martes, 23 de julio de 2024

Bagnell Terrace. E.F. Benson (1867-1940)

Llevaba diez años viviendo en Bagnell Terrace y, como todos aquellos que han sido lo suficientemente afortunados para asegurarse un lugar en esta calle, estaba convencido de que en cuanto a comodidad, conveniencia y tranquilidad no tenía rival ni a lo largo ni a lo ancho de Londres. Las casas son pequeñas; ninguno de nosotros podría ofrecer ni una fiesta nocturna ni un baile, pero lo cierto es que aquellos que vivimos en Bagnell Terrace no deseamos hacer nada parecido. No nos gustan los bullicios nocturnos y, afortunadamente, tampoco es que tengamos que soportar excesivos alborotos durante el día, ya que si nos hemos trasladado a Bagnell Terrace ha sido para poder anclarnos en aguas tranquilas. Como se trata de un cul-de-sac cerrado en uno de sus extremos por una alta pared de ladrillos, sobre la cual en las noches de verano los gatos pasean ligeramente cuando van a visitar a sus colegas, ni siquiera tenemos que soportar el ruido del tráfico. Incluso los gatos de Bagnell Terrace han adquirido algo de su discreción y su tranquilidad, ya que nunca se enzarzan los unos con los otros en interminables intercambios de chillidos agónicos como hacen sus primos en lugares de conducta menos apropiada, sino que se sientan y mantienen discretas reuniones del mismo modo en que lo harían los propietarios de las casas en las que condescienden en ser alojados y alimentados.

Pero, aunque estaba más que satisfecho de encontrarme en Bagnell Terrace y no en cualquier otro lugar, aún no había conseguido, y empezaba a temerme que jamás conseguiría, la casa en concreto que ambicionaba sobre cualquier otra. Estaba al final de la calle, junto al muro que la delimitaba, y se diferenciaba en un aspecto de todas las demás, que tan parecidas son entre sí. Las otras tienen pequeños jardines en la parte delantera, en los que cada primavera brotan nuestras flores, ofreciendo una apariencia muy alegre. Pero los jardines son demasiado pequeños y Londres demasiado poco soleado como para permitir un mínimo de horticultura efectiva. En todo caso, la casa a la que yo había dirigido mis ojos envidiosos durante tanto tiempo no tenía jardín; en su lugar, el espacio había sido utilizado para construir una gran habitación cuadrada (ya que un pequeño jardín puede dar para una habitación bien espaciosa), conectada con la casa por un pasillo cubierto. Las habitaciones de Bagnell Terrace, aunque soleadas y agradables, no eran demasiado grandes, y me parecía que una habitación espaciosa representaría el toque final que otorgaría la perfección a aquellas deliciosas residencias.

Sin embargo, los habitantes de aquel deseable domicilio representaban una especie de misterio para nuestro reducido círculo vecinal; aunque sabíamos que un hombre vivía allí (ya que ocasionalmente le habíamos visto entrar o salir de la casa), nadie le conocía personalmente. Un aspecto curioso era que, aunque todos nos habíamos tropezado con él en la calle (en muy pocas ocasiones, eso sí), había una considerable discrepancia sobre la impresión que nos había causado a cada uno. Poseía ciertamente unos andares enérgicos, como si aún disfrutase de todo el vigor de la vida; pero mientras yo creía que se trataba de un hombre joven, Hugh Abbot, que vivía en la casa de al lado, estaba convencido de que, a pesar de su vigor, no sólo era mayor, sino muy mayor además. Hugh y yo, amigos y solteros para toda la vida, a menudo discutíamos sobre él en las erráticas conversaciones que manteníamos cuando se dejaba caer por mi casa para disfrutar de una pipa después de la cena, o cuando yo me acercaba a la suya para una partida de ajedrez. No sabíamos su nombre, de modo que, en virtud de mi deseo por su casa, le llamábamos Nabot . Ambos coincidimos en que había algo extraño en él, algo desconcertante y elusivo.

Yo había estado un par de meses en Egipto durante el invierno; la noche siguiente a mi regreso Hugh cenó conmigo y, tras la cena, le mostré aquellos trofeos que los más decididos son incapaces de resistirse a comprar cuando les son ofrecidos en el Valle de los Reyes por algún simpático rufián de piel requemada. Saqué por lo tanto varias cuentas (no tan azules como habían parecido allí) y uno o dos escarabajos, reservando para el final la pieza de la que más orgulloso estaba: una pequeña estatua de lapislázuli de un gato, que apenas medía cinco centímetros. Se sentaba erguido sobre los cuartos traseros, levantando los delanteros; y, a pesar de la reducida escala, las proporciones estaban tan bien y tan aguda había sido la visión del artista, que daba la impresión de ser mucho más grande. Mientras permaneció en la mano de Hugh pude comprobar que ciertamente era muy pequeño. Pero si no lo tenía a la vista, la imagen mental que siempre me hacía era la de algo mucho más grande de lo que en realidad era.

—Y lo curioso —dije— es que aunque se trata con diferencia de lo mejor que compré, por mi vida que no puedo recordar dónde lo hice. De alguna manera siento como si siempre lo hubiera tenido.
Lo había estado mirando con mucha atención. Después se levantó bruscamente de su silla y lo dejó sobre la repisa de la chimenea.
—Creo que no me gusta —dijo—, y no puedo decirte por qué. Oh, se trata de un excelente trabajo de artesanía; no me refería a eso. ¿Y dices que no recuerdas dónde lo conseguiste? Eso sí que es extraño... Bueno, ¿qué tal una partida de ajedrez?

Jugamos un par de partidas, sin demasiada concentración o fervor, y en más de una ocasión le vi lanzar rápidas y perplejas miradas a mi pequeña figurita sobre la repisa de la chimenea. Pero no dijo nada más sobre ella, y cuando hubimos finalizado nuestras partidas me ofreció las últimas noticias de la calle. Una casa había quedado vacante y había sido inmediatamente reocupada.

—¿No será la de Nabot? —pregunté.
—No, la de Nabot no. Nabot aún sigue ahí. Pisando fuerte.
—¿Alguna novedad? —pregunté.
—Oh, alguna que otra cosa. Últimamente le he visto con frecuencia, y sin embargo aún no puedo hacerme una idea clara de cómo es. Me lo encontré hace tres días, al salir de mi portal, y pude echarle un buen vistazo. Por un momento coincidí contigo en que se trata de un hombre joven. Entonces se volvió y durante un segundo me miró directamente a la cara, y pensé que nunca había visto a alguien tan anciano. Espantosamente vivo, pero más que viejo... antiguo, primitivo.
—¿Y entonces? —pregunté.
—Pasó de largo, y me encontré una vez más, como ya me ha ocurrido tan a menudo, completamente incapaz de recordar cómo era su cara. ¿Era viejo o joven? No lo sabía. ¿Cómo era su boca? ¿Cómo su nariz? Pero sin duda era el interrogante sobre su edad el más desconcertante.
Hugh estiró los pies hacia el fuego y se hundió en el sillón, lanzando una nueva mirada y frunciendo el ceño en dirección a mi gato de lapislázuli.
—Aunque, después de todo, ¿qué es la edad? —dijo—. Medimos la edad con el tiempo. Decimos: «tantos años», y olvidamos que aquí y ahora estamos en la eternidad, del mismo modo que nos hallamos en una habitación o en Bagnell Terrace, aunque la primera afirmación, que formamos parte del infinito, sea mucho más cierta.
—¿Qué tiene eso que ver con Nabot? —pregunté.
Hugh golpeó su pipa contra las paredes de la chimenea antes de contestar.
—Bueno, probablemente te sonará a chifladura —dijo—, a menos que Egipto, la tierra de los antiguos misterios, haya ablandado tu corteza de materialista, pero en aquel momento se me ocurrió que Nabot pertenece a la eternidad de una manera mucho más evidente que nosotros. Nosotros también pertenecemos a ella, por supuesto; no podemos evitarlo; pero él está menos implicado en este error o ilusión que llamamos tiempo. Hay que ver, suena increíblemente tonto cuando lo expreso con palabras.

Me reí.
—Me temo que mi corteza materialista todavía no se ha ablandado lo suficiente —dije—. Lo que estás diciendo implica que piensas que Nabot es una especie de aparición, un fantasma, ¡un espíritu muerto que se manifiesta como un ser humano aunque no sea uno de nosotros!
Volvió a recoger las piernas.
—Sí, ha de ser una tontería —dijo—. Además, últimamente ha estado mucho más a la vista, y no podríamos estar viendo un fantasma todos a la vez. No sucede así. Y han empezado a oírse sonidos en la casa, sonidos alegres y escandalosos que hasta ahora no había oído nunca. Alguien toca un instrumento que parece una flauta en esa habitación grande que tanto envidias, y otro le acompaña llevando el ritmo con una especie de tambores. Es una música curiosa; se oye a menudo por las noches... Bueno, es hora de ir a acostarse.
De nuevo observó la estatuilla que reposaba sobre la chimenea.
—Vaya, pero si es un gato bastante pequeño —dijo.
Esto me interesó sobremanera, ya que no le había comentado la impresión que dejaba en mi mente de que era más grande que sus dimensiones reales.
—El mismo tamaño de siempre —dije.
—Naturalmente. Pero por alguna razón había estado pensando en ella a tamaño real —dijo él.

Le acompañé hasta la puerta y paseé con él en la oscuridad de una noche cubierta. A medida que nos acercábamos a su casa vi las grandes manchas de luz que se reflejaban en la calzada tras salir por las ventanas de la habitación cuadrada de la casa de al lado. De repente, Hugh apoyó la mano sobre mi brazo.

—¡Escucha! —dijo—. Ahí están las flautas y los tambores.

Era una noche muy tranquila pero, por mucho que escuchara, no podía oír nada más que el tráfico de la calle a la que salía la nuestra.

—No oigo nada —dije.
Y en el mismo momento en el que empecé a hablar pude oírlo. La plañidera música me llevó de regreso a Egipto: el ruido del tráfico se convirtió en el sonido de un tambor, y sobre él flotaban los lamentos y chillidos de las pequeñas flautas de caña que acompañan a las danzas árabes, sin tono ni ritmo y tan viejas como los templos del Nilo.
—Es como la música árabe que se oye en Egipto —dije.

Mientras estábamos allí escuchando, la música cesó a sus oídos, así como a los míos, de forma tan repentina como había empezado, y simultáneamente se apagaron las luces de la habitación cuadrada. Esperamos un momento en la acera opuesta a la casa de Hugh, pero de la puerta de al lado no volvió a surgir ningún sonido, ni ninguna luz de sus ventanas... Me giré, era una noche bastante fría y más para alguien recién regresado del sur.

—Buenas noches —dije—; ya nos veremos mañana.
Me fui directamente a la cama, me dormí inmediatamente y me desperté con la impresión de un sueño vívido grabada en mi mente. Había música en él, música árabe que me resultaba familiar; se desvaneció, pero tuve tiempo de reconocerla como una revisión de los hechos de aquella noche antes de volver a dormirme. Rápidamente recuperé las rutinas habituales de mi vida. Tenía trabajo que hacer, y amigos a los que ver; los hechos acaecidos a cada minuto de cada día se iban añadiendo al gran tapiz de la vida. Pero, de alguna manera, un nuevo cabo empezó a enredarse en él, aunque en aquel momento no lo reconocí como tal. Parecía trivial y extraño que oyera a menudo un par de compases de aquella extraña música que surgía de la casa de Nabot, y que can pronto como capturaba mi atención dejara de oírse, como si hubiese sido producto de mi imaginación. Era trivial, también, que viera tan a menudo a Nabot entrando o saliendo de su casa. Y entonces, un día, tuve una visión de él que era completamente diferente a todas las que la habían precedido.

Estaba una mañana asomado a la ventana de la habitación que da a la calle. Había tomado perezosamente mi gato de lapislázuli y lo mantenía de modo que la luz del sol brillara sobre él, admirando la textura de su superficie que, de alguna manera, y aun siendo de piedra, recordaba a la de la piel. Entonces, de manera casual, aparté la mirada, y allí, apenas unos metros más allá, inclinado sobre la valla de mi jardín y observando atentamente lo que tenía entre las manos, estaba Nabot. Sus ojos, fijos en la estatuilla, parpadearon al sol de abril con una satisfacción sensual y ronroneante. Y Hugh tenía razón en lo referente a su edad; no era ni viejo ni joven, sino más bien atemporal. El momento de percepción pasó; alumbró mi mente como el foco rodante de algún faro lejano. Fue un rayo de iluminación y enseguida volvió a apagarse, de modo que quedó grabado en mi mente consciente como una alucinación. De repente, él pareció darse cuenta de mi presencia y, dándose la vuelta, siguió su recorrido caminando enérgicamente.

Recuerdo haberme alterado bastante, pero el efecto pronto se desvaneció, y el incidente pasó a ser otra de esas trivialidades que provocan una impresión momentánea y luego desaparecen. También fue curioso, aunque no destacable, que en más de una ocasión viese a uno de esos discretos gatos de los que ya he hablado sentado en el pequeño balcón que hay frente a la habitación que acabo de mencionar, observando con atención el interior. Me encantan los gatos, y en varias ocasiones me levanté para abrirle la ventana e invitarle a entrar; pero cada vez que me movía saltaba y se marchaba. Y abril dio paso a mayo. Una noche de aquel mes regresé a casa después de una cena para encontrarme un mensaje de Hugh en el que me decía que debía llamarle en cuanto llegase. Me respondió con una voz bastante excitada.

—Pensé que querrías saberlo enseguida —dijo—. Hace una hora han colocado un cartel frente a la casa de Nabot que dice que está a la venta. Los agentes son Martin y Smith. Buenas noches; yo ya me había acostado.
—Eres un amigo de verdad —dije.

Por supuesto, a primera hora de la mañana me presenté en la oficina de los agentes inmobiliarios. El precio era bastante moderado y la escritura perfectamente satisfactoria. Podían darme las llaves al momento, ya que la casa estaba vacía, y me prometieron que podría disponer de un par de días para decidirme, durante los cuales tendría prioridad sobre el derecho de compra si estaba dispuesto a pagar la totalidad del precio requerido. Si, en todo caso, sólo podía hacerles una contraoferta, no podían garantizarme que los fideicomisarios aceptasen... Completamente excitado, con las llaves en mis bolsillos, me apresuré a regresar a Bagnell Terrace. Encontré la casa completamente vacía, no sólo de habitantes sino de prácticamente cualquier cosa. Desde la buhardilla hasta el sótano, no había ni una sola persiana, ni un solo fleje, ni una sola barra para colgar las cortinas. Mucho mejor, pensé yo, así no habría que retirar ningún accesorio del anterior inquilino. Tampoco había ni rastro de restos de la mudanza, paja o papel de embalar; la casa parecía preparada para que llegara un ocupante en lugar de estar recién abandonada por otro. Todo estaba en un orden impoluto: las ventanas limpias, los suelos fregados, la pintura y las maderas brillantes... se trataba de una vivienda limpia, lustrosa y lista para ser ocupada. Mi primer movimiento, por supuesto, fue inspeccionar la habitación añadida que representaba su principal interés, y mi corazón saltó de alegría a la vista de su capacidad. A un lado había una enorme chimenea, al otro una serie de tuberías provenientes de la calefacción central enroscadas entre sí, y al otro extremo, entre las ventanas, un nicho hundido en la pared, como si ésta hubiera contenido alguna vez una estatua; podría haber sido diseñado expresamente para mi Perseo de bronce. El resto de la casa no presentaba rasgos particulares; seguía la misma planificación que la mía, y el constructor, que la inspeccionó aquella tarde, declaró que estaba en excelentes condiciones.

—Parece como si acabara de construirse y nadie hubiera vivido nunca en ella —dijo—, y por el precio que ha mencionado es decididamente una ganga.
Fue lo mismo que sorprendió a Hugh cuando, al regresar de la oficina, le arrastré hasta allí para que la viera.
—Vaya, pero si parece nueva —dijo—. Y sin embargo sabemos que Nabot ha pasado aquí años, y desde luego estaba aquí la semana pasada. Y hay otra cosa, ¿cuándo ha trasladado sus muebles? No han llegado furgonetas, que yo haya visto.
Yo estaba demasiado satisfecho por haber conseguido el deseo de mi corazón como para analizar cualquier otra consideración.
—Oh, no puedo perder el tiempo en detalles sin importancia —dije—. Mira qué espléndida habitación. Ahí, el piano; la pared, recubierta de estanterías; el sofá, enfrente de la chimenea; Perseo, en el nicho. Vaya, si es que estaba hecha para mí.

