Al principio se refirió en términos generales al pueblo y a la comarca que se extendía a su alrededor entre Arkham y Newburyport. Akins habló con entera libertad. Corey le invitó a otra copa y luego a otra. Pero la locuacidad de Akins desapareció en cuanto Corey le mencionó a las antiguas familias, especialmente a los Marsh. El viejo adoptó una actitud claramente cautelosa y de vez en cuando lanzó fugaces miradas a la puerta, como si le hubiera gustado escapar de la situación. Corey, sin embargo, le apretó bien las clavijas y Akins terminó por ceder.

—Bueno, supongo que ya no importa hablar ——dijo por fin—. Casi todos los Marsh se han ido desde que vinieron los federales hace un mes. Y nadie sabe adónde, pero no han vuelto. ——El viejo empezó a irse por las ramas, pero por fin, después de muchos circunloquios, abordó el tema del comercio con las Indias orientales——: El que empezó el negocio fue el capitán Obed Marsh, que algo se traía entre manos con aquellos indios orientales. Se trajeron algunas mujeres de allí y las tenían en la casa grande que había construido. Y después, a los jóvenes Marsh, se les puso esa pinta extraña y les dio por irse nadando al Arrecife del Diablo y se estaban allí horas enteras y no es normal pasar tanto tiempo bajo el agua. El capitán Obed se casó con una de esas mujeres y los jóvenes Marsh se fueron a las Indias orientales y trajeron más. El negocio de los Marsh no se vino abajo como otros. Los tres barcos del capitán Obed, que eran el bergantín Columbia, el pailebote Sumatra Queen y otro bergantín, el Hetty, navegaron por los océanos sin sufrir un solo accidente. Y esa gente, o sea, los orientales y los Marsh, empezaron una especie de religión nueva que la llamaban Orden de Dagón. Y se hablaba mucho de ellos en voz baja y de lo que pasaba en sus reuniones, y los jóvenes, bueno, a lo mejor se perdieron, pero el caso es que nadie los volvió a ver. Y luego, ya sabe, pues por entonces se habló mucho de sacrificios, o sea humanos, pero no desapareció ningún Marsh ni Gilman ni Waite ni Ellioth, o sea, que ninguno de ellos se perdió o lo que fuera. Y también se murmuraban cosas de un sitio llamado «Ryeh» y de algo llamado «Thooloo », que para mi tienen que ver con ese tal Dagón....

Al llegar a este punto, Corey le interrumpió para aclarar este particular, pero el viejo no supo contestarle y yo no comprendí hasta después el motivo del súbito interés de Corey.
Akins prosiguió:

-La gente no quería tener que ver con los Marsh ni con los otros tampoco. Pero a los Marsh es a los que más se les había puesto esa pinta extraña. Algunos se pusieron tan terribles que no los sacaban de casa sino de noche, y se pasaban todo el tiempo nadando en la mar. Nadaban como peces, según decían, que yo no lo vi. Ya la gente, de estas cosas ni hablaba, porque vimos que el que hablaba demasiado desaparecía como aquellos jóvenes y nunca se volvía a saber de él. El capitán Obed aprendió muchas cosas en Ponapé, que se las enseñaron los canacos, y eran cosas sobre unos que los decían «los profundos», que vivían debajo del agua. Y se trajo toda clase de figurillas y tallas que representaban peces y otras cosas marinas que no eran peces y que Dios sabe lo que eran.
—¿Qué hizo con esas tallas? —intervino Corey.
—Las que no llevó al Templo de Dagón, las vendió. Y a buen precio, que ya lo creo que se las pagaron bien. Pero ya no quedan. Y tampoco hay ya Orden de Dagón y no se ha vuelto a ver a los Marsh por estos alrededores desde que dinamitaron los almacenes. Y no los arrestaron a todos, no señor. Dicen que los Marsh que quedaban se fueron a la orilla de la mar y se metieron en el agua y se ahogaron —-el viejo soltó una carcajada áspera——, pero nadie ha visto ningún cadáver de los Marsh, ningún cuerpo ha aparecido en la orilla.

Al llegar a este punto de la narración, ocurrió un incidente verdaderamente singular. De pronto, el viejo se fijó en mi compañero, abrió los ojos desmesuradamente, dejó caer la quijada y le empezaron a temblar las manos. Durante unos instantes quedó como congelado en la misma postura. Pero al momento se bajó del taburete, giró y corrió tambaleándose a la calle con un grito largo y desesperado que pronto fue barrido por el viento invernal. Decir que quedamos asombrados seria poco. La súbita huida de Seth Akins había sido tan inesperada que Co-rey y yo nos miramos atónitos. No fue sino algún tiempo después cuando se me ocurrió que la supersticiosa mente de Akins debía haber flaqueado al ver las extrañas arrugas que tenía Corey en el cuello, debajo de las orejas. En el curso del diálogo con el viejo, la gruesa bufanda con que Corey se protegía del frío viento de marzo se había ido aflojando y, por fin, se había escurrido del todo, dejando a la vista esa zona de piel espesa y como agrietada que siempre había formado parte del cuello de Jeffrey Corey dándole cierta apariencia de vejez.

No se me ofreció ninguna otra explicación, pero no se la mencioné a mi amigo por no alterarle más, que bastante lo estaba ya.

-¡Vaya galimatías! -exclamé cuando nos vimos de nuevo en Washington Street.

Corey afirmó con la cabeza, pero me di cuenta de que algunos aspectos de la narración del viejo le habían impresionado, y no gratamente por cierto. Consiguió sonreír sin ningún entusiasmo y, como respuesta a mis ulteriores comentarios, se limitó a encogerse de hombros, como si no quisiera hablar de lo que habíamos oído contar a Akins. Durante toda la velada estuvo llamativamente silencioso y preocupado. Recuerdo que me sentí algo molesto al notar que no quería compartir conmigo la carga secreta que le abrumaba. Pero, naturalmente, sospecho que sus propios pensamientos le debían parecer tan fantásticos e increíbles que prefirió no comunicármelos por si hacía el ridículo ante mí. Así, pues, tras hacerle varias preguntas de tanteo y comprobar que las eludía, no volví a tocar el tema de Seth Akins y las leyendas de Innsmouth. A la mañana siguiente regresé a Nueva York.

