jueves, 30 de mayo de 2024

La parte inmortal. Alfred Edward Housman (1859-1936)

Cuando me encuentro con la aurora,
O acostado espero la noche para soñar,
He oído dentro a mis huesos balbucear:
Otro día, otra noche, otra hora.

Cuando estos sentidos se deshagan
Estos pensamientos de polvo descansarán,
El hombre de carne y espíritu morirá,
Y el hombre de los huesos persistirá.

Esta lengua que habla, estos pulmones que gritan,
Esta vitalidad que nos apresura y desea,
Este cerebro que llena el cráneo con ideas,
Silbando tranquilo en su colmena de sueños,

Estos hoy que tan orgullosos poseemos,
Pequeños señores de un ínfimo ahora:
Los huesos inmortales tomarán el control
De la carne muerta y la muerta hora.

Hasta que la víspera y el ocaso se hayan ido:
Lenta baja la interminable noche,
Y el nuevo nacimiento cae sin reproche,
Que durará tanto tiempo como la tierra.

Vagabundos del este, peregrinos inquietos,
¿Saben por qué no pueden descansar?
Es que cada hijo de su madre terrenal
Viaja con su propio esqueleto.

Acuéstate en tu lecho de polvo;
Saborea la fruta que debes soportar,
Trae la semilla eterna hacia la luz,
Y tus albas serán iguales a la noche.

Descansa de la pena y la maldad,
Ya no le temas al calor o al sol,
Ni a la nieve del invierno salvaje,
Tu nueva labor es en soledad.

Buque vacío, mortaja desgarrada,
Nuestra caja y vestidos no son eternos,
-Otro día, otra noche, otra hora-
Así balbucean dentro mis huesos.

Por lo tanto harán mi voluntad,
Hoy, que aún soy el señor de un día,
La vida y la carne aún son mías,
Y el aliento hosco es mi esclavo.

Antes de que el fuego del sentido decaiga,
Este humo del pensamiento golpeará la distancia,
Flotando en la antigua noche sin besos
Como un ejército de inmortales huesos.


La sepultura. Anónimo anglosajón.

Para tí una casa fue construida,
incluso antes que nacieras,
para tí el polvo fue destinado,
antes que salieras de tu madre.
No está concluída aún,
ni su hondura ha sido medida,
ni se sabe aún que largo tendrá.
Ahora te conduzco hacia donde estarás;
ahora te mido y a la tierra después.
Tu casa no es alta,
es baja y yacerás ahí.
El techo se alza muy cerca de tu pecho.
Así habitarás helado en el polvo.
Sin puertas es la casa,
y oscura está por dentro,
allí estarás fuertemente encarcelado
y la Muerte tiene la llave.
Atroz es esa casa de tierra
y terrible habitar allí;
vivirás allí
y te dividirán los gusanos.
Así estrás acostado
y dejarás a tus amigos.
Ningún amigo irá a visitarte.
Nadie irá a ver si te gusta la Casa,
nadie abrirá la puerta.
Nadie bajará hasta tí
porque pronto serás aborrecible para la vista.
Porque pronto tu cabeza será despojada de su cabello;
y la belleza del cabello se apagará.”


La sombra. Edgar Allan Poe (1809-1849)

Vosotros los que leéis aún estaís entre los vivos, pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán extrañas cosas, y se sabrás cosas secretas, y pasarán muchos siglos antres de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no cran en él, y otro dudarán, más unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde adentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrella y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos.

Estábamos rodeados por cosas que no puedo explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades intelectuales yacen amodorradas.

Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentabamos cada uno veía la palidez de su propio rostro y el resplandor de las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo – lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte – llenas de Locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre.

Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de las escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo!. Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo habá pagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Más aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaba fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombre de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar.

Y, después de temblar un instante entre las colgaduras del aposento, quedó por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneción inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver como la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cual era su morada y su nombre. Y la sombra contestó:

"¡Yo soy sombra, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte!".

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y variando en sus cadencias de una sílaba a la otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos.


La sombra de la muerte. George Heath (1844-1869)

Escucho una extraña música en los árboles;
Veo su suave melodía agitándose
Sobre nubes y espigas; casi puedo sentir la brisa
Que ondea sobre las brillantes plumas de las aves,
Corriendo y saltando de rama en rama;
Una salvaje dicha por la vida se expande
Y retorna desde el Otro Mundo hasta mí;
Radiante en su melodía yace sobre mí,
Estremece mi espíritu, como el viento de estío
Que tiembla sobre las penas del sauce,
En una extraña y frágil tristeza:
Alegre, dolorosa, silenciosa,
Difusa, vaga, indefinida.

Aquí descanso entre los despojos
De mi esperanza; ¿debo dejar atrás
Todas las visiones hermosas y grandes;
Agotando la vida en su porción de poesía?
¡Estoy muriendo!
¡Oh, Luz maravillosa! ¡Oh, Música cautivante!
Mi alma ha reposado con vosotras.