Transcurridos los dos días especificados, la casa ya fue mía, y tras un mes de empapelar y templar, modificar la instalación eléctrica y colocar persianas y barras para las cortinas, empecé a mudarme. Dos días bastaron para trasladar todos mis bienes, y al finalizar el segundo mi casa estaba completamente vacía excepto por mi dormitorio, cuyos contenidos serían trasladados al día siguiente. Mis criados ya estaban instalados en la nueva residencia, y aquella noche, tras una apresurada cena con Hugh, regresé a ella para trabajar un par de horas más, acarreando y ordenando libros en la habitación grande, ya que era mi propósito acomodarla en primer lugar. Para estar en mayo la noche era inusualmente fría, por lo que había ordenado que se encendiese un fuego en la chimenea, al cual de cuando en cuando agregaba leños, en los intervalos que quedaban al quitarle el polvo a mis volúmenes y colocarlos. Finalmente, cuando las dos horas se hubieron alargado hasta tres, decidí dejarlo por el momento y, realmente cansado, me senté en el borde del sofá para descansar a la vez que contemplaba con satisfacción el resultado de mis esfuerzos. En aquel momento fui consciente de que la habitación olía a cerrado, aunque de un modo aromático que me recordaba a los curiosos efluvios que flotan en el interior de los templos egipcios. Pero lo atribuí a mis polvorientos libros y a los leños que estaban ardiendo en el hogar. La mudanza se completó al día siguiente, y una semana más tarde ya estaba instalado allí tan cómodamente como lo había estado en la otra casa durante años. Mayo pasó de largo, y tanto junio como mi nueva casa no dejaron de darme un gran placer; siempre era un lujo regresar a ella. Entonces llegó aquella tarde en la que algo extraño sucedió.

Aunque el día había sido húmedo, el ambiente se había despejado un poco hacia media tarde y las aceras pronto se secaron, si bien la calzada permaneció ligeramente mojada y resbaladiza. Me hallaba cerca de mi casa, a la cual estaba regresando, cuando vi aparecer en el adoquinado, a un par de metros por delante de mí, la huella de un zapato húmedo, como si alguien invisible acabara de pisar allí. Después otra, y otra más, se imprimieron con vigor, dirigiéndose hacia mi casa. Por un momento permanecí paralizado; después, con el corazón latiéndome con fuerza, las seguí. Aquellas extrañas huellas me precedieron hasta la puerta; había una apenas visible justo en el umbral. Entré cerrando la puerta a mis espaldas con, debo confesar, suma celeridad. Mientras estaba allí oí un fuerte estruendo procedente de mi habitación, el cual, por decirlo de algún modo, ahuyentó mi miedo, y corrí por el pequeño pasillo irrumpiendo en ella. Allí, en el extremo más alejado de la habitación, estaba mi Perseo de bronce, caído en el suelo. Y supe, por algún sexto sentido que no puedo explicar, que no estaba solo en la habitación, y que aquella presencia no era humana.

El miedo es una cosa bien extraña; a menos que sea tan arrollador que anule la voluntad, siempre produce una reacción: cuanto coraje tengamos se alza para enfrentarse a él, acompañado de la rabia por haber permitido la entrada a tan molesto intruso. Sin lugar a dudas, ése era mi caso en aquel momento, por lo que conseguí oponer una resistencia emocional efectiva. Mi criado llegó corriendo para ver qué había sido aquel ruido, y juntos levantamos a Perseo y examinamos la causa de su caída. Estaba claro: un gran fragmento de yeso se había desprendido del nicho y debería ser reparado y reforzado antes de volver a reinstalar la estatua. Simultáneamente, el miedo y el sentimiento de una presencia inexplicable en la habitación se desvanecieron. Las pisadas en el exterior seguían sin explicación, pero me dije a mí mismo que ponerme a temblar por cada cosa que no entendiera habría representado el fin de mi tranquila existencia para siempre. Aquella noche cené con Hugh; había pasado fuera la última semana y había regresado aquel mismo día, anunciando su llegada y proponiendo una cena antes de que hubieran acontecido aquellos sucesos ligeramente inquietantes. Noté que mientras estuvo allí charlando durante un par de minutos, había olfateado el aire en una o dos ocasiones, pero no había hecho ningún comentario, ni yo le había preguntado si percibía el extraño y débil aroma que de vez en cuando se manifestaba también ante mí. Sabía que su regreso representaba un gran alivio para una temblorosa y secreta parte de mí mismo, ya que estaba convencido de que se estaba desarrollando alguna perturbación psíquica, bien subjetivamente en mi mente o bien real y desde el exterior. En cualquier caso, su presencia era reconfortante, no porque él pertenezca a esa obstinada raza que no cree en nada más allá de los hechos materiales de la vida y se burla de esas misteriosas fuerzas que rodean y tan extrañamente penetran la existencia, sino porque, creyendo completamente en ellas, tiene el firme convencimiento de que los poderes mortales y malvados que ocasionalmente irrumpen en la aparente seguridad de la existencia, en realidad no deben ser temidos, ya que son mantenidos a raya por fuerzas aún más poderosas, preparadas para ayudar a todos aquellos que conocen su cuidado protector. Respecto a si pensaba contarle lo que me había ocurrido aquel día, aún no estaba completamente seguro.

No fue hasta después de cenar que dichos temas aparecieron en la conversación, pero ya había visto que estaba pensando en algo de lo que todavía no me había hablado.

—¿Qué tal tu nueva casa? —dijo finalmente—. ¿Sigue siendo tan ideal como te la imaginabas?
—Me pregunto por qué se te habrá ocurrido eso —dije.
Me echó un rápido vistazo.
—¿No debería interesarme por tu bienestar? —preguntó.
Sabía que se preparaba algo, si le dejaba que continuase.
—Me parece que no te ha gustado mi casa desde un primer momento —dije—. Creo que piensas que hay algo raro en ella. Te reconoceré que el modo en que la encontramos, completamente vacía, fue un poco extraño...
—Fue muy extraño —dijo él—. Pero mientras permanezca igual de vacía, salvo por los objetos que tú hayas llevado, todo irá bien.
Ahora quería presionarle un poco más.
—¿Qué es lo que has olido esta tarde en la habitación grande? —dije—. Te he visto husmeando y olfateando. Yo también he olido algo. Veamos si ha sido lo mismo.
—Un olor extraño —dijo él—. Algo polvoriento y rancio, pero aromático a la vez.
—¿Y qué otras cosas has notado? —pregunté.
Hizo una pausa.
—Creo que te lo diré —dijo—. Esta tarde, desde mi ventana, te he visto venir caminando por la calzada, y al mismo tiempo he visto, o he creído ver, a Nabot cruzando la calle y caminando justo delante de ti. Me he preguntado si tú también le habías visto, ya que te has detenido justo cuando se ha colocado frente a ti, y después has empezado a seguirle.

Sentí cómo mis manos se habían quedado repentinamente heladas, como si la cálida corriente de mi sangre se hubiera congelado.

—No, no le he visto —dije—, pero he visto sus pasos.
—¿Qué quieres decir?
—Justo lo que acabo de decir. He visto unas huellas frente a mí que seguían hasta el umbral de mi casa.
—¿Y después?
—Entré, y me sobresaltó un tremendo estruendo. Mi Perseo de bronce se había caído de su nicho. Y había algo en la habitación.

Oímos un ruido de arañazos en la ventana. Sin decir nada, Hugh se levantó y retiró la cortina. En el alféizar había un enorme gato gris sentado, parpadeando ante la luz. Hugh fue a abrir la ventana, y al verle aproximarse el gato saltó al jardín. La luz se desparramó por la calle y ambos pudimos ver, justo en la acera, la silueta de un hombre. Se volvió y me miró, y después se dirigió hacia mi casa, hacia la puerta de al lado.

—Es él —dijo Hugh.
Abrió la ventana y se inclinó hacia afuera para ver dónde se había metido. No había ni rastro de él por ninguna parte, pero vi que había luz tras las persianas de mi habitación.
—Vamos —dije—. Veamos qué sucede. ¿Por qué están las luces de mi habitación encendidas?

Abrí la puerta de mi casa con la llave y, seguido por Hugh, recorrí el corto pasillo hasta la habitación. Estaba completamente a oscuras, y cuando encendí el interruptor vimos que estaba vacía. Toqué la campanilla, pero no hubo ninguna respuesta, ya que era tarde y sin duda alguna mis criados ya se habrían acostado.

—Pero he visto una potente luz a través de las ventanas hace dos minutos —dije—, y aquí no ha entrado nadie desde entonces.

Hugh permanecía junto a mí en el centro de la habitación. De repente, arrojó un puñetazo al aire, como si pretendiese golpear a alguien. Aquello me alarmó sobremanera.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿A qué le estás pegando?
Movió la cabeza.
—No sé —dijo—. Me pareció haber visto... No estoy seguro. Pero desde luego vamos a ver algo si nos quedamos aquí. Algo se acerca, aunque ignoro de qué se trata.

Me pareció que la luz disminuía de potencia; las sombras empezaron a apelotonarse en los rincones del cuarto, y aunque en el exterior la noche estaba despejada, allí dentro el aire se estaba espesando con una neblina vaporosa que olía a polvo y a rancio, aunque fuese aromática. Débilmente, pero incrementando su fuerza a medida que esperábamos en silencio, oí la percusión de los tambores y los lamentos de las flautas. Aún no tenía la impresión de que hubiera en el lugar otras presencias aparte de las nuestras, pero en la penumbra cada vez más espesa, supe que algo se estaba acercando. Justo frente a mí se hallaba el nicho vacío desde el cual había caído la estatua de bronce, y mirando en su interior, vi que algo estaba ocurriendo. La sombra que había allí dentro empezó a mutar en una forma desde cuyo interior brillaron dos puntos de luz verdosa. Un momento más tarde vi que eran ojos de una antigua e infinita malevolencia. Oí la voz de Hugh en una especie de susurro ronco.

—¡Mira! —dijo—. ¡Ya viene! ¡Dios mío, ya viene!
Tan repentino como el relámpago que surge del corazón de la noche, llegó. Pero llegó no en un estallido de luz, sino tal como era, como una pincelada de oscuridad cegadora que cubría, no la vista o cualquier otro sentido material, sino el espíritu, de modo que me encogí completamente aterrorizado. Procedía de aquellos ojos que centelleaban en el nicho, y entonces pude ver que pertenecían a una figura que había allí. Su forma era la de un hombre, completamente desnudo excepto por un taparrabos, y la cabeza parecía ora humana ora la de un monstruoso gato. Y mientras le miraba sabía que si continuaba mirando me sumergiría y me ahogaría en el torrente de pura maldad que emanaba de él. Como si me encontrara inmerso en una pesadilla cataléptica, intenté apartar los ojos de él sin conseguirlo; estaban clavados, mirando fijamente al odio encarnado. De nuevo oí a Hugh susurrar.

—Enfréntate a él —dijo—. No cedas ni un milímetro.
Un enjambre de imágenes infernales zumbaban en mi cerebro, y entonces supe con tanta seguridad como si se hubieran pronunciado las palabras reales, que aquella presencia me dijo que fuese hacia ella.
—Tengo que ir con él —dije—. Me está obligando a ir.
Sentí su mano apretándome el brazo.
—Ni un solo paso —dijo—. Soy más fuerte que él. Pronto lo sabrá. Tan sólo reza, reza...
De repente su brazo se disparó frente a mí, señalando hacia la presencia.
—¡Por el poder de Dios! —gritó—. ¡Por el poder de Dios!

Se hizo un silencio mortal. La luz de aquellos ojos disminuyó, y entonces la oscuridad desapareció de la habitación. Estaba en calma y ordenada, el nicho volvía a estar vacío, y allí en el sofá, junto a mí, se hallaba Hugh; tenía la cara completamente blanca y chorreaba sudor.

—Se acabó —dijo, y cayó dormido al instante.
Desde entonces hemos hablado a menudo de lo que ocurrió aquella noche. Lo que pareció suceder ya lo he relatado, y cada cual puede creerlo o no, tal y como le plazca. Él, al igual que yo, fue consciente de una presencia completamente malévola, y me cuenta que durante todo el tiempo en que aquellos ojos destellaban desde el nicho, estaba intentando concentrarse en lo único en lo que creía, es decir, en el único poder del mundo que es Omnipotente, y en el momento en que obtuvo conciencia de éste, la presencia se colapso. Qué era exactamente aquella presencia es imposible de decir. Parece como si se tratase de la esencia o el espíritu de uno de esos misteriosos cultos egipcios, cuya fuerza había sobrevivido para ser sentido y visto en nuestra tranquila calle. Que se hubiese corporeizado en la figura de Nabot, parece (entre todas estos hechos increíbles) posible, y en verdad Nabot no ha vuelto a ser visto. Podría preguntarse el aficionado a la mitología si todo aquello estuvo relacionado o no con el culto a los gatos, y quizá sea digno de registrar aquí que a la mañana siguiente encontré mi gato de lapislázuli, que había estado sobre la repisa de la chimenea, roto en pedazos. Había quedado demasiado dañado como para repararlo, y no estoy seguro de que, en cualquier caso, hubiera debido intentar restaurarlo.

Actualmente, por fin, no hay una habitación más tranquila y agradable que la construida en el frontal de mi casa de Bagnell Terrace.


Bárbara Roloffin. E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

En el año 1551, viose paseando por las calles de Berlín, a la hora del atardecer y durante la noche, a un hombre de buen aspecto y noble continente, con un jubón guarnecido de martas cibelinas, calzones muy anchos y zapatos abiertos, la cabeza cubierta de una amplia gorra de terciopelo con pluma roja. Sus modales eran corteses y amables, saludaba caballerosamente a todo el mundo, con preferencia a las señoras y señoritas, a las que se dirigía amablemente con floridos discursos.

—Señora —decía a las damas encopetadas—, dignaos dar órdenes a vuestro humilde servidor y confiarle vuestros deseos para que al punto pueda ponerse a vuestro servicio.
Luego, dirigiéndose a las jóvenes, decía:
—¡El cielo os dé un marido digno de vuestra belleza y virtudes!

Con igual benevolencia trataba a los hombres, por lo que no era nada extraño que aquel extranjero fuese muy apreciado y que todos acudiesen en su auxilio cuando se encontraba detenido por algún torrente callejero y no sabía cómo atravesarlo. Pues si bien era alto y bien formado, cojeaba de un pie, por lo que se veía precisado a apoyarse en su cayado. Pero si alguien le daba la mano, de un salto se alzaba como a dos metros del suelo, yendo a parar algunas veces doce pasos más allá de su lugar de partida.

Esto admiraba no poco a la gente, y más de uno se rompió una pierna al ayudarle, pero el extranjero se disculpaba diciendo que en otro tiempo, cuando no era cojo, había sido maestro de danza del rey de Hungría, y ahora bastaba con que le ayudasen un poco a saltar para que se apoderase de él el deseo del baile y, muy en contra suya, se veía forzado a dar saltos en el aire. Contentábase la gente con esta explicación y hasta se divertía cuando tenían ocasión de ver a un juez, a un cura o a cualquier otra persona honorable, dando brincos con el extranjero.

Sin embargo, aunque parecía tan divertido y de tan buen humor, la conducta del extranjero a veces tenía extrañas contradicciones, pues sucedía que algunas veces por la noche recorría las calles llamando a las puertas. La gente que abría, quedaba sobrecogida de terror al verle con blancos ropajes de difunto, lanzando lastimeros gemidos y sollozos. Aunque al día siguiente se disculpaba, asegurando que era necesario hacer eso para recordar a los buenos burgueses que somos de carne mortal y que nuestra alma es inmortal, por lo que siempre deberían de estar precavidos. Al decir esto, solía llorar, lo que conmovía mucho a sus oyentes.

Asistía también a todos los entierros, y seguía al difunto con mucha reverencia, dando muestras de tanta aflicción que sus gemidos y sollozos le impedían tomar parte en los cánticos religiosos. No obstante el pesar y la aflicción que demostraba en otros casos, cuando se trataba de las bodas de sus paisanos, que tenían lugar en el Ayuntamiento, sus demostraciones de alegría y contento también eran notables; cantaba continuamente con voz bien timbrada, tocaba la cítara y bailaba horas enteras con la novia y con otras jóvenes, apoyándose en su pierna sana y disimulando la pierna enferma, y siempre dando muestras de la mayor corrección. Sin embargo, lo que más agradaba a los recién casados de la presencia del extranjero es que acostumbraba a hacer muy ricos regalos, como cadenas y brazaletes y otros objetos valiosos.

Pronto fueron conocidas en Berlín la virtud, la liberalidad y los méritos de este personaje, y su fama llegó a oídos del gran elector, el cual consideró que un hombre tan valioso como el extranjero debería adornar su corte, por lo que envió a alguien a preguntarle si admitiría con gusto un empleo. El extranjero contestó por escrito, en un pergamino de vara y media de largo, con caracteres encarnados, dando humildemente las gracias por el honor, pero rogando que se le concediese el favor de dejarle gozar su pacífica vida de paisano. Había escogido vivir en Berlín, mejor que en otras ciudades, porque en ningún sitio había encontrado a hombres tan amables, tan fieles y tan educados ni con tanta inclinación a la vida animada, conforme a su gusto.

El elector y sus cortesanos admiraron la elegante y hermosa letra del extranjero y se dieron por satisfechos. Sucedió en aquel mismo tiempo, que la esposa del consejero Walther Lütkens quedó embarazada por primera vez. La vieja comadrona, Bárbara Roloffin, predijo que la bella y sana señora daría a luz un hermoso niño, por lo que el consejero Walther Lütkens se llenó de alegría y de esperanza. El extranjero, que había asistido a la boda de Lütkens, acostumbraba visitarle de vez en cuando; de tal modo que un día al tardecer, cuando entró inesperadamente, encontróse de pronto con Bárbara Roloffin.