Nuevas citas textuales del Diario de Jeffrey Corey

«18 marzo. Esta mañana me despierto convencido de que no he dormido solo. Señales en almohada y cama. Habitación y cama muy húmedas, como si una persona empapada se hubiera acostado junto a mí. Sé intuitivamente que era una mujer. ¿Pero cómo? Me asusta pensar que la locura de los Marsh se esté empezando a apoderar de mí. Pisadas en el suelo.»

«19 marzo. ¡Ha desaparecido la “Diosa Marina”! La puerta está abierta. Durante la noche ha debido entrar alguien y llevársela. El dinero que le puedan dar por ella no compensa el riesgo. No se han llevado nada más.»

«20 marzo. Me he pasado la noche soñando todo lo que dijo Seth Akins. ¡He visto al capitán Obed en el fondo del mar! Ancianísimo. ¡Con branquias! Buceaba hasta muy por debajo de la superficie del Atlántico, más allá del Arrecife del Diablo. Muchos más, hombres y mujeres. ¡El aspecto inconfundible de los Marsh! ¡Oh, el poder y la gloria! »

«21 marzo. Noche del equinoccio. Un dolor pulsátil en el cuello durante toda la noche. No he podido dormir. Me he levantado y he dado un paseo hasta el mar. ¡Cómo me atrae el mar! Nunca me había dado cuenta como ahora. Y, sin embargo, recuerdo que ya de niño — ¡y en mitad del continente! — me gustaba jugar a que oía el sonido del mar, el romper de las olas, el silbido del viento sobre las aguas. Todavía me queda una sensación tremenda de que algo va a pasar.»
Con esta misma fecha —21 de marzo— me escribió Corey su última carta. En ella no decía nada de los sueños, pero sí del dolor del cuello: -No es de la garganta, eso está claro. No me cuesta tragar. Parece que el dolor se localiza en esa zona de piel gruesa, o rugosa, o agrietada, como quieras llamarla, que tengo debajo de las orejas. Pero no te lo puedo describir. No es como el dolor de una tortícolis, o de una rozadura, o de un golpe. Es como si la piel se me fuera a romper hacia fuera, pero al mismo tiempo llega hasta muy hondo. Y, además, no puedo quitarme de la cabeza que esta a punto de pasarme algo. Algo que temo y deseo a la vez. Me obsesiona un concepto que yo denomino, a falta de otras palabras, conciencia ancestral. »

Le contesté aconsejándole que fuera a un médico y prometiéndole que iría a visitarle a primeros de abril. Pero para entonces Corey había desaparecido. Había pruebas de que había bajado a la orilla y penetrado en el océano, aunque no era posible determinar si su intención había sido la de nadar o la de quitarse la vida. Se descubrieron huellas de sus pies desnudos en lo que quedaba de aquella extraña arcilla arrojada en febrero por el mar, pero no había pisadas de vuelta. No había dejado ningún mensaje de despedida, pero sí instrucciones para mí sobre la forma de disponer de sus efectos. Me nombraba administrador de sus bienes, lo que parecía indicar que tampoco él debía tenerlas todas consigo. Se buscó el cuerpo de Corey —aunque sin gran entusiasmo— a lo largo de la costa, lo mismo a un lado que a otro de Innsmouth, pero la búsqueda resultó infructuosa. Al presidente del comité de encuesta no le fue difícil dictaminar que Corey había hallado la muerte por imprudencia.

La reseña de los hechos que parecen relacionados con el misterio de esta desaparición no debe finalizarse sin añadir un sucinto relato de lo que vi en el Arrecife del Diablo el día 17 de abril, al atardecer. Era un crepúsculo apacible. El mar parecía un espejo y no corría ni un soplo de viento. Yo estaba terminando de arreglar los asuntos de Corey y me apeteció remar un rato en el mar. Las habladurías relativas al Arrecife del Diablo me llevaron inevitablemente hacia lo que quedaba de él: unas pocas rocas melladas y rotas que sobresalían de la superficie, cuando la marea estaba baja, a una milla larga del pueblo. El sol se había puesto, por el cielo de occidente se extendía un suave resplandor y el mar tenía un color cobalto profundo hasta donde alcanzaba la vista.

Acababa de llegar al arrecife cuando se produjo un gran alboroto en el agua. La superficie marina se quebró en muchos lugares. Me detuve y permanecí inmóvil, esperando que una escuela de delfines emergiera de un momento a otro y disfrutando anticipadamente del espectáculo.

Pero no eran delfines. Eran ciertos moradores del mar de cuya existencia yo no tenía conocimiento. Realmente, a la menguante luz del crepúsculo, los escamosos nadadores parecían peces humanos. Excepto una pareja, los demás permanecieron alejados del bote donde yo estaba. Aquella pareja —una hembra de extraño color arcilloso y un macho— llegaron a acercarse bastante al bote, desde donde yo los miraba con una mezcla de sentimientos a la que no era ajena esa clase de terror que hunde sus raíces en un profundo temor a lo desconocido. Pasaron nadando cerca de mí, emergiendo y sumergiéndose, y cuando se alejaban, el más claro de piel se volvió hacia mí y me dirigió una mirada deliberada mientras emitía un extraño sonido gutural que no dejaba de guardar cierta semejanza con mi nombre: « ¡Jack! » Me quedé con la clara e inconfundible convicción de que aquella criatura marina con branquias tenía la cara de Jeffrey Corey.

Todavía sueño con ella.


Los arqueros. Arthur Machen (1863-1947)

Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.

En este amargo día, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán.

Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.

Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, "esto es lo peor; no puede ser más duro." y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos. No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos superviventes que aún resistían pudiero divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos. No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, "Adiós, adiós a Tipperary," terminando con "y no volveremos más". Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: "¿qué precio tiene en Sidney Street?" Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.

"Mundo sin fin. Amen," dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porque, un extraño restaurant vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurant tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes muertos.

El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: "¡Formación, formación, formación!" Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: "¡San Jorge, San Jorge!"

"¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!"
"¡San Jorge por la feliz Inglaterra!"
"¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos."
"¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme arco."
"¡Caballero del Cielo, ayúdanos!"

Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureólas resplandescientes a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes. Los otros hombres en la trinchera seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, "¡Dios nos ayuda!" gritó al hombre que estaba a su lado, "¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento."

"¡Cállate!" dijo el otro soldado, tomando un blanco, "¡que estamos por ser gaseados!"

Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y como línea tras línea, caían todos por tierra. En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba el grito: "¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!"

"¡Sumo Caballero, defiéndenos!"

Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados.

"¡Más ametralladoras!" gritó Bill a Tom.
"No los escuches," respondió Tom. "Pero, gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado."

De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec, supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares.


Poemas. John Betjeman (1906-1984)

Diario de un ratón de iglesia.


Aquí entre casullas largo tiempo abandonadas,
bancos podridos y escabeles a medio quebrar,
aquí donde el vicario nunca mira
yo mastico entre viejos misales.
Acuclillado y solo paso mis días
detrás de este paño de la Iglesia de Inglaterra.
Comparto mi oscura y olvidada pieza
con dos lámparas de aceite y media escoba.
El que limpia nunca me molesta
así que aquí, frugal, me tomo el té.
Mi pan es aserrín mezclado con paja;
mi mermelada es limpiador de piso.
Pascua y Navidad podrán ser un festín
para curas y congregaciones
y quizá también Pentecostés. Todos lo mismo,
ninguno llena mi flaca estampa.
Para mí el único festín en realidad
es el Festival de la Cosecha, en otoño
en que puedo satisfacerme a voluntad
con jarras de trigo alrededor de la pila.
Escalo la cabeza de bronce del águila
para cavar a través de una hogaza de pan.
Me trepo por la escalera del púlpito
y mordisqueo las médulas que cuelgan de ahí.
Es agradable disfrutar
estos artículos antes de que se vayan a la basura,
pero qué molesto cuando uno se encuentra
con que otros ratones de mentes paganas
se meten a la iglesia para compartir mi comida
cuando no tienen nada que hacer acá.
Dos ratones de campo con ningún deseo
de ser bautizados invaden el coro.
Una rata enorme y realmente poco amistosa
viene a ver en qué andamos.
Dice pensar que Dios no existe
pero igual viene... es muy extraño.
Este año se robó un manojo de trigo
(frente al sitial de nuestro predicador)
y prósperos ratones de campos lejanos
vienen a escuchar tocar el órgano
y ocultos bajo sus notas
comen a través del fardo de avena del altar.
Un ratón de Baja Iglesia, que cree que yo
soy demasiado papista, y Alta*,
sin embargo no cree erróneo
masticar sonoramente durante la Oración de la Tarde
mientras yo, que paso hambre todo el año,
tengo que compartir mi comida con roedores
que excepto en esta época
ni se aparecen por la iglesia.
Yo sé que dentro del mundo humano
eso no podría ser,
porque los seres humanos sólo hacen
lo que su religión les dice.
Leen la Biblia todos los días
y rezan siempre, mañana y noche
e igual que yo, el buen ratón de iglesia
adoran al Señor en su Casa,
pero de todos modos me extraña
cuán llena puede estar la iglesia
con gente que nunca veo,
excepto para el Festival de la Cosecha.





Progreso a un precio conveniente.


Envuelve en nailon tus piernas,
monta tus cerros de postes,
oh edad sin alma;
fuera con los amables sauces
y las olas de olmos
que ruedan por tus valles.

Digámosle adiós a los setos
y las rutas con bordes de pasto
y los serpenteantes senderos de campo;
dejemos que todo ande más rápido
donde el automóvil sea el único amo
hasta que sólo quede la velocidad.

Destruye los viejos letreros de posada
pero siembra los caminos con señales de hojalata
“Mantenga Su Derecha”, “M4”, “¡No Pasar!”
comando, instrucción, advertencia
una y otra vez decorando
la pedregosa rotonda;

Porque toda cruda obscenidad
debe tener su pequeño “atractivo”,
su parche de pasto cortado,
y los letreros se ven de maravilla
entre macizos de flores
con focos entre medio.

No dejes ningún viejo pueblo en pie
donde pudiera aterrizar
rugiendo un aeroplano,
pero ahórrales daño tan vulgar
como refugios de marco roto
sin habitar desde la guerra.

No dejes que ninguna avenida de provincia
que pudo ser tu calle o la mía
se vea como se veía,
pero deja que las tiendas de cadena se instalen aquí
sus largas tiras de vidrio negro
y a través suyo relámpagos de tráfico.

Y si hay algún paisaje,
algún verdor sin pretensiones,
sobreviviendo en parte alguna,
protección no necesita
pues muy pronto allí alzaremos
una planta eléctrica.

Cuando toda ruta esté iluminada
por monstruos de concreto emplazados
como horcas sobre nuestras cabezas,
bañados en el vómito amarillo
que cada monstruo bota desde sí
sabremos que hemos muerto.


El anticipador. Morley Roberts (1857-1942)

-Admitiré que no se trata de un plagio -dijo ferozmente Carter Esplan-; será el destino, el demonio, pero ¿es menos irritante por eso? ¡No, no!

Se pasó la mano por el cabello hasta erizarlo. Lo agitaba una febril excitación; una mancha roja ardía en sus mejillas; se mordía el labio tembloroso.