¡Oh, Belleza, celestial belleza! ¿Es por ti
Que debo pasar y desaparecer,
Aunque tu seas siempre nueva,
Recién nacida y resplandeciente como el rocío?
Me he sentido cómodo entre los Grandes,
Los Justos y los Magnificentes;
¿Es posible que la mano
Que azotó la nota mística
De su vasto instrumento,
Pueda perecer completamente?
¿Es posible que la noche
En la que ahora me hundo
No conozca un nuevo amanecer?
¿Puede este sentimiento finalmente decaer?
¡Oh, espíritu, inclina tu frente!
¡Oh, alma, hinca tus rodillas!
Aguarda en calma hasta que la luz
Quiebre tu temblor, tu profunda ansiedad.

¡Lejos se esconde la eternidad!
¿Qué es esta Sombra, este Misterio?
¡El libro más sagrado!
Grandes hombres han venido
Desde épocas aciagas, con sus agonías oscuras,
Implorando, dudando, inciertos.
La ferocidad inexpresable del espíritu mudo
Se aferra a tí.

¡Oh, espíritu, desciende sobre mí;
Desencadena mi interior mientras te observo!
Mis manos son atadas frente a mi,
Y mis ojos se han vaciado en plegarias.
¡Tú, Hombre del Calvario!
¡Tú, el Justo entre los justos!
Con la sangre expiatoria en tu frente y tu costilla,
Acércate, y deja que bese vuestros pies,
Deja que reciba tu santidad, y que mi alma se eleve
Completa, serena, pura, pacífica.
Sonríe mientras estos despojos reciben el bálsamo,
Y mi espíritu pétreo aguarda con ansias
Entre las penumbras,
En paz.


Las sombras desleales. Alexander Block (1880-1921)

Las Sombras desleales del Día huyen,
y alto y claro es el llamado de las Campanas.
Los pasos sobre la Iglesia arden como el Relámpago,
sus losas están vivas, aguardando tus ligeras pisadas.

Tu pasarás por aquí, y tocarás la fría piedra;
vistiéndola con la horrible vitalidad de tu palma.
Deja que la Flor de Primavera sea aquí depositada,
en esta solitaria Penumbra, bajo los ojos del Santo.

Las Sombras de la Rosa crecen en la brumosa Noche,
y alto y claro es el llamado de las Campanas,
la Oscuridad yace en los escalones, siniestros y bajos.
Aguardo inmóvil en la Luz. Aguardo ansioso tus Pasos.


La tumba. Robert Blair (1699-1746)

Mientras algunos sufren el sol, otros la sombra,
Unos huyen a la ciudad, otros a la eremita;
Sus objetivos son tantos como los caminos que toman
En la jornada de la vida; y esta tarea es la mía:
Pintar los sombríos horrores de la tumba;
El lugar designado para la cita,
Donde todos estos peregrinos se encuentran.
¡Tu socorro imploro, Rey Eterno! cuyo brazo
Fuerte sostiene las llaves del infierno y la muerte,
De aquella cosa temible, La Tumba.

Los hombres tiemblan cuando Tú los convocas:
La Naturaleza horrorizada se despoja de su firmeza
¡Ah, Cuán oscuros son tus extensos reinos,
Creciendo largo tiempo en deshechos pesarosos!
Donde sólo reina el silencio y la noche, la oscura noche,
Oscura como lo era el caos antes de que el sol
Comenzara a rodar, o de que sus rayos intentaran
Azotar la penumbra de tu profundidad.
La vela enferma, resplandeciendo tenuemente
A través de las bajas y brumosas bóvedas,
(Acariciando el lodo y la humedad mohosa)
Deja escapar un horror inabarcable,
Y sólo sirve para hacer tu noche más funesta.
Bien te conozco en la forma del Tejo,
¡Árbol triste y maligno! Que adora habitar
Entre los cráneos y ataúdes, epitafios y gusanos:
Donde rápidos fantasmas y sombras visionarias,
Bajo la pálida, fría luna (como es bien sabido)
Encapuchados realizan sus siniestras rondas,
¡Ninguna otra alegría tienes, árbol embotado!

Observad aquel santo templo, la piadosa labor
De nombres una vez célebres, ahora dudosos u olvidados,
Enterrados en la ruina de las cosas que fueron;
Allí yace sepultado el muerto más ilustre.
¡Escuchad, el viento se alza! ¡Escuchad cómo aulla!
Creo que nunca escuché un sonido tan triste:
Puertas que crujen, ventanas agitadas,
Y el pájaro hediondo de la noche,
Estafado en las espinas, gritando en los pasos sombríos
Su ronda negra y rígida, colgando
Con los fragmentos de escudos y armas andrajosas,
Enviando atrás sus sonidos, cargando el aire pesado
De los nichos bajos, las Mansiones de los muertos.
Despertados de sus sueños, las duras y severas filas
De espantosos espectros se movilizan,
Sonrisa horrible, obstinadamente malhumorados,
Pasan y vuelven a pasar, veloces como el paso de la noche.
¡Otra vez los chillidos del búho! ¡Canto sin gracia!
No escucharé más, pues hace que la sangre fluya helada.