No bien la vieja Bárbara lo hubo visto, dio un sonoro y prolongado grito de alegría y se tuvo la sensación de que desaparecían sus arrugas, se coloreaban sus mejillas y pálidos labios como si volvieran a recobrar la juventud y la belleza, que se habían alejado de ella mucho tiempo ha.

—¡Ay, señor caballero! Pero ¿sois vos el que estoy viendo? ¡Sed bienvenido, os saludo reverentemente! —exclamó Bárbara Roloffin, al tiempo que caía a sus pies.
El caballero le contestó con acento enojado, echando chispas por los ojos; pero nadie entendió lo que habló con la vieja, sino ella, que, volviendo a palidecer y a arrugarse, se fue a esconder a un rincón.
—Querido señor Lütkens —dijo en seguida el extranjero al consejero—, cuidad de que no suceda en vuestra casa alguna desgracia y que el parto de vuestra esposa se desarrolle felizmente. La vieja Bárbara Roloffin no es tan práctica como pensáis. La conozco desde hace tiempo y sé que más de una vez ha descuidado a la parturienta y al niño.

Este extraño suceso afectó en gran manera al señor Lütkens y a su esposa, que concibieron sospechas respecto a Bárbara Roloffin, al verla tan transformada en presencia del extranjero e incluso pensaron si ejercería malas artes. Por lo cual la prohibieron volver a pisar el umbral de la casa y buscaron otra comadrona. Este modo de obrar encolerizó mucho a la vieja Bárbara Roloffin, que dijo que el señor Lütkens y su esposa se arrepentirían amargamente de la injusticia que le hacían.

Poco tiempo después, dicho señor Lütkens vio destruidas sus esperanzas y convertidas en profundo pesar, al ver que su esposa daba a luz, en vez del niño que había anunciado Bárbara Roloffin, un horrible monstruo, con la piel de color oscura, dos cuernos, ojos saltones y grandísimos, nariz pequeña, boca enorme, lengua blancuzca y cuello escasísimo. La cabeza quedaba entre los hombros, el cuerpo era hinchado y rugoso, los brazos apenas si llegaban a sus riñones y tenía muslos largos y flacos.
El señor Lütkens gemía y se lamentaba:

—¡Justo cielo! —decía—. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Podrá este niño seguir jamás las huellas de su padre? ¿Se ha visto alguna vez un consejero con la piel oscura y dos cuernos en la cabeza?
El extranjero consolaba al pobre señor Lütkens lo mejor que podía.
—Una buena educación —decía— puede mucho.

A pesar de la forma y figura del recién nacido, que podrían considerarse heterodoxas, aseguraba que los grandes ojos miraban con gran inteligencia y que en su frente, entre los cuernos, había espacio para una buena dosis de sabiduría. Si el niño no podía llegar a ser consejero, llegaría a ser un gran sabio, a quien no le afectaría la fealdad; sino, por el contrario, le haría más estimado.

Era muy natural que en su interior el señor Lütkens atribuyese su desgracia a la vieja Bárbara Roloffin, sobre todo cuando se enteró de que, durante el parto de su esposa, estuvo sentada en el umbral de la casa. Además, la señora Lütkens le aseguraba llorando que, durante los dolores, siempre había tenido presente el odioso rostro de Bárbara Roloffin, sin poder librarse de esta visión. Poco fundamento tenían las sospechas del señor Lütkens para motivar una acusación. Pero quiso el cielo que, poco tiempo después, se descubriesen todos los crímenes de la vieja.

Sucedió que pasados algunos días, a eso del mediodía, se desencadenó una tormenta, acompañada de un viento tempestuoso. Las personas que transitaban por las calles vieron cómo Bárbara Roloffin, que acudía a un parto, era llevada por los aires, pasando por encima de techos y campanarios, siendo después hallada indemne en una pradera de las inmediaciones de Berlín.

Desde entonces ya no se dudó más de las artes maléficas de la vieja Bárbara Roloffin. El señor Lütkens presentó su denuncia y la vieja fue encarcelada.

Al principio negó obstinadamente todo, hasta que, al aplicarle tormento, no pudiendo resistir los dolores, confesó que estaba en tratos con Satanás desde hacía tiempo y que ejercía las artes maléficas. También dijo que había embrujado a la señora de Lütkens y sustituido con un monstruo horrible al niño que llevaba en su seno, y que en otra ocasión, con otras dos brujas de Blumberg, a las que hacía poco el galán diabólico ahogó, había dado muerte y hervido a varios niños cristianos para provocar la carestía en el país. La sentencia que los jueces pronunciaron contra ella y que no se hizo esperar, fue la de ser quemada viva en la plaza del Mercado Nuevo.

Cuando llegó el día de la ejecución, condujeron a la vieja Bárbara, entre una inmensa multitud, a la plaza y la hicieron subir donde estaba preparada la hoguera. Ordenáronle que se quitase las hermosas pieles que llevaba, lo que se negó a hacer, y tanto insistió que los corchetes se vieron obligados a atarla al poste vestida tal cual estaba.

Ya se había pegado fuego a la hoguera por los cuatro costados cuando se vio al extranjero que, como un gigante por encima de toda la multitud, lanzaba hacia la vieja fulgurantes miradas.
Densas nubes de humo se iban ya levantando y las llamas comenzaban a prender en el vestido de la mujer, cuando ésta, con voz estridente y terrible, gritó:

—¡Satanás..., Satanás... cumple el pacto que hemos firmado! ¡Socórreme, Satanás, socórreme! ¡Todavía no ha concluido mi tiempo!

De repente, el extranjero desapareció y, del lugar que ocupaba, salió un enorme y negro murciélago, que con gran ruido se lanzó entre las llamas, remontándose en seguida por los aires con el vestido de pieles de la vieja, mientras la hoguera, derrumbándose con estrépito, se apagaba.

El pueblo estaba poseído de terror y de espanto. Todos veían claro ahora que el magnífico extranjero no era otro que el diablo en persona, que pensaba ejercer sus malas artes entre los vecinos de Berlín, por haberse portado durante tanto tiempo con tanta benevolencia y piedad, y que esto había llegado a tal extremo que incluso engañó al consejero Lütkens con sus mañas infernales y a otros muchos hombres sabios y damas inteligentes.

¡Tan grande es el poder del demonio que sólo la gracia divina puede protegernos de sus malignos lazos!


Un baile de máscaras. Alejandro Dumas (1802-1870)

Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna. Mi criado me anunció al señor Antony R... Descubrí, detrás de la librea de José, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:

-¡Muy bien! Que entre -dije en alta voz.
¡Que se vaya al diablo!, dije en voz baja.

Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de algún modo en el fondo de lo que se hace. Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron éstas:

-¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?
-¡Oh! Dejadme respirar -dijo-. Voy a contároslo; pero, ¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.

Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus manos. Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriolé: nada comprendía de aquello. Él vio mi sorpresa.

-He estado en el cementerio del Pére-Lachaise -me dijo.
-¿A las diez de la mañana?
-Estaba allí a las siete... ¡Maldito baile de máscaras!

Yo no podía adivinar la relación que podía tener un baile de máscaras con el Pére-Lachaise. Así es que me resigné, y volviendo la espalda a la chimenea, empecé a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la flema y paciencia de un español. Cuando terminé de hacerlo, se lo ofrecí a Antony, el cual sabía yo que de ordinario agradecía mucho esta clase de atención. Me hizo un signo de agradecimiento, pero rechazó mi mano. Por mi parte, me incliné a fin de encender el cigarrillo: Antony me detuvo.

-Alejandro -me dijo-, escuchadme: os lo ruego.
-Pero si hace un cuarto de hora que estáis aquí y no me decís nada.
-¡Oh! ¡Es una aventura muy rara!
Me enderecé, puse mi cigarro sobre la chimenea y me crucé de brazos como un hombre resignado; únicamente que empezaba a creer como él que muy bien podía haberse vuelto loco.
-¿Os acordáis de aquel baile de la Ópera, en que os encontré? -me dijo, después de un instante de silencio.
-¿El último, en el que había a lo más doscientas personas?
-Ese mismo. Os dejé con la intención de irme al de Variedades, del cual me habían hablado como cosa curiosa en medio de nuestra curiosa época: usted quiso disuadirme de que fuese; la fatalidad me empujaba a aquel sitio. ¡Oh! ¿Por qué no ha visto usted aquello; usted, dedicado a describir las costumbres? ¿Por qué Hoffman o Callot no estaban allí para pintar aquel cuadro fantástico y burlesco a la par que se desarrolló ante mis ojos? Acababa de dejar la Ópera vacía y triste y encontré una sala llena y gozosa: corredores, palcos, plateas, todo estaba lleno.

Di una vuelta por el salón: veinte máscaras me llamaron por mi nombre y me dijeron el suyo. Eran celebridades aristocráticas o financieras bajo innobles disfraces de pierrots, de postillones, de payasos o de verduleras. Eran todos jóvenes de nombre, de corazón, de mérito; y allí, olvidando familia, artes y política, reedificaban una tertulia del tiempo de la Regencia en medio de nuestra época grave y severa. ¡Ya me lo habían dicho y, sin embargo, yo no había querido creerlo! Subí algunas gradas, y, apoyándome sobre una columna, y medio escondido por ella, fijé los ojos en aquella ola de criaturas humanas que se movían a mis pies. Aquellos dominós de todos los colores, aquellos vestidos pintorreados y aquellos grotescos disfraces, formaban un espectáculo que no tenía semejanza con nada humano. La música empezó a tocar. ¡Oh! Entonces fue ella. Aquellas extrañas criaturas se agitaron al son de aquella orquesta cuya armonía llegaba a mis oídos en medio de gritos, de risas y de algazara; se cogieron unos a otros por las manos, por los brazos, por el cuello: se formó un gran círculo, empezando entonces un movimiento circular; bailadores y bailadoras pateando, haciendo levantar con ruido un polvo cuyos átomos hacía visibles la pálida luz de las arañas; dando vueltas con velocidad creciente y con extrañas posturas, con gestos obscenos, con gritos desordenados: dando vueltas cada vez con más rapidez, tirados por tierra como hombres borrachos, dando alaridos como mujeres perdidas, con más delirio que alegría, con más rabia que placer: semejantes a una cadena de condenados que hubiesen cumplido, bajo el látigo de los demonios, una penitencia infernal. Aquello ocurría en mi presencia y a mis pies. Sentía el viento que producían en su carrera: cada uno de los que me conocía me decía, al pasar, alguna palabra que me hacía enrojecer. Todo aquel ruido, todo aquel murmullo, toda aquella confusión, toda aquella música, estaban en mis oídos como en la sala. Muy pronto llegué a no saber si lo que tenia ante mis ojos era sueño o realidad; llegué a preguntarme si no era yo el insensato y ellos los razonables: se apoderaban de mí extrañas tentaciones de arrojarme en medio de aquella bacanal, como Fausto a través de las regiones infernales, y sentí entonces que tendría gritos, gestos, posturas y risas como las suyas. ¡Oh! De aquello a la locura no hay más que un paso. Quedé asombrado y me lancé fuera de la sala, perseguido hasta la puerta de la calle por aullidos que parecían aquellos rugidos de amor que salen de la caverna de las bestias feroces.

Me detuve un instante bajo el pórtico para tranquilizarme. No quería aventurarme en la calle lleno mi espíritu de tanta confusión: es muy fácil que no hubiese conocido el camino: es muy fácil que hubiese sido atropellado por un coche sin quererlo yo mismo. Me encontraba en ese estado en que se encuentra un hombre borracho que empieza a recobrar la razón suficiente en su cerebro ofuscado para darse cuenta de su estado y que, sintiendo que recobra la voluntad, pero no aún el poder, se apoya, inmóvil, con los ojos fijos y extraviados, contra un poyo de la calle o contra un árbol de un paseo público. En este momento, un coche se detuvo ante la puerta: una mujer salió de su puertecilla o, más bien, se precipitó fuera de ella.

Entró bajo el peristilo, volviendo la cabeza a derecha e izquierda como una persona perdida. Vestía un dominó negro y tenía la cara cubierta con un antifaz de terciopelo. Llegó hasta la puerta.
-¿Vuestro billete? -le dijo el portero.
-¿Mi billete? -respondió ella-. No lo tengo.
-Pues, entonces, tomadlo en la taquilla.
La mujer del dominó volvió bajo el peristilo, registrando vivamente todos sus bolsillos.
-¡No traigo dinero! -exclamó-. ¡Ah! Este anillo... Un billete de entrada por este anillo -dijo ella.
-Imposible -respondió la mujer que vendía los billetes-; no hacemos negocios de ese género.
Y rechazó el brillante, que cayó a tierra y rodó hacia mi lado.
La mujer del dominó permaneció inmóvil, olvidando el anillo y abismada, sin duda, en algún pensamiento.
Yo recogí el anillo y se lo presenté.
Vi, a través de su antifaz, que sus ojos se fijaban en los míos; me miró un instante con indecisión. Después, de repente, pasando su brazo alrededor del mío:
-Es necesario que me paguéis la entrada -me dijo-. ¡Por piedad, es necesario!
-Yo salía ya, señora -le dije.
-Entonces dadme seis francos por este anillo, y me habréis hecho un servicio por el que os bendeciré toda mi vida.

Volví a poner el anillo en su dedo; fui a la taquilla y tomé dos billetes. Entramos juntos. Una vez llegados al corredor, sentí que vacilaba. Formó entonces con su segundo brazo una especie de anillo alrededor del mío.

-¿Sufrís? -le dije.
-No, no: esto no es nada -repuso ella-. Un desvanecimiento: eso es todo

Y me condujo hacia el salón. Entramos en aquel gozoso Charenton. Tres veces dimos la vuelta abriéndonos paso con gran pena por entre aquella multitud de máscaras que se empujaban las unas a las otras: ella, estremeciéndose a cada palabra obscena que escuchaba; yo, avergonzado de que me viesen dando el brazo a una mujer que se atrevía a escuchar tales palabras. Después nos volvimos al extremo del salón. Ella se dejó caer sobre un banco. Yo permanecí de pie ante ella, con la mano apoyada en el respaldo de su asiento.

-¡Oh! Esto debe pareceros muy extravagante -me dijo-: pero no más que a mí: os lo juro. Yo no tenía idea alguna de esto -miraba al baile-, pues ni aun en sueños he podido ver tales cosas. Pero, vea usted, me han escrito que estaría aquí con una mujer. Y ¿qué mujer será esa que se atreve a venir a un sitio semejante?
Yo hice un gesto de asombro; ella lo comprendió.
-Quiere usted decir que yo también estoy aquí, ¿no es verdad? ¡Oh! pero ya es otra cosa: yo lo busco, yo soy su mujer. Estas gentes vienen aquí impulsadas por la locura y el libertinaje. ¡Oh! Pero yo vengo por celos infernales. Hubiera ido a buscarle a cualquier parte: por la noche, a un cementerio, hubiera ido a Greve el día de una ejecución, y, sin embargo, os lo juro, cuando era joven, no he salido ni una sola vez a la calle sin mi madre. Mujer ya, no he dado un paso fuera de casa sin ir seguida de un lacayo; y, sin embargo, heme aquí, como todas estas mujeres perdidas: heme aquí dando el brazo a un hombre a quien no conozco, enrojeciendo, bajo mi antifaz, de la opinión que de mí habéis podido formaros. ¡Yo comprendo todo esto!... Caballero, ¿habéis estado alguna vez celoso?

-Atrozmente -respondí.
-Entonces, seguramente que me perdonáis y que lo comprendéis todo. Conocéis aquella voz que os grita, como si lo hiciese a la oreja de un insensato: "¡Ve!". Conocéis el brazo que, como el de la fatalidad, os empuja a la vergüenza y al crimen. Sabéis ya que en tales momentos uno es capaz de todo, con tal que pueda vengarse.
Iba a responderle; pero se levantó de repente con la mirada fija en dos dominós que pasaban en aquel momento ante nosotros.
-¡Callaos! -me dijo.
Y me arrastró en su persecución.

Yo estaba metido en una intriga de la que no comprendía nada; sentía vibrar todas sus cuerdas y ninguna me la hacía comprender; pero aquella pobre mujer parecía tan agitada que estaba verdaderamente interesante. Tan imperiosa es una pasión verdadera, que obedecí como un niño, y nos pusimos en persecución de las dos máscaras, de las que la una era evidentemente un hombre y la otra una mujer. Hablaban a media voz; sus palabras apenas llegaban a nuestros oídos.

-¡Es él! -murmuraba ella-. Es su voz. Sí, sí, es su estatura...
El más alto de los dos que vestían dominó empezó a reírse.
-¡Es su risa! -dijo ella-. ¡Es él, señor, es él! La carta decía la verdad. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!

Sin embargo, las máscaras avanzaban y nosotros salimos detrás de ellas. Tomaron la escalera de los palcos, y nosotros la subimos en su persecución. No se detuvieron hasta que llegaron a la de la gran bóveda: nosotros parecíamos sus dos sombras. Un pequeño palco enrejado se abrió; entraron en él y la puerta se cerró tras ellos. La pobre criatura que yo llevaba del brazo me asustaba con su agitación: no podía ver su cara; pero, apretada contra mí como estaba, sentía latir su corazón, temblar su cuerpo y estremecerse sus miembros. Había algo de extraño en la manera como llegaban a mí los sufrimientos inauditos cuyo espectáculo se desarrollaba ante mis ojos, cuya víctima no conocía y cuya causa ignoraba por completo. Sin embargo, por nada del mundo hubiese abandonado a aquella mujer en semejante momento.