-¡Maldito Burford, sus padres y sus ascendientes! Las herramientas, para quien sabe manejarlas -añadió, después de una pausa durante la cual su amigo Vincent lo estudió con curiosidad.
-La culpa es tuya, mi querido salvaje -dijo Vincent-. Eres demasiado indolente. Recuerda, además, que esas ideas están en el aire. La originalidad no es más que el arte de atrapar tempranas larvas. ¿Por qué no escribes las cosas apenas las inventas?
-Hablas como un burgués, como un viajante de comercio -repuso Esplan, disgustado-. ¿Por qué un manzano no? ¿A qué esperar el estío y las influencias del viento y el cielo? ¿Por qué no salen polluelos de huevos recién puestos? ¿Acaso el parto sigue inmediatamente a la concepción? ¿Y no sufrió dolores la montaña para dar a luz un ratón? ¿Y por ventura...
-...y por ventura, no exigirán tus obras de genio una parte de la eternidad a que están destinadas?
-¡Tonterías! -gruñó Esplan-, pero tú conoces mi método. Yo capto la sugerencia del pensamiento, tal vez el título; y luego lo dejo, quizá sin tomar una nota; lo dejo al cerebro, a la conciencia subliminar, al yo subconsciente. El cuento crece en la oscuridad del alma, perpetua e insomne. Quizá lo rechace el tribunal artístico que en ella tiene su sede; quizá lo relegue. Yo, el yo exterior, insignificante envoltorio de tendencias hereditarias, nada sé de él, pero un día tomo la pluma y mi mano lo escribe. Éste es el automatismo del arte, y yo... yo no soy nada, soy apenas la última de las individualidades ocultas en mí. ¡Quizá un tácito antecesor llega por mí a la palabra, y sin embargo el Complejo Yo Esplan tiene que ser anticipado en esa forma!

Se incorporó y midió con pasos irregulares el largo salón de fumar del club. Era evidente que sus nervios estaban tensos y el desorden imperaba en su espíritu. Pero Vincent, que era médico, veía más hondo. Esplan, en efecto, hablaba espasmódicamente y a veces no acertaba con la palabra justa, lo que revelaba una perturbación de los centros del habla. ¿Será la morfina? -pensó-. ¿La estará tomando nuevamente, y hoy le ha faltado su dosis?

Pero Esplan estalló una vez más.

-No me importaría tanto si Burford escribiera bien, pero no sabe escribir un cuento. Mira esa última historia mía... es decir, suya. Yo la veía como una criatura impetuosa y palpitante, que vibraba y cantaba, una verdadera Ménade, llena de sangre roja. En sus manos, ni siquiera nació muerta; está diciendo a gritos que es un muñeco, pierde el aserrín, se mueve como un maniquí, huele de lejos a cosa fabricada. Mas ahora ya no puedo escribir ese cuento. Lo ha arruinado para siempre. Es la tercera vez. ¡Maldito sea, y maldita mi suerte! Yo trabajo cuando siento la necesidad de crear.
-Tomas muy en serio tu vocación -dijo Vincent perezosamente-. Al fin y al cabo, ¿qué importa? ¿Qué son los cuentos? ¿No son un opio para la vida de los cobardes? Preferiría inventar algún pequeño instrumento, o construir un puente de tablas sobre un arroyo fangoso, antes que escribir el mejor cuento del mundo.

Esplan estalló.

-Bueno, bueno -dijo casi a los gritos-, el hombre que inventó el cloroformo fue grande, y quienes lo fabrican son útiles. Lo que hacemos nosotros llámalo cloral, morfina, bromuro; lo que quieras, pero damos alivio.
-Cuando sería mejor usar vejigatorios...
-¡Qué estupidez! -contestó Esplan-. En todo caso, tu charla es ociosa. Yo soy yo, los escritores son escritores... pequeños, si quieres, pero un resultado y una fuerza. Déjame descansar. No hables de tonterías ideales.

Pidió brandy. Después de beberlo, su aspecto cambió un poco. Sonrió.

-Acaso no vuelva a suceder. Si sucede, creeré que Burford se obstina en cruzarse en mi camino. Tendré que...
-¿Eliminarlo? -preguntó Vincent.
-No. Trabajar más rápido. Pronto escribiré algo. Algo que indudablemente le encantaría echar a perder.

La conversación cambió y poco después se separaron. Esplan se dirigió a su departamento de Bloomsbury. Durante algunos minutos caminó por la sala, pero luego sintió el impulso de escribir. Le escocían los dedos, un estado de ánimo semiautomático se apoderaba de él. Se sentó y escribió, primero lentamente, después más rápido, y por último con furia. Eran las tres de la tarde cuando empezó a trabajar. A las diez seguía sentado ante el escritorio, poblado por las cenizas de innumerables pipas. A intervalos se alisaba con las manos húmedas los cabellos erizados. Sus ojos cambiaban como ópalos: a veces centelleaban y casi ardían, a veces se volvían opacos. Él mismo cambiaba con cada frase; pronunciaba en alta voz lo que escribía; cada pensamiento se reflejaba en su rostro pálido y móvil. Reía y gemía. En el punto culminante de su narración, le corrieron lágrimas por la cara y borraron el ya indescifrable manuscrito. Pero a las once se levantó, rígido y tambaleante. Con dificultad recogió del piso las páginas sin numerar, y las ordenó. Después se desplomó en su asiento.

-¡Es bueno, es bueno! -decía, sonriendo-. ¡Qué extraño demonio soy! Mis callados antecesores reviven fantásticamente en mí. Es extraño, infernalmente extraño. El hombre no es más que un micrófono, y loco por añadidura. ¿Cuánto tiempo estuve madurando esto que acabo de escribir; El cuento es viejo y al mismo tiempo nuevo. Se lo mandaré a Gibbon. A él le gustará. Pequeña bestia, pequeño horror, pequeño cerdo, con un divino anillo de oro de inteligencia crítica en el sucio hocico.

Bebió medio vaso de whisky y se echó en la cama. Su imaginación corría alocadamente.

-Mi ego está un poco fisurado -dijo-. Debo cuidarme.

Y antes de dormirse pronunció conscientes tonterías. Se burló de la necedad de su imaginación, y sin embargo tenía miedo. Por fin tomó morfina en una dosis tan grande, que le afectó el nervio óptico. Relámpagos subjetivos brillaron en la oscuridad de su cuarto. Soñó con un Burford gigantesco y brutal, que usaba un gran diamante en la pechera de la camisa.

-Comprado merced a la transmisión de mis pensamientos -dijo.

Pero al mirarse advirtió que él tenía una joya aún más grande, y pronto su alma se disolvió en la contemplación de sus rayos, hasta que su conciencia fue disipada por una divina absorción en el Nirvana de la Luz. Cuando despertó, al día siguiente, era ya avanzada la tarde. Estaba destrozado por el trabajo de la víspera, y aunque mucho menos irritable, caminaba con inseguridad. La molestia de mandar su cuento a Gibbon le resultó casi insuperable; pero lo envió, y después tomó un taxímetro que lo llevó a su club, donde permaneció varias horas, casi en estado comatoso.