Alrededor del túmulo, una fila de venerables olmos
Enseñan un espectáculo desigual,
Azotados por los rudos vientos; algunos
Desgarran sus grietas, sus troncos añejos,
Otros pierden vigor en sus copas, tanto
Que ni dos cuervos pueden habitar el mismo árbol.
Cosas extrañas, afirman los vecinos, han pasado aquí;
Gritos salvajes han brotado de las fosas huecas;
Los muertos han venido, han caminado por aquí;
Y la gran campana ha sonado: sorda, intacta.
(Tales historias se aclaman en la vigilia,
Cuando se acerca la encantada hora de la noche)

A menudo, en la oscuridad, he visto en el camposanto,
A través de la luz nocturna que se filtra por los árboles,
Al muchacho de la escuela, con sus libros en la mano,
Silbando fuerte para mantener el ánimo,
Apenas inclinándose sobre las largas piedras planas,
(Con el musgo creciendo apretado, con ortigas bordadas)
Que hablan de las virtudes de quien yace debajo.
Repentinamente él comienza, y escucha, o cree que escucha;
El sonido de algo murmurando en sus talones;
Rápido huye, sin atreverse a una mirada atrás,
Hasta que, sin aliento, alcanza a sus compañeros,
Que se reúnen para oír la maravillosa historia
De aquella horrible aparición, alta y pavorosa,
Que camina en la quietud de la noche, o se alza
Sobre alguna nueva tumba abierta; y huye (¡cosa asombrosa!)
Con la melodía evanescente del gallo.

También a la nueva viuda, oculto, he vislumbrado,
¡Triste visión! Moviéndose lenta sobre el postrado muerto:
Abatida, ella avanza enlutada en su pena negra,
Mientras mares de dolor borbotean de sus ojos,
Cayendo rápido por las mejillas frágiles,
Nutriendo la humilde tumba del hombre amado,
Mientras la atribulada memoria se atormenta,
En bárbara sucesión, reuniendo las palabras,
Las frases suaves de sus horas más cálidas,
Tenaces en su recuerdo: Todavía, todavía ella piensa
Que lo ve, y en la indulgencia de un pensamiento cariñoso
Se aferra aún más al césped insensato,
Sin observar a los caminantes que por allí pasan.

¡Tumba injusta! ¿cómo puedes separar, desgarrar
A quienes se han amado, a quienes el amor hizo uno?
Un lazo más obstinado que las cadenas de la Naturaleza.
¡Amistad! el cemento misterioso del alma,
Endulzador de la vida, unificador de la sociedad,
Grande es mi deuda. Tu me has otorgado
Mucho más de lo que puedo pagar.
A menudo he transitado los trabajos del amor,
Y los cálidos esfuerzos de un corazón apacible,
Ansioso por complacer. ¡Oh, cuándo mi amigo y yo,
Sobre alguna gruesa madera vaguemos desatentos,
Ocultos al ojo vulgar, sentados sobre el banco
Inclinado cubierto de prímulas,
Dónde la corriente límpida corre a lo largo
De aquella grata marea bajo los árboles,
Susurrando suave, se oye la voz aguda del tordo,
Reparando su canción de amor; el delicado mirlo
Endulza su flauta, ablandando cada nota:
El escaramujo olía más dulce, y la rosa
Asumía un tinte más profundo; mientras cada flor
Competía con su vecina por la lujuria de sus ropas;
¡Ah, entonces el día más largo del verano
Parece demasiado apresurado, y todavía el corazón pleno
No había impartido su mitad: era aquella una felicidad
Demasiado exquisita como para perdurar!
¡De las alegrías perdidas, aquellas que no volverán,
Cuán doloroso es su recuerdo!


La ventana. Henry Van Dyke (1852-1933)

Toda la noche, por una distante campana,
Las horas fueron pasando en la oscuridad,
Mientras los suspiros de ella se elevaron y cayeron,
Y el destello de vida que en su rostro se veía,
Parecía brillar o desvanecerse ¿Quién podría decirlo?
La ventana abierta en la habitación,
Con un fuego de luz dorada,
En las sombras fue hundiéndose,
Como un ojo escrutando la Noche.

¿Qué ves en la Oscuridad, pequeña ventana, y porqué temes?

Veo al jardín cubierto por las formas del miedo. Frágiles y pálidos fantasmas bajo los árboles, Balanceándose en el frío aliento nocturno, Y bajo la frondosa sombra del laurel, la figura de la Muerte.

Las dulces, claras notas del ave vespertina,
Nos hablaron del paso de la Oscuridad;
Tal vez mi amor las haya oído,
Pues en sueños pareció sonreír,
Mientras el rayo del naciente amanecer
Habló de esperanza sin palabras,
Hasta que el esplendor del este palideció
La luz de la lámpara, ahogándola;
Y la ventana abierta lentamente giró
Hacia el interior, desde el ojo de la mañana.

¿Qué ves en el cuarto, pequeña ventana, que hace que brilles majestuosa?