Cuando ella vio a las dos máscaras entrar en el palco y el palco cerrarse tras ellos, permaneció un momento inmóvil y como herida de un rayo. Después se abalanzó sobre la puerta para escuchar. Colocada como estaba, el menor movimiento denunciaba su presencia y la perdía: yo la tomé violentamente por el brazo, abrí el pestillo del palco contiguo, la arrastré allí conmigo, eché la cortina y cerré la puerta.

-Si queréis escuchar -le dije-, hacedlo de aquí al menos.
Ella se dejó caer sobre una rodilla y aproximó la oreja al tabique, y yo me mantuve de pie al lado opuesto, con los brazos cruzados, cabizbajo y pensativo. Todo lo que yo había visto de aquella mujer me había hecho creer que era un verdadero tipo de belleza. La parte baja de su cara, que no ocultaba el antifaz, era fresca, aterciopelada y llena; sus labios rojos y finos; sus dientes, a los que el terciopelo que llegaba hasta ellos hacía parecer más blancos, pequeños, separados y brillantes; su mano parecía un modelo; su talle podía abrazarse con las manos; sus cabellos negros, sedosos, se escapaban con profusión de la cofia de su dominó, y su pequeño pie, que apenas se dejaba ver fuera de la bata, parecía no poder apenas sostener aquel cuerpo, ligero, gracioso y aéreo. ¡Oh! ¡Debía ser una maravillosa criatura! ¡Oh, el que la hubiese tenido en sus brazos, el que hubiese visto todas las facultades de aquella alma empleadas en amarle, el que hubiese sentido sobre su corazón aquellas palpitaciones, aquellos estremecimientos, aquellos espasmos neurálgicos, y el que hubiese podido decir: "¡Todo esto, todo esto, es producido por el amor que por mí siente; por el amor que tiene para mí solo entre todos los hombres y es el ángel para mi predestinado!" ¡Oh! ¡Este hombre... este hombre...!

Estos eran mis pensamientos, cuando de repente vi a aquella mujer levantarse, volverse hacia mí y decirme con voz entrecortada y furiosa:

-Caballero, soy hermosa: os lo juro. Soy joven, pues tengo diez y nueve años. Hasta ahora, he sido pura como el ángel de la creación. Pues bien...-echó sus brazos a mi cuello- pues, bien: soy vuestra... ¡Tomadme!...

En el mismo instante sentí sus labios pegarse a los míos, y la impresión de un mordisco, más bien que la de un beso, corrió por todo su cuerpo tembloroso y enloquecido por la pasión: una nube de fuego pasó por mis ojos. Diez minutos después, la tenía entre mis brazos, desmayada, medio muerta, sollozando.

Poco a poco volvió en si. Yo distinguía, a través de su antifaz, sus ojos extraviados; vi la parte inferior de su cara pálida, vi que sus dientes chocaban unos con otros, como si estuviese poseída de un temblor febril. Toda esta escena se presenta aún ante mi vista. Recordó lo que acababa de pasar y cayó a mis pies.

-Si os inspiro alguna compasión, me dijo sollozando, alguna piedad, no fijéis en mí vuestros ojos, no procuréis nunca reconocerme: dejadme marchar y olvidadlo todo. ¡Ya me acordaré yo de ello por los dos!
A estas palabras se levantó, rápida como el pensamiento que huye de nosotros; se abalanzó hacia la puerta, la abrió, y, volviéndose aún una vez, me dijo:
-¡Caballero, no me sigáis; en nombre del Cielo, no me sigáis!
La puerta, empujada con violencia, se cerró entre mí y ella, ocultándomela como una aparición. ¡No he vuelto a verla!

No he vuelto a verla! Y en los diez meses que han pasado desde entonces la he buscado por todas partes, en los bailes, en los espectáculos, en los paseos. Cuantas veces veía de lejos una mujer de fino talle, de pie pequeño y de cabellos negros, la seguía, me aproximaba a ella, la miraba de frente, esperando que su rubor la descubriese. ¡En ninguna parte la he vuelto a encontrar; en ninguna parte la he vuelto a ver... nada más que en mis noches de insomnio y en mis sueños! ¡Oh! Entonces ella volvía a venir allí; allí la sentía, sentía sus abrazos, sus mordiscos, sus caricias tan ardientes, que tenían algo de infernal; después, el antifaz caía, y la cara más extraña se presentaba a mis ojos, ya velada, como si estuviese cubierta por una nube; ya brillante, como rodeada de una aureola; ya pálida, con el cráneo blanco y pelado, con las órbitas de los ojos vacías, y con los dientes vacilantes y raros. En fin, que desde aquella noche no he vivido, abrasado de un amor insensato por una mujer a quien no conocía, esperando siempre y siempre engañado en mis esperanzas, celoso sin tener el derecho de serlo, sin saber de quién debía estarlo, sin atreverme a manifestar a nadie tamaña locura, y, sin embargo, perseguido , acabado, consumido y devorado por ella.

Al acabar estas palabras, sacó una carta de su pecho.
-Ahora que te lo he contado todo, toma esta carta y léela -me dijo. La tomé y leí:
Acaso hayáis olvidado a una pobre mujer que no ha olvidado nada y que muere porque no puede olvidar. Cuando recibáis esta carta ya habré dejado de existir. Entonces, id al cementerio del Pére-Lachaise, decid al conserje que os enseñe, de las últimas tumbas, una que llevará sobre su piedra funeraria el sencillo nombre de María, y cuando estéis en presencia de esta tumba arrodillaos y rezad.

-Pues bien -continuó Antony-; he recibido esta carta ayer y he estado allí esta mañana. El conserje me condujo a la tumba y he permanecido ante ella dos horas, arrodillado, rezando y llorando. ¿Comprendes? ¡Aquella mujer estaba allí!... ¡Su alma ardiente había volado; su cuerpo, consumido por ella, se había doblado hasta romperse bajo el peso de los celos y de los remordimientos! ¡Estaba allí, a mis pies, y había vivido y muerto desconocida para mí, desconocida... y ocupando un lugar en mi vida como lo ocupa en la tumba; desconocida... y encerrando en mi corazón un cadáver frío e inanimado como el que se había depositado en el sepulcro! ¡Oh! ¿Conoces cosa alguna semejante? ¿Has oído algún acontecimiento tan extraño? Así es que ahora, adiós mis esperanzas, pues jamás volveré a verla. Cavaría su fosa y no podría encontrar ya allí los restos con que poder recomponer su cara. ¡Y continúo amándola! ¿Comprendes, Alejandro? La amo como un insensato; y me mataría al momento para unirme a ella si no supiese que ha de permanecer desconocida para mí en la eternidad, como lo ha sido en este mundo.

A estas palabras, me quitó la carta de las manos, la besó varias veces y se puso a llorar como un niño.

Yo lo abracé, y, no sabiendo qué responderle, lloré con él.


Bárbara de la casa de Grebe. Thomas Hardy (1840-1928)

Aparentemente fue una idea, más que la pasión, lo que hizo que Lord Uplandtowers se decidiera a conquistarla. Nadie supo nunca en qué momento tomó tal resolución ni de dónde sacó aquella seguridad en su éxito, sobre todo cuando la aversión que ella sentía por él era más que manifiesta. Posiblemente no fue hasta después de aquel primer acto importante de la vida de ella, que en seguida mencionaré. La elaborada y cínica tenacidad que Uplandtowers poseía a los diecinueve años –cuando, por lo general, los impulsos se imponen a los cálculos– era más que considerable, y podía ser producto tanto del hecho de haber heredado el condado y los honores locales que lo acompañaban siendo un niño como del carácter de la familia; un encumbramiento que, por decirlo de alguna manera, lo empujó a la madurez sin haber conocido la adolescencia. Sólo tenía doce años cuando su padre, el cuarto conde, murió tras una cura de las aguas de Bath.

Sin embargo, el carácter de la familia tenía mucho que ver con aquello. La determinación era algo hereditario en los portadores de este escudo de armas; unas veces para bien y otras para mal. Las mansiones de las dos familias estaban separadas por unas diez millas, que se podían salvar fácilmente gracias al –ahora ya viejo, entonces nuevo– camino real que unía Havenpool y Warborne con la ciudad de Melchester; camino que, si bien es sólo una ramificación de lo que se conocía como la Gran Carretera Occidental, es probablemente,, incluso ahora –como lo ha venido siendo durante los últimos cien años–, uno de los mejores ejemplos de suelo macadamizado que se pueden encontrar en Inglaterra.

La mansión del conde, al igual que la de su vecino, el padre de Bárbara, estaba aproximadamente a una milla del camino real, con el que cada mansión estaba enlazada por una calzada ordinaria y una caseta. Era precisamente por esta carretera por donde el joven conde, cierta noche navideña, unos veinte años antes del final del siglo pasado, iba en coche de caballos para asistir a un baile en Chene Manor, el hogar de Bárbara y sus padres, sir John y lady Grebe. El título de baronet de sir John había sido creado pocos años antes de que estallara la guerra civil, y sus propiedades eran aun más extensas que las de lord Uplandtowers, y comprendían aquella casa solariega de Chene, otra en la costa cercana, la mitad del municipio de Cockdene y tierras bien cercadas en varias parroquias más, principalmente en Warborne y las adyacentes. En esta época Bárbara tenía diecisiete años recién cumplidos, y el baile es la primera ocasión –de que tengamos noticias– en que Lord Uplandtowers trató de entablar relaciones amorosas con ella; fue bastante pronto. Dios es testigo.

Se dice que un íntimo amigo suyo (uno de los Drenkhard) había almorzado aquel día con él, y que lord Uplandtowers, sorprendentemente, le había comunicado a su invitado los secretos designios de su corazón.

–Jamás la conseguiréis: seguro; ¡jamás la conseguiréis! –le había dicho este amigo al despedirse–. Ella no está enamorada de vos: y en cuanto a que pueda pensar que sois un buen partido, bueno, os diré que es menos calculadora que un pajarillo.
–Ya veremos –dijo lord Uplandtowers sin inmutarse.

Sin duda, mientras avanzaba por la carretera en su carroza, pensaba en el vaticinio de su amigo; pero el escultural reposo de su perfil sobre la mano derecha, dibujado contra la luz del sol que ya se ocultaba, le habría mostrado a éste que la serenidad del conde permanecía inalterada. Llegó a la solitaria taberna del camino que respondía al nombre de Posada Lornton: el lugar de cita de muchos y osados cazadores furtivos que operaban en el bosque adyacente, y Uplandtowers, de haberse molestado en mirar, podría haber observado que delante de la posada había parada una silla de posta extraña. Pero, naturalmente, pasó a toda velocidad junto a ella, y media hora más tarde atravesaba la pequeña aldea de Warborne. Más adelante, a una milla, estaba la casa de su anfitrión.

En aquellos tiempos era un edificio imponente (o, mejor dicho, un conjunto de edificios), tan amplio como la propia residencia del conde, aunque mucho menos uniforme. Una de las alas era extremadamente antigua, con enormes chimeneas cuyos cimientos sobresalían de los muros exteriores a manera de torres; y con una cocina de vastas dimensiones, en la que (se decía) se le habían preparado los desayunos a Juan de Gante. No había entrado todavía en el patio cuando ya pudo oír el sonido de las trompas y de los clarinetes franceses, los instrumentos favoritos de la época para aquella clase de festejos. Al entrar en el gran salón, donde lady Grebe acababa de abrir el baile con un minué –siguiendo la tradición de empezar a las siete en punto–, fue bienvenido con una recepción digna de su rango, e inmediatamente miró a su alrededor en busca de Bárbara. No estaba bailando, y parecía estar preocupada; casi, efectivamente, como si hubiera estado esperándole a él. Bárbara, por aquel entonces, era una muchacha bonita y bondadosa, que nunca hablaba mal de nadie y que detestaba lo menos posible a las demás mujeres bonitas. No rehusó la invitación de Uplandtowers para la contradanza que vino después, y también fue su pareja en la siguiente.

La velada transcurría lentamente, y las trompas y los clarinetes sonaban con alegría. Bárbara no mostraba por su enamorado ni una clara preferencia ni aversión; pero unos ojos viejos habrían visto que pensaba en algo insistentemente. Sin embargo, después de la cena declaró que tenía dolor de cabeza y desapareció. Lord Uplandtowers, para hacer pasar el tiempo mientras durara la ausencia de Bárbara, se fue a una pequeña habitación, contigua al inmenso salón, en la que algunas personas de edad estaban sentadas junto al fuego (a Uplandtowers le desagradaba profundamente la idea de bailar por bailar), y levantando las cortinas de la ventana, echó una mirada al exterior, al parque y al bosque, que ahora estaban tan oscuros como una cueva. Parecía que algunos invitados se estaban marchando ya –tan pronto–, pues pudo ver dos luces que salían por el portón y desaparecían, después, en la lejanía.

La dueña de la casa se asomó a la habitación en busca de parejas para las damas, y lord Uplandtowers salió de allí. Lady Grebe le dijo que Bárbara no había regresado al salón de baile: no podía más y se había ido a la cama.

–Ha estado todo el día tan excitada con el baile –prosiguió la madre– que ya me temía yo que se fuera a agotar en seguida... Pero no iréis a marcharos va, ¿verdad, lord Uplandtowers?

Uplandtowers dijo que ya eran cerca de las doce y que algunos invitados se habían marchado ya.

–Os aseguro que todavía no se ha ido nadie –protestó lady Grebe.

El conde, para complacerla, se quedó hasta la medianoche y entonces partió. Su cortejo no había progresado; pero había comprobado por sí mismo que Bárbara no tenía preferencias por ningún otro invitado, y casi toda la gente de los contornos había estado allí.

–Es sólo cuestión de tiempo –se dijo el tranquilo y joven filósofo.
A la mañana siguiente se quedó en la cama hasta cerca de las diez, y entonces se levantó y se dispuso a bajar; cuando tan sólo se había asomado a la escalera oyó un ruido de cascos sobre el empedrado, en el exterior; unos segundos después se abrió la puerta y, en el momento en que Uplandtowers ponía los pies, sobre el último peldaño, sir John Grebe apareció en el vestíbulo.

–Señor mío, ¿dónde está Bárbara, mi hija?
El conde de Uplandtowers no pudo ocultar su estupor.
–¿Qué sucede, querido sir John? –dijo.

La noticia era, en efecto, alarmante. Lord Uplandtowers dedujo de la desarticulada explicación del baronet que, después de su marcha y de la de los demás invitados, sir John y lady Grebe se habían retirado a descansar sin volver a ver a Bárbara; habían supuesto, lógicamente, que cuando mandó aviso de que no podría reunirse de nuevo con los invitados se había ido a acostar definitivamente. Antes le había dicho a su doncella que podía pasarse sin sus servicios aquella noche, y había evidencias suficientes para demostrar que la joven no se había acostado en toda la noche, pues la cama permanecía intacta. Las circunstancias parecían probar que la embustera muchacha había fingido estar indispuesta con el fin de tener un pretexto para abandonar el salón de baile, y que en el espacio de diez minutos había abandonado la casa: era de presumir que durante el primer baile de después de la cena.

–Yo la vi marcharse –dijo lord Uplandtowers.
–¡Qué diablos! ¿La visteis? –dijo sir John.
–Sí. –Y Uplandtowers mencionó las luces del carruaje alejándose, y cómo lady Grebe le había asegurado que ningún invitado se había marchado todavía.
–¡Así fue, sin duda! –dijo el padre–. Pero no se ha ido sola, ¿sabéis?
–Ah... ¿y quién es el joven?
–Sólo puedo hacer cabalas. Mi mayor temor es el de la suposición más plausible. Y no diré más.
Pensé (aunque no lo creía) que tal vez fuerais vos el pecador. ¡Ojalá lo hubierais sido! ¡Pero es el otro, Dios mío! ¡Tengo que ir tras ellos!
–¿De quién sospecháis?

Sir John no quería dar nombres, y lord Uplandtowers, más estupefacto que agitado, le acompañó de vuelta a Chene. Preguntó de nuevo hacia quién iban dirigidas las sospechas del baronet, y el impulsivo sir John no era contrincante para la insistencia de Uplandtowers. Por fin dijo:

–Me temo que es Edmond Willowes.
–¿Y quién es Willowes?
–Un muchacho de Shottsford-Forum... el hijo de una viuda –dijo sir John, y le explicó que el padre o el abuelo de Willowes había sido el último de los antiguos pintores de vidrios de aquel lugar, en el que (como tal vez sepan ustedes) dicho arte siguió practicándose cuando ya había desaparecido en el resto de Inglaterra.
–¡Por Dios, eso ya es más grave! ¡Mucho más grave! –dijo lord Uplandtowers, encogiéndose en el interior de la silla de posta con gran desesperación.