Dos días más tarde recibió una nota del jefe de redacción. Le devolvía su cuento. Era bueno, pero... -Hace varias semanas Burford me envió otro con el mismo tema, y lo acepté.

Esplan golpeó contra la repisa de la chimenea su mano delgada y blanca, haciéndola sangrar. Aquella noche se embriagó. El vino pareció corroer, morder y retorcer hasta el último nervio y la última célula de su cerebro. Su irritabilidad se volvió tan extrema que se quedó al acecho de sutiles e imaginarias ofensas, y meditó mórbidamente sobre el aspecto de inocentes desconocidos. Pagó al camarero el doble de lo que había consumido, no porque lo mereciera, sino porque comprendió que la menor señal de descontento por parte de aquel hombre podría originar en él un estallido de irreprimible cólera. Al día siguiente se encontró con Burford en Piccadilly, y pasó junto a él sin saludarlo, con una amarga sonrisa. -No me atrevo a dirigirle la palabra -murmuró-. ¡No me atrevo!

Y Burford, que no alcanzaba a comprender, se sintió ultrajado. Él mismo odiaba a Esplan con el odio de un rival que se siente desplazado y aventajado. Sabía que su trabajo carecía de la diabólica precisión de Esplan, de la frase brillante, el toque justo de color, el certero impulso que culmina en el final perfecto, la convicción amarga y exacta, el conocimiento de los hombres que proviene de la herencia, la exaltada experiencia que alega intuiciones recibidas. Era, bien lo sabía, un exitoso fracaso, y su ambición superaba a la de Esplan. Trepador, voraz y presumido, su vacuidad era notoria aun antes de que Esplan la pusiera de relieve con la seguridad de su estilo.

-Él toma lo que yo hago y lo hace mejor -repetíase Burford-

Y cuando Esplan publicó su último cuento, y el mundo recordó (para olvidarla en seguida a la luz deslumbrante de esas páginas magistrales) la fría pasta del bibelot de Burford, éste sintió que el odio crecía en su interior. Pero se contuvo y siguió su camino pequeño y laborioso.

El éxito del cuento y el amargo eclipse de Burford ayudaron mucho a Esplan, quien tal vez se habría recobrado, de no mediar otras influencias nocivas para su vida. Entre ellas la muerte de cierta mujer, cuya amistad con él nadie conocía. Esplan se aferró a la morfina, que, a medida que aumentaban las dosis, lo conduciría al desastre. Y en efecto, el desastre se produjo, por fin.

Burford hizo publicar dos cuentos, muy superiores a lo que acostumbraba escribir, en una revista que hasta ese momento había sido territorio exclusivo de Esplan. Eran los mismos temas que Esplan acababa de imaginar y estaba a punto de escribir. El escozor de este último golpe lo sacó de quicio: pensó en el asesinato; lo planeó con brutalidad, después con sutileza, y llegó a sentirse dominado por la idea, hasta que su vida se trocó en la flor de ese motivo insano. El hecho de que un comentarista señalara la estrecha afinidad entre la obra de los dos escritores y, exaltando el genio de Esplan, colocara al uno por encima de toda crítica y al otro por debajo de todo elogio, no modificó en nada la situación. Pero la amarga exactitud de la crítica enloqueció a Burford. Castañeteando los dientes, detestando su propio trabajo, odió aun más al hombre que había pulverizado su presunción. Sentía deseos de destruir. ¿Cómo hacerlo? Esplan llevaba una vida subracional. Era un maniático homicida, con una víctima preseñalada. Concebía y escribía planes. Sus cuentos eran variaciones sobre el asesinato. Imaginaba medios de ejecutarlo, los buscaba en otros libros. A veces corría el peligro de creer que ya había cometido el crimen. En un momento de locura estuvo a punto de entregarse a la policía por ese asesinato anticipado. Así ardía y se consumía su imaginación ante el sendero que se había trazado.

-Lo haré, lo haré -murmuraba, y en el club los hombres hablaban de él. -Mañana -dijo, pero después lo postergó. Debía planearlo con arte. Lo dejó para que germinase en su fértil cerebro. Y por fin, cuando ya había empezado a escribirlo, la acción, iluminada por extrañas circunstancias, fue creciendo ante él.

Ese asesinato despertaría un mundo de resplandores, inaugurando una época en la historia del crimen. Aun cuando el planeta se viera convulsionado por las guerras, aun entonces los demás querrían oír esa historia increíble, penetrar en ella, dilucidar el método y el crecimiento de los medios y el motivo. Sonreía solo en la calle, y reía con risa aguda en su cuarto de fugaces visiones. Por la noche transitaba las solitarias callejuelas próximas, ponderando con ansia el borbollón de sus encontrados pensamientos; y apoyado en las rejas de frondosos jardines, veía fantasmas en las sombras de la luna y los invitaba a conversar. Se convirtió en un pájaro nocturno.

-Mañana -dijo por último.

Mañana daría el primer paso. Se frotó las manos y rió, ya cerca de su casa, en una plaza solitaria, al tramar los últimos detalles sutiles que su imaginación multiplicaba.

-¡Está bien, basta, basta! -gritó a su fantasía enloquecida-. Ya está hecho.

Y las sombras que lo rodeaban eran muy oscuras. Se volvió en dirección a su casa. Entonces le llegó la inmortalidad con extraño aparato. Le pareció que su alma ardiente y oprimida estallaba en su angosto cerebro chispeando maravillosamente. Hubo alrededor un diluvio de luces, relámpagos en un cielo rosado, un espantoso trueno. El firmamento se abrió en un blanquísimo resplandor. Vio cosas inimaginables.

Giró sobre sí mismo, se llevó la mano a la cabeza herida y cayó pesadamente en un charco de su propia sangre. Y el Anticipador, aterrorizado, huyó por una callejuela.