Veo que la niña duerme sobre la almohada, suave y blanca, Con el rosa de la vida sobre los labios, y el aliento vital sobre el pecho, Y los brazos de Dios sobre ella, mientras plácidamente descansa.


El fusilado. José Vasconcelos (1882-1959)

¡Cuánto tiempo llevábamos a caballo! ¡Al principio éramos un ejército; ahora sumábamos unos cuantos! Quiénes habían muerto en los combates; otros quedaron prisioneros o dispersos, y los más, en seguida de los descalabros, desertaron al abrigo de la noche, abandonando equipo, armas y uniforme, para confundirse con los pacíficos… 

Bajábamos la sierra; en la mañana clara, el temblor del ambiente suscitaba deseos de cantar. El camino seguía un estrecho cañón a la mitad del imponente acantilado. Del fondo subía el rumor de una corriente deshecha en espuma entre peñascos. Por la falda de los montes subían los follajes, anegándonos de frescura, embriagándonos con el aroma intenso de las retamas… El corte sube y baja, y las bestias avanzan resoplando; por fin alcanzamos la altura; el camino se ensancha, se aparta de la cañada, y el cielo se abre inmenso, luminoso. A poco andar nos internamos en un bosque. Cuesta trabajo adelantar, porque las ramas se entrecruzan; pero, en los claros, ¡qué hermosa es la luz!, ¡qué grata la frondosidad de los árboles y cómo tonifica el olor de las resinas! Se siente bello el vivir.
Súbitamente resuena un grito humano; casi simultáneamente, una descarga de fusilería; los caballos se encabritan, instantáneamente se propaga la confusión. No podemos ver a distancia, pero escuchamos tiros y voces extrañas, alguien exige imperioso la rendición: oímos súplicas patéticas: “No tire”. “No me mate”. Queremos embestir y nos cierra el paso un grupo enemigo… Recuerdo las bocas oscuras de las pistolas apuntadas a quemarropa. Nos entregamos; se nos desarma y, después de breve deliberación, se reanuda la marcha… Los vencidos, por delante. Avanzábamos atontados, incapaces todavía de reflexión; únicamente recuerdo que yo repetía mentalmente: emboscada, emboscada, palabra que viene de bosque; así es una emboscada.
Al principio no queríamos resignarnos; secretamente nos aferrábamos a la ilusión de que sobrevendría algo imprevisto o de que, haciendo un esfuerzo, toda la horrible y sencilla ocasión se desvanecería como un mal sueño; pero un dolor físico, clavado fuertemente en el corazón, nos obligaba a confesar nuestra desgracia; de adentro de nuestras conciencias salía una nube gris que empañaba la luz del sol y la hermosura del campo. De sobra conocíamos la práctica brutal de ejecutar a los prisioneros; la reserva de nuestros captores era suficiente aviso… Mientras duraba la marcha, mi imaginación estuvo trabajando con rapidez y profundidad que no me había conocido antes. Íbamos a ser víctimas de una repugnante injusticia, y, sin embargo, no me preocupaba el momento próximo, sino la totalidad de mi vida anterior. Los hombres me parecían irresponsables, y todos los sucesos un tejido absurdo y cruel donde lo único natural e inevitable es morir. Largo sería contar lo que pensé. Al caer la tarde, las sombras de aquel último crepúsculo se me metían en el pecho, sentí frío y desaliento… De no contenerme la voluntad, me habría puesto a llorar y suplicar por mi vida, según vi hacerlo a algunos prisioneros nuestros, que supusieron éramos también unos desalmados. No me resignaba a morir; pensaba en el desamparo de los míos y en tantas cosas que tenía proyectadas… El botín que me arrebataban; aquella hermosa, mi compañera de los días felices, ¡qué importaba!, ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo, conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para salvarse; volvería al fausto de las ciudades, a despertar la codicia en todos los ojos… De todas maneras, tarde o temprano, así había de ser, el valiente las toma y las deja sin reproche. Pero la otra, la que me lloraría, y los pequeños huérfanos…, huérfanos, ¡horrible palabra!, ¡y peor aún el gesto de piedad que la acompaña! Y me sacudió esta idea: “Si yo mostraba abatimiento, eso dejaría una huella de debilidad en el alma de mis hijos; en cambio, si me mantenía firme, si los entregaba, confiado en Dios, único repartidor de fortunas y penas, entonces ellos también adquirirían un temple altivo. La muerte de su padre no sería una escena lacrimosa: iba yo a legarles un molde altanero donde podrían ensayar sus almas…” ¡Y me erguí en los estribos! Frecuentemente me había ocurrido salir de las situaciones apuradas imaginando una actitud de audacia –cuando sufrimos un gran bochorno anhelamos correr, arrogantemente, a galope de caballo–; así las penas y situaciones dolorosas se alivian al instante si nos las representamos en panorama, si mentalmente las incorporamos a la estatuaria… Inmediatamente me entristeció pensar en lo bueno que hubiera sido dejar escrita aquella teoría; pero, reflexionando me dije que tal aflicción mía no era sino un pretexto para rehusar la muerte, pues ni aquella teoría ni la más original de las teorías se pierden porque un hombre muera; otros la pensarán tarde o temprano, y todas ellas existen independientemente del azar de que alguien las descubra o se dedique a escribirlas. Otra bella teoría perdida, pero perdida para mi gloria personal, no para la riqueza del mundo. Meditando así, me puse risueño, pero sin ironía; siempre desdeñé a los ironistas.