Se enviaron emisarios en todas direcciones; uno fue por la carretera de Melchester, otro a Shottsford-Forum, otro hacia la costa. Pero los enamorados tenían una ventaja de diez horas, y todo parecía haber sido inteligentemente planeado: habían elegido para la fuga la noche precisa en que el paso de un carruaje extraño no sería advertido, ni en el parque ni en la cercana carretera principal, a causa del general despliegue de vehículos. La silla de posta que había sido vista, aguardando, delante de la Posada Lornton era, sin duda, la misma que habían utilizado los enamorados para escapar; y las dos cabezas que tan ingeniosamente lo habían planeado todo hasta aquí ya habrían contraído, probablemente, matrimonio a estas horas. Los temores de los padres se vieron confirmados. Una carta de Bárbara, traída por un mensajero especial la noche de aquel día, les comunicaba brevemente que ella y su enamorado estaban en camino hacia Londres y que antes de que aquella misiva llegara a casa de Bárbara los dos estarían ya unidos como marido y mujer. Había dado aquel paso definitivo porque amaba a su querido Edmond como no podría amar a ningún otro hombre y porque había visto cernirse sobre su cabeza la amenaza de una boda con lord Uplandtowers, y sólo podía eludir este aterrador destino haciendo lo que había hecho. Había meditado ya bien el paso que iba a dar, y estaba dispuesta a vivir como la esposa de un aldeano cualquiera en el caso de que su padre la repudiara por su acción.

–¡Maldita sea! –dijo lord Uplandtowers cuando regresaba a su casa aquella noche–. ¡Maldita sea por idiota! –Lo cual demuestra qué tipo de amor sentía por ella.

Bien; sir John ya había emprendido la persecución de los enamorados como si se tratara de un deber: como un loco había ido hasta Melchester, y desde allí, por la carretera directa, hasta la capital. Pero pronto se dio cuenta de que aquello no conducía a nada; y poco después, al descubrir que la boda ya se había celebrado, desechó todo intento de remover la ciudad en busca de ellos y regresó para sentarse junto a su dama y digerir el suceso lo mejor posible. Acusar a aquel Willowes del rapto de nuestra heredera era algo que, posiblemente, estaba en su poder; pero, al reflexionar sobre los hechos –ya inalterables–, renunciaron a cualquier tipo de violenta represalia. Pasaron unas seis semanas, tiempo durante el cual los padres de Bárbara, a pesar de que sentían profundamente su pérdida, no mantuvieron ningún contacto con la descarriada, ni para hacerle reproches ni para perdonarla. Siguieron pensando que ella misma se había buscado aquella desgracia; pues, aunque el joven era un hombre honrado e hijo de un padre honrado, éste había muerto muy pronto, y su viuda había tenido que luchar tanto para mantenerse que el hijo había sido educado de manera muy imperfecta. Por otra parte, su sangre –que ellos supieran– no tenía ningún elemento de distinción, mientras que la de Bárbara, por el lado materno, estaba compuesta de los mejores jugos de la destilación de una rancia baronía, y tenía tintes de Maudeville, Mohun, Syward, Peverell, Culliford, Talbot, Plantagenet, York, Lancaster y Dios sabe qué más; y echarlos a perder era una verdadera lástima.

El padre y la madre se sentaban al lado de la chimenea –sobre la que se abría un arco Tudor que llevaba en sus riñones los escudos de la familia– y se lamentaban en voz alta (la dama más que sir John).

–¡Y pensar que iba a sucedernos esto en nuestra vejez! –decía él.
–¡Os referiréis a vos! –le interrumpía ella entre sollozos–. ¡Yo sólo tengo cuarenta y un años!...
¿Por qué no cabalgasteis más rápido y los alcanzasteis?

Mientras tanto, los jóvenes y enamorados esposos, sin importarles su sangre más que el agua de fregar los platos, eran intensamente felices... es decir, felices dentro de la escala descendente que, como todos sabemos, Dios, con su sabiduría, les ha destinado a estos casos de atolondramiento; es decir, la primera semana estuvieron en el séptimo cielo, la segunda en el sexto, la tercera semana fue moderada, la cuarta reflexiva, etc.; el corazón de un enamorado después de la posesión es comparable a la tierra en sus fases geológicas, tal y como nos lo ha descrito, a veces, nuestro valioso presidente: primero un carbón ardiente, luego uno templado, luego un tibio rescoldo, luego uno frío... no iremos más allá con el símil. En resumen, un día llegó a manos de sir John y de lady Grebe una carta sellada con el propio sello de su hija y, al abrirla, se encontraron con que contenía una llamada de la joven pareja a sir John pidiéndole que los perdonara por lo que habían hecho y añadían que si así lo hacía caerían de rodillas al suelo y serían los hijos más obedientes del mundo en el futuro.

Sir John y su esposa, entonces, volvieron a sentarse al lado de la chimenea del arco Tudor y examinaron y leyeron una y otra vez, la carta. Sir John Grebe, si ha de decirse la verdad, quería la felicidad de su hija mucho más, pobre hombre, de lo que quería a sus apellidos y a su linaje; volvieron a su memoria las delicadas formas de Bárbara, dejó escapar un suspiro y, por entonces ya hecho a la idea del matrimonio, dijo que no se podía deshacer lo que ya estaba hecho y que suponía que no debían ser demasiado rigurosos con ella. Tal vez; Bárbara y su marido estuvieran realmente en apuros, ¿y cómo iban a permitir que su única hija se muriera de hambre? Habían recibido un ligero consuelo de manera un tanto inesperada. A través de personas dignas de crédito se habían enterado de que un antepasado del plebeyo Willowes habíase visto honrado, en una ocasión, por su boda con un vástago de la aristocracia que previamente se había arruinado. En fin, tal es la estupidez de los padres distinguidos –y a veces la de los demás también– que aquel mismo día escribieron a la dirección que Bárbara les había dado comunicándole que podía volver a casa y traer a su marido consigo; no tendrían reparo en verle, no le harían reproches a ella, y se esforzarían en darles a ambos la bienvenida y en buscar con ellos la mejor manera de solucionar su futuro.

Tres o cuatro días más tarde una silla de posta, más bien destartalada, se acercó a la puerta de la casa de Chene Manor, y el bondadoso baronet y su esposa, al oír el ruido que hacía, salieron corriendo como si fueran a recibir a un príncipe y a una princesa de alcurnia. No cabían en sí de gozo de ver volver, sana y salva, a la hija descarriada... aunque ya sólo fuera la señora Willowes, mujer de Edmond Willowes de Ninguna Parte. Bárbara derramó lágrimas de penitencia y los dos, marido y mujer, se mostraron bastante contritos; y ya podían hacerlo, considerando que no tenían ni una guinea que pudieran llamar suya. Cuando los cuatro se hubieron serenado, y sin que a la pareja se le hubiese dirigido una sola palabra de rencor, hablaron juiciosamente de la situación; el joven Willowes se sentó al fondo de la habitación, con gran modestia, hasta que lady Grebe, en tono nada frío, le invitó a acercarse.

–¡Qué guapo es! –se dijo a sí misma–. No me extraña que Bárbara haya perdido la cabeza por él.
Era, en efecto, uno de los hombres más guapos que jamás posaron los labios en los de doncella alguna. Una chaqueta azul, un chaleco granate y unos pantalones grisáceos realzaban una figura que difícilmente podía ser superada. Tenía los ojos grandes y oscuros, inquietos ahora, mientras iban rápidamente de Bárbara a sus padres y de éstos a ella otra vez, llenos de ternura; al observarla a ella, incluso ahora en medio de su azoramiento, uno podía ver por qué la sang froid de lord Uplandtowers había subido de temperatura hasta sobrepasar los grados de la tibieza. El hermoso rostro juvenil de Bárbara (según el relato transmitido por las viejas mujeres del lugar) miraba desde debajo de un sombrero gris de forma cónica adornado con pequeñas plumas de avestruz, y las puntas de sus piececitos asomaban tímidamente bajo unas enaguas de color crudo que llevaba no del todo ocultas por su vestido marrón rojizo. Sus facciones no eran regulares: eran casi aniñadas –como se puede ver en las miniaturas que posee la familia–, la boca denotaba una gran sensibilidad, y uno podría tener la certeza de que sus defectos no vendrían por el lado del mal genio a no ser que tuviera poderosas razones para exhibirlo.

Pues bien, hablaron de la situación en que se encontraban, y el deseo de la joven pareja de ganarse el beneplácito de aquellas personas, de las que literalmente dependían en todos los sentidos, les indujo a aceptar cualquier medida contemporizadora que no fuese demasiado fastidiosa. Así, pues, llevando unidos casi dos meses, no pusieron objeciones a la proposición de sir John de dotar a Edmond Willowes de los fondos suficientes para viajar durante un año por el continente, en compañía de un preceptor. El joven se comprometería a obedecer, con la mayor diligencia, las instrucciones de este preceptor hasta que llegara a ser tan refinado –exterior e interiormente– como sería de desear en el marido de una gran dama como Bárbara. Se dedicaría al estudio de las lenguas, las formas, la historia, la sociedad, las ruinas y todo cuanto vieran sus ojos, hasta que pudiera regresar para ocupar su lugar, junto a Bárbara, sin verse obligado a sonrojarse.

–Y para entonces –dijo el benemérito sir John– tendré ya preparada mi casa de Yewsholt para que a vuestra vuelta Bárbara y vos la ocupéis. La casa es pequeña y está apartada; pero servirá para una joven pareja durante algún tiempo.
–¡Nos serviría aunque no fuera más grande que un cenador! –dijo Bárbara.
–¡Aunque no fuera más grande que una silla de manos! –exclamó Willowes–. Y cuanto más solitaria mejor.
–Podemos soportar la soledad –dijo Bárbara, ya con menos entusiasmo–. Además, sin duda vendrán a vernos algunos amigos.

Una vez acordado todo esto, se contrataron los servicios de un preceptor muy viajado –hombre de grandes virtudes y mucha experiencia– y, una mañana soleada, discípulo y preceptor emprendieron la marcha. La principal razón que se adujo en contra de que Bárbara acompañara a su joven marido fue que las atenciones de éste para con ella serían tantas, naturalmente, que impedirían que dedicara celosamente cada hora de su tiempo a ver y aprender: un argumento de sabia previsión, e irrefutable. Se señalaron días concretos para cartearse, Bárbara y su Edmond intercambiaron los últimos besos en la puerta, y la silla de posta pasó rápidamente por debajo de los arcos de la entrada y desapareció por la calzada. Edmond le escribió a Bárbara desde Le Havre en cuanto llegó a este puerto –cosa que no sucedió hasta siete días después de su partida, a causa de los vientos adversos–; le escribió desde Rouen, y desde París; le contó cómo había visto al rey y la corte de Versalles, y le describió los maravillosos espejos y mármoles de aquel palacio; después le escribió desde Lyon; luego, tras un largo intervalo (en comparación con los anteriores), desde Turín, narrándole sus espeluznantes aventuras al cruzar sobre muías el monte Cenis y cómo les había sorprendido una impresionante nevada, que había estado a punto de significar el fin para él, para su preceptor y para los guías. Después escribió con ardor desde Italia; y Bárbara pudo ver, mes tras mes, reflejado en sus cartas, cómo se iba desarrollando la personalidad de su marido; y sintió una gran admiración por la sabiduría de su padre, que había sugerido que Edmond recibiera toda aquella educación. Pero a veces suspiraba –no pudiendo ver ya a su marido, cuya apostura la reafirmaba en su elección–, y, tímidamente, se permitía temer las mortificaciones que podían aguardarle por culpa de esta mésalliance. Salía muy poco: pues en las dos o tres ocasiones en que se había dejado ver por antiguos amigos había advertido una clara diferencia en su comportamiento, como si estuvieran diciendo.

–Ah, la esposa del feliz patán; ¡os han cogido!

Las cartas de Edmond eran tan afectuosas como siempre; más afectuosas incluso, pasado cierto tiempo, que las que ella le mandaba. Bárbara observaba este progresivo enfriamiento de su corazón; y, como era una dama bondadosa y honesta, estaba aterrada y apenada, pues su único deseo era conducirse con lealtad y rectitud. Esto la turbaba tanto que rezaba pidiendo un alma más fogosa, y, finalmente, le escribió a su marido para rogarle que, ya que se encontraba en el país del arte, le enviara un retrato suyo, tan pequeño que pudiera mirarlo todos los días y durante todo el día para así no olvidarse ni por un instante de sus facciones.

A Willowes le pareció muy buena idea, y respondió diciendo que haría más de lo que ella deseaba: había entablado amistad con un escultor de Pisa que estaba muy interesado por él y su historia; y le había encargado a este artista que le hiciera un busto de mármol; cuando estuviera terminado se lo enviaría a Bárbara. Lo que Bárbara había querido era algo inmediato; pero no puso objeciones a la demora; y en su siguiente misiva Edmond dijo que el escultor, por deseo propio, había decidido convertir el busto en una estatua de cuerpo entero, pues estaba francamente deseoso de introducir una muestra de su talento en el ámbito de la aristocracia inglesa. La obra progresaba rápidamente.

Mientras tanto, en Inglaterra, la atención de Bárbara empezaba a verse reclamada por Yewsholt Lodge, la casa que su bondadoso padre estaba preparando para que ella viviera allí cuando regresara su marido. Era un pequeño lugar diseñado como si fuera uno grande: una casita de campo construida en forma de mansión, con un largo corredor de madera en torno a un vestíbulo central y habitaciones no más grandes que roperos para justificar tal preámbulo. Estaba emplazada sobre un cerro tan solitario –y rodeada por árboles tan densos– que los pájaros que vivían en las ramas cantaban a extrañas horas, casi como si no pudieran distinguir el día de la noche. Bárbara, mientras avanzaban las reparaciones, visitaba esta morada con frecuencia. Aunque tan oculta por la densa vegetación, estaba cerca del camino real, y un día, al mirar por encima del seto, Bárbara vio pasar a caballo a lord Uplandtowers. Él la saludó cortésmente, aunque con cierta rigidez incontrolable, y no se detuvo. Bárbara volvió a casa y siguió rezando para no dejar nunca de querer a su marido. Pocos después se puso enferma, y no volvió a salir de su casa en bastante tiempo.

El año que había de durar la educación de Willowes se había prolongado hasta catorce meses, y la casa estaba ya lista para que Edmond, a su regreso, la ocupara en compañía de Bárbara cuando, en vez de la acostumbrada carta para ella, llegó una, escrita por el ya mencionado preceptor, para sir John Grebe. En ella le informaba de una terrible catástrofe que les había acaecido en Venecia. El señor Willowes y él habían ido una noche al teatro, durante el carnaval de la semana anterior, para conocer la comedia italiana cuando, debido a la negligencia de un despabilador, el teatro se había incendiado y ardido hasta los cimientos. Pocas personas habían perdido la vida gracias a los esfuerzos sobrehumanos de algunos espectadores por sacar del local a las víctimas que habían perdido el conocimiento; y, de entre todos ellos, el que había arriesgado la vida de manera más heroica era el señor Willowes. Al entrar por quinta vez para salvar a sus semejantes, varias vigas llameantes habían caído sobre él y se le había dado por muerto. Sin embargo, por una bendición de la providencia, se había recuperado y aún vivía, aunque estaba terriblemente quemado; y, casi por un milagro, era probable que sobreviviera, pues su constitución era excepcionalmente fuerte. Por supuesto, no podía escribir, pero estaba siendo atendido por varios cirujanos expertos. Les llegarían más noticias con el siguiente correo o con algún mensaje que les sería entregado en mano.

El preceptor no daba detalles acerca de los sufrimientos del pobre Willowes, pero tan pronto como se le transmitió la noticia a Bárbara ella comprendió que tenían que haber sido muy intensos, y su inmediata reacción fue la de correr a su lado. Pero, pensándolo bien, era prácticamente imposible que ella hiciera el viaje. Su salud no era, ni de lejos, lo que había sido, y viajar en posta por Europa en aquella época del año, o bien atravesar el Golfo de Vizcaya en barco, era una empresa que difícilmente se podría justificar por los resultados. Pero ella estaba impaciente por ir, hasta que, al leer el final de la carta, descubrió que el preceptor de su marido insinuaba claramente que dar un paso así –en el caso de que se les ocurriera la posibilidad de hacerlo– sería contraproducente, y agregaba que los cirujanos opinaban lo mismo. Y aunque el compañero de Willowes procuraba no dar muchas explicaciones acerca de las razones que le impulsaban a pensar así, éstas se desprendían con bastante claridad de lo que venía a continuación.

La verdad era que las peores heridas que el fuego le había producido estaban en la cabeza y en el rostro de Edmond –aquel hermoso rostro que había conquistado el corazón de Bárbara–, y tanto el preceptor como los cirujanos sabían que, siendo Bárbara una joven muy sensible, la impresión de verle antes de que las heridas hubiesen cicatrizado le causaría a ella más dolor que felicidad a él los cuidados de su mujer. Lady Grebe soltó lo que Sir John y Bárbara habían pensado, pero por delicadeza no habían expresado.

–Claro, es muy duro para ti, pobre Bárbara, que el único don que poseía para justificar tu irreflexiva elección (sus espléndidos atractivos) le sea así arrebatado, dejándote a los ojos del mundo sin excusa posible para tu conducta... En fin, ¡ojalá te hubieras casado con el otro! ¡Ojalá! –y la dama dejó escapar un suspiro.
–Pronto estará bien de nuevo –dijo el padre con dulzura.