El primer día… Juan Sternberg (1923-2006)

El primer día, Dios se creó a sí mismo. Ha de haber un comienzo para todo.
Luego creó el vacío. Encontró que le había quedado muy grande, y se sintió impresionado.
El tercer día imaginó las galaxias, los planetas y los soles. No se sintió excesivamente satisfecho, sin saber exactamente por qué.
El cuarto día hizo un poco de jardinería: decoró algunos planetas elegidos con un verdadero sentido artístico, y se sintió feliz al probarse a sí mismo que era un dios con gusto, destilando a través del universo una sutil perfección.
El quinto día, sin embargo, para relajarse de los esfuerzos de la víspera, decidió divertirse un poco: imaginó un mundo que no era más que una flagrante falta de gusto, lo atiborró con horribles colores, y lo pobló de una gran cantidad de repugnantes monstruos. Luego llamó a aquel mundo la Tierra.


El colombre. Dino Buzzati (1906-1972)

Cuando Stefano Roi cumplió los doce años, pidió como regalo a su padre, capitán de barco y patrón de un bonito velero, que lo llevase consigo a bordo.
-Cuando sea mayor -dijo-, quiero navegar por los mares como tú. Y mandaré barcos todavía más bonitos y grandes que el tuyo.
-Dios te bendiga, hijo mío -respondió su padre. Y como justamente aquel día su carguero debía partir, se llevó al chico consigo.
Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano, que nunca había subido al barco, paseaba feliz por cubierta admirando las complicadas maniobras del aparejo. Y preguntaba esto y lo otro a los marineros, que, sonriendo, se lo explicaban todo. Cuando fue a parar a la toldilla, el chico, picado por la curiosidad, se detuvo a observar una cosa que salía intermitentemente a la superficie a una distancia de unos doscientos o trescientos metros, allí donde estaba la estela de la nave.
Aunque el carguero volara ya, empujado por un magnífico viento de popa, aquella cosa mantenía siempre la misma distancia. Y, aunque él no comprendía su naturaleza, tenía algo indefinible que lo atraía intensamente.
Al dejar de ver a Stefano por allí, su padre, después de haberlo llamado a grandes voces en vano, abandonó el puente y fue a buscarlo.
-Stefano, ¿qué haces ahí plantado? -le preguntó al verlo finalmente en la popa, de pie, absorto en las olas.
-Ven a ver, papá.
El padre acudió y miró también en la dirección que le indicaba el muchacho, pero no alcanzó a ver nada.
-Es una cosa oscura que asoma cada tanto de la estela -dijo-, y que nos sigue.
-A pesar de mis cuarenta años -dijo su padre-, creo tener todavía buena vista. Pero no veo nada en absoluto.
Como su hijo insistiera, fue en busca del catalejo y exploró la superficie del mar allí donde estaba la estela. Stefano lo vio ponerse pálido.
-¿Qué es? ¿Por qué pones esa cara?
-Ojalá no te hubiera escuchado -exclamó el capitán-. Ahora temo por ti. Eso que has visto asomar de las aguas y que nos sigue no es una cosa. Es un colombre. Es el pez que los marineros temen más que ningún otro en todos los mares del mundo. Es un escualo terrible y misterioso, más astuto que el hombre. Por motivos que quizá nunca nadie sabrá, escoge a su víctima y, una vez que lo ha hecho, la sigue años y años, la vida entera, hasta que consigue devorarla. Y lo más curioso es esto: que nadie puede verlo si no es la propia víctima y las personas de su misma sangre.
-¿Y no es una leyenda?
-No. Yo nunca lo había visto. Pero como lo he oído describir tantas veces, en seguida lo he reconocido. Ese hocico de bisonte, esa boca que se abre y se cierra sin cesar, esos dientes espantosos… Stefano, no hay duda, desgraciadamente el colombre te ha elegido y mientras andes por el mar no te dará tregua. Escucha: vamos a volver ahora mismo a tierra, tú desembarcarás y nunca más te separarás de la orilla por ningún motivo. Tienes que prometérmelo. El trabajo del mar no es para ti, hijo mío. Tienes que resignarte. Por otra parte, en tierra también podrás hacer fortuna.
Dicho esto, hizo invertir el rumbo inmediatamente, volvió a puerto y, con el pretexto de una inesperada indisposición, desembarcó a su hijo. Luego volvió a partir sin él.
Profundamente agitado, el muchacho permaneció en la orilla hasta que la última punta de la arboladura se sumergió detrás del horizonte. Más allá del muelle que cerraba el puerto, el mar quedó completamente desierto. Pero, aguzando la vista, Stefano alcanzó a distinguir un puntito negro que aparecía intermitentemente sobre las aguas: era «su» colombre, que iba lentamente de aquí para allá, empeñado en esperarlo.
*
Desde entonces se emplearon todos los recursos posibles para alejar al muchacho del deseo del mar. Su padre lo mandó a estudiar a una ciudad del interior distante centenares de kilómetros. Y durante algún tiempo, distraído por su nuevo ambiente, Stefano dejó de pensar en el monstruo marino. Sin embargo, cuando en las vacaciones de verano volvió a casa, lo primero que hizo en cuanto dispuso de un minuto libre fue apresurarse a ir a la punta del muelle para hacer una especie de comprobación, aunque en el fondo lo considerase superfluo. Aun admitiendo que toda la historia que le contara su padre fuera verdadera, después de tanto tiempo el colombre sin duda habría renunciado a su asedio.
Pero Stefano se quedó allí parado, con el corazón desbocado. A unos doscientos o trescientos metros del muelle, en mar abierto, el siniestro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de cuando en cuando el hocico del agua y volviéndolo hacia tierra, como si mirase ansiosamente si Stefano Roi aparecía por fin.
De esta suerte, la idea de aquella criatura enemiga que lo esperaba noche y día se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. E incluso en la lejana ciudad le ocurría despertarse en plena noche víctima de la inquietud. Estaba a salvo, sí, centenares de kilómetros lo separaban del colombre. Sin embargo, sabía que más allá de las montañas, más allá de los bosques, más allá de las llanuras, el escualo lo aguardaba. Y que, aunque se trasladara al continente más remoto, el colombre se apostaría en el espejo del mar más cercano con la inexorable obstinación de los instrumentos del destino.