Una gran luna amarillenta se había levantado por el cielo crepuscular y ahora iluminaba el campo. A distancia comenzó a divisarse un caserío… El jefe mandó hacer alto, cruzó algunas palabras con sus inferiores y en seguida nos dividieron en dos grupos. Seis más y yo, que era el jefe vencido, recibimos orden de permanecer allí. Todos comprendimos; se sintió pasar un escalofrío general, que a nosotros se nos disolvió en el cuerpo y nos entumeció los miembros. Los demás comenzaron a desfilar; yo me mostraba indiferente, a fin de dar consuelo a los compañeros, que se despedían cabizbajos. Sin embargo, no me atrevía a buscar la mirada de mi amiga; con esa rápida penetración que se posee en los últimos instantes, me la representé ganándose amores nuevos. Se fue con su mirada dura de los últimos días, la que le observé desde que se inició el fracaso; pero no obtuvo la satisfacción cruel de compadecerme. ¡Recuerdo su silueta voluptuosa, bañada de luna!... Largo rato la miré y, al recordar a la esclava de sólo unas semanas antes, me llené de rabia y la injurié bellacamente; pero como ella iba ya a distancia en que no podía escucharme, y nadie la quería en la tropa, todos soltaron la risa, yo, contagiado, me reí también y recobré la calma.
No me quedaba odio en el pecho; nadie lo tiene cuando va a morir; todo lo contrario, la conciencia rebosa energía. Cierto que los miembros flaquean por miedo del dolor físico, pero el ánimo se pone alerta. La vida entera, rápidamente recordada, parece un incidente de un camino muy largo. Comienza a borrarse la noción del tiempo, a un grado que lo más reciente se confunde con los sucesos remotos, y viceversa. Mejor dicho, todo aparece renovado y luminoso; la misma idea de la muerte nos revela aspectos piadosos de redención. Y parece que todo nuestro ser implora: “Señor, recíbenos en tu seno, perdónanos el haber vivido y condúcenos, líbranos pronto de todo esto…”
En un momento quedamos alineados; nadie hablaba, pero sentíamos con precisión rara todos los movimientos de nuestros ejecutores. El sonido metálico y unísono de la preparación de los rifles nos causó un fuerte estremecimiento; pero no intentamos huir; todo sucedía muy de prisa. Como en un delirio vimos que nos apuntaron los rifles; salió el fogonazo y un violento golpe de costado nos derribó en tierra… Desde entonces ya no supe lo que fue de mis compañeros; recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado. Entré en seguida en un período de somnolencia durante el cual me daba cuenta perfecta de que subsistía, aunque de una manera extraña, sin apoyo en ningún elemento. Poco tiempo después recuerdo haber pasado, a la hora del crepúsculo, por una calle de la ciudad donde fui relativamente famoso, y esto lo digo sin vanidad, tan sólo para explicar la conversación que escuché: “Pobre Fulano –aquí mi nombre–; lo mataron; después de todo no era malo, sino excesivamente díscolo…, por aquí viven sus hijos…” Ni siquiera me ocupé de ver quién era el que hablaba ni qué más decía: ¡desde acá se ven tan efímeras las cosas del mundo que no inspiran el menor interés! La mención de mis hijos me puso a pensar y advertí que no experimentaba aquella honda y casi dolorosa ternura que únicamente los padres conocen; en seguida me lo expliqué: yo no tenía ya corazón y el dolor depende de que éste, mal hecho, se tuerce con la pena; en cambio, el espíritu puro tan sólo conoce la alegría. Sin embargo, en aquellos instantes yo no estaba para problemas, me dedicaba por entero a adaptarme a mi nuevo estado; sin exageración, puedo calificarlo de delicioso: mis poderes centuplicados; en mí ya no regía la ley newtoniana de la pesantez; podía ir y venir a mi antojo no sólo en el espacio, sino también en el tiempo; vagaba por los aires y los campos; no me interesaba el bullicio pequeño de las ciudades; me sentía hecho como de luz de halo; rozaba ligeramente con el aire al avanzar y esto me producía un goce delicadísimo, semejante a la impresión de ver correr el agua, o a la que produce la flecha que señala la trayectoria de una fuerza en los diseños de los libros de mecánica. Así entraba y penetraba en el mundo, sin perder mi unidad… Desde el principio