No se hacían con frecuencia comentarios como los anteriores; pero eran lo bastante frecuentes como para producir en Bárbara una incómoda sensación de haber hecho el ridículo. Decidió no volver a oírles; y como la casa de Yewsholt estaba ya lista y amueblada, se retiró allí con sus doncellas. Por primera vez se podría sentir señora de una casa, de un hogar que sería exclusivamente de ella y –cuando viniera– de su marido. Tras largas semanas, Willowes se encontró lo suficientemente recuperado como para poder escribir de su puño y letra, y lenta y suavemente fue aclarándole a Bárbara cuál era la extensión total de sus heridas. Era un consuelo –decía– no haber perdido la vista del todo; se sentía lleno de gratitud al decir que todavía conservaba la entera visión de un ojo, aunque el otro ya nunca vería más que las tinieblas. La considerada manera de dar detalles acerca de su estado le decía a Bárbara cuan aterradora tenía que haber sido la experiencia. Él le agradecía su aseveración de que nada podría hacer cambiar sus sentimientos; pero temía que ella no se diera verdadera cuenta de que él estaba tan tristemente desfigurado que era muy dudoso que ella pudiera reconocerle. No obstante, a pesar de todo, el corazón de Edmond era tan fiel a Bárbara como siempre lo había sido.

Bárbara veía por su angustia cuánto había pasado. Le respondió que ella se sometía a los decretos del destino y que le daría la bienvenida, fuera cual fuese su aspecto, en cuanto pudiera venir. Le habló del bonito refugio que ahora, a la espera de que los dos juntos lo ocuparan, era su morada; y no le lévelo lo mucho que había sufrido con la noticia de que todos sus atractivos habían desaparecido. Menos aún le dijo que sentía una cierta extrañeza mientras le aguardaba: las semanas que habían vivido juntos le parecían muy cortas en comparación con su larga ausencia. El tiempo pasó con lentitud, y llegó el momento en que Willowes se encontró lo suficientemente bien como para volver a casa. Desembarcó en Southampton, y desde allí fue en posta hasta Yewsholt. Bárbara decidió salir a recibirle a la altura de la Posada Lornton –el lugar que había entre el bosque y el coto, donde Edmond había esperado la llegada de la noche el día de su fuga–. Bárbara fue hasta allí a la hora señalada en un cabriolé que le había regalado su padre por su cumpleaños para que lo utilizara ella especialmente en su nueva casa; al llegar a la posada lo hizo regresar desde allí, pues el plan que habían convenido era que ella haría el viaje de vuelta con su marido en el coche de alquiler que él traería.

Esta taberna de la carretera no era un lugar muy adecuado para una dama; pero como era a principios de verano y hacía muy buena tarde, a Bárbara no le importaba; esperó fuera, paseando de un lado a otro y vigilando la carretera con atención, esforzándose por divisar el ansiado vehículo. Pero cada nube de polvo que se agrandaba en la lejanía y se acercaba resultaba ser cualquier otro carruaje, excepto la silla de posta de Edmond. Bárbara permaneció allí hasta que pasaron dos horas de la cita, y entonces empezó a temer que, por culpa de algún viento adverso en el Canal, Edmond no llegara aquella noche. Mientras aguardaba era consciente de un curioso desasosiego que no era exactamente ansiedad y que tampoco llegaba a ser miedo; su estado de tensión y de incertidumbre rayaba tanto en la desilusión como en el alivio. Había vivido durante seis o siete semanas con un marido imperfectamente educado, pero atractivo, al que ahora llevaba sin ver diecisiete meses y que físicamente había cambiado tanto que estaba segura de no poder apenas reconocerle. ¿Podemos, pues, extrañarnos de su complejo estado mental?

Pero el inmediato problema que se le planteaba era cómo marcharse de la Posada Lornton, pues su situación se estaba haciendo embarazosa. Como demasiadas de las acciones de Bárbara, aquella excursión había sido emprendida sin mucha reflexión previa. Con la idea de que no tendría que esperar la llegada de la silla de posta de su marido más que unos minutos y de que volvería ella con Edmond, no había vacilado en hacer regresar su pequeño cabriolé, quedándose así aislada. Se encontraba ahora con que, siendo tan conocida en aquella vecindad, su excursión para recibir a su marido, ausente durante tanto tiempo, estaba despertando gran interés. Era consciente de que más ojos de los que ella misma podía ver la observaban desde las ventanas. Bárbara había tomado la decisión de alquilar cualquier tipo de transporte que le pudieran proporcionar en la taberna para volver a casa cuando, al mirar por última vez hacia el horizonte de la ya oscurecida carretera, divisó una nube de polvo más, que se acercaba. Esperó; una carroza ascendía en dirección a la posada, y habría pasado sin detenerse de no haber visto su ocupante a Bárbara, de pie, expectante. Los caballos se vieron trenados al instante.

–¿Vos aquí, y sola, querida señora Willowes? –dijo Lord Uplandtowers, a quien pertenecía la carroza.

Bárbara le explicó por qué se hallaba en tan desolada situación, y como Uplandtowers llevaba la dirección de la casa de la joven, ésta aceptó ocupar el asiento que el conde le ofrecía a su lado. Al principio la conversación resultó embarazosa y fue fragmentaria; pero cuando hubieron recorrido una o dos millas ella se sorprendió de verse a sí misma hablando animada y cálidamente con él: su impulsividad no era sino la consecuencia natural de la existencia que había llevado últimamente –existencia un tanto sombría por culpa de aquella extraña boda que había hecho–; y no hay nada más indiscreto que la charla espontánea e impremeditada de una mujer que lleva mucho tiempo obligándose a seguir una política de reserva. En consecuencia, su ingenuo corazón dio un salto hasta su garganta y permitió que, en respuesta a las tanteadoras preguntas de Lord Uplandtowers –o, más bien, a sus insinuaciones–, sus problemas trascendieran. Lord Uplandtowers la llevó hasta la misma puerta de Yewsholt Lodge, y Bárbara, mientras él la ayudaba a descender, oyó salir de los labios del conde un susurro de severo reproche:

–¡Nada habría sido así si vos me hubieseis hecho caso!

Ella no contestó y entró en la casa. Allí, mientras la tarde iba consumiéndose, Bárbara fue lamentando más y más, por momentos, haberse mostrado tan amistosa con el conde de Uplandtowers. Pero ¡había aparecido tan inesperadamente!; de haber previsto el encuentro con él, ¡qué línea de conducta tan cuidadosa se habría trazado ella! Bárbara empezó a transpirar con desasosiego al pensar en su falta de discreción y, a manera de autocastigo, decidió esperar levantada hasta la medianoche, por si acaso Edmond llegaba; ordenó que se sirviera cena para él, improbable como era que apareciera hasta el día siguiente.

Las horas pasaron, y el silencio era absoluto en el interior y en los alrededores de Yewsholt Lodge, excepto por el murmullo de los árboles, hasta que, cerca ya de las doce, Bárbara oyó un ruido de cascos y ruedas acercándose a la puerta. Sabiendo que solamente podría ser su marido, fue inmediatamente al vestíbulo con el fin de recibirle. Sin embargo, mientras esperaba allí, tenía una incierta sensación de flaqueza: ¡tantos eran los cambios desde que se habían separado! Y, a causa de su fortuito encuentro con Lord Uplandtowers, la voz y la imagen del conde permanecían aún en su interior, excluyendo a Edmond, su marido, del círculo más íntimo de sus recuerdos. Pero Bárbara se llegó hasta la puerta, y, un momento después, una figura, de la que ella conocía el contorno, pero poco más, entró en la casa. Su marido iba ataviado con una amplia capa negra y un sombrero de ala caída; su aspecto era, totalmente, el de un extranjero, y no el del joven burgués inglés que se había marchado de su lado. Dio unos pasos al frente hasta quedar iluminado por la luz de la lámpara, y entonces Bárbara advirtió con sorpresa, y casi con espanto, que llevaba una máscara. No se había dado cuenta al principio, pues no había nada en el color de la careta que indujera a un observador casual a pensar que estaba viendo otra cosa que no fuera un rostro de verdad.

Edmond debía haber visto su gesto de consternación ante lo inesperado de la aparición, porque dijo apresuradamente:
–No tenía intención de presentarme así ante vos..., pensé que estaríais en la cama. ¡Qué buena sois, querida Bárbara! –la rodeó con un brazo, pero no trató de besarla.
–¡Oh, Edmond! ¿Sois vos?... Sí, tenéis que ser, ¿verdad? –dijo ella retorciéndose las manos; porque aunque la figura y los movimientos de Edmond bastaban casi para probarlo, y la voz no era distinta de su antigua voz, la manera de hablar había cambiado tanto que parecía la de un forastero.
–Voy así cubierto para esconderme de las miradas curiosas de los criados de la posada y demás –dijo Edmond en voz baja–. Voy a hacer volver al carruaje y me reuniré con vos dentro de un instante.
–¿Venís solo?
–Completamente. Mi acompañante se quedó en Southampton.

Las ruedas de la silla de posta se alejaron en el momento en que ella entró en el comedor, donde estaba servida la cena; y unos segundos después Edmond volvió a reunirse con ella allí. Se había quitado la capa y el sombrero, pero aún conservaba la máscara; y Bárbara pudo ver ahora que era especial, de alguna tela flexible parecida a la seda y coloreada a fin de que pareciese carne; obviamente, estaba unida, al cabello de encima de la frente y, por otra parte, la confección era sumamente habilidosa.

–Bárbara..., parecéis enferma –dijo Willowes quitándose un guante y cogiéndola de una mano.
–Sí..., he estado enferma –dijo ella.
–¿Es nuestra esta casa tan bonita?
–Oh..., sí. –Ella apenas era consciente de las palabras que pronunciaba, pues la mano que él había desenguantado para coger la suya estaba deformada, y uno o dos dedos le faltaban; al mismo tiempo. Bárbara discernía, a través de la máscara, el destello de un solo ojo.
–Daría cualquier cosa por besaros, querida mía, ¡en este mismo instante! –prosiguió él, con entristecido apasionamiento–. Pero no puedo... con este antifaz. Los criados se habrán acostado ya, supongo.
–Sí –contestó ella–. Pero puedo llamarlos. ¿Queréis cenar algo?

Edmond dijo que tomaría algo, pero que no hacía falta llamar a nadie a tales horas. Así, pues, fueron hacia la mesa y se sentaron el uno enfrente del otro. A pesar de que Bárbara se hallaba en un estado de verdadero pánico, no pudo por menos de darse cuenta de que su marido estaba temblando como si tuviera tanto miedo como ella –o más– de la impresión que estaba causando o a punto de causar. Se acercó a Bárbara y la cogió otra vez de la mano.

–Me hicieron esta máscara en Venecia –empezó, con evidente azoramiento–. Mi querida Bárbara..., mi queridísima esposa..., ¿creéis que os importará mucho cuando me la quite? No os produciré repugnancia, ¿verdad?
–Oh, Edmond, pues claro que no me importará –dijo ella–. Lo que os ha sucedido es nuestra desgracia; pero estoy preparada para ello.
–¿Estáis segura de estar preparada?
–¡Oh, sí! Sois mi marido.
–¿Realmente tenéis la absoluta certeza de que nada exterior os podrá afectar? –volvió a preguntar él con una voz temblorosa, a causa de la excitación.
–Creo que... sí, absolutamente –respondió Bárbara débilmente.
Él inclinó la cabeza.
–Espero..., espero que así sea –susurró.

Durante el silencio que siguió, el tic-tac del reloj del vestíbulo pareció hacerse más fuerte; y Edmond se apartó un poco para quitarse la máscara. Bárbara aguardaba, sin respirar, el término de la operación –que era algo lenta y complicada–, observándole un momento, desviando la mirada al siguiente; y cuando él hubo acabado, ella cerró los ojos ante el espeluznante espectáculo que se le ofreció. Un rápido escalofrío de terror había recorrido su cuerpo; pero, aunque estaba horrorizada, se obligó a sí misma a mirarle de nuevo, ahogando el grito que naturalmente habrían dejado escapar sus empalidecidos labios. Incapaz de seguir mirándole. Bárbara se dejó caer al suelo, cerca de la silla, tapándose los ojos.

–¡No podéis mirarme! –gimió Edmond con desesperación–. ¡Soy una cosa tan horrible que ni
siquiera vos lo podéis soportar! Lo sabía; pero conservaba la esperanza de que no fuese así. Oh, éste es un amargo destino... ¡Maldita sea la habilidad de aquellos médicos venecianos que me salvaron la vida!... Miradme, Bárbara –prosiguió, suplicante–; miradme bien; decid que me odiáis, si es que me odiáis, y... ¡dejémoslo todo claro entre nosotros de una vez y para siempre!

La desdichada esposa hizo un desesperado esfuerzo por controlarse. Era su Edmond; no le había hecho ningún mal; había sufrido. Una momentánea devoción por él la ayudó y, levantando la vista como se le había implorado, miró aquel despojo humano, aquel écorché, por segunda vez. Pero la visión era demasiado horrible. De nuevo, involuntariamente, apartó la mirada y se estremeció.

–¿Creéis que podréis acostumbraros a esto? –dijo–. ¡Sí o no! ¿Podréis soportar cerca de vos esta carne de osario? Juzgad por vos misma, Bárbara. ¡Vuestro Adonis, vuestro incomparable marido, se ha convertido en esto!

La pobre mujer estaba junto a él inmóvil, excepto por el continuo parpadeo de sus ojos. Todos sus naturales sentimientos de afecto y compasión le habían sido arrebatados por una especie de pánico; tenía, exactamente, la misma sensación de debilidad y horror que habría tenido en presencia de un aparecido. De ningún modo podía hacerse a la idea de que aquello era el elegido de su corazón: el hombre que había amado; se había metamorfoseado hasta convertirse en un ejemplar de otra especie.

–No es odio –le dijo Bárbara temblando–. Pero estoy tan horrorizada, ¡tan impresionada! Dejad que me recupere. ¿Queréis cenar ahora? Y mientras lo hacéis, ¿me dais vuestro permiso para que vaya a mi habitación y... trate de volver a sentir lo que antes sentía por vos? Lo intentaré, si puedo estar a solas un rato. ¡Sí, lo intentaré!

Sin aguardar su respuesta, y manteniendo cuidadosamente apartada la mirada, la aterrorizada mujer se arrastró hasta la puerta y salió de la habitación. Oyó que él se sentaba a la mesa, como si fuera a empezar a cenar, aunque bien sabe Dios cuan escaso era su apetito tras aquel recibimiento, que había confirmado sus peores suposiciones. Bárbara subió las escaleras y, al llegar a su dormitorio, se dejó caer encima de la cama y hundió el rostro en la colcha. Permaneció así durante algún tiempo. La alcoba estaba justo encima del comedor, y poco después, al ponerse de rodillas. Bárbara oyó que Willowes apartaba una silla de un empellón y se levantaba para, acto seguido, ir al vestíbulo. Antes de que hubieran transcurrido cinco minutos aquella figura subiría probablemente las escaleras y se enfrentaría de nuevo a ella; aquello..., aquella nueva y espantosa forma, que no era la de su marido. En la soledad de la noche, sin doncella ni amiga a su lado, perdió el dominio de sí misma y, al oír la primera pisada de Edmond en las escaleras, tras ponerse una capa tan sólo, huyó de la habitación, atravesó corriendo el pasillo hasta llegar a la escalera posterior, bajó por ella y, abriendo la cerradura de la puerta trasera, salió al exterior. Casi no se dio cuenta de lo que había hecho hasta que se encontró en el invernadero, agazapada junto a un mueble florero.

Allí se quedó, con sus grandes y tímidos ojos esforzándose por ver, a través del cristal, el jardín que había fuera, y con las faldas recogidas por temor a los ratones campestres que a veces se refugiaban en aquel lugar. A cada momento tenía miedo de oír unos pasos, que, en teoría, debería haber deseado oír, y una voz que debería haber sido música para sus oídos. Pero Edmond Willowes no apareció. Las noches ya se estaban haciendo más cortas en aquella época, y pronto el alba se presentó con los primeros rayos del sol. De día tuvo menos miedo que en la oscuridad. Pensó que podría ver a Edmond y acostumbrarse a su visión. Por consiguiente, la sufrida joven descorrió el cerrojo de la puerta del invernadero y regresó por el mismo camino por el que había salido unas horas antes. Su pobre marido estaría seguramente en la cama y dormido, pues el viaje había sido largo; de modo que Bárbara hizo el menor ruido posible al entrar. La casa estaba exactamente igual que como la había dejado, y buscó con la mirada, por el vestíbulo, la capa y el sombrero de Edmond, pero no los pudo ver; y tampoco su pequeño baúl, lo único que había traído consigo, pues había dejado en Southampton el equipaje más pesado para que se lo llevaran en el coche regular. Hizo acopio de valor para subir las escaleras; la puerta de su dormitorio estaba abierta, tal y como la había dejado ella. Llena de temor, miró a su alrededor; la cama estaba sin deshacer. Tal vez se hubiera echado en el sofá del comedor. Bajó y entró; no estaba allí. Sobre la mesa, junto a su plato (intacto), había una nota, escrita apresuradamente en la hoja de un cuadernillo. Decía algo como lo que sigue:

«A mi eternamente querida esposa:
Ya preveía, como algo más que posible, el efecto que mi repugnante aspecto os ha causado. Tonto de mí, aún albergaba una pequeña esperanza de que no fuera así. Era consciente de que ningún amor humano podría sobrevivir a tal catástrofe. Confieso que pensé que el vuestro era divino; pero después de una ausencia tan prolongada no podía quedar ya el calor necesario para sobreponerse al primer sentimiento, demasiado natural, de aversión. Era un experimento, y ha fracasado. No os culpo; tal vez, incluso, sea mejor así. Adiós. Me voy de Inglaterra y estaré fuera durante un año. Me veréis otra vez cuando ese tiempo haya expirado, si aún estoy con vida. Entonces podré saber cuáles son vuestros verdaderos sentimientos; y si me son adversos, me marcharé para no volver jamás.
E. W.»