Stefano, que era un muchacho serio y diligente, continuó sus estudios con provecho y apenas fue un hombre encontró un empleo digno y bien remunerado en un almacén de la ciudad. Mientras tanto, su padre murió víctima de una enfermedad. Su viuda vendió su magnífico velero y el hijo se halló en posesión de una discreta fortuna. El trabajo, las amistades, las distracciones, los primeros amores: ahora Stefano se había hecho ya su vida, pero, a pesar de todo, el pensamiento del colombre lo perseguía como un espejismo a la vez funesto y fascinante; y, con el paso de los días, en vez de desvanecerse, parecía hacerse más insistente.
Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aún mayor es la atracción del abismo. Apenas había cumplido Stefano veintidós años cuando, tras despedirse de sus amigos y abandonar su empleo, volvió a su ciudad natal y comunicó a su madre su firme intención de seguir el oficio paterno. La mujer, a quien Stefano jamás había hecho mención del misterioso escualo, acogió con júbilo su decisión. En el fondo de su corazón, que su hijo hubiera abandonado el mar por la ciudad siempre le había parecido una puñalada a las tradiciones de la familia.
Y Stefano comenzó a navegar, dando prueba de dotes marineras, de resistencia a las fatigas, de ánimo intrépido. Navegaba, navegaba y en la estela de su carguero, de día y de noche, con bonanza y con tempestad, se afanaba el colombre. Él sabía que aquella era su maldición y su condena, pero quizá por eso mismo no tenía fuerzas para apartarse de ella. Y a bordo nadie veía el monstruo excepto él.
-¿No ven nada por allí? -preguntaba de cuando en cuando a sus compañeros señalando la estela.
-No, no vemos nada. ¿Por qué?
-No sé. Me parecía…
-¿No habrás visto por casualidad un colombre? -decían ellos entre risas al tiempo que tocaban madera.
-¿De qué se ríen? ¿Por qué tocaban madera?
-Porque el colombre no perdona. Y si se pusiera a seguir a esta nave, eso querría decir que uno de nosotros estaba perdido.
Pero Stefano no cedía. La constante amenaza que iba en pos de él parecía más bien multiplicar su voluntad, su pasión por el mar, su arrojo en los momentos de fatiga y peligro.
Una vez se sintió dueño del oficio, con el pequeño caudal que le había dejado su padre adquirió junto con un socio un pequeño vapor de carga, luego se hizo su único propietario y, gracias a una serie de travesías afortunadas, pudo a continuación comprar un verdadero buque mercante y apuntar a metas cada vez más ambiciosas. Pero los éxitos, los millones, no conseguían apartar de su ánimo aquel continuo tormento; y nunca, por otra parte, se le pasó por la cabeza vender y retirarse a tierra para emprender negocios distintos.
Navegar, navegar, ese era su único afán. Apenas ponía pie en cualquier puerto después de largas travesías, en seguida lo espoleaba la impaciencia por partir. Sabía que allá lo esperaba el colombre y que el colombre era sinónimo de perdición. Era inútil. Un impulso indomable lo arrastraba de un océano a otro sin descanso.
*
Hasta que de pronto un día Stefano reparó en que se había hecho viejo, viejísimo; y ninguno de los que lo rodeaban sabía explicarse por qué, siendo rico como era, no dejaba por fin la azarosa vida del mar. Viejo, y amargamente infeliz, porque toda su existencia se había gastado en aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo. Pero para él siempre había sido más fuerte que la dicha de una vida holgada y tranquila la tentación del abismo.
Y una tarde, mientras su magnífica nave se hallaba fondeada frente al puerto donde había nacido, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a su segundo oficial, en quien tenía mucha confianza, y le instó a que no se opusiera a lo que pensaba hacer. El otro se lo prometió por su honor.
Una vez seguro de esto, Stefano reveló al segundo oficial, que lo escuchaba turbado, la historia del colombre que durante casi cincuenta años lo había seguido sin cesar inútilmente.
-Me ha seguido de un confín a otro del mundo -dijo- con una fidelidad que ni el amigo más noble habría podido mostrar. Ahora me voy a morir. También él, ahora, estará terriblemente viejo y cansado. No puedo traicionarlo.
Dicho esto, se despidió, hizo arriar un bote y, después de hacer que le dieran un arpón, partió.
-Ahora voy a su encuentro -anunció-. Es justo que no lo defraude. Pero lucharé con las fuerzas que me quedan.
Con débiles golpes de remo se alejó del barco. Oficiales y marineros lo vieron desaparecer a lo lejos, sobre el plácido mar, envuelto en las sombras de la noche. En el cielo, como una hoz, lucía la luna.
No tuvo que esforzarse mucho. Súbitamente, el horrible hocico del colombre emergió al lado de la barca.
-Aquí me tienes por fin -dijo Stefano-. ¡Ahora es cosa nuestra!
Y, reuniendo sus últimas energías, levantó el arpón para lanzarlo.
-Ah -se quejó con voz suplicante el colombre-, qué largo camino hasta encontrarte. También yo estoy destrozado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar. Y tú huías, huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué? -dijo Stefano picado en su orgullo.
-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú pensabas. El único encargo que me dio el rey del mar fue entregarte esto.
Y el escualo sacó la lengua, tendiendo al viejo capitán una esfera fosforescente.
Stefano la cogió entre los dedos y miró. Era una perla de tamaño desmesurado. Reconoció en ella la famosa Perla del Mar que procura a quien la posee fortuna, poder, amor y paz de espíritu. Pero ahora era ya demasiado tarde.
-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza-. Qué horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia; y he arruinado la tuya.
-Adiós, hombre infeliz -respondió el colombre. Y se sumergió en las aguas negras para siempre.
Dos meses más tarde, empujado por la resaca, un bote arribó a una áspera escollera. Fue avistado por algunos pescadores que, movidos por la curiosidad, se acercaron. En el bote, todavía sentado, había un blanco esqueleto; y, entre sus dedos descarnados, sujetaba un pequeño guijarro redondo.
El colombre es un pez de grandes dimensiones, espantoso a la vista, sumamente raro. Dependiendo de los mares y de los pueblos que habitan las orillas, recibe también el nombre de kolomber, kahloubrha, kalonga, kalu-balu, chalung-gra. Curiosamente, los naturalistas desconocen su existencia. Hay quien sostiene que no existe.