sentí ganas de presentarme en la tierra para informar a los hombres de la beatitud que aquí alcanzan los blandos de corazón, porque pueden penetrar el universo, en tanto que las almas duras se desmoronan como lodo seco y podrido, se confunden con el humus terrestre. Necesitan pasar a la fragua de los volcanes, a la prueba del fuego, para tornar a convertirse, primero, en gas y, después, en aliento de vida. De aquí justamente, procede el mito de los infiernos. En realidad, sucede que la conciencia perversa tarda millares de años para volver al estado humano, donde podrá intentar, una vez más, su liberación. En cambio, los buenos como ya lo he dicho, se ligan con las fuerzas superiores e intervienen en la obra del universo. Ya lo sé, mis revelaciones serán inútiles; la ley es que cada quien sea el autor de su propia salvación.
Sin ejercitar los sentidos corpóreos, puesto que ya no tenía yo cuerpo, todo lo percibía y entendía directamente con la inteligencia; sin embargo, me quedaba un extraordinario desarrollo del tacto, ese tacto nervioso que quizá es la base de todos los sentidos corpóreos, algo como la sensibilidad que imaginamos en la corriente eléctrica. Me daban tentaciones de usar este poder a fin de comunicarme con los hombres; pero, aparte de las dificultades de procedimiento, ¡es tan difícil hacer comprender ciertas cosas a los que todavía están metidos en cuerpos! Veía, por ejemplo, las mesas de los espiritistas, tartamudeantes, obtusas, ridículas; ¡no es posible rebajarse a usarlas! Pasaba enseguida a ejercitar contactos sobre la membrana cerebral de los médiums en las sesiones medianímicas; pero, apenas se ponían a hablar, lanzaban tal cúmulo de incoherencias y dislates que me alejaba, disgustado de la máquina humana como medio de expresión. En fin, para todos los que se preocupan de estos asuntos tengo un consejo: no busquen la verdad ni en las pruebas físicas ni en el balbuceo de los médiums ni con ningún procedimiento anormal; búsquenla en la inspiración del genio y en el secreto de los sueños. Desde que estaba en el mundo, yo había concebido escribir un libro intitulado Las hipótesis del sueño, y aquí he venido a confirmar plenamente mis atisbos; el misterio se ilumina en los sueños…
Ahora me encuentro atareadísimo en la más interesante de las ocupaciones. ¿Cómo lo diré? Parece que rozo con la eternidad; el pasado se me va apareciendo tal como fue, vivo y hermoso; en seguida, me prolongo en otro sentido y veo el porvenir, igual, ni más ni menos, que cuando ejercitamos la memoria para recordar, sólo que aquí los hechos recordados se nos presentan intangibles, aunque realísimos, mucho más reales que en la evanescente realidad terrestre. Lo mejor de todas nuestras emociones, extendido a lo largo de una vía luminosa e infinita. ¡Allí se encuentra lo sublime de todos los tiempos! Me diréis que también está allí lo monstruoso, puesto que toda acción queda fotografiada para siempre en el panorama sin términos; sí, pero nadie lo mira; como no hay quien lo ame, nadie lo evoca; y jamás resucita, se confunde con la nada. En cambio, lo hermoso y lo noble reviven sin cesar. Y aquel, mi apasionamiento excesivo, que en el mundo me causaba martirios, y la censura de las gentes, aquí transformado en afán inmenso, me sirve para abarcar más eternidad. Al ir descubriendo estos prodigios comprendí que no andaba muy descaminado en el mundo cuando sostenía conmigo mismo la tesis de la conducta como parte de la estatuaria; es decir, resuelta, grande, de manera que pueda representarse en bloques; acción que merezca la eternidad. Porque lo ruin y lo mediocre no subsisten; el asco o la indiferencia lo matan.
Antes de ir más lejos he querido dejar consignados estos avisos. Ya que en vida no pude escribir tantas teorías como se me confundían en la mente, me complazco en reparar la pérdida de unas cuantas vanidades con el lampo de verdad que dejo apuntado. Los eternos incrédulos alzarán los hombros diciendo: “¡Bah!, otra fantasía”; pero pronto, demasiado pronto, verán que tengo razón. Descubrirán, como he descubierto yo, que aquí no rigen las leyes corrientes, sino la ley estética, la ley de la más elevada fantasía.