Al recobrarse de su sorpresa, los remordimientos de Bárbara eran tan fuertes que se sintió absolutamente imperdonable. Debería haberle considerado como un ser afligido, y no haber sido esclava, tan sólo, del sentido de la vista, como una niña. Su primer pensamiento fue seguirle y suplicarle que regresara. Pero, al hacer averiguaciones, se encontró con que nadie le había visto; había desaparecido silenciosamente. Aún más imposible era deshacer la escena de la noche anterior. Su terror había sido demasiado evidente, y él era un hombre al que probablemente los esfuerzos de Bárbara por cumplir con su deber no convencerían de regresar. Bárbara fue a casa de sus padres y les hizo una confesión completa de cuanto había sucedido; y estos sucesos, en efecto, pronto fueron sabidos por más personas que las de su propia familia.

El año pasó, y Edmond no volvió; y se dudaba de que estuviera vivo. El arrepentimiento de Bárbara por su invencible repugnancia era ahora tal que lo único que deseaba era construir alguna capilla lateral en la iglesia –o erigir algún monumento– y dedicarse a hacer obras de caridad hasta el fin de sus días. Con estas intenciones se dirigió al excelente párroco ante el cual se sentaba todos los domingos, a una distancia vertical de unos doce pies. Pero lo único que éste pudo hacer fue ajustarse la peluca y darle golpecitos a su caja de rapé, pues el estado de la religión era tan tibio en aquellos tiempos que en ningún lugar de la vecindad se requería una sola capilla, aguja, pórtico, ventanal lateral, tabla con los diez mandamientos, escudo con el león y el unicornio o candelabro de bronce que pudiera servir de ofrenda votiva a algún alma atormentada (contrastando en gran manera el siglo pasado, en este aspecto, con los tiempos felices en que vivimos, en los que con el correo de cada mañana llegan pilas de urgentes peticiones de contribuciones de tales objetos, y en los que se ha conseguido que casi todas las iglesias tengan el aspecto de nuevos y relucientes peniques). Como la pobre dama no pudo tranquilizar su conciencia de esta manera, decidió al menos ser caritativa, y pronto tuvo la satisfacción de encontrar su porche todas las mañanas atestado de los vagabundos más harapientos, viles, borrachos, hipócritas y despreciables de la cristiandad.

Pero el corazón humano es tan propenso al cambio como las hojas de la enredadera de un muro y, con el paso del tiempo, al no saber nada de su marido. Bárbara llegó a ser capaz de permanecer sentada sin inmutarse mientras su madre y sus amigas decían, de forma que ella podía oírlo:

–Bueno, es lo mejor que podía haber pasado.

Bárbara empezó a pensar lo mismo, porque ni siquiera ahora podía traer a su memoria aquella forma podada y mutilada sin sentir un escalofrío, a pesar de que, cada vez que su imaginación volaba hasta los primeros días de su matrimonio y hasta el hombre que había estado entonces junto a ella, un estremecimiento lleno de ternura –que, de haberse agudizado por la presencia viva de Edmond, podría haberse hecho muy fuerte–, la hacía vibrar de emoción. Bárbara era joven e inexperta, y cuando se había producido el tardío regreso de Edmond ella apenas sí acababa de dejar atrás las caprichosas fantasías de la adolescencia femenina. Pero él no volvió, y cuando Bárbara pensaba en la promesa que Edmond había hecho –de volver una vez más si vivía para ello–, y en lo improbable que era que la hubiese quebrantado, le daba por muerto. Lo mismo hicieron sus padres; lo mismo, también, hizo otra persona: aquel hombre silencioso, de carácter irresistiblemente incisivo, de semblante tranquilo, que estaba tan alerta como siete centinelas cuando parecía estar tan profundamente dormido como las estatuas de su panteón familiar. Lord Uplandtowers, que aún no había cumplido los treinta años, se había reído entre dientes como un cáustico carcamal de sesenta al enterarse del terror y de la huida de Bárbara a la vuelta de su marido y de la súbita marcha de este último. Estaba absolutamente seguro, sin embargo, de que Willowes, a pesar de sus heridos sentimientos, habría reaparecido para reclamar sus posesiones de refulgentes ojos de haber estado vivo al término de los doce meses.

Como no había un marido que viviera con ella, Bárbara había abandonado la casa que su padre había preparado para ellos, y de nuevo se había instalado en Chene Manor, como en los días de su adolescencia. Poco a poco el episodio con Edmond Willowes llegó a parecer, más que otra cosa, un sueño febril, y, al tiempo que los meses se convertían en años, la amistad de Lord Uplandtowers con los habitantes de Chene –que se había enfriado bastante a raíz de la fuga de Bárbara– se reavivó considerablemente, y él volvió a ser un asiduo visitante de aquella casa. No podía hacer la más trivial alteración o mejora en Knollingwood Hall, donde vivía, sin antes cabalgar hasta Chene para consultarlo con su amigo Sir John; y así, colocándose con frecuencia ante los ojos de Bárbara, consiguió que ella llegara a acostumbrarse a su persona y hablara con él con tanta libertad como con un hermano. Bárbara empezó, incluso, a considerarle, con admiración, una persona de autoridad, buen juicio y prudencia; y aunque su severidad en los tribunales para con los cazadores furtivos, los contrabandistas y los rateros era una cuestión de pública notoriedad, ella confiaba en que mucho de lo que se decía pudiera ser una simple tergiversación.

Así siguieron viviendo hasta que la ausencia del marido llegó a ser de años y ya no pudo caber duda alguna acerca de su muerte. A Lord Uplandtowers ya no le pareció fuera de lugar el renovar sus pretensiones de manera desapasionada. Bárbara no le amaba, pero la suya era esencialmente una de esas naturalezas de guisante de olor o de enredadera que necesitan de una rama de fibra más resistente que la suya para colgarse de ella y florecer. Ahora, además, era mayor y admitía en su interior que un hombre cuyo tatarabuelo había ensartado a decenas y decenas de sarracenos luchando por el lugar del Santo Sepulcro era un marido más apetecible, hablando socialmente, que uno que sólo podía presumir de saber con certeza que su padre y su abuelo habían sido burgueses respetables. Sir John aprovechó la ocasión para comunicarle que podía considerarse legalmente viuda; y Lord Uplandtowers, en resumen, se salió con la suya y Bárbara se casó con él. Sin embargo, el conde nunca pudo lograr que ella reconociera que le quería como había querido a Willowes. En mi infancia conocí a una anciana dama cuya madre había presenciado la boda, y decía que Lord y Lady Uplandtowers salieron por la tarde de la casa del padre de Bárbara; lo hicieron en un coche de cuatro caballos, y mi dama iba vestida de verde y plateado, y que llevaba el sombrero y la pluma más llamativos que jamás se vieron; aunque, fuera porque el verde no le sentaba bien al color de su tez; fuera por alguna otra razón, el caso es que la condesa estaba pálida y todo lo contrario de radiante. Después de la boda su marido la llevó a Londres, y Bárbara disfrutó de las diversiones de una temporada en la capital; luego regresaron a Knollingwood Hall, y así transcurrió un año.

Antes de la boda, al marido había parecido importarle muy poco la incapacidad de Bárbara para amarle apasionadamente.

–Dejad que os conquiste –le había dicho Lord Uplandtowers–, y yo me someteré a todo eso.

Pero ahora la falta de calor de Bárbara parecía irritarle, y él se comportaba con ella con un resentimiento tal que la condesa se veía obligada a pasar muchas horas con él en doloroso silencio. El presunto heredero del título era un pariente lejano, a quien Lord Uplandtowers profesaba la misma antipatía que profesaba a tantas otras personas y cosas, y el conde estaba decidido a tener un sucesor directo. Le echaba a Bárbara toda la culpa de que no hubiera ningún indicio de ello, y le preguntaba para qué servía.

Un día concreto de su triste día, una carta, dirigida a la señora Willowes, llegó a manos de Lady Uplandtowers desde un lugar inesperado. Un escultor de Pisa, que no sabía nada de su segundo matrimonio, le comunicaba que la durante tanto tiempo demorada estatua de tamaño natural del señor Willowes (el cual, al irse de esta ciudad, le había encargado que guardara la obra hasta que él enviara por ella) se hallaba todavía en su estudio. Puesto que no se le había pagado enteramente su trabajo, y la estatua estaba ocupando un sitio que él necesitaba, se alegraría de poder saldar la deuda definitivamente y de que se le dieran las instrucciones pertinentes para enviar la figura. Al llegar esta carta en un momento en el que la condesa, a causa de su creciente distanciamiento del conde, estaba empezando a tener pequeños secretos (de índole inofensiva, también es verdad) para su marido, Bárbara contestó al escultor sin decirle una palabra a Lord Uplandtowers, enviándole el resto del dinero que se le debía y diciéndole que le mandara la estatua a ella sin más dilación.

Pasaron algunas semanas antes de que la obra llegara a Knollingwood Hall, y, por curiosa coincidencia, Bárbara recibió, durante este intervalo, las primeras noticias absolutamente concluyentes sobre la muerte de Edmond. Esta había tenido lugar años antes, en suelo extranjero, unos meses después de la separación de ambos, y había sido causada por los subimientos que ya había padecido y que, unidos a una enorme depresión, habían permitido que Edmond sucumbiera a una leve enfermedad. La noticia le fue dada a través de una carta breve y formal escrita por un pariente de Willowes que vivía en otra zona de Inglaterra. El pesar de Bárbara tomó la forma de una apasionada compasión por las desventuras de Edmond y de un duro autorreproche por no haber sido en ningún momento capaz de imponerse, recordando lo que la naturaleza había hecho de él en un principio, a la aversión que le había producido la última imagen de Edmond. La triste visión que ya había abandonado la tierra no había sido nunca para ella, en absoluto, su Edmond. ¡Ojalá hubiera podido encontrarse con él tal y como había sido al principio! Así pensaba Bárbara. Tan sólo unos pocos días después de esto, Bárbara y su marido, mientras desayunaban, vieron que un carromato tirado por dos caballos, con una inmensa caja de embalaje en su interior, se desviaba de la carretera y se dirigía hacia la parte trasera de la casa; y, al cabo de un rato, se les comunicó que había llegado, para la señora, una caja con un letrero que decía: «Escultura».

–¿Qué podrá ser? –dijo Lord Uplandtowers.
–Es la estatua del pobre Edmond, que ahora me pertenece a mí, aunque nunca la habían enviado; hasta ahora –contestó ella.
–¿Dónde vais a ponerla? –preguntó él.
–Aún no lo he decidido –dijo la condesa–. En cualquier lado, donde no os moleste.
–Oh, no me molesta –dijo él.

Cuando el envío estuvo ya desembalado, los dos fueron a verlo a una habitación de la parte trasera de la casa. La estatua era una figura de cuerpo entero, esculpida en el más puro mármol de Carrara, que representaba a Edmond Willowes en toda su belleza original, tal y como era al separarse de Bárbara para emprender sus viajes; un ejemplar de hombre casi perfecto en todos sus rasgos y formas. La obra había sido llevada a cabo con absoluta fidelidad.

–Febo/Apolo, sin duda –dijo el conde de Uplandtowers, que nunca había visto a Willowes, en persona o en retrato, hasta ahora.

Bárbara no le oyó. Estaba de pie, en una especie de trance, ante su primer marido, como si no tuviese conciencia de que su otro marido estaba a su lado. Las mutiladas facciones de Willowes habían desaparecido de su imaginación; aquel ser perfecto era realmente el hombre que ella había amado, y no aquella figura posterior, digna de compasión; en esta última, la ternura y la verdad deberían haber visto siempre la otra imagen, pero no lo habían hecho. No despertó hasta que Lord Uplandtowers dijo con aspereza:

–¿Vais a pasaros aquí toda la mañana adorándole?

El marido de Bárbara no había tenido hasta ahora la menor sospecha de que Edmond Willowes hubiera sido así originalmente, y pensó cuan profundos habrían sido sus celos unos años antes de haber conocido a Willowes. Al volver a Knollingwood Hall por la tarde, encontró a su mujer en el pasillo, hasta donde había sido llevada la estatua. Bárbara estaba delante de ella, embelesada como por la mañana.

–¿Qué estáis haciendo? –le preguntó él.

Ella dio un respingo y se volvió.

–Estoy mirando a mi mari..., a mi estatua, para ver si está bien hecha –balbuceó–. ¿Por qué no habría de hacerlo?
–No hay ninguna rozón para que no lo hagáis –dijo él–. ¿Qué vais a hacer con el monstruito? No puede estar siempre aquí.
–No quiero que se quede aquí –dijo ella–. Ya le encontraré un sitio.

En su tocador había una especie de nicho o concavidad bastante profundo, y, a la semana siguiente, aprovechando que el conde estuvo fuera de casa durante unos días, Bárbara contrató a unos ensambladores de la aldea y les hizo tapar el nicho con una puerta artesonada. Hizo que colocaran la estatua en el tabernáculo así formado y cerró la puerta con un candado, cuya llave se guardó en un bolsillo. Cuando su marido volvió, echó en falta la estatua en el pasillo, y, suponiendo que la habrían quitado de allí por deferencia hacia sus sentimientos, no hizo ningún comentario. Sin embargo, observó en el rostro de su dama, en ciertos momentos, algo que nunca antes había observado en él. No podía explicárselo; era una especie de éxtasis silencioso, de reservada beatitud. No podía adivinar qué había sido de la estatua y, sintiéndose cada vez más curioso, la buscó aquí y allá hasta que, acordándose de la habitación particular de Bárbara, se encaminó hacia este lugar. Después de llamar oyó que se cerraba una puerta y que una llave era echada; pero cuando entró, su mujer estaba sentada, trabajando en lo que en aquella época se llamaba canutillo. Los ojos de Lord Uplandtowers repararon en la puerta recién pintada que estaba en el lugar que antes había ocupado el nicho.

–Ah, habéis hecho obras durante mi ausencia, Bárbara –dijo distraídamente.
–Sí, Uplandtowers.
–¿Por qué habéis hecho construir esa puerta de tan mal gusto..., estropeando el precioso arco de la alcoba?
–Necesitaba más armarios, y pensé que como este aposento es mío..
–Por supuesto –respondió él. Lord Uplandtowers sabía ahora dónde estaba la estatua del joven Willowes.

Una noche, o más bien durante las primeras horas de la madrugada, echó en falta a su lado a la condesa. No siendo un hombre de imaginación calenturienta, se volvió a dormir sin pensar mucho en el asunto, y a la mañana siguiente el incidente ya se había olvidado. Pero unas noches después se dieron las mismas circunstancias. Esta vez se despertó del todo; pero antes de que se hubiera levantado para ir en su busca, ella volvió al dormitorio en bata y con una vela en la mano, que apagó al acercarse, creyendo que él estaba dormido. Lord Uplandtowers descubrió por su respiración que Bárbara estaba extrañamente emocionada; pero tampoco en esta ocasión le reveló que la había visto. Un rato después, cuando ella ya se había acostado, fingiendo despertarse, le hizo a su mujer algunas preguntas triviales.

–Sí, Edmond –contestó ella ausente.

Lord Uplandtowers se convenció de que Bárbara tenía la costumbre de salir del dormitorio de aquella extraña manera con más frecuencia de la que él había observado, y decidió vigilarla. A la noche siguiente fingió estar profundamente dormido, y poco después de media noche la vio levantarse con cautela y salir de la habitación a oscuras. El se puso alguna ropa rápidamente y la siguió. Al llegar al otro extremo del pasillo, donde el golpe del pedernal con el eslabón no podría ser oído por una persona que se encontrara en el dormitorio, Bárbara encendió una luz. El se metió en una habitación lateral vacía y permaneció allí hasta que ella hubo encendido una pequeña vela y hubo entrado en su tocador. Uno o dos minutos después él la siguió. Al llegar a la puerta del tocador vio abierta la del nicho secreto, y a Bárbara en el interior, de pie, con los brazos ceñidos estrechamente al cuello de Edmond y con los labios pegados a los de él. El chal que se había echado sobre sus prendas nocturnas había resbalado desde sus hombros, y la larga túnica blanca que llevaba, unida a su pálido rostro, le confería la equilibrada apariencia de una segunda estatua abrazando a la primera. Bárbara, en medio de sus besos, le hablaba en un bajo susurro de infantil ternura:

–Mi único amor..., cómo pude ser tan cruel contigo, tan perfecto..., tan bueno y sincero... ¡Te soy siempre fiel, a pesar de mi aparente infidelidad! Siempre estoy pensando en ti..., soñando contigo... durante las largas horas del día ¡y durante las noches que paso en vela! ¡Oh, Edmond, soy siempre tuya!