El paisajista. Cuento anónimo japonés.

Un pintor de mucho talento fue enviado por el emperador a una provincia lejana y desconocida, recién conquistada, con la misión de traer imágenes pintadas. El deseo del emperador era conocer así aquellos lugares remotos.
El pintor viajó mucho, visitó y observó detenidamente todos los parajes de los nuevos territorios, pero regresó a la capital sin una sola imagen, sin ni siquiera un boceto.
El emperador se sorprendió por ello y se enojó mucho.
Entonces el pintor pidió que le habilitaran un gran lienzo de pared del palacio. Sobre aquella pared representó todo el país que acababa de recorrer. Cuando el trabajo estuvo terminado, el emperador fue a visitar el gran fresco. El pintor, varilla en mano, le explicó todos los rincones de la lejana provincia: los poblados, las montañas, los ríos, los bosques…
Cuando la descripción finalizó, el pintor se acercó a un estrecho sendero que salía del primer plano del fresco y parecía perderse en el espacio. Los ayudantes tuvieron la sensación de que el cuerpo del pintor se adentraba en el sendero, que avanzaba poco a poco en el paisaje, que se hacía más pequeño y se iba perdiendo a lo lejos. Pronto una curva del sendero lo ocultó a sus ojos. Y al instante desapareció todo el paisaje y quedó el inmenso muro desnudo.


La fuente de la juventud. Cuento popular japonés.

Había una vez un viejo carbonero que vivía con su esposa, que era también viejísima. El viejo se llamaba Yoshiba y su esposa Fumi. Los dos vivían en la isla sagrada de Mija Jivora, donde nadie tenía derecho a morir. Cuando una persona enfermaba la mandaban a la isla vecina, y si por casualidad moría alguien sin síntomas, enviaban el cadáver a toda prisa a la otra ribera.
La isla, la más pequeña del Japón, es también la más hermosa. Está cubierta de pinos y sauces, y en el centro se alza un hermoso y solemne templo, cuya puerta parece que se adentra en el mar. El mar es azul y transparente, y el aire es nítido y diáfano.
Los dos ancianos eran admirados por el resto de la aldea, debido a su resignación y persistencia a la hora de aceptar y superar los avatares de la vida, y al amor mutuo que se habían profesado durante más de cincuenta años.
El suyo, como tantos otros en Japón, había sido un matrimonio concertado por sus padres. Fumi no había visto nunca a Yoshiba antes de la boda, y éste sólo la había entrevisto un par de veces a través de las cortinas, y se había quedado admirado por su rostro ovalado, la gentileza de su figura y la dulzura de su mirada. Desde el día del casamiento, la admiración y adoración fue mutua. Ambos disfrutaron de la alegría de su enlace que se multiplicó con creces con tres hermosos y fuertes hijos, pero ambos también se vieron sacudidos por la tristeza de perder a sus tres hijos, una noche de tormenta en el mar.
Aunque disimulaban ante sus vecinos, cuando estaban solos lloraban abrazados y secaban sus lágrimas en las mangas de sus kimonos. En el lugar central de la casa, construyeron un altar en memoria de los hijos y cada noche llevaban ofrendas y rezaban ante él. Pero últimamente una nueva preocupación había devuelto la congoja a sus corazones. Ambos eran mayores y sabían que ya no les quedaba mucho tiempo. Yoshiba se había convertido en las manos de su esposa y Fumi en sus ojos y sus pies, y no sabían cómo podrían superar la muerte de uno de ellos. ¡Oh, si tuviésemos una larga vida por delante!
Una tarde, Yoshiba sintió la necesidad de volver a ver el lugar donde había trabajado durante más de cincuenta años. Pero al llegar al claro del bosque, y observar los árboles, tan conocidos, se dio cuenta de que había algo nuevo. Tantos años trabajando allí, y nunca se había fijado en que debajo del árbol mayor había un manantial de agua clara y cristalina, que al caer parecía cantar, y su crujido, como el de hojas de papel arrugadas, se mezclaba con el murmullo de las hojas al ser movidas por el susurro de la brisa al atardecer. Yoshiba sintió una terrible sed y se acercó a la fuente. Cogió un poco de agua y bebió. Al rozar sus labios, sintió la necesidad de beber más, pero al ir a cogerla observó su reflejo en el agua y vio que habían desaparecido las arrugas de su rostro, su pelo era otra vez una hermosa y negra cabellera, y su cuerpo parecía más vigoroso y fortalecido. El agua tenía un poder misterioso que lo había hecho rejuvenecer.
Entonces sintió la necesidad de ir corriendo a decírselo a su esposa. Cuando Fumi lo vio llegar no reconoció a aquel mozo que de pronto se acercaba a la casa, pero al estar junto a él observó sus ojos y lo reconoció. Cayó desmayada al recordar sus años de juventud, pero Yoshiba la levantó y le contó lo que había ocurrido en el bosque. Decidió que ella fuese por la mañana, porque ya era de noche y no deseaba que se perdiera.
A la mañana siguiente Fumi se fue al bosque. Yoshiba calculó dos horas, porque, aunque a la ida tardaría más por su edad y la falta de fuerza, a la vuelta llegaría enseguida porque habría recuperado su juventud. Pero pasaron dos horas, y tres, y cuatro, y hasta cinco, por lo que Yoshiba empezó a preocuparse y decidió ir él mismo al bosque a buscar a su esposa. Cuando llegó al claro, vio la fuente, pero no encontró a nadie. Entre el murmullo de las hojas y el crujido del agua oyó un leve sonido, como el que hace cualquier cría de animal cuando está solo. Se acercó a unas zarzas, las apartó, y encontró una pequeña criatura que le tendía los brazos. Al cogerla, reconoció la mirada. Era Fumi, que en su ansia de juventud había bebido demasiada agua, llegando así hasta su primera infancia.
Yoshiba la ató a su espalda y se dirigió hacia casa. A partir de entonces, tendría que ser el padre de la que había sido la compañera de su vida.


En la peluquería. Kjell Askildsen (1929-2021)

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Sólo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión puede guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!

Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.