Juul. Gregie de Maeyer (1951-1998)

Juul tenía rizos, rizos rojos como alambres de cobre, por eso le gritaban todos:
- ¡Pelos de alambre! ¡Tienes sangre en el pelo! ¡Caca roja!
Un día Juul cogió unas tijeras y rizo a rizo se los cortó.
Juul tenía la cabeza pelona y todos le decían: - ¡Bola de billar! ¡Cabeza de huevo! ¡Pelón pelonete!
Por eso se puso un gorro. Al no tener pelo, el gorro le caía encima de las orejas y éstas se le salían un poco, - ¡Orejas de duende! - ¡Dumbo! -Échate a volar!, le llamaban ahora.
 Eso le hubiese gustado a Juul, volar muy lejos de allí. De dos rabiosos jalones Juul se arrancó las orejas.
Como no tenía orejas el gorro le caía encima de los ojos impidiéndole ver, y empezó a chocar contra las paredes, contra los otros chicos, contra las sillas, Juul veía estrellas y empezó a hacer bizcos. Entonces los niños empezaron a llamarle:
- ¡Bizco! ¡Cegatón! ¡Topo! Juul cerró fuertemente los ojos hasta que se le salieron de las órbitas, cayeron al suelo como dos canicas calientes, pero no botaron.
Tenía tanto, pero tantísimo dolor, que apenas podía pronunciar una palabra, gemía, babeaba y balbuceaba mientras los otros le decían: - ¡Caracol! ¡Baboso! ¡Miren, Juul no sabe hablar! Juul metió su lengua en un enchufe de la luz, se quemó media boca y su lengua calcinada, desapareció.
       El dolor era tan insoportable que Juul apenas podía caminar, las piernas se le torcían y le fallaban y los chicos le decían: - ¡Juul  patizambo! ¡Juul patas torcidas! ¡Patas de paréntesis!
Juul se fue al tren, puso las piernas sobre las vías, cuando éste pasó dejó un gran reguero rojo.
      Alguien encontró a Juul, alguien lo sentó en una silla de ruedas, y mientras Juul empujaba y empujaba con las manos para escapar los niños que seguían gritándole: ¡Juul patas de rueda! ¡Juul patas de llanta! cuando le alcanzaron, le mancharon de porquería las ruedas y ahí donde él tenía que agarrarse para escapar.
De la rabia que le dio metió sus manos en agua hirviendo, para tenerlas siempre limpias, pero estaba tan caliente, que se quemó; y le salieron ampollas y llagas que le supuraban.
El médico las mandó amputar y los chicos le decían: ¡Brazos de salchicha! ¡Salchichón! Juul fue hacia el zoológico, a la jaula de los leones, metió los brazos por los barrotes y un león se los comió.
      Juul sólo era cabeza y torso y los niños decían: - ¡Qué vergüenza de torso! ¡Si no lo tuviese podríamos jugar al fútbol con su cabeza!
Así que entre todos tiraron y tiraron hasta que le separaron la cabeza del tronco. Pero resultó que la cabeza, aunque se podía patear, no botaba bien; y los niños, cansados, dejaron a Juul abandonado en la zona de penalty.
Alguien pasó por allí, lo recogió, le dio de comer, lo mimó, le dio un abrazo, le puso un lápiz en la boca, le ofreció un papel y le preguntó:
-¿Pero qué te ha pasado? A lo que Juul contestó:

Yo tenía rizos rojos, como alambres de cobre
Por eso me gritaban todos: - ¡Pelos de alambre!
¡Tienes sangre en el pelo! ¡Caca roja!
Por eso rizo a rizo, me los corté...


Fantasma. Enrique Anderson Imbert (1910-2000)