Palabras como éstas, entremezcladas con sollozos, torrentes de lágrimas y cabellos desmelenados, atestiguaban una intensidad en los sentimientos de su mujer que Lord Uplandtowers no había soñado que ella pudiera poseer.

–¡Ja, ja! –se dijo–. Conque es aquí donde nos evaporamos...; es aquí donde se disuelven mis esperanzas de tener un sucesor del título... ¡Ja, ja! ¡En verdad que tendré que ocuparme de esto!

Lord Uplandtowers era un hombre sutil una vez que se decidía a hacer uso de la estrategia, aunque en el presente caso no pensó ni una sola vez en la sencilla estratagema de un amor constante. Ni tampoco entró en la habitación para sorprender a su mujer, como habría hecho un disparatado, sino que regresó al dormitorio tan silenciosamente como había salido. Cuando la condesa volvió, temblorosa por los sollozos y suspiros prodigados, él aparentó estar tan profundamente dormido como de costumbre. Al día siguiente inició el contraataque haciendo indagaciones acerca del paradero del preceptor que había viajado con el primer marido de su mujer; descubrió que este caballero era ahora maestro en una escuela de humanidades que no estaba muy lejos de Knollingwood. A la primera oportunidad que se le presentó, Lord Uplandtowers fue allí y consiguió tener una entrevista con el mencionado caballero. El maestro de escuela se mostró muy complacido con la visita de un vecino tan influyente y estuvo encantado de poder informar a su señoría de cualquier cosa que deseara saber. Después de conversar un poco, en general, acerca de la escuela y sus progresos, el visitante comentó que tenía entendido que el maestro había viajado durante mucho tiempo, en una ocasión, con el desafortunado señor Willowes, y que había estado junto a él en el momento de producirse el desgraciado accidente. Él, Lord Uplandtowers, tenía mucho interés en saber qué había sucedido realmente, y a menudo había pensado en preguntar. Y entonces el conde no sólo escuchó de viva voz todo cuanto deseaba saber, sino que, al hacerse más íntima la charla, el maestro de escuela le hizo en un papel un dibujo de la cabeza desfigurada, explicándole, con la respiración entrecortada, los diversos pormenores del retrato.

–¡Qué extraño y terrible! –dijo Lord Uplandtowers cogiendo el boceto–. ¡Sin nariz ni orejas, y casi sin labios!

Un día de aquella misma semana, aprovechando que la condesa se había ido a hacer una breve visita a sus padres, Lord Uplandtowers hizo venir a Knollingwood Hall a un pobre hombre de la ciudad más cercana, que combinaba el arte de pintar muestras con habilidosos trabajos manuales. El conde le dio a entender que el asunto para el cual requería su ayuda había de ser considerado como algo muy privado, y el dinero aseguró la observancia de esta recomendación. Forzaron la cerradura del armario, y el habilidoso artesano y pintor –ayudado por el boceto del maestro de escuela, que Lord Uplandtowers le había entregado– empezó a trabajar en el rostro, propio de un dios, de la estatua, bajo las indicaciones de mi señor. Lo que el fuego había mutilado en el original, el cincel lo mutiló en la copia. Fue una desfiguración diabólica, realizada sin el menor escrúpulo, y resultó aún más impresionante al ser teñida con los colores de la vida, de la vida que Edmond había llevado después de la destrucción.

Seis horas después, cuando el trabajador se hubo marchado, Lord Uplandtowers contempló el resultado, sonrió siniestramente y dijo:

–Una estatua debe representar a un hombre con el aspecto que éste tuvo en vida, y éste es el aspecto que él tenía. ¡Ja, ja! Pero lo he hecho con buenos propósitos, y no por capricho.

Cerró la puerta del armario con una llave maestra y se fue a recoser a la condesa para volver juntos a casa. Aquella noche ella durmió, pero él permaneció despierto. Según el relato. Bárbara, en su sueño, susurraba dulces palabras; y él sabía que la imaginación de su esposa mantenía aquella calurosa conversación con alguien a quien él sólo había desbancado en el nombre. Al terminar el sueño, la condesa de Uplandtowers se despertó y se levantó, y entonces la representación de las noches anteriores se repitió. El marido permaneció callado y escuchó. El reloj del frontón exterior dio las dos mientras Bárbara, dejando entreabierta la puerta del dormitorio, atravesaba el pasillo hasta llegar al otro extremo, donde, como de costumbre, encendió una luz. El silencio era tan profundo que Lord Uplandtowers pudo incluso oír, desde la cama, cómo ella soplaba la mecha suavemente, después de golpear el eslabón, hasta que aquella brilló. Bárbara se metió en el tocador, y el conde oyó –o creyó oír– dar vueltas a la llave en la puerta del armario. Un segundo después un chillido escalofriante y prolongado, procedente de aquella dirección, resonó hasta en los rincones más alejados de la casa. Se oyó otro más y, luego, el ruido de un cuerpo que se desplomaba.

Lord Uplandtowers se tiró de la cama. Atravesó corriendo el oscuro pasillo hasta la puerta del tocador, que estaba entornada, y vio, gracias a la luz de la vela que había en el interior, a la pobre y joven condesa tirada en el suelo del armario, inmersa entre los pliegues de su camisón. Al llegar a su lado, comprobó con gran alivio –pues temía que la cosa hubiera sido peor– que sólo se había desmayado. Rápidamente cerró la puerta bajo llave, dejando encerrada a la odiada imagen que había sido la causante de todo aquel mal, y cogió a su mujer en brazos; unos instantes después ella abrió los ojos. Bárbara apretó su cara contra la de él sin decir una palabra, y el conde la llevó hasta la habitación, esforzándose por alejar de ella el terror durante el camino, riéndose junto a su oído: era una risa curiosamente compuesta de causticidad, predilección y brutalidad.

–¡Ja, ja, ja! –dijo–. Asustada, ¿eh, querida? ¡Cuan niña sois! Era sólo una broma, de verdad, Bárbara..., ¡una broma espléndida! Pero una niña no debe ir a medianoche a buscar en los armarios el fantasma de su querido muerto. ¡Y si lo hace, no debe sorprenderse de que su aspecto la aterrorice, ja, ja, ja!

Cuando Bárbara estuvo ya en el dormitorio y hubo recobrado del todo el conocimiento, su marido, a pesar de que sus nervios estaban aún muy irritados, le habló con mayor severidad: –Ahora, contestadme, señora, ¿lo amáis?, ¿eh?
–¡No, no! –balbuceó ella, estremeciéndose, con los ojos dilatados y fijos en su marido–. ¡Es demasiado horrible! ¡No, no!
–¿Estáis segura?
–¡Completamente segura! –respondió la pobre y abatida condesa.
Pero su natural elasticidad se reafirmó. A la mañana siguiente él volvió a preguntarle:
–¿Lo amáis ahora?
Ella se sintió acobardada por la penetrante mirada de Lord Uplandtowers, pero no contestó.
–¡Por Dios! ¡Eso quiere decir que aún lo amáis! –exclamó él.
–Quiere decir que no pienso decir algo que no es verdad y que no deseo suscitar la cólera de mi marido –respondió ella con dignidad.
–Entonces, ¿qué os parece si vamos a echarle otra mirada? –y, mientras decía esto, cogió inesperadamente a Bárbara de la muñeca y se volvió como para conducirla hasta el aterrador armario.
–¡No, no! ¡Oh, no! –gritó ella, y su desesperado forcejeo por zafarse del agarrón de su marido reveló que el horror de la noche anterior había dejado en su delicada alma una huella mayor de la que pretendía aparentar.
–Una o dos raciones más, y estará curada –se dijo el conde.

Ahora era ya tan sabido por el resto de la gente de la casa –y, por tanto, del dominio público– que el conde y la condesa no se llevaban bien, que él no se molestó excesivamente en disimular sus actos en lo referente a aquel asunto. Durante el día ordenó que cuatro hombres, con cuerdas y rodillos, se reunieran con él en el tocador. Cuando llegaron allí, el armario estaba abierto, y la parte superior de la estatua, enfundada en una lona. Uplandtowers hizo que la llevaran al dormitorio. Lo que sucedió después es más o menos fácil de adivinar. La historia, como me la contaron, dice que cuando Lady Uplandtowers se retiró aquella noche en compañía de su marido vio, frente a los pies de la pesada cama imperial de madera de roble, un guardarropa oscuro, de gran tamaño, que nunca había estado allí antes; pero no preguntó qué significaba su presencia.

–He tenido un pequeño antojo –explicó él cuando estuvieron a oscuras.
–¿Sí? –dijo ella.
–Erigir un pequeño santuario, si es que se le puede llamar así.
–¿Un pequeño santuario?
–Sí; para venerar a una persona a la que ambos adoramos por igual..., ¿eh? Os enseñaré lo que contiene.

Tiró de un cordel que colgaba tapado por las cortinas de la cama y las puertas del guardarropa se abrieron lentamente, descubriendo que se habían quitado todos los anaqueles del interior y que éste había sido acondicionado para albergar a la aterradora figura, que estaba allí tal y como había estado en el tocador, sólo que con un vela de cera ardiendo a cada lado para hacer resaltar las deformadas y retorcidas facciones. Bárbara se agarró al conde, lanzó un grito ahogado y escondió la cabeza entre las sábanas.

–¡Oh, lleváoslo de aquí!... ¡Por favor, lleváoslo de aquí! –imploró.
–Cada cosa a su tiempo; es decir, cuando me queráis más –contestó él tranquilamente–. Todavía no demasiado, ¿verdad?
–No lo sé..., creo que... ¡Oh, Uplandtowers, tened piedad!...; no puedo soportarlo. ¡Oh, lleváoslo, por compasión!
–Tonterías; uno llega a acostumbrarse a todo. Echadle otra mirada.

En resumen, el conde dejó que las puertas permanecieran abiertas a los pies de la cama y que las velas de cera siguieran ardiendo; y tal era la extraña fascinación del horrendo espectáculo, que una curiosidad morbosa se apoderó de la postrada condesa, que, ante la reiterada insistencia de su marido, miró de nuevo por encima de la colcha, se estremeció, se tapó los ojos y volvió a mirar, rogándole mientras a Uplandtowers que se llevara la estatua de allí si no quería verla enloquecer. Pero él no estaba dispuesto a hacerlo todavía, y el guardarropa no fue cerrado hasta el amanecer. La escena se repitió a la noche siguiente. Inflexible en el cumplimiento de sus feroces escarmientos, Lord Uplandtowers prosiguió con el tratamiento hasta que los nervios de la pobre dama quedaron absolutamente destrozados por la agonía de las eficaces torturas que su señor le infligió a fin de hacer que su descarriado corazón volviera a serle fiel.

A la tercera noche, cuando la escena había comenzado como de costumbre y ella estaba tumbada, mirando la espantosa alucinación con inmensos ojos salvajes, Bárbara se echó a reír de repente con una carcajada inhumana; se reía más y más, mirando fijamente a la imagen, hasta que la risa se convirtió, literalmente, en un aullido; entonces hubo un silencio, y el conde descubrió que su mujer había perdido el conocimiento. Pensó que se habría desmayado, pero pronto se dio cuenta de que el caso era más grave: Bárbara tenía un ataque epiléptico. Lord Uplandtowers se levantó rápidamente, angustiado por la sensación de que, como otros muchos personajes sutiles, había sido demasiado exigente en pro de sus intereses. Aquel amor que él era capaz de sentir –aun estando más cerca de una egoísta avidez que de una cariñosa devoción– revivió al instante. Cerró el guardarropa mediante el sistema de poleas, cogió a Bárbara en brazos, la llevó cuidadosamente hasta la ventana e hizo cuanto pudo por reanimarla.

La condesa tardó mucho en volver en sí, y cuando lo hizo, un cambio considerable pareció haberse operado en sus emociones. Rodeó con sus brazos a su marido y, con entrecortados balbuceos de temor, le besó servilmente muchas veces y, finalmente, se echó a llorar. Nunca lo había hecho antes durante la escena.

–¡Os lo llevaréis de aquí, querido!..., ¿verdad que sí? –suplicó entre sollozos.
–Si me amáis.
–¡Oh, sí..., claro que sí!
–¿Y le odiáis a él y a su recuerdo?
–¡Sí..., sí!
–¿Profundamente?
–¡No puedo soportar el recuerdo de su visión! –gritó, humillándose, la pobre condesa–. ¡Me llena de vergüenza!... ¿Cómo pude ser tan depravada? Nunca volveré a portarme mal, Uplandtowers; y vos nunca volveréis a poner esa estatua detestable delante de mis ojos, ¿verdad?

El conde pensó que podía prometérselo con seguridad absoluta.

–Nunca –dijo.
–Y entonces yo os amaré –respondió ella con fervor, como si temiera que de nuevo se le hiciera sufrir el severo castigo–. Y nunca, nunca más, se me ocurrirá un solo pensamiento que pueda parecer una infidelidad a mi promesa matrimonial.

Lo extraño del caso fue que desde entonces este amor ficticio, conseguido de Bárbara por medio del terror, fue tomando –merced al simple habido de representar– ciertos visos de realidad. Se hizo claramente en ella un servil sentimiento de apego hacia el conde, simultáneo con una aversión real por el recuerdo de su marido. El sentimiento de apego creció, y permaneció cuando la estatua desapareció del escenario. Una revulsión perenne, que se intensificó con el paso del tiempo, operaba en ella. Cómo el pánico pudo haber producido tal cambio en su idiosincrasia es algo que sólo los médicos más expertos pueden decir; pero creo que estos casos de reacción instintiva no son desconocidos.

El resultado fue que la curación se hizo tan permanente que se convirtió en un nuevo trastorno. Bárbara se sentía tan estrechamente unida al conde que, cuando de ella dependía, no se apartaba de él ni un solo instante. Nunca estaba en otro sitio que no fuera la sala de estar de Lord Uplandtowers, aunque no podía evitar sobresaltarse cada vez que él entraba sin previo aviso estando ella allí. Sus ojos estaban casi siempre puestos en él; si él salía, ella quería ir con él; las más insignificantes atenciones del conde para con otras mujeres provocaban en Bárbara unos celos frenéticos; hasta que, finalmente, su misma fidelidad se convirtió en una carga para él, absorbiendo su tiempo, privándole de su libertad y haciéndole jurar y maldecir. Si alguna vez él le hablaba con aspereza, ella no se vengaba volando a un mundo imaginario propio; todo aquel afecto por otro hombre, que le había servido de consuelo, era ahora un rescoldo negro y frío.

Desde entonces la vida de esta débil y asustadiza dama –cuya existencia podría haberse encaminado hacia unos fines mucho más elevados, de no haber sido por la innoble ambición de sus padres y por los convencionalismos de la época– estuvo dedicada a amar servilmente a un hombre perverso y cruel. Varios pequeños acontecimientos personales le acaecieron (a esta dama) en rápida sucesión: media docena, ocho, nueve, diez de estos acontecimientos; en resumen, le dio a su marido no menos de once hijos durante los nueve años siguientes, pero la mitad de ellos vinieron al mundo prematuramente o murieron a los pocos días de nacer; sólo uno, una chica, llegó a la madurez; con el transcurrir de los años se convirtió en la mujer del honorable señor Beltonleigh, que, como se podrá recordar, fue nombrado Lord d’Almaine.

No hubo ningún hijo que viniera para heredar el título. Finalmente, Lord Uplandtowers llevó a su esposa, completamente desgastada en cuerpo y alma, al extranjero, con el fin de probar los efectos de un clima más benigno sobre su maltratada constitución. Pero nada fue capaz de fortalecerla, y Bárbara murió en Florencia pocos meses después de su llegada a Italia. En contra de lo que se esperaba, el conde de Uplandtowers no volvió a casarse. El afecto que había en él –extraño, duro, brutal como era– pareció ser intransferible, y el título, como es sabido, pasó a un sobrino a su muerte. Lo que tal vez no sea tan del dominio público es que, en el transcurso de las obras de ampliación de Knollingwood Hall para el sexto conde, los fragmentos rotos de una estatua de mármol fueron desenterrados al excavar la tierra para colocar los nuevos cimientos. Fueron mostrados a varios arqueólogos, que dijeron que, hasta donde los trozos dañados les permitían formar una opinión, la estatua parecía ser la de un sátiro romano mutilado; o si no, una figura alegórica de la muerte. Sólo uno o dos de los más viejos habitantes del lugar adivinaron a qué estatua habían pertenecido aquellos fragmentos.

Debería haber añadido que, poco después de la muerte de la condesa, el deán de Melchester predicó un excelente sermón, cuyo tema –aunque no se mencionaron nombres– estaba indudablemente inspirado en los acontecimientos ya narrados. Hizo hincapié en la locura que significaba el abandonarse, por una forma hermosa meramente, al amor sensual; y señaló que el único desarrollo racional y virtuoso de ese afecto es el que se basa en un valor intrínseco. En el caso de la tierna pero algo superficial dama cuya vida les he relatado no hay duda de que un alocado apasionamiento por la persona del joven Willowes fue el sentimiento principal que la indujo a casarse con él; lo cual es aún más deplorable si tenemos en cuenta que su belleza, según la tradición, era el menor de sus atributos, pues todos los informes acerca de Edmond Willowes hacen inferir que debió ser un hombre de firme carácter, brillante inteligencia y prometedor futuro.