Se dio cuenta de que acababa de morirse cuando vio que su propio cuerpo, como si no fuera el suyo sino el de un doble, se desplomaba sobre la silla y la arrastraba en la caída. Cadáver y silla quedaron tendidos sobre la alfombra, en medio de la habitación.
¿Con que eso era la muerte?
¡Qué desengaño! Había querido averiguar cómo era el tránsito al otro mundo ¡y resultaba que no había ningún otro mundo! La misma opacidad de los muros, la misma distancia entre mueble y mueble, el mismo repicar de la lluvia sobre el techo... Y sobre todo ¡qué inmutables, ¡qué indiferentes a su muerte los objetos que él siempre había creído amigos!: la lámpara encendida, el sombrero en la percha... Todo, todo estaba igual. Sólo la silla volteada y su propio cadáver, cara al cielo raso.
Se inclinó y se miró en su cadáver como antes solía mirarse en el espejo. ¡Qué avejentado! ¡Y esas envolturas de carne gastada! "Si yo pudiera alzarle los párpados quizá la luz azul de mis ojos ennobleciera otra vez el cuerpo", pensó.
Porque así, sin la mirada, esos mofletes y arrugas, las curvas velludas de la nariz y los dos dientes amarillos, mordiéndose el labio exangüe estaban revelándole su aborrecida condición de mamífero.
-Ahora que sé que del otro lado no hay ángeles ni abismos me vuelvo a mi humilde morada.
Y con buen humor se aproximó a su cadáver -jaula vacía- y fue a entrar para animarlo otra vez.
¡Tan fácil que hubiera sido! Pero no pudo. No pudo porque en ese mismo instante se abrió la puerta y se entrometió su mujer, alarmada por el ruido de silla y cuerpo caídos.
-¡No entres! -gritó él, pero sin voz.
Era tarde. La mujer se arrojó sobre su marido y al sentirlo exánime lloró y lloró.
-¡Cállate! ¡Lo has echado todo a perder! -gritaba él, pero sin voz.
¡Qué mala suerte! ¿Por qué no se le habría ocurrido encerrarse con llave durante la experiencia? Ahora, con testigo, ya no podía resucitar; estaba muerto, definitivamente muerto. ¡Qué mala suerte!
Acechó a su mujer, casi desvanecida sobre su cadáver; y su propio cadáver, con la nariz como una proa entre las ondas de pelo de su mujer. Sus tres niñas irrumpieron a la carrera como si se disputaran un dulce, frenaron de golpe, poco a poco se acercaron y al rato todas lloraban, unas sobre otras. También él lloraba viéndose allí en el suelo, porque comprendió que estar muerto es como estar vivo, pero solo, muy solo.
Salió de la habitación, triste.
¿Adónde iría?
Ya no tuvo esperanzas de una vida sobrenatural. No, no había ningún misterio.
Y empezó a descender, escalón por escalón, con gran pesadumbre.
Se paró en el rellano. Acababa de advertir que, muerto y todo, había seguido creyendo que se movía como si tuviera piernas y brazos. ¡Eligió como perspectiva la altura donde antes llevaba sus ojos físicos! Puro hábito. Quiso probar entonces las nuevas ventajas y se echó a volar por las curvas del aire. Lo único que no pudo hacer fue traspasar los cuerpos sólidos, tan opacos, las insobornables como siempre. Chocaba contra ellos. No es que le doliera; simplemente no podía atravesarlos. Puertas, ventanas, pasadizos, todos los canales que abre el hombre a su actividad, seguían imponiendo direcciones a sus revoloteos. Pudo colarse por el ojo de una cerradura, pero a duras penas. Él, muerto, no era una especie de virus filtrable para el que siempre hay pasos; sólo podía penetrar por las hendijas que los hombres descubren a simple vista. ¿Tendría ahora el tamaño de una pupila de ojo? Sin embargo, se sentía como cuando vivo, invisible, sí, pero no incorpóreo. No quiso volar más, y bajó a retomar sobre el suelo su estatura de hombre. Conservaba la memoria de su cuerpo ausente, de las posturas que antes había adoptado en cada caso, de las distancias precisas donde estarían su piel, su pelo, sus miembros. Evocaba así a su alrededor su propia figura; y se insertó donde antes había tenido las pupilas.
Esa noche veló al lado de su cadáver, junto a su mujer. Se acercó también a sus amigos y oyó sus conversaciones. Lo vio todo. Hasta el último instante, cuando los terrones del camposanto sonaron lúgubres sobre el cajón y lo cubrieron.
Él había sido toda su vida un hombre doméstico. De su oficina a su casa, de casa a su oficina. Y nada, fuera de su mujer y sus hijas. No tuvo, pues, tentaciones de viajar al estómago de la ballena o de recorrer el gran hormiguero. Prefirió hacer como que se sentaba en el viejo sillón y gozar de la paz de los suyos.
Pronto se resignó a no poder comunicarles ningún signo de su presencia. Le bastaba con que su mujer alzara los ojos y mirase su retrato en lo alto de la pared.
A veces se lamentó de no encontrarse en sus paseos con otro muerto siquiera para cambiar impresiones. Pero no se aburría. Acompañaba a su mujer a todas partes e iba al cine con las niñas. En el invierno su mujer cayó enferma, y él deseó que se muriera. Tenía la esperanza de que, al morir, el alma de ella vendría a hacerle compañía. Y se murió su mujer, pero su alma fue tan invisible para él como para las huérfanas.
Quedó otra vez solo, más solo aún, puesto que ya no pudo ver a su mujer. Se consoló con el presentimiento de que el alma de ella estaba a su lado, contemplando también a las hijas comunes. ¿Se daría cuenta su mujer de que él estaba allí? Sí... ¡claro!... qué duda había. ¡Era tan natural!
Hasta que un día tuvo, por primera vez desde que estaba muerto, esa sensación de más allá, de misterio, que tantas veces lo había sobrecogido cuando vivo; ¿y si toda la casa estuviera poblada de sombras de lejanos parientes, de amigos olvidados, de fisgones, que divertían su eternidad espiando las huérfanas?
Se estremeció de disgusto, como si hubiera metido la mano en una cueva de gusanos. ¡Almas, almas, centenares de almas extrañas deslizándose unas encimas de otras, ciegas entre sí pero con sus maliciosos ojos abiertos al aire que respiraban sus hijas!
Nunca pudo recobrarse de esa sospecha, aunque con el tiempo consiguió despreocuparse: ¡qué iba a hacer! Su cuñada había recogido a las huérfanas. Allí se sintió otra vez en su hogar. Y pasaron los años. Y vio morir, solteras, una tras otra, a sus tres hijas. Se apagó así, para siempre, ese fuego de la carne que en otras familias más abundantes va extendiéndose como un incendio en el campo.
Pero él sabía que en lo invisible de la muerte su familia seguía triunfando, que todos, por el gusto de adivinarse juntos, habitaban la misma casa, prendidos a su cuñada como náufragos al último leño.
También murió su cuñada.
Se acercó al ataúd donde la velaban, miró su rostro, que todavía se ofrecía como un espejo al misterio, y sollozó, solo, solo ¡qué solo! Ya no había nadie en el mundo de los vivos que los atrajera a todos con la fuerza del cariño. Ya no había posibilidades de citarse en un punto del universo. Ya no había esperanzas. Allí, entre los cirios en llama, debían de estar las almas de su mujer y de sus hijas. Les dijo "¡Adiós!" sabiendo que no podían oírlo, salió al patio y voló noche arriba.